En los pasillos casi vacíos de la Escuela Superior de Música y Danza de Monterrey, veo colgados retratos de varios de los compositores más célebres del canon occidental de la música: Debussy, Ligeti, Messiaen, Schoenberg… No termino de decidir si los retratos actúan como una inspiración cotidiana para los alumnos o como una fuerza idolátrica que los inmoviliza, pero pienso que, en todo caso, falta en ese recorrido un compositor que corresponda mejor con la obra que se desarrolla en el mismo momento en el patio de la escuela: Tacet, del artista regiomontano Raúl Mirlo, pieza integrante (y al mismo tiempo externa; ya lo explicaré) de las actividades de la llamada Feria PreMaco, celebrada a finales de enero en la ciudad del norte del país. El compositor que creía ausente, decía, es Federico Mompou: célebre por su Música callada, de un concepto a su vez tomado del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz. La paradoja que el músico catalán y el poeta místico expresan es también perceptible, pienso, en la obra de Mirlo.
Pero ¿el motivo música callada es realmente una paradoja? ¿Está realmente enunciando una imposibilidad lógica? Creo que no, que la cualidad de lo callado incluso podría representar una gradación de las obras musicales (“tal pieza es más callada que otra”), porque lo callado o lo silencioso se construye a partir de lo sonoro y no es su negación exacta. No existe, al menos no en este mundo, el silencio como concepto absoluto: el silencio se construye entre las cosas, lo que incluye las teclas del piano y los patios interiores de los edificios. Un retrato de Mompou, en nuestro recorrido imaginario, podría sintetizar o, mejor dicho, articularse con la experiencia estética (en su sentido amplio) propuesta por Mirlo; pero, a fin de cuentas, ni siquiera es necesario ver su rostro para percibir su presencia.
Mirlo despliega y une una docena de rollos de fieltro de un azul casi platinado, lo que ocasiona efectos múltiples en los sentidos de los visitantes: al tacto, es una superficie amable, lo que ayuda a otorgar al espacio una sensación de, digamos, ritual suave, potencialmente lúdico; a la vista, por ejemplo, el día de su inauguración (25 de enero) los colores mezclaban perfectamente con las tonalidades nubladas de la tarde-noche regiomontana; al oído, despliega el más importante de sus efectos: calla (que no mata, ni siquiera aísla) el sonido circundante y de los eventos sobre su superficie. Tacet, sin embargo, no se agota en las características de su material: es, para decirlo con Salvador Gallardo Cabrera, un campo de intervención, un ámbito de entrecruzamientos, una serie de índices.
Tacet –un término musical: en una partitura significa quedar en silencio– se complementa con una serie de acciones que no alcanzan siquiera el estatuto de performances (no digo esto como un juicio de valor sino meramente descriptivo): cuatro estudiantes ensayando, en salones alejados del patio –de espaldas a él, podríamos decir–, tocan un trombón, una trompeta, un corno, un piano…Su participación es casi anecdótica, o por lo menos lejana al centro de la acción, pero por lo mismo envuelve la pieza como si se tratara de un aroma. Anecdótica tampoco es aquí un juicio de valor, porque de la misma forma podríamos describir la aparición de las aves o de un helicóptero o de cualquiera de los sonidos que se filtran en la pieza: en un campo de intervención, podríamos resumir, si todo es anecdótico, nada lo es. En ese campo, cada estímulo tiene por tanto el mismo potencial de intensidad, sin importar su estridencia o centralidad, tan sólo la atención provista por el sujeto y la capacidad compositiva de sus sentidos. Lo anecdótico, en resumen, entra y sale del campo con libertad –como el sonido mismo, lo que termina por difuminar los límites mismos del campo.
En la inauguración de Tacet participó también un grupo de estudiantes de danza folklórica de la Escuela Superior. Su presencia pronto fue entendida por los asistentes como el inicio de la pieza pero, nuevamente, su participación no permitió dibujar con certeza ese marco escénico donde una obra comienza, se desarrolla y termina. Los bailarines no terminaban de iniciar, ni de desarrollar un núcleo coreográfico, mucho menos de concluirlo: parecían ensayar pero se detenían; charlaban, entraban y salían del campo; se entrecruzaban, a punto de construir un cuerpo colectivo, para después dispersarlo, sin mayores aspavientos. Apenas trazaban un vector sobre el campo con la mano, lo desdibujaban con el codo (al punto que me hacían recordar el concepto de inminencia, tal como lo usa Néstor García Canclini: la práctica estética anunciando una forma que no termina de acaecer del todo). El fieltro hacía el resto: callaba ese otro elemento que permite codificar una danza como coreográfica –el sonido– y así deconstruía casi cada uno de sus elementos para transformarlo en otra cosa que no atinábamos a describir del todo. Como decía el propio Mompou, con humor, respecto a su práctica artística: «yo no compongo, descompongo», lo mismo podríamos decir de Mirlo, si mantenemos en mente que des-componer, más que un resultado disfuncional, implica aquí una práctica deconstructiva y, por lo tanto, creativa.
Abril Zales, curadora de la pieza, me explica el proceso de depuración de elementos en Tacet: en algún momento se pensó, por ejemplo, en continuar el suelo de fieltro hasta cubrir una pared entera de la Escuela Superior. Se entiende por qué se desechó esa opción: la pared implicaba dirigir un comportamiento en el espectador y perder el momento de extrañeza de una serie de objetos –incluidos los cuerpos, las acciones y los sonidos– no concluidos. Esa dirección implicaba, por tanto, cerrar el ritual hasta convertirlo en un ritual sin poros, sin rutas de escape y, a fin de cuentas, sin sorpresas. Abriendo el espacio se abría también un proceso de modulación en el comportamiento colectivo: en las tres horas que dura la inauguración (aunque el suelo de fieltro se mantendrá por días, mezclándose con las actividades cotidianas de la escuela) los visitantes, en una especie de efecto-espejo involuntario con los bailarines, se mantienen en un silencio expectante, charlan distendidamente, se alejan al perímetro del fieltro o lo recorren dibujando vectores espontáneos. Son las formas adultas de lidiar con un ritual apenas sugerido: sin códigos fuertes a los que asirse queda esta especie de vaivén corporal, de índices y entrecruzamientos, por el campo de intervención. Lo mismo se concentran en las charlas mundanas de los asistentes (tan importantes para la pieza que creo que la charla en sí es un nodo de intensidad de Tacet) que, cómo no, en los momentos de silencio, construidos aquí en la fricción de los encuentros.
Como no hay ritual fijo, el adulto lo construye inconscientemente en recorridos que terminan por trazar rutas singulares, si bien lentas y dubitativas. A diferencia, claro, de los niños, para quienes el juego ya es de por sí ritual y, con la arena preconstruida (y suave) del fieltro, se ponen a la tarea de inmediato: sus rutas son más decididas, furiosas y extrañas –incluyendo algunas imitaciones obsesivas a los bailarines. Hay, en todo caso, tensión y distensión colectiva construyendo formas y signos que, a distancia, pueden leerse como un texto de formas libres. Y es que, parafraseando nuevamente a Gallardo Cabrera, una escritura crece en una red de confluencias, y esa podría ser otra forma de describir Tacet.
La pieza de Mirlo (nacido en 1985 y formado como pintor; otra posible clave de lectura de la pieza), decíamos al principio, forma parte de las actividades de PreMaco Monterrey, un evento aún en ciernes, un tanto mal organizado y, como sucede con este tipo de ferias, de expresiones estéticas tan disímiles que imposibilitan una descripción medianamente coherente. Tacet, adentro y afuera de la feria, se despliega como un gesto ante éstas: disminuye un poco su barullo, su tráfago de mercancías, y propone un espacio no necesariamente de reflexión o meditación como de posibilidad de otro tipo de intercambios. A punto de suceder, a punto de codificarse, de solidificarse, pero escapando siempre hacia todavía no se sabe qué forma de sociabilidad. Redes de sensibilidades calladas pero abiertas.
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