Transfrontera es un proyecto creativo de la cineasta chilena Camila José Donoso (Nona, si me mojan yo los quemo, Casa Roshell, Naomi Campbell) que se propone, desde 2016, liberar el proceso creativo del cine de los modos de producción industriales en busca de otras formas de colaboración con las comunidades para crear un cine situado. Si acaso algunos todavía conservan con cierta nostalgia las imágenes de Fellini montado en un dolly con una cámara sostenida por un camión y cuatro técnicos, Transfrontera imagina un cine a partir de cámaras de 16 mm, pequeñas, movibles, dúctiles, en manos de creadores no necesariamente especialistas. En este quehacer cinematográfico experimental se echan a andar reflexiones sobre la relación entre los dos lados de la cámara destruyendo esa jerarquía existente entre un ojo que observa y otro que actúa, pero que es incapaz de crear conocimiento sobre sí mismo. En las versiones anteriores, Transfrontera se instaló entre Chile, Bolivia y Perú, es decir, en una frontera disputada, militarizada, violentamente monitoreada, aunque siempre porosa, como si la presencia de los policías sirviera solo para aumentar la necesidad de contacto entre los cuerpos, las lenguas, los afectos y las influencias estéticas. Al recuperar el origen migrante y experimental de la tecnología y la estética cinematográfica, Transfrontera transforma el filme en acción que, como parvadas o cardúmenes, se mueve entre tierras cercadas por la plata, las armas y el hambre.
La cuarta versión de este centro de experimentación se instaló en Tijuana, y yo fui invitada como una de las pocas que cruzó una de las fronteras más violentas del mundo desde el norte al sur (la cineasta Paulina Sánchez, oriunda de Mexicali, actualmente residente de North Dakota, también hizo ese trayecto), sabiendo que me encontraría con comunidades de migrantes atrapadas en el deseo por el norte. La noche del 30 de septiembre me embarqué, después de dar una clase sobre colonialidad del género e interseccionalidad en Pratt Institute en Brooklyn, en un avión que se quedó varado algunas horas en un aeropuerto en Denver, en el que dormí alrededor de varios extraños. Me bajé del avión en San Diego un poco desorientada, siguiendo las instrucciones y los pasos de quienes cruzaban de un lado a otro. Pero en el puesto fronterizo no había revuelta; de hecho, estaba más bien desolado y con oficiales de migración matando el aburrimiento con mi pasaporte chileno. Saqué una foto en esa línea trazada en una placa de bronce donde se anuncia la ficción de la frontera. Cuando volví a Brooklyn, me había comprometido con los organizadores a escribir una crónica sobre lo que vi esos días en Tijuana. Pero mientras redactaba cosas anotadas con la imperfección de la memoria, el presente me tomó de sorpresa: empezó la revuelta del 18 de octubre en Chile. Ese texto quedó a medias, incapaz esta escritora de recuperar el hilo de la vida sino como excepción, desvinculado el presente de algo que llamábamos normalidad, una súbita materialización de la ciudadanía chilena a pesar de la distancia, es decir, la incapacidad de un aquí sin un allá.
Hace unos días, ya en 2020, la geógrafa María García, a quien acompaño como lectora y comentadora en la escritura de su tesis doctoral sobre la mercantilización de los paisajes para la venta en el mercado inmobiliario internacional, logró describirme una molestia que llevaba acogotada al escribir sobre las comunidades que migran desde Ecuador a Estados Unidos y viceversa. Dijo algo así, captado entre el humo y el vino: al tomar el marco teórico y el lenguaje de las personas que ya han teorizado desde el lugar privilegiado de la academia sobre las experiencias migratorias en condiciones materiales de precarización extrema uno no solo acepta la existencia de las fronteras, sino que les da aún más peso y materialidad. Pues sí, pensé yo, si seguimos la estrategia discursiva de Foucault en Historia de la Sexualidad, la criminalización es la primera manera en que lo ajeno, la otredad, entra al discurso de lo político; su burocratización sirve para crear conocimiento haciendo entrar lo raro al lenguaje de lo hegemónico. Pero es momento, comentó García, de que empecemos a representar esas experiencias en un lenguaje que no marque primero y antes que todo el estado policíaco y la militarización, las nacionalidades, los papeles y la burocracia. Por el contrario, se trata de encontrar un lenguaje que naturalice la idea de espacios fluidos y abiertos; la utopía, como un horizonte lejano y tal vez inalcanzable, es hacer desaparecer las fronteras. Si consideramos, seguí yo con esta crónica en mi mente, que las fronteras son una de las ficciones con consecuencias materiales más letales, tal vez sea este el momento de volver a esas otras palabras que movilizan espacios imaginarios que evaden la metralla, la desaparición y la jaula.
Volví entonces al prefijo trans que corona la escuela de creación materializada por primera vez en 2016: el punto es cómo nombrar el presente experimentado –las fronteras militarizadas y burocráticas– como un futuro posible, donde se enfatice el cruce, el flujo, la disolución de esos límites, las vivencias de estar en el borderlands y expandirlo, como Anzaldúa cuando escribió sobre esa playa de Tijuana y San Diego, hacia una existencia que mezcle sexualidades, géneros, historias, mitos, ficción, historia, biografía como una máquina para producir espacios utópicos, sociabilidades nuevas, lenguajes que nombren de otra manera lo vivido. Un lenguaje que nos haga a todes vivir en tránsito.
Llegué el 1 de octubre al Colegio de la Frontera Norte en Tijuana, sede de los seminarios de Transfrontera, a escuchar la última parte de la charla de Elena Pardo. La noche anterior, esta cineasta participante del Laboratorio de Cine Experimental de la Ciudad de México había realizado una sesión de cine expandido donde proyectó filmes en distintos soportes sobre mausoleos museísticos locales. Frente a las personas que se inscribieron como becades de la escuela, en ese auditorio universitario al que llegué, Pardo paseaba por Vimeos y YouTubes para mostrar el efecto Kúleshov, con la intención de que quienes sostuvieran las cámaras de 16mm al día siguiente entendieran que en esta escuela grabar implicaba editar o montar, transformando al ojo y al cuerpo en instrumentos que recolectan memorias como pasos sobre paisajes. En la mesa comunal en la que almorzamos seminaristas y becados, Manuel Trujillo, también cineasta del LEC, colaborador transfronterizo de años y ahora representante del departamento de cultura del gobierno mexicano en busca de la expansión del cine a centros comunitarios marginados de la cultura de élite, me explicó que durante la tarde organizaríamos a los becados en grupos que dirigiríamos. En efecto, esa tarde con Luna Marán, cineasta y tallerista de cines comunitarios que realiza en Oaxaca, nos sentamos a escuchar cómo un grupo de nueve becarios planificaban grabar una película de tres minutos. Ahí se habló del cine como límite y marco, el cine como partitura, el cine como forma, la relación entre el cuerpo y la cámara y la improvisación. Finalmente, sin embargo, cada uno se adjudicó contados segundos para hacer lo que quisieran sin regla alguna.
En la noche, un bus nos llevó hasta la Playa de Tijuana, donde termina el satánico muro que separa México de Estados Unidos. En el lado tijuanense, esa alta reja, coronada con alambre de púas como las cárceles gringas, es el primer elemento de un paisaje vibrante, con paseos familiares, restaurantes con vistas al Pacífico, barbacoas populares, caminantes y migrantes de otras partes de Latinoamérica que viven en carpas. Al otro lado, un gran foco ametralla la arena, revelando unos conos naranjas y una playa vacía y vigilada. Cada tanto, un helicóptero pasa buscando cuerpos transgresores. Ese día, esos helicópteros también captaron el proyector y los parlantes instalados sobre la arena para un programa de unas tres horas y media. Sentados sobre la arena, otros al borde de la costanera, vimos Los vampiros son eternos, proyectado en homenaje a Luis Ospina, el cineasta colombiano que había participado en la primera versión de Transfrontera en 2016 y había muerto hacía menos de una semana. Después vimos el documental Hotel de paso, en el que Paulina Sánchez nos revela las vidas de migrantes que viven y sobreviven en un refugio fronterizo en Mexicali que se ha convertido en un hogar ––a veces en cárcel–– permanente. Junto a los de la escuela, se sentaron, envueltos en sacos de dormir y mantas, los migrantes que viven de manera más o menos permanente en las playas de Tijuana.
Al día siguiente, el primer seminario del día nos llevó a un paseo por varies cineastas de Baja California, proporcionando así una clara idea de estéticas que se hornean localmente. Allí escuché en boca de Ricardo Silva, director de Navajazo y del Observatorio de Cine de Tijuana, anfitrión de todes nosotres, que la industria y educación cinematográfica tijuanense se organizó durante décadas en torno a la industria cinematográfica estadounidense, es decir, como la mano de obra barata de una industria millonaria. Pero lo que ese seminario exhibe ––y que el Observatorio de Cine, me explica, quiere–– son voces autorales que a la larga transitan en el circuito de festivales y de salas art house del mundo. Por la tarde, nos la pasamos tomando cerveza y conversando a la espera de que los becarios graben sus películas y finalmente se sienten a descansar con nosotros. Partimos entonces a la exhibición de The Field, de Daniel Rosas, una película que usa las modalidades de un cine de observación antropológico con fantasías de objetividad para dar cuenta de una realidad altamente estilizada e ideologizada de los trabajadores de Baja California que cruzan la frontera a diario para cosechar los campos agrícolas en el lado estadounidense. Después de una conversación con el director, caminamos a Cine Tonalá, donde nos espera otra mesa comunal. Antes de llegar, quiero ir a sacar plata a un cajero, pero muchas personas del grupo me dan indicaciones contradictorias sobre la seguridad de las calles, las zonas y los barrios. Miro alrededor y veo que los códigos de la ciudad, como en toda ciudad latinoamericana, está cifrada.
El día siguiente, tengo que trabajar en cosas de la universidad y me pierdo las charlas de Norma Iglesias, autora de un libro que lleva por título Transfrontera, y de Luna Marán. Pero sé que veré a Luna en acción más tarde, en la proyección de películas realizadas por los estudiantes en sus talleres y de su incisivo documental Tío Yim (2019) en el desayunador salesiano. Caminamos hasta ahí con Paulina Sánchez, cruzando el centro y alejándonos por calles silenciosas hasta llegar a un edificio sin entrada. Le preguntamos a los hombres parados alrededor del edificio y uno de ellos toca la puerta fuerte. Cruzamos un galpón hacia el segundo piso, donde ya se han juntado gran parte de los cinéfilos transfronterizos, los migrantes de varias partes de México y de Centroamérica y los voluntarios del desayunador. Después de mostrar los videos de sus estudiantes, Luna hace una sesión de cine-debate en torno a las imágenes y, finalmente, propone una actividad: que en grupos, los migrantes escriban una carta a sus seres queridos contando sus experiencias, logros y aprendizajes en el camino emprendido. La lectura de las cartas saca risas, lágrimas y nos mueve al ritmo hiphopeado de uno de los grupos. La proyección de Tío Yim no dejó a nadie indiferente. El documental cuenta la historia de la familia de la cineasta y en particular de su papá Jaime Luna, músico, bebedor empedernido, defensor de los placeres y activista de la comunalidad, término que ayudó a dar forma. Después de la proyección, muchas de las preguntas se centraron en qué sintió su familia al exponer así su intimidad.
Al día siguiente, me toca hablar en una sesión conjunta con Camila José Donoso. Como crítica de cine, he escrito sobre su Casa Roshell (2017) en la prensa y en publicaciones académicas. Así que mientras ella explica la práctica de una metodología que ha llamado transficción, y que ha desarrollado paralelamente a esta escuela de experimentación cinematográfica, yo teorizo sobre cómo se reorganiza la ética y la estética cuando se dejan entrar los lazos afectivos a la producción cinematográfica. Allí, como en el prefijo “trans”, hay una potencialidad, pura fuerza creativa de un espacio distinto, de una reorganización del sensorium capitalista por otro que presente la fluidez de la experiencia. Antes de la proyección de Nona, si me mojan yo los quemo de Donoso, fui a ver las exposiciones locales en CECUT. Durante el viaje en Uber, el chofer me contó una historia cruzada de tragedias y superación, la que coronó con el ofrecimiento de servicios sexuales, de personal trainer y bailarín de salón, all inclusive. El recepcionista en CECUT me comentó que en ese momento había solo una exposición, y murmurando me dijo que no valía la pena pagar para verla, porque eran reproducciones. Me fui a la exposición de arte queer en la sala de al lado, a la feria cultural donde compré un peluche tejido de la tortuga de Mario Bros para mi hijo y me senté en un bar carísimo para que pasara la hora peak del tránsito. En la noche, algunas becarias de la escuela me preguntaron por mi práctica feminista, la naturaleza de mi sexualidad y mi trabajo escritural. Varios me contaron sobre su propio trabajo como críticos y sus proyectos cinematográficos en vías de transicionar hacia la materialidad, ahora, dicen, con mecanismos e ideas nuevas.
Dentro de unas semanas, iré nuevamente a San Diego. Dicen que es una ciudad fronteriza, sus márgenes situados de espaldas a la frontera. En esa carretera que conecta la ciudad con la frontera, sin embargo, se extiende un espacio potencial. No olvido que durante la semana que estuve en Tijuana, me crucé con varios ciudadanos estadounidense que caminaban por el castellano. Una noche, creo que la última, un gringo borracho me pasó a llevar bailando y un muchacho se le lanzó encima iniciando una pelea que me tiró al suelo. Al día siguiente, cabeceando de sueño en el aeropuerto, me miro el brazo que recibió el golpe. Más que un enfrentamiento entre norte y sur, interpreto la escena como un asunto sectorial, la pelea del hombre contra el hombre y que nos bota a algunas, las que andamos por ahí cruzando fronteras a horas indebidas, al piso. La práctica feminista y comunitarista implícita en la organización transfronteriza se trata no de eliminar ese enfrentamiento sino de ir en busca de otros modos de relacionarnos, tecnología mediante, que no ponga primero la máquina y la maquinaria sino el cuerpo vivido como objeto sensible y cruzado de deseos imposibles.
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