lunes, 31 de mayo de 2021

Los ensayos de los poetas

Es una idea mía muy antigua; no obstante, la reimpresión de un extraordinario libro de Wystan Hugh Auden, Iconografía romántica del mar (a cargo de Gilberto Sacerdoti, Quodlibet), logró que volviera a mí con mayor fuerza. En esencia, se trata de esto: ¿por qué, durante el siglo XX, algunos de los máximos poetas de los más diversos países fueron al mismo tiempo grandes ensayistas? En otras palabras, ¿es posible que un cierto nivel de profundización intelectual sea propio de quien escribe versos, más que de quien escribe prosa?

Es inútil decir que este planteamiento puede parecer superficial, lo que justificaría de inmediato reservas bastante comprensibles. Sin embargo, me gustaría tratar de desarrollar esta sospecha (ni siquiera me atrevo a llamarla hipótesis) a partir de una observación elemental. Me refiero al hecho de que, como es obvio, la escritura de las novelas exige una inmersión e inversión psíquica, intelectual, emocional, mucho mayor –al menos en el plano estrictamente temporal– que la inspiración en la redacción de poemas. Por otra parte, alguien dijo que la actividad de quien escribe versos se parece a la del cazador furtivo, al cazador sigiloso, oculto, atento para aprovechar el momento justo para golpear a la presa…

Naturalmente, también en este caso sería más que lícito plantear una serie de objeciones, a partir del hecho de que la poesía no es obligatoriamente de naturaleza lírica. En efecto, existe una rica tradición, incluso moderna, relativa a la épica. Por citar algunos ejemplos, pensemos en la novela en verso del australiano Les Murray, Fredy Neptune, largo poema publicado por Jano en dos volúmenes en 2004, o en algunas obras del caribeño, Premio Nobel, Derek Walcott, como Omeros, traducido por Adelphi en 2003. Si el primer texto contiene 839 páginas, el segundo alcanza arriba de las 584… Por no citar también, viniendo a nosotros, la novela en verso de Attilio Bertolucci, El dormitorio, igualmente en dos volúmenes, descontinuado de Garzanti en los años ochenta. Trabajos de este género, inútil precisarlo, requieren un empeño y un compromiso comparable al proyecto de escribir una novela en prosa. Sin embargo, no hay duda de que, a partir del siglo XX, estos inmensos astilleros de la poesía constituyen más bien la excepción que la regla. Tomemos entonces como válida la imagen inicial del poeta cazador-recolector, respecto al narrador agricultor, y empecemos a adentrarnos en el Panteón de nuestros héroes imaginando que ellos utilizaron la mayor disponibilidad de tiempo libre para dedicarlo a estudios de carácter crítico.

Podrían ser tres las divinidades que guíen este breve viaje, estrellas que, pertenecientes al universo poético del siglo pasado, se revelaron capaces precisamente de brillar también en el firmamento del ensayo francés, anglosajón y alemán: se trata sucesivamente de Paul Valéry, Thomas Stearns Eliot y Gottfried Benn. Partiendo de su ejemplo, quisiera proponer la obra de otros cinco poetas que recogieron su herencia, imponiéndose, además de como líricos, como intelectuales en el sentido más amplio del término.

Empezaré, como ya se ha dicho, por Auden, para continuar con Anne Carson, Octavio Paz, Yves Bonnefoy, Joseph Brodsky y Wisława Szymborska. En otras palabras, un inglés que se mudó a los Estados Unidos y que después vivió largo tiempo en Europa; una canadiense estudiosa de filología y antropología, más tarde profesora de letras clásicas en Princeton y traductora del teatro griego; un mexicano, Premio Nobel, que fue embajador en la India y que recorrió medio mundo; un francés muy francés; un apasionado poeta de la Rusia soviética que huyó a Viena, invitado precisamente por Auden, para radicar después en los Estados Unidos, donde obtuvo el Premio Nobel; una escritora polaca, también Premio Nobel, implacable como fumadora, así como observadora del mundo. Lo que me propongo hacer, repito, es tratar de mostrar cómo estos trabajos poéticos han ido de la mano con la escritura de ensayos que, en algunos casos (aunque no diré cuáles), probablemente han superado la misma obra en verso.

Esto lo confirma brillantemente Iconografía romántica del mar, escrito en 1949 con el objetivo de “comprender la naturaleza del romanticismo a través del análisis de su manera de abordar un único tema, el mar”. La amplitud de los temas abordados es extensa, y no sólo atiende a los autores directamente estudiados, es decir, Wordsworth, Melville, Cervantes y Baudelaire. Redactado inmediatamente después de la horrenda tormenta de la Segunda Guerra Mundial, The Enchafèd Flood (expresión extraída del Hamlet shakespeariano) está lleno de referencias literarias, filosóficas, teológicas, pero siempre en el fondo el hecho de que el mar constituyó para los antiguos una presencia espantosa. No por nada, en su visión del nuevo cielo y de la nueva tierra esperados al final de los tiempos, el autor del Apocalipsis garantiza que para entonces, finalmente, no habrá más océano.

Lo que llama la atención en el libro, repito, es sobre todo la amplitud de su horizonte cultural. Un ejemplo entre todos es el que lleva a Auden, desde las primeras líneas, a hacer una afirmación como mínimo audaz. Según el poeta, tres son los cambios revolucionarios de la sensibilidad que ha conocido la civilización occidental en los últimos dos mil años: la invención del amor cortés, el ocaso de la alegoría como género literario popular y el nacimiento del romanticismo. Si el primer y el último punto resultan comprensibles, el segundo, más oscuro, se refiere en cambio a un conjunto de acontecimientos que hacia el siglo XVII llevaron a una profunda transformación del pensamiento. Con el triunfo de la revolución científica, la matematización de lo real y la derrota de las grandes filosofías de la naturaleza, desapareció una ilustre forma del conocimiento, analógica y cualitativa. Junto a ella, como una inmensa Atlántida, se inauguró una tradición milenaria y terminó, también a nivel popular, el complicado arte de la alegoría, de los emblemas, de las iconologías, lleno de alusiones internas y referentes a un universo caracterizado por una continua circulación de significados.

Después de Auden, y siguiendo el orden preestablecido, es turno de la poeta canadiense Anne Carson, de quien acaban de salir dos libros: Economía de lo que no se pierde, traducido por Patricio Ceccagnoli y con prefacio de Antonella Anedda (Utopia Editore), y Autobiografía de Rojo, novela en verso traducida por Sergio Claudio Perrone (La Nave di Teseo). Detengámonos en el primero, un  maravilloso ensayo que parte de una palabra de Paul Celan, unverloren, es decir, “lo que no está completamente perdido”. Para el poeta de lengua alemana, este término se refiere al lenguaje poético. Aproximando con un giro asombroso dos categorías lejanas entre sí, como lo son la economía y la escritura, Carson imagina un encuentro entre el mismo Celan y Simónides de Ceos. Este poeta lírico griego, que vivió en el siglo VI a.C., fue el primero en hacerse pagar por sus obras, recibiendo, con ello, violentas acusaciones de avaricia. De este modo surge la interrogante sobre cuál es el papel de la poesía en un mundo basado en el beneficio. De ahí la pregunta planteada en el texto y que resume perfectamente otra poeta como Anedda: “¿Cómo interrogar la realidad y la irrealidad del dinero, la visibilidad y la abstracción del concepto de mercancía frente a la realidad-irrealidad de la palabra?”.

Pero vamos a detenernos, aunque sea a regañadientes, para trasladarnos a América central y pasar a Octavio Paz. También para él son válidas las consideraciones que hasta aquí han sido formuladas. Nos encontramos ante un monstruo de la cultura y apasionado intelectual, capaz de desplazarse con la misma maestría de la antropología a la crítica literaria, de la sociología a la historia del arte, de las vanguardias históricas al misticismo barroco. Nacido en la Ciudad de México en 1914, Paz fundó –con tan sólo diecisiete años– la revista Barandal, lugar de encuentro entre literaturas hispanoamericanas y europeas, como primer esbozo de la futura y celebrada Vuelta. Siguiendo el consejo de Pablo Neruda, cónsul de Chile en México, abrazó la carrera diplomática y, después de una estancia en Japón, se convirtió en embajador de su país en la India, cargo del que dimitió en 1968 como protesta contra la masacre ocurrida antes de las Olimpiadas que se celebraron en México.

En cuanto a su producción de ensayos, me limitaré a recordar un libro fundamental sobre la historia de México (El laberinto de la soledad), un estudio capilar sobre una gran poeta mexicana del siglo XVII (Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe) y un volumen dedicado al poeta portugués Fernando Pessoa (El desconocido de sí mismo). ¿Es suficiente? Tal vez hace falta su obra maestra, El castillo de la pureza, un análisis crítico de la obra de Marcel Duchamp. ¿Cómo es posible abrazar temas tan dispares? Es el propio Paz quien responde y lo hace con una comparación intrépida: si el barroco y la vanguardia están unidos por el formalismo, no debe sorprendernos la similitud entre los principios conquistados por el arte del siglo XVII y El Gran Vidrio de Duchamp.

Y ahora vamos con Yves Bonnefoy, desaparecido cinco años atrás, a los 93 años, en París, y de quien apenas Saggiatore sacó la antología poética La sciarpa rossa, a cargo de Fabio Scotto. También en este caso tenemos a un autor que, además de títulos de poesía, compuso ensayos que van desde la crítica de arte a la historia de la literatura, con trabajos sobre Giacometti, Piero della Francesca, Ariosto, Shakespeare, Leopardi y Baudelaire ―también hay que señalar que estuvo al cuidado del Diccionario de mitologías, publicado en tres volúmenes por Rizzoli en 1989. Nacido en Tours, Bonnefoy estudió filosofía (primero en la Sorbona, luego con Gaston Bachelard) y se acercó al surrealismo, estrechando amistad con escritores y artistas como Paul Celan, André Frénaud, Balthus, Pierre Klossowski y Philippe Jaccottet (el poeta suizo que falleció hace algunos días). En 1981 fue designado para la cátedra de “Estudios comparados de la función poética” en el Collège de France. Un dato curioso: en la novela de Leonardo Sciascia Cándido o un sueño siciliano aparece precisamente Bonnefoy (autor, no por casualidad, de un texto titulado Un sueño tenido en Mantua, traducido por Sellerio). Entre sus lecturas preferidas se encuentran, por un lado, Plotino, Hegel, Kierkegaard y, por otro, Dante, Racine, Bataille, y muchos textos antiguos como el Popol Vuh, El libro de los muertos egipcio o el Kalevala finlandés. Sin embargo, este vínculo entre poesía y filosofía no debe hacernos olvidar la riqueza de sus obras en prosa, ya que Bonnefoy ofreció contundentes pruebas de lo que se podría definir dentro del genero “ensayo narrativo”.

Si pensamos en el ensayo publicado en 1991, Alberto Giacometti, quizás merecería el apelativo de “novela”. Basta con citar un pasaje: un día el pintor se quedó en casa de una amiga para cuidar de su hijo. Al regresar, la mujer los encontró en un silencio glacial. “¿Qué pasó?”, preguntó. “No quiso dibujarme un conejo”, dijo el niño entre lágrimas. “No sé dibujar un conejo”, respondió sombrío el improvisado niñero. Oculta al final del libro, de alguna manera la anécdota constituye su núcleo. A decir verdad, todo el libro no es más que un brillante relato de esta incapacidad de representar la vida común. Pero si un artista no puede dibujar conejos y rechaza el llamado de la realidad, ¿cuál sería el objeto de su arte? La respuesta está precisamente en la perspectiva del poeta-biógrafo, quien, a través del doble registro psicoanalítico y fenomenológico, entrecruza la vida de Giacometti con su pintura.

Entre sus escritos sobre arte y literatura, destacan también Comentarios sobre la mirada (Donzelli, 2003) y El digamma (ES, 2015), además de Poesía y fotografía (O barra O, 2015). Una mención aparte merece Roma, 1630 (Aragno, 2006), que señala el nacimiento del arte barroco con el baldaquino de San Pedro, creado por Bernini el mismo año en el que Nicolas Poussin, rechazando los encargos de las grandes familias de la Iglesia, decide trabajar para él mismo. Entre Velázquez, Pietro da Cortona y Claude Lorrain, destacan algunas reflexiones memorables sobre la forma y el concepto de la cúpula, a partir de Miguel Ángel: leer para creer.

Después, obviamente, está Joseph Brodsky. Como se ha señalado, en este hombre convivían dos escritores, el poeta en lengua rusa y el ensayista en lengua inglesa. A propósito de este último, formado en el exilio a partir de 1972, basta citar un volumen como Huida de Bizancio (traducido, como todos sus libros, por Adelphi) para apreciar la admirable conjunción de reflexión teórica, diario personal y teoría política. En estas páginas el poeta habla de la relación con Petersburgo/Leningrado. Como reza el título de uno de los capítulos, intenta trazar, con sufrimiento y nostalgia, su Guía a una ciudad que ha cambiado de nombre –como, por lo demás, le sucedió a él mismo. Pero son muchos otros los ensayos que se deben invocar, desde La canción del péndulo (con el análisis de textos de Auden y Tsvietáieva) a Desde el exilio (con dos discursos redactados en 1987), hasta Marca de agua (enteramente dedicado a Venecia).

También en Del dolor y la razón aparecen ejemplos que muestran –en los tres estudios sobre Frost, Hardy y Rilke– esta agudeza crítica. En este libro de ensayos, que apareció en Nueva York en 1995, unas semanas antes del fallecimiento del poeta, quizá nos encontramos ante algo distinto. Me refiero al pasaje inicial, que reconstruye cómo los ciudadanos de la Unión Soviética se abrieron paso hacia el modelo de vida occidental. Visto a través de la mirada de un adolescente, este cambio se muestra a la luz del hogar, hecha de pequeños encuentros, aunque de importantes consecuencias. Esto resulta muy evidente en una observación casi incidental: “La serie de Tarzán, por sí sola, contribuyó más a la desestalinización –me atrevo a decirlo– que todos los discursos de Jrushchov en el X Congreso del Partido”.

En todos estos textos, cada línea vive por su cuenta, única, como dotada de un infinito poder floreciente, asociativo, analógico. Y no es casualidad que Brodsky, al igual que Valéry, afirmara en más de una ocasión su total extrañamiento con relación al método del novelista. De hecho, ante sus ojos sólo en el ensayo y la poesía es posible disponer de la máxima comodidad compositiva. Una afirmación, ésta, que quizás no le importaría al último nombre de nuestra lista, la poeta Wisława Szymborska. En efecto, también ella recurre al ensayo como signo de la máxima libertad de movimiento, aunque de forma radicalmente diferente. Su pluma, en definitiva, prefiere una dimensión más discreta y cotidiana, a menudo cargada de ironía.

Pienso, por ejemplo, en Prosas reunidas, traducido por Adelphi. Estas páginas recogen las impresiones provocadas por casi cualquier libro. Se habla del Pequeño diccionario de escritores de todo el mundo que de los Récords Guinness del cine. En la solapa leemos –y con justa razón– lo difícil que resulta imaginar reseñas más idiosincrásicas, poco fiables, parciales e irresistibles. Lo mismo ocurre con Lecturas no obligatorias. En los años sesenta, desconcertada por la enorme distancia que separaba (al menos en ese entonces…) los textos de la alta cultura de la de los “plebeyos” (volúmenes de baja divulgación científica o manualidades), la poeta decidió centrarse en estos últimos. Con ello, surgieron pequeñas joyas de gran humor y que ilustran el alfabeto chino o un retrato del querido Alfred Hitchcock, además de una serie de encuentros perdidos con otro poeta polaco, Premio Nobel, Czesław Miłosz, o la vida profesional de médiums y ocultistas. Incluso resulta maravillosa la manera en que examina la biografía de un famoso fisiculturista…

Bueno, estos también son ensayos, y grandes ensayos. El objetivo es desplazado y colocado en un papel secundario, pero la mirada de Szymborska es idéntica a la de su amado Montaigne, autor de los Essais y padre del nuevo género literario. Por lo tanto, ¿serán los poetas sus más próximos herederos? En caso de duda, me gustaría culminar con una frase de la escritora, que, confieso –y no exagero en absoluto–, me cambió la vida: “Prefiero el ridículo a escribir poemas al ridículo a no escribir poemas”. Es una afirmación hasta inocente. A la acusación formulada contra el poeta ya no se responde reivindicando su sacralidad; por el contrario: aquí la figura del poeta sagrado desaparece, pero en el momento en que fracasa, la misma acusación se vuelve contra el no-poeta. En esta nueva y desconcertante perspectiva el ridículo se revela como una condición inherente a nuestra naturaleza humana y, por tanto, irrenunciable, esencial. Sólo entonces se desvanece casi por magia ese sentimiento de vergüenza, de clandestinidad y exclusión, inextricablemente ligado al acto de escribir versos. De este modo, el espinoso tema de la relación entre artista y sociedad se liquida de una vez por todas. Es una hermosa lección de sabiduría, que recuerda la flexibilidad del judoka: ceder a la violencia del adversario, revirtiendo contra él su propia fuerza. Esto prueba que, en algunos casos, nada defiende mejor a la poesía que la prosa.

Traducción del italiano de Roberto Bernal

La entrada Los ensayos de los poetas se publicó primero en La Tempestad.



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Los ensayos de los poetas

Es una idea mía muy antigua; no obstante, la reimpresión de un extraordinario libro de Wystan Hugh Auden, Iconografía romántica del mar (a cargo de Gilberto Sacerdoti, Quodlibet), logró que volviera a mí con mayor fuerza. En esencia, se trata de esto: ¿por qué, durante el siglo XX, algunos de los máximos poetas de los más diversos países fueron al mismo tiempo grandes ensayistas? En otras palabras, ¿es posible que un cierto nivel de profundización intelectual sea propio de quien escribe versos, más que de quien escribe prosa?

Es inútil decir que este planteamiento puede parecer superficial, lo que justificaría de inmediato reservas bastante comprensibles. Sin embargo, me gustaría tratar de desarrollar esta sospecha (ni siquiera me atrevo a llamarla hipótesis) a partir de una observación elemental. Me refiero al hecho de que, como es obvio, la escritura de las novelas exige una inmersión e inversión psíquica, intelectual, emocional, mucho mayor –al menos en el plano estrictamente temporal– que la inspiración en la redacción de poemas. Por otra parte, alguien dijo que la actividad de quien escribe versos se parece a la del cazador furtivo, al cazador sigiloso, oculto, atento para aprovechar el momento justo para golpear a la presa…

Naturalmente, también en este caso sería más que lícito plantear una serie de objeciones, a partir del hecho de que la poesía no es obligatoriamente de naturaleza lírica. En efecto, existe una rica tradición, incluso moderna, relativa a la épica. Por citar algunos ejemplos, pensemos en la novela en verso del australiano Les Murray, Fredy Neptune, largo poema publicado por Jano en dos volúmenes en 2004, o en algunas obras del caribeño, Premio Nobel, Derek Walcott, como Omeros, traducido por Adelphi en 2003. Si el primer texto contiene 839 páginas, el segundo alcanza arriba de las 584… Por no citar también, viniendo a nosotros, la novela en verso de Attilio Bertolucci, El dormitorio, igualmente en dos volúmenes, descontinuado de Garzanti en los años ochenta. Trabajos de este género, inútil precisarlo, requieren un empeño y un compromiso comparable al proyecto de escribir una novela en prosa. Sin embargo, no hay duda de que, a partir del siglo XX, estos inmensos astilleros de la poesía constituyen más bien la excepción que la regla. Tomemos entonces como válida la imagen inicial del poeta cazador-recolector, respecto al narrador agricultor, y empecemos a adentrarnos en el Panteón de nuestros héroes imaginando que ellos utilizaron la mayor disponibilidad de tiempo libre para dedicarlo a estudios de carácter crítico.

Podrían ser tres las divinidades que guíen este breve viaje, estrellas que, pertenecientes al universo poético del siglo pasado, se revelaron capaces precisamente de brillar también en el firmamento del ensayo francés, anglosajón y alemán: se trata sucesivamente de Paul Valéry, Thomas Stearns Eliot y Gottfried Benn. Partiendo de su ejemplo, quisiera proponer la obra de otros cinco poetas que recogieron su herencia, imponiéndose, además de como líricos, como intelectuales en el sentido más amplio del término.

Empezaré, como ya se ha dicho, por Auden, para continuar con Anne Carson, Octavio Paz, Yves Bonnefoy, Joseph Brodsky y Wisława Szymborska. En otras palabras, un inglés que se mudó a los Estados Unidos y que después vivió largo tiempo en Europa; una canadiense estudiosa de filología y antropología, más tarde profesora de letras clásicas en Princeton y traductora del teatro griego; un mexicano, Premio Nobel, que fue embajador en la India y que recorrió medio mundo; un francés muy francés; un apasionado poeta de la Rusia soviética que huyó a Viena, invitado precisamente por Auden, para radicar después en los Estados Unidos, donde obtuvo el Premio Nobel; una escritora polaca, también Premio Nobel, implacable como fumadora, así como observadora del mundo. Lo que me propongo hacer, repito, es tratar de mostrar cómo estos trabajos poéticos han ido de la mano con la escritura de ensayos que, en algunos casos (aunque no diré cuáles), probablemente han superado la misma obra en verso.

Esto lo confirma brillantemente Iconografía romántica del mar, escrito en 1949 con el objetivo de “comprender la naturaleza del romanticismo a través del análisis de su manera de abordar un único tema, el mar”. La amplitud de los temas abordados es extensa, y no sólo atiende a los autores directamente estudiados, es decir, Wordsworth, Melville, Cervantes y Baudelaire. Redactado inmediatamente después de la horrenda tormenta de la Segunda Guerra Mundial, The Enchafèd Flood (expresión extraída del Hamlet shakespeariano) está lleno de referencias literarias, filosóficas, teológicas, pero siempre en el fondo el hecho de que el mar constituyó para los antiguos una presencia espantosa. No por nada, en su visión del nuevo cielo y de la nueva tierra esperados al final de los tiempos, el autor del Apocalipsis garantiza que para entonces, finalmente, no habrá más océano.

Lo que llama la atención en el libro, repito, es sobre todo la amplitud de su horizonte cultural. Un ejemplo entre todos es el que lleva a Auden, desde las primeras líneas, a hacer una afirmación como mínimo audaz. Según el poeta, tres son los cambios revolucionarios de la sensibilidad que ha conocido la civilización occidental en los últimos dos mil años: la invención del amor cortés, el ocaso de la alegoría como género literario popular y el nacimiento del romanticismo. Si el primer y el último punto resultan comprensibles, el segundo, más oscuro, se refiere en cambio a un conjunto de acontecimientos que hacia el siglo XVII llevaron a una profunda transformación del pensamiento. Con el triunfo de la revolución científica, la matematización de lo real y la derrota de las grandes filosofías de la naturaleza, desapareció una ilustre forma del conocimiento, analógica y cualitativa. Junto a ella, como una inmensa Atlántida, se inauguró una tradición milenaria y terminó, también a nivel popular, el complicado arte de la alegoría, de los emblemas, de las iconologías, lleno de alusiones internas y referentes a un universo caracterizado por una continua circulación de significados.

Después de Auden, y siguiendo el orden preestablecido, es turno de la poeta canadiense Anne Carson, de quien acaban de salir dos libros: Economía de lo que no se pierde, traducido por Patricio Ceccagnoli y con prefacio de Antonella Anedda (Utopia Editore), y Autobiografía de Rojo, novela en verso traducida por Sergio Claudio Perrone (La Nave di Teseo). Detengámonos en el primero, un  maravilloso ensayo que parte de una palabra de Paul Celan, unverloren, es decir, “lo que no está completamente perdido”. Para el poeta de lengua alemana, este término se refiere al lenguaje poético. Aproximando con un giro asombroso dos categorías lejanas entre sí, como lo son la economía y la escritura, Carson imagina un encuentro entre el mismo Celan y Simónides de Ceos. Este poeta lírico griego, que vivió en el siglo VI a.C., fue el primero en hacerse pagar por sus obras, recibiendo, con ello, violentas acusaciones de avaricia. De este modo surge la interrogante sobre cuál es el papel de la poesía en un mundo basado en el beneficio. De ahí la pregunta planteada en el texto y que resume perfectamente otra poeta como Anedda: “¿Cómo interrogar la realidad y la irrealidad del dinero, la visibilidad y la abstracción del concepto de mercancía frente a la realidad-irrealidad de la palabra?”.

Pero vamos a detenernos, aunque sea a regañadientes, para trasladarnos a América central y pasar a Octavio Paz. También para él son válidas las consideraciones que hasta aquí han sido formuladas. Nos encontramos ante un monstruo de la cultura y apasionado intelectual, capaz de desplazarse con la misma maestría de la antropología a la crítica literaria, de la sociología a la historia del arte, de las vanguardias históricas al misticismo barroco. Nacido en la Ciudad de México en 1914, Paz fundó –con tan sólo diecisiete años– la revista Barandal, lugar de encuentro entre literaturas hispanoamericanas y europeas, como primer esbozo de la futura y celebrada Vuelta. Siguiendo el consejo de Pablo Neruda, cónsul de Chile en México, abrazó la carrera diplomática y, después de una estancia en Japón, se convirtió en embajador de su país en la India, cargo del que dimitió en 1968 como protesta contra la masacre ocurrida antes de las Olimpiadas que se celebraron en México.

En cuanto a su producción de ensayos, me limitaré a recordar un libro fundamental sobre la historia de México (El laberinto de la soledad), un estudio capilar sobre una gran poeta mexicana del siglo XVII (Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe) y un volumen dedicado al poeta portugués Fernando Pessoa (El desconocido de sí mismo). ¿Es suficiente? Tal vez hace falta su obra maestra, El castillo de la pureza, un análisis crítico de la obra de Marcel Duchamp. ¿Cómo es posible abrazar temas tan dispares? Es el propio Paz quien responde y lo hace con una comparación intrépida: si el barroco y la vanguardia están unidos por el formalismo, no debe sorprendernos la similitud entre los principios conquistados por el arte del siglo XVII y El Gran Vidrio de Duchamp.

Y ahora vamos con Yves Bonnefoy, desaparecido cinco años atrás, a los 93 años, en París, y de quien apenas Saggiatore sacó la antología poética La sciarpa rossa, a cargo de Fabio Scotto. También en este caso tenemos a un autor que, además de títulos de poesía, compuso ensayos que van desde la crítica de arte a la historia de la literatura, con trabajos sobre Giacometti, Piero della Francesca, Ariosto, Shakespeare, Leopardi y Baudelaire ―también hay que señalar que estuvo al cuidado del Diccionario de mitologías, publicado en tres volúmenes por Rizzoli en 1989. Nacido en Tours, Bonnefoy estudió filosofía (primero en la Sorbona, luego con Gaston Bachelard) y se acercó al surrealismo, estrechando amistad con escritores y artistas como Paul Celan, André Frénaud, Balthus, Pierre Klossowski y Philippe Jaccottet (el poeta suizo que falleció hace algunos días). En 1981 fue designado para la cátedra de “Estudios comparados de la función poética” en el Collège de France. Un dato curioso: en la novela de Leonardo Sciascia Cándido o un sueño siciliano aparece precisamente Bonnefoy (autor, no por casualidad, de un texto titulado Un sueño tenido en Mantua, traducido por Sellerio). Entre sus lecturas preferidas se encuentran, por un lado, Plotino, Hegel, Kierkegaard y, por otro, Dante, Racine, Bataille, y muchos textos antiguos como el Popol Vuh, El libro de los muertos egipcio o el Kalevala finlandés. Sin embargo, este vínculo entre poesía y filosofía no debe hacernos olvidar la riqueza de sus obras en prosa, ya que Bonnefoy ofreció contundentes pruebas de lo que se podría definir dentro del genero “ensayo narrativo”.

Si pensamos en el ensayo publicado en 1991, Alberto Giacometti, quizás merecería el apelativo de “novela”. Basta con citar un pasaje: un día el pintor se quedó en casa de una amiga para cuidar de su hijo. Al regresar, la mujer los encontró en un silencio glacial. “¿Qué pasó?”, preguntó. “No quiso dibujarme un conejo”, dijo el niño entre lágrimas. “No sé dibujar un conejo”, respondió sombrío el improvisado niñero. Oculta al final del libro, de alguna manera la anécdota constituye su núcleo. A decir verdad, todo el libro no es más que un brillante relato de esta incapacidad de representar la vida común. Pero si un artista no puede dibujar conejos y rechaza el llamado de la realidad, ¿cuál sería el objeto de su arte? La respuesta está precisamente en la perspectiva del poeta-biógrafo, quien, a través del doble registro psicoanalítico y fenomenológico, entrecruza la vida de Giacometti con su pintura.

Entre sus escritos sobre arte y literatura, destacan también Comentarios sobre la mirada (Donzelli, 2003) y El digamma (ES, 2015), además de Poesía y fotografía (O barra O, 2015). Una mención aparte merece Roma, 1630 (Aragno, 2006), que señala el nacimiento del arte barroco con el baldaquino de San Pedro, creado por Bernini el mismo año en el que Nicolas Poussin, rechazando los encargos de las grandes familias de la Iglesia, decide trabajar para él mismo. Entre Velázquez, Pietro da Cortona y Claude Lorrain, destacan algunas reflexiones memorables sobre la forma y el concepto de la cúpula, a partir de Miguel Ángel: leer para creer.

Después, obviamente, está Joseph Brodsky. Como se ha señalado, en este hombre convivían dos escritores, el poeta en lengua rusa y el ensayista en lengua inglesa. A propósito de este último, formado en el exilio a partir de 1972, basta citar un volumen como Huida de Bizancio (traducido, como todos sus libros, por Adelphi) para apreciar la admirable conjunción de reflexión teórica, diario personal y teoría política. En estas páginas el poeta habla de la relación con Petersburgo/Leningrado. Como reza el título de uno de los capítulos, intenta trazar, con sufrimiento y nostalgia, su Guía a una ciudad que ha cambiado de nombre –como, por lo demás, le sucedió a él mismo. Pero son muchos otros los ensayos que se deben invocar, desde La canción del péndulo (con el análisis de textos de Auden y Tsvietáieva) a Desde el exilio (con dos discursos redactados en 1987), hasta Marca de agua (enteramente dedicado a Venecia).

También en Del dolor y la razón aparecen ejemplos que muestran –en los tres estudios sobre Frost, Hardy y Rilke– esta agudeza crítica. En este libro de ensayos, que apareció en Nueva York en 1995, unas semanas antes del fallecimiento del poeta, quizá nos encontramos ante algo distinto. Me refiero al pasaje inicial, que reconstruye cómo los ciudadanos de la Unión Soviética se abrieron paso hacia el modelo de vida occidental. Visto a través de la mirada de un adolescente, este cambio se muestra a la luz del hogar, hecha de pequeños encuentros, aunque de importantes consecuencias. Esto resulta muy evidente en una observación casi incidental: “La serie de Tarzán, por sí sola, contribuyó más a la desestalinización –me atrevo a decirlo– que todos los discursos de Jrushchov en el X Congreso del Partido”.

En todos estos textos, cada línea vive por su cuenta, única, como dotada de un infinito poder floreciente, asociativo, analógico. Y no es casualidad que Brodsky, al igual que Valéry, afirmara en más de una ocasión su total extrañamiento con relación al método del novelista. De hecho, ante sus ojos sólo en el ensayo y la poesía es posible disponer de la máxima comodidad compositiva. Una afirmación, ésta, que quizás no le importaría al último nombre de nuestra lista, la poeta Wisława Szymborska. En efecto, también ella recurre al ensayo como signo de la máxima libertad de movimiento, aunque de forma radicalmente diferente. Su pluma, en definitiva, prefiere una dimensión más discreta y cotidiana, a menudo cargada de ironía.

Pienso, por ejemplo, en Prosas reunidas, traducido por Adelphi. Estas páginas recogen las impresiones provocadas por casi cualquier libro. Se habla del Pequeño diccionario de escritores de todo el mundo que de los Récords Guinness del cine. En la solapa leemos –y con justa razón– lo difícil que resulta imaginar reseñas más idiosincrásicas, poco fiables, parciales e irresistibles. Lo mismo ocurre con Lecturas no obligatorias. En los años sesenta, desconcertada por la enorme distancia que separaba (al menos en ese entonces…) los textos de la alta cultura de la de los “plebeyos” (volúmenes de baja divulgación científica o manualidades), la poeta decidió centrarse en estos últimos. Con ello, surgieron pequeñas joyas de gran humor y que ilustran el alfabeto chino o un retrato del querido Alfred Hitchcock, además de una serie de encuentros perdidos con otro poeta polaco, Premio Nobel, Czesław Miłosz, o la vida profesional de médiums y ocultistas. Incluso resulta maravillosa la manera en que examina la biografía de un famoso fisiculturista…

Bueno, estos también son ensayos, y grandes ensayos. El objetivo es desplazado y colocado en un papel secundario, pero la mirada de Szymborska es idéntica a la de su amado Montaigne, autor de los Essais y padre del nuevo género literario. Por lo tanto, ¿serán los poetas sus más próximos herederos? En caso de duda, me gustaría culminar con una frase de la escritora, que, confieso –y no exagero en absoluto–, me cambió la vida: “Prefiero el ridículo a escribir poemas al ridículo a no escribir poemas”. Es una afirmación hasta inocente. A la acusación formulada contra el poeta ya no se responde reivindicando su sacralidad; por el contrario: aquí la figura del poeta sagrado desaparece, pero en el momento en que fracasa, la misma acusación se vuelve contra el no-poeta. En esta nueva y desconcertante perspectiva el ridículo se revela como una condición inherente a nuestra naturaleza humana y, por tanto, irrenunciable, esencial. Sólo entonces se desvanece casi por magia ese sentimiento de vergüenza, de clandestinidad y exclusión, inextricablemente ligado al acto de escribir versos. De este modo, el espinoso tema de la relación entre artista y sociedad se liquida de una vez por todas. Es una hermosa lección de sabiduría, que recuerda la flexibilidad del judoka: ceder a la violencia del adversario, revirtiendo contra él su propia fuerza. Esto prueba que, en algunos casos, nada defiende mejor a la poesía que la prosa.

Traducción del italiano de Roberto Bernal

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viernes, 28 de mayo de 2021

Cantos en el desierto: entrevista con Marta Ferrer

El cardenche es, quizá, la única planta que le dio nombre a un género musical. Las espinas de esta cactácea del desierto mexicano duelen al clavarse en la piel pero, debido a su forma, duelen más al salir. Así es el canto cardenche, que persiste como cacto en medio del pueblo de Sapioris, Durango. Es una suerte de blues desértico, fermentado en sotol, que nació en las haciendas de algodón de la región.

Marta Ferrer, quien hace doce años se mudó de España a México, llevaba ya un tiempo recorriendo el país cuando una casualidad la lanzó al norte que desconocía por completo. Eran años álgidos en la guerra de los cárteles y ahí, en un poblado casi fantasmal cercano a Torreón, encontró lo que define como una mezcla de dureza y generosidad: la herencia de los cardencheros. A morir a los desiertos, que se estrena en salas mexicanas, es el resultado de ese encuentro.

Cuéntame el momento de tu primer encuentro con el canto cardenche, ¿cómo detonó la idea de hacer esta película?

El primer atisbo fue por casualidad, por un video en línea que me compartió un amigo. Me conmovió muchísimo el canto; me movió tanto que me de inmediato supe que quería grabarlos, no sabía para qué ni qué iba a hacer, pero ahí empezó todo. Ahorré un poco de dinero y junto a un amigo sonidista, Iván Pujol, fuimos a Torreón para buscarlos y conocerlos. Los encontramos en Sapioris, y tras cinco minutos de conocernos ya nos estaban cantando la primera canción. Ahí supimos que queríamos iniciar este proyecto.

No es tarea fácil adentrarse en la intimidad de comunidades desérticas y tradicionales, que por herencia y cultura son herméticas. ¿Cómo fue ese proceso?

Nos adentramos en las comunidades y su historia. Algo que me fascinó de este descubrimiento fue conocer el entorno en que se desarrolló el cardenche, que es el de las haciendas algodoneras en donde los peones trabajaban en condiciones de esclavitud. Su música tiene el poder de reflejar todo ese pasado. Eso fue hace seis años, desde conocerlos hasta estrenar hoy el documental. En los primeros viajes al desierto íbamos solo Iván y yo, él como sonidista y yo como operadora. Una vez que desarrollamos mejor el proyecto obtuvimos apoyo de Foprocine y volvimos con un equipo de cuatro personas, durante un mes seguido.

Rodar un largometraje en el desierto es cosa de valientes, sobre todo con un presupuesto reducido. ¿Qué dificultades o descubrimientos surgieron para ti de esa experiencia?

En realidad las experiencias previas me han habituado a las prácticas del cine guerrilla, que no suelen ser cómodas. Filmando en el norte de México lo más difícil fue lidiar con el calor de Torreón y sus alrededores, aunque después de eso la sensación de inseguridad de la región. Nunca vimos nada ni nos sucedió nada, pero el fantasma de la violencia en la región en esos años era como un monstruo abstracto e invisible; quizá nunca lo veas, pero no puedes dudar que está ahí. El resto de las condiciones físicas fueron maravillosas: los atardeceres y el fresquito del desierto, el silencio, los cielos estrellados en la noche. Yo no tenía una relación particular ni una predilección por el desierto antes de la película, así que fue un asombro total. Me interesaba el canto cardenche, y si para grabarlo hubiera tenido que ir al centro del Amazonas allá hubiera ido y sería una película diferente. Pero resultó en un proceso de descubrir el desierto.

canto cardenche

Fotograma de A morir a los desiertos. © Pimienta Films

A morir a los desiertos apuesta por un ritmo basado en la observación y la escucha atentas. ¿Cómo la ha recibido la audiencia hasta ahora?

Es difícil pensarlo, estando como están las audiencias tan acostumbradas a la inmediatez y la velocidad de imágenes y sonidos. Incluso a mí me pasa, lo mismo en el cine que en la lectura, por ejemplo en la prensa: somos lectores de titulares y lo demás lo inferimos. Por eso no es sencillo ni automático para toda la gente conectar con una película como ésta, y cada vez que la mostramos pareciera que suceden ambas cosas: hay gente que conecta y gente que no, pero la que conecta sale llorando. Yo animaría a cualquier persona, a quien sea, a verla y probar si esa conexión funciona con ella.

Uno de los retos en un documental sobre música es la grabación del sonido, y en A morir a los desiertos hay una atención al detalle que la vuelve una experiencia sonora inmersiva. ¿Cómo fue tu proceso creativo respecto a este apartado?

En efecto, la captura del sonido fue lo más complicado en toda la película. Queríamos darle una importancia central. Incluso habíamos hecho un guion sonoro; lo que teníamos muy claro es que necesitábamos grabar los cantos en su hábitat, que la interpretación fuera orgánica. Su belleza reside en eso, en la imperfección de que se raspe una garganta en algún momento o alguien, a la mitad, se ponga a hablar mientras el canto sigue en otro plano. Eso tenía que estar reflejado en la película e intentamos que cada canción estuviera arropada por su propio universo sonoro: la noche, el día, el desierto, la intimidad, etc. El proceso más difícil en ese aspecto fue la postproducción de imagen y sonido, que duró más de un año y en la cual tienes que aprender a renunciar a la mayor parte del material grabado. En algunas secuencias, en donde habíamos grabado verdaderos tesoros, se siente como cortarte un brazo.

El rodaje fue hace casi seis años. ¿Has tenido noticia sobre la vida de estos cantadores? ¿Siguen en contacto?

Sí, seguimos en contacto porque ésa es la forma en la que me gusta hacer documentales, entablando una relación con las personas más allá de que termine el rodaje o se estrene la película. Con varios de los cardencheros, como Don Cuco o Higinio, que en la película es el cardenchero joven, tenemos una buena relación. Don Genaro ya falleció, así que Higinio tomó su lugar en los Cardencheros de Saporis, el conjunto musical que actualmente es heredero de esta tradición.

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Cantos en el desierto: entrevista con Marta Ferrer

El cardenche es, quizá, la única planta que le dio nombre a un género musical. Las espinas de esta cactácea del desierto mexicano duelen al clavarse en la piel pero, debido a su forma, duelen más al salir. Así es el canto cardenche, que persiste como cacto en medio del pueblo de Sapioris, Durango. Es una suerte de blues desértico, fermentado en sotol, que nació en las haciendas de algodón de la región.

Marta Ferrer, quien hace doce años se mudó de España a México, llevaba ya un tiempo recorriendo el país cuando una casualidad la lanzó al norte que desconocía por completo. Eran años álgidos en la guerra de los cárteles y ahí, en un poblado casi fantasmal cercano a Torreón, encontró lo que define como una mezcla de dureza y generosidad: la herencia de los cardencheros. A morir a los desiertos, que se estrena en salas mexicanas, es el resultado de ese encuentro.

Cuéntame el momento de tu primer encuentro con el canto cardenche, ¿cómo detonó la idea de hacer esta película?

El primer atisbo fue por casualidad, por un video en línea que me compartió un amigo. Me conmovió muchísimo el canto; me movió tanto que me de inmediato supe que quería grabarlos, no sabía para qué ni qué iba a hacer, pero ahí empezó todo. Ahorré un poco de dinero y junto a un amigo sonidista, Iván Pujol, fuimos a Torreón para buscarlos y conocerlos. Los encontramos en Sapioris, y tras cinco minutos de conocernos ya nos estaban cantando la primera canción. Ahí supimos que queríamos iniciar este proyecto.

No es tarea fácil adentrarse en la intimidad de comunidades desérticas y tradicionales, que por herencia y cultura son herméticas. ¿Cómo fue ese proceso?

Nos adentramos en las comunidades y su historia. Algo que me fascinó de este descubrimiento fue conocer el entorno en que se desarrolló el cardenche, que es el de las haciendas algodoneras en donde los peones trabajaban en condiciones de esclavitud. Su música tiene el poder de reflejar todo ese pasado. Eso fue hace seis años, desde conocerlos hasta estrenar hoy el documental. En los primeros viajes al desierto íbamos solo Iván y yo, él como sonidista y yo como operadora. Una vez que desarrollamos mejor el proyecto obtuvimos apoyo de Foprocine y volvimos con un equipo de cuatro personas, durante un mes seguido.

Rodar un largometraje en el desierto es cosa de valientes, sobre todo con un presupuesto reducido. ¿Qué dificultades o descubrimientos surgieron para ti de esa experiencia?

En realidad las experiencias previas me han habituado a las prácticas del cine guerrilla, que no suelen ser cómodas. Filmando en el norte de México lo más difícil fue lidiar con el calor de Torreón y sus alrededores, aunque después de eso la sensación de inseguridad de la región. Nunca vimos nada ni nos sucedió nada, pero el fantasma de la violencia en la región en esos años era como un monstruo abstracto e invisible; quizá nunca lo veas, pero no puedes dudar que está ahí. El resto de las condiciones físicas fueron maravillosas: los atardeceres y el fresquito del desierto, el silencio, los cielos estrellados en la noche. Yo no tenía una relación particular ni una predilección por el desierto antes de la película, así que fue un asombro total. Me interesaba el canto cardenche, y si para grabarlo hubiera tenido que ir al centro del Amazonas allá hubiera ido y sería una película diferente. Pero resultó en un proceso de descubrir el desierto.

canto cardenche

Fotograma de A morir a los desiertos. © Pimienta Films

A morir a los desiertos apuesta por un ritmo basado en la observación y la escucha atentas. ¿Cómo la ha recibido la audiencia hasta ahora?

Es difícil pensarlo, estando como están las audiencias tan acostumbradas a la inmediatez y la velocidad de imágenes y sonidos. Incluso a mí me pasa, lo mismo en el cine que en la lectura, por ejemplo en la prensa: somos lectores de titulares y lo demás lo inferimos. Por eso no es sencillo ni automático para toda la gente conectar con una película como ésta, y cada vez que la mostramos pareciera que suceden ambas cosas: hay gente que conecta y gente que no, pero la que conecta sale llorando. Yo animaría a cualquier persona, a quien sea, a verla y probar si esa conexión funciona con ella.

Uno de los retos en un documental sobre música es la grabación del sonido, y en A morir a los desiertos hay una atención al detalle que la vuelve una experiencia sonora inmersiva. ¿Cómo fue tu proceso creativo respecto a este apartado?

En efecto, la captura del sonido fue lo más complicado en toda la película. Queríamos darle una importancia central. Incluso habíamos hecho un guion sonoro; lo que teníamos muy claro es que necesitábamos grabar los cantos en su hábitat, que la interpretación fuera orgánica. Su belleza reside en eso, en la imperfección de que se raspe una garganta en algún momento o alguien, a la mitad, se ponga a hablar mientras el canto sigue en otro plano. Eso tenía que estar reflejado en la película e intentamos que cada canción estuviera arropada por su propio universo sonoro: la noche, el día, el desierto, la intimidad, etc. El proceso más difícil en ese aspecto fue la postproducción de imagen y sonido, que duró más de un año y en la cual tienes que aprender a renunciar a la mayor parte del material grabado. En algunas secuencias, en donde habíamos grabado verdaderos tesoros, se siente como cortarte un brazo.

El rodaje fue hace casi seis años. ¿Has tenido noticia sobre la vida de estos cantadores? ¿Siguen en contacto?

Sí, seguimos en contacto porque ésa es la forma en la que me gusta hacer documentales, entablando una relación con las personas más allá de que termine el rodaje o se estrene la película. Con varios de los cardencheros, como Don Cuco o Higinio, que en la película es el cardenchero joven, tenemos una buena relación. Don Genaro ya falleció, así que Higinio tomó su lugar en los Cardencheros de Saporis, el conjunto musical que actualmente es heredero de esta tradición.

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jueves, 27 de mayo de 2021

MUBI: el criterio contra el algoritmo

Cada día resulta más complejo elegir qué ver en una plataforma de streaming. Recurrimos a recomendaciones personales o a los medios para informarnos sobre lo que podría interesarnos en ese mar aparentemente inagotable de opciones. El algoritmo también hace su trabajo, y a través del registro de nuestros hábitos deduce qué películas cumplen con lo que supuestamente nos atrae. ¿Por qué, entonces, gastamos cada vez más tiempo eligiendo? Y sobre todo: ¿por qué los sistemas automatizados rara vez atinan a lo que queremos ver?

En un entorno donde todas las plataformas se disputan nuestra atención, una palabra vuelve a tener vigencia: criterio. A contracorriente de las tendencias actuales, el servicio global MUBI cuenta con programadores que eligen películas a mano. Un trabajo de selección cuidadosa que se expresa en estrenos diarios donde el espectador puede encontrarse lo mismo con clásicos restaurados que con joyas secretas de la cinematografía contemporánea. Podría decirse que es un festival de cine permanente.

Volver a la sala oscura

MUBI es también una productora y distribuidora que apuesta por películas ambiciosas y propositivas, y recientemente sorprendió anunciando que construirá su primera sala física. El lugar elegido es la Ciudad de México. Diseñado por el despacho italiano Armature Globale, el edificio se ubicará en un antiguo predio industrial de la colonia Doctores. Se trata de un ejercicio arquitectónico nacido de la reflexión sobre lo que puede ser un cine hoy, cuando los espectadores se relacionan con los productos audiovisuales mayoritariamente a través de plataformas digitales.

MUBI

Representación de la futura sala de MUBI en la Ciudad de México, diseñada por el despacho Armature Globale

Con más de 10 millones de suscriptores en 190 países, MUBI cuenta además con una publicación en línea, Notebook. La cinefilia es hablar de cine tanto como verlo, y esta página explora todas las facetas de la cultura fílmica. A través de videoensayos, podcasts, artículos y otro tipo de contenidos se exploran los aspectos que componen una película, de las concepciones del director a los carteles con los que se promociona.

Algunos estrenos recientes y próximos de MUBI incluyen First Cow de Kelly Reichardt, State Funeral de Serguéi Loznitsa, Notturno de Gianfranco Rosi, Family Romance LLC de Werner Herzog, Ema de Pablo Larraín, Vendrá la muerte y tendrá tus ojos de José Luis Torres Leiva y Four Roads, último cortometraje de Alice Rohrwacher.

Te invitamos a disfrutar de estas y muchas otras películas sin costo. Obtén 30 días gratis gracias a nuestra alianza con MUBI, haciendo clic aquí.

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MUBI: el criterio contra el algoritmo

Cada día resulta más complejo elegir qué ver en una plataforma de streaming. Recurrimos a recomendaciones personales o a los medios para informarnos sobre lo que podría interesarnos en ese mar aparentemente inagotable de opciones. El algoritmo también hace su trabajo, y a través del registro de nuestros hábitos deduce qué películas cumplen con lo que supuestamente nos atrae. ¿Por qué, entonces, gastamos cada vez más tiempo eligiendo? Y sobre todo: ¿por qué los sistemas automatizados rara vez atinan a lo que queremos ver?

En un entorno donde todas las plataformas se disputan nuestra atención, una palabra vuelve a tener vigencia: criterio. A contracorriente de las tendencias actuales, el servicio global MUBI cuenta con programadores que eligen películas a mano. Un trabajo de selección cuidadosa que se expresa en estrenos diarios donde el espectador puede encontrarse lo mismo con clásicos restaurados que con joyas secretas de la cinematografía contemporánea. Podría decirse que es un festival de cine permanente.

Volver a la sala oscura

MUBI es también una productora y distribuidora que apuesta por películas ambiciosas y propositivas, y recientemente sorprendió anunciando que construirá su primera sala física. El lugar elegido es la Ciudad de México. Diseñado por el despacho italiano Armature Globale, el edificio se ubicará en un antiguo predio industrial de la colonia Doctores. Se trata de un ejercicio arquitectónico nacido de la reflexión sobre lo que puede ser un cine hoy, cuando los espectadores se relacionan con los productos audiovisuales mayoritariamente a través de plataformas digitales.

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Representación de la futura sala de MUBI en la Ciudad de México, diseñada por el despacho Armature Globale

Con más de 10 millones de suscriptores en 190 países, MUBI cuenta además con una publicación en línea, Notebook. La cinefilia es hablar de cine tanto como verlo, y esta página explora todas las facetas de la cultura fílmica. A través de videoensayos, podcasts, artículos y otro tipo de contenidos se exploran los aspectos que componen una película, de las concepciones del director a los carteles con los que se promociona.

Algunos estrenos recientes y próximos de MUBI incluyen First Cow de Kelly Reichardt, State Funeral de Serguéi Loznitsa, Notturno de Gianfranco Rosi, Family Romance LLC de Werner Herzog, Ema de Pablo Larraín, Vendrá la muerte y tendrá tus ojos de José Luis Torres Leiva y Four Roads, último cortometraje de Alice Rohrwacher.

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miércoles, 26 de mayo de 2021

SANGREE: el insecto ha despertado

En dos salas ennegrecidas y forradas con espejos de aberrantes reflexiones, SANGREE establece las reglas del juego: ojos que persiguen insectos, insectos que persiguen la luz y se confunden en vórtices ilógicos.

The Dream Is Over, The Insect Is Awake [El sueño terminó, el insecto ha despertado], la muestra de la dupla de los artistas René Godínez Pozas y Carlos Lara, reúne de forma diáfana algunas de las exploraciones que han enmarcado su trabajo desde 2009. Por un lado, su firme insistencia en la conservación de la cultura de masas a manera de vestigios posmodernos, objetos preciosos encargados de custodiar el consumo impuesto por el yugo de la contemporaneidad. Por otro, el interés en la materialidad, en volúmenes que evocan peso, corporalidad (piedras falsas, labradas, en bruto o en digital, monolitos de papel, fragmentos de monolitos, vasijas o sky dancers publicitarios). Ambas miradas devienen recursos que liberan cierto cinismo, a la vez que encierran algo desconocido, casi de culto, en su interior. En un guiño específico a las piedras, Roger Caillois escribió en 1966: “El hombre les envidia la duración, la dureza, la intransigencia y el brillo, que sean lisas e impenetrables, y enteras aun quebradas” (Piedras).

Las obras que encabezan la exposición en la galería Mascota comenzaron su materialización en el estudio de los artistas en 2019, al término de su residencia en República Checa: se trata de tres anatomías libidinales que dialogan con miradas fluorescentes de apariencias caricaturescas. Del desdoblamiento de las líneas que parten de su propio archivo de dibujo –en constante crecimiento– a la tridimensionalidad, para luego convertirse en ejes lumínicos absorbidos y reabsorbidos por las superficies reflejantes cóncavas y convexas, en un ciclo ad infinitum.

SANGREE

Las esculturas, realizadas en obsidiana, remiten a insectos, a organismos inertes de hechuras sugestivas. El impulso inevitable es el contacto, la súbita urgencia por corroborar la superficie pulida a la perfección por el maestro Trinidad Zagal, reconocido lapidario guerrerense que reside en Cuernavaca. Los neones, desde sus luminosas trincheras, reflejan viñetas expectantes en los cristales volcánicos. Los mineraloides, tanto duros como quebradizos, absorben y refractan las fosforescencias desde su aparente inmovilidad. Una vez más nos engulle una sentencia de Caillois: “La obsidiana es negra, transparente y mate. Con ella se hacen espejos que reflejan la sombra más que la imagen de los seres y las cosas”.

Entonces nos descubrimos atentos y partícipes de esta fantasmagoría de intersecciones espectrales. Estas lúdicas y afiladas maniobras ambientales comprometen la percepción espaciotemporal, al proponer escenarios distópicos transitables. Otros ejemplos pueden verse en los trabajos anteriores Piedra temporal (2016) o Dark Killer Dance Night (2011) –un video slasher que únicamente puede exhibirse los viernes 13, y consta de una proyección en cinco canales, estrobos, máquinas de humo y un set musical en vivo.

La relación insecto-humano, enunciada en el título de la exposición, cuestiona qué tan distantes estamos, en realidad, de la otredad orgánica o inorgánica, de concebirnos unidades ecológicas, como propuso Lynn Margulis. Incluso arrastra una síntesis cronológica de relatos ficcionales que van del taoísta Zhuangzi (siglo IV a.C.) a Franz Kafka (junto a David Cronenberg, con su célebre filme La mosca, de 1986).

SANGREE

Quizá bajo el refugio de la ironía SANGREE logra una suerte de distanciamiento emocional y, por ende, un acercamiento objetivo a los distintos temas que la humanidad ha decidido ignorar una y otra vez. Al filósofo Zhuangzi se le ha vinculado con la escuela cínica de la antigua Grecia, por ser coetáneos y por la afinidad conceptual, cruce donde se dispara una correspondencia inesperada: los integrantes de esta doctrina griega, a partir de una actitud satírica y excéntrica, incitaban al alboroto de toda sepultura y promulgaban que la felicidad equivalía a estar en un estado armonioso con la naturaleza (el kynismo alude desde su raíz etimológica a la figura del perro, por su insolente y sencilla forma de vivir).

En este nudo es posible atestiguar que “el cinismo espera agazapado a que pase esta ola de charlatanería y las cosas inicien su curso. Nuestra modernidad, carente de impulso, sabe, efectivamente, ‘pensar de manera histórica’, pero hace tiempo que duda de vivir en una historia coherente. […] Una cultura neopagana que no cree en una vida después de la muerte tiene consiguientemente que buscarla antes de ésta” (Peter Sloterdijk, Crítica de la razón cínica, 1983). ¿No son los perros portadores de una multitud de insectos? ¿No existen piedras que se asemejan a hombres? ¿Será que la sombra de la humanidad aparece? ¿Por qué es tan difícil reconocernos holobiontes que sólo persiguen destellos de luz?

SANGREE, The Dream Is Over, The Insect is Awake, galería Mascota, Ciudad de México. Hasta el 8 de junio

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SANGREE: el insecto ha despertado

En dos salas ennegrecidas y forradas con espejos de aberrantes reflexiones, SANGREE establece las reglas del juego: ojos que persiguen insectos, insectos que persiguen la luz y se confunden en vórtices ilógicos.

The Dream Is Over, The Insect Is Awake [El sueño terminó, el insecto ha despertado], la muestra de la dupla de los artistas René Godínez Pozas y Carlos Lara, reúne de forma diáfana algunas de las exploraciones que han enmarcado su trabajo desde 2009. Por un lado, su firme insistencia en la conservación de la cultura de masas a manera de vestigios posmodernos, objetos preciosos encargados de custodiar el consumo impuesto por el yugo de la contemporaneidad. Por otro, el interés en la materialidad, en volúmenes que evocan peso, corporalidad (piedras falsas, labradas, en bruto o en digital, monolitos de papel, fragmentos de monolitos, vasijas o sky dancers publicitarios). Ambas miradas devienen recursos que liberan cierto cinismo, a la vez que encierran algo desconocido, casi de culto, en su interior. En un guiño específico a las piedras, Roger Caillois escribió en 1966: “El hombre les envidia la duración, la dureza, la intransigencia y el brillo, que sean lisas e impenetrables, y enteras aun quebradas” (Piedras).

Las obras que encabezan la exposición en la galería Mascota comenzaron su materialización en el estudio de los artistas en 2019, al término de su residencia en República Checa: se trata de tres anatomías libidinales que dialogan con miradas fluorescentes de apariencias caricaturescas. Del desdoblamiento de las líneas que parten de su propio archivo de dibujo –en constante crecimiento– a la tridimensionalidad, para luego convertirse en ejes lumínicos absorbidos y reabsorbidos por las superficies reflejantes cóncavas y convexas, en un ciclo ad infinitum.

SANGREE

Las esculturas, realizadas en obsidiana, remiten a insectos, a organismos inertes de hechuras sugestivas. El impulso inevitable es el contacto, la súbita urgencia por corroborar la superficie pulida a la perfección por el maestro Trinidad Zagal, reconocido lapidario guerrerense que reside en Cuernavaca. Los neones, desde sus luminosas trincheras, reflejan viñetas expectantes en los cristales volcánicos. Los mineraloides, tanto duros como quebradizos, absorben y refractan las fosforescencias desde su aparente inmovilidad. Una vez más nos engulle una sentencia de Caillois: “La obsidiana es negra, transparente y mate. Con ella se hacen espejos que reflejan la sombra más que la imagen de los seres y las cosas”.

Entonces nos descubrimos atentos y partícipes de esta fantasmagoría de intersecciones espectrales. Estas lúdicas y afiladas maniobras ambientales comprometen la percepción espaciotemporal, al proponer escenarios distópicos transitables. Otros ejemplos pueden verse en los trabajos anteriores Piedra temporal (2016) o Dark Killer Dance Night (2011) –un video slasher que únicamente puede exhibirse los viernes 13, y consta de una proyección en cinco canales, estrobos, máquinas de humo y un set musical en vivo.

La relación insecto-humano, enunciada en el título de la exposición, cuestiona qué tan distantes estamos, en realidad, de la otredad orgánica o inorgánica, de concebirnos unidades ecológicas, como propuso Lynn Margulis. Incluso arrastra una síntesis cronológica de relatos ficcionales que van del taoísta Zhuangzi (siglo IV a.C.) a Franz Kafka (junto a David Cronenberg, con su célebre filme La mosca, de 1986).

SANGREE

Quizá bajo el refugio de la ironía SANGREE logra una suerte de distanciamiento emocional y, por ende, un acercamiento objetivo a los distintos temas que la humanidad ha decidido ignorar una y otra vez. Al filósofo Zhuangzi se le ha vinculado con la escuela cínica de la antigua Grecia, por ser coetáneos y por la afinidad conceptual, cruce donde se dispara una correspondencia inesperada: los integrantes de esta doctrina griega, a partir de una actitud satírica y excéntrica, incitaban al alboroto de toda sepultura y promulgaban que la felicidad equivalía a estar en un estado armonioso con la naturaleza (el kynismo alude desde su raíz etimológica a la figura del perro, por su insolente y sencilla forma de vivir).

En este nudo es posible atestiguar que “el cinismo espera agazapado a que pase esta ola de charlatanería y las cosas inicien su curso. Nuestra modernidad, carente de impulso, sabe, efectivamente, ‘pensar de manera histórica’, pero hace tiempo que duda de vivir en una historia coherente. […] Una cultura neopagana que no cree en una vida después de la muerte tiene consiguientemente que buscarla antes de ésta” (Peter Sloterdijk, Crítica de la razón cínica, 1983). ¿No son los perros portadores de una multitud de insectos? ¿No existen piedras que se asemejan a hombres? ¿Será que la sombra de la humanidad aparece? ¿Por qué es tan difícil reconocernos holobiontes que sólo persiguen destellos de luz?

SANGREE, The Dream Is Over, The Insect is Awake, galería Mascota, Ciudad de México. Hasta el 8 de junio

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El arroyo

Para  Karla

De madrugada, la noche es azul en Villa Madero. Basilio Baza intenta ver la cara de Graciano. De ella alcanza a ver lo blanco de los ojos. Hace rato que están en silencio. Primero pararon las guitarras. Después no hubo de qué hablar. Ahora la convivencia se centra en la botella. Basilio Baza bebió un trago y miró la corriente del arroyo. El agua parece inmóvil, le falta fuerza: es abril y Basilio Baza no recuerda la última vez que llovió en Villa Madero.

Ya va haciéndose de madrugada dijo, y pasó la botella.

Graciano dijo sí con la cabeza, pero Basilio Baza no lo vio.

¿Cómo se siente, Graciano?

¿Cómo ha de ser, Basilio? Borracho. La corriente del arroyo, no sé por qué, me pone mal.

La voz de Graciano le sonó distinta. A mezcal.

Siento las manos engarrotadas, Graciano.

Ha de ser por tocar tanto tiempo la guitarra.

O por el frío. ¿No siente usted frío?

Algo. En las orejas nada más.

Basilio Baza intentó verse las manos. Estaban negras.

Yo creo que es por el frío dijo.

Tómese un trago. Uno grande. Tiene frío porque todavía no está borracho.

Basilio Baza sonrió y a Graciano le pareció que era la noche quien reía porque no pudo ver su boca.

La botella brilló frente a la cara de Basilio Baza y la tomó con ambas manos. El líquido le quemó la garganta, después todo el cuerpo. La mañana comenzó a clarear detrás de la ceiba. Una maraña de árboles que parecían sombras. Los primeros rayos del sol desentumecieron los ojos de Basilio Baza. Aturdido, le pareció que la voz de Graciano venía desde lejos:

Basilio, ¿quién le pizca la milpa?

Lo miró. La cara de Graciano ardía como la madrugada.

El hijo del güero Canchano contestó. Nadie más; es caro el peón hoy en día, Graciano.

Graciano dijo sí y rasgó la guitarra. Puso la cara, el oído, en ella. Como si algo le fuera a comunicar. En realidad tenía sueño, y los dedos entre las cuerdas se iban muy despacio.

¿Se está usted durmiendo, Graciano?

Es el mezcal y el arroyo, Basilio. Le juro que el mundo me da vueltas.

Amanecía y las nubes brillaban sobre el agua del arroyo. Los ruidos de la noche se fueron. A Basilio Baza lo sofocó el mezcal, su aliento, el olor a tierra húmeda. Tuvo la sensación de vomitar.

Más arriba, una sombra cruzó y se movió entre las piedras.

Alguien viene por allá arriba, Graciano.

Graciano se volvió y siguió con la mirada la línea del arroyo. Lo vio: un hombre que, detenido, saludaba con la mano; después lo vieron sortear algunas piedras y caminar despacio por la orilla del arroyo.

¿Lo conoce, Graciano?

Es Gabriel; de Tlalchapa. Ha de andar escondiéndose entre los cerros.

¿Qué cosa debe?

De deber no debe nada. Mató a alguien en Altamirano.

Gabriel traía las manos dentro del pantalón. Su guayabera debió ser blanca. Ahora era del mismo color de la tierra. Desprendía un olor penetrante, a cualquier cosa del monte menos a sudor. Veinte años a lo más; muy joven para mirar con tanto desprecio. Los miró de arriba abajo antes de saludar.

¿Qué hay? dijo.

Nada dijo Graciano. Echando trago.

Gabriel miró la botella.

¿Todavía queda algo? preguntó.

Claro que sí; arrímate.

Gabriel se puso en cuclillas frente a ellos. Basilio Baza lo observó beber de un trago el resto de la botella. También vio la pistola enfundada en la cintura.

Gabriel señaló las guitarras.

¿A poco saben tocarlas? preguntó.

Basilio Baza miró su guitarra. Le dio la impresión que era la primera vez que la tenía en sus manos, y tuvo ganas de tocarla: pensó no sabía por qué que al hacerlo prolongaría su propia vida.

Sólo borrachos tenemos el valor de faltarles al respeto respondió.

Gabriel peló los dientes y soltó una carcajada. A Graciano se le iban y venían los colores del rostro. Basilio Baza no sabía si por miedo o por el mezcal. A lo mejor eran ambas cosas.

Gabriel se puso serio.

¿Qué saben tocar? dijo.

Poca cosa, Gabriel dijo Graciano. Somos aficionados.

Algo han de tocar.

Te digo que poca cosa repitió Graciano.

Gabriel puso los ojos en los cerros que aparecían al sur, dirección a Tlalchapa.

Hace semanas que no estoy por mi pueblo dijo. Ni modo que esas guitarras no me hagan el favor de recodar un poquito de allá.

Pero no encontró respuesta. Al cabo de un rato, Basilio Baza dijo:

¿Como qué te gustaría escuchar?

Gabriel se volvió. Se miraron de frente. Basilio Baza pensó que era un rostro serio, salvo los ojos. Burlones.

―“El quelite” dijo. ¿Saben tocar esa?

A Graciano y a Basilio Baza les dio congoja cuando se miraron y negaron con la cabeza. No conocían la canción.

No dijo Graciano. Su voz era grave. Pero ahorita te tocamos otra.

Quiero esa. El quelite” dijo Gabriel, y no parecía impaciente, sólo obstinado.

Te digo que no la sabemos repitió Graciano. Podemos tocar otra, la que tú quieras.

Gabriel habló despacio y tranquilo. Apenas movió la boca.

¿No la van a tocar? dijo. A Basilio Baza le pareció que era cosa de broma el tono de las palabras.

Entiéndelo, Gabriel: no podemos tocar una canción que ni siquiera conocemos dijo Graciano. Tenía quebrada la voz.

Gabriel siguió calmado e indiferente. Demasiado calmado e indiferente para hacer daño a alguien, pensó Basilio Baza. Gabriel los miró.

¿La van a tocar o no? dijo.

¡Guache pendejo! gritó Graciano.

Corrió. Se fue corriente abajo, tambaleándose. Los pies se le hundían en el agua y en el lodo. Basilio Baza pensó que lo iba a lograr, que alcanzaría la ceiba y se perdería en el monte. Oyó uno y después otro fogonazo cerca de su oído. Graciano se detuvo y se llevó la mano a la nuca y se talló con violencia. Daba la impresión que se rascaba. Pero caminó otra vez, cada vez más despacio. Cayó de nalgas en el arroyo. Con la mano en la nuca, lloró y miró a Gabriel y gritó:

¡Tu puta madre! ¡Tu puta madre!

Sonó otro fogonazo y la bala entró por la boca y despedazó los dientes. Parecía que cantaba, salvo que le faltaba voz. Y así murió, con la boca abierta.

Tú también le vas a cantar a tu madre.

Basilio Baza sintió el calor de la pistola en la oreja. Cerró los ojos.

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El arroyo

Para  Karla

De madrugada, la noche es azul en Villa Madero. Basilio Baza intenta ver la cara de Graciano. De ella alcanza a ver lo blanco de los ojos. Hace rato que están en silencio. Primero pararon las guitarras. Después no hubo de qué hablar. Ahora la convivencia se centra en la botella. Basilio Baza bebió un trago y miró la corriente del arroyo. El agua parece inmóvil, le falta fuerza: es abril y Basilio Baza no recuerda la última vez que llovió en Villa Madero.

Ya va haciéndose de madrugada dijo, y pasó la botella.

Graciano dijo sí con la cabeza, pero Basilio Baza no lo vio.

¿Cómo se siente, Graciano?

¿Cómo ha de ser, Basilio? Borracho. La corriente del arroyo, no sé por qué, me pone mal.

La voz de Graciano le sonó distinta. A mezcal.

Siento las manos engarrotadas, Graciano.

Ha de ser por tocar tanto tiempo la guitarra.

O por el frío. ¿No siente usted frío?

Algo. En las orejas nada más.

Basilio Baza intentó verse las manos. Estaban negras.

Yo creo que es por el frío dijo.

Tómese un trago. Uno grande. Tiene frío porque todavía no está borracho.

Basilio Baza sonrió y a Graciano le pareció que era la noche quien reía porque no pudo ver su boca.

La botella brilló frente a la cara de Basilio Baza y la tomó con ambas manos. El líquido le quemó la garganta, después todo el cuerpo. La mañana comenzó a clarear detrás de la ceiba. Una maraña de árboles que parecían sombras. Los primeros rayos del sol desentumecieron los ojos de Basilio Baza. Aturdido, le pareció que la voz de Graciano venía desde lejos:

Basilio, ¿quién le pizca la milpa?

Lo miró. La cara de Graciano ardía como la madrugada.

El hijo del güero Canchano contestó. Nadie más; es caro el peón hoy en día, Graciano.

Graciano dijo sí y rasgó la guitarra. Puso la cara, el oído, en ella. Como si algo le fuera a comunicar. En realidad tenía sueño, y los dedos entre las cuerdas se iban muy despacio.

¿Se está usted durmiendo, Graciano?

Es el mezcal y el arroyo, Basilio. Le juro que el mundo me da vueltas.

Amanecía y las nubes brillaban sobre el agua del arroyo. Los ruidos de la noche se fueron. A Basilio Baza lo sofocó el mezcal, su aliento, el olor a tierra húmeda. Tuvo la sensación de vomitar.

Más arriba, una sombra cruzó y se movió entre las piedras.

Alguien viene por allá arriba, Graciano.

Graciano se volvió y siguió con la mirada la línea del arroyo. Lo vio: un hombre que, detenido, saludaba con la mano; después lo vieron sortear algunas piedras y caminar despacio por la orilla del arroyo.

¿Lo conoce, Graciano?

Es Gabriel; de Tlalchapa. Ha de andar escondiéndose entre los cerros.

¿Qué cosa debe?

De deber no debe nada. Mató a alguien en Altamirano.

Gabriel traía las manos dentro del pantalón. Su guayabera debió ser blanca. Ahora era del mismo color de la tierra. Desprendía un olor penetrante, a cualquier cosa del monte menos a sudor. Veinte años a lo más; muy joven para mirar con tanto desprecio. Los miró de arriba abajo antes de saludar.

¿Qué hay? dijo.

Nada dijo Graciano. Echando trago.

Gabriel miró la botella.

¿Todavía queda algo? preguntó.

Claro que sí; arrímate.

Gabriel se puso en cuclillas frente a ellos. Basilio Baza lo observó beber de un trago el resto de la botella. También vio la pistola enfundada en la cintura.

Gabriel señaló las guitarras.

¿A poco saben tocarlas? preguntó.

Basilio Baza miró su guitarra. Le dio la impresión que era la primera vez que la tenía en sus manos, y tuvo ganas de tocarla: pensó no sabía por qué que al hacerlo prolongaría su propia vida.

Sólo borrachos tenemos el valor de faltarles al respeto respondió.

Gabriel peló los dientes y soltó una carcajada. A Graciano se le iban y venían los colores del rostro. Basilio Baza no sabía si por miedo o por el mezcal. A lo mejor eran ambas cosas.

Gabriel se puso serio.

¿Qué saben tocar? dijo.

Poca cosa, Gabriel dijo Graciano. Somos aficionados.

Algo han de tocar.

Te digo que poca cosa repitió Graciano.

Gabriel puso los ojos en los cerros que aparecían al sur, dirección a Tlalchapa.

Hace semanas que no estoy por mi pueblo dijo. Ni modo que esas guitarras no me hagan el favor de recodar un poquito de allá.

Pero no encontró respuesta. Al cabo de un rato, Basilio Baza dijo:

¿Como qué te gustaría escuchar?

Gabriel se volvió. Se miraron de frente. Basilio Baza pensó que era un rostro serio, salvo los ojos. Burlones.

―“El quelite” dijo. ¿Saben tocar esa?

A Graciano y a Basilio Baza les dio congoja cuando se miraron y negaron con la cabeza. No conocían la canción.

No dijo Graciano. Su voz era grave. Pero ahorita te tocamos otra.

Quiero esa. El quelite” dijo Gabriel, y no parecía impaciente, sólo obstinado.

Te digo que no la sabemos repitió Graciano. Podemos tocar otra, la que tú quieras.

Gabriel habló despacio y tranquilo. Apenas movió la boca.

¿No la van a tocar? dijo. A Basilio Baza le pareció que era cosa de broma el tono de las palabras.

Entiéndelo, Gabriel: no podemos tocar una canción que ni siquiera conocemos dijo Graciano. Tenía quebrada la voz.

Gabriel siguió calmado e indiferente. Demasiado calmado e indiferente para hacer daño a alguien, pensó Basilio Baza. Gabriel los miró.

¿La van a tocar o no? dijo.

¡Guache pendejo! gritó Graciano.

Corrió. Se fue corriente abajo, tambaleándose. Los pies se le hundían en el agua y en el lodo. Basilio Baza pensó que lo iba a lograr, que alcanzaría la ceiba y se perdería en el monte. Oyó uno y después otro fogonazo cerca de su oído. Graciano se detuvo y se llevó la mano a la nuca y se talló con violencia. Daba la impresión que se rascaba. Pero caminó otra vez, cada vez más despacio. Cayó de nalgas en el arroyo. Con la mano en la nuca, lloró y miró a Gabriel y gritó:

¡Tu puta madre! ¡Tu puta madre!

Sonó otro fogonazo y la bala entró por la boca y despedazó los dientes. Parecía que cantaba, salvo que le faltaba voz. Y así murió, con la boca abierta.

Tú también le vas a cantar a tu madre.

Basilio Baza sintió el calor de la pistola en la oreja. Cerró los ojos.

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lunes, 24 de mayo de 2021

Donna J. Haraway: imaginar de otra forma el futuro

La visión del mundo y de la humanidad es sombría. A la crisis ambiental se unieron la pandemia del covid-19 y los numerosos problemas sociales que heredamos del siglo XX. El desarrollo y el progreso han dejado de tener el encanto de hace unas décadas. El futuro era percibido como una meta a la que llegaríamos después de recorrer un camino lineal. La técnica y la razón se transformaron en fines y dejaron su antigua condición de herramienta.

El pensador Lewis Mumford ya nos había advertido, en varios de sus libros, la servidumbre del hombre ante la máquina. Sin embargo, sobre todo para las nuevas generaciones, el futuro se acerca cada día más y, en algunos momentos, parece convivir con nuestro presente creando una especie de distorsión temporal. Quizá por eso las distopías que vemos cotidianamente en las series de televisión y en el cine parecen un extracto de la realidad o una posibilidad que corre paralela a nuestros días.

La ciencia y el arte han tratado de explorar esta especie de escenario prematuro. La ciencia, en particular, inventa nuevas herramientas y artificios para demorar la llegada de un futuro que se está acercando demasiado rápido. Hay un espejismo colectivo, casi dogma, que implica una salvación de último minuto gracias a un artilugio tecnológico o a la cooperación idílica y made in Hollywood de todas las potencias mundiales. Por eso el término “solución”, en estos tiempos, sigue siendo una posibilidad, aunque los investigadores y científicos hablen, cada vez más, de adaptación ante hechos incontrovertibles, sobre todo los relacionados con el cambio climático.

Ante este dilema el arte y el pensamiento han intentado buscar en la imaginación para tratar de ver a qué nos acercamos. Antonio Gramsci pensaba que la crisis era un lento colapso, un derrumbe cuyos escombros no dejan ver (nacer) lo que hay o puede haber atrás. Mientras estamos en este cruce de épocas nos exponemos a cualquier cantidad de propaganda y, sobre todo, a vivir en espacios mentales y físicos cada vez más estrechos. Jaime Semprún y René Riesel analizan el “catastrofismo” como la puerta de entrada a una nueva sociedad disciplinaria regida por la técnica. Ante una narrativa de colapso buscamos no la rebelión sino el sometimiento.

En el Chthuluceno

En este entramado de temores, deseos y profecías, aparece el libro Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno de la doctora Donna J. Haraway, publicado en español por editorial Consonni. Haraway (Denver, 1944) es graduada en zoología y filosofía, y ha realizado desde hace décadas un trabajo en el que entran en contacto la biología, la primatología, el feminismo, la biología, el neomarxismo e, incluso, el transhumanismo, como se puede comprobar en el Manifiesto ciborg publicado en 1985.

Seguir con el problema es un libro que apunta en varias direcciones y que, por supuesto, es coherente con la trayectoria intelectual de la autora. En primer lugar, participa en la discusión etimológica de los neologismos que han sido usados para definir nuestra época: Capitaloceno y Antropoceno son los más visibles. El punto importante de la argumentación de Haraway es el siguiente: los términos utilizados y, de alguna manera, estandarizados para hablar de la crisis climática aluden a la naturaleza y al ser humano como dos entes separados.

El Capitaloceno y el Antropoceno ejercen una crítica, es cierto, al modelo extractivo capitalista y las huellas irreversibles que deja en nuestro mundo. Sin embargo, para la autora ambos conceptos siguen partiendo del ser humano como un demiurgo que ha perdido el control de su creación. Más cercana a la filosofía oriental, en la que el hombre es una parte del todo y no su centro, Haraway propone con el término Chthuluceno –palabra muy cercana a uno de los dioses primigenios creados por el autor de horror cósmico H.P. Lovecraft– un entretejido de historias y relaciones entre el ser humano y las especies que lo rodean.

Para superar el lugar común, muy repetido desde hace tiempo, que nos refiere que todos dependemos de todos y que lo que le afecta a la naturaleza termina dañando al hombre, Haraway desdobla el concepto en metáforas o imágenes que recuerdan redes tentaculares. No hay una especie que salva a otras sino una muy compleja interconexión que apenas logramos comprender. Sin hablar directamente del anarquista Kropotkin y su concepto de apoyo mutuo, Haraway usa también el mundo natural (insectos, animales de compañía o de granja) para exponer nuestra cambiante relación con diferentes tipos de criaturas.

Más allá de la teoría

Quizá no pocos lectores cercanos a la praxis, activistas y defensores del medioambiente, encuentren el libro de Haraway demasiado oscuro y retórico. Es cierto: en toda la obra se percibe una intención de modelar el mundo a través del lenguaje. Incluso ideas como “aprender el arte para vivir en un planeta dañado” pueden remitir a una especie de ensimismamiento o un filtro amable ante la urgencia climática y social que vive el mundo. Hay que alejarse de los consensos fáciles y buscar el desacuerdo que movilice, al fin, a la sociedad. Sin embargo, hay dos aspectos importantes en la obra de Donna J. Haraway que trascienden la teoría o, al menos, la llevan más allá de sus límites tradicionales.

El primer elemento es la colección de historias que comparte en el libro. Una de las narraciones, por ejemplo, nos habla de los tejidos navajos. A través de numerosas descripciones del arte desarrollado por las mujeres de esa comunidad y la relación con las ovejas que las surten de lana entendemos no sólo una conexión ancestral sino la dignidad que confiere el trabajo manual a las personas, el sentido identitario que le da a la comunidad y su importancia para los años que vienen. El tejido de los navajos es una metáfora de relaciones humanas y animales.

En otra historia del libro, Haraway sigue el hilo de las farmacéuticas que venden estrógenos para las mujeres que entran en la menopausia. Su perra y ella tomaron esas hormonas. Mientras desarrolla el tema la autora nos describe a los animales que proveen la materia prima para las mujeres –en este caso caballos criados específicamente para esta labor– y la larga lucha para visibilizar su explotación y cambiar sus condiciones de vida. El parentesco o las “afinidades” que, constantemente, estamos leyendo en Seguir con el problema se obtienen gracias a una nueva lectura del mundo. En una sociedad hiperespecializada sólo obtenemos un fragmento de la realidad. A través de las historias, y sobre todo de la cercanía, podemos entender o acercarnos al cuadro completo.

Virar hacia el arte

El segundo aspecto importante en Haraway –y es aquí donde aparece la parte más sugestiva de su filosofía– es que, por el momento, no hay muchas herramientas para imaginar el escenario que sustituirá nuestro presente. La pensadora nos dice que, alejados de la idea de una solución que le dé tiempo extra a un sistema que está al borde una crisis final, tendremos que “vivir con el problema”, es decir, aceptar que los conceptos con los que fuimos educados caducaron hace mucho y, ahora, hay que aprender a existir en medio de paradigmas diferentes, modelos que aún no conocemos del todo pero que ya se nutren a partir de las historias que nos ha contado.

Las posibilidades que nos ofrece el mercado son, por supuesto, espejismos. El arte y el lenguaje, entonces, pueden recolonizar un futuro que, al parecer, ya están diseñando para nosotros los beneficiarios del capitalismo. Lo que está a punto de nacer, en medio de la crisis, es un campo de batalla que permanece tras bambalinas, latiendo como una historia germinal.

En su libro Ecología oscura, el filósofo Timothy Morton refiere que “Si queremos un pensamiento distinto del presente, entonces el pensamiento debe virar hacia el arte”. Si pretendemos pasar a la acción es prioritario recuperar nuestra capacidad de pensar fuera de la modernidad y sus fronteras casi invisibles para nosotros. El libro de Donna J. Haraway es un estímulo para cruzar el cuarto oscuro en el que estamos y asomarnos a lo que está allá afuera, más adelante.

Donna J. Haraway, Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno, traducción del inglés de Helen Torres, Consonni, México 2020

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