miércoles, 31 de marzo de 2021

Jean Cocteau, del otro lado del espejo

Desde su brevísimo relato “El gesto de la muerte” (1923) –versión muy personal de “El Ángel de la Muerte y el rey de Israel” de Las mil y una noches) hasta La bella y la bestia (1946), pasando por la puesta en escena de la tragedia de Edipo (1937), Jean Cocteau reescribió el mundo a través de los sueños. Su obra como poeta, cineasta, ocultista, pintor y dramaturgo está atravesada por la revisión exhaustiva de los mitos, específicamente los misterios que, frente a la muerte, son inaccesibles para nosotros. Quizá por eso su fervor por las vanguardias y la incapacidad de ceñirse a una sola disciplina artística.

Orfeo (1950) es la pieza central de su trilogía órfica, que completan La sangre de un poeta (1930) y Testamento de Orfeo (1960), su último largometraje, el epitafio de su vida y su obra. En la película Cocteau reinventa el personaje de Orfeo, transformándolo en un egocéntrico poeta parisino estancado en sus procesos creativos y, no obstante, famoso. Interpretado por el antiguo amante de Cocteau, Jean Marais, el personaje encarna, en su evidente decadencia, el vínculo de la poesía lírica con la música y los mitos órficos. Orfeo acude a uno de los cafés bohemios del bajo París y, después de presenciar la muerte de un poeta rival, Jacques Cégeste –Édouard Dermit, también amante de Cocteau en su momento–, sigue a la hermosa y misteriosa dama que lo acompañaba, una mujer interpretada por María Casares. Es la Muerte. En ese sentido el filme es un noir metafísico-mitológico que entrelaza un cuadrado amoroso mientras revisa con ironía temas como la figura del poeta, la burocracia (cuyos alcances rigen el inframundo), el absurdo de la vida moderna y el ambiente intelectual francés.

Después de seguir a la Muerte a una casa en ruinas en las afueras de la ciudad, Orfeo, acompañado de Heurtebise –uno de los ayudantes de la Muerte, acaso una de las facetas de la dama–, vuelve a casa con su mujer, Eurídice. Aquí inicia el embrollo amoroso entre personajes y en los distintos planos de la existencia: la Muerte enamorada atraviesa los espejos para contemplar a Orfeo dormir. Por su parte, el poeta se obsesiona con una señal radiofónica y enigmática que transmite versos que le producen excitación y fascinación. Heurtebise se enamora de Eurídice, interpretada por Marie Déa, en un papel que destila abnegación y ternura. Finalmente la Muerte se aprovecha de la ausencia de Orfeo para llevarse a Eurídice. Heurtebise convence a Orfeo de descender al inframundo para buscarla. Sobre esto Cocteau escribió en uno de los textos de Poética del cine:

Entre los conceptos erróneos que se han escrito sobre Orfeo, todavía veo que a Heurtebise se le describe como un ángel y a la princesa como la muerte. En la película no hay muerte ni ángel. No puede haber ninguna. […] Nunca toco dogmas, la región que represento es una frontera de la vida, una tierra de nadie donde uno se cierne entre la vida y la muerte.

Este espacio se representa en la película como la Zona (un eco visual de la devastación de la Segunda Guerra Mundial, que después sería reelaborado por Tarkovski en Stalker), es decir, un sistema laberíntico de callejuelas con edificios derruidos. Para crearla Cocteau se valió principalmente de técnicas primitivas de prestidigitación y simples trucos como la reproducción invertida, técnicas utilizadas con anterioridad en el trabajo de pioneros como el mago Méliès, logrando un aura sobrenatural y misteriosa que remite a la lógica de los sueños. En la representación de lo mundano, por su parte, Cocteau despliega un sinfín de símbolos en la cotidianidad de los personajes: la radio del más allá, los emisarios de la muerte (los motociclistas asesinos), el cruce de la vía de tren –a modo de división entre ambos mundos– y, por supuesto, los espejos, elementos fundamentales en su obra: “los espejos nos acercan a la muerte”.

Pero ¿qué es la muerte en la película? Por un lado tenemos una serie de muertes metafóricas que el poeta debe atravesar para convertirse en artista (la destrucción del ego es el estadio final), pero también presenciamos el último sacrificio posible, el de la misma Muerte, que se desprende del cuerpo de Orfeo, su amado. Para cumplir la promesa de amor eterno, Ella debe dejarlo ir. Sólo así el amor trasciende las leyes de ambos mundos. Es la inmortalidad. El mensaje evoca un verso célebre de Mallarmé, que el propio Cocteau cita como una de sus grandes referencias: “Tal como en sí mismo al fin la eternidad lo convierte, / el Poeta despierta con un estoque desvestido / a su siglo, espantado de no haber sabido / que en esa extraña voz triunfaba la Muerte”.

Relatar un sueño o contar la trama de una película que opera como un sueño resulta vano. Pero sirve mirar y escuchar lo que se refleja: “¿Qué estabas tratando de decir? Ésta es una pregunta de moda. Estaba tratando de decir lo que dije”, sentencia Cocteau del otro lado del espejo.

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Jean Cocteau, del otro lado del espejo

Desde su brevísimo relato “El gesto de la muerte” (1923) –versión muy personal de “El Ángel de la Muerte y el rey de Israel” de Las mil y una noches) hasta La bella y la bestia (1946), pasando por la puesta en escena de la tragedia de Edipo (1937), Jean Cocteau reescribió el mundo a través de los sueños. Su obra como poeta, cineasta, ocultista, pintor y dramaturgo está atravesada por la revisión exhaustiva de los mitos, específicamente los misterios que, frente a la muerte, son inaccesibles para nosotros. Quizá por eso su fervor por las vanguardias y la incapacidad de ceñirse a una sola disciplina artística.

Orfeo (1950) es la pieza central de su trilogía órfica, que completan La sangre de un poeta (1930) y Testamento de Orfeo (1960), su último largometraje, el epitafio de su vida y su obra. En la película Cocteau reinventa el personaje de Orfeo, transformándolo en un egocéntrico poeta parisino estancado en sus procesos creativos y, no obstante, famoso. Interpretado por el antiguo amante de Cocteau, Jean Marais, el personaje encarna, en su evidente decadencia, el vínculo de la poesía lírica con la música y los mitos órficos. Orfeo acude a uno de los cafés bohemios del bajo París y, después de presenciar la muerte de un poeta rival, Jacques Cégeste –Édouard Dermit, también amante de Cocteau en su momento–, sigue a la hermosa y misteriosa dama que lo acompañaba, una mujer interpretada por María Casares. Es la Muerte. En ese sentido el filme es un noir metafísico-mitológico que entrelaza un cuadrado amoroso mientras revisa con ironía temas como la figura del poeta, la burocracia (cuyos alcances rigen el inframundo), el absurdo de la vida moderna y el ambiente intelectual francés.

Después de seguir a la Muerte a una casa en ruinas en las afueras de la ciudad, Orfeo, acompañado de Heurtebise –uno de los ayudantes de la Muerte, acaso una de las facetas de la dama–, vuelve a casa con su mujer, Eurídice. Aquí inicia el embrollo amoroso entre personajes y en los distintos planos de la existencia: la Muerte enamorada atraviesa los espejos para contemplar a Orfeo dormir. Por su parte, el poeta se obsesiona con una señal radiofónica y enigmática que transmite versos que le producen excitación y fascinación. Heurtebise se enamora de Eurídice, interpretada por Marie Déa, en un papel que destila abnegación y ternura. Finalmente la Muerte se aprovecha de la ausencia de Orfeo para llevarse a Eurídice. Heurtebise convence a Orfeo de descender al inframundo para buscarla. Sobre esto Cocteau escribió en uno de los textos de Poética del cine:

Entre los conceptos erróneos que se han escrito sobre Orfeo, todavía veo que a Heurtebise se le describe como un ángel y a la princesa como la muerte. En la película no hay muerte ni ángel. No puede haber ninguna. […] Nunca toco dogmas, la región que represento es una frontera de la vida, una tierra de nadie donde uno se cierne entre la vida y la muerte.

Este espacio se representa en la película como la Zona (un eco visual de la devastación de la Segunda Guerra Mundial, que después sería reelaborado por Tarkovski en Stalker), es decir, un sistema laberíntico de callejuelas con edificios derruidos. Para crearla Cocteau se valió principalmente de técnicas primitivas de prestidigitación y simples trucos como la reproducción invertida, técnicas utilizadas con anterioridad en el trabajo de pioneros como el mago Méliès, logrando un aura sobrenatural y misteriosa que remite a la lógica de los sueños. En la representación de lo mundano, por su parte, Cocteau despliega un sinfín de símbolos en la cotidianidad de los personajes: la radio del más allá, los emisarios de la muerte (los motociclistas asesinos), el cruce de la vía de tren –a modo de división entre ambos mundos– y, por supuesto, los espejos, elementos fundamentales en su obra: “los espejos nos acercan a la muerte”.

Pero ¿qué es la muerte en la película? Por un lado tenemos una serie de muertes metafóricas que el poeta debe atravesar para convertirse en artista (la destrucción del ego es el estadio final), pero también presenciamos el último sacrificio posible, el de la misma Muerte, que se desprende del cuerpo de Orfeo, su amado. Para cumplir la promesa de amor eterno, Ella debe dejarlo ir. Sólo así el amor trasciende las leyes de ambos mundos. Es la inmortalidad. El mensaje evoca un verso célebre de Mallarmé, que el propio Cocteau cita como una de sus grandes referencias: “Tal como en sí mismo al fin la eternidad lo convierte, / el Poeta despierta con un estoque desvestido / a su siglo, espantado de no haber sabido / que en esa extraña voz triunfaba la Muerte”.

Relatar un sueño o contar la trama de una película que opera como un sueño resulta vano. Pero sirve mirar y escuchar lo que se refleja: “¿Qué estabas tratando de decir? Ésta es una pregunta de moda. Estaba tratando de decir lo que dije”, sentencia Cocteau del otro lado del espejo.

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martes, 30 de marzo de 2021

La contracultura vuelve al Chopo

En línea con su historia, el Museo Universitario del Chopo anunció el ciclo Arte, política y contracultura. El mundo hoy. Coorganizado con el Centre for Postcolonial Studies de Goldsmiths (Londres), las conversaciones con artistas, pensadores, académicos y activistas ocurrirán del 6 de abril al 18 de mayo a través del Facebook Live tanto del museo como de Cultura en Directo UNAM.

Curado por Francisco Carballo, Lizzie Sells y José Luis Paredes Pacho, el ciclo tiene la ambición de dibujar los contornos del mundo contemporáneo. Desde las artes, se debatirá el papel de los creadores y sus obras en la sociedad contemporánea. Desde la política, dos conceptos serán clave en la discusión: feminismo y descolonización, atravesados inevitablemente por el cambio climático. ¿Y la contracultura? ¿Queda algo de ella en el siglo XXI? Se trata de los otros mundos imaginados por las políticas radicales y el arte de ruptura, a los que hay que pensar en el contexto pandémico.

“Actualmente el mundo vive un momento de transición absoluta en el que todas las certezas parecen derrumbadas, por lo que es inevitable preguntarse dónde estamos y hacia dónde queremos ir. Son interrogantes que hoy surgen por todos lados en el contexto de la pandemia global, de ahí el interés de escuchar voces provenientes de diversas disciplinas y hemisferios, así como de distintas generaciones, con miras a discutir el presente e imaginar atisbos de un futuro distinto”, se lee en el comunicado del Museo del Chopo.

Algunos de los diálogos propuestos. Tino Sehgal (Alemania) y Hans Ulrich Obrist (Reino Unido) hablarán sobre arte, ecología y públicos. Franco Berardi Bifo (Italia) y Andreas Petrossiants (EEUU) reflexionarán sobre “Abrazar el caos e imaginar el futuro”. En sintonía con ese tema, Paul B. Preciado (España) y María Galindo (Bolivia) tendrán un encuentro. La crítica cultural estará presente en la discusión que mantendrán Greil Marcus (EEUU) y Mark Dery (EEUU), como lo estará la decolonialidad feminista en el evento que compartirán Rita Segato (Argentina) y Francisco Carballo (Reino Unido). No son todos los nombres, pero dan una muestra del nivel de Arte, política y contracultura.

Las conversaciones ocurrirán los martes y jueves a las 12:00 horas, y un anticipo de sus temáticas puede consultarse en el número más reciente de la Revista de la Universidad de México. Parece ser el momento para recuperar la ética y la estética contraculturales.

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La contracultura vuelve al Chopo

En línea con su historia, el Museo Universitario del Chopo anunció el ciclo Arte, política y contracultura. El mundo hoy. Coorganizado con el Centre for Postcolonial Studies de Goldsmiths (Londres), las conversaciones con artistas, pensadores, académicos y activistas ocurrirán del 6 de abril al 18 de mayo a través del Facebook Live tanto del museo como de Cultura en Directo UNAM.

Curado por Francisco Carballo, Lizzie Sells y José Luis Paredes Pacho, el ciclo tiene la ambición de dibujar los contornos del mundo contemporáneo. Desde las artes, se debatirá el papel de los creadores y sus obras en la sociedad contemporánea. Desde la política, dos conceptos serán clave en la discusión: feminismo y descolonización, atravesados inevitablemente por el cambio climático. ¿Y la contracultura? ¿Queda algo de ella en el siglo XXI? Se trata de los otros mundos imaginados por las políticas radicales y el arte de ruptura, a los que hay que pensar en el contexto pandémico.

“Actualmente el mundo vive un momento de transición absoluta en el que todas las certezas parecen derrumbadas, por lo que es inevitable preguntarse dónde estamos y hacia dónde queremos ir. Son interrogantes que hoy surgen por todos lados en el contexto de la pandemia global, de ahí el interés de escuchar voces provenientes de diversas disciplinas y hemisferios, así como de distintas generaciones, con miras a discutir el presente e imaginar atisbos de un futuro distinto”, se lee en el comunicado del Museo del Chopo.

Algunos de los diálogos propuestos. Tino Sehgal (Alemania) y Hans Ulrich Obrist (Reino Unido) hablarán sobre arte, ecología y públicos. Franco Berardi Bifo (Italia) y Andreas Petrossiants (EEUU) reflexionarán sobre “Abrazar el caos e imaginar el futuro”. En sintonía con ese tema, Paul B. Preciado (España) y María Galindo (Bolivia) tendrán un encuentro. La crítica cultural estará presente en la discusión que mantendrán Greil Marcus (EEUU) y Mark Dery (EEUU), como lo estará la decolonialidad feminista en el evento que compartirán Rita Segato (Argentina) y Francisco Carballo (Reino Unido). No son todos los nombres, pero dan una muestra del nivel de Arte, política y contracultura.

Las conversaciones ocurrirán los martes y jueves a las 12:00 horas, y un anticipo de sus temáticas puede consultarse en el número más reciente de la Revista de la Universidad de México. Parece ser el momento para recuperar la ética y la estética contraculturales.

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lunes, 29 de marzo de 2021

La fábula del desarrollismo latinoamericano

Mezclando la crónica, el ensayo y la investigación periodística, Oro, petróleo y aguacates es una radiografía de Latinoamérica y su dramática historia de pobreza, colonialismo y extracción de recursos naturales. A menudo nos preguntamos por las causas del rezago en nuestros países. Una primera lectura, superficial por supuesto, pone en el banquillo de los acusados a la corrupción y a la inestabilidad crónica de muchos gobiernos latinoamericanos. Dictaduras de distintas ideologías, golpes de Estado, guerras civiles se reciclan una y otra vez. Sin embargo, atrás de estos fenómenos sociales y económicos hay todo un sistema de intereses que, históricamente, han lucrado con el ahora llamado Sur Global. Fuerza humana y recursos naturales, además de un creciente mercado de consumidores, han sido explotados por las inmensas compañías trasnacionales que se han vuelto poderes que están más allá de soberanías o legislaciones.

El libro de Andy Robinson usa, como contexto, la historia precolombina, sin embargo, su objeto de estudio es el siglo XX y lo que llevamos del XXI. A partir de los ejemplos de Brasil, Perú, Bolivia, Chile, México, Honduras, Colombia y Venezuela el autor narra la dependencia crónica de los gobiernos latinoamericanos a las materias primas –commodities en el argot económico– y las consecuencias de vincular la prosperidad de un país a estas mercancías. Litio, petróleo, oro, hierro, energía hidroeléctrica, coltán, niobio, carne de res, soya, plátanos, aguacate y hasta la quinoa han sido los motores para las promesas que hacen políticos de derecha e izquierda. Desde tiempos de la conquista Latinoamérica fue saqueada para obtener los recursos que codiciaban los imperios europeos. Pasados los siglos la dependencia se mantiene, sólo que bajo las reglas del libre comercio que han dado forma a un nuevo tipo de extractivismo.

Andy Robinson viajó por toda Latinoamérica y entrevistó a agricultores, indígenas asediados por compañías mineras que trabajan al margen de la ley, activistas y académicos. También, para mostrar el cuadro completo, registra las conversaciones que tuvo con inversionistas, representantes empresariales y políticos. El diagnóstico es común para casi todos los casos y se podría resumir de la siguiente forma: en pos de un progreso social y económico, los gobiernos de Latinoamérica decidieron ofrecer sus recursos naturales a la globalización y al aumento voraz del consumo en el norte privilegiado.

Es particularmente llamativa la estrategia que usó y aún usa la nueva izquierda de nuestros países. Evo Morales y Lula da Silva en Bolivia y Brasil, respectivamente, aprovecharon la bonanza de las materias primas en el mercado internacional para financiar sus ambiciosos programas sociales. Por otro lado, la derecha usó la misma estrategia sólo que enfocada en beneficiar a los consorcios internacionales. El desarrollo social, en este caso, vendría a través de una de las promesas irrealizables del capitalismo global: crear riqueza a costa de lo que sea para que, en algún momento, se traslade a todos los estratos de la población. Esto no ha ocurrido en ningún lugar ni momento histórico.

Oro, petróleo y aguacates puede leerse como un moderno Mito de Sísifo: un gobierno logra el crecimiento económico gracias al auge de sus materias primas; después el mercado se contrae y la prosperidad se desvanece de un día para otro. De inmediato el partido en el poder es reemplazado por la vía electoral o a través de un golpe de Estado. Los opositores lucran con el descontento social y emprenden otro utópico ascenso a la cima que nunca llegará porque el sistema global en el que vivimos está hecho para que unos ganen y otros pierdan. En esta especie de viacrucis eterno los damnificados son la gente y los recursos naturales.

El petróleo explotado en Venezuela o México, el litio en Bolivia o la minería de cobre en Chile han dejado una huella imborrable no sólo en el paisaje sino en la posibilidad de sobrevivencia de millones de personas, piezas irrelevantes para el mercado global. Ya sea para darle juego a los corporativos que son, de facto, dueños de gran parte de los países latinoamericanos o para cumplir las promesas de justicia social que enarbola la izquierda, las materias primas han sido una caja de Pandora que revela sus terribles efectos secundarios con, por ejemplo, la depredación del Amazonas para satisfacer el mercado de carne, que ha tenido un aumento exponencial en el mundo. Lo triste de este caso en particular es que, según la investigación y pruebas que aporta Robinson, el exterminio de grandes zonas de la selva brasileña ya había empezado en los períodos presidenciales de Lula da Silva y Dilma Rousseff, gobiernos de izquierda que no pudieron o no quisieron emprender un camino diferente para lograr el desarrollo de su gente. En las naciones gobernadas por la derecha neoliberal los efectos de la depredación humana y natural han sido casi inmediatos.

Una vez finalizada la lectura del libro de Andy Robinson queda la imagen de los desplazados por el progreso. Ellos, los que resisten o los que viven en los márgenes, son los verdaderos protagonistas de estas historias. Una gran pregunta viene a la mente, y el autor la desliza sutilmente en su crónica: ¿es posible otro tipo de sociedad? En un mundo cada vez más cercano al colapso ambiental los más preparados serán los que gestionen mejor el uso de sus recursos. En el Amazonas, concretamente, los indígenas aprendieron a abastecerse sin exterminar el medioambiente. Esa gente –vista por el actual presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, como “venida de la edad de piedra”– es un testimonio vivo de que se puede vivir de otra manera, aunque ahora esté en peligro por el acecho de los grandes empresarios y los grupos paramilitares que contratan. El libro de Robinson es un testimonio para el futuro y una evidencia contundente de la irracionalidad del sistema en el que vivimos, un modelo que, según científicos e investigadores, está en su última etapa.

Andy Robinson, Oro, petróleo y aguacates. Las nuevas venas abiertas de América Latina, Arpa, Barcelona, 2020, 320 pp.

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La fábula del desarrollismo latinoamericano

Mezclando la crónica, el ensayo y la investigación periodística, Oro, petróleo y aguacates es una radiografía de Latinoamérica y su dramática historia de pobreza, colonialismo y extracción de recursos naturales. A menudo nos preguntamos por las causas del rezago en nuestros países. Una primera lectura, superficial por supuesto, pone en el banquillo de los acusados a la corrupción y a la inestabilidad crónica de muchos gobiernos latinoamericanos. Dictaduras de distintas ideologías, golpes de Estado, guerras civiles se reciclan una y otra vez. Sin embargo, atrás de estos fenómenos sociales y económicos hay todo un sistema de intereses que, históricamente, han lucrado con el ahora llamado Sur Global. Fuerza humana y recursos naturales, además de un creciente mercado de consumidores, han sido explotados por las inmensas compañías trasnacionales que se han vuelto poderes que están más allá de soberanías o legislaciones.

El libro de Andy Robinson usa, como contexto, la historia precolombina, sin embargo, su objeto de estudio es el siglo XX y lo que llevamos del XXI. A partir de los ejemplos de Brasil, Perú, Bolivia, Chile, México, Honduras, Colombia y Venezuela el autor narra la dependencia crónica de los gobiernos latinoamericanos a las materias primas –commodities en el argot económico– y las consecuencias de vincular la prosperidad de un país a estas mercancías. Litio, petróleo, oro, hierro, energía hidroeléctrica, coltán, niobio, carne de res, soya, plátanos, aguacate y hasta la quinoa han sido los motores para las promesas que hacen políticos de derecha e izquierda. Desde tiempos de la conquista Latinoamérica fue saqueada para obtener los recursos que codiciaban los imperios europeos. Pasados los siglos la dependencia se mantiene, sólo que bajo las reglas del libre comercio que han dado forma a un nuevo tipo de extractivismo.

Andy Robinson viajó por toda Latinoamérica y entrevistó a agricultores, indígenas asediados por compañías mineras que trabajan al margen de la ley, activistas y académicos. También, para mostrar el cuadro completo, registra las conversaciones que tuvo con inversionistas, representantes empresariales y políticos. El diagnóstico es común para casi todos los casos y se podría resumir de la siguiente forma: en pos de un progreso social y económico, los gobiernos de Latinoamérica decidieron ofrecer sus recursos naturales a la globalización y al aumento voraz del consumo en el norte privilegiado.

Es particularmente llamativa la estrategia que usó y aún usa la nueva izquierda de nuestros países. Evo Morales y Lula da Silva en Bolivia y Brasil, respectivamente, aprovecharon la bonanza de las materias primas en el mercado internacional para financiar sus ambiciosos programas sociales. Por otro lado, la derecha usó la misma estrategia sólo que enfocada en beneficiar a los consorcios internacionales. El desarrollo social, en este caso, vendría a través de una de las promesas irrealizables del capitalismo global: crear riqueza a costa de lo que sea para que, en algún momento, se traslade a todos los estratos de la población. Esto no ha ocurrido en ningún lugar ni momento histórico.

Oro, petróleo y aguacates puede leerse como un moderno Mito de Sísifo: un gobierno logra el crecimiento económico gracias al auge de sus materias primas; después el mercado se contrae y la prosperidad se desvanece de un día para otro. De inmediato el partido en el poder es reemplazado por la vía electoral o a través de un golpe de Estado. Los opositores lucran con el descontento social y emprenden otro utópico ascenso a la cima que nunca llegará porque el sistema global en el que vivimos está hecho para que unos ganen y otros pierdan. En esta especie de viacrucis eterno los damnificados son la gente y los recursos naturales.

El petróleo explotado en Venezuela o México, el litio en Bolivia o la minería de cobre en Chile han dejado una huella imborrable no sólo en el paisaje sino en la posibilidad de sobrevivencia de millones de personas, piezas irrelevantes para el mercado global. Ya sea para darle juego a los corporativos que son, de facto, dueños de gran parte de los países latinoamericanos o para cumplir las promesas de justicia social que enarbola la izquierda, las materias primas han sido una caja de Pandora que revela sus terribles efectos secundarios con, por ejemplo, la depredación del Amazonas para satisfacer el mercado de carne, que ha tenido un aumento exponencial en el mundo. Lo triste de este caso en particular es que, según la investigación y pruebas que aporta Robinson, el exterminio de grandes zonas de la selva brasileña ya había empezado en los períodos presidenciales de Lula da Silva y Dilma Rousseff, gobiernos de izquierda que no pudieron o no quisieron emprender un camino diferente para lograr el desarrollo de su gente. En las naciones gobernadas por la derecha neoliberal los efectos de la depredación humana y natural han sido casi inmediatos.

Una vez finalizada la lectura del libro de Andy Robinson queda la imagen de los desplazados por el progreso. Ellos, los que resisten o los que viven en los márgenes, son los verdaderos protagonistas de estas historias. Una gran pregunta viene a la mente, y el autor la desliza sutilmente en su crónica: ¿es posible otro tipo de sociedad? En un mundo cada vez más cercano al colapso ambiental los más preparados serán los que gestionen mejor el uso de sus recursos. En el Amazonas, concretamente, los indígenas aprendieron a abastecerse sin exterminar el medioambiente. Esa gente –vista por el actual presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, como “venida de la edad de piedra”– es un testimonio vivo de que se puede vivir de otra manera, aunque ahora esté en peligro por el acecho de los grandes empresarios y los grupos paramilitares que contratan. El libro de Robinson es un testimonio para el futuro y una evidencia contundente de la irracionalidad del sistema en el que vivimos, un modelo que, según científicos e investigadores, está en su última etapa.

Andy Robinson, Oro, petróleo y aguacates. Las nuevas venas abiertas de América Latina, Arpa, Barcelona, 2020, 320 pp.

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martes, 23 de marzo de 2021

El lenguaje de las barricadas

Sean Bonney fue, en palabras de William Rowe, “uno de los mejores poetas británicos de nuestro tiempo”. Nacido en 1969, falleció en Berlín a fines de 2019. De ánimo radical en lo político y lo estético, su poesía puede entenderse como una respuesta inventiva a la violencia fascista surgida en el Reino Unido a partir del gobierno de Thatcher. El poeta mexicano Hugo García Manríquez preparó y tradujo una antología que, con el nombre El lenguaje de las barricadas, aparecerá en breve en el sello Matadero. Presentamos tres textos procedentes de ese libro.

 

Para qué sirve el gas lacrimógeno

Los policías, como no son ni humanos ni animales, no sueñan. No lo necesitan, tienen gas lacrimógeno. No esperen que justifique eso. Es decir, sabes tan bien como yo que los policías tienen acceso al contenido de todos nuestros sueños. Y quizá también sabes que buena parte del gas lacrimógeno del planeta es suministrada por Westminster Group. Su presidente no ejecutivo, sea lo que eso sea, es un miembro de la casa de, ejem, Charles Windsor. Él quizá cree que el gas lacrimógeno está relacionado de alguna manera con la Nube del Desconocimiento y, en cierto sentido, tiene razón. Logras una comprensión muy real de la naturaleza de las cosas, visibles e invisibles, cuando tienes el sistema sensorial secuestrado y vuelto en contra tuya por una fuerte dosis de gas lacrimógeno. Es el anti-Rimbaud. La absoluta regulación y administración de todos los sentidos. En serio, inténtalo. La próxima vez que las cosas se pongan calientes, sal a la calle y lánzate al centro de la nube más grande de gas lacrimógeno que puedas encontrar. Explosión. Visión. Gusto. Olfato. Todos los demás. Todo se convirtió en confusión, pérdida de certeza geográfica y, lo más importante, dolor. No te asustes. En el centro de ese dolor hay un pequeño y silencioso punto de absoluto Desconocimiento. Es ese Desconocimiento lo que la policía, y por extensión Charles Windsor, llaman conocimiento. Lo quieren. Tienen bisturíes en caso necesario, pero el gas lacrimógeno es más limpio. No está claro para qué lo quieren, pero cualquier epiléptico, vidente o drogadicto podría decirte qué es. Está ahí en Blake. Dios mío, está ahí en las notas en la portada de Metal Machine Music. ¿Qué significa? A quién le importa. No responde ninguna pregunta. ¿Qué quiere Charles Windsor de nosotros? La policía no nos dirá lo que no sabe y lo que cree que sabemos.

Carta sobre la armonía y la crisis

Gracias por tu lista de objeciones. Acepto la mayoría: mi vocabulario, mis referencias son casi todas cosas que he traído del pasado. Películas viejas, música vieja. Viejos disturbios, claro. Todo abstracciones. Es exactamente lo mismo que ir al supermercado. La radio en la tienda, las revistas, los DVD, todos registran una especie de relación obsesiva con el pasado reciente de la cultura, atravesada por destellos de austeridad e imperio. Ya sabes cuál es mi posición al respecto, pero de todas formas me gustan bastante los supermercados. Voy todos los días, de hecho, rara vez voy a otro lugar. Es como un mapa del futuro de Londres, ajustado para admitir una historia colectiva levemente censurada, donde fuerzas amigables y antagónicas se confrontan unas a otras con una fuerza que disminuye rápidamente. Astrología, básicamente. O, al menos, algún tipo de observación de los astros. Una extraña constelación de información, hechos y metáfora impresos sobre el trazado urbano de la tienda. Es un sustituto del calendario, básicamente, un sistema de armonía construido para mantenernos a todos intactos en cierto sentido. Un tipo de estabilidad corporativa. Por eso ahí dentro sólo se escuchan ciertas canciones. Simply Red, por ejemplo. Ya tenemos una historia en común, de hecho. Pero mejor ni me preguntes. En fin, el otro día iba caminando por ahí preguntándome qué sería si pusieran “The Gallis Pole”, de Leadbeally, en sus radios. O sea, obviamente nada pasaría. Pero no sé, imaginemos. Estaría chistoso con el estribillo “me trajiste la plata, me trajiste el oro”, una y otra vez, dando vueltas. La horca y los espectros y los anillos de flores. Es una gran canción, el rasgueo de la guitarra suena como una telaraña. Es como una trampa. Dios mío, sería horrible. No podríamos escapar, estaríamos atrapados adentro, y toda la luz y el sonido en el lugar serían reducidos a un espectro de frecuencia predominantemente de nivel cero de energía: la unidad forzada de bandas y aumentos de frecuencia apenas audibles. Productos, sí, bienes. Todas las canciones populares conocidas se verían parpadear y arder como lejanas torres petroleras en algún desierto imaginado, la velocidad de fase de toda la cultura como una secuencia estática de anillos, pianos, piedras preciosas y prisiones. El programa workfare*: la explosión que ilumina el abismo. Tempo, temperatura, tempestad. Contratos temporales. Sin pago. Etc. Cada canción, incluida la de Leadbelly, reafirma eso. Pero, y esto es igualmente importante, la circulación de esas canciones todavía contiene la posibilidad de interrupciones. Estuve siguiendo las huelgas en Walmart con gran interés, por ejemplo. Imagino que tú también. Lo digo porque no eres ningún idiota. En fin, parte de lo que esas huelgas comunicaban era, básicamente, esto: la estructura del supermercado es mantenida en su lugar, pero de pronto la geometría astrológica elemental del lugar se revela como simplista, fanática y rectilínea, rellena de cuerpos humanos lastimados que preferirían no morir. Repugnantes, absurdos, monstruos absolutos. El punto es cuando todo eso ya no es una metáfora. Como, por ejemplo, el tiempo se contrae durante la lucha, ¿sabías eso? La expansión que la hora corporativa requiere para desangrarnos hasta el escorbuto, vuelve, chicotea como una especie de alineamiento medieval planetario. Una aritmética siniestra que sugiere que de no salir victoriosas, las huelgas simplemente tomarán su lugar entre los anaqueles de DVD. Uno rayado, que no se puede ni tocar, pero ahí está. ¿Ves lo que quiero decir? Sustrae los vórtices de la conciencia del supermercado y queda un paisaje frío y amargo. Petróleo frío, hielo de hidrógeno. Los círculos celestiales como un borde musical, todos los vocabularios reducidos a una sinfonía de desprendimientos. La verdad profunda no tiene imagen. Cuando entiendes eso, entiendes que todo está en juego. Todo lo demás es locura y sufrimiento a manos de la chota.

14 de octubre, 2012

* Programa de asistencia social en el que se tiene que hacer trabajo no remunerado para recibir el subsidio.

 

Diciembre 2010. una alta malla metálica. el contenido excede la frase.

leve desplazamiento en la geometría / leve interrupción
en el flujo de sus / carmesí & guillotinado
príncipes bacterianos / desplazamiento / remaches de la historia

ok. ellos tienen un alfabeto más estúpido. secciones para ser tañidas y arrebatadas.

contradicciones tácitas en sus huellas, un universo vacío de imágenes.
un octubre que no imaginamos poseer. símbolos externos dentro de nuestro cielo

volvamos a nuestros estudios. negación de la negación. levantaremos a los muertos.

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El lenguaje de las barricadas

Sean Bonney fue, en palabras de William Rowe, “uno de los mejores poetas británicos de nuestro tiempo”. Nacido en 1969, falleció en Berlín a fines de 2019. De ánimo radical en lo político y lo estético, su poesía puede entenderse como una respuesta inventiva a la violencia fascista surgida en el Reino Unido a partir del gobierno de Thatcher. El poeta mexicano Hugo García Manríquez preparó y tradujo una antología que, con el nombre El lenguaje de las barricadas, aparecerá en breve en el sello Matadero. Presentamos tres textos procedentes de ese libro.

 

Para qué sirve el gas lacrimógeno

Los policías, como no son ni humanos ni animales, no sueñan. No lo necesitan, tienen gas lacrimógeno. No esperen que justifique eso. Es decir, sabes tan bien como yo que los policías tienen acceso al contenido de todos nuestros sueños. Y quizá también sabes que buena parte del gas lacrimógeno del planeta es suministrada por Westminster Group. Su presidente no ejecutivo, sea lo que eso sea, es un miembro de la casa de, ejem, Charles Windsor. Él quizá cree que el gas lacrimógeno está relacionado de alguna manera con la Nube del Desconocimiento y, en cierto sentido, tiene razón. Logras una comprensión muy real de la naturaleza de las cosas, visibles e invisibles, cuando tienes el sistema sensorial secuestrado y vuelto en contra tuya por una fuerte dosis de gas lacrimógeno. Es el anti-Rimbaud. La absoluta regulación y administración de todos los sentidos. En serio, inténtalo. La próxima vez que las cosas se pongan calientes, sal a la calle y lánzate al centro de la nube más grande de gas lacrimógeno que puedas encontrar. Explosión. Visión. Gusto. Olfato. Todos los demás. Todo se convirtió en confusión, pérdida de certeza geográfica y, lo más importante, dolor. No te asustes. En el centro de ese dolor hay un pequeño y silencioso punto de absoluto Desconocimiento. Es ese Desconocimiento lo que la policía, y por extensión Charles Windsor, llaman conocimiento. Lo quieren. Tienen bisturíes en caso necesario, pero el gas lacrimógeno es más limpio. No está claro para qué lo quieren, pero cualquier epiléptico, vidente o drogadicto podría decirte qué es. Está ahí en Blake. Dios mío, está ahí en las notas en la portada de Metal Machine Music. ¿Qué significa? A quién le importa. No responde ninguna pregunta. ¿Qué quiere Charles Windsor de nosotros? La policía no nos dirá lo que no sabe y lo que cree que sabemos.

Carta sobre la armonía y la crisis

Gracias por tu lista de objeciones. Acepto la mayoría: mi vocabulario, mis referencias son casi todas cosas que he traído del pasado. Películas viejas, música vieja. Viejos disturbios, claro. Todo abstracciones. Es exactamente lo mismo que ir al supermercado. La radio en la tienda, las revistas, los DVD, todos registran una especie de relación obsesiva con el pasado reciente de la cultura, atravesada por destellos de austeridad e imperio. Ya sabes cuál es mi posición al respecto, pero de todas formas me gustan bastante los supermercados. Voy todos los días, de hecho, rara vez voy a otro lugar. Es como un mapa del futuro de Londres, ajustado para admitir una historia colectiva levemente censurada, donde fuerzas amigables y antagónicas se confrontan unas a otras con una fuerza que disminuye rápidamente. Astrología, básicamente. O, al menos, algún tipo de observación de los astros. Una extraña constelación de información, hechos y metáfora impresos sobre el trazado urbano de la tienda. Es un sustituto del calendario, básicamente, un sistema de armonía construido para mantenernos a todos intactos en cierto sentido. Un tipo de estabilidad corporativa. Por eso ahí dentro sólo se escuchan ciertas canciones. Simply Red, por ejemplo. Ya tenemos una historia en común, de hecho. Pero mejor ni me preguntes. En fin, el otro día iba caminando por ahí preguntándome qué sería si pusieran “The Gallis Pole”, de Leadbeally, en sus radios. O sea, obviamente nada pasaría. Pero no sé, imaginemos. Estaría chistoso con el estribillo “me trajiste la plata, me trajiste el oro”, una y otra vez, dando vueltas. La horca y los espectros y los anillos de flores. Es una gran canción, el rasgueo de la guitarra suena como una telaraña. Es como una trampa. Dios mío, sería horrible. No podríamos escapar, estaríamos atrapados adentro, y toda la luz y el sonido en el lugar serían reducidos a un espectro de frecuencia predominantemente de nivel cero de energía: la unidad forzada de bandas y aumentos de frecuencia apenas audibles. Productos, sí, bienes. Todas las canciones populares conocidas se verían parpadear y arder como lejanas torres petroleras en algún desierto imaginado, la velocidad de fase de toda la cultura como una secuencia estática de anillos, pianos, piedras preciosas y prisiones. El programa workfare*: la explosión que ilumina el abismo. Tempo, temperatura, tempestad. Contratos temporales. Sin pago. Etc. Cada canción, incluida la de Leadbelly, reafirma eso. Pero, y esto es igualmente importante, la circulación de esas canciones todavía contiene la posibilidad de interrupciones. Estuve siguiendo las huelgas en Walmart con gran interés, por ejemplo. Imagino que tú también. Lo digo porque no eres ningún idiota. En fin, parte de lo que esas huelgas comunicaban era, básicamente, esto: la estructura del supermercado es mantenida en su lugar, pero de pronto la geometría astrológica elemental del lugar se revela como simplista, fanática y rectilínea, rellena de cuerpos humanos lastimados que preferirían no morir. Repugnantes, absurdos, monstruos absolutos. El punto es cuando todo eso ya no es una metáfora. Como, por ejemplo, el tiempo se contrae durante la lucha, ¿sabías eso? La expansión que la hora corporativa requiere para desangrarnos hasta el escorbuto, vuelve, chicotea como una especie de alineamiento medieval planetario. Una aritmética siniestra que sugiere que de no salir victoriosas, las huelgas simplemente tomarán su lugar entre los anaqueles de DVD. Uno rayado, que no se puede ni tocar, pero ahí está. ¿Ves lo que quiero decir? Sustrae los vórtices de la conciencia del supermercado y queda un paisaje frío y amargo. Petróleo frío, hielo de hidrógeno. Los círculos celestiales como un borde musical, todos los vocabularios reducidos a una sinfonía de desprendimientos. La verdad profunda no tiene imagen. Cuando entiendes eso, entiendes que todo está en juego. Todo lo demás es locura y sufrimiento a manos de la chota.

14 de octubre, 2012

* Programa de asistencia social en el que se tiene que hacer trabajo no remunerado para recibir el subsidio.

 

Diciembre 2010. una alta malla metálica. el contenido excede la frase.

leve desplazamiento en la geometría / leve interrupción
en el flujo de sus / carmesí & guillotinado
príncipes bacterianos / desplazamiento / remaches de la historia

ok. ellos tienen un alfabeto más estúpido. secciones para ser tañidas y arrebatadas.

contradicciones tácitas en sus huellas, un universo vacío de imágenes.
un octubre que no imaginamos poseer. símbolos externos dentro de nuestro cielo

volvamos a nuestros estudios. negación de la negación. levantaremos a los muertos.

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viernes, 19 de marzo de 2021

Wong Kar-wai, espacio y nostalgia

That era has passed.

Nothing that belonged to it exists any more.

 

El cine de Wong Kar-wai, como el de otros miembros de la llamada Segunda Ola del cine de Hong Kong, que comenzó a mediados de los ochenta, se caracteriza, entre otras cosas, por abordar la problemática social, política y cultural que la generación precedente en general evitaba. Wong y sus contemporáneos no sólo fueron influidos por las peculiares características de Hong Kong en tanto territorio privilegiado-colonizado-aislado-enajenado-abierto, sino que también confrontaron la incertidumbre de la entrega de ese territorio a China, de acuerdo con la Declaración Conjunta Sino-Británica de 1984. Hong Kong es la principal puerta de acceso a China, por lo que la modernización y la influencia occidental y japonesa tuvieron ahí un efecto temprano y produjeron una variedad de reacciones, tanto populares como intelectuales.

El director que debutó con El fluir de las lágrimas (1988) ha sabido recuperar la tradición cinematográfica de Hong Kong (cuyas convenciones genéricas conoce y parafrasea con habilidad), pero incorporando en su cine referencias culturales muy específicas, desde la estética del desapego blasé de la Nouvelle Vague francesa (con sus propias raíces de film noir) hasta las influencias literarias de Cortázar, Borges, García Márquez y Puig, entre otros autores latinoamericanos, pasando por la narrativa inquietante y apacible de Haruki Murakami. Así, las cintas de Wong presentan una cultura híbrida, vital, transgresora, marginada y fracturada, en la que cabe lo mismo la estética taoísta que el consumo compulsivo y la mitificación de ciertos productos, desde las bolsas de mujer y las corbatas importadas de Deseando amar (2000) hasta las latas de piña Del Montte de Chungking Express (1994).

Como cualquier otra ciudad cosmopolita, Hong Kong padece un severo problema de bienes raíces y hacinamiento. Las restricciones domésticas son inevitables, especialmente en Kowloon, y esta condición determina la percepción del espacio habitable. No por nada fue ahí donde durante años tuvo lugar el fenómeno de las cajas de alambre apiladas en enormes bodegas que eran usadas como viviendas, una realidad que se presenta juguetona y amarga en el filme Cageman (Chi Leung “Jacob” Cheung, 1992). Las formas de habitar son una obvia preocupación en el cine de Wong: los acuerdos entre inquilinos y caseros, la dinámica de los pagos de renta, los compromisos entre vecinos y las tensiones con los propietarios son temas recurrentes en su obra, cargada de una profunda nostalgia, particularmente en la recreación de los años sesenta, en Días salvajes (1990), Deseando amar y 2046 (2004), visiones sentimentales influidas sin duda por la propia experiencia del director, quien llegó a la ciudad a los cinco años de edad.

Consideremos en particular la relación de los protagonistas con el espacio habitable en el díptico formado por Deseando amar y 2046. En ambos filmes la naturaleza impredecible, paradójica, incidental y conflictiva de los romances se relaciona directamente con la arquitectura que pueblan los personajes, con la forma en la que se interrelacionan al vivir en estrecho contacto. En el primero, las vidas y los recorridos cotidianos del periodista Chow Mo-wan (Tony Leung Chiu-wai) y la secretaria de una agencia de viajes Su Li-zhen (Maggie Cheung) se cruzan continuamente en los estrechos pasillos de la casa donde ambos rentan recámaras con sus respectivos cónyuges. Los inquilinos comparten la cocina y los baños con los caseros, quienes son presencias permanentes y con los cuales resulta difícil establecer fronteras.

La privacidad es un bien raro, los chismes, los rumores y la necesidad de mantener las apariencias son criterios que rigen las actitudes y decisiones de los protagonistas, al tiempo que tratan de sobrevivir a sus conflictos personales; en este caso, el hecho de que la esposa de Chow y el marido de Su (a quienes nunca vemos) tienen un affaire. Los cónyuges, engañados, desarrollan una relación platónica intensa y angustiante. Gran parte del interés de Wong reside en explorar la posibilidad de la proximidad total en una relación amorosa sin contacto, algo que produce de manera impecable con este arreglo vivencial y lleva al límite en sus consecuencias cuando la pareja queda atrapada por horas en una habitación, ya que la casera juega al mahjong con sus amigos y, de salir de la habitación, sería vista: todos asumirán que tienen una relación adúltera.

 

Wong Kar-wai

Tony Leung Chiu-wai y Maggie Cheung en una escena de Deseando amar

Deseando amar, inspirada en la novela Intersección, de Liu Yi-chang, es en muchos sentidos un filme claustrofóbico, casi un Kammerspiel, donde hasta los exteriores parecen territorios cerrados (ya sea la calle en la que viven, los taxis, los restaurantes y un patio enrejado en donde las ominosas sombras de los barrotes enfatizan la imposibilidad de liberación amorosa o erótica de los personajes). Éste es un melodrama minimalista en el que la cámara del legendario Christopher Doyle y de Mark Lee Ping-bin parece negociar cada toma en los estrechos pasillos de la vivienda, donde la imagen es a menudo encuadrada por los umbrales de puertas y ventanas y recordada por toda clase de objetos que estorban al campo de visión, una geografía articulada por la parafernalia doméstica, que crea un espejismo de intimidad, de amontonamiento, de pesada familiaridad. Estos arreglos vivenciales tienen una obvia resonancia política, un eco de la condición de Hong Kong antes de 1997, en tanto colonia que eventualmente regresaría a la madre patria china, una amarga connotación de dependencia permanente en donde los personajes deben vivir siempre con familias extrañas.

Si bien las relaciones de los huéspedes con sus anfitriones pueden ser cordiales, indiferentes o agresivas en todo momento, aquéllos se saben en propiedad ajena, siempre existe la noción de que el espacio privado es en cierta forma público. Por tanto estos espacios son transitorios, están regidos por la certeza de ser territorios de paso; con ello el cineasta enfatiza una de sus principales preocupaciones: el fluir del tiempo y la función de la memoria. Nada es permanente en el cine de Wong, “todas las memorias son rastros de lágrimas”. Así, ni las emociones ni las construcciones están a salvo de ser lavadas por la lluvia implacable, que cae constantemente sobre la ciudad. Los protagonistas del cine de Wong se encuentran en movimiento constante, mudándose de Hong Kong a Singapur, a Filipinas, a Japón, a Estados Unidos o a Argentina. Y esta libertad de movimiento también es una libertad con la tradición, las raíces, la familia y el espacio habitable.

Para acentuar esta calidad perecedera de las construcciones y lo que éstas representan, Chow viaja en 1966 a Camboya, donde visita las ruinas de Angkor Wat, donde presencia el majestuoso espectáculo de la arquitectura como cementerio imperial, como emblema de la devastación del tiempo y la mineralización de las emociones. Visita esa nación del sudeste asiático poco antes de su colapso como “daño colateral” de la guerra de Vietnam y de la catástrofe de la llegada de los Jemeres Rojos al poder. Las memorias de piedra en la selva funcionan como la ominosa premonición de una sociedad cuyas memorias serán “rastros de lágrimas” y sangre en los tristemente célebres killing fields, los campos de exterminio de un régimen sicótico. En un agujero de uno de los monumentales templos derruidos de Siem Riep, Chow decide susurrar el secreto de su amor para “enterrarlo” por siempre, de acuerdo con la historia que cuenta él mismo en el díptico. Ese ritual del olvido es reproducido en una escenografía supermoderna en 2046, donde parece haber un agujero fabricado ex profeso para depositar secretos que quieren ser olvidados.

Wong Kar-wai

Faye Wong en 2046

En 2046 Chow regresa a Hong Kong después de su autoexilio en Singapur, adonde viaja tras haber sido abandonado por su esposa y al no lograr concretar su relación amorosa con Su. Su personaje da un giro de 180 grados, deja de ser el hombre correcto y puritano de Deseando amar para entregarse a la promiscuidad de incontables relaciones efímeras. Chow escribe un relato de ciencia ficción acerca de un lugar llamado 2046, al que la gente viaja para buscar sus memorias perdidas y del cual nadie regresa. 2046 es una referencia espacial y temporal, porque marca el final del período de 50 años tras la reincorporación de Hong Kong a China, tiempo en el cual Pekín se compromete a no cambiar el sistema político-económico. Por lo tanto es una fecha cargada de ansiedad, que invita a lo inesperado. En la cinta Chow se hospeda en el hotel Orient, que evoca las condiciones en las que vivía en el filme anterior, aunque con la peculiaridad de que aquí algunos de los muros parecen palpitar y moverse al ritmo de la gente que hace el amor detrás de ellos.

Los muros gastados y decrépitos de las construcciones de estos filmes son por tanto protagonistas, elementos que hacen del espacio una especie de laberinto, que dibujan rutas sin salida e imponen una circulación que dicta la propia narrativa fílmica. Wong se apropia de esas restricciones para configurar la sintaxis visual. Por un lado, los espacios domésticos son regidos por línea verticales (que mantienen un contrapunto con los elegantes vestidos de la señora Su), rayas paralelas que encuadran la acción y dibujan rectángulos y viñetas. El espacio laboral, por su parte, es delimitado por líneas horizontales, particularmente el periódico en el que Chow trabaja. A esta cuadrícula debemos sumar la geografía imaginaria que dibujan las sombras y la precaria iluminación. Wong Kar-wa emplea con maestría esas zonas de luz y sombra para materializar lo intangible, utilizándolas como fondo para que los personajes traten de descifrar su ambigua identidad, su sentido de pertenencia, sus sentimientos. En ambas películas las tomas son a menudo seccionadas o compuestas por personajes enmarcados en amplias zonas negras, o que aparecen junto a sus propios reflejos. Esta fragmentación radical imprime una sensación de malestar, incomunicación y aislamiento a las imágenes.

Cada escena de Deseando amar y 2046 parece transpirar impotencia, momentos perdidos, posibilidades que nunca se concretan. Los personajes son perseguidos por sus memorias, están condenados a la soledad. El fatalismo inyecta una atmósfera de nostalgia y tristeza devastadoras a un par de filmes de una asombrosa belleza.

Publicado originalmente en la edición impresa de La Tempestad, no. 66, mayo-junio de 2009

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Wong Kar-wai, espacio y nostalgia

That era has passed.

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El cine de Wong Kar-wai, como el de otros miembros de la llamada Segunda Ola del cine de Hong Kong, que comenzó a mediados de los ochenta, se caracteriza, entre otras cosas, por abordar la problemática social, política y cultural que la generación precedente en general evitaba. Wong y sus contemporáneos no sólo fueron influidos por las peculiares características de Hong Kong en tanto territorio privilegiado-colonizado-aislado-enajenado-abierto, sino que también confrontaron la incertidumbre de la entrega de ese territorio a China, de acuerdo con la Declaración Conjunta Sino-Británica de 1984. Hong Kong es la principal puerta de acceso a China, por lo que la modernización y la influencia occidental y japonesa tuvieron ahí un efecto temprano y produjeron una variedad de reacciones, tanto populares como intelectuales.

El director que debutó con El fluir de las lágrimas (1988) ha sabido recuperar la tradición cinematográfica de Hong Kong (cuyas convenciones genéricas conoce y parafrasea con habilidad), pero incorporando en su cine referencias culturales muy específicas, desde la estética del desapego blasé de la Nouvelle Vague francesa (con sus propias raíces de film noir) hasta las influencias literarias de Cortázar, Borges, García Márquez y Puig, entre otros autores latinoamericanos, pasando por la narrativa inquietante y apacible de Haruki Murakami. Así, las cintas de Wong presentan una cultura híbrida, vital, transgresora, marginada y fracturada, en la que cabe lo mismo la estética taoísta que el consumo compulsivo y la mitificación de ciertos productos, desde las bolsas de mujer y las corbatas importadas de Deseando amar (2000) hasta las latas de piña Del Montte de Chungking Express (1994).

Como cualquier otra ciudad cosmopolita, Hong Kong padece un severo problema de bienes raíces y hacinamiento. Las restricciones domésticas son inevitables, especialmente en Kowloon, y esta condición determina la percepción del espacio habitable. No por nada fue ahí donde durante años tuvo lugar el fenómeno de las cajas de alambre apiladas en enormes bodegas que eran usadas como viviendas, una realidad que se presenta juguetona y amarga en el filme Cageman (Chi Leung “Jacob” Cheung, 1992). Las formas de habitar son una obvia preocupación en el cine de Wong: los acuerdos entre inquilinos y caseros, la dinámica de los pagos de renta, los compromisos entre vecinos y las tensiones con los propietarios son temas recurrentes en su obra, cargada de una profunda nostalgia, particularmente en la recreación de los años sesenta, en Días salvajes (1990), Deseando amar y 2046 (2004), visiones sentimentales influidas sin duda por la propia experiencia del director, quien llegó a la ciudad a los cinco años de edad.

Consideremos en particular la relación de los protagonistas con el espacio habitable en el díptico formado por Deseando amar y 2046. En ambos filmes la naturaleza impredecible, paradójica, incidental y conflictiva de los romances se relaciona directamente con la arquitectura que pueblan los personajes, con la forma en la que se interrelacionan al vivir en estrecho contacto. En el primero, las vidas y los recorridos cotidianos del periodista Chow Mo-wan (Tony Leung Chiu-wai) y la secretaria de una agencia de viajes Su Li-zhen (Maggie Cheung) se cruzan continuamente en los estrechos pasillos de la casa donde ambos rentan recámaras con sus respectivos cónyuges. Los inquilinos comparten la cocina y los baños con los caseros, quienes son presencias permanentes y con los cuales resulta difícil establecer fronteras.

La privacidad es un bien raro, los chismes, los rumores y la necesidad de mantener las apariencias son criterios que rigen las actitudes y decisiones de los protagonistas, al tiempo que tratan de sobrevivir a sus conflictos personales; en este caso, el hecho de que la esposa de Chow y el marido de Su (a quienes nunca vemos) tienen un affaire. Los cónyuges, engañados, desarrollan una relación platónica intensa y angustiante. Gran parte del interés de Wong reside en explorar la posibilidad de la proximidad total en una relación amorosa sin contacto, algo que produce de manera impecable con este arreglo vivencial y lleva al límite en sus consecuencias cuando la pareja queda atrapada por horas en una habitación, ya que la casera juega al mahjong con sus amigos y, de salir de la habitación, sería vista: todos asumirán que tienen una relación adúltera.

 

Wong Kar-wai

Tony Leung Chiu-wai y Maggie Cheung en una escena de Deseando amar

Deseando amar, inspirada en la novela Intersección, de Liu Yi-chang, es en muchos sentidos un filme claustrofóbico, casi un Kammerspiel, donde hasta los exteriores parecen territorios cerrados (ya sea la calle en la que viven, los taxis, los restaurantes y un patio enrejado en donde las ominosas sombras de los barrotes enfatizan la imposibilidad de liberación amorosa o erótica de los personajes). Éste es un melodrama minimalista en el que la cámara del legendario Christopher Doyle y de Mark Lee Ping-bin parece negociar cada toma en los estrechos pasillos de la vivienda, donde la imagen es a menudo encuadrada por los umbrales de puertas y ventanas y recordada por toda clase de objetos que estorban al campo de visión, una geografía articulada por la parafernalia doméstica, que crea un espejismo de intimidad, de amontonamiento, de pesada familiaridad. Estos arreglos vivenciales tienen una obvia resonancia política, un eco de la condición de Hong Kong antes de 1997, en tanto colonia que eventualmente regresaría a la madre patria china, una amarga connotación de dependencia permanente en donde los personajes deben vivir siempre con familias extrañas.

Si bien las relaciones de los huéspedes con sus anfitriones pueden ser cordiales, indiferentes o agresivas en todo momento, aquéllos se saben en propiedad ajena, siempre existe la noción de que el espacio privado es en cierta forma público. Por tanto estos espacios son transitorios, están regidos por la certeza de ser territorios de paso; con ello el cineasta enfatiza una de sus principales preocupaciones: el fluir del tiempo y la función de la memoria. Nada es permanente en el cine de Wong, “todas las memorias son rastros de lágrimas”. Así, ni las emociones ni las construcciones están a salvo de ser lavadas por la lluvia implacable, que cae constantemente sobre la ciudad. Los protagonistas del cine de Wong se encuentran en movimiento constante, mudándose de Hong Kong a Singapur, a Filipinas, a Japón, a Estados Unidos o a Argentina. Y esta libertad de movimiento también es una libertad con la tradición, las raíces, la familia y el espacio habitable.

Para acentuar esta calidad perecedera de las construcciones y lo que éstas representan, Chow viaja en 1966 a Camboya, donde visita las ruinas de Angkor Wat, donde presencia el majestuoso espectáculo de la arquitectura como cementerio imperial, como emblema de la devastación del tiempo y la mineralización de las emociones. Visita esa nación del sudeste asiático poco antes de su colapso como “daño colateral” de la guerra de Vietnam y de la catástrofe de la llegada de los Jemeres Rojos al poder. Las memorias de piedra en la selva funcionan como la ominosa premonición de una sociedad cuyas memorias serán “rastros de lágrimas” y sangre en los tristemente célebres killing fields, los campos de exterminio de un régimen sicótico. En un agujero de uno de los monumentales templos derruidos de Siem Riep, Chow decide susurrar el secreto de su amor para “enterrarlo” por siempre, de acuerdo con la historia que cuenta él mismo en el díptico. Ese ritual del olvido es reproducido en una escenografía supermoderna en 2046, donde parece haber un agujero fabricado ex profeso para depositar secretos que quieren ser olvidados.

Wong Kar-wai

Faye Wong en 2046

En 2046 Chow regresa a Hong Kong después de su autoexilio en Singapur, adonde viaja tras haber sido abandonado por su esposa y al no lograr concretar su relación amorosa con Su. Su personaje da un giro de 180 grados, deja de ser el hombre correcto y puritano de Deseando amar para entregarse a la promiscuidad de incontables relaciones efímeras. Chow escribe un relato de ciencia ficción acerca de un lugar llamado 2046, al que la gente viaja para buscar sus memorias perdidas y del cual nadie regresa. 2046 es una referencia espacial y temporal, porque marca el final del período de 50 años tras la reincorporación de Hong Kong a China, tiempo en el cual Pekín se compromete a no cambiar el sistema político-económico. Por lo tanto es una fecha cargada de ansiedad, que invita a lo inesperado. En la cinta Chow se hospeda en el hotel Orient, que evoca las condiciones en las que vivía en el filme anterior, aunque con la peculiaridad de que aquí algunos de los muros parecen palpitar y moverse al ritmo de la gente que hace el amor detrás de ellos.

Los muros gastados y decrépitos de las construcciones de estos filmes son por tanto protagonistas, elementos que hacen del espacio una especie de laberinto, que dibujan rutas sin salida e imponen una circulación que dicta la propia narrativa fílmica. Wong se apropia de esas restricciones para configurar la sintaxis visual. Por un lado, los espacios domésticos son regidos por línea verticales (que mantienen un contrapunto con los elegantes vestidos de la señora Su), rayas paralelas que encuadran la acción y dibujan rectángulos y viñetas. El espacio laboral, por su parte, es delimitado por líneas horizontales, particularmente el periódico en el que Chow trabaja. A esta cuadrícula debemos sumar la geografía imaginaria que dibujan las sombras y la precaria iluminación. Wong Kar-wa emplea con maestría esas zonas de luz y sombra para materializar lo intangible, utilizándolas como fondo para que los personajes traten de descifrar su ambigua identidad, su sentido de pertenencia, sus sentimientos. En ambas películas las tomas son a menudo seccionadas o compuestas por personajes enmarcados en amplias zonas negras, o que aparecen junto a sus propios reflejos. Esta fragmentación radical imprime una sensación de malestar, incomunicación y aislamiento a las imágenes.

Cada escena de Deseando amar y 2046 parece transpirar impotencia, momentos perdidos, posibilidades que nunca se concretan. Los personajes son perseguidos por sus memorias, están condenados a la soledad. El fatalismo inyecta una atmósfera de nostalgia y tristeza devastadoras a un par de filmes de una asombrosa belleza.

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jueves, 18 de marzo de 2021

Kiko Amat: ironías ultras

Leer a Kiko Amat es adentrarse en un mundo poco conocido. Gracias a libros como El día que me vaya no se lo diré a nadie (2003), Cosas que hacen BUM (2007) o Rompepistas (2009) hay quienes se acercaron más de lleno a la literatura, por referencias y personajes que terminaban siendo arquetipos de ellos mismos: outsiders viviendo en las periferias, que en algún momento formaron parte de una subcultura.

Desde entonces Amat ha sido el rebelde más pop de la literatura española. También ha dado voz a movimientos sociomusicales como el skinhead y mod, que vivió antes de convertirse en el escritor que conocemos. Así ha construido su mundo, con base en recuerdos adolescentes, música que te hace bailar o llorar, un humor muy de la escuela de Kurt Vonnegut, además de sentimientos y emociones que hacen entrañables a sus personajes.

Su novela más reciente se titula Revancha y fue publicada por Anagrama. En sus páginas hay mucha violencia, a cargo de una facción criminal llamada los Lokos que, además de ser neonazis que podrían emborracharse escuchando a Screwdriver, la infame banda de RAC (Rock Against Communism), son ultras del equipo de futbol Barcelona.

De la contracultura al nacionalismo

Para narrar la historia de un grupo así, Kiko Amat, como hizo en Antes del huracán (2018), se desprendió del yo, comprimió su escritura y no se metió por completo en la temática subcultural, sino en la involución de la movida skinhead hacia el nacionalismo. Revancha, con los Lokos ondeando la bandera del equipo liderado por Messi, se dedican a extorsionar, dar palizas a bandas enemigas y mover droga.

Revancha tiene un ritmo más hardcore que Rompepistas”, explica Amat. “Aunque vuelve a un mundo subcultural transformado en un rollo de maleantes, la diferencia entre este libro y el otro es que antes no me atreví a pintar a los verdaderos malos, pero ahora sí quise hacerlo”.

Para los lectores ajenos a este tipo de facciones ligadas al futbol –no todas tienen una ideología nacionalista, hay que aclarar– pareciera ser ficción pura. No obstante, los protagonistas y el entorno social de este libro existen, sólo que han estado ocultos. “Cosas como las que ocurren en Revancha se ignoran por razones sociales, políticas, de clase y hasta porque carecemos de instinto por las buenas historias. Está claro que un entorno de pandilla y cosa grotesca pide a gritos ser ficcionado; por eso funcionan tan bien las novelas carcelarias o bélicas. De hecho tuve que ir con cautela, quitando cosas que vi y cosas que se me ocurrían, para que al final no pareciera una película de los Avengers”.

Kiko Amat

Kiko Amat retratado por Cèsar Nuñez (@ohlalacesar). Cortesía de Anagrama

Prensa y hooliganismo

Ese balance hace que Revancha no sea vista como una tesis sociológica o un estudio fenomenológico de las subculturas. “Las historias que cuento vienen de un mundo esperpéntico, pero mi intención es que todos entiendan este tipo de temas”. La novela tal vez ayude a comprender por qué este tipo de grupos marginales, que se refugian en el futbol, actúan de forma tan impetuosa. Amat incluso compara las viejas historias de los ultras politizados y violentos de Barcelona con la aparición de Jack el Destripador en el siglo XIX, que se hizo famoso porque al mismo tiempo salió a la luz la prensa amarillista.

“Con el rollo del hooliganismo en los ochenta sucedió lo mismo, el interés de la prensa fue algo exagerado”, comenta el autor. “Por eso las pandillas y sus personajes cobraron relevancia. Eso sucede con los pánicos morales y la histeria social de cara a un fenómeno. En España todos nos acordamos de esos personajes porque eran semicelebridades, eran parte del folclor, eran nuestro monstruo de adolescencia mientras ellos estaban fascinados por aparecer en la prensa”.

Así, a través de protagonistas de Revancha como Amador y el Cid, par de boneheads (skinheads nacionalistas) que involucionaron al estilo ultra, uno puede comprender cómo se desenvuelven cofradías tan torcidas como los Lokos, la burbuja en la que habitan. “El Cid viene de clase media alta y antes era redskin (skinhead de izquierda), sólo que se va al otro extremo porque tiene una carga de fascinación por algo que nunca ha visto; es algo que pasa muy comúnmente en estas pandillas”, explica Amat. “Por eso, al ser un hijo de papi, tiene un potencial más torcido que Amador, que sí viene de un entorno delincuencial”.

Sangre y honor

La finalidad de esta historia no es culpar a la sociedad por lo que acontece en las calles. Aun así, el personaje más llamativo de Revancha definitivamente es Amador, un matón que destruye el mundo que anhela mientras escucha canciones de Alanis Morissette, Cyndi Lauper o Madonna y oculta su homosexualidad a los Lokos. Tiene un parecido con Nicky Crane, neonazi inglés que en los ochenta perteneció a Blood & Honor, la organización de orgullo blanco y nacionalista más conocida a nivel mundial.

“Amador sí está un poco inspirado en Nicky Crane. Quien haya leído sobre él sabe que hubo personalidades del rollo neonazi inglés que vivían en secreto su orientación sexual. Crane hasta tenía veleidades artísticas. Por ridículo que parezca, hacía los panfletos de Blood & Honor. Tal vez no quería ser un matón descerebrado, pero la vida le llevó a eso porque le lavaron la cabeza, lo toquetearon de niño o alguna cosa así. Sin embargo, no pudieron arruinar toda su parte sexual y su parte artística, aunque la haya manifestado con cosas condenables como hacer caricaturas antisemitas”, cuenta Amat.

Ultras del Barcelona

Otros libros sobre el tema, como Entre los vándalos (1992) de Bill Buford o Diario de un skin (2003) de Antonio Salas, cumplen con un trabajo periodístico al 100%. No es el caso de Revancha: autodidacta, Kiko Amat siempre ha trabajado en las antípodas del periodismo. Por ello no trata de explicar el fenómeno, sino de ficcionar cosas que vio y entendió en su juventud, el perfil de los maleantes y las leyendas que oyó sobre esos grupos.

“No conocía nada de sus vidas, pero me fascinaban como a otra gente”, explica. “Cuando aparecían en un periódico eran la caricatura de un neonazi, pero no te explicaban su bagaje. Por lo tanto, todo lo demás que se informaba era rellenado con mitología”.

Revancha es la novela más cruda, áspera y hasta morbosa de Kiko Amat (Sant Boi de Llobregat, 1971). Podría ser adaptada por un cineasta como Guy Ritchie, pero con un soundtrack que incluyera “Ironic” de Alanis Morissette, cantada con emoción por un ultra del Barcelona.

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Kiko Amat: ironías ultras

Leer a Kiko Amat es adentrarse en un mundo poco conocido. Gracias a libros como El día que me vaya no se lo diré a nadie (2003), Cosas que hacen BUM (2007) o Rompepistas (2009) hay quienes se acercaron más de lleno a la literatura, por referencias y personajes que terminaban siendo arquetipos de ellos mismos: outsiders viviendo en las periferias, que en algún momento formaron parte de una subcultura.

Desde entonces Amat ha sido el rebelde más pop de la literatura española. También ha dado voz a movimientos sociomusicales como el skinhead y mod, que vivió antes de convertirse en el escritor que conocemos. Así ha construido su mundo, con base en recuerdos adolescentes, música que te hace bailar o llorar, un humor muy de la escuela de Kurt Vonnegut, además de sentimientos y emociones que hacen entrañables a sus personajes.

Su novela más reciente se titula Revancha y fue publicada por Anagrama. En sus páginas hay mucha violencia, a cargo de una facción criminal llamada los Lokos que, además de ser neonazis que podrían emborracharse escuchando a Screwdriver, la infame banda de RAC (Rock Against Communism), son ultras del equipo de futbol Barcelona.

De la contracultura al nacionalismo

Para narrar la historia de un grupo así, Kiko Amat, como hizo en Antes del huracán (2018), se desprendió del yo, comprimió su escritura y no se metió por completo en la temática subcultural, sino en la involución de la movida skinhead hacia el nacionalismo. Revancha, con los Lokos ondeando la bandera del equipo liderado por Messi, se dedican a extorsionar, dar palizas a bandas enemigas y mover droga.

Revancha tiene un ritmo más hardcore que Rompepistas”, explica Amat. “Aunque vuelve a un mundo subcultural transformado en un rollo de maleantes, la diferencia entre este libro y el otro es que antes no me atreví a pintar a los verdaderos malos, pero ahora sí quise hacerlo”.

Para los lectores ajenos a este tipo de facciones ligadas al futbol –no todas tienen una ideología nacionalista, hay que aclarar– pareciera ser ficción pura. No obstante, los protagonistas y el entorno social de este libro existen, sólo que han estado ocultos. “Cosas como las que ocurren en Revancha se ignoran por razones sociales, políticas, de clase y hasta porque carecemos de instinto por las buenas historias. Está claro que un entorno de pandilla y cosa grotesca pide a gritos ser ficcionado; por eso funcionan tan bien las novelas carcelarias o bélicas. De hecho tuve que ir con cautela, quitando cosas que vi y cosas que se me ocurrían, para que al final no pareciera una película de los Avengers”.

Kiko Amat

Kiko Amat retratado por Cèsar Nuñez (@ohlalacesar). Cortesía de Anagrama

Prensa y hooliganismo

Ese balance hace que Revancha no sea vista como una tesis sociológica o un estudio fenomenológico de las subculturas. “Las historias que cuento vienen de un mundo esperpéntico, pero mi intención es que todos entiendan este tipo de temas”. La novela tal vez ayude a comprender por qué este tipo de grupos marginales, que se refugian en el futbol, actúan de forma tan impetuosa. Amat incluso compara las viejas historias de los ultras politizados y violentos de Barcelona con la aparición de Jack el Destripador en el siglo XIX, que se hizo famoso porque al mismo tiempo salió a la luz la prensa amarillista.

“Con el rollo del hooliganismo en los ochenta sucedió lo mismo, el interés de la prensa fue algo exagerado”, comenta el autor. “Por eso las pandillas y sus personajes cobraron relevancia. Eso sucede con los pánicos morales y la histeria social de cara a un fenómeno. En España todos nos acordamos de esos personajes porque eran semicelebridades, eran parte del folclor, eran nuestro monstruo de adolescencia mientras ellos estaban fascinados por aparecer en la prensa”.

Así, a través de protagonistas de Revancha como Amador y el Cid, par de boneheads (skinheads nacionalistas) que involucionaron al estilo ultra, uno puede comprender cómo se desenvuelven cofradías tan torcidas como los Lokos, la burbuja en la que habitan. “El Cid viene de clase media alta y antes era redskin (skinhead de izquierda), sólo que se va al otro extremo porque tiene una carga de fascinación por algo que nunca ha visto; es algo que pasa muy comúnmente en estas pandillas”, explica Amat. “Por eso, al ser un hijo de papi, tiene un potencial más torcido que Amador, que sí viene de un entorno delincuencial”.

Sangre y honor

La finalidad de esta historia no es culpar a la sociedad por lo que acontece en las calles. Aun así, el personaje más llamativo de Revancha definitivamente es Amador, un matón que destruye el mundo que anhela mientras escucha canciones de Alanis Morissette, Cyndi Lauper o Madonna y oculta su homosexualidad a los Lokos. Tiene un parecido con Nicky Crane, neonazi inglés que en los ochenta perteneció a Blood & Honor, la organización de orgullo blanco y nacionalista más conocida a nivel mundial.

“Amador sí está un poco inspirado en Nicky Crane. Quien haya leído sobre él sabe que hubo personalidades del rollo neonazi inglés que vivían en secreto su orientación sexual. Crane hasta tenía veleidades artísticas. Por ridículo que parezca, hacía los panfletos de Blood & Honor. Tal vez no quería ser un matón descerebrado, pero la vida le llevó a eso porque le lavaron la cabeza, lo toquetearon de niño o alguna cosa así. Sin embargo, no pudieron arruinar toda su parte sexual y su parte artística, aunque la haya manifestado con cosas condenables como hacer caricaturas antisemitas”, cuenta Amat.

Ultras del Barcelona

Otros libros sobre el tema, como Entre los vándalos (1992) de Bill Buford o Diario de un skin (2003) de Antonio Salas, cumplen con un trabajo periodístico al 100%. No es el caso de Revancha: autodidacta, Kiko Amat siempre ha trabajado en las antípodas del periodismo. Por ello no trata de explicar el fenómeno, sino de ficcionar cosas que vio y entendió en su juventud, el perfil de los maleantes y las leyendas que oyó sobre esos grupos.

“No conocía nada de sus vidas, pero me fascinaban como a otra gente”, explica. “Cuando aparecían en un periódico eran la caricatura de un neonazi, pero no te explicaban su bagaje. Por lo tanto, todo lo demás que se informaba era rellenado con mitología”.

Revancha es la novela más cruda, áspera y hasta morbosa de Kiko Amat (Sant Boi de Llobregat, 1971). Podría ser adaptada por un cineasta como Guy Ritchie, pero con un soundtrack que incluyera “Ironic” de Alanis Morissette, cantada con emoción por un ultra del Barcelona.

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martes, 16 de marzo de 2021

Cajonos: un río sin Estado

El lugar del agua. Palabras para Ayutla es una antología que reúne a 21 creadores para acompañar y hacer eco de las demandas de San Pedro y San Pablo Ayutla Mixe (Oaxaca). Desde hace más de tres años y medio el pueblo se encuentra sin acceso al agua potable, a partir de que un grupo armado les arrebató su manantial y destruyó su red de distribución. Publicamos aquí el texto de Jorge Comensal incluido en el libro, que puede ser descargado gratuitamente en la página del proyecto editorial Yagular.

 

Las aguas que forman el río Cajonos no obedecen al Estado: llueven, escurren y se filtran, indiferentes a la división política de Oaxaca, por diversos territorios de la Sierra Norte. Los estados, por el contrario, suelen ajustarse a los caminos del agua. No es casualidad que a México lo limite el curso del río Bravo al noreste, y el Suchiate y Usumacinta por el sur. Tampoco es accidente que la frontera norte de San Pedro y San Pablo Ayutla corresponda al curso de dos ríos que al unirse en la mismísima punta del municipio dan origen al Cajonos.

En esa líquida encrucijada de la sierra coinciden seis municipios y dos culturas, ayuujk y benhe xhon1, mixes y zapotecos. Además de San Pedro y San Pablo Ayutla, alrededor del Cajonos se encuentran Santa María Tlahuitoltepec, Mixistlán de la Reforma, Villa Hidalgo, San Mateo Cajonos y San Pablo Yaganiza. Con sus mártires cristianos –como san Pedro, crucificado de cabeza– y topónimos nahuas –como Mixistlán, lugar junto a los mixes–, los nombres son testimonio de una historia universal de invasiones y despojos, conquistas y resistencias.

Pero el río murmura otras cosas. Llevo años tratando de escucharlo. Al pensar en la Sierra Norte de Oaxaca, lo primero que despierta en mi memoria es el rumor nocturno del Cajonos. No alcanzo a verlo en la penumbra, desde las tierras bajas de Villa Alta, pero lo oigo decir con nitidez que no ha llovido en semanas y que lleva, muerta de sed, la tierra de Tukyo’m rumbo a la costa, más allá del Papaloapan, en el golfo, donde la boca del río devuelve las nubes al océano.

(En su camino del mar al cielo y de regreso, el agua sostiene la vida. Se trata de un magnífico solvente, víctima que las plantas sacrifican al sol para nutrirse –con la energía solar los cloroplastos rompen el agua y le sustraen los electrones que necesitan para animarse–. El oxígeno que las plantas exhalan y nosotros inhalamos es fruto del sacrificio del agua en las hojas verdes.)

Un hombre de Lachirioag me contó que cuando bajaba a pescar al río Cajonos llevaba consigo una ofrenda de maíz o frijol para el señor del río (qué inepta y qué feudal es la palabra señor para traducir el nombre de un espíritu fluvial). Bastaba con un plato de frijoles para darle gracias por el pescado y dejarlo satisfecho. Alguien tal vez opine que echar comida al río es un folclorismo ineficaz, pero a mí me parece un gesto muy sabio, porque reconocer que el río tiene “señor”, personalidad, un alma propia, permite valorarlo justamente y establecer una relación sostenible con sus aguas. Para equilibrar esta operación antropomórfica, es preciso a su vez naturalizar al ser humano, mineralizar el cuerpo, animalizar la mente, reconocer que aparte de “señor” intelectual, la persona tiene ríos de sangre y arboledas de nervios y una fauna –microbiota– y dos pozos renales donde el agua se filtra para ser de nuevo manantial. La consagración humana –la ofrenda de los que somos y producimos– es necesaria para que la profanación de la naturaleza no sea un acto destructor. Algunos serranos lo saben todavía.

Es difícil calcular con precisión la edad que tiene un río. ¿Cuántos años hace que hay Cajonos? El profundo cañón por el que fluye es signo de una ruta muy antigua. Hace unos setenta millones de años que la sierra empezó a elevarse. Es la piedra de Norteamérica montada sobre la placa de Cocos. Liquidez y gravedad hacen que el agua busque cómo bajar de las montañas. Con el tiempo la erosión abre un camino.

Al fondo del cañón del río Cajonos no existe el Estado mexicano. No hay partidos políticos ni autoridades impuestas desde las capitales. El río no está infartado por presas hidroeléctricas ni contaminado por desechos industriales. Es un forajido. A lo largo de una empinada ladera que vincula el río con las cimas de los cerros encontramos casi todos los ecosistemas americanos (en esta sierra coinciden las ecozonas neártica y neotropical), desde el matorral xerófilo hasta el bosque de pinos y encinos, pasando por selvas de todas las alturas y reliquias del Mioceno superior, bosques húmedos que prosperaban en la región hace más de quince millones de años, repletos de guayabo amarillo (Oreomunnea mexicana)2. La humedad que llega del golfo, junto con la multitud de cerros y barrancas, forman cajones donde el tiempo se demora y la vida se prolonga.

El presente baja por los ríos hacia el futuro donde se construyen autopistas, parques industriales y refinerías junto al mar. El pasado se queda en las alturas, vigilante y manantial. Los serranos suben a los cerros para volver, para encontrarse con lo que vienen siendo desde antes de que llegaran los invasores. En las puntas de los cerros hay lugares sagrados, rocas, árboles, fuentes. He sabido de comunidades que, después de muchas décadas sin hacerlo, regresan a esos lugares para enfrentar la sequía. Se hacen ofrendas y oraciones, sacrificios.

A uno de esos cerros, Yaayheeo-cuin, subí hace tiempo con un miedo sagrado y forastero, con una curiosidad que aspiraba a ser devoción. Llegué por un rumor de hace más de tres siglos, fui porque desde niño me obsesiona el sacrificio, saber qué es el sacrificio, por qué mi madre me insistía que hiciera todo como un sacrificio.

Resulta que en septiembre del año cristiano 1700 dos fiscales de San Francisco Cajonos denunciaron con las autoridades novohispanas –burócratas armados y frailes dominicos– que sus paisanos estaban celebrando una ceremonia idólatra en casa del mayordomo del pueblo. Los españoles interrumpieron la fiesta –era sagrada– y encontraron, entre otras viandas, una cierva y varios gallos, dos cuencos llenos de sangre y varios ídolos. Dispersaron a la gente y les confiscaron las ofrendas.

Al día siguiente el pueblo rodeó el convento y exigió que le entregaran a los delatores. No se volvió a saber de ellos. El rumor, registrado en los documentos procesales sobre el caso, es que los degollaron en la cima del monte para aplacar a sus dioses. Los pinos guardan el secreto de los Cajonos. ¿Habrán matado a los traidores para calmar la nostalgia?

Después de un prolongado juicio contra los presuntos culpables de la represalia, en 1702 el alcalde de Villa Alta condenó a quince pobladores de Cajonos a ser ahorcados y desmembrados, “y que las cabezas fuesen puestas en estacas en el circuito de la plaza del dicho pueblo y en las que se pusieren las cabezas de Nicolás de Aquino y Francisco Lopes, se pusieren las manos derechas de los susodichos y los cuartos de todos por el camino real, que de dicho pueblo de San Francisco va al de San Pedro y San Miguel Cajonos y nadie sea osado a quitar so la misma pena y así se pregone para que venga a noticia de todos”3.

Desde entonces el Estado y sus aliados no dejan de asediar la Sierra. Por más que lo intenta, no ha logrado conquistarla. Numerosos conflictos, fomentados por intereses externos, confrontan a los serranos. La historia se repite con variaciones: en 2017, un conflicto forestal entre San Miguel y San Pedro Cajonos condujo a la desaparición forzada de Bernardo Reyes y Federico Cruz, líderes comunitarios de San Miguel. Nadie sabe qué fue de ellos. En 2017 comenzó también la lucha de Ayutla por recuperar su manantial, ocupado por actores sospechosos del vecino municipio de Tamazulápam. El 5 de junio de aquel año asesinaron a un hombre de Ayutla. ¿Quién pagó la bala que le pegó en la cabeza a Luis Juan Guadalupe? ¿A quién le beneficia su muerte, la impunidad y el agua que le niegan a Ayutla?

Para que haya justicia hay que imitar a la lluvia. Cae pareja por doquier, a todos moja. No le importa si la cabeza que empapa está despierta o si pregona, muda, el reino de la codicia. El agua talla las rocas y las fronteras. El agua es el perdón en muchos credos. Hay que dejarla fluir, siempre regresa.

  1. En Cajonos utilizan el gentilicio benhe xhon para referirse a sí mismos; mientras que en Yalálag, benhe wlhash para referirse a los pueblos zapotecos del área cercana al río. En el resto de comunidades zapotecas, establecidas en el estado de Oaxaca, se utilizan otras palabras para hablar de esa relación con un lugar geógrafico determinado. La palabra benhe, o bene, como se escribe en los valles centrales, se refiere a «persona», persona de. Agradecemos a la antropóloga zapoteca Ana D. Alonso Ortiz por la aclaración sobre este gentilicio. [N de los E.]
  2. J. Rzedowski y R. Palacios-Chávez. “El bosque de Engelhardtia (Oreomunnea) mexicana en la región de La Chinantla (Oaxaca, México). Una reliquia del
    cenozoico”, Boletín de la Sociedad Botánica de México, 36 (1977): 93-127.
  3. Los documentos de San Francisco Cajonos, editados por el Tribunal Superior de Justicia del Estado de Oaxaca, Proveedora Escolar e Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, 2004, p. 102.

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