viernes, 31 de diciembre de 2021

Seis discos para entender 2021

Escribir sobre el “mejor álbum del año” parece extraño en una época en donde los conteos han perdido sentido. En otra temporada pandémica que no se cansa de lanzar cifras, aumentos, pérdidas y proyecciones, consideramos idóneo hablar de pocos álbumes pero de manera amplia, y establecer así un diálogo con algunas de las producciones más notables y que, de alguna forma, nos ayudan a entender un año tan convulso y diverso como fue 2021.

Pharoah Sanders + Floating Points, Promises 

Desde su lanzamiento en marzo pasado, Promises (Luaka Bop) recibió el fervor generalizado de la crítica. Tras varios meses y con una escucha más detenida, los calificativos “acontecimiento” (Rockdelux) o “deslumbrante” (The Quietus) no resultan tan descabellados. El hecho de que exista material nuevo de Pharoah Sanders bastaría para colocarlo entre los álbumes dignos de ser reproducidos más de una vez en la tornamesa de 2021, pero sus atributos van más allá. El octogenario saxofonista es uno de los últimos músicos que tocó al lado de John Coltrane en su fase más cósmica y mística. Junto a Evan Parker y un puñado de músicos de jazz, Sanders es uno de los tótems más activos, contraviniendo la idea de que la vejez es sinónimo de nostalgia y estancamiento creativo.

En Promises el saxofonista evoca la espiritualidad y la libertad que caracterizaban a su mentor en la soltura y la fluidez de frases que, a ratos, nos llevan por paisajes interestelares o calmos amaneceres. Otrora alumno avanzado de Coltrane, Sanders es un maestro por cuenta propia, así como el continuador tácito de su legado; como buen continuador, el de Arkansas ha explorado texturas fuera del espectro comercial. En este nuevo álbum buscó nuevas fusiones al otro lado del Atlántico, al hacer dupla con Sam Shepard, mejor conocido en el mundo de la electrónica como Floating Points. Durante cinco años ambos se entregaron al diseño de un disco faraónico y zen en donde el tiempo y su disolución se muerden la cola.

Casi opuesto a la música generada en estos días tan convulsos, el álbum se detiene continuamente en una especie de mantra de siete notas al que se le añaden nuevos colores y sensaciones a lo largo de sus nueve movimientos. Resuenan minimalistas como Nils Frahm, Max Richter y Olafur Arnalds, así como las Meditations coltranescas. Shepard funciona como la bisagra de un álbum que tiene un pie en el futuro y otro en el limbo en que nos encontramos; Sanders, como el amuleto al que se regresa después de un momento de caos.

Black Country, New Road, For the First Time 

El debut del septeto inglés ha reavivado (a pequeña escala) la pregunta obvia sobre el estado del rock. ¿Se trata de una banda inflada gracias a la expresividad de su cantante y sus polémicas letras o la elegida para dar respiración a un género moribundo? Eso depende de cómo clasifiquemos lo que hace Black Country, New Road. Más allá de categorías, el grupo asentado en Londres posee un sonido áspero y casi teatral. Compañera, junto a Supertsonic, Squid y Black Midi, del movimiento nombrado New Weird Britain, la banda evoca ligeramente (no en estilo pero sí en filosofía) la ebullición de bandas de post-rock y math a principios de cambio de siglo, en donde los cambios abruptos de melodía, polirritmias y virtuosismo convivían a la par de una saludable actitud punk, complementado por el ethos de la Generación Z (si es que hay uno): diverso, fracturado, metaficcional, miserable.

For the First Time (Ninja Tune) impresiona por su dominio instrumental abrasivo, con cambios abruptos de ritmo, y por su voz llena de humor, cortesía de Isaac Wood. Destacan el saxofón de Lewis Evans y el violín de Georgia Ellery, que a menudo comparten las líneas melódicas. Si bien la interpretación de Evans a veces dota a las canciones de Black Country, New Road de una impronta jazzística, tanto él como Ellery tienen una fuerte influencia de la tradición judía. Por su parte, la tecladista May Kershaw se inclina más al clásico, lo que agranda el sonido de la banda. En conjunto demuestran maestría en intercambiar sin problemas atmósferas inquietantes con crescendi y un aire de grandilocuencia. Angustia y humor, imágenes random y descripciones detalladas de la vida diaria, referencias, referencias. En suma, el microuniverso de Black Country, New Road ofrece una mirada renovada a sonidos y postales que ya hemos presenciado antes. Tal vez esa es su mayor aportación: la posibilidad de generar sorpresa en la normalidad.

C. Tangana, El Madrileño 

Cuando Rosalía lanzó El mal querer, a mediados de 2018, pocos advirtieron el impacto cultural que tendría en la música de habla hispana. Casi inmediatamente una multitud imitaba el tra tra y las marcas identitarias (aunque también se le acusó de apropiación cultural) del flamenco traídas al siglo XXI. Se trató del mayor fenómeno popular español reciente, impulsado por su riqueza musical (hay trap, electrónica y el concepto al que se ciñe todo el álbum). Detrás de la coescritura de ocho de sus once canciones estaba Antón Álvarez Alfaro, conocido como C. Tangana.

En una búsqueda similar, durante los dos años posteriores al éxito de El mal querer, Álvarez se despojó de los elementos trap del proyecto de C. Tangana y creó al Madrileño, un personaje que recopila algunos de los ritmos más influyentes del legado musical de habla hispana, todo bajo una estética quinqui. Incluso fue un paso más allá que su ex pareja, al tomar toda la región latinoamericana como materia prima para dialogar con el presente. El resultado es El Madrileño, trabajo con 14 piezas que mezclan tradición y vanguardia, reflexión en lo popular y música de raíz fusionada con ritmos urbanos. Tangana sitúa su mundo en la capital española, pero delinea ejes en Cuba, México, Argentina, Brasil y Uruguay.

Un disco que es a la vez un mapa musical en el que importa tanto de dónde viene uno como el lugar a donde se llegará. Un ejemplo es “Cuándo olvidaré”, que mezcla tango (“Nostalgias”, de Enrique Cadicamo y Juan Carlos Cobián), guajira (“Al vaivén de mi carreta”, de Ñico Saquito), bulería (“Pasan los días”, de La Tana), R&B (“Slide” de H.E.R.) y pasodoble. Pero tal vez el producto más logrado del sincretismo de Tangana es “Tú me dejaste de querer”. Las colaboraciones de dos figuras del canto español, La Húngara y Niño de Elche, hacen que ritmos como el flamenco, el dembow y la bachata funcionen de manera extraña y extraordinaria en iguales proporciones. El producto final es más que la suma de sus partes.

El culmen de esta celebración puede apreciarse en el Tiny Desk Concert de NPR, donde, en el contexto de la pandemia, artistas elegidos recrean de forma remota los peculiares recitales que organiza la estación de radio estadounidense. Tangana reunió para la ocasión a todos sus colaboradores (los mencionados anteriormente más Kiko Veneno, Antonio Carmona, Alizzz y un octeto de cuerdas) en un departamento, para recrear las canciones de El Madrileño. La escenificación de una clásica sobremesa al son de “Los tontos” (con un guiño a “Bizarre Love Triangle” de New Order) es uno de los momentos más deliciosos que nos deja 2021, lo que no es poco.

Black Midi, Cavalcade 

En un encuentro reciente, hablé con Alex Otaola sobre los discos del año. El compositor y guitarrista se detuvo largo tiempo en el segundo álbum de Black Midi, Cavalcade (Rough Trade): “Es un grupo de math pero con melodías que puedes entonar y recordar, no sólo aeróbics”. Esa definición resulta perfecta para el sonido del cuarteto inglés. Es raro encontrar entre las bandas actuales una propuesta que equilibre lo cerebral y lo expresivo. Más si tomamos en cuenta el panorama del rock de los últimos tiempos.

La situación de la mayoría de las bandas emergentes es complicada, por decir lo menos. Quienes encuentran el éxito en el mainstream lo hacen con ganchos pop simplistas y una complacencia generalizada, mientras que la escena independiente se embarca en una búsqueda eterna. El debut de Black Midi, Schlagenheim (2019), mostró una sensibilidad vanguardista con la mezcla excéntrica de noise, math, progresivo y experimentación. Los alaridos del vocalista Geordie Greep y sus tensos riffs de guitarra, la batería quirúrgica de Morgan Simpson y su sincronización con el bajista Cameron Picton han dado cuerda a una nueva generación de músicos.

Como es habitual en muchas bandas en ciernes, la maldición del segundo álbum estaba latente. Tras un tema mediano lanzado en 2020 (“Sweater”), la pregunta sobre un bajón lógico de calidad se puso sobre la mesa. Afortunadamente la banda respondió con Cavalcade, un disco más sutil que su predecesor, con momentos de gran belleza como “Marlene Dietrich” y “Diamond Stuff”. Los matices dan una cara nueva al perfil musculoso al cuarteto inglés. Melodías que recuerdan al King Crimson más extremo, al Santana más experimental o a esa banda atípica que fue The Mars Volta. Las brújulas sonoras de Cavalcade se compaginan con un estilo abundante en crescendi (“Ascending” y “Diamond Stuff”) y tonos siniestros (“Hogwash and Balderdash”, uno de los temas más extraños que escuché en este año).

El sonido de Cavalcade es el de un torrente que por momentos se contiene, pero siempre está a punto de desbordarse. Su registro, unas veces tímido y reservado, otras abrumador, permite al oyente recibir sorpresas durante 42 minutos. Los paisajes catárticos que ofrece revelan a un Black Midi maduro y listo para aventuras más grandes.

Mabe Fratti, Será que ahora podemos entendernos 

Han transcurrido dos años desde el notable Pies sobre la tierra (Hole Records) y parece que son décadas. El crecimiento que ha mostrado la artista guatemalteca asentada en la Ciudad de México es meteórico. Desde entonces ha publicado diversos álbumes, entre los que destacan Planos para construir (2020) y los discos colaborativos Let’s Talk About the Weather (junto a la música, productora y DJ alemana Gudrun Gut) y Estática (con la artista sonora y noise Concepción Huerta), lanzados en 2021.

En aquel disco verde de 2019 Mabe Fratti ya mostraba un estilo caracterizado por la experimentación con instrumentos electrónicos y su violonchelo como hilo conductor. Pero su principal cualidad era la voz, que nos lleva a lugares extraterrenales. Verla en vivo en el 316, antes de la pandemia, fue una experiencia inusual. En medio del caos citadino la música de Fratti transporta a otro lugar. Es raro presenciar una música que despierta explosiones de alegría, ternura y tristeza, incluso en una misma pieza.

Será que ahora podemos entendernos (Unheard of Hope) continua las exploraciones ambientales de su predecesor, con pasajes donde no es difícil hallar ecos de Satie, Aphex Twin y Ryūichi Sakamoto, así como a Joanna Newsom y Julia Holter en su sensibilidad pop. Fratti es, sin dudarlo, una de las voces a las que hay que seguir la pista en años venideros. Este disco consolida la promesa de Pies sobre la tierra y la ubica al frente de una nueva escena electrónica independiente mexicana (de la que hablaré después). “Cuerpo de agua”, “Inicio vínculo final” y “Hacia el vacío” son la perfecta fusión de drone, ambient y experimentación.

En 2019, a propósito de aquel disco, charlé con Fratti sobre su filosofía musical. La guatemalteca consideraba entonces que experimentar “significa nunca sentirme absolutamente ‘resuelta’ en un sonido. John Cage decía que para que pasen cosas relacionadas con la experimentación (y yo creo que esto aplica en cualquier tipo de movimiento) tienen que existir espacios, centros donde puedan suceder”. Ciertamente Fratti está abriendo una veta muy fructífera en territorio nacional.

Little Simz, Sometimes I Might Be Introvert 

2021 será recordado como uno de los mejores años para el rap. Tienen que ver muchas cosas, como el hecho de que el covid-19 retrasara todos los grandes lanzamientos de las superestrellas del hip hop. No es coincidencia que, a medida que los conciertos volvieron, tuvimos noticias de Kendrick Lamar, Drake publicó su nuevo álbum y Kanye West publicó, al fin, DONDA. Asimismo, Tyler The Creator se ha erigido como el representante más sólido del hip hop de los últimos años, con Call Me If You Get Lost y el regreso a sus raíces en Odd Future. Vince Staples, por su parte, hizo el que, tal vez, es el mejor disco de su carrera. Nunca el hip hop había sido tan diverso como en estos días.

Entre todos los grandes álbumes surgidos en el año, en la cima se encuentra Sometimes I Might Be Introvert (Age 101 Music), de Simbiatu “Simbi” Abisola Abiola Ajikawo (de ahí el acrónimo que da nombre a su nueva placa), capaz de trascender el género y volverse poesía en movimiento, una ópera monumental y una confesión de la fragilidad de la artista. Un disco que lleva el nombre de su aversión a ser el centro de atención, y que paradójicamente se convirtió en el lanzamiento más celebrado en los días en que Kanye y Drake anunciaron sus apoteósicos regresos.

Ya en Gray Area (2019) Little Simz había jugado con la tradición afroamericana que va del funk y el R&B al gospel, por lo que resulta natural que en I Might Be Introvert incorpore más sonoridades, algunas de ellas disímbolas. Afrobeat, synthpop y música disco, pasando de los sonidos orquestales y grandilocuentes a las melodías tersas, dan forma a una obra ambiciosa que de alguna forma recuerda al clásico The Miseducation Of Lauryn Hill (1998), de Lauryn Hill, y a la radicalidad de Yeezus (2013), de Kanye West. Lo que hace que I Might Be Introvert suene cohesivo es su estilo narrativo (¿qué es el estilo sino la capacidad de generar una historia a partir de ciertos trazos?), a la vez monumental y conmovedor.

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Seis discos para entender 2021

Escribir sobre el “mejor álbum del año” parece extraño en una época en donde los conteos han perdido sentido. En otra temporada pandémica que no se cansa de lanzar cifras, aumentos, pérdidas y proyecciones, consideramos idóneo hablar de pocos álbumes pero de manera amplia, y establecer así un diálogo con algunas de las producciones más notables y que, de alguna forma, nos ayudan a entender un año tan convulso y diverso como fue 2021.

Pharoah Sanders + Floating Points, Promises 

Desde su lanzamiento en marzo pasado, Promises (Luaka Bop) recibió el fervor generalizado de la crítica. Tras varios meses y con una escucha más detenida, los calificativos “acontecimiento” (Rockdelux) o “deslumbrante” (The Quietus) no resultan tan descabellados. El hecho de que exista material nuevo de Pharoah Sanders bastaría para colocarlo entre los álbumes dignos de ser reproducidos más de una vez en la tornamesa de 2021, pero sus atributos van más allá. El octogenario saxofonista es uno de los últimos músicos que tocó al lado de John Coltrane en su fase más cósmica y mística. Junto a Evan Parker y un puñado de músicos de jazz, Sanders es uno de los tótems más activos, contraviniendo la idea de que la vejez es sinónimo de nostalgia y estancamiento creativo.

En Promises el saxofonista evoca la espiritualidad y la libertad que caracterizaban a su mentor en la soltura y la fluidez de frases que, a ratos, nos llevan por paisajes interestelares o calmos amaneceres. Otrora alumno avanzado de Coltrane, Sanders es un maestro por cuenta propia, así como el continuador tácito de su legado; como buen continuador, el de Arkansas ha explorado texturas fuera del espectro comercial. En este nuevo álbum buscó nuevas fusiones al otro lado del Atlántico, al hacer dupla con Sam Shepard, mejor conocido en el mundo de la electrónica como Floating Points. Durante cinco años ambos se entregaron al diseño de un disco faraónico y zen en donde el tiempo y su disolución se muerden la cola.

Casi opuesto a la música generada en estos días tan convulsos, el álbum se detiene continuamente en una especie de mantra de siete notas al que se le añaden nuevos colores y sensaciones a lo largo de sus nueve movimientos. Resuenan minimalistas como Nils Frahm, Max Richter y Olafur Arnalds, así como las Meditations coltranescas. Shepard funciona como la bisagra de un álbum que tiene un pie en el futuro y otro en el limbo en que nos encontramos; Sanders, como el amuleto al que se regresa después de un momento de caos.

Black Country, New Road, For the First Time 

El debut del septeto inglés ha reavivado (a pequeña escala) la pregunta obvia sobre el estado del rock. ¿Se trata de una banda inflada gracias a la expresividad de su cantante y sus polémicas letras o la elegida para dar respiración a un género moribundo? Eso depende de cómo clasifiquemos lo que hace Black Country, New Road. Más allá de categorías, el grupo asentado en Londres posee un sonido áspero y casi teatral. Compañera, junto a Supertsonic, Squid y Black Midi, del movimiento nombrado New Weird Britain, la banda evoca ligeramente (no en estilo pero sí en filosofía) la ebullición de bandas de post-rock y math a principios de cambio de siglo, en donde los cambios abruptos de melodía, polirritmias y virtuosismo convivían a la par de una saludable actitud punk, complementado por el ethos de la Generación Z (si es que hay uno): diverso, fracturado, metaficcional, miserable.

For the First Time (Ninja Tune) impresiona por su dominio instrumental abrasivo, con cambios abruptos de ritmo, y por su voz llena de humor, cortesía de Isaac Wood. Destacan el saxofón de Lewis Evans y el violín de Georgia Ellery, que a menudo comparten las líneas melódicas. Si bien la interpretación de Evans a veces dota a las canciones de Black Country, New Road de una impronta jazzística, tanto él como Ellery tienen una fuerte influencia de la tradición judía. Por su parte, la tecladista May Kershaw se inclina más al clásico, lo que agranda el sonido de la banda. En conjunto demuestran maestría en intercambiar sin problemas atmósferas inquietantes con crescendi y un aire de grandilocuencia. Angustia y humor, imágenes random y descripciones detalladas de la vida diaria, referencias, referencias. En suma, el microuniverso de Black Country, New Road ofrece una mirada renovada a sonidos y postales que ya hemos presenciado antes. Tal vez esa es su mayor aportación: la posibilidad de generar sorpresa en la normalidad.

C. Tangana, El Madrileño 

Cuando Rosalía lanzó El mal querer, a mediados de 2018, pocos advirtieron el impacto cultural que tendría en la música de habla hispana. Casi inmediatamente una multitud imitaba el tra tra y las marcas identitarias (aunque también se le acusó de apropiación cultural) del flamenco traídas al siglo XXI. Se trató del mayor fenómeno popular español reciente, impulsado por su riqueza musical (hay trap, electrónica y el concepto al que se ciñe todo el álbum). Detrás de la coescritura de ocho de sus once canciones estaba Antón Álvarez Alfaro, conocido como C. Tangana.

En una búsqueda similar, durante los dos años posteriores al éxito de El mal querer, Álvarez se despojó de los elementos trap del proyecto de C. Tangana y creó al Madrileño, un personaje que recopila algunos de los ritmos más influyentes del legado musical de habla hispana, todo bajo una estética quinqui. Incluso fue un paso más allá que su ex pareja, al tomar toda la región latinoamericana como materia prima para dialogar con el presente. El resultado es El Madrileño, trabajo con 14 piezas que mezclan tradición y vanguardia, reflexión en lo popular y música de raíz fusionada con ritmos urbanos. Tangana sitúa su mundo en la capital española, pero delinea ejes en Cuba, México, Argentina, Brasil y Uruguay.

Un disco que es a la vez un mapa musical en el que importa tanto de dónde viene uno como el lugar a donde se llegará. Un ejemplo es “Cuándo olvidaré”, que mezcla tango (“Nostalgias”, de Enrique Cadicamo y Juan Carlos Cobián), guajira (“Al vaivén de mi carreta”, de Ñico Saquito), bulería (“Pasan los días”, de La Tana), R&B (“Slide” de H.E.R.) y pasodoble. Pero tal vez el producto más logrado del sincretismo de Tangana es “Tú me dejaste de querer”. Las colaboraciones de dos figuras del canto español, La Húngara y Niño de Elche, hacen que ritmos como el flamenco, el dembow y la bachata funcionen de manera extraña y extraordinaria en iguales proporciones. El producto final es más que la suma de sus partes.

El culmen de esta celebración puede apreciarse en el Tiny Desk Concert de NPR, donde, en el contexto de la pandemia, artistas elegidos recrean de forma remota los peculiares recitales que organiza la estación de radio estadounidense. Tangana reunió para la ocasión a todos sus colaboradores (los mencionados anteriormente más Kiko Veneno, Antonio Carmona, Alizzz y un octeto de cuerdas) en un departamento, para recrear las canciones de El Madrileño. La escenificación de una clásica sobremesa al son de “Los tontos” (con un guiño a “Bizarre Love Triangle” de New Order) es uno de los momentos más deliciosos que nos deja 2021, lo que no es poco.

Black Midi, Cavalcade 

En un encuentro reciente, hablé con Alex Otaola sobre los discos del año. El compositor y guitarrista se detuvo largo tiempo en el segundo álbum de Black Midi, Cavalcade (Rough Trade): “Es un grupo de math pero con melodías que puedes entonar y recordar, no sólo aeróbics”. Esa definición resulta perfecta para el sonido del cuarteto inglés. Es raro encontrar entre las bandas actuales una propuesta que equilibre lo cerebral y lo expresivo. Más si tomamos en cuenta el panorama del rock de los últimos tiempos.

La situación de la mayoría de las bandas emergentes es complicada, por decir lo menos. Quienes encuentran el éxito en el mainstream lo hacen con ganchos pop simplistas y una complacencia generalizada, mientras que la escena independiente se embarca en una búsqueda eterna. El debut de Black Midi, Schlagenheim (2019), mostró una sensibilidad vanguardista con la mezcla excéntrica de noise, math, progresivo y experimentación. Los alaridos del vocalista Geordie Greep y sus tensos riffs de guitarra, la batería quirúrgica de Morgan Simpson y su sincronización con el bajista Cameron Picton han dado cuerda a una nueva generación de músicos.

Como es habitual en muchas bandas en ciernes, la maldición del segundo álbum estaba latente. Tras un tema mediano lanzado en 2020 (“Sweater”), la pregunta sobre un bajón lógico de calidad se puso sobre la mesa. Afortunadamente la banda respondió con Cavalcade, un disco más sutil que su predecesor, con momentos de gran belleza como “Marlene Dietrich” y “Diamond Stuff”. Los matices dan una cara nueva al perfil musculoso al cuarteto inglés. Melodías que recuerdan al King Crimson más extremo, al Santana más experimental o a esa banda atípica que fue The Mars Volta. Las brújulas sonoras de Cavalcade se compaginan con un estilo abundante en crescendi (“Ascending” y “Diamond Stuff”) y tonos siniestros (“Hogwash and Balderdash”, uno de los temas más extraños que escuché en este año).

El sonido de Cavalcade es el de un torrente que por momentos se contiene, pero siempre está a punto de desbordarse. Su registro, unas veces tímido y reservado, otras abrumador, permite al oyente recibir sorpresas durante 42 minutos. Los paisajes catárticos que ofrece revelan a un Black Midi maduro y listo para aventuras más grandes.

Mabe Fratti, Será que ahora podemos entendernos 

Han transcurrido dos años desde el notable Pies sobre la tierra (Hole Records) y parece que son décadas. El crecimiento que ha mostrado la artista guatemalteca asentada en la Ciudad de México es meteórico. Desde entonces ha publicado diversos álbumes, entre los que destacan Planos para construir (2020) y los discos colaborativos Let’s Talk About the Weather (junto a la música, productora y DJ alemana Gudrun Gut) y Estática (con la artista sonora y noise Concepción Huerta), lanzados en 2021.

En aquel disco verde de 2019 Mabe Fratti ya mostraba un estilo caracterizado por la experimentación con instrumentos electrónicos y su violonchelo como hilo conductor. Pero su principal cualidad era la voz, que nos lleva a lugares extraterrenales. Verla en vivo en el 316, antes de la pandemia, fue una experiencia inusual. En medio del caos citadino la música de Fratti transporta a otro lugar. Es raro presenciar una música que despierta explosiones de alegría, ternura y tristeza, incluso en una misma pieza.

Será que ahora podemos entendernos (Unheard of Hope) continua las exploraciones ambientales de su predecesor, con pasajes donde no es difícil hallar ecos de Satie, Aphex Twin y Ryūichi Sakamoto, así como a Joanna Newsom y Julia Holter en su sensibilidad pop. Fratti es, sin dudarlo, una de las voces a las que hay que seguir la pista en años venideros. Este disco consolida la promesa de Pies sobre la tierra y la ubica al frente de una nueva escena electrónica independiente mexicana (de la que hablaré después). “Cuerpo de agua”, “Inicio vínculo final” y “Hacia el vacío” son la perfecta fusión de drone, ambient y experimentación.

En 2019, a propósito de aquel disco, charlé con Fratti sobre su filosofía musical. La guatemalteca consideraba entonces que experimentar “significa nunca sentirme absolutamente ‘resuelta’ en un sonido. John Cage decía que para que pasen cosas relacionadas con la experimentación (y yo creo que esto aplica en cualquier tipo de movimiento) tienen que existir espacios, centros donde puedan suceder”. Ciertamente Fratti está abriendo una veta muy fructífera en territorio nacional.

Little Simz, Sometimes I Might Be Introvert 

2021 será recordado como uno de los mejores años para el rap. Tienen que ver muchas cosas, como el hecho de que el covid-19 retrasara todos los grandes lanzamientos de las superestrellas del hip hop. No es coincidencia que, a medida que los conciertos volvieron, tuvimos noticias de Kendrick Lamar, Drake publicó su nuevo álbum y Kanye West publicó, al fin, DONDA. Asimismo, Tyler The Creator se ha erigido como el representante más sólido del hip hop de los últimos años, con Call Me If You Get Lost y el regreso a sus raíces en Odd Future. Vince Staples, por su parte, hizo el que, tal vez, es el mejor disco de su carrera. Nunca el hip hop había sido tan diverso como en estos días.

Entre todos los grandes álbumes surgidos en el año, en la cima se encuentra Sometimes I Might Be Introvert (Age 101 Music), de Simbiatu “Simbi” Abisola Abiola Ajikawo (de ahí el acrónimo que da nombre a su nueva placa), capaz de trascender el género y volverse poesía en movimiento, una ópera monumental y una confesión de la fragilidad de la artista. Un disco que lleva el nombre de su aversión a ser el centro de atención, y que paradójicamente se convirtió en el lanzamiento más celebrado en los días en que Kanye y Drake anunciaron sus apoteósicos regresos.

Ya en Gray Area (2019) Little Simz había jugado con la tradición afroamericana que va del funk y el R&B al gospel, por lo que resulta natural que en I Might Be Introvert incorpore más sonoridades, algunas de ellas disímbolas. Afrobeat, synthpop y música disco, pasando de los sonidos orquestales y grandilocuentes a las melodías tersas, dan forma a una obra ambiciosa que de alguna forma recuerda al clásico The Miseducation Of Lauryn Hill (1998), de Lauryn Hill, y a la radicalidad de Yeezus (2013), de Kanye West. Lo que hace que I Might Be Introvert suene cohesivo es su estilo narrativo (¿qué es el estilo sino la capacidad de generar una historia a partir de ciertos trazos?), a la vez monumental y conmovedor.

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No miren arriba, miren al sistema

Lo que vemos

Contrario a lo que dice Amitav Ghosh en El gran desvarío (2016), las ficciones climáticas siempre han existido, y en las últimas décadas su producción ha sido masiva. Desde la ciencia ficción, la ficción especulativa e incluso el realismo la crisis climática impregna muchos de los relatos literarios o cinemáticos estadounidenses que consumimos. En el cine, desde la saga de Sharknado, la de Los vengadoresEl día después de mañana (2004) hasta Mad Max: Furia en el camino (2015) y Duna (2021), y en la televisión en series como Our Planet e incluso Game of Thrones, el permeable tema de la crisis climática como una catástrofe inevitable, proveniente de una amenaza exterior, se presenta como el síntoma de una angst, un duelo y una decadencia más propias de un imperio anglófono en ruinas que de una condición universal.

Sin embargo, en lugar de reconocer esos productos culturales como manifestaciones de una nación específica enmarcadas en una temporalidad concreta y promovidas por un todavía vigente poder mediático-militar –el Universo Marvel, por ejemplo, ha sido la manera en que la sociedad estadounidense ha naturalizado, por un lado, la existencia de tecnomultimillonarios como Elon Musk y, por otro, su militarización a partir del 11-S–, tomamos esas ficciones como nuestras, sobre todo las que tratan de un tema que concierne a la humanidad.

La estructura de esas narraciones es espectacular, tremendista y extremista porque se presenta en opuestos: un mal absoluto contra un bien absoluto, con temas como la familia heteropatriarcal, la cooperación militar –no humanitaria–, el sacrificio del héroe para salvaguardar el orden, etc. Además, impregnadas de paranoia anticomunista, configuran las crisis como amenazas exteriores encarnadas en el cuerpo de la otredad: el alienígena, el zombie, el supervillano –casi siempre de nacionalidad rusa– capaz de manipular armas biológicas de destrucción masiva, eventos naturales inesperados o eventos espaciales, por ejemplo un cometa a punto de impactar la Tierra.

No miren arriba

En esta última categoría entra la película más popular y comentada de Netflix en estos momentos, No miren arriba (Don’t Look Up, 2021), dirigida por Adam McKay, uno de los comediógrafos más prolijos de Hollywood en las últimas décadas, que comenzó su carrera como guionista de Saturday Night Live y luego escribió y dirigió icónicos filmes hasta alcanzar un cierto reconocimiento de la crítica con La gran apuesta (2015). Su última entrega, también una comedia, es protagonizada por Jennifer Lawrence y Leonardo DiCaprio –la nueva cara del activismo climático hollywoodiense–, acompañados por una serie de celebridades tan disímiles como Jonah Hill y Meryl Streep, Ariana Grande y Cate Blanchett, confirmando así una estrategia muy común del establishment liberal: usar a las celebridades para “crear conciencia” (raising awareness).

La premisa del filme es simple: un par de astrónomos, Kate Dibiasky y Randall Mindy –personaje basado en el climatólogo Michael Mann, uno de los científicos injustamente atacados por el escándalo del Climagate de 2009, que en realidad fue una conspiración para minar la ciencia climática–, descubre por accidente que un cometa se dirige a la Tierra y su impacto, calculado en seis meses, podría generar un evento de extinción masiva. Al presentar su caso al gobierno de Estados Unidos son recibidos por una presidenta indiferente, narcisista y cínica –amalgama de políticos como Vladímir Putin, Donald Trump y Hillary Clinton–, controlada por una parodia de multimillonario, mitad Jeff Bezos, mitad Elon Musk, que pagó su campaña electoral.

Durante la película los científicos intentan alertar al público estadounidense del peligro inminente que se avecina sobre la humanidad, pero al hacerlo se ven envueltos en una sátira mediática y política de frivolidad, desinformación, enredos románticos y sexuales que minimizan la gravedad de la amenaza. Esta circunstancia, se supone, es una metáfora de la crisis climática: tanto los gobiernos como los medios masivos no están actuando con la seriedad que la situación demanda desesperadamente.

De esta manera, No miren arriba pasa del registro ficcional al documental tratando de representar las distintas aristas de temas muy álgidos que bien pueden ser interpretados como cualquier otro fenómeno social, digamos la pandemia, el fascismo o la desigualdad económica. No obstante, por mucho que se esfuerza en parodiar esa realidad, el intento cae en lo grotesco porque la realidad misma ya es una parodia dolorosa, sobre todo en Estados Unidos. No miren arriba es una copia fiel de lo que intenta disfrazar, es decir, es la farsa de la farsa. Dependiendo del lente ideológico con que lo veamos, es un acierto o una falla.

La crisis climática no es una metáfora

A mi parecer el filme es ambas cosas. Por un lado, al hacer pasar la realidad climática por un cometa, o sea por una amenaza exterior inesperada, rehúye su propósito, ya que se coloca el conflicto en un campo neutro. La crisis climática no es un evento espontáneo surgido de la nada; por el contrario, es un evento fabricado al menos desde que, en la década de 1830, en el condado de Lancashire, Inglaterra, la nueva clase capitalista industrial decidió usar carbón para operar máquinas y controlar a los obreros, para así incrementar la acumulación de capital.

Además de contaminar con sus industrias, el modo de vida imperial de los más ricos, según el reporte de 2021 de Oxfam y el Institute for European Environmental Policy, es incompatible con el objetivo de mantener el aumento de temperatura global debajo de 1.5 grados, mientras que las emisiones de los más pobres del mundo no aumentarán en absoluto hacia 2030. Esto quiere decir que, aun si elimináramos las emisiones de 50% de la población más pobre, la de unos cuatro mil millones de personas, los ricos por sí solos podrían colapsar el planeta entero. Esto está muy bien presentado No miren arriba a través del personaje de Peter Isherwell (Mark Rylance), el multimillonario que al final desecha los planes del gobierno de desviar al cometa, porque descubre que viene cargado de minerales imprescindibles para la fabricación de tecnología de la cual él es dueño.

La premisa del filme coloca a los científicos como únicos sujetos políticos y únicas víctimas de la situación, una postura liberal utilizada por Greta Thunberg y luego por Joe Biden en su campaña para la presidencia, mientras que la clase trabajadora es manipulada por el populismo negacionista de derecha. No es casualidad que la comunidad científica se haya sentido representada honestamente en la película. Pero los científicos no son críticos de cine ni mucho menos expertos en teoría crítica.

Tampoco son los perseguidos o asesinados por la causa: esas desgracias siguen recayendo en países del Sur global, que, como es clásico en este tipo de películas catastrofistas de Hollywood, son apenas representados como entes pasivos: Chile, el país en el que caerá el cometa, no figura, y las otras potencias económicas y militares –China, Rusia– al parecer no saben construir naves espaciales y fracasan en su intento de salvar a la humanidad. La única esperanza es el país responsable de 40% de emisiones de gases de efecto invernadero desde 1850.

Vuelvo al principio: No miren arriba es el espejo de una sociedad específica cuya moralidad imperial está en crisis y, por ello, se repliega en su propio horror al ver cómo los valores liberales que tanto ensalza son trastornados por el tsunami del trumpismo, la desigualdad económica y el ultranacionalismo. El cometa no es el verdadero problema en la película sino la sociedad estadounidense derrotada, fagocitándose a sí misma. Timothy Morton, en Humankind: Solidarity with Nonhuman People (2017), lo describe muy bien: la extinción masiva “es el momento más significativo para todas las formas de vida en el planeta desde que los dinosaurios fueron arrasados por un asteroide, y no podemos verlo directamente, sólo vemos sus retazos espaciotemporales. Nosotros somos el asteroide… Un desastre apocalíptico (literalmente, una falla estelar) no viene del espacio exterior a matarnos. Somos nosotros mismos”. Por esto el final de No miren arriba es –religiosamente– fatalista y poco político, a pesar de tratarse de una sátira política.

En ningún momento se propone o sugiere un movimiento social organizado, una resistencia indígena, un cuestionamiento del sistema económico, ni siquiera una responsabilidad histórica –ExxonMobil, Shell, BP, etc.– o de justicia climática –países pobres, pueblos indígenas, organización colectiva. De hecho, el sitio de la película propone acciones individualistas a la crisis climática, entre ellas comer menos carne, usar focos LED, manejar autos eléctricos, reciclar y practicar el mindfulness.

La tragedia se presenta, en suma, no como una oportunidad de cambiar el sistema sino de resanar sus contradicciones, dejando de lado las relaciones sociales históricas producidas por él, la causa última de una tragedia que no tiene nada de desastre natural ni de inesperado. Ni mucho menos es una metáfora: para millones de personas alrededor del mundo es ya, desgraciadamente, una realidad insoportable.

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No miren arriba, miren al sistema

Lo que vemos

Contrario a lo que dice Amitav Ghosh en El gran desvarío (2016), las ficciones climáticas siempre han existido, y en las últimas décadas su producción ha sido masiva. Desde la ciencia ficción, la ficción especulativa e incluso el realismo la crisis climática impregna muchos de los relatos literarios o cinemáticos estadounidenses que consumimos. En el cine, desde la saga de Sharknado, la de Los vengadoresEl día después de mañana (2004) hasta Mad Max: Furia en el camino (2015) y Duna (2021), y en la televisión en series como Our Planet e incluso Game of Thrones, el permeable tema de la crisis climática como una catástrofe inevitable, proveniente de una amenaza exterior, se presenta como el síntoma de una angst, un duelo y una decadencia más propias de un imperio anglófono en ruinas que de una condición universal.

Sin embargo, en lugar de reconocer esos productos culturales como manifestaciones de una nación específica enmarcadas en una temporalidad concreta y promovidas por un todavía vigente poder mediático-militar –el Universo Marvel, por ejemplo, ha sido la manera en que la sociedad estadounidense ha naturalizado, por un lado, la existencia de tecnomultimillonarios como Elon Musk y, por otro, su militarización a partir del 11-S–, tomamos esas ficciones como nuestras, sobre todo las que tratan de un tema que concierne a la humanidad.

La estructura de esas narraciones es espectacular, tremendista y extremista porque se presenta en opuestos: un mal absoluto contra un bien absoluto, con temas como la familia heteropatriarcal, la cooperación militar –no humanitaria–, el sacrificio del héroe para salvaguardar el orden, etc. Además, impregnadas de paranoia anticomunista, configuran las crisis como amenazas exteriores encarnadas en el cuerpo de la otredad: el alienígena, el zombie, el supervillano –casi siempre de nacionalidad rusa– capaz de manipular armas biológicas de destrucción masiva, eventos naturales inesperados o eventos espaciales, por ejemplo un cometa a punto de impactar la Tierra.

No miren arriba

En esta última categoría entra la película más popular y comentada de Netflix en estos momentos, No miren arriba (Don’t Look Up, 2021), dirigida por Adam McKay, uno de los comediógrafos más prolijos de Hollywood en las últimas décadas, que comenzó su carrera como guionista de Saturday Night Live y luego escribió y dirigió icónicos filmes hasta alcanzar un cierto reconocimiento de la crítica con La gran apuesta (2015). Su última entrega, también una comedia, es protagonizada por Jennifer Lawrence y Leonardo DiCaprio –la nueva cara del activismo climático hollywoodiense–, acompañados por una serie de celebridades tan disímiles como Jonah Hill y Meryl Streep, Ariana Grande y Cate Blanchett, confirmando así una estrategia muy común del establishment liberal: usar a las celebridades para “crear conciencia” (raising awareness).

La premisa del filme es simple: un par de astrónomos, Kate Dibiasky y Randall Mindy –personaje basado en el climatólogo Michael Mann, uno de los científicos injustamente atacados por el escándalo del Climagate de 2009, que en realidad fue una conspiración para minar la ciencia climática–, descubre por accidente que un cometa se dirige a la Tierra y su impacto, calculado en seis meses, podría generar un evento de extinción masiva. Al presentar su caso al gobierno de Estados Unidos son recibidos por una presidenta indiferente, narcisista y cínica –amalgama de políticos como Vladímir Putin, Donald Trump y Hillary Clinton–, controlada por una parodia de multimillonario, mitad Jeff Bezos, mitad Elon Musk, que pagó su campaña electoral.

Durante la película los científicos intentan alertar al público estadounidense del peligro inminente que se avecina sobre la humanidad, pero al hacerlo se ven envueltos en una sátira mediática y política de frivolidad, desinformación, enredos románticos y sexuales que minimizan la gravedad de la amenaza. Esta circunstancia, se supone, es una metáfora de la crisis climática: tanto los gobiernos como los medios masivos no están actuando con la seriedad que la situación demanda desesperadamente.

De esta manera, No miren arriba pasa del registro ficcional al documental tratando de representar las distintas aristas de temas muy álgidos que bien pueden ser interpretados como cualquier otro fenómeno social, digamos la pandemia, el fascismo o la desigualdad económica. No obstante, por mucho que se esfuerza en parodiar esa realidad, el intento cae en lo grotesco porque la realidad misma ya es una parodia dolorosa, sobre todo en Estados Unidos. No miren arriba es una copia fiel de lo que intenta disfrazar, es decir, es la farsa de la farsa. Dependiendo del lente ideológico con que lo veamos, es un acierto o una falla.

La crisis climática no es una metáfora

A mi parecer el filme es ambas cosas. Por un lado, al hacer pasar la realidad climática por un cometa, o sea por una amenaza exterior inesperada, rehúye su propósito, ya que se coloca el conflicto en un campo neutro. La crisis climática no es un evento espontáneo surgido de la nada; por el contrario, es un evento fabricado al menos desde que, en la década de 1830, en el condado de Lancashire, Inglaterra, la nueva clase capitalista industrial decidió usar carbón para operar máquinas y controlar a los obreros, para así incrementar la acumulación de capital.

Además de contaminar con sus industrias, el modo de vida imperial de los más ricos, según el reporte de 2021 de Oxfam y el Institute for European Environmental Policy, es incompatible con el objetivo de mantener el aumento de temperatura global debajo de 1.5 grados, mientras que las emisiones de los más pobres del mundo no aumentarán en absoluto hacia 2030. Esto quiere decir que, aun si elimináramos las emisiones de 50% de la población más pobre, la de unos cuatro mil millones de personas, los ricos por sí solos podrían colapsar el planeta entero. Esto está muy bien presentado No miren arriba a través del personaje de Peter Isherwell (Mark Rylance), el multimillonario que al final desecha los planes del gobierno de desviar al cometa, porque descubre que viene cargado de minerales imprescindibles para la fabricación de tecnología de la cual él es dueño.

La premisa del filme coloca a los científicos como únicos sujetos políticos y únicas víctimas de la situación, una postura liberal utilizada por Greta Thunberg y luego por Joe Biden en su campaña para la presidencia, mientras que la clase trabajadora es manipulada por el populismo negacionista de derecha. No es casualidad que la comunidad científica se haya sentido representada honestamente en la película. Pero los científicos no son críticos de cine ni mucho menos expertos en teoría crítica.

Tampoco son los perseguidos o asesinados por la causa: esas desgracias siguen recayendo en países del Sur global, que, como es clásico en este tipo de películas catastrofistas de Hollywood, son apenas representados como entes pasivos: Chile, el país en el que caerá el cometa, no figura, y las otras potencias económicas y militares –China, Rusia– al parecer no saben construir naves espaciales y fracasan en su intento de salvar a la humanidad. La única esperanza es el país responsable de 40% de emisiones de gases de efecto invernadero desde 1850.

Vuelvo al principio: No miren arriba es el espejo de una sociedad específica cuya moralidad imperial está en crisis y, por ello, se repliega en su propio horror al ver cómo los valores liberales que tanto ensalza son trastornados por el tsunami del trumpismo, la desigualdad económica y el ultranacionalismo. El cometa no es el verdadero problema en la película sino la sociedad estadounidense derrotada, fagocitándose a sí misma. Timothy Morton, en Humankind: Solidarity with Nonhuman People (2017), lo describe muy bien: la extinción masiva “es el momento más significativo para todas las formas de vida en el planeta desde que los dinosaurios fueron arrasados por un asteroide, y no podemos verlo directamente, sólo vemos sus retazos espaciotemporales. Nosotros somos el asteroide… Un desastre apocalíptico (literalmente, una falla estelar) no viene del espacio exterior a matarnos. Somos nosotros mismos”. Por esto el final de No miren arriba es –religiosamente– fatalista y poco político, a pesar de tratarse de una sátira política.

En ningún momento se propone o sugiere un movimiento social organizado, una resistencia indígena, un cuestionamiento del sistema económico, ni siquiera una responsabilidad histórica –ExxonMobil, Shell, BP, etc.– o de justicia climática –países pobres, pueblos indígenas, organización colectiva. De hecho, el sitio de la película propone acciones individualistas a la crisis climática, entre ellas comer menos carne, usar focos LED, manejar autos eléctricos, reciclar y practicar el mindfulness.

La tragedia se presenta, en suma, no como una oportunidad de cambiar el sistema sino de resanar sus contradicciones, dejando de lado las relaciones sociales históricas producidas por él, la causa última de una tragedia que no tiene nada de desastre natural ni de inesperado. Ni mucho menos es una metáfora: para millones de personas alrededor del mundo es ya, desgraciadamente, una realidad insoportable.

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lunes, 27 de diciembre de 2021

López Velarde, cronista de la Ciudad de México

A Juan Villoro, por animarme, sin saberlo,

a inscribirme en la “Universidad López Velarde”

 

Literatura –exclamará alguno de los que no comprenden

la función real de las palabras

Ramón López Velarde

I

No suele evocarse esta ciudad “ojerosa y pintada” cuando se habla de Ramón López Velarde. Es más recurrente su natal Jerez, o bien “la bizarra capital” de su estado, Zacatecas, donde cursó estudios de seminarista. De igual forma se piensa en Aguascalientes, lugar de su adolescencia y en cuyo Palacio de Gobierno, en uno de los murales, aparece elegantemente vestido delante de su amigo el médico y escritor Pedro de Alba (al fondo “las garzas en desliz y el relámpago verde de los loros”). A veces también se piensa en San Luis, donde se licenció en Derecho, y hasta en el potosino pueblo de Venado, que le sirvió de residencia por al menos ocho semanas.

Pero el jerezano fue ante todo un capitalino de buena cepa. Esto es, un foráneo en la Ciudad de México, que observó y caminó bastante y en la que residió casi una década (ocho meses en 1912 y, luego de la Decena Trágica, siete años y medio ininterrumpidamente), el período más provechoso de su vida como escritor. Pero a la que también padeció. México era para él, entre otras definiciones, la urbe “en que se enlazan el mal y la tristeza”. La única de grandes dimensiones que llegó a conocer, y en consecuencia un símbolo personalísimo de la ciudad: ora novedoso escenario de “la provincia mental”, ora su antítesis malsana (en su caso deletérea).

Por otra parte, resulta infrecuente considerar a López Velarde un cronista urbano. Que la inercia posrevolucionaria haya constreñido su figura a la poesía y a “La suave Patria” en específico ha traído más males que bienes en cuanto a su comprensión cabal como autor. En opinión de José Emilio Pacheco, esta “especie de segundo Himno Nacional oscureció para el gran público su obra restante”. Es lo que ocurre este 2021 de centenario luctuoso, con todo y buenas intenciones, desde los medios de comunicación e instituciones oficiales.

Sin embargo, si echamos un ojo a las Obras amorosamente reunidas por José Luis Martínez en 1971, descubriremos que la obra poética de López Velarde comprende poco más de 150 páginas, en comparación con las 540 de crónica, crítica literaria, cuentos, cartas y un copioso periodismo político (la tercera parte de su obra, acusa Marco Antonio Campos). Estamos, pues, ante un escritor mucho más versátil de lo que acostumbramos creer y en cuya producción literaria, quién lo diría, destacan las crónicas de manera especial: nada menos que 119 piezas –no todas de índole urbana– escritas entre 1907 y 1917, amén de otros escritos que bien pueden funcionar como tal. Un auténtica “carreta alegórica de paja”, o carretera, que valdría la pena estudiar a fondo.

II

¿Con qué experiencia de la Ciudad de México contaba Ramón López Velarde previo a su mudanza desde el centro del país? Ya de niño la había visitado, a los siete años, con su tío Pascual y esposa, tal vez durante un par de semanas. En aquel febrero de 1896 se hospedaron en un mesón de Avenida Peralvillo, a tiro de piedra del templo de Santa Ana, donde hoy prosperan negocios de micheladas.

Se ha asegurado que López Velarde retornó brevemente para la Convención Nacional Antirreeleccionista, en la primavera de 1910. Guillermo Sheridan refuta esto en su libro Un corazón adicto (1989). Lo cierto es que poco antes de cumplir los 24 el jerezano se estableció en “la vasta contradicción de la capital” con su hermano Jesús, procedentes ambos de la cabecera potosina. En su correspondencia con Eduardo J. Correa, mentor aguascalentense, López Velarde había mostrado cierta displicencia hacia los escritores de la urbe y vapuleado, en un artículo, a “los políticos sin sexo de la ciudad de Méjico [sic], en la que están domiciliados tantos misérrimos individuos”. Como si le tuviera tirria, pese a no conocerla, o precisamente por eso.

Como sea, alguna aspiración literaria traería consigo el antiguo seminarista, a juzgar por una misiva de 1908 en la que asegura: “No quiero levantar en el desierto [San Luis Potosí] mi altura artística; deseo conquistarme la sabrosa satisfacción de erguirme entre cumbres”. Con o sin prurito de fama, sabemos que López Velarde llegó a la Ciudad de México en marzo de 1912.

Entre las razones que lo motivaban se hallaban una enamorada chihuahuense-potosina de apellido Nevares, de “ojos inusitados de sulfato de cobre”, es decir azules –metáfora copiada de Amado Nervo–, que pasaba una temporada en San Ángel; una carta del presidente Francisco I. Madero invitándolo a venir a buscarlo y otra del revolucionario Pedro Antonio de los Santos en el mismo tenor; y un recorte de El Imparcial que le había mandado Pedro de Alba, donde José Juan Tablada había reproducido el poema “A la gracia primitiva de las aldeanas”, elogiando a su autor como un “nuevo exponente de la nueva poesía de la España peninsular”, esto es, tomando a López Velarde por un jerezano andaluz. ¿O Sheridan se inventa esto último? Según Campos el poema en cuestión sería “Del pueblo natal” y habría sido publicado en El Mundo Ilustrado.

Es posible que existieran motivos mucho más imperiosos para la mudanza: en tierra adentro ya no era posible vivir tan seguros con el jaleo villista (“en el pavor de la guerra civil, los zorros llegaban a los atrios y a los jardines”), y la muerte del padre, acontecida en Aguascalientes en 1908, dejó a la familia en serios apuros económicos (y perenne vestimenta de luto al escritor). Así pues, parecía buena idea que el hijo abogado probara suerte en la capital con su reluciente título universitario, recibido con merecidos honores.

Pensemos un momento en la multitud de migrantes a la que pertenecían los veinteañeros Ramón y Jesús, trocando la provincia por la capital con la esperanza de acometer un día “el temido regreso al terruño”, “al edén subvertido que se calla en la mutilación de la metralla”. Gente que quedaba atrapada en la Ciudad de México, aumentando así su población y grandeza.

Las pobres desterradas

de Morelia y Toluca, de Durango y San Luis,

aroman la metrópoli como granos de anís.

Ramón López Velarde

Ramón López Velarde en el camellón de la Avenida Jalisco, hoy Álvaro Obregón, de la Ciudad de México

III

Debió ser duro –aún lo es– enfrentarse de sopetón a una ciudad tan deslumbrante y amenazante a un tiempo, donde la gente no estila ser muy amable ni paciente ni considerada y donde llueve notablemente más que en el Bajío: ciudad al filo del agua casi todas las tardes. Una lluvia “llena de olores y de ruidos”, como la describió el escritor laguense Francisco González León. Una ciudad, en fin, que al cabo de un decenio o casi, recién cumplidos los 33, acabaría matando a López Velarde de neumonía y pleuresía –¿gripe española?– por caminarla de noche y sin abrigo, pesadilla de cualquier madre nacional. “Jamás usó sobretodo ni paraguas”, aseguró el periodista Buenaventura González tres lustros después del precoz deceso.

La crónica de dicho paseo ya la han pormenorizado Vicente Quirarte y Fernando Fernández con competente sesudez: tal vez el siete de junio, en 1921, charlando de Montaigne, aunque también se ha dicho que de Góngora, partiendo del restaurante La Mallorquina con dirección a Avenida Jalisco 71 (hoy Álvaro Obregón 73), en el edificio de vivienda colectiva, que no vecindad, donde residía el escritor con su mamá y hermanas, en la colonia Roma. Casi el confín de una ciudad que a mediados de los veinte tan sólo llegaba a Coahuila 123, a decir de Margo Glantz (las colonias San Rafael, Santa María la Ribera, Guerrero y Juárez se sentían aún vacías, y Chapultepec Heights era más un proyecto que una realidad).

Al momento de su arribo, en aquel marzo de 1912, López Velarde tampoco podía sospechar que con el tiempo terminaría convirtiéndose en un avezado cronista urbano, sobre todo durante su segunda etapa en la ciudad, iniciada en enero de 1914. Sabemos que leyó a los simbolistas franceses, y El spleen de París (1869), de Baudelaire, no debió dejarlo indiferente. Habrá de tomar en cuenta, además, la siguiente frase de Pedro de Alba: “Una de las grandes pasiones de López Velarde fue su amor por la Ciudad de México”.

La primera misión de importancia de López Velarde en la capital, aun antes de intentar acercarse infructuosamente al presidente Madero en el Palacio Nacional, fue tomar un tren eléctrico por la Calzada de Tlalpan con su inseparable Pedro de Alba –¿o era Jesús Villalpando?– para detenerse en el pueblo de San Mateo Churubusco y tocar a la puerta de Tablada, previa cita. La excusa, agradecerle por la supuesta reproducción del poema en El Imparcial o El Mundo Ilustrado.

Al poco tiempo López Velarde empezó a escribir para La Nación, periódico católico dirigido por Correa, recién mudado a la capital: 192 colaboraciones en total contó Luis Mario Schneider. Adicionalmente habrá que hacer notar sus colaboraciones para El Nacional BisemanalVida Moderna, Pegaso (que fundó con un par de amigos), Revista de Revistas, El Universal Ilustrado, México Moderno y la publicación vasconcelista El Maestro, desde la calle de Gante, en una oscura oficina que compartía con José Gorostiza.

IV

¿Cómo era la capital del país en aquellos años? Gruesamente, la que hoy conocemos a través de películas como Santa (1918) y La banda del automóvil gris (1919). Los palacios de Correos y Comunicaciones y otros visos del Porfiriato lucirían aún impecables. México era una ciudad alegre, rutilante, mucho más abierta al mundo que en generaciones pasadas. Una urbe “de política revuelta y de poesía asentada”, según José María González de Mendoza, que la vivió. Donde se leía con devoción a Nervo y Rubén Darío –y por supuesto a Tablada, Torri y Henríquez Ureña, pero en menor escala– y el colonialismo literario se desarrollaba como una “exteriorización de un deseo subconsciente: el que aspiraba a un México pulido, urbano, amable”, dice González.

Ramón López Velarde la usó con tesón de andariego. Él mismo se jactaba de escribir caminando. Algunas veces lo hacía por la Plaza de Santo Domingo, que tal vez le recordaba a la capital zacatecana y a los poetas Juan Díaz Covarrubias y Manuel Acuña, y otras por el Bosque de Chapultepec o el Zócalo, que aún mantenía sus Pegasos. O visitando a sus amigos de Aguascalientes Saturnino Herrán y Pedro de Alba, con sendos lugares de trabajo sobre el mismo tramo de la calle Mesones. Nunca en coche de alquiler. Todo el rato con su andar peripatético.

Imaginar a López Velarde en un simón o vehículo automotor equivale a figurarse hoy a los grandes cronistas de la ciudad andando a pie por las calles del Centro. El mundo ha cambiado. Era un hombre solitario, melancólico y tímido que lo mismo frecuentaba los baños rusos del Hotel Iturbide que las cantinas de la avenida Madero, como el Salón Bach y el Romo. Asimismo La Rambla, a la sazón un cuartucho casi en el cruce de las actuales Cuauhtémoc y Doctor Río de la Loza. ¿Y el Salón España, en la calle de Argentina? Ahí sigue La Rambla, ya mejorada, y se ha dicho que en una de sus mesas pudo escribir “La suave Patria” en abril del 21. Le gustaba la francachela a Ramón, y ya borrachito volaría sus ensoñaciones a Italia, adonde planeaba viajar, o hacia el mar desconocido.

El jerezano asistía también a las carpas cerca de Garibaldi, el nuevecito Salón México –¿sabría bailar?– y puede que alguna vez al palacio barroco donde habitaba el malhablado y pachanguero Joaquín Clausell, quien remataba la noche en el Cabaret Patria con otros pintores: Dr. Atl, Germán Gedovius, Roberto Montenegro, Alfredo Ramos Martínez… Llegó a acudir a burdeles de postín, como el Après l’Ondée, en la colonia Roma: se tiene registro de una visita allí con el joven Carlos Pellicer, otro católico moderno recién llegado a la ciudad. Del mismo modo, su “punible promiscuidad” se recrearía en calles como la Condesa y el Órgano, en el Centro, enclaves de las trabajadoras cortesanas. Al licenciado le gustaban las mujeres y las altas horas, escribe Quirarte en su Elogio de la calle (2001), mientras que Luis Vicente de Aguinaga lo acusa de erotómano merecedor de ser incluido en la nómina del #MeToo literario de México.

Rodolfo Usigli interpreta los siguientes versos del poema “Todo…” como una alusión a la hoy desaparecida zona roja de Cuauhtemotzin:

En mis andanzas callejeras

del jeroglífico nocturno,

cuando cada muchacha

entorna sus maderas,

me deja atribulado

su enigma de no ser

ni carne ni pescado.

Algunas noches López Velarde concurría a los teatros Colón y Esperanza Iris, y seguro que también al Lírico a admirar a María Conesa, amén de otros espectáculos: allí asistió al estreno de la canción “Un viejo amor”, de 1920, del aguascalentense Alfonso Esparza Oteo. También le gustaban las zarzuelas, y era seguidor de bailarinas como la española Tórtola Valencia, quien se presentó en el Arbeu en enero de 1919. Al cine sólo iba cuando podía, como el Rívoli en Santa María la Ribera. El escritor fue aficionado a esta colonia, según reporta él mismo en un artículo de 1916:

Santa María se asemeja a mi lugar de origen extraordinariamente […] Más de una vez me he defendido del ajetreo del Centro en su remanso, que quiere ser inculto. Es cierto; no falta una bocina de automóvil, un timbre de tren eléctrico, un foco de claridad de escarcha… Aquí vive tal filósofo; aquí tal novelista; aquí, la viuda y las hijastras de Gutiérrez Nájera; aquí, tal sabio en botánica. Pero domina, al fin, la indocta apariencia de la colonia, su fatalista descuido, su paz soñolienta. Las estrellas se acercan a nuestra cabeza; la salud del aire se bebe; tres señoritas, iguales, toman el fresco en un balcón. Creemos que en el quiosco va a sonar “Alejandra”, “Fingida”, “Blanca”, “Poeta y campesino”, “Tú bien lo sabes” o cualquiera de esas piezas iniciales, que se desgajan en las plazas de armas de tierra adentro.

Por Santa María solía matar sus domingos López Velarde después de oír misa en la iglesia de Sagrada Familia, en la Roma, y vagabundear por el Jardín Juárez, que hoy lleva su nombre, o la Plaza Ajusco, que ahora es la Luis Cabrera.

V

Todos los relatos urbanos que escribió el jerezano durante su vida en la Ciudad de México están disponibles en las Obras compiladas por Martínez. ¿Se trata de crónicas, propiamente? A veces tienen más el aire de ensayos líricos. Pero ¿cuál es la diferencia? Tomemos en cuenta lo que dice el argentino Ezequiel Martínez Estrada a propósito del ensayo moderno: capaz de “alcanzar cualquier dimensión, desde el aforismo hasta la crónica exhaustiva” y donde caben “con idéntica licitud el escolio, el relato, el panfleto, el panegírico”. López Velarde, primer cronista moderno de la Ciudad de México.

Sorprende que Monsiváis no lo haya incluido en su antología de la crónica en México. Será por su acento heterodoxo, reformador. Pues así como Manuel P. Ponce renovó la música nacional dándole la vuelta al romanticismo, puede que López Velarde haya modificado la crónica urbana otorgándole un tono más íntimo, moderno y no tanto modernista. Como Herrán con su pintura. ¿Acaso el arte del siglo XX comienza aquí con estos tres de Aguascalientes? Sólo faltarían Anita Brenner y José Guadalupe Posada.

En las crónicas de López Velarde percibimos la preeminencia de las personas y los ambientes sobre los lugares y acontecimientos, demostrando que la lírica es, en el fondo, el alma de la crónica. ¿Relatar la ciudad como un medio para alcanzar el corazón de las personas? Más bien al revés: la gente como una excusa para explicar el temperamento de una ciudad. Que al final es el temperamento propio. Como Modiano y París, o Magris y Centroeuropa. No es tanto lo que sucede, sino lo que le sucede al autor.

Detengámonos en “La avenida Madero” (8 de marzo de 1917):

Plateros… San Francisco… Madero… Nombres varios para el caudal único, para el pulso único de la ciudad. No hay una de las veinticuatro horas en que la Avenida no conozca mi pisada. Le soy adicto, a sabiendas de su carácter utilitario […] Cuando vine a México a radicarme, yo tenía ya la ropa tendida a secar. Por ello he sido un observador suficiente de las congestiones políticas, menos cuando en la banqueta del Cine Palacio, al consumarse el cuartelazo, me robaron mi reloj unos energúmenos que vitoreaban a la Ciudadela […] En un café situado frente a San Felipe conocí al autor de Lascas […] Recuerdo la tempestad que se alzó en la Cámara de Diputados con la declaración de un orador de que la Avenida era el vicio ambulante. No flota en ella, ciertamente, olor a santidad; pero tampoco escasean los honestos vehículos […] Acuden familias de riqueza intempestiva y de indumentaria chillante, mas sin portillo moral. Acuden los vestigios de nuestra llamada aristocracia, fieramente colonial y erizada de ayunos y de abstitencias […] Estas muchachitas, que para atravesar de una a otra acera de cogen de la mano y construyen así la tímida cadena (a la una, a las dos, a las tres), temen a los automóviles fundamentalmente […] He comprendido a las sociedades protectoras de animales al asistir a la tragedia de los caballos que, en las fechas lluviosas, azotan contra el barro. Desde la esquina del Salón Rojo he sentido renacer una salvaje piedad en favor de las explotadas bestias […] Conocí a un demente que me despertaba a deshora para repetirme: “Plateros fue una calle, luego una rue, y hoy es una street”. No creo lo último. Pero me inquieta el porvenir al pensar en los letreros en inglés de la Avenida y en el templo protestante que la flanquea.

Madero era por aquel entonces el tontódromo de la ciudad, como quien dice, por donde paseaban los gomosos que ya no pudo dibujar Gutiérrez Nájera: “Familias de riqueza intempestiva”, “sin portillo moral” y de cariz “fieramente colonial” que se reunían en El Globo para oír la orquesta de banjos, o en Lady Baltimore a degustar el panqué de pasas y tal vez comentar los artículos de la revista de arte Don Quijote o los diálogos de la novela Los de abajo de Mariano Azuela, novedad importante para los lectores duchos. Sin sospechar muchos de ellos que bien pronto arribarían modas tan chirriantes –o fascinantes, según– como el art déco, la arquitectura neocolonial, las pelonas, el charleston y el jazz, el tenis y el culturismo y la higiene corporal y mental, la proliferación de tés danzantes, el Chanel No. 5, las palmeras como elemento urbano, la radiodifusión…

El muralismo acechando a la vuelta de la esquina (siendo López Velarde un predecesor del mismo, según Gabriel Zaid), lo mismo que el estridentismo, la revista Contemporáneos y los trabajos artísticos de Tina Modotti y Manuel Álvarez Bravo, de Nahui Olin y Manuel Rodríguez Lozano. La tendencia de las escuelas de pintura al aire libre apenas naciendo. Pero es como si nuestro cronista transitara ajeno a todo aquello (a diferencia del mundano y súper enterado Alfonso Reyes), concentrándose más en un reloj robado, el encuentro con el poeta Díaz Mirón y hasta el maltrato animal.

Como un Joseph Roth local, “observador suficiente” más que participante, pueblerino en medio de la acción, dipsómano de lo mínimo que escribe con la mano izquierda (tomo la imagen de la obra de teatro Retrato hablado de Juan Villoro), logrando hacerse a un lado, elegantemente, para dejarnos ver. Estamos, pues, ante una crónica “menos externa, más preciosa” (frase salida de su terso ensayo “Novedad de la Patria”). De aquello que piensa y siente el escritor –más que un flâneur, un ciudadano– al caminar por la calle. Sin competir con el cine ni la fotografía, incapaces de alcanzar por aquel entonces el paisaje íntimo al que apelaba el psicoanálisis; la trayectoria irregular de un bailarín que, a decir de Villaurrutia, seguía López Velarde al escuchar una música interior.

Su obra se nutrió de “una existencia común y corriente”, propone Pacheco. “Espejos verbales de una vida gris”, abona Sheridan. “Arte aldeano y arte complicado”, apostilla Reyes tal vez enfurruñado. “Yo, sin ser la Capital, sentíame otra necrópolis”, concluye el propio López Velarde, autártico cronista de lo humilde engrandecido y la Patria hacia dentro. “Pozo metafísico”, total, que puede servir de abrevadero para las subsecuentes generaciones de cronistas urbanos: los hijos que no tuvo Ramón: su verdadera obra maestra.

16 de diciembre de 2021

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López Velarde, cronista de la Ciudad de México

A Juan Villoro, por animarme, sin saberlo,

a inscribirme en la “Universidad López Velarde”

 

Literatura –exclamará alguno de los que no comprenden

la función real de las palabras

Ramón López Velarde

I

No suele evocarse esta ciudad “ojerosa y pintada” cuando se habla de Ramón López Velarde. Es más recurrente su natal Jerez, o bien “la bizarra capital” de su estado, Zacatecas, donde cursó estudios de seminarista. De igual forma se piensa en Aguascalientes, lugar de su adolescencia y en cuyo Palacio de Gobierno, en uno de los murales, aparece elegantemente vestido delante de su amigo el médico y escritor Pedro de Alba (al fondo “las garzas en desliz y el relámpago verde de los loros”). A veces también se piensa en San Luis, donde se licenció en Derecho, y hasta en el potosino pueblo de Venado, que le sirvió de residencia por al menos ocho semanas.

Pero el jerezano fue ante todo un capitalino de buena cepa. Esto es, un foráneo en la Ciudad de México, que observó y caminó bastante y en la que residió casi una década (ocho meses en 1912 y, luego de la Decena Trágica, siete años y medio ininterrumpidamente), el período más provechoso de su vida como escritor. Pero a la que también padeció. México era para él, entre otras definiciones, la urbe “en que se enlazan el mal y la tristeza”. La única de grandes dimensiones que llegó a conocer, y en consecuencia un símbolo personalísimo de la ciudad: ora novedoso escenario de “la provincia mental”, ora su antítesis malsana (en su caso deletérea).

Por otra parte, resulta infrecuente considerar a López Velarde un cronista urbano. Que la inercia posrevolucionaria haya constreñido su figura a la poesía y a “La suave Patria” en específico ha traído más males que bienes en cuanto a su comprensión cabal como autor. En opinión de José Emilio Pacheco, esta “especie de segundo Himno Nacional oscureció para el gran público su obra restante”. Es lo que ocurre este 2021 de centenario luctuoso, con todo y buenas intenciones, desde los medios de comunicación e instituciones oficiales.

Sin embargo, si echamos un ojo a las Obras amorosamente reunidas por José Luis Martínez en 1971, descubriremos que la obra poética de López Velarde comprende poco más de 150 páginas, en comparación con las 540 de crónica, crítica literaria, cuentos, cartas y un copioso periodismo político (la tercera parte de su obra, acusa Marco Antonio Campos). Estamos, pues, ante un escritor mucho más versátil de lo que acostumbramos creer y en cuya producción literaria, quién lo diría, destacan las crónicas de manera especial: nada menos que 119 piezas –no todas de índole urbana– escritas entre 1907 y 1917, amén de otros escritos que bien pueden funcionar como tal. Un auténtica “carreta alegórica de paja”, o carretera, que valdría la pena estudiar a fondo.

II

¿Con qué experiencia de la Ciudad de México contaba Ramón López Velarde previo a su mudanza desde el centro del país? Ya de niño la había visitado, a los siete años, con su tío Pascual y esposa, tal vez durante un par de semanas. En aquel febrero de 1896 se hospedaron en un mesón de Avenida Peralvillo, a tiro de piedra del templo de Santa Ana, donde hoy prosperan negocios de micheladas.

Se ha asegurado que López Velarde retornó brevemente para la Convención Nacional Antirreeleccionista, en la primavera de 1910. Guillermo Sheridan refuta esto en su libro Un corazón adicto (1989). Lo cierto es que poco antes de cumplir los 24 el jerezano se estableció en “la vasta contradicción de la capital” con su hermano Jesús, procedentes ambos de la cabecera potosina. En su correspondencia con Eduardo J. Correa, mentor aguascalentense, López Velarde había mostrado cierta displicencia hacia los escritores de la urbe y vapuleado, en un artículo, a “los políticos sin sexo de la ciudad de Méjico [sic], en la que están domiciliados tantos misérrimos individuos”. Como si le tuviera tirria, pese a no conocerla, o precisamente por eso.

Como sea, alguna aspiración literaria traería consigo el antiguo seminarista, a juzgar por una misiva de 1908 en la que asegura: “No quiero levantar en el desierto [San Luis Potosí] mi altura artística; deseo conquistarme la sabrosa satisfacción de erguirme entre cumbres”. Con o sin prurito de fama, sabemos que López Velarde llegó a la Ciudad de México en marzo de 1912.

Entre las razones que lo motivaban se hallaban una enamorada chihuahuense-potosina de apellido Nevares, de “ojos inusitados de sulfato de cobre”, es decir azules –metáfora copiada de Amado Nervo–, que pasaba una temporada en San Ángel; una carta del presidente Francisco I. Madero invitándolo a venir a buscarlo y otra del revolucionario Pedro Antonio de los Santos en el mismo tenor; y un recorte de El Imparcial que le había mandado Pedro de Alba, donde José Juan Tablada había reproducido el poema “A la gracia primitiva de las aldeanas”, elogiando a su autor como un “nuevo exponente de la nueva poesía de la España peninsular”, esto es, tomando a López Velarde por un jerezano andaluz. ¿O Sheridan se inventa esto último? Según Campos el poema en cuestión sería “Del pueblo natal” y habría sido publicado en El Mundo Ilustrado.

Es posible que existieran motivos mucho más imperiosos para la mudanza: en tierra adentro ya no era posible vivir tan seguros con el jaleo villista (“en el pavor de la guerra civil, los zorros llegaban a los atrios y a los jardines”), y la muerte del padre, acontecida en Aguascalientes en 1908, dejó a la familia en serios apuros económicos (y perenne vestimenta de luto al escritor). Así pues, parecía buena idea que el hijo abogado probara suerte en la capital con su reluciente título universitario, recibido con merecidos honores.

Pensemos un momento en la multitud de migrantes a la que pertenecían los veinteañeros Ramón y Jesús, trocando la provincia por la capital con la esperanza de acometer un día “el temido regreso al terruño”, “al edén subvertido que se calla en la mutilación de la metralla”. Gente que quedaba atrapada en la Ciudad de México, aumentando así su población y grandeza.

Las pobres desterradas

de Morelia y Toluca, de Durango y San Luis,

aroman la metrópoli como granos de anís.

Ramón López Velarde

Ramón López Velarde en el camellón de la Avenida Jalisco, hoy Álvaro Obregón, de la Ciudad de México

III

Debió ser duro –aún lo es– enfrentarse de sopetón a una ciudad tan deslumbrante y amenazante a un tiempo, donde la gente no estila ser muy amable ni paciente ni considerada y donde llueve notablemente más que en el Bajío: ciudad al filo del agua casi todas las tardes. Una lluvia “llena de olores y de ruidos”, como la describió el escritor laguense Francisco González León. Una ciudad, en fin, que al cabo de un decenio o casi, recién cumplidos los 33, acabaría matando a López Velarde de neumonía y pleuresía –¿gripe española?– por caminarla de noche y sin abrigo, pesadilla de cualquier madre nacional. “Jamás usó sobretodo ni paraguas”, aseguró el periodista Buenaventura González tres lustros después del precoz deceso.

La crónica de dicho paseo ya la han pormenorizado Vicente Quirarte y Fernando Fernández con competente sesudez: tal vez el siete de junio, en 1921, charlando de Montaigne, aunque también se ha dicho que de Góngora, partiendo del restaurante La Mallorquina con dirección a Avenida Jalisco 71 (hoy Álvaro Obregón 73), en el edificio de vivienda colectiva, que no vecindad, donde residía el escritor con su mamá y hermanas, en la colonia Roma. Casi el confín de una ciudad que a mediados de los veinte tan sólo llegaba a Coahuila 123, a decir de Margo Glantz (las colonias San Rafael, Santa María la Ribera, Guerrero y Juárez se sentían aún vacías, y Chapultepec Heights era más un proyecto que una realidad).

Al momento de su arribo, en aquel marzo de 1912, López Velarde tampoco podía sospechar que con el tiempo terminaría convirtiéndose en un avezado cronista urbano, sobre todo durante su segunda etapa en la ciudad, iniciada en enero de 1914. Sabemos que leyó a los simbolistas franceses, y El spleen de París (1869), de Baudelaire, no debió dejarlo indiferente. Habrá de tomar en cuenta, además, la siguiente frase de Pedro de Alba: “Una de las grandes pasiones de López Velarde fue su amor por la Ciudad de México”.

La primera misión de importancia de López Velarde en la capital, aun antes de intentar acercarse infructuosamente al presidente Madero en el Palacio Nacional, fue tomar un tren eléctrico por la Calzada de Tlalpan con su inseparable Pedro de Alba –¿o era Jesús Villalpando?– para detenerse en el pueblo de San Mateo Churubusco y tocar a la puerta de Tablada, previa cita. La excusa, agradecerle por la supuesta reproducción del poema en El Imparcial o El Mundo Ilustrado.

Al poco tiempo López Velarde empezó a escribir para La Nación, periódico católico dirigido por Correa, recién mudado a la capital: 192 colaboraciones en total contó Luis Mario Schneider. Adicionalmente habrá que hacer notar sus colaboraciones para El Nacional BisemanalVida Moderna, Pegaso (que fundó con un par de amigos), Revista de Revistas, El Universal Ilustrado, México Moderno y la publicación vasconcelista El Maestro, desde la calle de Gante, en una oscura oficina que compartía con José Gorostiza.

IV

¿Cómo era la capital del país en aquellos años? Gruesamente, la que hoy conocemos a través de películas como Santa (1918) y La banda del automóvil gris (1919). Los palacios de Correos y Comunicaciones y otros visos del Porfiriato lucirían aún impecables. México era una ciudad alegre, rutilante, mucho más abierta al mundo que en generaciones pasadas. Una urbe “de política revuelta y de poesía asentada”, según José María González de Mendoza, que la vivió. Donde se leía con devoción a Nervo y Rubén Darío –y por supuesto a Tablada, Torri y Henríquez Ureña, pero en menor escala– y el colonialismo literario se desarrollaba como una “exteriorización de un deseo subconsciente: el que aspiraba a un México pulido, urbano, amable”, dice González.

Ramón López Velarde la usó con tesón de andariego. Él mismo se jactaba de escribir caminando. Algunas veces lo hacía por la Plaza de Santo Domingo, que tal vez le recordaba a la capital zacatecana y a los poetas Juan Díaz Covarrubias y Manuel Acuña, y otras por el Bosque de Chapultepec o el Zócalo, que aún mantenía sus Pegasos. O visitando a sus amigos de Aguascalientes Saturnino Herrán y Pedro de Alba, con sendos lugares de trabajo sobre el mismo tramo de la calle Mesones. Nunca en coche de alquiler. Todo el rato con su andar peripatético.

Imaginar a López Velarde en un simón o vehículo automotor equivale a figurarse hoy a los grandes cronistas de la ciudad andando a pie por las calles del Centro. El mundo ha cambiado. Era un hombre solitario, melancólico y tímido que lo mismo frecuentaba los baños rusos del Hotel Iturbide que las cantinas de la avenida Madero, como el Salón Bach y el Romo. Asimismo La Rambla, a la sazón un cuartucho casi en el cruce de las actuales Cuauhtémoc y Doctor Río de la Loza. ¿Y el Salón España, en la calle de Argentina? Ahí sigue La Rambla, ya mejorada, y se ha dicho que en una de sus mesas pudo escribir “La suave Patria” en abril del 21. Le gustaba la francachela a Ramón, y ya borrachito volaría sus ensoñaciones a Italia, adonde planeaba viajar, o hacia el mar desconocido.

El jerezano asistía también a las carpas cerca de Garibaldi, el nuevecito Salón México –¿sabría bailar?– y puede que alguna vez al palacio barroco donde habitaba el malhablado y pachanguero Joaquín Clausell, quien remataba la noche en el Cabaret Patria con otros pintores: Dr. Atl, Germán Gedovius, Roberto Montenegro, Alfredo Ramos Martínez… Llegó a acudir a burdeles de postín, como el Après l’Ondée, en la colonia Roma: se tiene registro de una visita allí con el joven Carlos Pellicer, otro católico moderno recién llegado a la ciudad. Del mismo modo, su “punible promiscuidad” se recrearía en calles como la Condesa y el Órgano, en el Centro, enclaves de las trabajadoras cortesanas. Al licenciado le gustaban las mujeres y las altas horas, escribe Quirarte en su Elogio de la calle (2001), mientras que Luis Vicente de Aguinaga lo acusa de erotómano merecedor de ser incluido en la nómina del #MeToo literario de México.

Rodolfo Usigli interpreta los siguientes versos del poema “Todo…” como una alusión a la hoy desaparecida zona roja de Cuauhtemotzin:

En mis andanzas callejeras

del jeroglífico nocturno,

cuando cada muchacha

entorna sus maderas,

me deja atribulado

su enigma de no ser

ni carne ni pescado.

Algunas noches López Velarde concurría a los teatros Colón y Esperanza Iris, y seguro que también al Lírico a admirar a María Conesa, amén de otros espectáculos: allí asistió al estreno de la canción “Un viejo amor”, de 1920, del aguascalentense Alfonso Esparza Oteo. También le gustaban las zarzuelas, y era seguidor de bailarinas como la española Tórtola Valencia, quien se presentó en el Arbeu en enero de 1919. Al cine sólo iba cuando podía, como el Rívoli en Santa María la Ribera. El escritor fue aficionado a esta colonia, según reporta él mismo en un artículo de 1916:

Santa María se asemeja a mi lugar de origen extraordinariamente […] Más de una vez me he defendido del ajetreo del Centro en su remanso, que quiere ser inculto. Es cierto; no falta una bocina de automóvil, un timbre de tren eléctrico, un foco de claridad de escarcha… Aquí vive tal filósofo; aquí tal novelista; aquí, la viuda y las hijastras de Gutiérrez Nájera; aquí, tal sabio en botánica. Pero domina, al fin, la indocta apariencia de la colonia, su fatalista descuido, su paz soñolienta. Las estrellas se acercan a nuestra cabeza; la salud del aire se bebe; tres señoritas, iguales, toman el fresco en un balcón. Creemos que en el quiosco va a sonar “Alejandra”, “Fingida”, “Blanca”, “Poeta y campesino”, “Tú bien lo sabes” o cualquiera de esas piezas iniciales, que se desgajan en las plazas de armas de tierra adentro.

Por Santa María solía matar sus domingos López Velarde después de oír misa en la iglesia de Sagrada Familia, en la Roma, y vagabundear por el Jardín Juárez, que hoy lleva su nombre, o la Plaza Ajusco, que ahora es la Luis Cabrera.

V

Todos los relatos urbanos que escribió el jerezano durante su vida en la Ciudad de México están disponibles en las Obras compiladas por Martínez. ¿Se trata de crónicas, propiamente? A veces tienen más el aire de ensayos líricos. Pero ¿cuál es la diferencia? Tomemos en cuenta lo que dice el argentino Ezequiel Martínez Estrada a propósito del ensayo moderno: capaz de “alcanzar cualquier dimensión, desde el aforismo hasta la crónica exhaustiva” y donde caben “con idéntica licitud el escolio, el relato, el panfleto, el panegírico”. López Velarde, primer cronista moderno de la Ciudad de México.

Sorprende que Monsiváis no lo haya incluido en su antología de la crónica en México. Será por su acento heterodoxo, reformador. Pues así como Manuel P. Ponce renovó la música nacional dándole la vuelta al romanticismo, puede que López Velarde haya modificado la crónica urbana otorgándole un tono más íntimo, moderno y no tanto modernista. Como Herrán con su pintura. ¿Acaso el arte del siglo XX comienza aquí con estos tres de Aguascalientes? Sólo faltarían Anita Brenner y José Guadalupe Posada.

En las crónicas de López Velarde percibimos la preeminencia de las personas y los ambientes sobre los lugares y acontecimientos, demostrando que la lírica es, en el fondo, el alma de la crónica. ¿Relatar la ciudad como un medio para alcanzar el corazón de las personas? Más bien al revés: la gente como una excusa para explicar el temperamento de una ciudad. Que al final es el temperamento propio. Como Modiano y París, o Magris y Centroeuropa. No es tanto lo que sucede, sino lo que le sucede al autor.

Detengámonos en “La avenida Madero” (8 de marzo de 1917):

Plateros… San Francisco… Madero… Nombres varios para el caudal único, para el pulso único de la ciudad. No hay una de las veinticuatro horas en que la Avenida no conozca mi pisada. Le soy adicto, a sabiendas de su carácter utilitario […] Cuando vine a México a radicarme, yo tenía ya la ropa tendida a secar. Por ello he sido un observador suficiente de las congestiones políticas, menos cuando en la banqueta del Cine Palacio, al consumarse el cuartelazo, me robaron mi reloj unos energúmenos que vitoreaban a la Ciudadela […] En un café situado frente a San Felipe conocí al autor de Lascas […] Recuerdo la tempestad que se alzó en la Cámara de Diputados con la declaración de un orador de que la Avenida era el vicio ambulante. No flota en ella, ciertamente, olor a santidad; pero tampoco escasean los honestos vehículos […] Acuden familias de riqueza intempestiva y de indumentaria chillante, mas sin portillo moral. Acuden los vestigios de nuestra llamada aristocracia, fieramente colonial y erizada de ayunos y de abstitencias […] Estas muchachitas, que para atravesar de una a otra acera de cogen de la mano y construyen así la tímida cadena (a la una, a las dos, a las tres), temen a los automóviles fundamentalmente […] He comprendido a las sociedades protectoras de animales al asistir a la tragedia de los caballos que, en las fechas lluviosas, azotan contra el barro. Desde la esquina del Salón Rojo he sentido renacer una salvaje piedad en favor de las explotadas bestias […] Conocí a un demente que me despertaba a deshora para repetirme: “Plateros fue una calle, luego una rue, y hoy es una street”. No creo lo último. Pero me inquieta el porvenir al pensar en los letreros en inglés de la Avenida y en el templo protestante que la flanquea.

Madero era por aquel entonces el tontódromo de la ciudad, como quien dice, por donde paseaban los gomosos que ya no pudo dibujar Gutiérrez Nájera: “Familias de riqueza intempestiva”, “sin portillo moral” y de cariz “fieramente colonial” que se reunían en El Globo para oír la orquesta de banjos, o en Lady Baltimore a degustar el panqué de pasas y tal vez comentar los artículos de la revista de arte Don Quijote o los diálogos de la novela Los de abajo de Mariano Azuela, novedad importante para los lectores duchos. Sin sospechar muchos de ellos que bien pronto arribarían modas tan chirriantes –o fascinantes, según– como el art déco, la arquitectura neocolonial, las pelonas, el charleston y el jazz, el tenis y el culturismo y la higiene corporal y mental, la proliferación de tés danzantes, el Chanel No. 5, las palmeras como elemento urbano, la radiodifusión…

El muralismo acechando a la vuelta de la esquina (siendo López Velarde un predecesor del mismo, según Gabriel Zaid), lo mismo que el estridentismo, la revista Contemporáneos y los trabajos artísticos de Tina Modotti y Manuel Álvarez Bravo, de Nahui Olin y Manuel Rodríguez Lozano. La tendencia de las escuelas de pintura al aire libre apenas naciendo. Pero es como si nuestro cronista transitara ajeno a todo aquello (a diferencia del mundano y súper enterado Alfonso Reyes), concentrándose más en un reloj robado, el encuentro con el poeta Díaz Mirón y hasta el maltrato animal.

Como un Joseph Roth local, “observador suficiente” más que participante, pueblerino en medio de la acción, dipsómano de lo mínimo que escribe con la mano izquierda (tomo la imagen de la obra de teatro Retrato hablado de Juan Villoro), logrando hacerse a un lado, elegantemente, para dejarnos ver. Estamos, pues, ante una crónica “menos externa, más preciosa” (frase salida de su terso ensayo “Novedad de la Patria”). De aquello que piensa y siente el escritor –más que un flâneur, un ciudadano– al caminar por la calle. Sin competir con el cine ni la fotografía, incapaces de alcanzar por aquel entonces el paisaje íntimo al que apelaba el psicoanálisis; la trayectoria irregular de un bailarín que, a decir de Villaurrutia, seguía López Velarde al escuchar una música interior.

Su obra se nutrió de “una existencia común y corriente”, propone Pacheco. “Espejos verbales de una vida gris”, abona Sheridan. “Arte aldeano y arte complicado”, apostilla Reyes tal vez enfurruñado. “Yo, sin ser la Capital, sentíame otra necrópolis”, concluye el propio López Velarde, autártico cronista de lo humilde engrandecido y la Patria hacia dentro. “Pozo metafísico”, total, que puede servir de abrevadero para las subsecuentes generaciones de cronistas urbanos: los hijos que no tuvo Ramón: su verdadera obra maestra.

16 de diciembre de 2021

La entrada López Velarde, cronista de la Ciudad de México se publicó primero en La Tempestad.



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