Desde abril de este año, y durante nueve meses que para cualquiera han durado más que lo que opine el calendario, “Intermedio” ha existido como un espacio que busca una senda distinta a la recta previsible del algoritmo digital, a la monotonía de las salas de exhibición y al entumecimiento de la discusión pública en torno al cine. Comenzó buscando una audiencia activa y crítica que fuera curadora del criterio propio e inconforme en cualquier zona de confort. Ignoro la medida en que ese empeño se ha cumplido, pero la búsqueda sigue siendo la misma y las señales, siempre positivas. En esta última entrega con fecha de 2021, antes de pasar a un auténtico intermedio por las fiestas, corresponde agradecer a quienes han hecho de esta tertulia quincenal uno de sus espacios digitales recurrentes. A ustedes, y como dicta el clásico: gracias totales.
Terminar un ciclo con un recuento anual es, por supuesto, otro clásico. En palabras llanas, el año que termina ha sido uno de los más agresivos del siglo para el cine cuyas búsquedas apuntan a direcciones distintas a las dictadas por los mercados verticales, la expansión corporativa y la hegemonía del algoritmo, ese mecanismo normativo imperante, homogéneo y limitante cuyo éxito radica, en buena medida, en su disfraz de comunidad horizontal. Si antes del confinamiento los festivales y los circuitos de exhibición independiente eran el contrapeso mejor articulado de la hegemonía audiovisual, ahora son el único y además, con el respirador artificial de los formatos híbridos, extraordinarios en su amplitud democrática pero raquíticos como modelo económico a largo plazo.
Esta es, pues, la primera de dos entregas seriadas en las cuales repasamos no las mejores (puesto que el cine no es un hipódromo ni un ránking) sino las más interesantes, estimulantes y notables propuestas, por distintas razones, estrenadas en el mundo durante los doce meses recientes. Las presentamos como un grupo de cuatro estaciones que forman un ciclo anual, con un orden que no indica preferencia ni jerarquía.
Primavera: maternidades en fuego
En el futuro quizá veamos el período 2020-2021 como una bisagra que articuló, sin que nos diéramos cuenta, nuevas formas de entender el cine a partir de sus categorías tradicionales: cine de autor e industrial, cine de género frente al iconoclasta y, sobre todo, los relatos que se pretenden universales frente a los que se asumen identitarios, comunitarios o abiertamente radicales frente a la forma. Vista en conjunto, la producción de este año evidencia que no deberíamos pensar el cine del futuro como una mera continuidad interrumpida por el paréntesis pandémico, sino como un punto y aparte que obliga a repensar lo humano –lo mejor, lo peor– desde ángulos, miradas y enunciaciones distintas.
Comienzo este recuento con la inesperada postura asumida por algunos cineastas frente a los géneros canónicos del cine. En primer lugar, por la violencia de sus quiebres, la francesa Titane (Julia Ducournau) y la islandesa Cordero (Valdimar Jóhannsson). Estrenadas y premiadas en las secciones oficial y Una Cierta Mirada, respectivamente, del pasado Festival de Cannes, presentan las visiones más lúgubres, ambiguas y radicales de la maternidad que alguien haya puesto en la ficción en un buen tiempo.
Después de algunos años de avalar películas consensuales, ecuménicas y exportables, es notable que los festivales más mediáticos del mundo decidieran poner premios en manos de películas impetuosas y divisivas que no buscan el agrado generalizado, sino la subversión de sus propios discursos. Aunque no he podido ver la ganadora en Berlín, la farsa sobre explotación sexual Cogida caótica o porno loco de Radu Jude, algo indica que, como Titane o Cordero, tampoco persigue el aplauso de las conciencias pacíficas.
A propósito del tema materno, aprovecho para confesar la tibia decepción que supuso para mí Madres paralelas, de Pedro Almodóvar, un disparejo maridaje entre melodrama familiar y denuncia política sobre las fosas franquistas que no termina por decidirse entre una cosa o la otra, pero que vale la pena revisar por la sabiduría contenida con la que Penélope Cruz da solidez y humanismo a un argumento hilvanado entre varios giros poco verosímiles.
Verano: la subversión de los géneros comerciales
En una senda similar, tres cineastas de trayectoria más larga optaron por géneros tradicionales, no por el gusto del recalentado nostálgico o el pastiche decorativo (como sí hicieron Steven Spielberg, Clint Eastwood o Wes Anderson) sino para trastocar sus códigos desde la raíz. El musical Annette, de Leos Carax; el western El poder del perro, de Jane Campion; y la fantasía medieval El caballero verde, de David Lowery, son relatos con brío, potencia y extraordinario peso visual que le deben tanto al viejo cine de estudios como a la personalidad combativa de quienes los dirigen.
Quizás en el entorno actual, dividido entre el vacío pirotécnico de los superhéroes y el hambre de expansión de las plataformas de streaming, películas como éstas sean terreno fértil para cineastas que busquen explorar discursos autorales bajo la piel de géneros que sean reconocibles para una audiencia amplia, con elencos de rostros reconocibles y en alianzas creativas que sean, a la vez, interesantes como arte y suficientemente populares: en este caso, las bandas sonoras compuestas por Sparks (Annette), David Hart (El caballero verde) y Jonny Greenwood (El poder del perro), nombres que podrían ser, para una parte de su audiencia, incluso más reconocibles que los propios cineastas.
Otoño: reelaboraciones de la memoria
En otra corriente avanzan ciertos cineastas que moldean cosmos propios a partir de sus vivencias, entorno o imaginación. Una fuerte candidata a ser mi mejor experiencia fílmica en este año, Fue la mano de Dios, de Paolo Sorrentino, está en esta categoría. Como Amarcord (1973), Fanny y Alexander (1982) o El largo día acaba (1992), se ve y se siente como el tipo de ofrenda memoriosa que a un artista le lleva varias décadas sacarse de la sangre; cuando finalmente lo hace, el resultado tiene la consistencia del tiempo acumulado. Es un contraste interesante frente a Belfast de Kenneth Branagh, una memoria teatral, infantil y sentimental –las tres cosas en el peor sentido– cuya tibieza aparentemente política la vuelve una candidata obvia a los premios estadounidenses.
Aunque no es autobiográfica pero sí confesional en un modo oblicuo y fantasmal, la intimidad de La isla de Bergman de Mia Hansen-Løve, estrenada también en Cannes y en Morelia, es otro de mis recuerdos más vivos del año. Su línea argumental es delgada y tiene gusto a un cuento de las estaciones que se le hubiera perdido a Rohmer: un matrimonio de cineasta y guionista visitan la casa de Ingmar Bergman en Farö y se pierden, no solo en el paisaje, sino mutuamente, para volver a encontrarse. Aunque van y vienen ecos del Viaje a Italia de Rosellinni y, por supuesto, de los matrimonios en crisis de Bergman, Hansen-Løve nada y flota por encima de tantas pesadas influencias para construir un relato de ligereza y densidad personales.
Invierno: infancias como vuelta a la semilla
Destacan aquí, también, tres miradas de infancia a la vez tiernas y maduras, cuya potencia emerge no del estudio condescendiente de lo infantil sino de su empoderamiento. Las tres, curiosa y notablemente, son trabajos de directoras. Se trata de la belga Un pequeño mundo, de Laura Wandel, intenso melodrama realista, en cámara al hombro, sobre el acoso escolar desde la mirada de una niña; Noche de fuego, primera ficción y tercer largometraje de Tatiana Huezo; y Petite Maman, de Céline Sciamma, quien como Huezo traza un dibujo impresionista de la amistad entre niñas, aunque en un tono muy distante que incorpora con habilidad elementos de realismo mágico.
Finalmente (por esta entrega), la indefinible y fantasmal Memoria de Apichatpong Weerasethakul quizá sea la mayor rara avis del año que termina, aunque esto se deba a las escasas posibilidades de que otra película del tailandés esté hablada en español e inglés, con Tilda Swinton y Daniel Giménez Cacho, y filmada en Colombia. Con una base narrativa varias veces más etérea que la de Hansen-Løve (una británica de visita en Colombia se adentra en el país buscando el sonido de una esfera que escuchó entre sueños) es un despliegue que va hacia los sentidos, evadiendo con soltura los puentes de la razón. Es prima lejana de Titane y Cordero además de que, junto a ellas, presenta el final más desconcertante que vimos este año.
Además de reiterar el deseo de un agradable y pantagruélico fin de año, va un avance de las otras películas destacadas que serán revisadas en la segunda entrega: Madres paralelas, de Pedro Almodóvar; Drive my Car y La ruleta de la fortuna y fantasía, de Ryusuke Hamaguchi; Benedetta, de Paul Verhoeven; Un héroe, de Asghar Farhadi; y La peor persona del mundo, de Joachim Trier, además de un apartado dedicado al documental en donde figuran tres monumentos muy distintos entre sí: Una película de policías, de Alonso Ruizpalacios; The Velvet Underground, de Todd Haynes, y Gunda, de Viktor Kossakovski. Más, por supuesto, lo que se acumule en los maratones decembrinos. Salud y gracias de nuevo por la compañía en este año.
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