Hay muchas formas de leer. La posición clásica, imagino, sería estar en un escritorio con una lámpara (en caso de que sea de noche) al lado. Quizás una ventana enfrente y, en la pared, una acuarela. Sin embargo, esta imagen tiene un matiz laboral: la del lector enfrentado a un texto como si fuera un oficinista. Una variante sería completar el cuadro con una cama, un par de buenas almohadas y colocar al lector en una posición más cómoda. Sin embargo, se corre el riesgo de quedarse dormido durante la lectura (sobre todo si el texto es un mamotreto soporífero) o que el libro sea muy pesado –tipo Guerra y paz. También, al terminar la experiencia, los brazos pueden quedar adoloridos o acalambrados.
Hay otro peligro que pone en riesgo la lectura en el hogar: llamadas telefónicas, la televisión siempre tentadora o el religioso proselitista que toca el timbre con vehemencia. Por estas razones desde hace varios años me refugio en cafés para leer. En un mundo ideal, utópico, debería ir a un bar, pero en este país los bares no garantizan una buena bebida y, además, no falta el solitario que quiera platicar contigo achispado por el alcohol. Los cafés son ideales porque, de alguna forma, uno pasa desapercibido. Cada quien va a lo suyo y no se ocupa del vecino. Hay pláticas de damas respetables, profesionistas desahogando el estrés o, incluso, veteranos de barbas blancas, solitarios, con la vista inmóvil en la calle. El único peligro es que algún conocido te descubra y te visite cotidianamente pensando que el café es un sustituto de tu casa. Por eso recomiendo, como los nómadas que buscan nuevos territorios, explorar otros lugares para conservar el saludable anonimato.
Hay otra ventaja de los cafés: la plática de los clientes sirve como un telón de fondo que elimina potenciales distracciones. El murmullo ininteligible moldea una atmósfera homogénea que ofrece seguridad y concentración. Por eso hay que evitar cafés poco poblados, ya que son fuente de charlas demasiado visibles que capturan nuestra atención. Varias veces me he sorprendido siguiendo un drama romántico o una insulsa llamada telefónica.
Después de muchas lecturas creo que he vivido un porcentaje significativo de ellas en cafés. Alrededor de mi mesa redonda han transcurrido largos atardeceres, lluvias furiosas o mayos bochornosos. También han desfilado meseros que luego encuentro en la calle y que me miran como a un viejo conocido. A veces me imagino, después de muerto, en algún punto del universo, atrincherado tras una taza ya vacía y una servilleta como único testigo de mi lectura. Otras veces me convenzo de que nunca me he ido del café y que mi vida fuera de él es una ilusión provocada por la fantasía lectora: sólo basta un parpadeo para regresar a mi mesa, con un café recién servido, dispuesto a cambiar de página.
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