lunes, 27 de diciembre de 2021

López Velarde, cronista de la Ciudad de México

A Juan Villoro, por animarme, sin saberlo,

a inscribirme en la “Universidad López Velarde”

 

Literatura –exclamará alguno de los que no comprenden

la función real de las palabras

Ramón López Velarde

I

No suele evocarse esta ciudad “ojerosa y pintada” cuando se habla de Ramón López Velarde. Es más recurrente su natal Jerez, o bien “la bizarra capital” de su estado, Zacatecas, donde cursó estudios de seminarista. De igual forma se piensa en Aguascalientes, lugar de su adolescencia y en cuyo Palacio de Gobierno, en uno de los murales, aparece elegantemente vestido delante de su amigo el médico y escritor Pedro de Alba (al fondo “las garzas en desliz y el relámpago verde de los loros”). A veces también se piensa en San Luis, donde se licenció en Derecho, y hasta en el potosino pueblo de Venado, que le sirvió de residencia por al menos ocho semanas.

Pero el jerezano fue ante todo un capitalino de buena cepa. Esto es, un foráneo en la Ciudad de México, que observó y caminó bastante y en la que residió casi una década (ocho meses en 1912 y, luego de la Decena Trágica, siete años y medio ininterrumpidamente), el período más provechoso de su vida como escritor. Pero a la que también padeció. México era para él, entre otras definiciones, la urbe “en que se enlazan el mal y la tristeza”. La única de grandes dimensiones que llegó a conocer, y en consecuencia un símbolo personalísimo de la ciudad: ora novedoso escenario de “la provincia mental”, ora su antítesis malsana (en su caso deletérea).

Por otra parte, resulta infrecuente considerar a López Velarde un cronista urbano. Que la inercia posrevolucionaria haya constreñido su figura a la poesía y a “La suave Patria” en específico ha traído más males que bienes en cuanto a su comprensión cabal como autor. En opinión de José Emilio Pacheco, esta “especie de segundo Himno Nacional oscureció para el gran público su obra restante”. Es lo que ocurre este 2021 de centenario luctuoso, con todo y buenas intenciones, desde los medios de comunicación e instituciones oficiales.

Sin embargo, si echamos un ojo a las Obras amorosamente reunidas por José Luis Martínez en 1971, descubriremos que la obra poética de López Velarde comprende poco más de 150 páginas, en comparación con las 540 de crónica, crítica literaria, cuentos, cartas y un copioso periodismo político (la tercera parte de su obra, acusa Marco Antonio Campos). Estamos, pues, ante un escritor mucho más versátil de lo que acostumbramos creer y en cuya producción literaria, quién lo diría, destacan las crónicas de manera especial: nada menos que 119 piezas –no todas de índole urbana– escritas entre 1907 y 1917, amén de otros escritos que bien pueden funcionar como tal. Un auténtica “carreta alegórica de paja”, o carretera, que valdría la pena estudiar a fondo.

II

¿Con qué experiencia de la Ciudad de México contaba Ramón López Velarde previo a su mudanza desde el centro del país? Ya de niño la había visitado, a los siete años, con su tío Pascual y esposa, tal vez durante un par de semanas. En aquel febrero de 1896 se hospedaron en un mesón de Avenida Peralvillo, a tiro de piedra del templo de Santa Ana, donde hoy prosperan negocios de micheladas.

Se ha asegurado que López Velarde retornó brevemente para la Convención Nacional Antirreeleccionista, en la primavera de 1910. Guillermo Sheridan refuta esto en su libro Un corazón adicto (1989). Lo cierto es que poco antes de cumplir los 24 el jerezano se estableció en “la vasta contradicción de la capital” con su hermano Jesús, procedentes ambos de la cabecera potosina. En su correspondencia con Eduardo J. Correa, mentor aguascalentense, López Velarde había mostrado cierta displicencia hacia los escritores de la urbe y vapuleado, en un artículo, a “los políticos sin sexo de la ciudad de Méjico [sic], en la que están domiciliados tantos misérrimos individuos”. Como si le tuviera tirria, pese a no conocerla, o precisamente por eso.

Como sea, alguna aspiración literaria traería consigo el antiguo seminarista, a juzgar por una misiva de 1908 en la que asegura: “No quiero levantar en el desierto [San Luis Potosí] mi altura artística; deseo conquistarme la sabrosa satisfacción de erguirme entre cumbres”. Con o sin prurito de fama, sabemos que López Velarde llegó a la Ciudad de México en marzo de 1912.

Entre las razones que lo motivaban se hallaban una enamorada chihuahuense-potosina de apellido Nevares, de “ojos inusitados de sulfato de cobre”, es decir azules –metáfora copiada de Amado Nervo–, que pasaba una temporada en San Ángel; una carta del presidente Francisco I. Madero invitándolo a venir a buscarlo y otra del revolucionario Pedro Antonio de los Santos en el mismo tenor; y un recorte de El Imparcial que le había mandado Pedro de Alba, donde José Juan Tablada había reproducido el poema “A la gracia primitiva de las aldeanas”, elogiando a su autor como un “nuevo exponente de la nueva poesía de la España peninsular”, esto es, tomando a López Velarde por un jerezano andaluz. ¿O Sheridan se inventa esto último? Según Campos el poema en cuestión sería “Del pueblo natal” y habría sido publicado en El Mundo Ilustrado.

Es posible que existieran motivos mucho más imperiosos para la mudanza: en tierra adentro ya no era posible vivir tan seguros con el jaleo villista (“en el pavor de la guerra civil, los zorros llegaban a los atrios y a los jardines”), y la muerte del padre, acontecida en Aguascalientes en 1908, dejó a la familia en serios apuros económicos (y perenne vestimenta de luto al escritor). Así pues, parecía buena idea que el hijo abogado probara suerte en la capital con su reluciente título universitario, recibido con merecidos honores.

Pensemos un momento en la multitud de migrantes a la que pertenecían los veinteañeros Ramón y Jesús, trocando la provincia por la capital con la esperanza de acometer un día “el temido regreso al terruño”, “al edén subvertido que se calla en la mutilación de la metralla”. Gente que quedaba atrapada en la Ciudad de México, aumentando así su población y grandeza.

Las pobres desterradas

de Morelia y Toluca, de Durango y San Luis,

aroman la metrópoli como granos de anís.

Ramón López Velarde

Ramón López Velarde en el camellón de la Avenida Jalisco, hoy Álvaro Obregón, de la Ciudad de México

III

Debió ser duro –aún lo es– enfrentarse de sopetón a una ciudad tan deslumbrante y amenazante a un tiempo, donde la gente no estila ser muy amable ni paciente ni considerada y donde llueve notablemente más que en el Bajío: ciudad al filo del agua casi todas las tardes. Una lluvia “llena de olores y de ruidos”, como la describió el escritor laguense Francisco González León. Una ciudad, en fin, que al cabo de un decenio o casi, recién cumplidos los 33, acabaría matando a López Velarde de neumonía y pleuresía –¿gripe española?– por caminarla de noche y sin abrigo, pesadilla de cualquier madre nacional. “Jamás usó sobretodo ni paraguas”, aseguró el periodista Buenaventura González tres lustros después del precoz deceso.

La crónica de dicho paseo ya la han pormenorizado Vicente Quirarte y Fernando Fernández con competente sesudez: tal vez el siete de junio, en 1921, charlando de Montaigne, aunque también se ha dicho que de Góngora, partiendo del restaurante La Mallorquina con dirección a Avenida Jalisco 71 (hoy Álvaro Obregón 73), en el edificio de vivienda colectiva, que no vecindad, donde residía el escritor con su mamá y hermanas, en la colonia Roma. Casi el confín de una ciudad que a mediados de los veinte tan sólo llegaba a Coahuila 123, a decir de Margo Glantz (las colonias San Rafael, Santa María la Ribera, Guerrero y Juárez se sentían aún vacías, y Chapultepec Heights era más un proyecto que una realidad).

Al momento de su arribo, en aquel marzo de 1912, López Velarde tampoco podía sospechar que con el tiempo terminaría convirtiéndose en un avezado cronista urbano, sobre todo durante su segunda etapa en la ciudad, iniciada en enero de 1914. Sabemos que leyó a los simbolistas franceses, y El spleen de París (1869), de Baudelaire, no debió dejarlo indiferente. Habrá de tomar en cuenta, además, la siguiente frase de Pedro de Alba: “Una de las grandes pasiones de López Velarde fue su amor por la Ciudad de México”.

La primera misión de importancia de López Velarde en la capital, aun antes de intentar acercarse infructuosamente al presidente Madero en el Palacio Nacional, fue tomar un tren eléctrico por la Calzada de Tlalpan con su inseparable Pedro de Alba –¿o era Jesús Villalpando?– para detenerse en el pueblo de San Mateo Churubusco y tocar a la puerta de Tablada, previa cita. La excusa, agradecerle por la supuesta reproducción del poema en El Imparcial o El Mundo Ilustrado.

Al poco tiempo López Velarde empezó a escribir para La Nación, periódico católico dirigido por Correa, recién mudado a la capital: 192 colaboraciones en total contó Luis Mario Schneider. Adicionalmente habrá que hacer notar sus colaboraciones para El Nacional BisemanalVida Moderna, Pegaso (que fundó con un par de amigos), Revista de Revistas, El Universal Ilustrado, México Moderno y la publicación vasconcelista El Maestro, desde la calle de Gante, en una oscura oficina que compartía con José Gorostiza.

IV

¿Cómo era la capital del país en aquellos años? Gruesamente, la que hoy conocemos a través de películas como Santa (1918) y La banda del automóvil gris (1919). Los palacios de Correos y Comunicaciones y otros visos del Porfiriato lucirían aún impecables. México era una ciudad alegre, rutilante, mucho más abierta al mundo que en generaciones pasadas. Una urbe “de política revuelta y de poesía asentada”, según José María González de Mendoza, que la vivió. Donde se leía con devoción a Nervo y Rubén Darío –y por supuesto a Tablada, Torri y Henríquez Ureña, pero en menor escala– y el colonialismo literario se desarrollaba como una “exteriorización de un deseo subconsciente: el que aspiraba a un México pulido, urbano, amable”, dice González.

Ramón López Velarde la usó con tesón de andariego. Él mismo se jactaba de escribir caminando. Algunas veces lo hacía por la Plaza de Santo Domingo, que tal vez le recordaba a la capital zacatecana y a los poetas Juan Díaz Covarrubias y Manuel Acuña, y otras por el Bosque de Chapultepec o el Zócalo, que aún mantenía sus Pegasos. O visitando a sus amigos de Aguascalientes Saturnino Herrán y Pedro de Alba, con sendos lugares de trabajo sobre el mismo tramo de la calle Mesones. Nunca en coche de alquiler. Todo el rato con su andar peripatético.

Imaginar a López Velarde en un simón o vehículo automotor equivale a figurarse hoy a los grandes cronistas de la ciudad andando a pie por las calles del Centro. El mundo ha cambiado. Era un hombre solitario, melancólico y tímido que lo mismo frecuentaba los baños rusos del Hotel Iturbide que las cantinas de la avenida Madero, como el Salón Bach y el Romo. Asimismo La Rambla, a la sazón un cuartucho casi en el cruce de las actuales Cuauhtémoc y Doctor Río de la Loza. ¿Y el Salón España, en la calle de Argentina? Ahí sigue La Rambla, ya mejorada, y se ha dicho que en una de sus mesas pudo escribir “La suave Patria” en abril del 21. Le gustaba la francachela a Ramón, y ya borrachito volaría sus ensoñaciones a Italia, adonde planeaba viajar, o hacia el mar desconocido.

El jerezano asistía también a las carpas cerca de Garibaldi, el nuevecito Salón México –¿sabría bailar?– y puede que alguna vez al palacio barroco donde habitaba el malhablado y pachanguero Joaquín Clausell, quien remataba la noche en el Cabaret Patria con otros pintores: Dr. Atl, Germán Gedovius, Roberto Montenegro, Alfredo Ramos Martínez… Llegó a acudir a burdeles de postín, como el Après l’Ondée, en la colonia Roma: se tiene registro de una visita allí con el joven Carlos Pellicer, otro católico moderno recién llegado a la ciudad. Del mismo modo, su “punible promiscuidad” se recrearía en calles como la Condesa y el Órgano, en el Centro, enclaves de las trabajadoras cortesanas. Al licenciado le gustaban las mujeres y las altas horas, escribe Quirarte en su Elogio de la calle (2001), mientras que Luis Vicente de Aguinaga lo acusa de erotómano merecedor de ser incluido en la nómina del #MeToo literario de México.

Rodolfo Usigli interpreta los siguientes versos del poema “Todo…” como una alusión a la hoy desaparecida zona roja de Cuauhtemotzin:

En mis andanzas callejeras

del jeroglífico nocturno,

cuando cada muchacha

entorna sus maderas,

me deja atribulado

su enigma de no ser

ni carne ni pescado.

Algunas noches López Velarde concurría a los teatros Colón y Esperanza Iris, y seguro que también al Lírico a admirar a María Conesa, amén de otros espectáculos: allí asistió al estreno de la canción “Un viejo amor”, de 1920, del aguascalentense Alfonso Esparza Oteo. También le gustaban las zarzuelas, y era seguidor de bailarinas como la española Tórtola Valencia, quien se presentó en el Arbeu en enero de 1919. Al cine sólo iba cuando podía, como el Rívoli en Santa María la Ribera. El escritor fue aficionado a esta colonia, según reporta él mismo en un artículo de 1916:

Santa María se asemeja a mi lugar de origen extraordinariamente […] Más de una vez me he defendido del ajetreo del Centro en su remanso, que quiere ser inculto. Es cierto; no falta una bocina de automóvil, un timbre de tren eléctrico, un foco de claridad de escarcha… Aquí vive tal filósofo; aquí tal novelista; aquí, la viuda y las hijastras de Gutiérrez Nájera; aquí, tal sabio en botánica. Pero domina, al fin, la indocta apariencia de la colonia, su fatalista descuido, su paz soñolienta. Las estrellas se acercan a nuestra cabeza; la salud del aire se bebe; tres señoritas, iguales, toman el fresco en un balcón. Creemos que en el quiosco va a sonar “Alejandra”, “Fingida”, “Blanca”, “Poeta y campesino”, “Tú bien lo sabes” o cualquiera de esas piezas iniciales, que se desgajan en las plazas de armas de tierra adentro.

Por Santa María solía matar sus domingos López Velarde después de oír misa en la iglesia de Sagrada Familia, en la Roma, y vagabundear por el Jardín Juárez, que hoy lleva su nombre, o la Plaza Ajusco, que ahora es la Luis Cabrera.

V

Todos los relatos urbanos que escribió el jerezano durante su vida en la Ciudad de México están disponibles en las Obras compiladas por Martínez. ¿Se trata de crónicas, propiamente? A veces tienen más el aire de ensayos líricos. Pero ¿cuál es la diferencia? Tomemos en cuenta lo que dice el argentino Ezequiel Martínez Estrada a propósito del ensayo moderno: capaz de “alcanzar cualquier dimensión, desde el aforismo hasta la crónica exhaustiva” y donde caben “con idéntica licitud el escolio, el relato, el panfleto, el panegírico”. López Velarde, primer cronista moderno de la Ciudad de México.

Sorprende que Monsiváis no lo haya incluido en su antología de la crónica en México. Será por su acento heterodoxo, reformador. Pues así como Manuel P. Ponce renovó la música nacional dándole la vuelta al romanticismo, puede que López Velarde haya modificado la crónica urbana otorgándole un tono más íntimo, moderno y no tanto modernista. Como Herrán con su pintura. ¿Acaso el arte del siglo XX comienza aquí con estos tres de Aguascalientes? Sólo faltarían Anita Brenner y José Guadalupe Posada.

En las crónicas de López Velarde percibimos la preeminencia de las personas y los ambientes sobre los lugares y acontecimientos, demostrando que la lírica es, en el fondo, el alma de la crónica. ¿Relatar la ciudad como un medio para alcanzar el corazón de las personas? Más bien al revés: la gente como una excusa para explicar el temperamento de una ciudad. Que al final es el temperamento propio. Como Modiano y París, o Magris y Centroeuropa. No es tanto lo que sucede, sino lo que le sucede al autor.

Detengámonos en “La avenida Madero” (8 de marzo de 1917):

Plateros… San Francisco… Madero… Nombres varios para el caudal único, para el pulso único de la ciudad. No hay una de las veinticuatro horas en que la Avenida no conozca mi pisada. Le soy adicto, a sabiendas de su carácter utilitario […] Cuando vine a México a radicarme, yo tenía ya la ropa tendida a secar. Por ello he sido un observador suficiente de las congestiones políticas, menos cuando en la banqueta del Cine Palacio, al consumarse el cuartelazo, me robaron mi reloj unos energúmenos que vitoreaban a la Ciudadela […] En un café situado frente a San Felipe conocí al autor de Lascas […] Recuerdo la tempestad que se alzó en la Cámara de Diputados con la declaración de un orador de que la Avenida era el vicio ambulante. No flota en ella, ciertamente, olor a santidad; pero tampoco escasean los honestos vehículos […] Acuden familias de riqueza intempestiva y de indumentaria chillante, mas sin portillo moral. Acuden los vestigios de nuestra llamada aristocracia, fieramente colonial y erizada de ayunos y de abstitencias […] Estas muchachitas, que para atravesar de una a otra acera de cogen de la mano y construyen así la tímida cadena (a la una, a las dos, a las tres), temen a los automóviles fundamentalmente […] He comprendido a las sociedades protectoras de animales al asistir a la tragedia de los caballos que, en las fechas lluviosas, azotan contra el barro. Desde la esquina del Salón Rojo he sentido renacer una salvaje piedad en favor de las explotadas bestias […] Conocí a un demente que me despertaba a deshora para repetirme: “Plateros fue una calle, luego una rue, y hoy es una street”. No creo lo último. Pero me inquieta el porvenir al pensar en los letreros en inglés de la Avenida y en el templo protestante que la flanquea.

Madero era por aquel entonces el tontódromo de la ciudad, como quien dice, por donde paseaban los gomosos que ya no pudo dibujar Gutiérrez Nájera: “Familias de riqueza intempestiva”, “sin portillo moral” y de cariz “fieramente colonial” que se reunían en El Globo para oír la orquesta de banjos, o en Lady Baltimore a degustar el panqué de pasas y tal vez comentar los artículos de la revista de arte Don Quijote o los diálogos de la novela Los de abajo de Mariano Azuela, novedad importante para los lectores duchos. Sin sospechar muchos de ellos que bien pronto arribarían modas tan chirriantes –o fascinantes, según– como el art déco, la arquitectura neocolonial, las pelonas, el charleston y el jazz, el tenis y el culturismo y la higiene corporal y mental, la proliferación de tés danzantes, el Chanel No. 5, las palmeras como elemento urbano, la radiodifusión…

El muralismo acechando a la vuelta de la esquina (siendo López Velarde un predecesor del mismo, según Gabriel Zaid), lo mismo que el estridentismo, la revista Contemporáneos y los trabajos artísticos de Tina Modotti y Manuel Álvarez Bravo, de Nahui Olin y Manuel Rodríguez Lozano. La tendencia de las escuelas de pintura al aire libre apenas naciendo. Pero es como si nuestro cronista transitara ajeno a todo aquello (a diferencia del mundano y súper enterado Alfonso Reyes), concentrándose más en un reloj robado, el encuentro con el poeta Díaz Mirón y hasta el maltrato animal.

Como un Joseph Roth local, “observador suficiente” más que participante, pueblerino en medio de la acción, dipsómano de lo mínimo que escribe con la mano izquierda (tomo la imagen de la obra de teatro Retrato hablado de Juan Villoro), logrando hacerse a un lado, elegantemente, para dejarnos ver. Estamos, pues, ante una crónica “menos externa, más preciosa” (frase salida de su terso ensayo “Novedad de la Patria”). De aquello que piensa y siente el escritor –más que un flâneur, un ciudadano– al caminar por la calle. Sin competir con el cine ni la fotografía, incapaces de alcanzar por aquel entonces el paisaje íntimo al que apelaba el psicoanálisis; la trayectoria irregular de un bailarín que, a decir de Villaurrutia, seguía López Velarde al escuchar una música interior.

Su obra se nutrió de “una existencia común y corriente”, propone Pacheco. “Espejos verbales de una vida gris”, abona Sheridan. “Arte aldeano y arte complicado”, apostilla Reyes tal vez enfurruñado. “Yo, sin ser la Capital, sentíame otra necrópolis”, concluye el propio López Velarde, autártico cronista de lo humilde engrandecido y la Patria hacia dentro. “Pozo metafísico”, total, que puede servir de abrevadero para las subsecuentes generaciones de cronistas urbanos: los hijos que no tuvo Ramón: su verdadera obra maestra.

16 de diciembre de 2021

La entrada López Velarde, cronista de la Ciudad de México se publicó primero en La Tempestad.



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