Lo que vemos
Contrario a lo que dice Amitav Ghosh en El gran desvarío (2016), las ficciones climáticas siempre han existido, y en las últimas décadas su producción ha sido masiva. Desde la ciencia ficción, la ficción especulativa e incluso el realismo la crisis climática impregna muchos de los relatos literarios o cinemáticos estadounidenses que consumimos. En el cine, desde la saga de Sharknado, la de Los vengadores o El día después de mañana (2004) hasta Mad Max: Furia en el camino (2015) y Duna (2021), y en la televisión en series como Our Planet e incluso Game of Thrones, el permeable tema de la crisis climática como una catástrofe inevitable, proveniente de una amenaza exterior, se presenta como el síntoma de una angst, un duelo y una decadencia más propias de un imperio anglófono en ruinas que de una condición universal.
Sin embargo, en lugar de reconocer esos productos culturales como manifestaciones de una nación específica enmarcadas en una temporalidad concreta y promovidas por un todavía vigente poder mediático-militar –el Universo Marvel, por ejemplo, ha sido la manera en que la sociedad estadounidense ha naturalizado, por un lado, la existencia de tecnomultimillonarios como Elon Musk y, por otro, su militarización a partir del 11-S–, tomamos esas ficciones como nuestras, sobre todo las que tratan de un tema que concierne a la humanidad.
La estructura de esas narraciones es espectacular, tremendista y extremista porque se presenta en opuestos: un mal absoluto contra un bien absoluto, con temas como la familia heteropatriarcal, la cooperación militar –no humanitaria–, el sacrificio del héroe para salvaguardar el orden, etc. Además, impregnadas de paranoia anticomunista, configuran las crisis como amenazas exteriores encarnadas en el cuerpo de la otredad: el alienígena, el zombie, el supervillano –casi siempre de nacionalidad rusa– capaz de manipular armas biológicas de destrucción masiva, eventos naturales inesperados o eventos espaciales, por ejemplo un cometa a punto de impactar la Tierra.
No miren arriba
En esta última categoría entra la película más popular y comentada de Netflix en estos momentos, No miren arriba (Don’t Look Up, 2021), dirigida por Adam McKay, uno de los comediógrafos más prolijos de Hollywood en las últimas décadas, que comenzó su carrera como guionista de Saturday Night Live y luego escribió y dirigió icónicos filmes hasta alcanzar un cierto reconocimiento de la crítica con La gran apuesta (2015). Su última entrega, también una comedia, es protagonizada por Jennifer Lawrence y Leonardo DiCaprio –la nueva cara del activismo climático hollywoodiense–, acompañados por una serie de celebridades tan disímiles como Jonah Hill y Meryl Streep, Ariana Grande y Cate Blanchett, confirmando así una estrategia muy común del establishment liberal: usar a las celebridades para “crear conciencia” (raising awareness).
La premisa del filme es simple: un par de astrónomos, Kate Dibiasky y Randall Mindy –personaje basado en el climatólogo Michael Mann, uno de los científicos injustamente atacados por el escándalo del Climagate de 2009, que en realidad fue una conspiración para minar la ciencia climática–, descubre por accidente que un cometa se dirige a la Tierra y su impacto, calculado en seis meses, podría generar un evento de extinción masiva. Al presentar su caso al gobierno de Estados Unidos son recibidos por una presidenta indiferente, narcisista y cínica –amalgama de políticos como Vladímir Putin, Donald Trump y Hillary Clinton–, controlada por una parodia de multimillonario, mitad Jeff Bezos, mitad Elon Musk, que pagó su campaña electoral.
Durante la película los científicos intentan alertar al público estadounidense del peligro inminente que se avecina sobre la humanidad, pero al hacerlo se ven envueltos en una sátira mediática y política de frivolidad, desinformación, enredos románticos y sexuales que minimizan la gravedad de la amenaza. Esta circunstancia, se supone, es una metáfora de la crisis climática: tanto los gobiernos como los medios masivos no están actuando con la seriedad que la situación demanda desesperadamente.
De esta manera, No miren arriba pasa del registro ficcional al documental tratando de representar las distintas aristas de temas muy álgidos que bien pueden ser interpretados como cualquier otro fenómeno social, digamos la pandemia, el fascismo o la desigualdad económica. No obstante, por mucho que se esfuerza en parodiar esa realidad, el intento cae en lo grotesco porque la realidad misma ya es una parodia dolorosa, sobre todo en Estados Unidos. No miren arriba es una copia fiel de lo que intenta disfrazar, es decir, es la farsa de la farsa. Dependiendo del lente ideológico con que lo veamos, es un acierto o una falla.
La crisis climática no es una metáfora
A mi parecer el filme es ambas cosas. Por un lado, al hacer pasar la realidad climática por un cometa, o sea por una amenaza exterior inesperada, rehúye su propósito, ya que se coloca el conflicto en un campo neutro. La crisis climática no es un evento espontáneo surgido de la nada; por el contrario, es un evento fabricado al menos desde que, en la década de 1830, en el condado de Lancashire, Inglaterra, la nueva clase capitalista industrial decidió usar carbón para operar máquinas y controlar a los obreros, para así incrementar la acumulación de capital.
Además de contaminar con sus industrias, el modo de vida imperial de los más ricos, según el reporte de 2021 de Oxfam y el Institute for European Environmental Policy, es incompatible con el objetivo de mantener el aumento de temperatura global debajo de 1.5 grados, mientras que las emisiones de los más pobres del mundo no aumentarán en absoluto hacia 2030. Esto quiere decir que, aun si elimináramos las emisiones de 50% de la población más pobre, la de unos cuatro mil millones de personas, los ricos por sí solos podrían colapsar el planeta entero. Esto está muy bien presentado No miren arriba a través del personaje de Peter Isherwell (Mark Rylance), el multimillonario que al final desecha los planes del gobierno de desviar al cometa, porque descubre que viene cargado de minerales imprescindibles para la fabricación de tecnología de la cual él es dueño.
La premisa del filme coloca a los científicos como únicos sujetos políticos y únicas víctimas de la situación, una postura liberal utilizada por Greta Thunberg y luego por Joe Biden en su campaña para la presidencia, mientras que la clase trabajadora es manipulada por el populismo negacionista de derecha. No es casualidad que la comunidad científica se haya sentido representada honestamente en la película. Pero los científicos no son críticos de cine ni mucho menos expertos en teoría crítica.
Tampoco son los perseguidos o asesinados por la causa: esas desgracias siguen recayendo en países del Sur global, que, como es clásico en este tipo de películas catastrofistas de Hollywood, son apenas representados como entes pasivos: Chile, el país en el que caerá el cometa, no figura, y las otras potencias económicas y militares –China, Rusia– al parecer no saben construir naves espaciales y fracasan en su intento de salvar a la humanidad. La única esperanza es el país responsable de 40% de emisiones de gases de efecto invernadero desde 1850.
Vuelvo al principio: No miren arriba es el espejo de una sociedad específica cuya moralidad imperial está en crisis y, por ello, se repliega en su propio horror al ver cómo los valores liberales que tanto ensalza son trastornados por el tsunami del trumpismo, la desigualdad económica y el ultranacionalismo. El cometa no es el verdadero problema en la película sino la sociedad estadounidense derrotada, fagocitándose a sí misma. Timothy Morton, en Humankind: Solidarity with Nonhuman People (2017), lo describe muy bien: la extinción masiva “es el momento más significativo para todas las formas de vida en el planeta desde que los dinosaurios fueron arrasados por un asteroide, y no podemos verlo directamente, sólo vemos sus retazos espaciotemporales. Nosotros somos el asteroide… Un desastre apocalíptico (literalmente, una falla estelar) no viene del espacio exterior a matarnos. Somos nosotros mismos”. Por esto el final de No miren arriba es –religiosamente– fatalista y poco político, a pesar de tratarse de una sátira política.
En ningún momento se propone o sugiere un movimiento social organizado, una resistencia indígena, un cuestionamiento del sistema económico, ni siquiera una responsabilidad histórica –ExxonMobil, Shell, BP, etc.– o de justicia climática –países pobres, pueblos indígenas, organización colectiva. De hecho, el sitio de la película propone acciones individualistas a la crisis climática, entre ellas comer menos carne, usar focos LED, manejar autos eléctricos, reciclar y practicar el mindfulness.
La tragedia se presenta, en suma, no como una oportunidad de cambiar el sistema sino de resanar sus contradicciones, dejando de lado las relaciones sociales históricas producidas por él, la causa última de una tragedia que no tiene nada de desastre natural ni de inesperado. Ni mucho menos es una metáfora: para millones de personas alrededor del mundo es ya, desgraciadamente, una realidad insoportable.
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