martes, 31 de mayo de 2022

Una prosa íntima

La primera ocasión en que leí a Marcel Proust se me presentó el dilema de continuar o no Por el camino de Swann: me costaba digerir las sensiblerías que estaba leyendo. Pero esas frases que se prologaban sin fin, revelando inflexiones, matices, una fuerza y al mismo tiempo una delicadeza en el tono que no leí antes ni después en ningún otro autor, extendieron mi lectura a lo largo de los siete tomos que integran En busca del tiempo perdido.

Con esto no trato de decir que Interiores, de Gabriel Bernal Granados, es un libro cursi, mucho menos que tuve deseos de abandonarlo. Me pasó con este título lo mismo que con la escritura del célebre escritor francés: me pregunté hacia dónde me quería conducir el autor. En el relato sobre una representación teatral de El mago de Oz durante los años de la escuela primaria me puso alerta el tono conversacional, notable desde la primera página del libro. Pronto estaba embebido en la narración, mientras sentía nostalgia por una experiencia que me era totalmente ajena, y me di cuenta de que no tenía otro origen que el carácter íntimo de la prosa. Pero mi cautela no fue gratuita: de repente el texto había perdido su naturaleza narrativa y me encontraba leyendo, sin ningún tipo de preámbulo, una especie de ensayo que poco a poco me revelaba que El mago de Oz es todo menos un cuento inocente.

Este mismo salto reflexivo, por así llamarlo, ocurrió con el siguiente relato, en el que también persiste la edad de la infancia, aunque en esta ocasión relacionada con un tema por completo –al menos para mí– inesperado: la complicidad de tres hermanos que tiene como pretexto el futbol americano, puntualmente la admiración por el mariscal de campo Dan “El Montañés” Fouts, capaz de disparar pases precisos para lograr touchdowns de último momento. Fuera de las canchas de la NFL –nos dice Bernal Granados– Fouts solía vivir completamente aislado en medio del bosque, en una cabaña que él mismo construyó, con lo que se ganó el apodo de “El Montañés”. “Dan Fouts tenía algo de Henry David Thoreau”, dice el narrador, y agrega: “A su manera, era un marginado y un sabio, que renegaba o postergaba todo aquello que con el tiempo se convirtió en el material del que están hechos los iconos deportivos de ahora: glamur y escándalo”. De un momento a otro, el ex mariscal de campo de los Cargadores de San Diego dejó de ser un ídolo deportivo para transformarse en una especie de paisajista de la Escuela de Barbizon que escapa de la civilización industrializada para adentrarse en la naturaleza inhóspita, o en uno de esos campesinos sabios, silenciosos y agrestes que Martin Heidegger describió en Caminos de bosque.

Los saltos reflexivos son, me parece, la parte medular de la composición de los once relatos que conforman Interiores. Las meditaciones conducen a recuerdos –o viceversa– que en apariencia no guardan ninguna relación, pero que encuentran un mismo sendero al final del relato, al tiempo que generan el carácter nostálgico de la prosa. El ciclismo como práctica apasionada de la infancia se transforma, en la edad adulta, en una afición pasiva que documenta todo acerca del ciclismo profesional, para más tarde descubrir un suceso familiar doloroso. La evocación de una ex novia, a la que el autor rastrea en la memoria a través de una composición de Arvo Pärt, abre cavilaciones sobre la ausencia. La preocupación por el avance del trabajo conduce al recuerdo de un amigo de la juventud, que sin empacho declaraba que lo suyo era “vaguear”, no hacer nada productivo en la vida. Las cavilaciones sobre la adolescencia y la experiencia del tabaco y la marihuana convocan una canción extraviada en los años ochenta.

Estos “saltos” resultan más evidentes y vertiginosos en la parte final del libro, cuando el autor narra –a través de notas en forma de diario– los días y paseos en la Península de Yucatán, mientras inserta apuntes y pasajes de libros que lo acompañan durante su estancia. Se trata de lecturas influidas por el entorno, por habitaciones de hoteles, al tiempo que el narrador sale de ellas notablemente afectado, lo que incide en su manera de percibir la región por la que viaja. Surgen pequeñas frases que flotan estáticas entre paseos y lecturas: “¿A qué huele una botella vacía? A finitud y olvido”. Lejos de ser un libro nostálgico –como afirma Bernal Granados en la nota de presentación–, Interiores esconde bien su verdadera intención: el deseo de totalidad, de indagar y contener todo en la escritura.

Ante la cita de un antiguo maestro que habló –en alusión al alfabeto griego– de la escritura como dibujo, advertí que vendrían páginas relacionadas con un tema que sigo desde hace algunos años en la producción de Gabriel Bernal Granados: el análisis pictórico, el estrecho vínculo entre la pintura y la historia de la literatura. El procedimiento no varía con relación a otros títulos del autor: también aquí hay, inicialmente, descripciones vívidas, precisas y detalladas del objeto plástico –pinturas de Carpaccio, Caravaggio, Schiele, Degas y Picasso–, aunque después, con el paso de las páginas, la prosa genera su propia pintura, se apodera de ella revelando –o incluso incorporando– elementos que antes no eran evidentes en el objeto. Se confirma la cualidad que Van de Velde otorgaba a la pintura: contener lo invisible.

Gabriel Bernal Granados, Interiores, Odradek, México, 2022

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Una prosa íntima

La primera ocasión en que leí a Marcel Proust se me presentó el dilema de continuar o no Por el camino de Swann: me costaba digerir las sensiblerías que estaba leyendo. Pero esas frases que se prologaban sin fin, revelando inflexiones, matices, una fuerza y al mismo tiempo una delicadeza en el tono que no leí antes ni después en ningún otro autor, extendieron mi lectura a lo largo de los siete tomos que integran En busca del tiempo perdido.

Con esto no trato de decir que Interiores, de Gabriel Bernal Granados, es un libro cursi, mucho menos que tuve deseos de abandonarlo. Me pasó con este título lo mismo que con la escritura del célebre escritor francés: me pregunté hacia dónde me quería conducir el autor. En el relato sobre una representación teatral de El mago de Oz durante los años de la escuela primaria me puso alerta el tono conversacional, notable desde la primera página del libro. Pronto estaba embebido en la narración, mientras sentía nostalgia por una experiencia que me era totalmente ajena, y me di cuenta de que no tenía otro origen que el carácter íntimo de la prosa. Pero mi cautela no fue gratuita: de repente el texto había perdido su naturaleza narrativa y me encontraba leyendo, sin ningún tipo de preámbulo, una especie de ensayo que poco a poco me revelaba que El mago de Oz es todo menos un cuento inocente.

Este mismo salto reflexivo, por así llamarlo, ocurrió con el siguiente relato, en el que también persiste la edad de la infancia, aunque en esta ocasión relacionada con un tema por completo –al menos para mí– inesperado: la complicidad de tres hermanos que tiene como pretexto el futbol americano, puntualmente la admiración por el mariscal de campo Dan “El Montañés” Fouts, capaz de disparar pases precisos para lograr touchdowns de último momento. Fuera de las canchas de la NFL –nos dice Bernal Granados– Fouts solía vivir completamente aislado en medio del bosque, en una cabaña que él mismo construyó, con lo que se ganó el apodo de “El Montañés”. “Dan Fouts tenía algo de Henry David Thoreau”, dice el narrador, y agrega: “A su manera, era un marginado y un sabio, que renegaba o postergaba todo aquello que con el tiempo se convirtió en el material del que están hechos los iconos deportivos de ahora: glamur y escándalo”. De un momento a otro, el ex mariscal de campo de los Cargadores de San Diego dejó de ser un ídolo deportivo para transformarse en una especie de paisajista de la Escuela de Barbizon que escapa de la civilización industrializada para adentrarse en la naturaleza inhóspita, o en uno de esos campesinos sabios, silenciosos y agrestes que Martin Heidegger describió en Caminos de bosque.

Los saltos reflexivos son, me parece, la parte medular de la composición de los once relatos que conforman Interiores. Las meditaciones conducen a recuerdos –o viceversa– que en apariencia no guardan ninguna relación, pero que encuentran un mismo sendero al final del relato, al tiempo que generan el carácter nostálgico de la prosa. El ciclismo como práctica apasionada de la infancia se transforma, en la edad adulta, en una afición pasiva que documenta todo acerca del ciclismo profesional, para más tarde descubrir un suceso familiar doloroso. La evocación de una ex novia, a la que el autor rastrea en la memoria a través de una composición de Arvo Pärt, abre cavilaciones sobre la ausencia. La preocupación por el avance del trabajo conduce al recuerdo de un amigo de la juventud, que sin empacho declaraba que lo suyo era “vaguear”, no hacer nada productivo en la vida. Las cavilaciones sobre la adolescencia y la experiencia del tabaco y la marihuana convocan una canción extraviada en los años ochenta.

Estos “saltos” resultan más evidentes y vertiginosos en la parte final del libro, cuando el autor narra –a través de notas en forma de diario– los días y paseos en la Península de Yucatán, mientras inserta apuntes y pasajes de libros que lo acompañan durante su estancia. Se trata de lecturas influidas por el entorno, por habitaciones de hoteles, al tiempo que el narrador sale de ellas notablemente afectado, lo que incide en su manera de percibir la región por la que viaja. Surgen pequeñas frases que flotan estáticas entre paseos y lecturas: “¿A qué huele una botella vacía? A finitud y olvido”. Lejos de ser un libro nostálgico –como afirma Bernal Granados en la nota de presentación–, Interiores esconde bien su verdadera intención: el deseo de totalidad, de indagar y contener todo en la escritura.

Ante la cita de un antiguo maestro que habló –en alusión al alfabeto griego– de la escritura como dibujo, advertí que vendrían páginas relacionadas con un tema que sigo desde hace algunos años en la producción de Gabriel Bernal Granados: el análisis pictórico, el estrecho vínculo entre la pintura y la historia de la literatura. El procedimiento no varía con relación a otros títulos del autor: también aquí hay, inicialmente, descripciones vívidas, precisas y detalladas del objeto plástico –pinturas de Carpaccio, Caravaggio, Schiele, Degas y Picasso–, aunque después, con el paso de las páginas, la prosa genera su propia pintura, se apodera de ella revelando –o incluso incorporando– elementos que antes no eran evidentes en el objeto. Se confirma la cualidad que Van de Velde otorgaba a la pintura: contener lo invisible.

Gabriel Bernal Granados, Interiores, Odradek, México, 2022

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jueves, 26 de mayo de 2022

El ciclo completo de los nómadas digitales

Hay un cuento de Clifford D. Simak que narra un mundo del futuro donde las ciudades son paulatina pero inexorablemente abandonadas. El viaje por la carretera se vuelve una forma de vida, y las personas crean comunidades de tráilers que se instalan a la vera del camino. Las instituciones que conocemos –iglesias, escuelas, clubes deportivos– comienzan a perder miembros, luego sentido, y el gobierno no existe nada más que para mantener las rutas en condiciones transitables. En una época en que los futuros posibles planteados por los escritores estadounidenses de ciencia ficción presentaban ciudades cada vez más monstruosas y complejas, inaugurando el ciberpunk, Simak cultivaba relatos bucólicos y rurales, plenos de predicciones crepusculares y melancólicas.

Durante muchos años la ciencia ficción asoció la hipertecnología con las megalópolis. Probablemente inspirados en el modelo urbano japonés, los escritores combinaron sobrepoblación, biorrobotización, drogas y desilusión creando el ciberpunk y poniéndolo como una postal inexorable de lo que vendrá. Sin embargo el mundo del futuro, que podemos empezar a vislumbrar en 2022, tiene una tendencia muy diferente. Las grandes ciudades comienzan a vaciarse, la accesibilidad de productos y servicios se extiende a las áreas menos pobladas, las tendencias en los estilos de vida son el espacio, la luz natural, la comida orgánica, las huertas hidropónicas. Las grandes urbes deshumanizadas, las tribus urbanas afectadas por implantes robóticos, la comida sintética y las máquinas expendedoras de drogas aparecen como una postal vintage de un mundo alternativo que nunca terminó de formarse.

Nuevos homeless

El relato de Simak se llama “Ciclo completo” y de hecho da nombre a su antología definitiva de cuentos, lo que da muestra del profundo significado que tiene en su literatura. El doctor Ambrose Wilson recibe una carta de la universidad donde trabaja, anunciándole que la institución educativa cerrará por falta de alumnos. Wilson, un profesor de historia prácticamente jubilado, queda sin propósito ni sustento en un mundo que se desarma. La tendencia es comprar una casa rodante y salir a las rutas, vivir atravesando paisajes naturales, cultivar vegetales en huertas, formar comunidades de personas que buscan una existencia que se contrapone a la alienación de las grandes ciudades. Wilson se asocia con la familia de su vecino de mediana edad y juntos salen a unirse a esta nueva forma de vida. Para él es difícil encajar en un mundo de nómadas, ya que el viaje perpetuo está disociado de la tradición, y por lo tanto de la historia, su disciplina. En las comunidades no buscan docentes, sino oficios prácticos. ¿Qué enseñar en un mundo donde nadie quiere aprender?

Desde la pandemia de 2020 las grandes ciudades dejaron de ser atractivas. La contaminación, el tráfico, la abundancia de alimentos procesados, la aglomeración, la precariedad de la vivienda, el encarecimiento del costo de vida llevó a cierta clase de personas a convertirse en lo que se dio a llamar nómadas digitales. Las nuevas tecnologías del trabajo y la financiación remota brindaron herramientas para que exista lo que se podría llamar una “cultura etérea”, donde lo intangible es un valor por encima de lo concreto. Y los etéreos se asientan allí donde la combinación de urbanismo y naturaleza sea armónica, donde el Internet funcione razonablemente y sus pasaportes les permitan quedarse, desde pueblos de playa en las costas turísticas del mundo hasta ciudades agrarias del interior de Europa, o exóticas capitales con beneficios en el tipo de cambio con culturas atractivas como México, Madrid o Buenos Aires.

Usted, estimado lector, probablemente los ha visto tecleando sus laptops en cafés de especialidad, hablando por auriculares con Bluetooth mientras caminan por una playa, haciendo footing en las ciclovías de su ciudad y deteniéndose para revisar la cotización de las criptomonedas o admirar los productos artesanales de los vendedores ambulantes locales. Habitan departamentos rentados por Airbnb, tienen trabajos 100% remotos, cobran en cripto y rara vez se quedan más de tres meses en un lugar. Beben jugos orgánicos, ordenan platillos regionales y café de altura en mesas pintadas con frases motivadoras, pasean en bicicleta a media tarde y consumen toda clase de drogas en antros nocturnos de jueves a domingo.

Hay algunas diferencias entre los arquetipos del relato y los que vimos realmente. Los nómadas de Simak eran rústicos, practicaban oficios manuales, manejaban sus propios vehículos y estaban listos para una vida ruda. Los actuales, por el contrario, tienden al ocio, a los trabajos cognitivos en videoconferencias, y cultivan su cuerpo sólo para mantenerlo saludable. La rusticidad, para ellos, es únicamente estética. Sin embargo, el espíritu es el mismo: desprenderse de la vida urbana y desenvolverse en un entorno natural profundamente domesticado. Son nuevos homeless: gente sin residencia fija, para quienes la estabilidad no es un valor, sino la aventura de lo inesperado, del riesgo calculado de vivir en el cambio sostenido por un colchón de dinero y una cultura social y privilegios raciales que les permite desenvolverse más o menos bien en cualquier sociedad parecida a la de su origen. Como personajes de la publicidad, fluyen cómodamente en las rutas del capitalismo transnacional, donde el dinero cruza fronteras más fácilmente que cualquier pasaporte.

Degradé institucional

El relato de Simak nunca fue considerado anticipatorio. Sus textos siempre fueron leídos con cierta indulgencia, en parte por el gran cariño personal y la admiración que sentían sus colegas más famosos por él, en parte porque su tono melancólico recordaba al mejor Bradbury. Pero en “Círculo completo” existen muchos elementos que hoy vemos como verdaderas predicciones. Uno es la disolución práctica del gobierno nacional. En un mundo de nómadas el Estado es una estructura sin sentido, cada vez más despojada de funciones y financiamiento. Mientras otras historias contemporáneas imaginaban grandes ciudades gobernadas por ambiciosas dictaduras de control, hoy vemos cómo los gobiernos se están transformando en meros administradores de tributos, cada vez más dedicados a las obras públicas menores y a la gerencia de servicios tercerizados. La iniciativa privada se apoderó de los grandes proyectos: las obras que cambian la vida cotidiana, la conquista del espacio, las telecomunicaciones.

El centro del Estado es la ciudadanía, y para que ésta exista la residencia es indispensable. La cultura moderna se basa en la idea de inmovilidad. Las escuelas, las bibliotecas públicas, las áreas culturales, las galerías, los museos y los centros deportivos, desde las escuderías futbolísticas hasta los torneos de rugby: todo esto necesita un sentido de pertenencia para subsistir. Un surfista que va de playa en playa montando olas no es el deportista que necesitan las olimpíadas para continuar existiendo como máxima institución. Un criptoartista que vende a través del mercado de NFTs amenaza a las galerías y los museos. Un alumno de cursos de Google no asiste a las escuelas y universidades. Un viajero que pasa tres meses en cada destino no paga impuesto predial, ni patente automotor, ni está atado a las directivas estatales más que para trámites de aduana.

El crecimiento de los nómadas digitales amenaza la existencia de las instituciones, tal y como marca Simak en el demoledor inicio de su relato. La pandemia de 2020 aceleró muchas tendencias que venían asomándose en las sociedades más gentrificadas. Los etéreos nómadas digitales son uno de los arquetipos que estallaron por la contingencia sanitaria, y hoy son más atractivos para el mercado –carente de fronteras– que para los gobiernos e instituciones tradicionales –anclados en los paradigmas de la residencia fija y la pertenencia local.

¿Cuáles serán las instituciones de los nómadas? El proyecto de Elon Musk para que sus satélites brinden internet en las áreas donde es más difícil llegar completará el ecosistema tecnológico para las comunicaciones y transmisiones que sostienen ese estilo de vida. ¿Se convertirán las ciudades, los gobiernos, las escuelas y las oficinas en templos en ruinas de un pasado remoto? ¿Serán las carreteras el único espacio físico donde sobrevive la vieja era? Las identidades locales se esfuman en un mundo que tiende a crear una clase social que habita todos los lugares gentrificados al mismo tiempo, hasta que el escudo nacional que represente a los jóvenes programadores en sus laptops sea la mujer con un vaso de café de Starbucks.

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El ciclo completo de los nómadas digitales

Hay un cuento de Clifford D. Simak que narra un mundo del futuro donde las ciudades son paulatina pero inexorablemente abandonadas. El viaje por la carretera se vuelve una forma de vida, y las personas crean comunidades de tráilers que se instalan a la vera del camino. Las instituciones que conocemos –iglesias, escuelas, clubes deportivos– comienzan a perder miembros, luego sentido, y el gobierno no existe nada más que para mantener las rutas en condiciones transitables. En una época en que los futuros posibles planteados por los escritores estadounidenses de ciencia ficción presentaban ciudades cada vez más monstruosas y complejas, inaugurando el ciberpunk, Simak cultivaba relatos bucólicos y rurales, plenos de predicciones crepusculares y melancólicas.

Durante muchos años la ciencia ficción asoció la hipertecnología con las megalópolis. Probablemente inspirados en el modelo urbano japonés, los escritores combinaron sobrepoblación, biorrobotización, drogas y desilusión creando el ciberpunk y poniéndolo como una postal inexorable de lo que vendrá. Sin embargo el mundo del futuro, que podemos empezar a vislumbrar en 2022, tiene una tendencia muy diferente. Las grandes ciudades comienzan a vaciarse, la accesibilidad de productos y servicios se extiende a las áreas menos pobladas, las tendencias en los estilos de vida son el espacio, la luz natural, la comida orgánica, las huertas hidropónicas. Las grandes urbes deshumanizadas, las tribus urbanas afectadas por implantes robóticos, la comida sintética y las máquinas expendedoras de drogas aparecen como una postal vintage de un mundo alternativo que nunca terminó de formarse.

Nuevos homeless

El relato de Simak se llama “Ciclo completo” y de hecho da nombre a su antología definitiva de cuentos, lo que da muestra del profundo significado que tiene en su literatura. El doctor Ambrose Wilson recibe una carta de la universidad donde trabaja, anunciándole que la institución educativa cerrará por falta de alumnos. Wilson, un profesor de historia prácticamente jubilado, queda sin propósito ni sustento en un mundo que se desarma. La tendencia es comprar una casa rodante y salir a las rutas, vivir atravesando paisajes naturales, cultivar vegetales en huertas, formar comunidades de personas que buscan una existencia que se contrapone a la alienación de las grandes ciudades. Wilson se asocia con la familia de su vecino de mediana edad y juntos salen a unirse a esta nueva forma de vida. Para él es difícil encajar en un mundo de nómadas, ya que el viaje perpetuo está disociado de la tradición, y por lo tanto de la historia, su disciplina. En las comunidades no buscan docentes, sino oficios prácticos. ¿Qué enseñar en un mundo donde nadie quiere aprender?

Desde la pandemia de 2020 las grandes ciudades dejaron de ser atractivas. La contaminación, el tráfico, la abundancia de alimentos procesados, la aglomeración, la precariedad de la vivienda, el encarecimiento del costo de vida llevó a cierta clase de personas a convertirse en lo que se dio a llamar nómadas digitales. Las nuevas tecnologías del trabajo y la financiación remota brindaron herramientas para que exista lo que se podría llamar una “cultura etérea”, donde lo intangible es un valor por encima de lo concreto. Y los etéreos se asientan allí donde la combinación de urbanismo y naturaleza sea armónica, donde el Internet funcione razonablemente y sus pasaportes les permitan quedarse, desde pueblos de playa en las costas turísticas del mundo hasta ciudades agrarias del interior de Europa, o exóticas capitales con beneficios en el tipo de cambio con culturas atractivas como México, Madrid o Buenos Aires.

Usted, estimado lector, probablemente los ha visto tecleando sus laptops en cafés de especialidad, hablando por auriculares con Bluetooth mientras caminan por una playa, haciendo footing en las ciclovías de su ciudad y deteniéndose para revisar la cotización de las criptomonedas o admirar los productos artesanales de los vendedores ambulantes locales. Habitan departamentos rentados por Airbnb, tienen trabajos 100% remotos, cobran en cripto y rara vez se quedan más de tres meses en un lugar. Beben jugos orgánicos, ordenan platillos regionales y café de altura en mesas pintadas con frases motivadoras, pasean en bicicleta a media tarde y consumen toda clase de drogas en antros nocturnos de jueves a domingo.

Hay algunas diferencias entre los arquetipos del relato y los que vimos realmente. Los nómadas de Simak eran rústicos, practicaban oficios manuales, manejaban sus propios vehículos y estaban listos para una vida ruda. Los actuales, por el contrario, tienden al ocio, a los trabajos cognitivos en videoconferencias, y cultivan su cuerpo sólo para mantenerlo saludable. La rusticidad, para ellos, es únicamente estética. Sin embargo, el espíritu es el mismo: desprenderse de la vida urbana y desenvolverse en un entorno natural profundamente domesticado. Son nuevos homeless: gente sin residencia fija, para quienes la estabilidad no es un valor, sino la aventura de lo inesperado, del riesgo calculado de vivir en el cambio sostenido por un colchón de dinero y una cultura social y privilegios raciales que les permite desenvolverse más o menos bien en cualquier sociedad parecida a la de su origen. Como personajes de la publicidad, fluyen cómodamente en las rutas del capitalismo transnacional, donde el dinero cruza fronteras más fácilmente que cualquier pasaporte.

Degradé institucional

El relato de Simak nunca fue considerado anticipatorio. Sus textos siempre fueron leídos con cierta indulgencia, en parte por el gran cariño personal y la admiración que sentían sus colegas más famosos por él, en parte porque su tono melancólico recordaba al mejor Bradbury. Pero en “Círculo completo” existen muchos elementos que hoy vemos como verdaderas predicciones. Uno es la disolución práctica del gobierno nacional. En un mundo de nómadas el Estado es una estructura sin sentido, cada vez más despojada de funciones y financiamiento. Mientras otras historias contemporáneas imaginaban grandes ciudades gobernadas por ambiciosas dictaduras de control, hoy vemos cómo los gobiernos se están transformando en meros administradores de tributos, cada vez más dedicados a las obras públicas menores y a la gerencia de servicios tercerizados. La iniciativa privada se apoderó de los grandes proyectos: las obras que cambian la vida cotidiana, la conquista del espacio, las telecomunicaciones.

El centro del Estado es la ciudadanía, y para que ésta exista la residencia es indispensable. La cultura moderna se basa en la idea de inmovilidad. Las escuelas, las bibliotecas públicas, las áreas culturales, las galerías, los museos y los centros deportivos, desde las escuderías futbolísticas hasta los torneos de rugby: todo esto necesita un sentido de pertenencia para subsistir. Un surfista que va de playa en playa montando olas no es el deportista que necesitan las olimpíadas para continuar existiendo como máxima institución. Un criptoartista que vende a través del mercado de NFTs amenaza a las galerías y los museos. Un alumno de cursos de Google no asiste a las escuelas y universidades. Un viajero que pasa tres meses en cada destino no paga impuesto predial, ni patente automotor, ni está atado a las directivas estatales más que para trámites de aduana.

El crecimiento de los nómadas digitales amenaza la existencia de las instituciones, tal y como marca Simak en el demoledor inicio de su relato. La pandemia de 2020 aceleró muchas tendencias que venían asomándose en las sociedades más gentrificadas. Los etéreos nómadas digitales son uno de los arquetipos que estallaron por la contingencia sanitaria, y hoy son más atractivos para el mercado –carente de fronteras– que para los gobiernos e instituciones tradicionales –anclados en los paradigmas de la residencia fija y la pertenencia local.

¿Cuáles serán las instituciones de los nómadas? El proyecto de Elon Musk para que sus satélites brinden internet en las áreas donde es más difícil llegar completará el ecosistema tecnológico para las comunicaciones y transmisiones que sostienen ese estilo de vida. ¿Se convertirán las ciudades, los gobiernos, las escuelas y las oficinas en templos en ruinas de un pasado remoto? ¿Serán las carreteras el único espacio físico donde sobrevive la vieja era? Las identidades locales se esfuman en un mundo que tiende a crear una clase social que habita todos los lugares gentrificados al mismo tiempo, hasta que el escudo nacional que represente a los jóvenes programadores en sus laptops sea la mujer con un vaso de café de Starbucks.

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¿Adiós a Young Thug?

El pasado 9 de mayo fue arrestado, en Atlanta, Young Thug, nombre con el que es conocido Jeffery Lamar Williams, bajo una larga lista de cargos. De ser encontrado culpable será sentenciado a varias décadas de cárcel. Young Thug tiene 30 años de edad y, de acuerdo con voces que tienen cierta autoridad en el tema, es posiblemente el rapero más talentoso e influyente de su generación. (Yo coincido con esas voces, aunque mi voz carezca de autoridad.)

El proceso está abierto bajo la RICO Act estadounidense (Ley de Organizaciones Corruptas e Influenciadas por Extorsión), que parece diseñada para enfrentar entre sí a miembros de grupos que están en la mira del aparato judicial. De acuerdo con su intrincada aritmética debe probarse un cierto número de delitos cometidos de forma colectiva y otros de forma individual por cada acusado. La forma en que la ha instrumentalizado la justicia de varios estados empieza por otorgar ciertas ventajas, entre las que se cuentan la reducción de penas, a los acusados que se adelanten a “cooperar” (eufemismo de delatar a sus cómplices) en el proceso legal. Así, la RICO funciona las más de las veces como una ley de fomento al snitch (vocablo aplicable al soplón o al acto de delatar). Hasta ahora, en este caso, no ha cumplido su función cabalmente: Gunna, el otro detenido de alto perfil y miembro del mismo colectivo que Young Thug, se declaró inocente y no fue elegible para salir bajo fianza, lo que puede leerse como indicio de que no ha hecho acuerdos de delación.

Young Thug, además de tener un expediente abierto por esta ley, tiene cargos por violar varias leyes estatales y otros derivados del cateo a su casa (armas, drogas, esa canción), luego de que fue detenido. En el tratamiento del caso prácticamente no se hace diferencia entre el sello discográfico que cofundó, Young Stoner Life, y la supuesta organización criminal a la que pertenece, Young Slime Life (ambas con las mismas iniciales, como se ve). El colectivo YSL es, en gran parte gracias a la figura de Young Thug, uno de los más importantes del hip hop en Atlanta, que (en caso de que alguien no lo tenga presente) es la capital contemporánea de este género en Estados Unidos. Diríamos la Atenas del hip hop, con la salvedad de que su obra cultural no se sustenta en el esclavismo, sino que sus creadores son descendientes de esclavos.

La fiscal a cargo del caso, Fani Willis, ha dejado claro que se lanzará tras otras organizaciones que ella etiqueta como bandas criminales. Cuántas de ellas serán colectivos de hip hop es algo que está por verse. De seguir en su empeño, además del daño que causará a las personas enjuiciadas o encarceladas, estará fracturando uno de los movimientos culturales más fértiles de los años recientes en ese país, lo que de hecho ya comenzó a hacer con el desmantelamiento de YSL.

Una buena parte del expediente consiste en la cita de líneas de canciones, tanto de Young Thug como de otros integrantes de YSL, a manera de evidencia de crímenes. Este recurso tiene una larga historia en las cortes estadounidenses, aunque su estandarización no le vuelve menos aberrante: de acuerdo con esto no existe diferencia entre el personaje representado y la persona que lo crea; las letras de las canciones se consideran una especie de diario. Por qué desaparecería la distancia entre autor y personaje en este género específicamente, al contrario de lo que pasa en otras disciplinas artísticas, es algo que no se explicita, aunque probablemente no sea necesario. No puede ser casual que se trate de un género al que se ha señalado una y otra vez por su supuesta influencia corruptora en la niñez y la juventud, y que es, desde hace unas décadas, el más representativo del grupo étnico más criminalizado y que es encarcelado en mayor proporción en el país con la mayor población penitenciaria del planeta.

El uso de los versos de hip hop como evidencia delictiva ha sido, por supuesto, denunciado como una violación a la primera enmienda de la constitución estadounidense (aquella que protege la libertad de expresión, entre otras cosas). Hace unos años se lanzó una propuesta para bloquear a nivel federal esta práctica, que podríamos calificar de paralegal. Estaba firmada por artistas de perfil tan alto como Jay-Z y Killer Mike (de Run the Jewels). Uno de sus frutos ha sido un muy reciente proyecto de ley que prohibiría el recurso en el estado de Nueva York. En el texto de la propuesta se incluyen algunos argumentos que deberían ser obvios, aunque al parecer, para buena parte del sistema de justicia de EEUU, no lo son: Bob Marley no mató al sheriff, a pesar de lo que pueda haber cantado; Johnny Cash no le disparó a un hombre en Reno; Poe no asesinó al anciano de “El corazón delator”.

Es frecuente, casi inevitable, que se plantee el asunto con referencias parecidas. Después de todo, ¿cuál sería el criterio para leer los versos rapeados como una confesión con valor jurídico y, al contrario, establecer un límite nítido entre autor y obra en el resto de los ámbitos de creación artística? Tal vez considerarlo de una forma inversa podría arrojar más luz: si Young Thug afirmara en una canción que ha salvado a Atlanta de cinco ataques terroristas secretos, ¿el congreso estaría obligado a entregarle una medalla?

El uso judicial de los versos de raperos es ya ridículo a priori, y la revisión de algunos casos en que se invoca rebasa lo que podamos imaginar de él. Por mencionar sólo uno: Drakeo the Ruler, asesinado en diciembre de 2021, pasó unos años encarcelado por una acusación de homicidio de la que eventualmente fue exonerado. Además de esa acusación hubo otras, como la de haber tramado el asesinato del rapero RJ. Parte de la evidencia que se citó durante el juicio fueron las letras de una improvisación (freestyle) en la que, palabras más o menos, decía tener a este último atado en la cajuela de su coche. Al momento en que se grabó el freestyle, RJ estaba en una fiesta y luego deslindó a Drakeo de cualquier agresión hacia él, devolviendo a sus líneas la cualidad que tantas veces pierden en las delirantes sesiones de los salones de justicia estadounidenses: la de autoficción. Aun así, las letras del freestyle nunca fueron retiradas como evidencia.

Cierto, el hip hop es un campo en el que es frecuente la tensión entre la verdad y la invención. Hay un juego de verosimilitud, un pacto de credibilidad con la audiencia, en el que el personaje público debe sostenerse y en esto las letras son un componente central. A la vez, cualquier escucha medianamente asiduo comprende la tendencia a la hipérbole en los versos y lo frecuente que son las digresiones sarcásticas. Esto debería explicarse en cursos obligatorios para las fiscalías de cada estado. Al menos, para cualquier fiscalía que tenga entre sus planes enjuiciar a raperos por crimen organizado.

Por lo pronto está en puerta un circo legaloide en el que las señoras y los señores de la fiscalía fingirán que entienden algo de esto, mientras citan las líneas de Young Thug y otros con una literalidad y circunspección infinitas. Hay un antecedente cercano que les facilitará esta farsa, un juicio a uno de los personajes más espurios del hip hop, que se distinguió por ser un acusado dispuesto a la “cooperación” (en el mismo sentido eufemístico) como pocos. La carrera infame de Tekashi 6ix9ine, nombre artístico de Daniel Hernández, inició como la de cualquier personalidad de Instagram y TikTok empeñada en hacerse de un capital social o cultural que le volviera más perdurable que el promedio. En la búsqueda de una carrera musical alimentada por algo más que likes, en vez de dedicarse precisamente a trabajar en su música dio con la brillante ocurrencia de comprar su credibilidad callejera (o street cred, uno de esos rasgos que sólo quienes carecen de imaginación conciben que puedan comprarse) directamente de una banda criminal, que le entregó a cambio una membresía, además de proveerle armas largas para sus selfies y enemigos reales, tanto del lado de la delincuencia como del aparato judicial (si es que son dos cosas distintas). Poco después fue aprehendido, además de por delitos relacionados con la actividad de esta banda, por otros como abuso sexual a una menor de edad. Su falta de calle se hizo evidente a la primera ocasión en que le ofrecieron una reducción de pena a cambio de “cooperar”. Su desenvoltura como soplón fue señalada por una larga lista de nombres del hip hop, incluyendo a Snoop Dogg. Entre otros actos de servilismo ante el sistema judicial, negó enfáticamente que hubiera distancia entre su vida y el personaje que hablaba en primera persona en sus canciones. Con esto, invitó al jurado y a la fiscalía a leer sus letras como diario e interpretarlas de forma literal. Esto, por si hiciera falta aclararlo, fue como arrojar carne fresca a una jauría en cautiverio.

La credibilidad que Tekashi se creyó capaz de comprar no fue la que obtuvo frente a sus juzgadores. Esa diferencia es esencial desde una perspectiva estética y política, pero gran parte del aparato de “justicia” estadounidense se empeña en ignorarla o en despreciarla a su conveniencia. Hoy, Young Thug está a las puertas de una larga condena que tal vez le dejará encerrado de por vida, a menos que “coopere”. Lo más probable es que haya llegado el fin para uno de los mayores talentos musicales de nuestros años.

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¿Adiós a Young Thug?

El pasado 9 de mayo fue arrestado, en Atlanta, Young Thug, nombre con el que es conocido Jeffery Lamar Williams, bajo una larga lista de cargos. De ser encontrado culpable será sentenciado a varias décadas de cárcel. Young Thug tiene 30 años de edad y, de acuerdo con voces que tienen cierta autoridad en el tema, es posiblemente el rapero más talentoso e influyente de su generación. (Yo coincido con esas voces, aunque mi voz carezca de autoridad.)

El proceso está abierto bajo la RICO Act estadounidense (Ley de Organizaciones Corruptas e Influenciadas por Extorsión), que parece diseñada para enfrentar entre sí a miembros de grupos que están en la mira del aparato judicial. De acuerdo con su intrincada aritmética debe probarse un cierto número de delitos cometidos de forma colectiva y otros de forma individual por cada acusado. La forma en que la ha instrumentalizado la justicia de varios estados empieza por otorgar ciertas ventajas, entre las que se cuentan la reducción de penas, a los acusados que se adelanten a “cooperar” (eufemismo de delatar a sus cómplices) en el proceso legal. Así, la RICO funciona las más de las veces como una ley de fomento al snitch (vocablo aplicable al soplón o al acto de delatar). Hasta ahora, en este caso, no ha cumplido su función cabalmente: Gunna, el otro detenido de alto perfil y miembro del mismo colectivo que Young Thug, se declaró inocente y no fue elegible para salir bajo fianza, lo que puede leerse como indicio de que no ha hecho acuerdos de delación.

Young Thug, además de tener un expediente abierto por esta ley, tiene cargos por violar varias leyes estatales y otros derivados del cateo a su casa (armas, drogas, esa canción), luego de que fue detenido. En el tratamiento del caso prácticamente no se hace diferencia entre el sello discográfico que cofundó, Young Stoner Life, y la supuesta organización criminal a la que pertenece, Young Slime Life (ambas con las mismas iniciales, como se ve). El colectivo YSL es, en gran parte gracias a la figura de Young Thug, uno de los más importantes del hip hop en Atlanta, que (en caso de que alguien no lo tenga presente) es la capital contemporánea de este género en Estados Unidos. Diríamos la Atenas del hip hop, con la salvedad de que su obra cultural no se sustenta en el esclavismo, sino que sus creadores son descendientes de esclavos.

La fiscal a cargo del caso, Fani Willis, ha dejado claro que se lanzará tras otras organizaciones que ella etiqueta como bandas criminales. Cuántas de ellas serán colectivos de hip hop es algo que está por verse. De seguir en su empeño, además del daño que causará a las personas enjuiciadas o encarceladas, estará fracturando uno de los movimientos culturales más fértiles de los años recientes en ese país, lo que de hecho ya comenzó a hacer con el desmantelamiento de YSL.

Una buena parte del expediente consiste en la cita de líneas de canciones, tanto de Young Thug como de otros integrantes de YSL, a manera de evidencia de crímenes. Este recurso tiene una larga historia en las cortes estadounidenses, aunque su estandarización no le vuelve menos aberrante: de acuerdo con esto no existe diferencia entre el personaje representado y la persona que lo crea; las letras de las canciones se consideran una especie de diario. Por qué desaparecería la distancia entre autor y personaje en este género específicamente, al contrario de lo que pasa en otras disciplinas artísticas, es algo que no se explicita, aunque probablemente no sea necesario. No puede ser casual que se trate de un género al que se ha señalado una y otra vez por su supuesta influencia corruptora en la niñez y la juventud, y que es, desde hace unas décadas, el más representativo del grupo étnico más criminalizado y que es encarcelado en mayor proporción en el país con la mayor población penitenciaria del planeta.

El uso de los versos de hip hop como evidencia delictiva ha sido, por supuesto, denunciado como una violación a la primera enmienda de la constitución estadounidense (aquella que protege la libertad de expresión, entre otras cosas). Hace unos años se lanzó una propuesta para bloquear a nivel federal esta práctica, que podríamos calificar de paralegal. Estaba firmada por artistas de perfil tan alto como Jay-Z y Killer Mike (de Run the Jewels). Uno de sus frutos ha sido un muy reciente proyecto de ley que prohibiría el recurso en el estado de Nueva York. En el texto de la propuesta se incluyen algunos argumentos que deberían ser obvios, aunque al parecer, para buena parte del sistema de justicia de EEUU, no lo son: Bob Marley no mató al sheriff, a pesar de lo que pueda haber cantado; Johnny Cash no le disparó a un hombre en Reno; Poe no asesinó al anciano de “El corazón delator”.

Es frecuente, casi inevitable, que se plantee el asunto con referencias parecidas. Después de todo, ¿cuál sería el criterio para leer los versos rapeados como una confesión con valor jurídico y, al contrario, establecer un límite nítido entre autor y obra en el resto de los ámbitos de creación artística? Tal vez considerarlo de una forma inversa podría arrojar más luz: si Young Thug afirmara en una canción que ha salvado a Atlanta de cinco ataques terroristas secretos, ¿el congreso estaría obligado a entregarle una medalla?

El uso judicial de los versos de raperos es ya ridículo a priori, y la revisión de algunos casos en que se invoca rebasa lo que podamos imaginar de él. Por mencionar sólo uno: Drakeo the Ruler, asesinado en diciembre de 2021, pasó unos años encarcelado por una acusación de homicidio de la que eventualmente fue exonerado. Además de esa acusación hubo otras, como la de haber tramado el asesinato del rapero RJ. Parte de la evidencia que se citó durante el juicio fueron las letras de una improvisación (freestyle) en la que, palabras más o menos, decía tener a este último atado en la cajuela de su coche. Al momento en que se grabó el freestyle, RJ estaba en una fiesta y luego deslindó a Drakeo de cualquier agresión hacia él, devolviendo a sus líneas la cualidad que tantas veces pierden en las delirantes sesiones de los salones de justicia estadounidenses: la de autoficción. Aun así, las letras del freestyle nunca fueron retiradas como evidencia.

Cierto, el hip hop es un campo en el que es frecuente la tensión entre la verdad y la invención. Hay un juego de verosimilitud, un pacto de credibilidad con la audiencia, en el que el personaje público debe sostenerse y en esto las letras son un componente central. A la vez, cualquier escucha medianamente asiduo comprende la tendencia a la hipérbole en los versos y lo frecuente que son las digresiones sarcásticas. Esto debería explicarse en cursos obligatorios para las fiscalías de cada estado. Al menos, para cualquier fiscalía que tenga entre sus planes enjuiciar a raperos por crimen organizado.

Por lo pronto está en puerta un circo legaloide en el que las señoras y los señores de la fiscalía fingirán que entienden algo de esto, mientras citan las líneas de Young Thug y otros con una literalidad y circunspección infinitas. Hay un antecedente cercano que les facilitará esta farsa, un juicio a uno de los personajes más espurios del hip hop, que se distinguió por ser un acusado dispuesto a la “cooperación” (en el mismo sentido eufemístico) como pocos. La carrera infame de Tekashi 6ix9ine, nombre artístico de Daniel Hernández, inició como la de cualquier personalidad de Instagram y TikTok empeñada en hacerse de un capital social o cultural que le volviera más perdurable que el promedio. En la búsqueda de una carrera musical alimentada por algo más que likes, en vez de dedicarse precisamente a trabajar en su música dio con la brillante ocurrencia de comprar su credibilidad callejera (o street cred, uno de esos rasgos que sólo quienes carecen de imaginación conciben que puedan comprarse) directamente de una banda criminal, que le entregó a cambio una membresía, además de proveerle armas largas para sus selfies y enemigos reales, tanto del lado de la delincuencia como del aparato judicial (si es que son dos cosas distintas). Poco después fue aprehendido, además de por delitos relacionados con la actividad de esta banda, por otros como abuso sexual a una menor de edad. Su falta de calle se hizo evidente a la primera ocasión en que le ofrecieron una reducción de pena a cambio de “cooperar”. Su desenvoltura como soplón fue señalada por una larga lista de nombres del hip hop, incluyendo a Snoop Dogg. Entre otros actos de servilismo ante el sistema judicial, negó enfáticamente que hubiera distancia entre su vida y el personaje que hablaba en primera persona en sus canciones. Con esto, invitó al jurado y a la fiscalía a leer sus letras como diario e interpretarlas de forma literal. Esto, por si hiciera falta aclararlo, fue como arrojar carne fresca a una jauría en cautiverio.

La credibilidad que Tekashi se creyó capaz de comprar no fue la que obtuvo frente a sus juzgadores. Esa diferencia es esencial desde una perspectiva estética y política, pero gran parte del aparato de “justicia” estadounidense se empeña en ignorarla o en despreciarla a su conveniencia. Hoy, Young Thug está a las puertas de una larga condena que tal vez le dejará encerrado de por vida, a menos que “coopere”. Lo más probable es que haya llegado el fin para uno de los mayores talentos musicales de nuestros años.

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miércoles, 25 de mayo de 2022

Pierre Dardot: la política de lo común

Estudioso de las obras de Hegel y Marx, el filósofo Pierre Dardot (París, 1952) ha escrito junto al sociólogo Christian Laval algunas de las obras más esclarecedoras sobre el modelo neoliberal, por un lado, y las alternativas para construir otro tipo de sociedad, por otro. Gedisa ha publicado varios de estos títulos en castellano, por ejemplo La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal (2009), Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI (2014) y, ahora, Dominar. Estudio sobre la soberanía del Estado de Occidente (2020).

Pierre Dardot visitó México por primera vez y ofreció la conferencia inaugural de la Noche de las Ideas, en la Casa de Francia capitalina, que este año tuvo como tema “Reconstruir lo común”. Presentó además su libro Dominar en distintos foros del país. Luego de una conversación informal, y por intermediación del Instituto Francés de América Latina (IFAL), respondió el cuestionario que preparé para hablar del problema de lo común.

El tema de lo común tiene un lugar protagónico en el pensamiento contemporáneo. Además de sus trabajos junto a Christian Laval, podrían mencionarse los de Michael Hardt y Antonio Negri, Jean-Luc Nancy o Roberto Esposito. Es claro, sin embargo, que, aunque todos dan gran importancia a este concepto, no todos lo plantean de la misma forma. ¿Cuál diría que son los principales puntos de encuentro y las diferencias de sus investigaciones respecto a las de otros pensadores, como los antes mencionados?

En efecto, el tema de lo común da lugar a elaboraciones muy diferentes en sus respectivas inspiraciones y enfoques. Hardt y Negri fueron sin duda los primeros en introducir el concepto de lo común en singular en el pensamiento político, con la intención de marcar una novedad respecto a los “comunes” en plural, que se referían a formas precapitalistas. Sin embargo, este pensamiento de lo común depende de un “hipermarxismo” que hace de la expansión del conocimiento y la comunicación un proceso incontenible que socava los fundamentos del capitalismo parasitario y depredador. Ésta es su debilidad esencial: la producción, material y sobre todo inmaterial, se entiende como propia de un comunismo “elemental” y “espontáneo” obstaculizado por el capital. Esta primacía de la “infraestructura” tecnológica impide pensar la dimensión propiamente política de lo común.

Desde presupuestos muy diferentes, encontramos en los otros dos autores que menciona la misma incapacidad para pensar el carácter político de lo común. Jean-Luc Nancy afirma explícitamente que lo que él llama el “ser-en-común” no es una cuestión de política e incluso constituye un principio limitador de la política. El “ser-con” (el Mitsein de Heidegger) es absolutamente primario, de modo que en el “com-munismo” ni el “ismo” ni el “común” deben ser válidos en sí mismos: “Sólo debe permanecer el cum-”. En cuanto a Roberto Esposito, opone el “cum” del “ser-con” a la inmunidad como exención: lo común es la “carga” o el “deber” (munus) que se nos impone a todos a causa de nuestra finitud como seres condenados a la muerte, y la comunidad que funda es sólo una comunidad “de la falta”.

Vemos que en todos estos autores la ontología prima sobre la política: ontología de la producción para Hardt y Negri, ontología del “ser-con” como esencia del individuo para Jean-Luc Nancy, ontología de la finitud para Roberto Esposito. Nosotros entendemos lo común, en cambio, como un principio fundamentalmente político e independiente de cualquier forma de ontología: el “cum-munus” como coobligación presupone que no hay más obligación legítima que la que procede de la participación en la misma actividad.

Para Laval y usted lo común es un principio político vinculado a la acción, asociado estratégicamente a la lucha contra la razón neoliberal. Evidentemente, por su raíz etimológica pero también por razones históricas, el término lleva a la pregunta por el comunismo. Para usted ¿es una palabra aún útil para llamar a una nueva política de lo común?

Históricamente el término “comunismo” se ha asociado a la figura específica del comunismo de Estado que se impuso en octubre de 1917: lo común se identificó entonces con la obligación impuesta desde arriba por el Estado, supuestamente garante de los intereses del proletariado en virtud de la ciencia de la que eran depositarios sus dirigentes, según el modelo clásico de soberanía estatal llevado a su paroxismo. Pero no hay que olvidar que el comunismo ha adoptado otras formas desde el siglo XIX: el del comunismo de la comunidad, encarnado por Etienne Cabet (Viaje a Icaria, 1840) y por Théodore Dézamy (Código de la comunidad, 1842), por un lado, y el del comunismo asociativo de productores, encarnado por Marx, por otro.

Hoy en día ninguna de estas tres figuras puede satisfacer las exigencias del presente. La primera por razones demasiado obvias, como lo demuestra la guerra de Putin contra Ucrania. La segunda porque requiere una unidad superior, moral y espiritual. La tercera porque postula la existencia de un común de producción producido por el propio capital (la concentración de trabajadores en la gran industria), que sería la premisa del comunismo. Lo que se crea, a través de formas de por sí diversas, tiene más que ver con un renacimiento y una renovación del “comunalismo” que con el “comunismo” en sentido estricto: la comuna como unidad política local vuelve a ser el centro de la reorganización de la sociedad, lo que implica la relocalización de la economía y, por lo mismo, su repolitización. En este sentido, podemos hablar de un “neocomunalismo”.

La noción de lo común permite articular positivamente una política que de otra manera sólo se organiza de forma reactiva, como resistencia al neoliberalismo. En ese sentido, tiene que ser inventiva, formularse a partir de experiencias concretas para pasar de la lógica de la representación a la de la participación. ¿Diría que existen actualmente movimientos en ese sentido? Podría decirse que hoy, dentro de la política tradicional, la oposición al neoliberalismo pretenden encabezarla los liderazgos populistas e, incluso, nuevas formas de fascismo.

Todos los movimientos que experimentan con la idea de la comuna y la comunalidad tienden a cuestionar la lógica de la representación a favor de la democracia deliberativa basada en la participación directa, ya sea Chiapas en México o Rojava en Siria, o incluso en experiencias más modestas como las del municipalismo español o las luchas de las Zones À Défendre (ZAD) contra la urbanización excesiva y los proyectos que destruyen los entornos vitales (la lucha victoriosa contra el aeropuerto de Notre-Dame-Des-Landes en Francia es un símbolo de ello). Esta misma aspiración la encontramos en el movimiento de los Chalecos Amarillos en Francia en 2018, con la invención de la forma de asambleas populares. También se manifiesta en Chile en el formidable movimiento social iniciado por la revuelta popular del 18 de octubre de 2019, con sus asambleas ciudadanas o cabildos autoconvocados: sólo la fuerza de este movimiento logró imponer al poder neoliberal el referéndum sobre la nueva Constitución y la convocatoria de la Convención Constitucional el 4 de julio de 2021. El centro de gravedad de la situación chilena no es el poder presidencial de Boric, sino la articulación entre la Convención Constitucional y los movimientos sociales (feminista y mapuche, en particular).

Por otro lado, las distintas variedades de populismo autoritario, provengan o no de la extrema derecha, son profundamente hostiles a esta aspiración de autogobierno popular y democracia comunitaria. Sus éxitos electorales desde 2016-2017 se deben en gran medida a su instrumentalización del descontento popular con las políticas neoliberales aplicadas por los partidos mayoritarios. Pero no nos equivoquemos: estos movimientos no se oponen realmente al neoliberalismo, sino que encarnan una corriente del mismo, la de un neoliberalismo “nacionalista” frente al neoliberalismo “progresista” de un Macron o un Justin Trudeau, por ejemplo. Podemos hablar de un “nacionalismo competitivo” que se expresa a través de las figuras de Bolsonaro, Trump u Orban. El núcleo del neoliberalismo no es el multilateralismo ni el unilateralismo, sino el proyecto de reorganizar todas las relaciones sociales sobre la base de la norma de la competencia. Las dos corrientes del neoliberalismo, la globalista y la nacionalista, no son ciertamente lo mismo, pero sería una ilusión creer que estas dos corrientes forman una alternativa real. Esto es precisamente lo que estas dos corrientes intentan acreditar saturando el espacio político con esta oposición espejo, para impedir la formación de una alternativa real al neoliberalismo.

La Noche de las Ideas, donde usted impartió una charla, supone desde el nombre de su última edición, “Reconstruir lo común”, que se trata de algo preexistente, que se puede recuperar. En su obra junto a Laval se postula algo bien distinto: que lo común es algo a instituir, un terreno a crear. ¿Qué tienen en mente cuando plantean esta posibilidad instituyente? ¿En qué sentido se distingue esto de la lógica estatal del “bien común” o la “propiedad pública”?

Nunca se parte de la nada. Pero al mismo tiempo se parte de algo para transformarlo. Este doble requisito es fundamental. La expresión “reconstruir lo común” presupone que lo común ha sido destruido, no que lo común nos espera ileso y siempre presente. Tampoco significa que debamos volver al común tal y como era antes de su destrucción, por ejemplo al común medieval o consuetudinario. Reconstruir lo común es, en cierto modo, reinventarlo a partir de las nuevas condiciones a las que nos enfrentamos.

Efectivamente utilizamos mucho el concepto de institución, pero le damos un significado muy diferente al que se le suele dar. Se confunde erróneamente institución con institucionalización y con creación absoluta. Aquí hay que considerar el verbo más que el sustantivo: “instituir” no es reconocer a posteriori algo que ya existe desde hace tiempo (oficializar, por así decirlo), ni tampoco es crear algo de la nada según el modelo de la creación divina (o creatio ex nihilo, por utilizar la vieja fórmula de los teólogos), sino que es crear algo nuevo a partir de lo que ya existe. Ahora bien, lo que ya está ahí, en la forma dada, es siempre lo instituido (participio pasado). Instituir se refiere a la dimensión de la actividad (participio presente). Si tenemos en cuenta este doble sentido, entonces tenemos que decir que lo común debe estar siempre por instituir a partir de lo instituido que lo preexiste.

Pero esta institución puede adoptar diferentes formas. Puede ser, por ejemplo, un servicio público integrado en el funcionamiento de la máquina estatal. En este caso la institución tiene el significado de una transformación del servicio público en común, es decir, una democratización radical de lo público estatal al abrirlo a los usuarios. Podría decirse que constituye lo público no estatal. En este sentido, abre una vía original para superar la dualidad de lo público y lo privado. Lo común no es un bien susceptible de apropiación; no puede ser apropiado por el Estado ni por una empresa privada.

¿Cree que desde las artes, menos sujetas a las categorías del Estado, se esté pensando también la cuestión de lo común?

Las artes no son externas a los conflictos que atraviesan la sociedad, los reflejan en lugar de que se reflejen en ellas. Esta observación aplica igualmente a lo común. Es raro que sea tematizado explícitamente por el arte y, sin embargo, lo común se expresa en él de muchas maneras. Ya no es un arte que pretenda ponerse abiertamente al servicio de la revolución, como ocurrió en 1920 en Alemania o en México en los años 30. En diversas formas, el arte contemporáneo rompe con la ilusión de la pasividad fundamental del espectador, que debe ser sacudida obligándole a actuar. En sus obras e interpretaciones más logradas, confía en cambio en la capacidad del espectador para ver lo que ve y saber qué pensar de lo que ve. Esto es lo que ha demostrado Jacques Rancière en El espectador emancipado. De este modo, abre un espacio para lo común.

Usted es un estudioso de la obra y la figura de Marx. ¿Qué nos siguen diciendo sus ideas en el siglo XXI?

El pensamiento de Marx, contra lo que siguen pensando los marxistas, no forma una doctrina de perfecta coherencia. Está atravesado por una tensión entre dos líneas muy diferentes: por un lado, la lógica del capital como sistema terminado, cerrado sobre sí mismo, impulsado por un movimiento implacable en virtud de las leyes inmanentes de la producción; por otro lado, la lógica de la confrontación, de carácter estratégico, que hace de la guerra entre clases el trampolín de la emancipación humana. El comunismo no es entonces más que el término medio imaginario encargado de resolver la tensión entre estas dos perspectivas difícilmente conciliables. Hoy podemos aprender de esta tensión para plantear mejor la cuestión de la emancipación, de una manera nueva: en particular, contrariamente a ciertos presupuestos productivistas de los que Marx sigue siendo prisionero, debemos dejar de concebir la emancipación como una emancipación de la naturaleza que se lograría mediante un dominio técnico creciente.

Pero hay algo fundamental en Marx que el marxismo ha cubierto con el dogma de la infalibilidad: a saber, la capacidad de ser sorprendido por los acontecimientos en su imprevisión, a pesar de todos los esquemas teóricos y las predicciones científicas. Esto es particularmente evidente en su actitud hacia la Comuna de París de 1871: acogió en ella un “gobierno directo”, el del pueblo por el pueblo, sin referirse nunca a la noción de “dictadura del proletariado” que él mismo había elaborado durante la década de 1850. La idea de un antagonismo irreductible entre el aparato del Estado y el autogobierno del pueblo, que se opone al objetivo de una conquista del poder estatal centralizado como palanca de transformación de la sociedad, es lo que se le impone.

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Pierre Dardot: la política de lo común

Estudioso de las obras de Hegel y Marx, el filósofo Pierre Dardot (París, 1952) ha escrito junto al sociólogo Christian Laval algunas de las obras más esclarecedoras sobre el modelo neoliberal, por un lado, y las alternativas para construir otro tipo de sociedad, por otro. Gedisa ha publicado varios de estos títulos en castellano, por ejemplo La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal (2009), Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI (2014) y, ahora, Dominar. Estudio sobre la soberanía del Estado de Occidente (2020).

Pierre Dardot visitó México por primera vez y ofreció la conferencia inaugural de la Noche de las Ideas, en la Casa de Francia capitalina, que este año tuvo como tema “Reconstruir lo común”. Presentó además su libro Dominar en distintos foros del país. Luego de una conversación informal, y por intermediación del Instituto Francés de América Latina (IFAL), respondió el cuestionario que preparé para hablar del problema de lo común.

El tema de lo común tiene un lugar protagónico en el pensamiento contemporáneo. Además de sus trabajos junto a Christian Laval, podrían mencionarse los de Michael Hardt y Antonio Negri, Jean-Luc Nancy o Roberto Esposito. Es claro, sin embargo, que, aunque todos dan gran importancia a este concepto, no todos lo plantean de la misma forma. ¿Cuál diría que son los principales puntos de encuentro y las diferencias de sus investigaciones respecto a las de otros pensadores, como los antes mencionados?

En efecto, el tema de lo común da lugar a elaboraciones muy diferentes en sus respectivas inspiraciones y enfoques. Hardt y Negri fueron sin duda los primeros en introducir el concepto de lo común en singular en el pensamiento político, con la intención de marcar una novedad respecto a los “comunes” en plural, que se referían a formas precapitalistas. Sin embargo, este pensamiento de lo común depende de un “hipermarxismo” que hace de la expansión del conocimiento y la comunicación un proceso incontenible que socava los fundamentos del capitalismo parasitario y depredador. Ésta es su debilidad esencial: la producción, material y sobre todo inmaterial, se entiende como propia de un comunismo “elemental” y “espontáneo” obstaculizado por el capital. Esta primacía de la “infraestructura” tecnológica impide pensar la dimensión propiamente política de lo común.

Desde presupuestos muy diferentes, encontramos en los otros dos autores que menciona la misma incapacidad para pensar el carácter político de lo común. Jean-Luc Nancy afirma explícitamente que lo que él llama el “ser-en-común” no es una cuestión de política e incluso constituye un principio limitador de la política. El “ser-con” (el Mitsein de Heidegger) es absolutamente primario, de modo que en el “com-munismo” ni el “ismo” ni el “común” deben ser válidos en sí mismos: “Sólo debe permanecer el cum-”. En cuanto a Roberto Esposito, opone el “cum” del “ser-con” a la inmunidad como exención: lo común es la “carga” o el “deber” (munus) que se nos impone a todos a causa de nuestra finitud como seres condenados a la muerte, y la comunidad que funda es sólo una comunidad “de la falta”.

Vemos que en todos estos autores la ontología prima sobre la política: ontología de la producción para Hardt y Negri, ontología del “ser-con” como esencia del individuo para Jean-Luc Nancy, ontología de la finitud para Roberto Esposito. Nosotros entendemos lo común, en cambio, como un principio fundamentalmente político e independiente de cualquier forma de ontología: el “cum-munus” como coobligación presupone que no hay más obligación legítima que la que procede de la participación en la misma actividad.

Para Laval y usted lo común es un principio político vinculado a la acción, asociado estratégicamente a la lucha contra la razón neoliberal. Evidentemente, por su raíz etimológica pero también por razones históricas, el término lleva a la pregunta por el comunismo. Para usted ¿es una palabra aún útil para llamar a una nueva política de lo común?

Históricamente el término “comunismo” se ha asociado a la figura específica del comunismo de Estado que se impuso en octubre de 1917: lo común se identificó entonces con la obligación impuesta desde arriba por el Estado, supuestamente garante de los intereses del proletariado en virtud de la ciencia de la que eran depositarios sus dirigentes, según el modelo clásico de soberanía estatal llevado a su paroxismo. Pero no hay que olvidar que el comunismo ha adoptado otras formas desde el siglo XIX: el del comunismo de la comunidad, encarnado por Etienne Cabet (Viaje a Icaria, 1840) y por Théodore Dézamy (Código de la comunidad, 1842), por un lado, y el del comunismo asociativo de productores, encarnado por Marx, por otro.

Hoy en día ninguna de estas tres figuras puede satisfacer las exigencias del presente. La primera por razones demasiado obvias, como lo demuestra la guerra de Putin contra Ucrania. La segunda porque requiere una unidad superior, moral y espiritual. La tercera porque postula la existencia de un común de producción producido por el propio capital (la concentración de trabajadores en la gran industria), que sería la premisa del comunismo. Lo que se crea, a través de formas de por sí diversas, tiene más que ver con un renacimiento y una renovación del “comunalismo” que con el “comunismo” en sentido estricto: la comuna como unidad política local vuelve a ser el centro de la reorganización de la sociedad, lo que implica la relocalización de la economía y, por lo mismo, su repolitización. En este sentido, podemos hablar de un “neocomunalismo”.

La noción de lo común permite articular positivamente una política que de otra manera sólo se organiza de forma reactiva, como resistencia al neoliberalismo. En ese sentido, tiene que ser inventiva, formularse a partir de experiencias concretas para pasar de la lógica de la representación a la de la participación. ¿Diría que existen actualmente movimientos en ese sentido? Podría decirse que hoy, dentro de la política tradicional, la oposición al neoliberalismo pretenden encabezarla los liderazgos populistas e, incluso, nuevas formas de fascismo.

Todos los movimientos que experimentan con la idea de la comuna y la comunalidad tienden a cuestionar la lógica de la representación a favor de la democracia deliberativa basada en la participación directa, ya sea Chiapas en México o Rojava en Siria, o incluso en experiencias más modestas como las del municipalismo español o las luchas de las Zones À Défendre (ZAD) contra la urbanización excesiva y los proyectos que destruyen los entornos vitales (la lucha victoriosa contra el aeropuerto de Notre-Dame-Des-Landes en Francia es un símbolo de ello). Esta misma aspiración la encontramos en el movimiento de los Chalecos Amarillos en Francia en 2018, con la invención de la forma de asambleas populares. También se manifiesta en Chile en el formidable movimiento social iniciado por la revuelta popular del 18 de octubre de 2019, con sus asambleas ciudadanas o cabildos autoconvocados: sólo la fuerza de este movimiento logró imponer al poder neoliberal el referéndum sobre la nueva Constitución y la convocatoria de la Convención Constitucional el 4 de julio de 2021. El centro de gravedad de la situación chilena no es el poder presidencial de Boric, sino la articulación entre la Convención Constitucional y los movimientos sociales (feminista y mapuche, en particular).

Por otro lado, las distintas variedades de populismo autoritario, provengan o no de la extrema derecha, son profundamente hostiles a esta aspiración de autogobierno popular y democracia comunitaria. Sus éxitos electorales desde 2016-2017 se deben en gran medida a su instrumentalización del descontento popular con las políticas neoliberales aplicadas por los partidos mayoritarios. Pero no nos equivoquemos: estos movimientos no se oponen realmente al neoliberalismo, sino que encarnan una corriente del mismo, la de un neoliberalismo “nacionalista” frente al neoliberalismo “progresista” de un Macron o un Justin Trudeau, por ejemplo. Podemos hablar de un “nacionalismo competitivo” que se expresa a través de las figuras de Bolsonaro, Trump u Orban. El núcleo del neoliberalismo no es el multilateralismo ni el unilateralismo, sino el proyecto de reorganizar todas las relaciones sociales sobre la base de la norma de la competencia. Las dos corrientes del neoliberalismo, la globalista y la nacionalista, no son ciertamente lo mismo, pero sería una ilusión creer que estas dos corrientes forman una alternativa real. Esto es precisamente lo que estas dos corrientes intentan acreditar saturando el espacio político con esta oposición espejo, para impedir la formación de una alternativa real al neoliberalismo.

La Noche de las Ideas, donde usted impartió una charla, supone desde el nombre de su última edición, “Reconstruir lo común”, que se trata de algo preexistente, que se puede recuperar. En su obra junto a Laval se postula algo bien distinto: que lo común es algo a instituir, un terreno a crear. ¿Qué tienen en mente cuando plantean esta posibilidad instituyente? ¿En qué sentido se distingue esto de la lógica estatal del “bien común” o la “propiedad pública”?

Nunca se parte de la nada. Pero al mismo tiempo se parte de algo para transformarlo. Este doble requisito es fundamental. La expresión “reconstruir lo común” presupone que lo común ha sido destruido, no que lo común nos espera ileso y siempre presente. Tampoco significa que debamos volver al común tal y como era antes de su destrucción, por ejemplo al común medieval o consuetudinario. Reconstruir lo común es, en cierto modo, reinventarlo a partir de las nuevas condiciones a las que nos enfrentamos.

Efectivamente utilizamos mucho el concepto de institución, pero le damos un significado muy diferente al que se le suele dar. Se confunde erróneamente institución con institucionalización y con creación absoluta. Aquí hay que considerar el verbo más que el sustantivo: “instituir” no es reconocer a posteriori algo que ya existe desde hace tiempo (oficializar, por así decirlo), ni tampoco es crear algo de la nada según el modelo de la creación divina (o creatio ex nihilo, por utilizar la vieja fórmula de los teólogos), sino que es crear algo nuevo a partir de lo que ya existe. Ahora bien, lo que ya está ahí, en la forma dada, es siempre lo instituido (participio pasado). Instituir se refiere a la dimensión de la actividad (participio presente). Si tenemos en cuenta este doble sentido, entonces tenemos que decir que lo común debe estar siempre por instituir a partir de lo instituido que lo preexiste.

Pero esta institución puede adoptar diferentes formas. Puede ser, por ejemplo, un servicio público integrado en el funcionamiento de la máquina estatal. En este caso la institución tiene el significado de una transformación del servicio público en común, es decir, una democratización radical de lo público estatal al abrirlo a los usuarios. Podría decirse que constituye lo público no estatal. En este sentido, abre una vía original para superar la dualidad de lo público y lo privado. Lo común no es un bien susceptible de apropiación; no puede ser apropiado por el Estado ni por una empresa privada.

¿Cree que desde las artes, menos sujetas a las categorías del Estado, se esté pensando también la cuestión de lo común?

Las artes no son externas a los conflictos que atraviesan la sociedad, los reflejan en lugar de que se reflejen en ellas. Esta observación aplica igualmente a lo común. Es raro que sea tematizado explícitamente por el arte y, sin embargo, lo común se expresa en él de muchas maneras. Ya no es un arte que pretenda ponerse abiertamente al servicio de la revolución, como ocurrió en 1920 en Alemania o en México en los años 30. En diversas formas, el arte contemporáneo rompe con la ilusión de la pasividad fundamental del espectador, que debe ser sacudida obligándole a actuar. En sus obras e interpretaciones más logradas, confía en cambio en la capacidad del espectador para ver lo que ve y saber qué pensar de lo que ve. Esto es lo que ha demostrado Jacques Rancière en El espectador emancipado. De este modo, abre un espacio para lo común.

Usted es un estudioso de la obra y la figura de Marx. ¿Qué nos siguen diciendo sus ideas en el siglo XXI?

El pensamiento de Marx, contra lo que siguen pensando los marxistas, no forma una doctrina de perfecta coherencia. Está atravesado por una tensión entre dos líneas muy diferentes: por un lado, la lógica del capital como sistema terminado, cerrado sobre sí mismo, impulsado por un movimiento implacable en virtud de las leyes inmanentes de la producción; por otro lado, la lógica de la confrontación, de carácter estratégico, que hace de la guerra entre clases el trampolín de la emancipación humana. El comunismo no es entonces más que el término medio imaginario encargado de resolver la tensión entre estas dos perspectivas difícilmente conciliables. Hoy podemos aprender de esta tensión para plantear mejor la cuestión de la emancipación, de una manera nueva: en particular, contrariamente a ciertos presupuestos productivistas de los que Marx sigue siendo prisionero, debemos dejar de concebir la emancipación como una emancipación de la naturaleza que se lograría mediante un dominio técnico creciente.

Pero hay algo fundamental en Marx que el marxismo ha cubierto con el dogma de la infalibilidad: a saber, la capacidad de ser sorprendido por los acontecimientos en su imprevisión, a pesar de todos los esquemas teóricos y las predicciones científicas. Esto es particularmente evidente en su actitud hacia la Comuna de París de 1871: acogió en ella un “gobierno directo”, el del pueblo por el pueblo, sin referirse nunca a la noción de “dictadura del proletariado” que él mismo había elaborado durante la década de 1850. La idea de un antagonismo irreductible entre el aparato del Estado y el autogobierno del pueblo, que se opone al objetivo de una conquista del poder estatal centralizado como palanca de transformación de la sociedad, es lo que se le impone.

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lunes, 23 de mayo de 2022

¡Ama lo que haces!

A la lista de series, miniseries y documentales que ni fu ni fa, revisadas por Nicolás Cabral en “Mirar los fraudes, gozar el capital”, habría que sumar Super Pumped: La batalla por Uber (2022). Creada por Brian Koppelman y David Levien, adapta el libro homónimo de Mike Isaac (reportero de tecnología para el New York Times). Como American Crime Story o True Detective, se trata de una serie antológica: su segunda temporada adaptará otro trabajo de Isaac, en este caso sobre Facebook. Con la aburrida cadencia de la serie sobre crímenes (acá de cuello blanco), pronto detectamos más de lo mismo: las intrigas, el desdén por la ley, los dramas procedimentales con algo de melodrama (¡los amigos se traicionan, los aprendices odian a sus mentores!). Y sí, la obsesión con la personalidad sociópata de los billonarios (The $treet, Billions, Succession…).

Si la historia del crimen puede ser vista como el espejo negro del capitalismo, también lo es del trabajo. Y al menos WeCrashed, The Dropout y ahora Super Pumped se desarrollan en la cultura laboral “flexible” que hoy enmarca las economías informática y naranja. En la década pasada Aaron Sorkin dedicó dos guiones al tema que se volvieron largometrajes, uno dirigido por David Fincher (en 2010, también sobre Facebook y Mark Zuckerberg) y otro por Danny Boyle (en 2015, sobre Steve Jobs y Apple). También Super Pumped (¿súper bombeado?, ¿uber emocionado?) cae en la trampa narrativa de abordar la cuestión principalmente a través de un solo personaje (Travis Kalanick, antiguo director ejecutivo de Uber, interpretado por Joseph Gordon-Levitt) y la tesis de que sus atroces valores personales impregnan a la compañía.

Así, vemos exactamente lo que Isaac describe en su libro: un relato de los momentos criminales o desagradables que llevaron a la caída de Kalanick. Su relación tirante con el inversionista paternal Bill Gurley de Benchmark (el mismo fondo de capital de riesgo que permitió WeWork), su coqueteo con el trumpismo, el sexismo, el cobijo oportunista de Ariana Huffington, etcétera. Lo demás es color: la narración cínica de Quentin Tarantino (Uma Thurman interpreta a Huffington), las digresiones con textos animados como de película de Adam McKay, la cápsula que se le dedica a Susan J. Fowler… Hay una escisión formal en esta narrativa que conlleva el riesgo de darle importancia, sobre todo, a la banalidad de Kalanick.

A pesar de estar al tanto de la endeble cultura en torno al líder (un mesianismo ridiculizado hasta la caricatura en WeCrashed, con Jared Leto interpretando a una especie de Jim Carrey), sorprende que Mike Isaac –y la adaptación televisiva de su libro– usara principalmente esa mirilla para abordar el tema. En una entrevista de 2019 explicó, por un lado, que a diferencia de la burbuja de las punto com de los noventa hubo un movimiento pendular a favor de los fundadores (con resultados mixtos o desastrosos en relación a la estructura de sus empresas) y, por otro, que los problemas extendidos en compañías de “economías compartidas” (no sólo Uber sino también Lyft o Airbnb, entre otras) parecen ser aceptados por los consumidores (y son, en consecuencia, menos interesantes narrativamente). “Es una cuestión de qué estás dispuesto a perder, qué grado de maldad estás dispuesto a cometer al usar estos servicios”. Así, problemas reales de seguridad o de la relación de Uber con sus empleados y conductores (o “socios”) pasan a segundo término narrativamente. Concedió: “Todas estas compañías tienen problemas sobre el cuidado de sus trabajadores. Es algo en lo que no profundicé sencillamente porque muchos otros han escrito libros enteros sobre lo que ocurrió con el trabajo en esta economía”.

Entre los autores que han abordado el tema con claridad, como puede verse en este artículo de 2017, está Nikil Saval. Pero la cuestión es más amplia y compleja: en su libro de crítica cultural Cubed: A Secret History of the Workplace (2014), Saval logra un balance para explorar la arquitectura, el diseño, la ideología y las representaciones en el cine (y algo de televisión y literatura) del trabajador de cuello blanco desde el siglo XIX (con énfasis en Europa y los Estados Unidos). Saval hace el esfuerzo de señalar que no sólo la tecnología y la obsesión por la eficiencia, como pretendían tantos ideólogos del trabajo desde que se inventó la oficina –y hoy de nuevo, desde el futuro de Sillicon Valley–, determina la cultura laboral. En la medida en que su historia se acerca a nuestra época de trabajo flexible y precarización, todo tiende a atomizarse. La action office de Probst se convirtió en un cubículo; las granjas de cubículos conviven ahora con planos abiertos rodeados de peceras; la ergonómica silla Aeron evolucionó a las chillantes sillas para jugadores desde la que tiktokeros intentan volverse virales (en las esquinas de algunas avenidas de la Ciudad de México pueden encontrarse, a módicos precios, sistemas de iluminación para los pequeños estudios de televisión que cargamos en el celular). La gente sigue odiando trabajar para otros, y al oficinista le sigue costando organizarse políticamente.

El teletrabajo que se asomó desde los noventa parece haber llegado para quedarse, en nuestra época de Gran Resignación –de trabajadores obligados a regresar algunos días a las oficinas, de empresarios que deben conceder a que trabajen desde casa. Vuelve a sentirse la escisión que el mundo sin fricciones emitido desde Sillicon Valley aspiraba a borrar. La escisión entre la vida y el trabajo, entre la malévola jerga corporativa (alternando entre lo vulgar, lo machista y lo burocrático) y el lenguaje normal.

Hay algo burdo en la manera en que la lengua del Tercer Reich vuelve a aparecer, como una metáfora plana, en series como Succession (Tom a Greg, los pies de ambos descansando sobre oficinistas, como si fueran bancos: “¡Los nazis! Eran lo peor, ¿no?”; Roman Roy: “primero vinieron por los jets privados, y no dije nada…”), o Super Pumped (Kalanick a Emil Michael: “Alguien encontrará la solución final para los conductores”); pero también en estrategias corporativas reales (“tiene unas asociaciones interesantes”, puntualizó tímidamente Tim Sullivan para la Harvard Business Review, entrevistando a Reid Hoffman sobre su blitzscaling).

Ante la intercambiabilidad de las series mencionadas, vale la pena destacar Severance (2022), creada por Dan Erickson para Apple TV+. Tiene algo de thriller paranoico (como la barroca Homecoming, de 2018) y ciencia ficción. Al mismo tiempo, es transparente en sus temas. Su título alude lo mismo a los pagos de indemnización por despido que a un procedimiento ficticio que permite a trabajadores de una misteriosa compañía, Lumon Industries, separar radicalmente su vida laboral de su vida privada. ¡El sueño de la gerencia! Pero los misterios, los recorridos laberínticos, la trama de intriga… da un poco igual ante el peso de familiaridad que impone. Cualquier persona que haya trabajado en una oficina volverá a reconocer aquí –como se puede hacer en la prosa de Kafka o de Walser– la pequeña muerte que estamos dispuestos a aceptar a cambio de… ¿De qué, exactamente? Para decirlo en la jerga de nuestra época: la pequeña muerte a cambio de hacer lo que amamos.

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¡Ama lo que haces!

A la lista de series, miniseries y documentales que ni fu ni fa, revisadas por Nicolás Cabral en “Mirar los fraudes, gozar el capital”, habría que sumar Super Pumped: La batalla por Uber (2022). Creada por Brian Koppelman y David Levien, adapta el libro homónimo de Mike Isaac (reportero de tecnología para el New York Times). Como American Crime Story o True Detective, se trata de una serie antológica: su segunda temporada adaptará otro trabajo de Isaac, en este caso sobre Facebook. Con la aburrida cadencia de la serie sobre crímenes (acá de cuello blanco), pronto detectamos más de lo mismo: las intrigas, el desdén por la ley, los dramas procedimentales con algo de melodrama (¡los amigos se traicionan, los aprendices odian a sus mentores!). Y sí, la obsesión con la personalidad sociópata de los billonarios (The $treet, Billions, Succession…).

Si la historia del crimen puede ser vista como el espejo negro del capitalismo, también lo es del trabajo. Y al menos WeCrashed, The Dropout y ahora Super Pumped se desarrollan en la cultura laboral “flexible” que hoy enmarca las economías informática y naranja. En la década pasada Aaron Sorkin dedicó dos guiones al tema que se volvieron largometrajes, uno dirigido por David Fincher (en 2010, también sobre Facebook y Mark Zuckerberg) y otro por Danny Boyle (en 2015, sobre Steve Jobs y Apple). También Super Pumped (¿súper bombeado?, ¿uber emocionado?) cae en la trampa narrativa de abordar la cuestión principalmente a través de un solo personaje (Travis Kalanick, antiguo director ejecutivo de Uber, interpretado por Joseph Gordon-Levitt) y la tesis de que sus atroces valores personales impregnan a la compañía.

Así, vemos exactamente lo que Isaac describe en su libro: un relato de los momentos criminales o desagradables que llevaron a la caída de Kalanick. Su relación tirante con el inversionista paternal Bill Gurley de Benchmark (el mismo fondo de capital de riesgo que permitió WeWork), su coqueteo con el trumpismo, el sexismo, el cobijo oportunista de Ariana Huffington, etcétera. Lo demás es color: la narración cínica de Quentin Tarantino (Uma Thurman interpreta a Huffington), las digresiones con textos animados como de película de Adam McKay, la cápsula que se le dedica a Susan J. Fowler… Hay una escisión formal en esta narrativa que conlleva el riesgo de darle importancia, sobre todo, a la banalidad de Kalanick.

A pesar de estar al tanto de la endeble cultura en torno al líder (un mesianismo ridiculizado hasta la caricatura en WeCrashed, con Jared Leto interpretando a una especie de Jim Carrey), sorprende que Mike Isaac –y la adaptación televisiva de su libro– usara principalmente esa mirilla para abordar el tema. En una entrevista de 2019 explicó, por un lado, que a diferencia de la burbuja de las punto com de los noventa hubo un movimiento pendular a favor de los fundadores (con resultados mixtos o desastrosos en relación a la estructura de sus empresas) y, por otro, que los problemas extendidos en compañías de “economías compartidas” (no sólo Uber sino también Lyft o Airbnb, entre otras) parecen ser aceptados por los consumidores (y son, en consecuencia, menos interesantes narrativamente). “Es una cuestión de qué estás dispuesto a perder, qué grado de maldad estás dispuesto a cometer al usar estos servicios”. Así, problemas reales de seguridad o de la relación de Uber con sus empleados y conductores (o “socios”) pasan a segundo término narrativamente. Concedió: “Todas estas compañías tienen problemas sobre el cuidado de sus trabajadores. Es algo en lo que no profundicé sencillamente porque muchos otros han escrito libros enteros sobre lo que ocurrió con el trabajo en esta economía”.

Entre los autores que han abordado el tema con claridad, como puede verse en este artículo de 2017, está Nikil Saval. Pero la cuestión es más amplia y compleja: en su libro de crítica cultural Cubed: A Secret History of the Workplace (2014), Saval logra un balance para explorar la arquitectura, el diseño, la ideología y las representaciones en el cine (y algo de televisión y literatura) del trabajador de cuello blanco desde el siglo XIX (con énfasis en Europa y los Estados Unidos). Saval hace el esfuerzo de señalar que no sólo la tecnología y la obsesión por la eficiencia, como pretendían tantos ideólogos del trabajo desde que se inventó la oficina –y hoy de nuevo, desde el futuro de Sillicon Valley–, determina la cultura laboral. En la medida en que su historia se acerca a nuestra época de trabajo flexible y precarización, todo tiende a atomizarse. La action office de Probst se convirtió en un cubículo; las granjas de cubículos conviven ahora con planos abiertos rodeados de peceras; la ergonómica silla Aeron evolucionó a las chillantes sillas para jugadores desde la que tiktokeros intentan volverse virales (en las esquinas de algunas avenidas de la Ciudad de México pueden encontrarse, a módicos precios, sistemas de iluminación para los pequeños estudios de televisión que cargamos en el celular). La gente sigue odiando trabajar para otros, y al oficinista le sigue costando organizarse políticamente.

El teletrabajo que se asomó desde los noventa parece haber llegado para quedarse, en nuestra época de Gran Resignación –de trabajadores obligados a regresar algunos días a las oficinas, de empresarios que deben conceder a que trabajen desde casa. Vuelve a sentirse la escisión que el mundo sin fricciones emitido desde Sillicon Valley aspiraba a borrar. La escisión entre la vida y el trabajo, entre la malévola jerga corporativa (alternando entre lo vulgar, lo machista y lo burocrático) y el lenguaje normal.

Hay algo burdo en la manera en que la lengua del Tercer Reich vuelve a aparecer, como una metáfora plana, en series como Succession (Tom a Greg, los pies de ambos descansando sobre oficinistas, como si fueran bancos: “¡Los nazis! Eran lo peor, ¿no?”; Roman Roy: “primero vinieron por los jets privados, y no dije nada…”), o Super Pumped (Kalanick a Emil Michael: “Alguien encontrará la solución final para los conductores”); pero también en estrategias corporativas reales (“tiene unas asociaciones interesantes”, puntualizó tímidamente Tim Sullivan para la Harvard Business Review, entrevistando a Reid Hoffman sobre su blitzscaling).

Ante la intercambiabilidad de las series mencionadas, vale la pena destacar Severance (2022), creada por Dan Erickson para Apple TV+. Tiene algo de thriller paranoico (como la barroca Homecoming, de 2018) y ciencia ficción. Al mismo tiempo, es transparente en sus temas. Su título alude lo mismo a los pagos de indemnización por despido que a un procedimiento ficticio que permite a trabajadores de una misteriosa compañía, Lumon Industries, separar radicalmente su vida laboral de su vida privada. ¡El sueño de la gerencia! Pero los misterios, los recorridos laberínticos, la trama de intriga… da un poco igual ante el peso de familiaridad que impone. Cualquier persona que haya trabajado en una oficina volverá a reconocer aquí –como se puede hacer en la prosa de Kafka o de Walser– la pequeña muerte que estamos dispuestos a aceptar a cambio de… ¿De qué, exactamente? Para decirlo en la jerga de nuestra época: la pequeña muerte a cambio de hacer lo que amamos.

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