miércoles, 30 de junio de 2021

Yulene Olaizola: paisajes interiores

Los devoró la selva. Escritas hacia 1924 como estocada final a la lucha entre civilización y barbarie, esas cuatro palabras son remitidas a un ficticio ministro colombiano por el cónsul de la región amazónica de Manaos. Son el golpe que clausura La vorágine, de José Eustasio Rivera, y son también una suerte de umbral húmedo que comunica el costumbrismo social con el realismo mágico de los años siguientes. Un siglo después, la jungla como espacio narrativo persiste como uno de los espacios naturales de las narrativas escritas o filmadas en América Latina.

Selva trágica, la novela sobre el Amazonas peruano publicada por Arturo D. Hernández a mitad del siglo pasado, abona a la resiliencia del imaginario selvático y fue publicada con pocos meses de diferencia de Caribal: el infierno verde, de Rafael Bernal. ¿Era la expansión de las ciudades y su tecnificación lo que atizaba el romanticismo decadente hacia la jungla y sus peligros? ¿Era el recelo ante la modernidad extractivista? ¿Se debía a la penetración de corrientes socialistas, indigenistas y comunistas en los relatos de la época? Dos películas hispanoamericanas de esos mismos años, Las aguas bajan turbias (1952) de Hugo del Carril y La selva de fuego (1945) de Fernando de Fuentes, se ubicaban una en una plantación del Paraná y la otra en la misma selva del sureste mexicano que Selva trágica (2020) de Yulene Olaizola.

Estrenada en la sección Horizontes del pasado Festival de Venecia y, en semanas recientes, simultáneamente en la cartelera mexicana y Netflix, es menos una adaptación que un eco lejano de la novela de Hernández, con la que apenas comparte premisa y nombre. Se ubica hace un siglo en el interior de la selva maya que conecta a Quintana Roo con Belice, cuando el país centroamericano era una colonia británica y la península mexicana se iba sobreponiendo a la economía posrevolucionaria con la explotación de sus recursos naturales, muchas veces a escala dantesca.

Yulene Olaizola

Indira Rubie Andrewin en Selva trágica

El chicle, una sabia ancestral que sangra del árbol de zapote, estaba a punto de convertirse en una industria, pero para eso había que derrotar a la selva. Un grupo de trabajadores chicleros (Gabino Rodríguez, Eligio Meléndez, Mariano Tun Xool, Gilberto Barraza) recorren la jungla y encuentran en el borde del río Hondo a una mujer mulata (Indira Rubie Andrewin) que podría ser tanto una migrante como un espejismo o la encarnación de una leyenda maya que se repite como eco entre los árboles. Un aspecto novedoso en el tratamiento del guión escrito por Olaizola y Rubén Imaz es el dibujo de la figura femenina. Mientras en Fogo y Epitafio la naturaleza enmarca resiliencias exclusivamente masculinas, en Selva trágica el protagonismo femenino es al mismo tiempo de Agnes (Andrewin) y de la jungla como madre devoradora.

Los cuatro largometrajes de ficción dirigidos por Yulene Olaizola parecen surgir no de una anécdota o la visión de un personaje sino de la embriaguez provocada por un paisaje natural, inabarcable y salvaje, que al rechazar la presencia humana termina por reducirla a la pequeñez de sus instintos o elevarla a la altura de sus ambiciones. Se trate de una playa en el sur de Veracruz (Paraísos artificiales, 2011), una isla de archipiélago canadiense azotada por ventiscas (Fogo, 2012), un volcán rugiente durante la Conquista (Epitafio, 2015) o la jungla maya del sureste, pocos cineastas como Olaizola, en el panorama actual, son tan hábiles al reducir presupuestos al mínimo para buscar el efecto contrario de un panorama imponente y feral, sin abandonar el minimalismo de su puesta en cámara.

A través de juegos sencillos de iluminación exterior, planos abiertos con poco movimiento, sostenidos por varios segundos y una atención artesanal al diseño sonoro, en las películas naturistas de Yulene Olaizola la línea argumental suele ser adelgazada para ceder espacio al flujo sensorial. El resultado son relatos que, más que narrarse, se transitan. No son perfectas en su hechura dramática y suelen ser irregulares en el tono actoral, pero aquí y allá esos baches ocasionales son cubiertos con riesgo estético y una mirada que, empeñada en buscar belleza, se mantiene serena, aunque sea frente a un volcán en erupción.

Yulene Olaizola

Mariano Tun Xool en Selva trágica

Como película mexicana, Selva trágica se inscribe en una tradición –así sea involuntaria– con películas como La Choca (197) de Emilio Fernández y, sobre todo, la mencionada La selva de fuego. Siguiendo los usos y costumbres del melodrama, ésta última se ubica entre Chetumal y Belice, también en los albores de la industria del chicle selvático. Que el triángulo de intereses esté repartido entre Arturo de Córdova, Dolores del Río y Miguel Inclán debería bastar para describir la tonalidad de sus pasiones y la resolución sentimental de su arco dramático. La película de Yulene Olaizola –musicalizada, por cierto, por el incombustible Alejandro Otaola, con el sonido mezclado por el reciente ganador del Oscar Jaime Baksht– es un relato en el cual las emociones, lejos de estar contenidas en la corporalidad o diálogos de los personajes, parecen emanar de la jungla misma y de su puesta en cámara, en una especie de expresionismo selvático.

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Yulene Olaizola: paisajes interiores

Los devoró la selva. Escritas hacia 1924 como estocada final a la lucha entre civilización y barbarie, esas cuatro palabras son remitidas a un ficticio ministro colombiano por el cónsul de la región amazónica de Manaos. Son el golpe que clausura La vorágine, de José Eustasio Rivera, y son también una suerte de umbral húmedo que comunica el costumbrismo social con el realismo mágico de los años siguientes. Un siglo después, la jungla como espacio narrativo persiste como uno de los espacios naturales de las narrativas escritas o filmadas en América Latina.

Selva trágica, la novela sobre el Amazonas peruano publicada por Arturo D. Hernández a mitad del siglo pasado, abona a la resiliencia del imaginario selvático y fue publicada con pocos meses de diferencia de Caribal: el infierno verde, de Rafael Bernal. ¿Era la expansión de las ciudades y su tecnificación lo que atizaba el romanticismo decadente hacia la jungla y sus peligros? ¿Era el recelo ante la modernidad extractivista? ¿Se debía a la penetración de corrientes socialistas, indigenistas y comunistas en los relatos de la época? Dos películas hispanoamericanas de esos mismos años, Las aguas bajan turbias (1952) de Hugo del Carril y La selva de fuego (1945) de Fernando de Fuentes, se ubicaban una en una plantación del Paraná y la otra en la misma selva del sureste mexicano que Selva trágica (2020) de Yulene Olaizola.

Estrenada en la sección Horizontes del pasado Festival de Venecia y, en semanas recientes, simultáneamente en la cartelera mexicana y Netflix, es menos una adaptación que un eco lejano de la novela de Hernández, con la que apenas comparte premisa y nombre. Se ubica hace un siglo en el interior de la selva maya que conecta a Quintana Roo con Belice, cuando el país centroamericano era una colonia británica y la península mexicana se iba sobreponiendo a la economía posrevolucionaria con la explotación de sus recursos naturales, muchas veces a escala dantesca.

Yulene Olaizola

Indira Rubie Andrewin en Selva trágica

El chicle, una sabia ancestral que sangra del árbol de zapote, estaba a punto de convertirse en una industria, pero para eso había que derrotar a la selva. Un grupo de trabajadores chicleros (Gabino Rodríguez, Eligio Meléndez, Mariano Tun Xool, Gilberto Barraza) recorren la jungla y encuentran en el borde del río Hondo a una mujer mulata (Indira Rubie Andrewin) que podría ser tanto una migrante como un espejismo o la encarnación de una leyenda maya que se repite como eco entre los árboles. Un aspecto novedoso en el tratamiento del guión escrito por Olaizola y Rubén Imaz es el dibujo de la figura femenina. Mientras en Fogo y Epitafio la naturaleza enmarca resiliencias exclusivamente masculinas, en Selva trágica el protagonismo femenino es al mismo tiempo de Agnes (Andrewin) y de la jungla como madre devoradora.

Los cuatro largometrajes de ficción dirigidos por Yulene Olaizola parecen surgir no de una anécdota o la visión de un personaje sino de la embriaguez provocada por un paisaje natural, inabarcable y salvaje, que al rechazar la presencia humana termina por reducirla a la pequeñez de sus instintos o elevarla a la altura de sus ambiciones. Se trate de una playa en el sur de Veracruz (Paraísos artificiales, 2011), una isla de archipiélago canadiense azotada por ventiscas (Fogo, 2012), un volcán rugiente durante la Conquista (Epitafio, 2015) o la jungla maya del sureste, pocos cineastas como Olaizola, en el panorama actual, son tan hábiles al reducir presupuestos al mínimo para buscar el efecto contrario de un panorama imponente y feral, sin abandonar el minimalismo de su puesta en cámara.

A través de juegos sencillos de iluminación exterior, planos abiertos con poco movimiento, sostenidos por varios segundos y una atención artesanal al diseño sonoro, en las películas naturistas de Yulene Olaizola la línea argumental suele ser adelgazada para ceder espacio al flujo sensorial. El resultado son relatos que, más que narrarse, se transitan. No son perfectas en su hechura dramática y suelen ser irregulares en el tono actoral, pero aquí y allá esos baches ocasionales son cubiertos con riesgo estético y una mirada que, empeñada en buscar belleza, se mantiene serena, aunque sea frente a un volcán en erupción.

Yulene Olaizola

Mariano Tun Xool en Selva trágica

Como película mexicana, Selva trágica se inscribe en una tradición –así sea involuntaria– con películas como La Choca (197) de Emilio Fernández y, sobre todo, la mencionada La selva de fuego. Siguiendo los usos y costumbres del melodrama, ésta última se ubica entre Chetumal y Belice, también en los albores de la industria del chicle selvático. Que el triángulo de intereses esté repartido entre Arturo de Córdova, Dolores del Río y Miguel Inclán debería bastar para describir la tonalidad de sus pasiones y la resolución sentimental de su arco dramático. La película de Yulene Olaizola –musicalizada, por cierto, por el incombustible Alejandro Otaola, con el sonido mezclado por el reciente ganador del Oscar Jaime Baksht– es un relato en el cual las emociones, lejos de estar contenidas en la corporalidad o diálogos de los personajes, parecen emanar de la jungla misma y de su puesta en cámara, en una especie de expresionismo selvático.

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martes, 29 de junio de 2021

Viaje al origen de ‘Los Soprano’

A estas alturas, la única discusión sobre Los Soprano es si ocupa el primer o el segundo lugar de la lista de las mejores series de televisión que se han producido. De ahí que a su creador, David Chase, lo acosaran regularmente con preguntas sobre si habría añadidos al universo que se emitió por HBO entre 1999 y 2007. Durante años fue esquivo, pero hace tiempo se dio a conocer que preparaba una precuela, una película de la que hoy se ha dado a conocer el primer avance, y cuyo título es The Many Saints of Newark. Se estrenará el 1 octubre a través de la nueva plataforma HBO Max.

Dirigida por Alan Taylor y escrita por Chase junto a Lawrence Konner –todos colaboradores de Los Soprano–, la película narrará los inicios criminales de Tony Soprano, interpretado en su versión juvenil nada menos que por Michael Gandolfini, el hijo de James. Como lo describió Graciela Speranza en La Tempestad (no. 29, marzo-abril de 2008), se trata del “gángster suburbano de hoy, padre de familia, hijo solícito y vecino de Nueva Jersey, y a la vez anarquista profesional y bruto desalmado. Puede acompañar a su hija adolescente a una entrevista en una universidad vecina y estrangular a un hombre con sus propias manos en el mismo viaje”.

La cinta, ambientada en la ciudad de Newark en 1967, se sitúa en medio de las tensiones entre las comunidades afroamericana e italoamericana, a la que pertenece Soprano. Su estreno estaba programado para septiembre del año pasado, pero la pandemia de coronavirus pospuso su distribución. Será la oportunidad de volver al mundo creado por una de las obras televisivas más influyentes. Speranza lo pone en estos términos: “Reluce sobre todo en la invención de una nueva forma narrativa para el medio, a mitad de camino entre la falsa autonomía del seriado unitario y la intriga autoritaria de la telenovela, asombrosamente adecuada para dar cuenta de la complejidad arborescente de las tramas familiares”.

El final de Los Soprano seguirá abierto, pero The Many Saints of Newark nos transportará a los orígenes de una de las familias más poderosas de la cultura popular estadounidense del siglo XXI.

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Viaje al origen de ‘Los Soprano’

A estas alturas, la única discusión sobre Los Soprano es si ocupa el primer o el segundo lugar de la lista de las mejores series de televisión que se han producido. De ahí que a su creador, David Chase, lo acosaran regularmente con preguntas sobre si habría añadidos al universo que se emitió por HBO entre 1999 y 2007. Durante años fue esquivo, pero hace tiempo se dio a conocer que preparaba una precuela, una película de la que hoy se ha dado a conocer el primer avance, y cuyo título es The Many Saints of Newark. Se estrenará el 1 octubre a través de la nueva plataforma HBO Max.

Dirigida por Alan Taylor y escrita por Chase junto a Lawrence Konner –todos colaboradores de Los Soprano–, la película narrará los inicios criminales de Tony Soprano, interpretado en su versión juvenil nada menos que por Michael Gandolfini, el hijo de James. Como lo describió Graciela Speranza en La Tempestad (no. 29, marzo-abril de 2008), se trata del “gángster suburbano de hoy, padre de familia, hijo solícito y vecino de Nueva Jersey, y a la vez anarquista profesional y bruto desalmado. Puede acompañar a su hija adolescente a una entrevista en una universidad vecina y estrangular a un hombre con sus propias manos en el mismo viaje”.

La cinta, ambientada en la ciudad de Newark en 1967, se sitúa en medio de las tensiones entre las comunidades afroamericana e italoamericana, a la que pertenece Soprano. Su estreno estaba programado para septiembre del año pasado, pero la pandemia de coronavirus pospuso su distribución. Será la oportunidad de volver al mundo creado por una de las obras televisivas más influyentes. Speranza lo pone en estos términos: “Reluce sobre todo en la invención de una nueva forma narrativa para el medio, a mitad de camino entre la falsa autonomía del seriado unitario y la intriga autoritaria de la telenovela, asombrosamente adecuada para dar cuenta de la complejidad arborescente de las tramas familiares”.

El final de Los Soprano seguirá abierto, pero The Many Saints of Newark nos transportará a los orígenes de una de las familias más poderosas de la cultura popular estadounidense del siglo XXI.

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lunes, 28 de junio de 2021

Hugo Gola: la sencillez del lenguaje

En el año 2003, por invitación de un grupo de estudiantes, visité por primera vez a Hugo Gola, a quien no conocía ni había escuchado nombrar. Pero quienes me acompañaban sí estaban al tanto de quién era, resultaba evidente que lo respetaban. El poeta argentino hacía sugerencias, entre ellas que aprendiéramos otros idiomas y tradujéramos. Pero mi atención estaba en las paredes blancas y despojadas de cualquier adorno, en una habitación donde sólo había un sillón, una pequeña mesa llena de libros que desconocía y, arriba de ella, una lámpara.

Poco después, al abrir por primera vez una de las revistas que editó, descubrí que la desnudez estaba presente en esas páginas, igualmente blancas. Esa tarde ocurrió un hecho que me dio una pista importante acerca de quién era Gola: tembloroso, uno de los estudiantes le entregó una carpeta con sus poemas. Apenas la abrió, el poeta santafesino no ocultó el profundo desagrado que le produjo el único poema que leyó. Era como si la carpeta le quemara las manos. La devolvió en seguida, sin decir una sola palabra.

Aunque mantuvo una relación estrecha con los escritores Juan L. Ortiz y Juan José Saer, indiscutiblemente dos de los autores argentinos más importantes del siglo XX, Hugo Gola siempre tuvo sus propios proyectos, y esos proyectos formaban parte de su personalidad, incluso hablan de una forma de vida: la fidelidad a la poesía y su difusión. No hay más. Es lo que Gola ofreció a quienes leímos atentamente su trabajo: la incertidumbre de saltar por primera vez, solos y sin ningún tipo de referencia, a formas completamente nuevas de poesía, capaces de producir extrañamiento en el propio lenguaje.

El contenido de las revistas que editó, sobre todo en Poesía y Poética, quizá tiene relación con lo que mencionó otro escritor argentino que Gola apreciaba bastante, Edgar Bayley, quien decía que el poeta está permanentemente en “estado de alerta”. Eso era notable en Hugo Gola, que siempre parecía atento a nuevas formas, sobre todo a formas vivas. La inclusión en sus revistas de arquitectos, músicos, pintores, fotógrafos y escultores habla de ese estado de alerta. Sabía que la escritura no se alimenta exclusivamente de literatura.

De origen campesino, quizás esa sospecha estaba en el poeta argentino desde siempre. El lenguaje de su poesía permite intuir un vínculo importante con la infancia, con el habla y el paisaje de su zona de origen; pero también resulta evidente una atención temprana en las cosas pequeñas y sencillas, que le producían tartamudeos y lo hacían vacilar, emocionarse e ir a la oficina de correos para tomar papel y escribir en él ese lenguaje extraño que se apoderaba de su boca y que no sabía bien de dónde venía.

A Hugo Gola lo visité rara vez, en ocasiones de forma muy espaciada, pero siempre hablábamos del trabajo en el campo y del campo mismo. Le atraía escucharme hablar de las cosas de mi pueblo, y yo encontraba en él ese mismo tono de la gente de mi región, quiero decir, el mismo peso de las palabras, la misma economía: personas que, al conversar, ponen en evidencia una relación íntima con cada una de las palabras que utilizan, y que reflexionan acerca de su uso. Palabras sencillas y elementales que nombran el trabajo, el clima, los árboles y los alimentos.

Al tipo de escritor que era Gola lo distingue estar atento a eso otro que no es evidente en el habla. Es el que escucha. En consecuencia, presta atención a otras cosas e intuye, por ejemplo, que el movimiento de las ramas y sus hojas incide en el lenguaje corporal y en la propia habla de su familia. Las palabras se arrastran con la misma suavidad, con la misma longitud, igualmente desordenadas. Ese mismo escritor puede ver durante toda su infancia cómo la abuela o la madre dan vuelta al molino, y nota la fuerza precisa que utilizan al girar la manija, y esa misma precisión –lo percibe– está en el lenguaje. Lo mismo ocurre cuando el padre corta de un solo tajo la hierba mala. Se trata de personas que no hablan mucho. Algunos pensarían que se trata de personas limitadas. El escritor sabe que ese silencio es también cariño por el lenguaje. Cariño que se demuestra, por ejemplo, en no hablar de más, como ocurría con Hugo Gola.

Con todo, sospecho que el escritor –el tipo de escritor que era Gola– no está consciente de la mayoría de las cosas que alimentan su escritura. Un día camina y se encuentra con un árbol que sobresale por encima de un muro de piedras, y esa visión lo emociona y acompaña mientras llega a su destino. El hecho queda atrás. Sin embargo, mucho tiempo después, digamos veinte o treinta años más adelante, la emoción que produjo ese árbol se hace presente en la escritura. Pero el escritor no lo sabe, como no sabe que ahí también está el señor que, elegante, con las manos cruzadas, vio sentado en un portón mucho tiempo atrás. Para el escritor no es importante la conciencia de esas cosas como el hecho de estar alerta. Pero siempre, como escribió Bayley, “desde un estado de inocencia”: acercándose a todas las cosas como si no supiera nada de ellas. Quizás eso explica el largo silencio que se produjo entre cada uno de los libros que escribió Gola, para quien era importante que la palabra llegara a su propio ritmo, a su propio tiempo, cargada de energía.

Como seguramente le ocurrió a muchos otros, las revistas que editó Gola resultaron decisivas para mi formación y mi propio trabajo como traductor. Y no sólo eso: fueron una invitación a reflexionar y a debatir los poemas que a él le interesaban, y que me representó el único modo de comprender la radicalidad y novedad de esas escrituras. Convertirlas en un canon, para después hacer de ellas un modelo teórico de la escritura que me despejara de toda incertidumbre, nunca estuvo en mis planes. Dudo mucho que el trabajo de Hugo Gola persiguiera un fin distinto al gesto sencillo y noble de compartir materiales que consideraba importantes.

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Hugo Gola: la sencillez del lenguaje

En el año 2003, por invitación de un grupo de estudiantes, visité por primera vez a Hugo Gola, a quien no conocía ni había escuchado nombrar. Pero quienes me acompañaban sí estaban al tanto de quién era, resultaba evidente que lo respetaban. El poeta argentino hacía sugerencias, entre ellas que aprendiéramos otros idiomas y tradujéramos. Pero mi atención estaba en las paredes blancas y despojadas de cualquier adorno, en una habitación donde sólo había un sillón, una pequeña mesa llena de libros que desconocía y, arriba de ella, una lámpara.

Poco después, al abrir por primera vez una de las revistas que editó, descubrí que la desnudez estaba presente en esas páginas, igualmente blancas. Esa tarde ocurrió un hecho que me dio una pista importante acerca de quién era Gola: tembloroso, uno de los estudiantes le entregó una carpeta con sus poemas. Apenas la abrió, el poeta santafesino no ocultó el profundo desagrado que le produjo el único poema que leyó. Era como si la carpeta le quemara las manos. La devolvió en seguida, sin decir una sola palabra.

Aunque mantuvo una relación estrecha con los escritores Juan L. Ortiz y Juan José Saer, indiscutiblemente dos de los autores argentinos más importantes del siglo XX, Hugo Gola siempre tuvo sus propios proyectos, y esos proyectos formaban parte de su personalidad, incluso hablan de una forma de vida: la fidelidad a la poesía y su difusión. No hay más. Es lo que Gola ofreció a quienes leímos atentamente su trabajo: la incertidumbre de saltar por primera vez, solos y sin ningún tipo de referencia, a formas completamente nuevas de poesía, capaces de producir extrañamiento en el propio lenguaje.

El contenido de las revistas que editó, sobre todo en Poesía y Poética, quizá tiene relación con lo que mencionó otro escritor argentino que Gola apreciaba bastante, Edgar Bayley, quien decía que el poeta está permanentemente en “estado de alerta”. Eso era notable en Hugo Gola, que siempre parecía atento a nuevas formas, sobre todo a formas vivas. La inclusión en sus revistas de arquitectos, músicos, pintores, fotógrafos y escultores habla de ese estado de alerta. Sabía que la escritura no se alimenta exclusivamente de literatura.

De origen campesino, quizás esa sospecha estaba en el poeta argentino desde siempre. El lenguaje de su poesía permite intuir un vínculo importante con la infancia, con el habla y el paisaje de su zona de origen; pero también resulta evidente una atención temprana en las cosas pequeñas y sencillas, que le producían tartamudeos y lo hacían vacilar, emocionarse e ir a la oficina de correos para tomar papel y escribir en él ese lenguaje extraño que se apoderaba de su boca y que no sabía bien de dónde venía.

A Hugo Gola lo visité rara vez, en ocasiones de forma muy espaciada, pero siempre hablábamos del trabajo en el campo y del campo mismo. Le atraía escucharme hablar de las cosas de mi pueblo, y yo encontraba en él ese mismo tono de la gente de mi región, quiero decir, el mismo peso de las palabras, la misma economía: personas que, al conversar, ponen en evidencia una relación íntima con cada una de las palabras que utilizan, y que reflexionan acerca de su uso. Palabras sencillas y elementales que nombran el trabajo, el clima, los árboles y los alimentos.

Al tipo de escritor que era Gola lo distingue estar atento a eso otro que no es evidente en el habla. Es el que escucha. En consecuencia, presta atención a otras cosas e intuye, por ejemplo, que el movimiento de las ramas y sus hojas incide en el lenguaje corporal y en la propia habla de su familia. Las palabras se arrastran con la misma suavidad, con la misma longitud, igualmente desordenadas. Ese mismo escritor puede ver durante toda su infancia cómo la abuela o la madre dan vuelta al molino, y nota la fuerza precisa que utilizan al girar la manija, y esa misma precisión –lo percibe– está en el lenguaje. Lo mismo ocurre cuando el padre corta de un solo tajo la hierba mala. Se trata de personas que no hablan mucho. Algunos pensarían que se trata de personas limitadas. El escritor sabe que ese silencio es también cariño por el lenguaje. Cariño que se demuestra, por ejemplo, en no hablar de más, como ocurría con Hugo Gola.

Con todo, sospecho que el escritor –el tipo de escritor que era Gola– no está consciente de la mayoría de las cosas que alimentan su escritura. Un día camina y se encuentra con un árbol que sobresale por encima de un muro de piedras, y esa visión lo emociona y acompaña mientras llega a su destino. El hecho queda atrás. Sin embargo, mucho tiempo después, digamos veinte o treinta años más adelante, la emoción que produjo ese árbol se hace presente en la escritura. Pero el escritor no lo sabe, como no sabe que ahí también está el señor que, elegante, con las manos cruzadas, vio sentado en un portón mucho tiempo atrás. Para el escritor no es importante la conciencia de esas cosas como el hecho de estar alerta. Pero siempre, como escribió Bayley, “desde un estado de inocencia”: acercándose a todas las cosas como si no supiera nada de ellas. Quizás eso explica el largo silencio que se produjo entre cada uno de los libros que escribió Gola, para quien era importante que la palabra llegara a su propio ritmo, a su propio tiempo, cargada de energía.

Como seguramente le ocurrió a muchos otros, las revistas que editó Gola resultaron decisivas para mi formación y mi propio trabajo como traductor. Y no sólo eso: fueron una invitación a reflexionar y a debatir los poemas que a él le interesaban, y que me representó el único modo de comprender la radicalidad y novedad de esas escrituras. Convertirlas en un canon, para después hacer de ellas un modelo teórico de la escritura que me despejara de toda incertidumbre, nunca estuvo en mis planes. Dudo mucho que el trabajo de Hugo Gola persiguiera un fin distinto al gesto sencillo y noble de compartir materiales que consideraba importantes.

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miércoles, 23 de junio de 2021

La vuelta del futuro

Escribió Franco Berardi Bifo: “la imaginación no funda nada, sólo puede revelar horizontes de posibilidad”. El nuevo proyecto de Verónica Gerber Bicecci, la antología En una orilla brumosa, parece compartir esa convicción. El volumen publicado por Gris Tormenta propone Cinco rutas para repensar los futuros de las artes visuales y la literatura y conjunta algunos textos previamente existentes con otros, la mayor parte, escritos para la ocasión. Una de las virtudes del compendio es su capacidad de abrir un espacio para el pensamiento, es decir, son más significativas las preguntas que abre que los caminos que traza.

El futuro está de vuelta. O, al menos, hay abundantes signos de que la imaginación sobre el porvenir está reactivándose, luego de décadas de pesadillas catastrofistas. Es cuando menos paradójico que este fenómeno coincida con un momento mayoritariamente conservador en las poéticas literarias y visuales (los ámbitos de los que se ocupa En una orilla brumosa, como no podía ser de otro modo en Gerber). El libro trata de escapar de ese impasse a través de textos que se inscriben, si bien no en todos los casos, en el llamado ensayo especulativo, que la artista define como “una forma de sopesar (dejarse infiltrar por fragmentos del mundo) y diagnosticar (infiltrarse en las cavidades del mundo) con herramientas verbales y visuales que, a su vez, se dirigen al pasado o al futuro para reescribir el presente”. Resulta llamativa, por ello mismo, la ausencia de Borges en el prólogo de la antología, sobre todo si consideramos su evidente influencia en Stanisław Lem, de quien se incluye uno de los prólogos a libros inexistentes que reunió en Magnitud imaginaria.

Verónica Gerber Bicecci plantea cinco caminos para los futuros de las artes visuales y la literatura: obras “autónomas e inteligibles”, “no humanas”, “migrantes”, “antónimas” y “desenterradas”. Se trata, necesariamente, de acercamientos conceptuales, donde se avizoran procedimientos e ideas antes que estéticas específicas. Es un acierto pues, como plantea uno de los mejores trabajos del volumen, del poeta peruano Mario Montalbetti, el arte “quiere provocar efectos de significado no totalmente domesticables”, a diferencia del Estado, que busca “fijar de una buena vez las ataduras entre significantes y significados”. El diferendo, la apertura del signo, es la clave para imaginar las obras del futuro.

Pese a las perspectivas desastrosas (es decir, sin astro guía) que nos ofrece la incesante expansión del capital, En una orilla brumosa no incurre en el fatalismo. Encuentro uno de sus campos más fértiles en la discusión que abre la lectura de los textos de Juan Cárdenas y Ursula K. Le Guin, incluidos en el apartado “Desenterradas”. La “Teoría del escombro” del escritor colombiano, uno de los trabajos más originales del volumen, retoma la distinción de Gastón Gordillo entre ruina y escombro, donde la primera está atada a la nostalgia, mientras el segundo está lanzado al futuro. La autora estadounidense –cada día más central–, sin embargo, plantea “Hacer mundos” precisamente desde la ruina: “Para encontrar un mundo, tal vez tienes que haber perdido uno”. En ese dilema, en esa costa nublada, nos encontramos.

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La vuelta del futuro

Escribió Franco Berardi Bifo: “la imaginación no funda nada, sólo puede revelar horizontes de posibilidad”. El nuevo proyecto de Verónica Gerber Bicecci, la antología En una orilla brumosa, parece compartir esa convicción. El volumen publicado por Gris Tormenta propone Cinco rutas para repensar los futuros de las artes visuales y la literatura y conjunta algunos textos previamente existentes con otros, la mayor parte, escritos para la ocasión. Una de las virtudes del compendio es su capacidad de abrir un espacio para el pensamiento, es decir, son más significativas las preguntas que abre que los caminos que traza.

El futuro está de vuelta. O, al menos, hay abundantes signos de que la imaginación sobre el porvenir está reactivándose, luego de décadas de pesadillas catastrofistas. Es cuando menos paradójico que este fenómeno coincida con un momento mayoritariamente conservador en las poéticas literarias y visuales (los ámbitos de los que se ocupa En una orilla brumosa, como no podía ser de otro modo en Gerber). El libro trata de escapar de ese impasse a través de textos que se inscriben, si bien no en todos los casos, en el llamado ensayo especulativo, que la artista define como “una forma de sopesar (dejarse infiltrar por fragmentos del mundo) y diagnosticar (infiltrarse en las cavidades del mundo) con herramientas verbales y visuales que, a su vez, se dirigen al pasado o al futuro para reescribir el presente”. Resulta llamativa, por ello mismo, la ausencia de Borges en el prólogo de la antología, sobre todo si consideramos su evidente influencia en Stanisław Lem, de quien se incluye uno de los prólogos a libros inexistentes que reunió en Magnitud imaginaria.

Verónica Gerber Bicecci plantea cinco caminos para los futuros de las artes visuales y la literatura: obras “autónomas e inteligibles”, “no humanas”, “migrantes”, “antónimas” y “desenterradas”. Se trata, necesariamente, de acercamientos conceptuales, donde se avizoran procedimientos e ideas antes que estéticas específicas. Es un acierto pues, como plantea uno de los mejores trabajos del volumen, del poeta peruano Mario Montalbetti, el arte “quiere provocar efectos de significado no totalmente domesticables”, a diferencia del Estado, que busca “fijar de una buena vez las ataduras entre significantes y significados”. El diferendo, la apertura del signo, es la clave para imaginar las obras del futuro.

Pese a las perspectivas desastrosas (es decir, sin astro guía) que nos ofrece la incesante expansión del capital, En una orilla brumosa no incurre en el fatalismo. Encuentro uno de sus campos más fértiles en la discusión que abre la lectura de los textos de Juan Cárdenas y Ursula K. Le Guin, incluidos en el apartado “Desenterradas”. La “Teoría del escombro” del escritor colombiano, uno de los trabajos más originales del volumen, retoma la distinción de Gastón Gordillo entre ruina y escombro, donde la primera está atada a la nostalgia, mientras el segundo está lanzado al futuro. La autora estadounidense –cada día más central–, sin embargo, plantea “Hacer mundos” precisamente desde la ruina: “Para encontrar un mundo, tal vez tienes que haber perdido uno”. En ese dilema, en esa costa nublada, nos encontramos.

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martes, 22 de junio de 2021

Julián Ayesta: la unidad más profunda

La Universidad Nacional Autónoma de México publicó en 2006, en su colección Relato Licenciado Vidriera, la novela del escritor y diplomático Julián Ayesta Prendes, Helena o el mar del verano; se realizó una tirada de mil ejemplares. La esclarecedora introducción estuvo a cargo del escritor Adrián Curiel Rivera, quien señaló entonces que esta “novela corta o relato largo Helena… testimonia el innegable talento de su creador y pone en entredicho la consabida perorata de que en la España de posguerra –después del tremendismo y antes de Luis Martín-Santos– todo era realismo social”.

Julián Ayesta, nacido en Gijón en 1919 y fallecido en Somió en 1996, diplomático de carrera con destino en distintos países, ha permanecido en la penumbra a pesar de la calidad de su obra. Perteneció a la primera generación de estudiantes universitarios tras la Guerra Civil española. Fue estudiante de Filosofía y Letras en Madrid, y compaginó sus estudios con los de Derecho en la Universidad de Oviedo.

En el Madrid de la posguerra entró en contacto con las tertulias literarias y asistió a una de las más destacadas, que se celebraba en el Café Gijón, dentro del grupo de la llamada Juventud Creadora. Ésta era “dirigida” por el poeta ovetense José García Nieto y hacía de “presidente honorario” Gerardo Diego. Precisamente el poeta del Grupo del 27 (como gustaba llamarlo él mismo) aparece en uno de los últimos relatos de Ayesta, el titulado “Somió entonces…”: “era la gran estación de los conciertos y venía Gerardo Diego con pasitos menudos y rápidos a tocar ‘Sor Monique’ de Couperin, sonriéndose como un fraile al terminar el comentario: ‘¿Rubia? ¿Morena? Ahora lo veremos’. Y se metía en el piano como un conejo a dejar que la gente adivinara que el tono mayor corresponde a las rubias y el menor a las morenas”.

De esas reuniones en el Gijón saldría la revista Garcilaso y su continuadora, Acanto, en las que Julián Ayesta era uno de los narradores más destacados. Precisamente en Acanto publicó el relato “Almuerzo en el jardín”, que años más tarde formaría parte de Helena o el mar del verano.

Durante los años cuarenta siguió publicando prosa en las principales revistas de posguerra: Destino, Finisterre o la Revista Hispanoamericana. En seguida los textos de Ayesta llamaron la atención de Vicente Aleixandre. El poeta sevillano le recomendó a José Luis Cano, en ese momento director de la revista Ínsula.

Helena o el mar del verano apareció en 1952 en la Colección Ínsula, de la revista del mismo nombre, en la que también publicaban a Luis Cernuda, Blas de Otero o Pedro Salinas. En una de las primeras críticas de la novela, el también escritor asturiano José María Jove señalaba que “pocos libros se han escrito con tanta sinceridad, con tanta sangre, con tanta nostalgia. Y, al mismo tiempo, con tanto atino en el paisaje, y en esos niños que piensan cosas terribles o corren desalados detrás de una muchacha por entre un bosque de eucaliptus”.

El propio Ayesta se refiere a su novela como “un relato cordial de un primer amor y de un relato hecho con un deliberado propósito de exaltación de lo eternamente válido y noble y hermoso de la vida. Es una reacción mediterránea frente al seudo existencialismo angustiado que inventa una ‘vida’ mucho más alejada de la vida humana real que la que invento yo en Helena”.

Lo extraordinario de Helena o el mar del verano es su coherencia interna, a pesar de estar formada por siete relatos escritos de forma independiente. Como señala Julián Ayesta, “he tardado diez años en escribir este libro. En realidad nunca lo concebí como una unidad, pero como esta unidad la llevaba yo dentro […]. Incluso me hace pensar que la unidad de este libro es mucho más profunda de lo que parece, porque vive de veras dentro de mí”.

Hoy la novela forma parte del catálogo de la editorial barcelonesa Acantilado, que la reeditó recientemente.

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Julián Ayesta: la unidad más profunda

La Universidad Nacional Autónoma de México publicó en 2006, en su colección Relato Licenciado Vidriera, la novela del escritor y diplomático Julián Ayesta Prendes, Helena o el mar del verano; se realizó una tirada de mil ejemplares. La esclarecedora introducción estuvo a cargo del escritor Adrián Curiel Rivera, quien señaló entonces que esta “novela corta o relato largo Helena… testimonia el innegable talento de su creador y pone en entredicho la consabida perorata de que en la España de posguerra –después del tremendismo y antes de Luis Martín-Santos– todo era realismo social”.

Julián Ayesta, nacido en Gijón en 1919 y fallecido en Somió en 1996, diplomático de carrera con destino en distintos países, ha permanecido en la penumbra a pesar de la calidad de su obra. Perteneció a la primera generación de estudiantes universitarios tras la Guerra Civil española. Fue estudiante de Filosofía y Letras en Madrid, y compaginó sus estudios con los de Derecho en la Universidad de Oviedo.

En el Madrid de la posguerra entró en contacto con las tertulias literarias y asistió a una de las más destacadas, que se celebraba en el Café Gijón, dentro del grupo de la llamada Juventud Creadora. Ésta era “dirigida” por el poeta ovetense José García Nieto y hacía de “presidente honorario” Gerardo Diego. Precisamente el poeta del Grupo del 27 (como gustaba llamarlo él mismo) aparece en uno de los últimos relatos de Ayesta, el titulado “Somió entonces…”: “era la gran estación de los conciertos y venía Gerardo Diego con pasitos menudos y rápidos a tocar ‘Sor Monique’ de Couperin, sonriéndose como un fraile al terminar el comentario: ‘¿Rubia? ¿Morena? Ahora lo veremos’. Y se metía en el piano como un conejo a dejar que la gente adivinara que el tono mayor corresponde a las rubias y el menor a las morenas”.

De esas reuniones en el Gijón saldría la revista Garcilaso y su continuadora, Acanto, en las que Julián Ayesta era uno de los narradores más destacados. Precisamente en Acanto publicó el relato “Almuerzo en el jardín”, que años más tarde formaría parte de Helena o el mar del verano.

Durante los años cuarenta siguió publicando prosa en las principales revistas de posguerra: Destino, Finisterre o la Revista Hispanoamericana. En seguida los textos de Ayesta llamaron la atención de Vicente Aleixandre. El poeta sevillano le recomendó a José Luis Cano, en ese momento director de la revista Ínsula.

Helena o el mar del verano apareció en 1952 en la Colección Ínsula, de la revista del mismo nombre, en la que también publicaban a Luis Cernuda, Blas de Otero o Pedro Salinas. En una de las primeras críticas de la novela, el también escritor asturiano José María Jove señalaba que “pocos libros se han escrito con tanta sinceridad, con tanta sangre, con tanta nostalgia. Y, al mismo tiempo, con tanto atino en el paisaje, y en esos niños que piensan cosas terribles o corren desalados detrás de una muchacha por entre un bosque de eucaliptus”.

El propio Ayesta se refiere a su novela como “un relato cordial de un primer amor y de un relato hecho con un deliberado propósito de exaltación de lo eternamente válido y noble y hermoso de la vida. Es una reacción mediterránea frente al seudo existencialismo angustiado que inventa una ‘vida’ mucho más alejada de la vida humana real que la que invento yo en Helena”.

Lo extraordinario de Helena o el mar del verano es su coherencia interna, a pesar de estar formada por siete relatos escritos de forma independiente. Como señala Julián Ayesta, “he tardado diez años en escribir este libro. En realidad nunca lo concebí como una unidad, pero como esta unidad la llevaba yo dentro […]. Incluso me hace pensar que la unidad de este libro es mucho más profunda de lo que parece, porque vive de veras dentro de mí”.

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lunes, 21 de junio de 2021

La vacuna, un intruso apreciado

Por fin me he vacunado. Incluido como profesor en las listas redactadas por la universidad, llegué a la estructura que instalaron frente a la estación Termini de Roma. La organización resultó impecable, con personal preparado y amable, esperas mínimas, filas bien distribuidas, locales amplios e higiénicos: no pudo ir mejor. Debemos sentirnos orgullosos de lo que hemos logrado. Lo cual es no es poca cosa, ya que se han vacunado unos 30 millones de ciudadanos.

De camino a casa, recordé un viejo suceso de hace más de veinte años. Mientras enseñaba en un aula con una veintena de estudiantes, se me ocurrió mencionar la cicatriz circular que  permanece en mi hombro izquierdo (seguramente hablaba de historia de la medicina). Semejante al rosetón místico de una catedral, esta huella es el resultado de una vacuna que compartí con mi generación como un auténtico ritual de la infancia. Pues bien, curiosamente mi confesión resultó inaudita para muchos estudiantes que han pasado ilesos a través de las más variadas modificaciones corporales: tatuajes de distintas disposiciones, colores y tamaños, multitud de aretes, piercings en todas partes y quizá hasta brandings (una alteración de la piel entre marca de fuego y cicatrización, semejante a las que practican algunas tribus africanas o amerindias).

Veía miradas atónitas, en busca de una explicación. Simplemente no comprendían mi insignia en la piel. ¡Ellos, los Grabados, los Cuadros, los Decorados! “Pero nosotros nos vacunamos por vía oral, ¿no lo sabe?”. No, no lo sabía. Efectivamente, los jóvenes que asistieron a la universidad en los años noventa ignoraban completamente la punción que los de la generación de 1957, y de todos los años anteriores, habían padecido durante la escuela primaria o secundaria.

El intruso

Pensaba en esto, camino a casa. Pero después, de repente, tuve un sobresalto, mientras en mi cabeza irrumpió violentamente el título de un ensayo de Jean-Luc Nancy, El intruso. En efecto, me pregunté, ¿qué había hecho sino dejarme inyectar algo extraño, extraño y peligroso, es decir, el enemigo que va segando víctimas en el mundo hasta llegar a los 3.8 millones de muertos? No soy un antivacunas, como se ha visto, pero esta vez el encuentro con el Otro, o sea con la Enfermedad, con el Mal en persona, me impresionó. Poliomielitis, viruela, etcétera, obviamente no son enfermedades menos graves, pero su vacuna, durante mi juventud, formaba parte de lo cotidiano. Además, esas patologías ya habían sido erradicadas y, por decirlo así, jubiladas. Acá no. Aquí se trata de inyectarse a un predador en plena actividad, inoculándonos el virus que se sigue extendiendo por todo el planeta. Así que fui a releer a Nancy…

En 1990 el filósofo francés tuvo un trasplante urgente de corazón, y poco después fue atacado por un tumor, probablemente generado por los medicamentos inmunosupresores. Por lo tanto, explicó Andrea Cortellessa, en esta historia clínica la presencia del intruso es triple: órgano ajeno tomado de otro cuerpo y colocado en el paciente, y un medicamento que, según la ambigüedad etimológica, cura y al mismo tiempo envenena: intruso que altera la vida de las células. Sólo nueve años después de la operación, Nancy redactó un ensayo que se titula El intruso (traducido por Valeria Piazza en el año 2000 para Cronopio). Lo hizo por invitación de la revista Dédale, para un número titulado La llegada del extranjero. Esto para decir que, aunque el texto nunca toca temas explícitamente políticos, la política permanece cercana al pensamiento del autor, a la par del concepto de lo extraño.

Ahora volvamos a la vacunación de los italianos. Con respecto a la imagen del trasplante-tumor en Nancy, surge de inmediato una diferencia que, de hecho, podemos leer al principio del texto: “El intruso se introduce por fuerza, por sorpresa o por astucia; en todo caso, sin derecho y sin haber sido admitido de antemano”. Cortellessa comenta el pasaje subrayando otra ambivalencia etimológica, relativa esta vez al término “huésped”: “L’hospes [amigo, extranjero] coexiste con el l’hostis [enemigo], y el huésped, figura híbrida –activa-pasiva–, lleva en sí alojado, también, al que es hostil y pragmático, que se confronta con el primero”.

Liberado del círculo

Pero regreso al tema de la vacunación. No hace falta decir que la vacuna AstraZeneca, a diferencia de lo que sucedió a Nancy, no se introdujo en mi organismo por la fuerza, con la sorpresa o la astucia. Al contrario, yo la busqué ávidamente, y la invité con entusiasmo, pidiéndole que se sentara en mi casa como lo hace un personaje famoso, admirado. Un poco avergonzado, siento como si, para cenar con un VIP, no dudara en pagar sumas exorbitantes (aunque, por suerte, la obtuvimos gratis). Porque lo admito, pagaría tranquilamente, y no poco, para salir de este… cómo llamarlo, ¿delirio, pesadilla, molestia?

Será porque en casa, sin hacer nada, me congelo, pero se me ocurrió la imagen de un período glaciar. Me doy cuenta, sin embargo, de que esto es algo totalmente equivocado, ya que nuestro planeta –sobrecalentado– se derrite; de hecho, debería llamarse “incendiado”, toda vez que ha sido reducido a un enfermo grave por causa de los daños que todos conocemos (sobrepoblación descontrolada, deforestación, derrames petroleros) y que por desgracia son las mismas fuentes del covid. Si tuviera que elegir otra definición, tal vez al final optaría por “anillo”. Me gusta la palabra porque evoca una hermosa película paradigmática de la situación actual. Melania Mazzucco ya lo mencionó, pero quiero repetirlo: nuestras vidas parecen imitar El día de la marmota (Groundhog Day) que da el título a una película de 1993. En ella el héroe, Bill Murray, se ve prisionero dentro de una forma atroz del “eterno retorno”, obligado a repetir el mismo día una y otra vez. Esto también nos sucede a nosotros en este anillo agotador, que en inglés significa “círculo”, e indica objetos y estructuras formadas por líneas cerradas o en anillos. Si digo esto es porque, además de salvadora, la AstraZeneca me parece precisamente una vacuna anticírculo, una sustancia mágica; todavía mejor: el Príncipe Azul que inyecta al enemigo, pero para expulsarlo y romper el hechizo de la repetición.

El principio de los similares

Y aquí debo rendir homenaje a mi madre, una pediatra homeópata con la que discutí ferozmente, convirtiéndome a la alopatía después de renegar de la medicina casera. Lo confieso, estoy haciendo un mea culpa familiar. Me explico. Después del final de la Segunda Guerra mi madre abrazó esta extraña disciplina, heterodoxa, hereje, muy ilustre, ya que representa uno de los productos más afortunados de la ciencia romántica. Fundada por Samuel Hahnemann (1755-1843), y retomada en Italia por su heredero Antonio Negro (1908-2010), la homeopatía sigue el “principio de los similares”, es decir, una terapia contraintuitiva según la cual las enfermedades se curan con su semejantes (hay que ver, por ejemplo, los antídotos), en lugar de sus opuestos: Similia similibus curenter.

Está claro que este tipo de procedimientos pertenecen a la historia de la medicina y, con Hipócrates, preceden a Hahnemann dos milenios. Pero me gusta imaginar que, en el siglo XIX, la homeopatía fue la que retomó un proceso de tan difícil comprensión, sugiriendo a Pasteur la idea de la vacuna. De hecho, ¿qué es más contraintuitivo? ¡Me inyecté el mismo virus que durante un año, con tanto cuidado, traté de evitar! ¡Meses y meses evadiendo el peligro y luego poniéndomelo en el cuerpo, abriéndole la casa! Hice bien, desde luego, pero es bastante extraño saber que está aquí, dentro de mí.

Sin duda recordaré este día, a la espera de la segunda dosis, teniendo presente, como se nos advirtió, que este anhelo parece escasear. Quisiera concluir mi crónica invitando a escuchar un video que acaba de salir y que es muy instructivo sobre la cuestión de las vacunas contra el covid-19. Se trata de cuatro minutos en los cuales Manon Aubry, diputada del Parlamento Europeo, acusa a la Unión Europea de estar en contra de la vacuna patentada por Big Pharma. Me quedé impresionado, debo admitirlo. Ahora, como vacunado, puedo decirlo: chapeau!

Traducción del italiano de Roberto Bernal

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La vacuna, un intruso apreciado

Por fin me he vacunado. Incluido como profesor en las listas redactadas por la universidad, llegué a la estructura que instalaron frente a la estación Termini de Roma. La organización resultó impecable, con personal preparado y amable, esperas mínimas, filas bien distribuidas, locales amplios e higiénicos: no pudo ir mejor. Debemos sentirnos orgullosos de lo que hemos logrado. Lo cual es no es poca cosa, ya que se han vacunado unos 30 millones de ciudadanos.

De camino a casa, recordé un viejo suceso de hace más de veinte años. Mientras enseñaba en un aula con una veintena de estudiantes, se me ocurrió mencionar la cicatriz circular que  permanece en mi hombro izquierdo (seguramente hablaba de historia de la medicina). Semejante al rosetón místico de una catedral, esta huella es el resultado de una vacuna que compartí con mi generación como un auténtico ritual de la infancia. Pues bien, curiosamente mi confesión resultó inaudita para muchos estudiantes que han pasado ilesos a través de las más variadas modificaciones corporales: tatuajes de distintas disposiciones, colores y tamaños, multitud de aretes, piercings en todas partes y quizá hasta brandings (una alteración de la piel entre marca de fuego y cicatrización, semejante a las que practican algunas tribus africanas o amerindias).

Veía miradas atónitas, en busca de una explicación. Simplemente no comprendían mi insignia en la piel. ¡Ellos, los Grabados, los Cuadros, los Decorados! “Pero nosotros nos vacunamos por vía oral, ¿no lo sabe?”. No, no lo sabía. Efectivamente, los jóvenes que asistieron a la universidad en los años noventa ignoraban completamente la punción que los de la generación de 1957, y de todos los años anteriores, habían padecido durante la escuela primaria o secundaria.

El intruso

Pensaba en esto, camino a casa. Pero después, de repente, tuve un sobresalto, mientras en mi cabeza irrumpió violentamente el título de un ensayo de Jean-Luc Nancy, El intruso. En efecto, me pregunté, ¿qué había hecho sino dejarme inyectar algo extraño, extraño y peligroso, es decir, el enemigo que va segando víctimas en el mundo hasta llegar a los 3.8 millones de muertos? No soy un antivacunas, como se ha visto, pero esta vez el encuentro con el Otro, o sea con la Enfermedad, con el Mal en persona, me impresionó. Poliomielitis, viruela, etcétera, obviamente no son enfermedades menos graves, pero su vacuna, durante mi juventud, formaba parte de lo cotidiano. Además, esas patologías ya habían sido erradicadas y, por decirlo así, jubiladas. Acá no. Aquí se trata de inyectarse a un predador en plena actividad, inoculándonos el virus que se sigue extendiendo por todo el planeta. Así que fui a releer a Nancy…

En 1990 el filósofo francés tuvo un trasplante urgente de corazón, y poco después fue atacado por un tumor, probablemente generado por los medicamentos inmunosupresores. Por lo tanto, explicó Andrea Cortellessa, en esta historia clínica la presencia del intruso es triple: órgano ajeno tomado de otro cuerpo y colocado en el paciente, y un medicamento que, según la ambigüedad etimológica, cura y al mismo tiempo envenena: intruso que altera la vida de las células. Sólo nueve años después de la operación, Nancy redactó un ensayo que se titula El intruso (traducido por Valeria Piazza en el año 2000 para Cronopio). Lo hizo por invitación de la revista Dédale, para un número titulado La llegada del extranjero. Esto para decir que, aunque el texto nunca toca temas explícitamente políticos, la política permanece cercana al pensamiento del autor, a la par del concepto de lo extraño.

Ahora volvamos a la vacunación de los italianos. Con respecto a la imagen del trasplante-tumor en Nancy, surge de inmediato una diferencia que, de hecho, podemos leer al principio del texto: “El intruso se introduce por fuerza, por sorpresa o por astucia; en todo caso, sin derecho y sin haber sido admitido de antemano”. Cortellessa comenta el pasaje subrayando otra ambivalencia etimológica, relativa esta vez al término “huésped”: “L’hospes [amigo, extranjero] coexiste con el l’hostis [enemigo], y el huésped, figura híbrida –activa-pasiva–, lleva en sí alojado, también, al que es hostil y pragmático, que se confronta con el primero”.

Liberado del círculo

Pero regreso al tema de la vacunación. No hace falta decir que la vacuna AstraZeneca, a diferencia de lo que sucedió a Nancy, no se introdujo en mi organismo por la fuerza, con la sorpresa o la astucia. Al contrario, yo la busqué ávidamente, y la invité con entusiasmo, pidiéndole que se sentara en mi casa como lo hace un personaje famoso, admirado. Un poco avergonzado, siento como si, para cenar con un VIP, no dudara en pagar sumas exorbitantes (aunque, por suerte, la obtuvimos gratis). Porque lo admito, pagaría tranquilamente, y no poco, para salir de este… cómo llamarlo, ¿delirio, pesadilla, molestia?

Será porque en casa, sin hacer nada, me congelo, pero se me ocurrió la imagen de un período glaciar. Me doy cuenta, sin embargo, de que esto es algo totalmente equivocado, ya que nuestro planeta –sobrecalentado– se derrite; de hecho, debería llamarse “incendiado”, toda vez que ha sido reducido a un enfermo grave por causa de los daños que todos conocemos (sobrepoblación descontrolada, deforestación, derrames petroleros) y que por desgracia son las mismas fuentes del covid. Si tuviera que elegir otra definición, tal vez al final optaría por “anillo”. Me gusta la palabra porque evoca una hermosa película paradigmática de la situación actual. Melania Mazzucco ya lo mencionó, pero quiero repetirlo: nuestras vidas parecen imitar El día de la marmota (Groundhog Day) que da el título a una película de 1993. En ella el héroe, Bill Murray, se ve prisionero dentro de una forma atroz del “eterno retorno”, obligado a repetir el mismo día una y otra vez. Esto también nos sucede a nosotros en este anillo agotador, que en inglés significa “círculo”, e indica objetos y estructuras formadas por líneas cerradas o en anillos. Si digo esto es porque, además de salvadora, la AstraZeneca me parece precisamente una vacuna anticírculo, una sustancia mágica; todavía mejor: el Príncipe Azul que inyecta al enemigo, pero para expulsarlo y romper el hechizo de la repetición.

El principio de los similares

Y aquí debo rendir homenaje a mi madre, una pediatra homeópata con la que discutí ferozmente, convirtiéndome a la alopatía después de renegar de la medicina casera. Lo confieso, estoy haciendo un mea culpa familiar. Me explico. Después del final de la Segunda Guerra mi madre abrazó esta extraña disciplina, heterodoxa, hereje, muy ilustre, ya que representa uno de los productos más afortunados de la ciencia romántica. Fundada por Samuel Hahnemann (1755-1843), y retomada en Italia por su heredero Antonio Negro (1908-2010), la homeopatía sigue el “principio de los similares”, es decir, una terapia contraintuitiva según la cual las enfermedades se curan con su semejantes (hay que ver, por ejemplo, los antídotos), en lugar de sus opuestos: Similia similibus curenter.

Está claro que este tipo de procedimientos pertenecen a la historia de la medicina y, con Hipócrates, preceden a Hahnemann dos milenios. Pero me gusta imaginar que, en el siglo XIX, la homeopatía fue la que retomó un proceso de tan difícil comprensión, sugiriendo a Pasteur la idea de la vacuna. De hecho, ¿qué es más contraintuitivo? ¡Me inyecté el mismo virus que durante un año, con tanto cuidado, traté de evitar! ¡Meses y meses evadiendo el peligro y luego poniéndomelo en el cuerpo, abriéndole la casa! Hice bien, desde luego, pero es bastante extraño saber que está aquí, dentro de mí.

Sin duda recordaré este día, a la espera de la segunda dosis, teniendo presente, como se nos advirtió, que este anhelo parece escasear. Quisiera concluir mi crónica invitando a escuchar un video que acaba de salir y que es muy instructivo sobre la cuestión de las vacunas contra el covid-19. Se trata de cuatro minutos en los cuales Manon Aubry, diputada del Parlamento Europeo, acusa a la Unión Europea de estar en contra de la vacuna patentada por Big Pharma. Me quedé impresionado, debo admitirlo. Ahora, como vacunado, puedo decirlo: chapeau!

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miércoles, 16 de junio de 2021

Abbas Kiarostami: puertas abiertas

Nadie antes ni después de Abbas Kiarostami hizo cine con la conciencia lúcida de que una pantalla de cine, una puerta y una ventana tienen la misma forma. Como la rueda o el lápiz, son signos rotundos y universales que no es posible mejorar: cuatro lados, cuatro esquinas, un marco en torno a un vacío, cuya función se calibra por lo que queda dentro o fuera de ellas. Sirven para lo que sirven: para observar lo que hay del otro lado. Nunca lo supimos mejor que en los meses en que vivimos confinados, observando el mundo a través de rectángulos de luz.

El proyecto que ocupó sus últimos tres años de vida, 24 Frames (2017), surgió de esa intuición: sin importar qué observemos, sólo llegamos a darle importancia, estructura y coherencia si la mirada está contenida en un marco cuadrangular. De ese modo, ya sea en fotografías, imágenes pintadas, dibujadas o en planos filmados, la visión de un árbol, un senderito zigzagueante o una lata rodando por la calle no son nunca una mera evidencia del objeto registrado, sino el resabio o la ceniza de una forma de encuadrar el mundo. En palabras de John Berger, de un modo de ver.

En una pantalla no observamos al árbol por sí mismo –como si estuviera en el campo– sino con relación al cuadro que lo contiene. Ahí un árbol es, ante todo, la proporción que guarda con el cielo, con un auto diminuto circulando por el camino o con un niño que trepa la ladera para devolver un cuaderno de tareas. Esta última imagen, dice Kiarostami en Cahiers du Cinéma de hace 26 julios, estuvo presente en su cabeza como fotografía varios años antes de desarrollar el guión de ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987). Con frecuencia en sus películas, la composición de los cuadros y su duración hacen pensar en una imagen-idea a partir de la cual escurre un relato completo, como si en sus guiones el tiempo avanzara con el flujo natural del aire para cuajar, de golpe, en instantes visuales que iluminan el resto del metraje, como evidencia de que lo que vemos es cine por mucho que se parezca a la vida en estado silvestre.

Abbas Kiarostami

Fotograma de ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987), de Abbas Kiarostami

El encuadre fílmico como puerta o ventana es un motivo recurrente que conecta la obra fotográfica de Kiarostami con su filmografía e incluso con sus traducciones poéticas del persa antiguo. Imagen coránica por excelencia, la puerta como umbral aparece una y otra vez en los versos de los poetas árabes Hafez, Saadi y Rumi, traducidos por Kiarostami y reunidos en In the Shadow of Trees: The Collected Poetry of Abbas Kiarostami (Sticking Place Books, 2016) junto a su propia lírica.

En sus películas, una imagen constante –junto a los caminos rurales, los niños en el aula, los árboles solitarios y los viajes en auto– es la de una persona llamando a la puerta o impedida a cruzar un umbral cerrado: sucede más de una vez en ¿Dónde está la casa de mi amigo?, que es en esencia una película sobre puertas que nadie abre, y en un instante crucial de Primer plano (1990), donde observamos el portón cerrado mientras, dentro, el impostor es arrestado. Una coda discreta pero emotiva para este leitmotiv fue la exposición Doors Without Keys en Toronto, unos meses antes de la muerte del cineasta, una instalación de fotografías de puertas iraníes cerradas, ampliadas a tamaño natural.

Como Jonathan Rosenbaum señaló y Roger Ebert reprochó, Kiarostami construyó atmósferas completas al dejar sus elementos fuera de cuadro o extraerlas por completo del relato, a contrapelo de las convenciones narrativas usuales: así, Y la vida continúa (1992) resulta en una película sobre terremotos sin terremoto; El sabor de las cerezas (1997), una meditación sobre el suicidio en donde nadie muere; y Shirin (2008), el registro de una sala de cine en donde la pantalla nunca aparece.

Abbas Kiarostami

Fotograma de El viento nos llevará (1999), de Abbas Kiarostami

Algo similar pasa con el sonido hacia el final de Primer plano, cuando la falla momentánea de un micrófono nos golpea con la consciencia de que lo que escuchamos no son sonidos naturales sino artificios registrados por un aparato; lo mismo cuando, en El viento nos llevará (1999), una y otra vez escuchamos las voces en off de personajes que nunca entran al cuadro. Aunque en las memorias que escribió para la revista Mahnameh-ye Film afirma no haber visto más de cincuenta películas antes de dirigir la primera, es difícil pensar en esa poética sin haber admirado antes a autores como Glauber Rocha, Satyajit Ray o Luis Buñuel. Después de todo, los albaceas del neorrealismo en el tercer mundo fueron raíz para la ola iraní anterior a la revolución (La casa es negra, 1967; La vaca, 1969), cuya influencia llega hoy hasta Majid Majidi, Asghar Farhadi, Jafar Panahi o las hermanas Hana y Samira Makhmalbaf.

Las retrospectivas que actualmente dedican el Centro Georges Pompidou y la plataforma MUBI a Kiarostami proponen la ocasión rara de revisar su trabajo fílmico, fotográfico, pictórico y literario como un artefacto de varias aristas que gira en torno a dos núcleos: la naturaleza ambigua de su mirada –a la vez documento y ficción, oriental y occidental, tradicional y moderna, rural y técnica–, así como el flujo del tiempo entendido como materia creativa: la calculada duración de los planos en 24 Frames, el paso de la niñez a la adolescencia en la trilogía Koker, el desplazamiento en automóviles o motocicletas, un ciclo escolar, el paso de las estaciones.

Abbas Kiarostami habría cumplido 81 años este 22 de junio, si apenas unos días después, el 4 de julio, no hubiéramos de recordar su primer lustro luctuoso. Como una carta póstuma que se lee años después, pero aún así en presente, 24 Frames (2017) crece en el recuerdo como una reflexión indispensable sobre el acto de mirar y nuestra relación con el confinamiento, la quietud y el paso del tiempo. Solía decir que un cineasta en el exilio era igual que un árbol trasplantado que no daría frutos o, si lo hiciera, serían distintos a los de su suelo original.

Abbas Kiarostami

Fotograma de Primer plano (1990), de Abbas Kiarostami

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Abbas Kiarostami: puertas abiertas

Nadie antes ni después de Abbas Kiarostami hizo cine con la conciencia lúcida de que una pantalla de cine, una puerta y una ventana tienen la misma forma. Como la rueda o el lápiz, son signos rotundos y universales que no es posible mejorar: cuatro lados, cuatro esquinas, un marco en torno a un vacío, cuya función se calibra por lo que queda dentro o fuera de ellas. Sirven para lo que sirven: para observar lo que hay del otro lado. Nunca lo supimos mejor que en los meses en que vivimos confinados, observando el mundo a través de rectángulos de luz.

El proyecto que ocupó sus últimos tres años de vida, 24 Frames (2017), surgió de esa intuición: sin importar qué observemos, sólo llegamos a darle importancia, estructura y coherencia si la mirada está contenida en un marco cuadrangular. De ese modo, ya sea en fotografías, imágenes pintadas, dibujadas o en planos filmados, la visión de un árbol, un senderito zigzagueante o una lata rodando por la calle no son nunca una mera evidencia del objeto registrado, sino el resabio o la ceniza de una forma de encuadrar el mundo. En palabras de John Berger, de un modo de ver.

En una pantalla no observamos al árbol por sí mismo –como si estuviera en el campo– sino con relación al cuadro que lo contiene. Ahí un árbol es, ante todo, la proporción que guarda con el cielo, con un auto diminuto circulando por el camino o con un niño que trepa la ladera para devolver un cuaderno de tareas. Esta última imagen, dice Kiarostami en Cahiers du Cinéma de hace 26 julios, estuvo presente en su cabeza como fotografía varios años antes de desarrollar el guión de ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987). Con frecuencia en sus películas, la composición de los cuadros y su duración hacen pensar en una imagen-idea a partir de la cual escurre un relato completo, como si en sus guiones el tiempo avanzara con el flujo natural del aire para cuajar, de golpe, en instantes visuales que iluminan el resto del metraje, como evidencia de que lo que vemos es cine por mucho que se parezca a la vida en estado silvestre.

Abbas Kiarostami

Fotograma de ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987), de Abbas Kiarostami

El encuadre fílmico como puerta o ventana es un motivo recurrente que conecta la obra fotográfica de Kiarostami con su filmografía e incluso con sus traducciones poéticas del persa antiguo. Imagen coránica por excelencia, la puerta como umbral aparece una y otra vez en los versos de los poetas árabes Hafez, Saadi y Rumi, traducidos por Kiarostami y reunidos en In the Shadow of Trees: The Collected Poetry of Abbas Kiarostami (Sticking Place Books, 2016) junto a su propia lírica.

En sus películas, una imagen constante –junto a los caminos rurales, los niños en el aula, los árboles solitarios y los viajes en auto– es la de una persona llamando a la puerta o impedida a cruzar un umbral cerrado: sucede más de una vez en ¿Dónde está la casa de mi amigo?, que es en esencia una película sobre puertas que nadie abre, y en un instante crucial de Primer plano (1990), donde observamos el portón cerrado mientras, dentro, el impostor es arrestado. Una coda discreta pero emotiva para este leitmotiv fue la exposición Doors Without Keys en Toronto, unos meses antes de la muerte del cineasta, una instalación de fotografías de puertas iraníes cerradas, ampliadas a tamaño natural.

Como Jonathan Rosenbaum señaló y Roger Ebert reprochó, Kiarostami construyó atmósferas completas al dejar sus elementos fuera de cuadro o extraerlas por completo del relato, a contrapelo de las convenciones narrativas usuales: así, Y la vida continúa (1992) resulta en una película sobre terremotos sin terremoto; El sabor de las cerezas (1997), una meditación sobre el suicidio en donde nadie muere; y Shirin (2008), el registro de una sala de cine en donde la pantalla nunca aparece.

Abbas Kiarostami

Fotograma de El viento nos llevará (1999), de Abbas Kiarostami

Algo similar pasa con el sonido hacia el final de Primer plano, cuando la falla momentánea de un micrófono nos golpea con la consciencia de que lo que escuchamos no son sonidos naturales sino artificios registrados por un aparato; lo mismo cuando, en El viento nos llevará (1999), una y otra vez escuchamos las voces en off de personajes que nunca entran al cuadro. Aunque en las memorias que escribió para la revista Mahnameh-ye Film afirma no haber visto más de cincuenta películas antes de dirigir la primera, es difícil pensar en esa poética sin haber admirado antes a autores como Glauber Rocha, Satyajit Ray o Luis Buñuel. Después de todo, los albaceas del neorrealismo en el tercer mundo fueron raíz para la ola iraní anterior a la revolución (La casa es negra, 1967; La vaca, 1969), cuya influencia llega hoy hasta Majid Majidi, Asghar Farhadi, Jafar Panahi o las hermanas Hana y Samira Makhmalbaf.

Las retrospectivas que actualmente dedican el Centro Georges Pompidou y la plataforma MUBI a Kiarostami proponen la ocasión rara de revisar su trabajo fílmico, fotográfico, pictórico y literario como un artefacto de varias aristas que gira en torno a dos núcleos: la naturaleza ambigua de su mirada –a la vez documento y ficción, oriental y occidental, tradicional y moderna, rural y técnica–, así como el flujo del tiempo entendido como materia creativa: la calculada duración de los planos en 24 Frames, el paso de la niñez a la adolescencia en la trilogía Koker, el desplazamiento en automóviles o motocicletas, un ciclo escolar, el paso de las estaciones.

Abbas Kiarostami habría cumplido 81 años este 22 de junio, si apenas unos días después, el 4 de julio, no hubiéramos de recordar su primer lustro luctuoso. Como una carta póstuma que se lee años después, pero aún así en presente, 24 Frames (2017) crece en el recuerdo como una reflexión indispensable sobre el acto de mirar y nuestra relación con el confinamiento, la quietud y el paso del tiempo. Solía decir que un cineasta en el exilio era igual que un árbol trasplantado que no daría frutos o, si lo hiciera, serían distintos a los de su suelo original.

Abbas Kiarostami

Fotograma de Primer plano (1990), de Abbas Kiarostami

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viernes, 11 de junio de 2021

El MUAC reabre sus puertas

Luego de una larga espera, el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC) de la UNAM reabrirá sus puertas el sábado 12 de junio. El regreso a las actividades presenciales sumará nuevas exposiciones al proyecto en línea #MUACdondeEstés, que ha dado continuidad a las propuestas de la institución durante la pandemia.

La galería virtual Sala 10 actualmente cobija proyectos de las artistas Julieta Aranda y Charlotte Jarvis, así como del colectivo Forensic Architecture, que en Gases lacrimógenos en Plaza de la Dignidad ofrece “un elocuente documento que desnuda el grado de brutalidad con que el Estado, tanto en Chile como en otras geografías, ha restaurado el castigo corporal contra el disenso y la crítica” (Cuauhtémoc Medina).

Cien del MUAC

La reapertura seguirá el protocolo Museo Seguro, aprobado por el Comité de Seguimiento Covid-19, UNAM, y tendrá como principal atractivo la exposición Cien del MUAC, una revisión de la colección del museo. Pilar García, coordinadora curatorial de la muestra, se planteó “dar cuenta de las piezas icónicas que a lo largo de 12 años ha coleccionado el MUAC, así como de algunas poco o nunca exhibidas, de reciente adquisición”. Con trabajos de artistas clave para entender el arte contemporáneo mexicano, se trata también de mostrar “una colección que se ha ido formando con grandes esfuerzos, que implica el apoyo con recursos de la propia universidad, así como de la donación de los propios artistas que generosamente han confiado en el museo, programas como el de Pago en Especie de la SHCP o el Presupuesto de Egresos de la Federación”.

Reapertura MUAC

Carlos Amorales, Drifting Star (2010)

Cien del MUAC abarca siete décadas de arte mexicano, de David Alfaro Siqueiros a Lorena Wolffer, Pablo Vargas Lugo o Tercerunquinto. A decir de Pilar García, conjunta trabajos “que de una u otra manera forman parte del imaginario colectivo sobre arte moderno y contemporáneo”. Resulta interesante que esta exposición coincida con Excepciones normales, en el Museo Jumex, otra lectura de arte mexicano reciente, en este caso de una colección privada. Los espectadores de la Ciudad de México tendrán la oportunidad de contrastar y complementar propuestas.

Otras exposiciones

La pandemia impidió lo que se programó el año pasado: la presencia de la videoinstalación de Chantal Akerman Desde el otro lado, fragmento (2002), en sintonía con el FICUNAM. Concebida para la Documenta 11 en Kassel, es un registro del conflicto en la frontera entre México y Estados Unidos que la cineasta y artista belga desarrolló lo mismo con imágenes de archivo de la patrulla fronteriza que con grabaciones realizadas en Agua Prieta, Sonora, y Douglas, Arizona.

Por su parte, la artista mexicana Amor Muñoz presenta en Hybrida tres bioesculturas sonoras que contrastan el funcionamiento de los sistemas vivos con los tecnológicos. En esta alusión al “ente cíborg” el espectador percibe estímulos auditivos desarrollados por medios electrónicos, que remiten a procesos biológicos. El proyecto fue parte de la cuarta edición de El Aleph, Festival de Arte y Ciencia 2020, impulsado por la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM.

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El MUAC reabre sus puertas

Luego de una larga espera, el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC) de la UNAM reabrirá sus puertas el sábado 12 de junio. El regreso a las actividades presenciales sumará nuevas exposiciones al proyecto en línea #MUACdondeEstés, que ha dado continuidad a las propuestas de la institución durante la pandemia.

La galería virtual Sala 10 actualmente cobija proyectos de las artistas Julieta Aranda y Charlotte Jarvis, así como del colectivo Forensic Architecture, que en Gases lacrimógenos en Plaza de la Dignidad ofrece “un elocuente documento que desnuda el grado de brutalidad con que el Estado, tanto en Chile como en otras geografías, ha restaurado el castigo corporal contra el disenso y la crítica” (Cuauhtémoc Medina).

Cien del MUAC

La reapertura seguirá el protocolo Museo Seguro, aprobado por el Comité de Seguimiento Covid-19, UNAM, y tendrá como principal atractivo la exposición Cien del MUAC, una revisión de la colección del museo. Pilar García, coordinadora curatorial de la muestra, se planteó “dar cuenta de las piezas icónicas que a lo largo de 12 años ha coleccionado el MUAC, así como de algunas poco o nunca exhibidas, de reciente adquisición”. Con trabajos de artistas clave para entender el arte contemporáneo mexicano, se trata también de mostrar “una colección que se ha ido formando con grandes esfuerzos, que implica el apoyo con recursos de la propia universidad, así como de la donación de los propios artistas que generosamente han confiado en el museo, programas como el de Pago en Especie de la SHCP o el Presupuesto de Egresos de la Federación”.

Reapertura MUAC

Carlos Amorales, Drifting Star (2010)

Cien del MUAC abarca siete décadas de arte mexicano, de David Alfaro Siqueiros a Lorena Wolffer, Pablo Vargas Lugo o Tercerunquinto. A decir de Pilar García, conjunta trabajos “que de una u otra manera forman parte del imaginario colectivo sobre arte moderno y contemporáneo”. Resulta interesante que esta exposición coincida con Excepciones normales, en el Museo Jumex, otra lectura de arte mexicano reciente, en este caso de una colección privada. Los espectadores de la Ciudad de México tendrán la oportunidad de contrastar y complementar propuestas.

Otras exposiciones

La pandemia impidió lo que se programó el año pasado: la presencia de la videoinstalación de Chantal Akerman Desde el otro lado, fragmento (2002), en sintonía con el FICUNAM. Concebida para la Documenta 11 en Kassel, es un registro del conflicto en la frontera entre México y Estados Unidos que la cineasta y artista belga desarrolló lo mismo con imágenes de archivo de la patrulla fronteriza que con grabaciones realizadas en Agua Prieta, Sonora, y Douglas, Arizona.

Por su parte, la artista mexicana Amor Muñoz presenta en Hybrida tres bioesculturas sonoras que contrastan el funcionamiento de los sistemas vivos con los tecnológicos. En esta alusión al “ente cíborg” el espectador percibe estímulos auditivos desarrollados por medios electrónicos, que remiten a procesos biológicos. El proyecto fue parte de la cuarta edición de El Aleph, Festival de Arte y Ciencia 2020, impulsado por la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM.

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