lunes, 28 de junio de 2021

Hugo Gola: la sencillez del lenguaje

En el año 2003, por invitación de un grupo de estudiantes, visité por primera vez a Hugo Gola, a quien no conocía ni había escuchado nombrar. Pero quienes me acompañaban sí estaban al tanto de quién era, resultaba evidente que lo respetaban. El poeta argentino hacía sugerencias, entre ellas que aprendiéramos otros idiomas y tradujéramos. Pero mi atención estaba en las paredes blancas y despojadas de cualquier adorno, en una habitación donde sólo había un sillón, una pequeña mesa llena de libros que desconocía y, arriba de ella, una lámpara.

Poco después, al abrir por primera vez una de las revistas que editó, descubrí que la desnudez estaba presente en esas páginas, igualmente blancas. Esa tarde ocurrió un hecho que me dio una pista importante acerca de quién era Gola: tembloroso, uno de los estudiantes le entregó una carpeta con sus poemas. Apenas la abrió, el poeta santafesino no ocultó el profundo desagrado que le produjo el único poema que leyó. Era como si la carpeta le quemara las manos. La devolvió en seguida, sin decir una sola palabra.

Aunque mantuvo una relación estrecha con los escritores Juan L. Ortiz y Juan José Saer, indiscutiblemente dos de los autores argentinos más importantes del siglo XX, Hugo Gola siempre tuvo sus propios proyectos, y esos proyectos formaban parte de su personalidad, incluso hablan de una forma de vida: la fidelidad a la poesía y su difusión. No hay más. Es lo que Gola ofreció a quienes leímos atentamente su trabajo: la incertidumbre de saltar por primera vez, solos y sin ningún tipo de referencia, a formas completamente nuevas de poesía, capaces de producir extrañamiento en el propio lenguaje.

El contenido de las revistas que editó, sobre todo en Poesía y Poética, quizá tiene relación con lo que mencionó otro escritor argentino que Gola apreciaba bastante, Edgar Bayley, quien decía que el poeta está permanentemente en “estado de alerta”. Eso era notable en Hugo Gola, que siempre parecía atento a nuevas formas, sobre todo a formas vivas. La inclusión en sus revistas de arquitectos, músicos, pintores, fotógrafos y escultores habla de ese estado de alerta. Sabía que la escritura no se alimenta exclusivamente de literatura.

De origen campesino, quizás esa sospecha estaba en el poeta argentino desde siempre. El lenguaje de su poesía permite intuir un vínculo importante con la infancia, con el habla y el paisaje de su zona de origen; pero también resulta evidente una atención temprana en las cosas pequeñas y sencillas, que le producían tartamudeos y lo hacían vacilar, emocionarse e ir a la oficina de correos para tomar papel y escribir en él ese lenguaje extraño que se apoderaba de su boca y que no sabía bien de dónde venía.

A Hugo Gola lo visité rara vez, en ocasiones de forma muy espaciada, pero siempre hablábamos del trabajo en el campo y del campo mismo. Le atraía escucharme hablar de las cosas de mi pueblo, y yo encontraba en él ese mismo tono de la gente de mi región, quiero decir, el mismo peso de las palabras, la misma economía: personas que, al conversar, ponen en evidencia una relación íntima con cada una de las palabras que utilizan, y que reflexionan acerca de su uso. Palabras sencillas y elementales que nombran el trabajo, el clima, los árboles y los alimentos.

Al tipo de escritor que era Gola lo distingue estar atento a eso otro que no es evidente en el habla. Es el que escucha. En consecuencia, presta atención a otras cosas e intuye, por ejemplo, que el movimiento de las ramas y sus hojas incide en el lenguaje corporal y en la propia habla de su familia. Las palabras se arrastran con la misma suavidad, con la misma longitud, igualmente desordenadas. Ese mismo escritor puede ver durante toda su infancia cómo la abuela o la madre dan vuelta al molino, y nota la fuerza precisa que utilizan al girar la manija, y esa misma precisión –lo percibe– está en el lenguaje. Lo mismo ocurre cuando el padre corta de un solo tajo la hierba mala. Se trata de personas que no hablan mucho. Algunos pensarían que se trata de personas limitadas. El escritor sabe que ese silencio es también cariño por el lenguaje. Cariño que se demuestra, por ejemplo, en no hablar de más, como ocurría con Hugo Gola.

Con todo, sospecho que el escritor –el tipo de escritor que era Gola– no está consciente de la mayoría de las cosas que alimentan su escritura. Un día camina y se encuentra con un árbol que sobresale por encima de un muro de piedras, y esa visión lo emociona y acompaña mientras llega a su destino. El hecho queda atrás. Sin embargo, mucho tiempo después, digamos veinte o treinta años más adelante, la emoción que produjo ese árbol se hace presente en la escritura. Pero el escritor no lo sabe, como no sabe que ahí también está el señor que, elegante, con las manos cruzadas, vio sentado en un portón mucho tiempo atrás. Para el escritor no es importante la conciencia de esas cosas como el hecho de estar alerta. Pero siempre, como escribió Bayley, “desde un estado de inocencia”: acercándose a todas las cosas como si no supiera nada de ellas. Quizás eso explica el largo silencio que se produjo entre cada uno de los libros que escribió Gola, para quien era importante que la palabra llegara a su propio ritmo, a su propio tiempo, cargada de energía.

Como seguramente le ocurrió a muchos otros, las revistas que editó Gola resultaron decisivas para mi formación y mi propio trabajo como traductor. Y no sólo eso: fueron una invitación a reflexionar y a debatir los poemas que a él le interesaban, y que me representó el único modo de comprender la radicalidad y novedad de esas escrituras. Convertirlas en un canon, para después hacer de ellas un modelo teórico de la escritura que me despejara de toda incertidumbre, nunca estuvo en mis planes. Dudo mucho que el trabajo de Hugo Gola persiguiera un fin distinto al gesto sencillo y noble de compartir materiales que consideraba importantes.

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