viernes, 28 de abril de 2023

Danzar en la tormenta

Conectadas a través de la sensibilidad de lo performativo, obras de cinco artistas que exploran el video y el performance pueden verse desde el 18 de abril en Brooms, Mattresses, Sheets and Birds, muestra colectiva que forma parte del programa satélite de la primera edición del Festival TONO en la Ciudad de México.

Chantal Peñalosa, Annika Kahrs, Martín Soto Climent, Emilio Gómez Ruiz y Arturo Hernández Alcázar, con una pieza cada uno, comparten el espacio expositivo Maison Diez Company-Desde las Canchas, en la Colonia San Miguel Chapultepec, una galería poco convencional situada en instalaciones deportivas de los años setenta. 

Brooms Mattresses Sheets and Birds

Vista de Brooms, Mattresses, Sheets and Birds

La exposición está curada por Polina Stroganova y Andrea Bustillos, quienes hicieron de la complejidad de una simple acción el núcleo de su propuesta. “Imaginemos una exposición íntima que se centre en el potencial de lo efímero. Pensemos en la poética del polvo, un colchón que se ha convertido en instrumento, sonidos que intentan ser imágenes, pájaros que escuchan música y una danza en medio de la tormenta”, han escrito en su comunicado.

Brooms, Mattresses, Sheets and Birds podrá verse, con cita de por medio, hasta el 13 de mayo en Gobernador José Maria Tornel 34, San Miguel Chapultepec, Ciudad de México.

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Roberto Bolaño: evocación del detective

Hace veinte años, cuando parte de la redacción de La Tempestad radicaba en Barcelona, murió prematuramente uno de los narradores latinoamericanos más significativos del momento: Roberto Bolaño (1953-2003). Desde entonces la relevancia de sus obras principales, así como la publicación de inéditos y traducciones a diversas lenguas, ha afianzado su condición de referente de la literatura en castellano de este siglo. En nuestra lejana edición 32 (septiembre-octubre de 2003) publicamos un homenaje a varias voces, emulando la segunda sección de Los detectives salvajes (1998); en el 70 aniversario del escritor chileno, recuperamos de ese dossier los textos de tres amigos suyos, los escritores Rodrigo Fresán, Enrique Vila-Matas y Juan Villoro, escritos para La Tempestad con motivo de su muerte.

 

Rodrigo Fresán,

masticando un “Menú del Coronel” en el Kentucky Fried Chicken cercano a Plaza Cataluña, Barcelona, agosto de 2003

La pose típica del escritor –la del escritor escribiendo– es también la más privada, la más difícil. Salvo que ocurra una foto –una pose, después de todo; una simulación– es difícil poder ver a un escritor en acción, y nunca vi a Roberto Bolaño escribiendo. O leyendo, ahora que lo pienso. Tampoco lo leí en manuscrito, aunque alguna vez me leyó por teléfono varias páginas de algo en lo que andaba metido, y yo no podía sino escucharlo con cierta desconfianza, sospechando que –como solía hacer Truman Capote, dicen– en realidad estaba inventando en ese instante todas esas frases impecables para ver qué le decía uno.

Recuerdo que me leyó partes en donde aparecía un boxeador negro, donde un hombre de ciudad se fugaba al campo, donde un cocainita (le gustaba más esta palabra, con su sonido de antigua tribu bíblica, que la vulgaridad de cocainómano) lanzaba a los cielos una diatriba contra un dios en el que no creía, donde yo y mi mujer paseábamos por Kensington Gardens y descubríamos una serpiente entre los arbustos. Me hará feliz reencontrarme con esa voz hecha letra en sus próximos libros, pero tampoco me molestará demasiado haber sucumbido al posible engaño porque, después de todo, Roberto era un gran narrador –esa voluntad oral, esa voz entre cantarina y bestial, lejana y próxima como es la voz de una llamada telefónica aparece en todos y cada uno de sus textos– que, además, escribía como muy pocos saben hacerlo.

Me acuerdo de Roberto, sí, hablando de literatura y decapitando a intrusos y diletantes (piltrafillas era una palabra que le gustaba para castigar, casi con amor, a todos aquellos que se le hacían indignos de papel y tinta y ordenador); me acuerdo de Roberto bailando un espasmódico “Aserejé” (canción que le parecía magistral); o contándome extrañísimas películas clase Z arrancadas a un televisor de trasnoche (nunca instaló televisión por cable y supongo que no lo hizo porque sabía que, de hacerlo, quedaría enganchado para siempre a la pantalla); o cantando a los gritos espantosas canciones de rock chilango que a él se le hacían obras maestras del género y que a mí, la verdad, me daban un poco de miedo no más fuera por el efecto casi Mr. Hyde que le causaban a mi amigo.

Estaba empapado y con la mirada desencajada y temblaba como si viviera un terremoto privado. “Rodrigo, he matado a un hombre”, anunció con voz sepulcral, entró en casa, perfiló hacia la sala y me pidió que le hiciera un té.

Y me acuerdo –ya lo conté, voy a volver a contarlo– de la tarde que llovía como si se fuera a acabar el mundo, cuando acompañé a Roberto a la estación de Plaza Cataluña donde se subiría al tren de regreso a Blanes. Recuerdo que para hacer tiempo entramos a comer algo a un Kentucky Fried Chicken y Roberto quedó fascinado: el lugar estaba lleno de inmigrantes sudamericanos famélicos. Y supongo que algo le habrá recordado eso a sus días de recién llegado, porque observaba a todos con la curiosidad de un niño y hacía comentarios del tipo “Pero yo tengo que usar todo esto en alguna parte, por favor”. Después bajó por las escaleras rumbo al tren de cercanías y yo volví a mi casa; a la media hora, otra vez, Roberto llamaba a mi puerta. Estaba empapado y con la mirada desencajada y temblaba como si viviera un terremoto privado. “Rodrigo, he matado a un hombre”, anunció con voz sepulcral, entró en casa, perfiló hacia la sala y me pidió que le hiciera un té. Después me contó que, mientras esperaba en el andén, se le habían acercado un par de skinheads, que quisieron robarle, que se produjo un forcejeo, que consiguió quitarle a uno una navaja para clavársela a otro a la altura del corazón, que después huyó corriendo por pasillos y por calles, y que ahora no sabía cómo seguir. “¿Qué hago? ¿Me entrego?”. Yo le dije que no, y él me miró con una tristeza infinita y me dijo que no podría continuar escribiendo con una muerte en su conciencia, que ya no podría mirar a su hijo a los ojos, algo así. Conmovido, le dije que, de acuerdo, yo lo acompañaba a la comisaría; a lo que, indignado, respondió: “Pero ¿cómo? ¿Me delatarías así nomás? ¿Sin piedad? ¿Un escritor argentino traicionando a un escritor chileno? ¡Qué vergüenza!”. Entonces Roberto debió haber sentido mi desesperación porque lanzó una de esas risas rotas suyas y, fascinado, repetía una y otra vez: “Si yo no puedo matar ni a un mosquito… Pero ¿cómo pudiste creerte semejante historia, Rodrigo?”.

Buena pregunta; y recién ahora comprendo que esa tarde, sin darme cuenta, yo vi a Roberto escribiendo y escribiéndose, leyendo en voz alta, y –lo que es más, lo más raro y precioso– me vi a mí metido adentro de una de sus historias. Una de esas historias donde Roberto era y es, siempre, por suerte y para siempre, un personaje de Bolaño.

No creo que exista mayor elogio o privilegio que éstos.

 

Enrique Vila-Matas,

mirando al mar desde su casa de la Travesía del Mal, Barcelona, agosto de 2003

En los últimos tiempos, muchas de las cosas que yo escribía pasaban por una última revisión de última hora cuando de pronto recordaba que existía Roberto Bolaño y que era muy posible que él leyera aquello. Como tenía la impresión de que Roberto lo leía todo, yo vivía en un estado de constante agitación literaria, él había colocado el listón muy alto y lejos estaba de mi ánimo decepcionarlo, por ejemplo, con algún articulillo enviado apresuradamente a la redacción de un periódico de tercer orden, de esos periódicos que nadie lee y con los que, sin desearlo, adquiero a veces enojosos compromisos. Eso acabó convirtiendo algunos de mis textos de tercera división –todos aquellos en los que uno tiene pensado no poner la carne en el asador– en historias interminables que crecían de pronto en cuanto recordaba la mirada omnipresente de Bolaño: historias que se me volvían infinitas y se me convertían en detectives salvajes. Y así he llegado a presenciar, por ejemplo, cómo un escrito secundario que esperaba sacarme de encima en cinco minutos comenzaba a crecer en distintas direcciones y se transformaba en una novela, la mejor de las mías. Y todo por la maldita altura en la que Bolaño había puesto el listón.

Todo eso ha provocado que, con su muerte, aparte de mi pena de amigo y de la rabia por la conversación literaria interrumpida para siempre, yo me haya sentido aterrado ante uno de los problemas que su desaparición me ha traído: auténtico pánico a que en el momento menos pensado su ausencia pueda conducirme, a la hora de escribir, a cierta relajación. Así vivo ahora: tratando de que esa ausencia no me devuelva a un estado literario de menor exigencia. Así vivo, consciente de que debo seguir viviendo, de que debo vivir, por ejemplo, para preparar un texto exigente del que éste sería un borrador exigente, un texto serio sobre la ausencia de Bolaño y también sobre la ausencia –en el momento en que escribo esto– de ese texto serio, del que sólo puedo adelantar que invocará a Nazım Hikmet: “Has de vivir con toda seriedad, como una ardilla, por ejemplo, es decir, sin esperar nada fuera y más allá del vivir, es decir, toda tu tarea se resume en una palabra: vivir […] Sucede, por ejemplo, que estamos muy enfermos; que hemos de soportar la difícil operación, que cabe la posibilidad de que no volvamos a levantarnos de la blanca mesa. Aunque sea imposible no sentir tristeza de partir antes de tiempo, seguiremos riendo con el último chiste, mirando por la ventana para ver si el tiempo sigue lluvioso”.

Creo que así escribía Bolaño. La intensidad de sus últimos textos –uno de ellos inacabado, como deberían ser siempre nuestros textos favoritos– proviene de la fuerza de una escritura consciente de que ha de sentirse la tristeza de la vida, pero al mismo tiempo uno puede amarla, amar con intensidad esa tristeza (que algunos llaman escritura y otros lágrimas perdidas), amar el mundo en todo instante, amarle tan conscientemente que podamos decir: hemos vivido.

 

Juan Villoro,

mirando el sol en el Ensanche, Barcelona, agosto de 2003

Ningún grande se va sin haber dicho cosas que los supervivientes ordenan como premonitorias. Y Roberto Bolaño no paraba de decir cosas. En las semanas que han pasado desde su muerte, la mayoría de sus amigos hemos cedido a ese supersticioso consuelo: recordar las frases donde él entreveía el fin, como si esa lógica adivinatoria hiciera aceptable la partida. “No puedo con el sol”, me dijo mientras desayunaba a las cinco o seis de la tarde, después de escribir toda la noche. Tenía la jornada laboral de un vampiro. Al menos eso decía. Resultaba fácil creerle cualquier cosa, aceptar sin trabas su mitología, tan personal como su escritura.

En un universo paralelo, Roberto se veía a sí mismo como investigador de homicidios. Sabía de asesinos más de lo que yo creía saber de futbolistas. Conocía sus armas favoritas, sus gustos más privados, las debilidades que permitían echarles el guante.

En Barcelona se habla por teléfono con utilitaria avaricia, para “quedar en algo”. Una costumbre detestable para alguien de la Ciudad de México, donde el principal lugar de reunión es el teléfono. En cambio, el autor de Llamadas telefónicas divagaba sobre todos los temas bajo el sol, comenzando por el sol. El verano había comenzado bajo una luz criminal, digna de El extranjero. Nuestras últimas conversaciones giraron en torno a Sevilla, donde Roberto temía padecer aún más calor, y sobre el injusto olvido de Conrad Aiken, que tanto ayudó a Malcolm Lowry (“aunque el cabrón cobraba un sueldo que le mandaba la familia”, precisó Roberto, cuya erudición no perdonaba las bajezas, incluidas las que no estaban comprobadas). También habló de su lectura de Todo modo, de Leonardo Sciascia. En un universo paralelo, Roberto se veía a sí mismo como investigador de homicidios. Sabía de asesinos más de lo que yo creía saber de futbolistas. Conocía sus armas favoritas, sus gustos más privados, las debilidades que permitían echarles el guante. Con Sergio González Rodríguez sostuvo una larga correspondencia sobre las muertas de Ciudad Juárez y con Rodrigo Fresán llevaba una especie de hit-parade de asesinos seriales. De Sciascia le interesaban los detectives vencidos por el cansancio que sin embargo trataban de imponer un orden. Disfrutaba esa Sicilia esencial, de una belleza en ruinas, maltratada por el calor, donde no había vicios suficientes para impedir que un testigo del mal leyera con rigor filológico una cláusula en la ley, tradujera una sentencia latina, fumara un cigarro de cara al mar y luego, como si eso no dependiera de él, ensayara un gesto de dignidad.

Roberto sobrellevó sin estridencias el exilio, la enfermedad, los años de pobreza. Había hecho del estoicismo una virtud, al grado de convencernos de que disponía de una mala salud de hierro que jamás lo vencería. A la manera de los detectives de Sciascia, no se ufanaba de su sosegada resistencia, como si su valentía no fuera otra cosa que el resultado casual de sus complejas circunstancias. Todo modo le parecía una obra menor, pero le intrigaba a fondo un personaje, el férreo sacerdote Gaetano, que en algún momento de la trama dice que sólo espera un último bautizo, el de la muerte. “Qué frase, ¿no?”, dijo Roberto. Admiraba la desafiante entereza de aquel cura en la misma medida en que repudiaba que Nanni Moretti hubiera hecho una película sobre la muerte de un hijo.

Cuando Roberto fue internado en el hospital, el aire ardía como un mensaje del horror. Poco antes de su muerte se incendió el camping Estrella de Mar, donde él fue velador nocturno. Nadie recuerda otro verano igual en Cataluña.

Una mañana el aire sufrió un cambio repentino. Salí al balcón de mi edificio. Llovía “con lentitud poderosa”, como en el desierto imaginado por Borges. El agua caía como un milagro inútil o un demorado bautizo. Roberto Bolaño había iniciado su resistente posteridad, algo que a él le preocupaba menos que aprovechar el más allá para inscribirse en un curso de Pascal.

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Roberto Bolaño: evocación del detective

Hace veinte años, cuando parte de la redacción de La Tempestad radicaba en Barcelona, murió prematuramente uno de los narradores latinoamericanos más significativos del momento: Roberto Bolaño (1953-2003). Desde entonces la relevancia de sus obras principales, así como la publicación de inéditos y traducciones a diversas lenguas, ha afianzado su condición de referente de la literatura en castellano de este siglo. En nuestra lejana edición 32 (septiembre-octubre de 2003) publicamos un homenaje a varias voces, emulando la segunda sección de Los detectives salvajes (1998); en el 70 aniversario del escritor chileno, recuperamos de ese dossier los textos de tres amigos suyos, los escritores Rodrigo Fresán, Enrique Vila-Matas y Juan Villoro, escritos para La Tempestad con motivo de su muerte.

 

Rodrigo Fresán,

masticando un “Menú del Coronel” en el Kentucky Fried Chicken cercano a Plaza Cataluña, Barcelona, agosto de 2003

La pose típica del escritor –la del escritor escribiendo– es también la más privada, la más difícil. Salvo que ocurra una foto –una pose, después de todo; una simulación– es difícil poder ver a un escritor en acción, y nunca vi a Roberto Bolaño escribiendo. O leyendo, ahora que lo pienso. Tampoco lo leí en manuscrito, aunque alguna vez me leyó por teléfono varias páginas de algo en lo que andaba metido, y yo no podía sino escucharlo con cierta desconfianza, sospechando que –como solía hacer Truman Capote, dicen– en realidad estaba inventando en ese instante todas esas frases impecables para ver qué le decía uno.

Recuerdo que me leyó partes en donde aparecía un boxeador negro, donde un hombre de ciudad se fugaba al campo, donde un cocainita (le gustaba más esta palabra, con su sonido de antigua tribu bíblica, que la vulgaridad de cocainómano) lanzaba a los cielos una diatriba contra un dios en el que no creía, donde yo y mi mujer paseábamos por Kensington Gardens y descubríamos una serpiente entre los arbustos. Me hará feliz reencontrarme con esa voz hecha letra en sus próximos libros, pero tampoco me molestará demasiado haber sucumbido al posible engaño porque, después de todo, Roberto era un gran narrador –esa voluntad oral, esa voz entre cantarina y bestial, lejana y próxima como es la voz de una llamada telefónica aparece en todos y cada uno de sus textos– que, además, escribía como muy pocos saben hacerlo.

Me acuerdo de Roberto, sí, hablando de literatura y decapitando a intrusos y diletantes (piltrafillas era una palabra que le gustaba para castigar, casi con amor, a todos aquellos que se le hacían indignos de papel y tinta y ordenador); me acuerdo de Roberto bailando un espasmódico “Aserejé” (canción que le parecía magistral); o contándome extrañísimas películas clase Z arrancadas a un televisor de trasnoche (nunca instaló televisión por cable y supongo que no lo hizo porque sabía que, de hacerlo, quedaría enganchado para siempre a la pantalla); o cantando a los gritos espantosas canciones de rock chilango que a él se le hacían obras maestras del género y que a mí, la verdad, me daban un poco de miedo no más fuera por el efecto casi Mr. Hyde que le causaban a mi amigo.

Estaba empapado y con la mirada desencajada y temblaba como si viviera un terremoto privado. “Rodrigo, he matado a un hombre”, anunció con voz sepulcral, entró en casa, perfiló hacia la sala y me pidió que le hiciera un té.

Y me acuerdo –ya lo conté, voy a volver a contarlo– de la tarde que llovía como si se fuera a acabar el mundo, cuando acompañé a Roberto a la estación de Plaza Cataluña donde se subiría al tren de regreso a Blanes. Recuerdo que para hacer tiempo entramos a comer algo a un Kentucky Fried Chicken y Roberto quedó fascinado: el lugar estaba lleno de inmigrantes sudamericanos famélicos. Y supongo que algo le habrá recordado eso a sus días de recién llegado, porque observaba a todos con la curiosidad de un niño y hacía comentarios del tipo “Pero yo tengo que usar todo esto en alguna parte, por favor”. Después bajó por las escaleras rumbo al tren de cercanías y yo volví a mi casa; a la media hora, otra vez, Roberto llamaba a mi puerta. Estaba empapado y con la mirada desencajada y temblaba como si viviera un terremoto privado. “Rodrigo, he matado a un hombre”, anunció con voz sepulcral, entró en casa, perfiló hacia la sala y me pidió que le hiciera un té. Después me contó que, mientras esperaba en el andén, se le habían acercado un par de skinheads, que quisieron robarle, que se produjo un forcejeo, que consiguió quitarle a uno una navaja para clavársela a otro a la altura del corazón, que después huyó corriendo por pasillos y por calles, y que ahora no sabía cómo seguir. “¿Qué hago? ¿Me entrego?”. Yo le dije que no, y él me miró con una tristeza infinita y me dijo que no podría continuar escribiendo con una muerte en su conciencia, que ya no podría mirar a su hijo a los ojos, algo así. Conmovido, le dije que, de acuerdo, yo lo acompañaba a la comisaría; a lo que, indignado, respondió: “Pero ¿cómo? ¿Me delatarías así nomás? ¿Sin piedad? ¿Un escritor argentino traicionando a un escritor chileno? ¡Qué vergüenza!”. Entonces Roberto debió haber sentido mi desesperación porque lanzó una de esas risas rotas suyas y, fascinado, repetía una y otra vez: “Si yo no puedo matar ni a un mosquito… Pero ¿cómo pudiste creerte semejante historia, Rodrigo?”.

Buena pregunta; y recién ahora comprendo que esa tarde, sin darme cuenta, yo vi a Roberto escribiendo y escribiéndose, leyendo en voz alta, y –lo que es más, lo más raro y precioso– me vi a mí metido adentro de una de sus historias. Una de esas historias donde Roberto era y es, siempre, por suerte y para siempre, un personaje de Bolaño.

No creo que exista mayor elogio o privilegio que éstos.

 

Enrique Vila-Matas,

mirando al mar desde su casa de la Travesía del Mal, Barcelona, agosto de 2003

En los últimos tiempos, muchas de las cosas que yo escribía pasaban por una última revisión de última hora cuando de pronto recordaba que existía Roberto Bolaño y que era muy posible que él leyera aquello. Como tenía la impresión de que Roberto lo leía todo, yo vivía en un estado de constante agitación literaria, él había colocado el listón muy alto y lejos estaba de mi ánimo decepcionarlo, por ejemplo, con algún articulillo enviado apresuradamente a la redacción de un periódico de tercer orden, de esos periódicos que nadie lee y con los que, sin desearlo, adquiero a veces enojosos compromisos. Eso acabó convirtiendo algunos de mis textos de tercera división –todos aquellos en los que uno tiene pensado no poner la carne en el asador– en historias interminables que crecían de pronto en cuanto recordaba la mirada omnipresente de Bolaño: historias que se me volvían infinitas y se me convertían en detectives salvajes. Y así he llegado a presenciar, por ejemplo, cómo un escrito secundario que esperaba sacarme de encima en cinco minutos comenzaba a crecer en distintas direcciones y se transformaba en una novela, la mejor de las mías. Y todo por la maldita altura en la que Bolaño había puesto el listón.

Todo eso ha provocado que, con su muerte, aparte de mi pena de amigo y de la rabia por la conversación literaria interrumpida para siempre, yo me haya sentido aterrado ante uno de los problemas que su desaparición me ha traído: auténtico pánico a que en el momento menos pensado su ausencia pueda conducirme, a la hora de escribir, a cierta relajación. Así vivo ahora: tratando de que esa ausencia no me devuelva a un estado literario de menor exigencia. Así vivo, consciente de que debo seguir viviendo, de que debo vivir, por ejemplo, para preparar un texto exigente del que éste sería un borrador exigente, un texto serio sobre la ausencia de Bolaño y también sobre la ausencia –en el momento en que escribo esto– de ese texto serio, del que sólo puedo adelantar que invocará a Nazım Hikmet: “Has de vivir con toda seriedad, como una ardilla, por ejemplo, es decir, sin esperar nada fuera y más allá del vivir, es decir, toda tu tarea se resume en una palabra: vivir […] Sucede, por ejemplo, que estamos muy enfermos; que hemos de soportar la difícil operación, que cabe la posibilidad de que no volvamos a levantarnos de la blanca mesa. Aunque sea imposible no sentir tristeza de partir antes de tiempo, seguiremos riendo con el último chiste, mirando por la ventana para ver si el tiempo sigue lluvioso”.

Creo que así escribía Bolaño. La intensidad de sus últimos textos –uno de ellos inacabado, como deberían ser siempre nuestros textos favoritos– proviene de la fuerza de una escritura consciente de que ha de sentirse la tristeza de la vida, pero al mismo tiempo uno puede amarla, amar con intensidad esa tristeza (que algunos llaman escritura y otros lágrimas perdidas), amar el mundo en todo instante, amarle tan conscientemente que podamos decir: hemos vivido.

 

Juan Villoro,

mirando el sol en el Ensanche, Barcelona, agosto de 2003

Ningún grande se va sin haber dicho cosas que los supervivientes ordenan como premonitorias. Y Roberto Bolaño no paraba de decir cosas. En las semanas que han pasado desde su muerte, la mayoría de sus amigos hemos cedido a ese supersticioso consuelo: recordar las frases donde él entreveía el fin, como si esa lógica adivinatoria hiciera aceptable la partida. “No puedo con el sol”, me dijo mientras desayunaba a las cinco o seis de la tarde, después de escribir toda la noche. Tenía la jornada laboral de un vampiro. Al menos eso decía. Resultaba fácil creerle cualquier cosa, aceptar sin trabas su mitología, tan personal como su escritura.

En un universo paralelo, Roberto se veía a sí mismo como investigador de homicidios. Sabía de asesinos más de lo que yo creía saber de futbolistas. Conocía sus armas favoritas, sus gustos más privados, las debilidades que permitían echarles el guante.

En Barcelona se habla por teléfono con utilitaria avaricia, para “quedar en algo”. Una costumbre detestable para alguien de la Ciudad de México, donde el principal lugar de reunión es el teléfono. En cambio, el autor de Llamadas telefónicas divagaba sobre todos los temas bajo el sol, comenzando por el sol. El verano había comenzado bajo una luz criminal, digna de El extranjero. Nuestras últimas conversaciones giraron en torno a Sevilla, donde Roberto temía padecer aún más calor, y sobre el injusto olvido de Conrad Aiken, que tanto ayudó a Malcolm Lowry (“aunque el cabrón cobraba un sueldo que le mandaba la familia”, precisó Roberto, cuya erudición no perdonaba las bajezas, incluidas las que no estaban comprobadas). También habló de su lectura de Todo modo, de Leonardo Sciascia. En un universo paralelo, Roberto se veía a sí mismo como investigador de homicidios. Sabía de asesinos más de lo que yo creía saber de futbolistas. Conocía sus armas favoritas, sus gustos más privados, las debilidades que permitían echarles el guante. Con Sergio González Rodríguez sostuvo una larga correspondencia sobre las muertas de Ciudad Juárez y con Rodrigo Fresán llevaba una especie de hit-parade de asesinos seriales. De Sciascia le interesaban los detectives vencidos por el cansancio que sin embargo trataban de imponer un orden. Disfrutaba esa Sicilia esencial, de una belleza en ruinas, maltratada por el calor, donde no había vicios suficientes para impedir que un testigo del mal leyera con rigor filológico una cláusula en la ley, tradujera una sentencia latina, fumara un cigarro de cara al mar y luego, como si eso no dependiera de él, ensayara un gesto de dignidad.

Roberto sobrellevó sin estridencias el exilio, la enfermedad, los años de pobreza. Había hecho del estoicismo una virtud, al grado de convencernos de que disponía de una mala salud de hierro que jamás lo vencería. A la manera de los detectives de Sciascia, no se ufanaba de su sosegada resistencia, como si su valentía no fuera otra cosa que el resultado casual de sus complejas circunstancias. Todo modo le parecía una obra menor, pero le intrigaba a fondo un personaje, el férreo sacerdote Gaetano, que en algún momento de la trama dice que sólo espera un último bautizo, el de la muerte. “Qué frase, ¿no?”, dijo Roberto. Admiraba la desafiante entereza de aquel cura en la misma medida en que repudiaba que Nanni Moretti hubiera hecho una película sobre la muerte de un hijo.

Cuando Roberto fue internado en el hospital, el aire ardía como un mensaje del horror. Poco antes de su muerte se incendió el camping Estrella de Mar, donde él fue velador nocturno. Nadie recuerda otro verano igual en Cataluña.

Una mañana el aire sufrió un cambio repentino. Salí al balcón de mi edificio. Llovía “con lentitud poderosa”, como en el desierto imaginado por Borges. El agua caía como un milagro inútil o un demorado bautizo. Roberto Bolaño había iniciado su resistente posteridad, algo que a él le preocupaba menos que aprovechar el más allá para inscribirse en un curso de Pascal.

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jueves, 27 de abril de 2023

Gilles Deleuze: curso sobre cine

Gilles Deleuze, uno de los pensadores centrales del siglo XX, dedicó a las artes algunos de sus textos más penetrantes. Sus Estudios sobre cine se hallan entre los más destacados; aparecieron en dos volúmenes, en 1983 (La imagen-movimiento) y 1985 (La imagen-tiempo). En el prefacio al primero de esos libros, escribió: “Hemos pensado que los grandes autores de cine podían ser comparados no sólo con pintores, arquitectos, músicos, sino también con pensadores. Ellos piensan con imágenes-movimiento y con imágenes-tiempo, en lugar de conceptos”. Así, se ocupó lo mismo de Griffith y la escuela soviética que de autores como Godard, Bergman, Chaplin, Kubrick o Herzog.

Los influyentes estudios de Deleuze no son, sin embargo, el único lugar en el que desarrolló una filosofía del cine. Además de diversos ensayos, una sección de sus Conversaciones. 1972-1990 está dedicada al tema. Para profundizar en el modo en que el francés pensaba a través de lo fílmico son insoslayables las clases que dictó. Con la aparición de Cine IV: Las imágenes del pensamiento. Automatismo, semiótica y actos de fabulación el sello argentino Cactus completa la publicación del curso sobre cine que el pensador impartió en la Universidad de Vincennes (hoy París VIII Vincennes-Saint-Denis) entre 1981 y 1985. Una peculiaridad: ninguno de los cuatro tomos ha aparecido en su lengua original.

Gilles Deleuze

A partir de las grabaciones de las clases, con un riguroso trabajo de traducción y edición –lo que incluye un aparato crítico–, Cactus presentó previamente los volúmenes Cine I: Bergson y las imágenes (2009), Cine II: Los signos del movimiento y el tiempo (2014) y Cine III: Verdad y tiempo. Potencias de lo falso (2018). Ha sido un largo recorrido hasta alcanzar el cuarto tomo y sus 900 páginas, traducidas por Sebastián Puente y Pablo Ires. Como notará quien compare los índices, en las diversas sesiones de este curso se ensayaron los temas que dieron forma a La imagen-movimiento y La imagen-tiempo, pero con la posibilidad de asomarnos a sus charlas con alumnos, algunos de ellos artistas destacados.

Las clases eran un espacio en el que Gilles Deleuze, como explican los editores, ponía a prueba hipótesis, evidenciando debilidades y fortalezas. Sumados a los libros que han dedicado a los cursos del filósofo sobre Leibniz, Kant, Foucault, Rousseau, Bergson, Nietzsche o Spinoza, los cuatro tomos sobre cine que Cactus ofrece a los lectores son la trastienda del pensamiento deleuziano. Un proyecto editorial sin parangón que coloca al sello argentino, surgido hace dos décadas, en un lugar aparte entre las editoriales dedicadas a la difusión del pensamiento contemporáneo.

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Gilles Deleuze: curso sobre cine

Gilles Deleuze, uno de los pensadores centrales del siglo XX, dedicó a las artes algunos de sus textos más penetrantes. Sus Estudios sobre cine se hallan entre los más destacados; aparecieron en dos volúmenes, en 1983 (La imagen-movimiento) y 1985 (La imagen-tiempo). En el prefacio al primero de esos libros, escribió: “Hemos pensado que los grandes autores de cine podían ser comparados no sólo con pintores, arquitectos, músicos, sino también con pensadores. Ellos piensan con imágenes-movimiento y con imágenes-tiempo, en lugar de conceptos”. Así, se ocupó lo mismo de Griffith y la escuela soviética que de autores como Godard, Bergman, Chaplin, Kubrick o Herzog.

Los influyentes estudios de Deleuze no son, sin embargo, el único lugar en el que desarrolló una filosofía del cine. Además de diversos ensayos, una sección de sus Conversaciones. 1972-1990 está dedicada al tema. Para profundizar en el modo en que el francés pensaba a través de lo fílmico son insoslayables las clases que dictó. Con la aparición de Cine IV: Las imágenes del pensamiento. Automatismo, semiótica y actos de fabulación el sello argentino Cactus completa la publicación del curso sobre cine que el pensador impartió en la Universidad de Vincennes (hoy París VIII Vincennes-Saint-Denis) entre 1981 y 1985. Una peculiaridad: ninguno de los cuatro tomos ha aparecido en su lengua original.

Gilles Deleuze

A partir de las grabaciones de las clases, con un riguroso trabajo de traducción y edición –lo que incluye un aparato crítico–, Cactus presentó previamente los volúmenes Cine I: Bergson y las imágenes (2009), Cine II: Los signos del movimiento y el tiempo (2014) y Cine III: Verdad y tiempo. Potencias de lo falso (2018). Ha sido un largo recorrido hasta alcanzar el cuarto tomo y sus 900 páginas, traducidas por Sebastián Puente y Pablo Ires. Como notará quien compare los índices, en las diversas sesiones de este curso se ensayaron los temas que dieron forma a La imagen-movimiento y La imagen-tiempo, pero con la posibilidad de asomarnos a sus charlas con alumnos, algunos de ellos artistas destacados.

Las clases eran un espacio en el que Gilles Deleuze, como explican los editores, ponía a prueba hipótesis, evidenciando debilidades y fortalezas. Sumados a los libros que han dedicado a los cursos del filósofo sobre Leibniz, Kant, Foucault, Rousseau, Bergson, Nietzsche o Spinoza, los cuatro tomos sobre cine que Cactus ofrece a los lectores son la trastienda del pensamiento deleuziano. Un proyecto editorial sin parangón que coloca al sello argentino, surgido hace dos décadas, en un lugar aparte entre las editoriales dedicadas a la difusión del pensamiento contemporáneo.

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miércoles, 26 de abril de 2023

Huellas

Hay una imagen –si es que se le puede llamar así– que me obsesiona alrededor de la muerte de un amigo. Digo imagen, pero quizá debería decir secuencia. Mi amigo había tenido una relación de combate con la bebida. Era un ebrio lúcido, como un profeta que necesita prenderse fuego para respirar todos los días. Cambiaba de casa con cierta frecuencia. Su único compromiso eran sus amigos, la literatura y las noches acompañado por transparentes botellas de vodka.

Lo dejé de ver una temporada por un viaje frustrado. Después nos reencontramos y visité el último departamento en el que vivió. Era un lugar pequeño, atiborrado de libros. La última vez que lo vi –la última despedida– no fue memorable. Fue un adiós en la noche, un gesto que se repite hasta vaciarse, hasta ser invisible. Después vino la noticia: había muerto. Lo primero que sentí fue incredulidad. Alguien que bebe, a pesar de su fragilidad, parece que puede sobrellevar esa situación, como el equilibrista que reta al vacío. Hasta que él cayó.

Pronto llegó más información: mi amigo –que vivía solitario desde hacía mucho– dejó de contestar su teléfono celular. Quizás pasó un día o poco más. La gente más cercana a él –sus familiares, principalmente– comenzaron a sospechar. El derrumbe, por fin, había ganado. Lo siguiente que cuento es una reconstrucción mía a partir de las pocas certezas que se difundieron después. Tal vez son trazos borrosos en la memoria que aún perduran porque, cuando muere alguien querido, los detalles pasan a un segundo plano. Llegaron a su puerta e intentaron entrar. No sé si la derribaron o llamaron a un cerrajero. ¿Dónde lo encontraron? ¿En su cama? ¿En el piso? ¿Acostado en un sillón?   

Después de la pérdida recorrí, sin saberlo, un laberinto. El laberinto de los últimos momentos de mi amigo. No me interesaba con quién se había visto antes de regresar a su vida solitaria. Lo que me parecía insoportable era que nunca podría saber si intentó pedir ayuda o se resignó a su naufragio. Después vino una inquietud más: las largas horas que pasó el cadáver abandonado en el pequeño departamento mientras los demás lo creíamos vivo. Imaginé los libreros llenos, las hojas repletas de correcciones de estilo, títulos que iba a editar para la universidad. No alcanzó a ver una obra mía. Pensé, obsesivamente, aún lo hago, en el silencio que llenó cada espacio del departamento. El ruido de la avenida o la luz del sol configuraron, también, ese silencio. Los muebles, la pequeña cocina de la cual apenas me acuerdo, vigilaron la muerte de mi amigo. Cuando se llevaron el cuerpo, el departamento siguió enmudecido y, aparentemente, imperturbable. Pienso en el ecosistema secreto que mantienen los lugares cuando no estamos. No me refiero al polvo que remueve y aquieta una racha de aire. Me refiero a los sedimentos de memoria que dejamos en nuestras casas y lugares de trabajo. Quisiera creer que esas huellas se transforman en otras cosas. Quisiera creer que esa transformación perpetua resplandece a veces y que ese brillo tiene la capacidad de mostrar, aunque sea por un instante, un momento que vivimos.

Hay una idea interesante sobre el tiempo que leí en Matadero cinco, la novela de Kurt Vonnegut. El tiempo no es una progresión lineal sino una imagen que puede recorrerse con la mirada. El tiempo es, entonces, un cuadro que podemos contemplar sin que se nos escape como un puñado de arena entre las manos. Los instantes posteriores a la muerte de mi amigo quizás puedan verse en una galería secreta, rodeados de otros momentos, luces congeladas en una superficie o vetas de un universo reconocible, acaso mínimo, y que aún late para llamarnos.

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Huellas

Hay una imagen –si es que se le puede llamar así– que me obsesiona alrededor de la muerte de un amigo. Digo imagen, pero quizá debería decir secuencia. Mi amigo había tenido una relación de combate con la bebida. Era un ebrio lúcido, como un profeta que necesita prenderse fuego para respirar todos los días. Cambiaba de casa con cierta frecuencia. Su único compromiso eran sus amigos, la literatura y las noches acompañado por transparentes botellas de vodka.

Lo dejé de ver una temporada por un viaje frustrado. Después nos reencontramos y visité el último departamento en el que vivió. Era un lugar pequeño, atiborrado de libros. La última vez que lo vi –la última despedida– no fue memorable. Fue un adiós en la noche, un gesto que se repite hasta vaciarse, hasta ser invisible. Después vino la noticia: había muerto. Lo primero que sentí fue incredulidad. Alguien que bebe, a pesar de su fragilidad, parece que puede sobrellevar esa situación, como el equilibrista que reta al vacío. Hasta que él cayó.

Pronto llegó más información: mi amigo –que vivía solitario desde hacía mucho– dejó de contestar su teléfono celular. Quizás pasó un día o poco más. La gente más cercana a él –sus familiares, principalmente– comenzaron a sospechar. El derrumbe, por fin, había ganado. Lo siguiente que cuento es una reconstrucción mía a partir de las pocas certezas que se difundieron después. Tal vez son trazos borrosos en la memoria que aún perduran porque, cuando muere alguien querido, los detalles pasan a un segundo plano. Llegaron a su puerta e intentaron entrar. No sé si la derribaron o llamaron a un cerrajero. ¿Dónde lo encontraron? ¿En su cama? ¿En el piso? ¿Acostado en un sillón?   

Después de la pérdida recorrí, sin saberlo, un laberinto. El laberinto de los últimos momentos de mi amigo. No me interesaba con quién se había visto antes de regresar a su vida solitaria. Lo que me parecía insoportable era que nunca podría saber si intentó pedir ayuda o se resignó a su naufragio. Después vino una inquietud más: las largas horas que pasó el cadáver abandonado en el pequeño departamento mientras los demás lo creíamos vivo. Imaginé los libreros llenos, las hojas repletas de correcciones de estilo, títulos que iba a editar para la universidad. No alcanzó a ver una obra mía. Pensé, obsesivamente, aún lo hago, en el silencio que llenó cada espacio del departamento. El ruido de la avenida o la luz del sol configuraron, también, ese silencio. Los muebles, la pequeña cocina de la cual apenas me acuerdo, vigilaron la muerte de mi amigo. Cuando se llevaron el cuerpo, el departamento siguió enmudecido y, aparentemente, imperturbable. Pienso en el ecosistema secreto que mantienen los lugares cuando no estamos. No me refiero al polvo que remueve y aquieta una racha de aire. Me refiero a los sedimentos de memoria que dejamos en nuestras casas y lugares de trabajo. Quisiera creer que esas huellas se transforman en otras cosas. Quisiera creer que esa transformación perpetua resplandece a veces y que ese brillo tiene la capacidad de mostrar, aunque sea por un instante, un momento que vivimos.

Hay una idea interesante sobre el tiempo que leí en Matadero cinco, la novela de Kurt Vonnegut. El tiempo no es una progresión lineal sino una imagen que puede recorrerse con la mirada. El tiempo es, entonces, un cuadro que podemos contemplar sin que se nos escape como un puñado de arena entre las manos. Los instantes posteriores a la muerte de mi amigo quizás puedan verse en una galería secreta, rodeados de otros momentos, luces congeladas en una superficie o vetas de un universo reconocible, acaso mínimo, y que aún late para llamarnos.

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martes, 25 de abril de 2023

La Casa sobre el Arroyo, recuperada

A ocho décadas del inicio de su construcción, una de las casas más originales de la modernidad ha recuperado su esplendor, luego de años de abandono. Se trata de la Casa sobre el Arroyo, de Amancio Williams en colaboración con Delfina Gálvez Bunge, situada en Mar del Plata, Argentina. Diseñada para el padre del arquitecto, el compositor Alberto Williams, prácticamente no hay historia de la arquitectura que no la registre entre los ejemplos más depurados de vivienda del siglo XX.

Como se lee en Arquitectura en la Argentina del siglo XX (2001), de José Francisco Liernur, “Williams formuló una de las propuestas más originales, puras y rigurosas de la arquitectura moderna a nivel internacional. En aquella vivienda, construida en medio de un bosque, logró mostrar la contradicción entre la necesidad más eterna de enraizamiento y el fluir incesante que define la condición metropolitana moderna. Confluencia en la máxima racionalidad tecnológica del diagrama de fuerzas y la cuenca cavada del arroyo, objeto en el puente y patio en la casa, creación abstracta y tipo tradicional pampeano en galería, expresa el más amplio conjunto de significados con que puede describirse la arquitectura moderna de la Argentina”.

Ha ocurrido con otras joyas de la arquitectura latinoamericana: la Casa sobre el Arroyo tuvo una historia accidentada. Tras ser vendida a finales de los sesenta, entre 1970 y 1977 fue la sede de una estación de radio, cuyo eslogan, “Desde la Casa del Puente un puente hasta su casa”, propició que el edificio sea conocido también con ese nombre. Una serie de circunstancias desembocaron en el abandono del inmueble, que fue vandalizado y sufrió dos incendios. Tras el trabajo de restauración, el 20 de abril la construcción fue presentada al público como Museo Casa sobre el Arroyo – Casa del Puente, bajo la dirección de Magalí Marazzo.

Casa sobre el Arroyo

Interior de la Casa sobre el Arroyo, luego de la restauración. Cortesía de Secretaría de Obra y Planeamiento Urbano del Municipio de General Pueyrredón

“Siempre he tenido una orientación natural a encarar cada tema de estudio independizándome totalmente de las soluciones que se habían logrado hasta ese momento. No me ato a las cosas logradas, ni siquiera a las logradas por mí mismo”, declaró Amancio Williams (1913-1989). En un terreno con grandes virtudes naturales pero poco apto para la construcción de una vivienda, el arquitecto encontró una solución técnica y formal que otorga singularidad al diseño: un prisma posado sobre un puente, que sortea el arroyo de Las Chacras, uniendo dos terrenos. Aunque pocas obras de Williams pasaron de los planos a la materia, su pensamiento arquitectónico puede rastrearse en proyectos de Clive Entwistle, Emilio Ambasz (su discípulo), Norman Foster o Renzo Piano.

Mientras algunas piezas de mobiliario y fotografías de la icónica vivienda forman parte de Del cielo a casa. Conexiones e intermitencias en la cultura material argentina, muestra recién inaugurada en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA), otro edificio mítico de Mar del Plata ha sido señalado como patrimonio a recuperar. Se trata del Parador Ariston (1948), un ejercicio de la Bauhaus en la ciudad argentina. La recuperación del edificio de Marcel Breuer (en colaboración con Eduardo Catalano y Carlos Coire) pondría en valor lo que hoy es, sencillamente, una ruina moderna a orillas de la costa.

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La Casa sobre el Arroyo, recuperada

A ocho décadas del inicio de su construcción, una de las casas más originales de la modernidad ha recuperado su esplendor, luego de años de abandono. Se trata de la Casa sobre el Arroyo, de Amancio Williams en colaboración con Delfina Gálvez Bunge, situada en Mar del Plata, Argentina. Diseñada para el padre del arquitecto, el compositor Alberto Williams, prácticamente no hay historia de la arquitectura que no la registre entre los ejemplos más depurados de vivienda del siglo XX.

Como se lee en Arquitectura en la Argentina del siglo XX (2001), de José Francisco Liernur, “Williams formuló una de las propuestas más originales, puras y rigurosas de la arquitectura moderna a nivel internacional. En aquella vivienda, construida en medio de un bosque, logró mostrar la contradicción entre la necesidad más eterna de enraizamiento y el fluir incesante que define la condición metropolitana moderna. Confluencia en la máxima racionalidad tecnológica del diagrama de fuerzas y la cuenca cavada del arroyo, objeto en el puente y patio en la casa, creación abstracta y tipo tradicional pampeano en galería, expresa el más amplio conjunto de significados con que puede describirse la arquitectura moderna de la Argentina”.

Ha ocurrido con otras joyas de la arquitectura latinoamericana: la Casa sobre el Arroyo tuvo una historia accidentada. Tras ser vendida a finales de los sesenta, entre 1970 y 1977 fue la sede de una estación de radio, cuyo eslogan, “Desde la Casa del Puente un puente hasta su casa”, propició que el edificio sea conocido también con ese nombre. Una serie de circunstancias desembocaron en el abandono del inmueble, que fue vandalizado y sufrió dos incendios. Tras el trabajo de restauración, el 20 de abril la construcción fue presentada al público como Museo Casa sobre el Arroyo – Casa del Puente, bajo la dirección de Magalí Marazzo.

Casa sobre el Arroyo

Interior de la Casa sobre el Arroyo, luego de la restauración. Cortesía de Secretaría de Obra y Planeamiento Urbano del Municipio de General Pueyrredón

“Siempre he tenido una orientación natural a encarar cada tema de estudio independizándome totalmente de las soluciones que se habían logrado hasta ese momento. No me ato a las cosas logradas, ni siquiera a las logradas por mí mismo”, declaró Amancio Williams (1913-1989). En un terreno con grandes virtudes naturales pero poco apto para la construcción de una vivienda, el arquitecto encontró una solución técnica y formal que otorga singularidad al diseño: un prisma posado sobre un puente, que sortea el arroyo de Las Chacras, uniendo dos terrenos. Aunque pocas obras de Williams pasaron de los planos a la materia, su pensamiento arquitectónico puede rastrearse en proyectos de Clive Entwistle, Emilio Ambasz (su discípulo), Norman Foster o Renzo Piano.

Mientras algunas piezas de mobiliario y fotografías de la icónica vivienda forman parte de Del cielo a casa. Conexiones e intermitencias en la cultura material argentina, muestra recién inaugurada en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA), otro edificio mítico de Mar del Plata ha sido señalado como patrimonio a recuperar. Se trata del Parador Ariston (1948), un ejercicio de la Bauhaus en la ciudad argentina. La recuperación del edificio de Marcel Breuer (en colaboración con Eduardo Catalano y Carlos Coire) pondría en valor lo que hoy es, sencillamente, una ruina moderna a orillas de la costa.

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lunes, 24 de abril de 2023

‘Estudios’ de Samuel Cedillo: resonancias

En octubre de 2022 se publicó el segundo disco con música de Samuel Cedillo (Tlalpujahua, 1981), Estudios. Con interpretaciones a cargo de los ensambles Liminar y Lumina, así como del Cuarteto de Cuerdas UNTREF, confirma la importancia creciente de la obra del compositor mexicano: el disco fue editado por Kairós, uno de los sellos de referencia en el panorama de la música contemporánea. En un ambiente de franca sordera hacia las expresiones sonoras más radicales de nuestro tiempo, recibimos esta grabación con textos de Fernando Vigueras, artista sonoro y músico especializado en prácticas y lenguajes experimentales, y el compositor Abraham Ortiz. Escribe Francesco Filidei en el cuadernillo de Estudios: “Lo primero que llama la atención del trabajo de Samuel Cedillo es su voluntad de reinventar un mundo desde cero, partiendo de su transfiguración sonora”.

 

La escucha presente

Fernando Vigueras

Abordar la música de Samuel Cedillo implica adentrarse en un vertiginoso mar de sonoridades. Sus múltiples dimensiones dan cauce a una escucha abismada donde las formas, que se enuncian desde el silencio, cuestionan la naturaleza de la memoria. Como intérprete de su trabajo, la aventura de interactuar con un imaginario desbordante, atento a la precisión de su impulso creativo, ha determinado una serie de procesos que confrontan buena parte del entramado que sostiene la tradición musical académica.

El encuentro con la música de Cedillo demanda un arrojo total como ejecutante y oyente: la intuición y la persistencia son recursos de primer orden para no sucumbir a la vorágine de indicaciones, trazos y signos de su intrincada escritura. Ésta expone una relación intensa con el instrumental que aborda, donde la exploración de un objeto sonoro o instrumento tiende a llegar a sus últimas consecuencias, en un registro que va de la experiencia sutil con el tacto o el aliento al violento percutir de mazos y la fricción de sierras eléctricas sobre un trozo de metal que ha perdido el rastro de su forma. Cada caso impacta de manera profunda el fenómeno sonoro que solemos denominar “música”.

La música de Samuel Cedillo exige un análisis riguroso y un constante cuestionamiento crítico para desentrañar lo que, con precisión milimétrica, intenta comunicar. Cada pieza del compositor mexicano concentra en su lenguaje el hallazgo de su devenir, un aprendizaje valioso y un proceso de audición intenso donde se perciben otras maneras de entender el fenómeno sonoro, desde su arraigo en el cuerpo, la vibración, el sonido y su potencia expresiva.

En su serie de Monólogos Cedillo convulsiona la identidad tímbrica de varios instrumentos, dando lugar a un extrañamiento esencial que desdibuja las asociaciones de orden convencional. En Monólogo IV, El canto de Polifemo (2009-13) traslada la guitarra a un territorio que reconfigura su performatividad, desplegando una suerte de coreografía intrincada sobre un cuerpo acústico distendido, empleando dos arcos y algunos objetos para producir sonoridades cercanas al grito, la respiración, el canto roto de un cuerpo en agonía.

Aludiendo a la voz de ese cuerpo en el límite de sus fuerzas, Samuel Cedillo explora una zona limítrofe implicando su propia voz en Monólogo VI, Máquina parlante (2016-19). Puede entenderse como un poema de largo aliento donde, progresivamente, la voz extrema su fonación hasta diluir la comprensión de las palabras. El sonido prevalece, anulando todo significado cuando el cuerpo se agota, dando origen a un automatismo instintivo que se repite incesantemente, como si la voz hubiese logrado autonomía y hablara de sí misma, oyéndose decir.

La experiencia que se forja desde esta ruptura también despliega otras maneras de imaginar y articular la escucha, suscitando un reconocimiento a partir del evento sonoro y su resonancia en la memoria corporal.

Este giro conceptual pone en tensión los límites del instrumento y el cuerpo, dando lugar a una reflexión latente sobre la borradura, un espacio al que induce constantemente su obra, ya sea en la interpretación o en el diálogo constante consigo misma, una intersección que determina nuevos lenguajes y brechas aurales. La experiencia que se forja desde esta ruptura también despliega otras maneras de imaginar y articular la escucha, suscitando un reconocimiento a partir del evento sonoro y su resonancia en la memoria corporal.

Si en sus Monólogos Cedillo interpela al cuerpo como el medio para activar un instrumento, en su serie Estudios pone en marcha una maquinaria orgánica, sensible, que atiende una acumulación de escuchas proyectadas en una masa sonora capaz de asediar al oyente y, al mismo tiempo, remitirle al sentido primigenio del ejercicio auditivo. Cada estudio revisa y pone en juego un comportamiento acústico determinado no sólo en el espacio físico sino también en el espacio que configura la memoria desde la escucha.

La acumulación de eventos sonoros que se produce en las cinco piezas que conforman su reciente producción discográfica, Estudios (Kairós, 2022), habla de un sentido atento que concentra, en su devenir actual, el registro de un pensamiento presente, en una temporalidad que se construye a través de la potencial multiplicidad de escuchas que inciden en la concreción de ese objeto desbordado que formula con su obra. Podríamos inferir cada estudio como una suma de experiencias físicas, intensidades y escuchas sucediendo en forma simultánea, dentro del espacio común que establece la música de Samuel Cedillo.

El impacto sonoro se proyecta en el instrumento, visto ya sea como un cuerpo resonante intervenido a cuatro manos por dos ejecutantes –Estudio de contrapunto para violín (2014-16) y guitarra (2019-20)– o bien como la afirmación de la potencia creativa que ejerce cada individuo al accionar un dispositivo que condensa toda una urdimbre de gestos, emociones e ideas –Estudio de fenómeno para cuartetos de cuerda (2010-12) y saxofón (2012), así como para ensamble de pianos microtonales (2016-20)–, desconcierta en primera instancia al oyente. Esa maquinaria sutil revela la fuerza del momento presente, de la escucha que recrea universos sonoros fascinantes.

La música de Samuel Cedillo nos habla, entonces, de la belleza del hallazgo, del encuentro con el sonido en el discurrir de un presente que pocas veces nos damos a la tarea de percibir en su dimensión más profunda, la que el oído reclama.

Samuel Cedillo

Samuel Cedillo, Estudio de contrapunto I (2014-16)

Decastración de la guitarra

Abraham Ortiz

Como reflejo de la historia de la música clásica –la que se desarrolló entre la corte y el clero de la Europa occidental–, la historia de la guitarra es la de la negación de la naturalidad. Una castración, en suma. La guitarra ha sido utilizada por compositores e intérpretes sin darle el derecho a ser como es. Ha tenido que responder al cantabile, establecido por el ideal de belleza del bel canto, sin la posibilidad de ser, por ejemplo, un instrumento de percusión, al que se considera “feo”.

‘Estudio de contrapunto II’ busca la independencia sonora de la guitarra. Le permite ser lo que es, no un mero objeto subordinado al hombre castrante.

Estudio de contrapunto II, del compositor Samuel Cedillo, busca la independencia sonora de la guitarra. Le permite ser lo que es, no un mero objeto subordinado al hombre castrante. Aquí no suena para agradar sino para no cantar. En la obra se percibe el desafío a los lineamientos de la guitarra clásica, la ruptura con lo establecido. Ajena a la dualidad belleza/fealdad, la pieza se arroja al vacío para descubrir algo que ya no tiene relación con esas categorías. Al adentrarse en los orígenes del sonido y el ritmo desde las profundidades abiertas del objeto-guitarra, busca lo indefinido, trascendiendo la tradición aristocrático-burguesa de la música. Se trata de una emancipación, una obra (y un objeto) en autonomía.

Esta autonomía trastoca las bases de cierta estética contemporánea: trasciende lo tímbrico y, paralelamente, la ejecución del instrumento como símbolo masculino. Con la guitarra recostada, Estudio de contrapunto II pareciera una obra para maquinaria industrial, ejecutada por trabajadores. Sólo la forma del instrumento remite a la tradición. La pieza materializa una decastración de la guitarra, y abre camino a una posible revolución en la música mexicana. ¿Será casualidad que proceda de la trinchera mazahua?

Entre los Estudios reunidos en el disco que la contiene, quizá Estudio de contrapunto II sea la obra más incomprendida. Difícil, impredecible, ha decidido seguir su propio curso. La considero la obra más arriesgada y fascinante de Cedillo (lo que ya es mucho decir), en la que más lejos ha llegado. Incluso se despoja de su autor para pertenecernos a todos. Estamos entonces frente a una música nueva en el sentido más estricto.

Estudio de contrapunto II no es bella o fea, nada de eso le interesa. Liberada, ha roto con el bucle infinito, ha logrado salir del círculo vicioso de la música occidental. De ahí su potencia, su profunda autonomía, su revolución. Nos muestra un espacio que por ahora no tiene nombre, y que acaso no sea necesario nombrar.

Samuel Cedillo

Samuel Cedillo, Estudios

Ensamble Liminar, Ensamble Lumina, Cuarteto de Cuerdas UNTREF

Kairós, Viena, 2022

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‘Estudios’ de Samuel Cedillo: resonancias

En octubre de 2022 se publicó el segundo disco con música de Samuel Cedillo (Tlalpujahua, 1981), Estudios. Con interpretaciones a cargo de los ensambles Liminar y Lumina, así como del Cuarteto de Cuerdas UNTREF, confirma la importancia creciente de la obra del compositor mexicano: el disco fue editado por Kairós, uno de los sellos de referencia en el panorama de la música contemporánea. En un ambiente de franca sordera hacia las expresiones sonoras más radicales de nuestro tiempo, recibimos esta grabación con textos de Fernando Vigueras, artista sonoro y músico especializado en prácticas y lenguajes experimentales, y el compositor Abraham Ortiz. Escribe Francesco Filidei en el cuadernillo de Estudios: “Lo primero que llama la atención del trabajo de Samuel Cedillo es su voluntad de reinventar un mundo desde cero, partiendo de su transfiguración sonora”.

 

La escucha presente

Fernando Vigueras

Abordar la música de Samuel Cedillo implica adentrarse en un vertiginoso mar de sonoridades. Sus múltiples dimensiones dan cauce a una escucha abismada donde las formas, que se enuncian desde el silencio, cuestionan la naturaleza de la memoria. Como intérprete de su trabajo, la aventura de interactuar con un imaginario desbordante, atento a la precisión de su impulso creativo, ha determinado una serie de procesos que confrontan buena parte del entramado que sostiene la tradición musical académica.

El encuentro con la música de Cedillo demanda un arrojo total como ejecutante y oyente: la intuición y la persistencia son recursos de primer orden para no sucumbir a la vorágine de indicaciones, trazos y signos de su intrincada escritura. Ésta expone una relación intensa con el instrumental que aborda, donde la exploración de un objeto sonoro o instrumento tiende a llegar a sus últimas consecuencias, en un registro que va de la experiencia sutil con el tacto o el aliento al violento percutir de mazos y la fricción de sierras eléctricas sobre un trozo de metal que ha perdido el rastro de su forma. Cada caso impacta de manera profunda el fenómeno sonoro que solemos denominar “música”.

La música de Samuel Cedillo exige un análisis riguroso y un constante cuestionamiento crítico para desentrañar lo que, con precisión milimétrica, intenta comunicar. Cada pieza del compositor mexicano concentra en su lenguaje el hallazgo de su devenir, un aprendizaje valioso y un proceso de audición intenso donde se perciben otras maneras de entender el fenómeno sonoro, desde su arraigo en el cuerpo, la vibración, el sonido y su potencia expresiva.

En su serie de Monólogos Cedillo convulsiona la identidad tímbrica de varios instrumentos, dando lugar a un extrañamiento esencial que desdibuja las asociaciones de orden convencional. En Monólogo IV, El canto de Polifemo (2009-13) traslada la guitarra a un territorio que reconfigura su performatividad, desplegando una suerte de coreografía intrincada sobre un cuerpo acústico distendido, empleando dos arcos y algunos objetos para producir sonoridades cercanas al grito, la respiración, el canto roto de un cuerpo en agonía.

Aludiendo a la voz de ese cuerpo en el límite de sus fuerzas, Samuel Cedillo explora una zona limítrofe implicando su propia voz en Monólogo VI, Máquina parlante (2016-19). Puede entenderse como un poema de largo aliento donde, progresivamente, la voz extrema su fonación hasta diluir la comprensión de las palabras. El sonido prevalece, anulando todo significado cuando el cuerpo se agota, dando origen a un automatismo instintivo que se repite incesantemente, como si la voz hubiese logrado autonomía y hablara de sí misma, oyéndose decir.

La experiencia que se forja desde esta ruptura también despliega otras maneras de imaginar y articular la escucha, suscitando un reconocimiento a partir del evento sonoro y su resonancia en la memoria corporal.

Este giro conceptual pone en tensión los límites del instrumento y el cuerpo, dando lugar a una reflexión latente sobre la borradura, un espacio al que induce constantemente su obra, ya sea en la interpretación o en el diálogo constante consigo misma, una intersección que determina nuevos lenguajes y brechas aurales. La experiencia que se forja desde esta ruptura también despliega otras maneras de imaginar y articular la escucha, suscitando un reconocimiento a partir del evento sonoro y su resonancia en la memoria corporal.

Si en sus Monólogos Cedillo interpela al cuerpo como el medio para activar un instrumento, en su serie Estudios pone en marcha una maquinaria orgánica, sensible, que atiende una acumulación de escuchas proyectadas en una masa sonora capaz de asediar al oyente y, al mismo tiempo, remitirle al sentido primigenio del ejercicio auditivo. Cada estudio revisa y pone en juego un comportamiento acústico determinado no sólo en el espacio físico sino también en el espacio que configura la memoria desde la escucha.

La acumulación de eventos sonoros que se produce en las cinco piezas que conforman su reciente producción discográfica, Estudios (Kairós, 2022), habla de un sentido atento que concentra, en su devenir actual, el registro de un pensamiento presente, en una temporalidad que se construye a través de la potencial multiplicidad de escuchas que inciden en la concreción de ese objeto desbordado que formula con su obra. Podríamos inferir cada estudio como una suma de experiencias físicas, intensidades y escuchas sucediendo en forma simultánea, dentro del espacio común que establece la música de Samuel Cedillo.

El impacto sonoro se proyecta en el instrumento, visto ya sea como un cuerpo resonante intervenido a cuatro manos por dos ejecutantes –Estudio de contrapunto para violín (2014-16) y guitarra (2019-20)– o bien como la afirmación de la potencia creativa que ejerce cada individuo al accionar un dispositivo que condensa toda una urdimbre de gestos, emociones e ideas –Estudio de fenómeno para cuartetos de cuerda (2010-12) y saxofón (2012), así como para ensamble de pianos microtonales (2016-20)–, desconcierta en primera instancia al oyente. Esa maquinaria sutil revela la fuerza del momento presente, de la escucha que recrea universos sonoros fascinantes.

La música de Samuel Cedillo nos habla, entonces, de la belleza del hallazgo, del encuentro con el sonido en el discurrir de un presente que pocas veces nos damos a la tarea de percibir en su dimensión más profunda, la que el oído reclama.

Samuel Cedillo

Samuel Cedillo, Estudio de contrapunto I (2014-16)

Decastración de la guitarra

Abraham Ortiz

Como reflejo de la historia de la música clásica –la que se desarrolló entre la corte y el clero de la Europa occidental–, la historia de la guitarra es la de la negación de la naturalidad. Una castración, en suma. La guitarra ha sido utilizada por compositores e intérpretes sin darle el derecho a ser como es. Ha tenido que responder al cantabile, establecido por el ideal de belleza del bel canto, sin la posibilidad de ser, por ejemplo, un instrumento de percusión, al que se considera “feo”.

‘Estudio de contrapunto II’ busca la independencia sonora de la guitarra. Le permite ser lo que es, no un mero objeto subordinado al hombre castrante.

Estudio de contrapunto II, del compositor Samuel Cedillo, busca la independencia sonora de la guitarra. Le permite ser lo que es, no un mero objeto subordinado al hombre castrante. Aquí no suena para agradar sino para no cantar. En la obra se percibe el desafío a los lineamientos de la guitarra clásica, la ruptura con lo establecido. Ajena a la dualidad belleza/fealdad, la pieza se arroja al vacío para descubrir algo que ya no tiene relación con esas categorías. Al adentrarse en los orígenes del sonido y el ritmo desde las profundidades abiertas del objeto-guitarra, busca lo indefinido, trascendiendo la tradición aristocrático-burguesa de la música. Se trata de una emancipación, una obra (y un objeto) en autonomía.

Esta autonomía trastoca las bases de cierta estética contemporánea: trasciende lo tímbrico y, paralelamente, la ejecución del instrumento como símbolo masculino. Con la guitarra recostada, Estudio de contrapunto II pareciera una obra para maquinaria industrial, ejecutada por trabajadores. Sólo la forma del instrumento remite a la tradición. La pieza materializa una decastración de la guitarra, y abre camino a una posible revolución en la música mexicana. ¿Será casualidad que proceda de la trinchera mazahua?

Entre los Estudios reunidos en el disco que la contiene, quizá Estudio de contrapunto II sea la obra más incomprendida. Difícil, impredecible, ha decidido seguir su propio curso. La considero la obra más arriesgada y fascinante de Cedillo (lo que ya es mucho decir), en la que más lejos ha llegado. Incluso se despoja de su autor para pertenecernos a todos. Estamos entonces frente a una música nueva en el sentido más estricto.

Estudio de contrapunto II no es bella o fea, nada de eso le interesa. Liberada, ha roto con el bucle infinito, ha logrado salir del círculo vicioso de la música occidental. De ahí su potencia, su profunda autonomía, su revolución. Nos muestra un espacio que por ahora no tiene nombre, y que acaso no sea necesario nombrar.

Samuel Cedillo

Samuel Cedillo, Estudios

Ensamble Liminar, Ensamble Lumina, Cuarteto de Cuerdas UNTREF

Kairós, Viena, 2022

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