Hace algunos días un usuario de Twitter comentó que la aparición de Cuentos completos de Jesús Gardea, publicado recientemente por Sexto Piso y la UNAM, “representa un suceso nacional”. Tiene razón por dos motivos. Primero, porque se trata de la primera ocasión en que son reunidos todos los relatos breves que produjo uno de los narradores más originales de nuestra lengua. Y segundo, porque antes de esta publicación su obra cuentística permanecía dispersa en múltiples editoriales hoy mayormente desaparecidas, lo que generó que sus libros resultaran casi inhallables para un número cada vez más creciente de fieles lectores –gran parte de ellos escritores, estudiosos y críticos– que colocaron a Jesús Gardea el membrete de “autor de culto”.
Aunque a la distancia esto puede parecer producto de la aparente despreocupación del narrador chihuahuense por afianzar su obra en un solo sello editorial, la realidad es que, pese al prestigio que obtuvo desde la aparición de su primer libro en 1979, cada vez le resultó más complicado publicar sus textos. Consternados por la radicalidad de su prosa y la incomprensión que les generaban los relatos, los editores solían preguntarle: “¿Quién va a entender esto?”. Lo anterior va de la mano con el hecho de que solamente se reeditó uno de sus libros de cuentos, Los viernes de Lautaro, todavía distribuido por Siglo XXI, que también formó parte de la colección Lecturas Mexicanas; representa –junto con Septiembre y los otros días, que en 1980 le valió el premio Xavier Villaurrutia– el libro más conocido entre los diecinueve títulos que publicó en vida Jesús Gardea. En 1999, editado por el Fondo de Cultura Económica, apareció Reunión de cuentos, que recogió cinco de sus seis libros de relatos. El libro se agotó en un suspiro; sin embargo, inexplicablemente, no hubo una segunda edición. Sólo al final de su vida, con más de veinte años de carrera literaria, Jesús Gardea encontró en José Sordo Gutiérrez, quien fuera fundador y director de Aldus, un editor permanente para sus materiales, lo que dio a luz tres títulos, entre ellos su último libro de cuentos, Donde el gimnasta.
Contrario al modelo impuesto por el oficialismo literario mexicano, que exigía a todo escritor mudarse al entonces llamado Distrito Federal para afianzar una carrera a través de la difusión de su trabajo, Jesús Gardea realizó toda su obra en el interior de la república, puntualmente en Ciudad Juárez, donde radicó gran parte de su vida. Esta decisión coincidió con sus constantes críticas al centralismo que todavía caracteriza a las letras locales. Para Gardea generar lectores a través de la publicidad y la televisión significaba un éxito obtenido a la mala, porque –como le dijo a Agustín Ramos– lo que realmente se lee es “lo que se dice y se repite de ti. La gente lee nuestra publicidad, nuestro nombre, no nuestra obra. O ve nuestra imagen repetida a través de los medios de comunicación. El sucedáneo del lector en el caso de la televisión es el observador de una imagen consumida por la publicidad. Si uno se presta a eso lo primero que está traicionando es su literatura, porque uno no es escritor para ser visto sino para ser leído”. Gardea siempre tuvo la sospecha de que serían pocos los lectores de sus cosas, y que en todo caso llegarían con el paso del tiempo: un tipo de lector desprevenido, que mastica despacio sus libros y que le ayudaría –como le gustaba decir– a hacer el hoyo más grande, para desentrañar juntos lo que permanece oculto en los textos.
Lo cierto es que, pese a la enorme distancia –no sólo física– que Jesús Gardea tomó de cara al mundo cultural mexicano, su trabajo no pasó desapercibido para la crítica del centro del país, de manera que cada uno de sus títulos –sobre todo sus novelas– fueron ampliamente reseñados en los principales medios nacionales. Sin embargo, su relación con la crítica no fue la mejor, y es que el narrador chihuahuense rechazó airadamente la etiqueta que colgaron a su obra al catalogarla dentro de la llamada “literatura del desierto”. No solamente porque esta clasificación simplificaba su trabajo y lo metía en el saco de autores con los que no tenía nada en común, sino también porque –y es más grave– lo redujo a lo estrictamente local, produciendo en el imaginario de lectores, estudiosos y críticos contemporáneos la certeza de que la obra de Gardea tiene en el desierto su escenario primordial.
La aceptación de este equívoco cobró tanta fuerza que al narrador chihuahuense no le quedó más alternativa que ironizar amargamente al respecto, como sucedió cuando la periodista Verónica Ladrón de Guevara le preguntó de qué iba Juegan los comensales, novela que estaba redactando en ese momento: “Como algunos ya se quedaron con el esquema de que la mayoría de mis novelas se ubican en un pueblo rural semidesértico, pues ya me encasillaron como escritor rural y siguen atorados ahí. A lo mejor salen con la onda de que es un comedor que está en medio del desierto”. Pese a que no existe una sola línea en toda la obra del narrador chihuahuense que haga alusión al desierto, Emiliano Monge afirma, en el prólogo de Cuentos completos, que Jesús Gardea es “el hombre que dejó el oasis del desierto en el que nació a diferencia de Lautaro, el de la Ausencia, para llevarle al mundo ese desierto”. Y más adelante: “Y es que leer al autor que extrajo del desierto su barroco y lo desencantó hasta volverlo lacónico”.
Es necesario recordar que Jesús Gardea nació en 1939, seis años después de la fundación de la ciudad de Delicias, Chihuahua, concebida a la par del Distrito de Riego 05 y que tenía como proyecto convertir a la región en una importante productora agrícola. Los textos de Gardea situados históricamente en Delicias –como las novelas La canción de las mulas muertas, El sol que estás mirando y Soñar la guerra– corresponden a los años 1946 y 1954, es decir, cuando la ciudad ya contaba con hospital municipal y otros servicios básicos, lo que confirma su condición de localidad urbana. Por ello no es extraño que el escritor haya declarado: “No puedo admitir el concepto de novela o escritor del desierto, pues yo vivo en un medio urbano. El desierto no lo conozco a fondo, en algunas ocasiones he pasado a bordo de un camión y he visto las dunas de Malayuca. Sin embargo, al salir a la calle en mi ciudad, veo autos, pavimento, calles, tiendas, etcétera. En mi caso el entorno no es el desierto”. Y más adelante, en la misma entrevista con José Alberto Castro: “No creo en la novela del desierto. Eso es un invento de los críticos del Distrito Federal. Pienso que la influencia de la provincia o del lugar donde vivo (Ciudad Juárez) es un medio urbano como puede ser una colonia de la Ciudad de México. No creo que exista una gran diferencia entre vivir entre una y otra”.
Jesús Gardea solía decir que trataba el lenguaje a patadas. Sin duda hacía referencia al uso cada vez más abrupto de la puntuación, característica que, al paso del tiempo, se sumó a otras ya presentes en su prosa desde los primeros títulos, como la elipsis y el hipérbaton. Después de los libros de cuentos Los viernes de Lautaro (1979) y Septiembre y los otros días (1980), y de las novelas El sol que estás mirando (1981), La canción de las mulas muertas (1981) y El tornavoz (1983), Gardea ya no se sometió más al ritmo natural del lenguaje, ya no hubo en él esa espera a que la imagen ocurriera por sí misma, a su propio tiempo, como sí sucedió en los títulos que mencionamos anteriormente. Ejerció tal violencia y ruptura en la sintaxis que obligó al lenguaje a decir mucho más de lo que en primera instancia estaba dispuesto a revelar. Con ello consiguió la invención de un lenguaje literario propio, cargado de sonidos muy delicados, nunca antes escuchados en nuestra lengua, capaz no sólo de gestar imágenes nuevas sino también de suscitar multitud de sensaciones en el lector relacionadas con texturas, colores y modulaciones lumínicas. “Tendidos los rayos del sol, nos bañan a todos; no declinan; están sumamente quietos. Su persistencia ahonda, en el aire, en la luz, el silencio; la soledad en la que, como animadas imágenes de polvo, nos encontramos envuelto”, leemos en el cuento “El vendedor”. O en “El guía”: “Ahora, más alto el sol, desprende de la luz y el aire, intenso brote de reflejos. Las miradas, de tanto en tanto, encandiladas se pierden, como una maraña de luces, en el reverbero”. Y en “Señor Colunga”: “Una sonrisa le envolvía la cara. En sus ojos había un movimiento, un rumor de caminos de agua, empujados por un sol de verano”.
En uno de los pocos textos de reflexión literaria que conocemos del escritor chihuahuense, titulado “La palabra es el cuento” y que redactó para un encuentro de escritores en Tuxtla Gutiérrez en 1985, Jesús Gardea propone que la palabra es el personaje, que ella, llave y puente, es la trama de sus cuentos, capaz de contener un mundo del que no tenía noticias antes de sentarse a escribir. A la palabra, dijo, hay que cascarla como rompemos a la nuez, para ver qué personajes e historias guarda dentro: “La mejor manera de cascar una nuez, y creo que estarán de acuerdo conmigo, es aquella que nos permitiría quedarnos con su corazón, completo, entre los dedos, para llevárnoslo enterito, después, a la boca. Así es como yo entiendo se debe cascar, romper, la palabra, que según mi teoría, es, contiene, al cuento, al mundo del cuento”.
Jesús Gardea, Cuentos completos, prefacio de Iván Gardea, prólogo de Emiliano Monge, Sexto Piso / UNAM, Ciudad de México, 2022
La entrada Jesús Gardea: cascador de palabras se publicó primero en La Tempestad.
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