Describo dos escenarios de los tiempos recientes. En enero del año pasado un antropólogo poblano escribió lo siguiente en su cuenta de Facebook: “Felicidades al ayuntamiento valiente de Ecatepec: arrestos de 2 a 8 horas a personas que no usen cubrebocas”. Curiosamente en aquellas fechas el periódico El País publicó un artículo en el que citaba una encuesta –“The Global Covid-19 Trends and Impact Survey Map”– realizada por las universidades de Maryland y de Carnegie Mellon, que situaba a México como uno de los países que más usaron cubrebocas en el mundo (9 de cada 10) en esas fechas.
El año pasado, también, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, captó los reflectores en América Latina y otras regiones por su combate a la delincuencia, particularmente su enfrentamiento con las bandas criminales como la Mara Salvatrucha. Las imágenes de los presos esposados compartidas otra vez en estos días han provocado el rechazo de organizaciones de derechos humanos, pues los hombres están amontonados, sin espacio para moverse, sometidos a un régimen que recuerda a un campo de concentración en lugar de un centro de detención tradicional. El político y empresario salvadoreño ha convertido a su país en un Estado de excepción usando como pretexto la emergencia provocada por las pandillas. El Centro de Confinamiento del Terrorismo es la cárcel más grande de América y puede albergar hasta 40 mil reos. El traslado de detenidos se ha vuelto un espectáculo mediático aplaudido por sectores de la población afines a la política de mano dura. En las redes sociales muchos normalizan la limpia social que está haciendo Bukele, pues arguyen que es la única opción para controlar la violencia que azota ese país.
La abogada argentina Claudia Cesaroni (Quilmes, 1962) documenta en Contra el punitivismo. Una crítica a las recetas de la mano dura los peligros de la demagogia que explota los miedos de la población. El primer factor que analiza es algo que pocas veces se problematiza: la idea de que a mayor castigo se reduce el crimen y los delitos de diversa índole. Usando como ejemplo su experiencia como defensora de derechos humanos en Argentina, comparte algo que debería ser difundido cada vez que un político promete acabar con la delincuencia aprobando penas más severas: una sociedad violenta que atenta contra el famoso Estado de Derecho es un síntoma que oculta una descomposición que ocurre en varios niveles. Pobreza, desigualdad rampante, segregación y criminalización de los sectores populares crean un caldo de cultivo perfecto que se intenta arreglar con castigos cada vez más severos. ¿Han dado resultado? Si la respuesta fuera afirmativa, países que han llevado a cabo una estricta política de cero tolerancia serían los más pacíficos. No sólo no ha ocurrido, sino que el punitivismo ha servido –como en el caso de El Salvador– para controlar a la población a través de un régimen que no respeta los derechos humanos y divide a la sociedad. A pesar de esto, amplios sectores conservadores y empresariales piden reiteradamente convertir a ciudades enteras en distopías carcelarias.
Uno de los puntos importantes en el libro de Cesaroni es evidenciar a través de ejemplos concretos –cercanos a países como México– la manera en la que opera la policía en el combate a la delincuencia. No es sólo la corrupción endémica en la autoridad que, en el papel, debería cuidar a los ciudadanos, sino la discriminación sistemática de los delincuentes que provienen de los sectores más empobrecidos de las ciudades y que conforman el grueso de la población carcelaria. Convertidos en chivos expiatorios que sirven para purgar la alarma social, jóvenes y adolescentes sufren largos años de condena sin acercarse a eso que llaman “rehabilitación social”. Cesaroni pone sobre la mesa algo peor y familiar a la realidad mexicana: el linchamiento mediático de aquellos que perturban el orden social e, incluso, la normalización de su exterminio, pues “se lo estaban buscando” aunque hayan sido víctimas colaterales en balaceras e intervenciones militares. Esto se comprobó en el sexenio de Felipe Calderón cuando, sistemáticamente, los medios masivos aliados al gobierno revictimizaban a los muertos por la guerra contra el narco acusándolos sin pruebas de pertenecer a la delincuencia organizada o tener tratos con ella.
El libro de Cesaroni nos recuerda cómo hemos construido nuestra sociedad: incapaces de lograr una convivencia pacífica, hemos intentado imponer normas cada vez más complejas, ambiguas y, por supuesto, imposibles de cumplir. Sin embargo, la fantasía del castigo es cada vez más popular ante la erosión social que se vive en muchos países. Aquellos que no se adaptan al molde de la ley son segregados y conducidos a un tobogán que, muchas veces, termina en un delito que hay que extirpar del tejido social como si fuera una célula cancerosa. La segregación es un asunto de clase, del ideal diseñado por las élites económicas aliadas con el poder político y los medios de comunicación. Esto lo experimentó en los años ochenta la población afroamericana en Estados Unidos con la introducción de crack en sus barrios y la posterior limpia social respaldada por un país manipulado por la propaganda amarillista de la administración Reagan. Como evidencia el documental Crack: cocaína, corrupción y conspiración (2021) de Stanley Nelson, los afroamericanos de sectores populares pagaron la epidemia de la droga con su vida y la destrucción de sus familias y comunidades. De igual manera, la guerra contra el crimen no contempla los derechos humanos ni se preocupa por el restablecimiento de la confianza entre la gente. Erosiona las ciudades hasta el punto de no retorno que intenta resolverse con la misma medicina: castigos cada vez más duros.
Hay, por último, una idea que recorre el libro de Cesaroni: el punitivismo es, en esencia, la capacidad que tenemos como sociedad de infligir dolor en el otro y usarlo como un placebo ante la crisis social detonada por múltiples factores. El biogeógrafo Jared Diamond, en su libro El mundo hasta ayer, relata que en las culturas de Nueva Guinea las infracciones a la convivencia (incluyendo asesinatos) se intentan remediar a través de la convivencia, pues son comunidades que tienen una historia y un futuro en común. Dividir es un precio que no están dispuestos a pagar, pues dependen unos de otros. En la individualista civilización moderna, orgullosa de su progreso, se segregan vidas enteras a través del castigo corporal acompañado por un laberinto burocrático y corrupto digno de El proceso, ejemplar pesadilla de Kafka. El objetivo es fingir que no existe la población carcelaria porque contradice todos los días, con su sola existencia, las falsas utopías que han creado nuestros gobiernos y sistemas económicos, particularmente el capitalismo de los siglos XX y XXI.
En su estudio clásico Vigilar y castigar, Michel Foucault menciona que el sistema penal creado por la modernidad se preocupó por ocultar el castigo que, en épocas anteriores, funcionaba como un cruel espectáculo que aleccionaba a los ciudadanos. Viendo el performance punitivo que ocurre en nuestros días, en El Salvador, sería bueno preguntarnos si no hemos actualizado el escenario medieval descrito por Foucault: una sociedad paranoica, ansiosa por ocasionar dolor y hacer de éste un objeto de consumo, ahora difundido en Internet y los medios de comunicación globales. Este tipo de reflexiones son las que deja Contra el punitivismo, de Claudia Cesaroni.
Claudia Cesaroni, Contra el punitivismo. Una crítica a las recetas de la mano dura, Paidós, Buenos Aires, 2021
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