viernes, 30 de noviembre de 2018

Exposiciones de diciembre

Bienal de fotografía

El 6 de diciembre el Centro de la Imagen inaugurará la XVIII Bienal de Fotografía. La muestra se nutre del trabajo de 26 artistas seleccionados: Alessandro Bo, Alfredo Esparza, Animales de Poder, Anna Soler Cepriá, Diego Ortiz, Eunice Adorno, François Pesant, Jorge Rosano Gamboa, Juan Carlos López Morales, Juan Pablo Cardona, Juliana Alvarado, Koral Carballo, Luciana Christiansen, Nelson Morales, Omar Gámez, Oscar Farfán, Oswaldo Ruiz, Patrick López Jaimes, Sandra Calvo, Sonia Madrigal, Uryan Lozano, Víctor Bibián, Victoria Eugenia y Victoria Fava.

Orozco, Rivera, Siqueiros. La exposición pendiente

El 13 de septiembre de 1973 se debía inaugurar una exposición intitulada Orozco. Rivera. Siqueiros. Pintura Mexicana en el Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago de Chile. El Golpe de Estado que el 11 de septiembre de 1973 comandó Augusto Pinochet impidió que se pudieran ver las obras de arte mexicanas, todas de la Colección Carrillo Gil. Bajo difíciles condiciones y corriendo muchos riesgos, las piezas pudieron desmontarse y embalarse en 27 cajas que regresaron a México quince días después. “Con Orozco, Rivera, Siqueiros. La exposición pendiente hemos reconstruido después de 45 años y a partir de numerosos documentos y materiales audiovisuales las vicisitudes y el difícil contexto en el cual la Colección Carrillo Gil estuvo en peligro”, dice Carlos Palacios, curador de la muestra que abrirá el 7 de diciembre.

‘Torso femenino’ (1945), de David Alfaro Siqueiros

Todo lo otro. Germán Venegas

La próxima muestra del Museo Tamayo, que abrirá el 11 de diciembre, realiza una revisión de la obra de uno de los artistas mexicanos más importantes a nivel nacional e internacional, cuyo trabajo se caracteriza por la hibridación de tradiciones y mitologías. A través de la diversidad de técnicas y formatos, incluyendo su práctica como pintor, dibujante, escultor y tallador de madera, la muestra recorre la trayectoria de Venegas desde la influencia que el budismo ha tenido en su obra hasta sus estudios de la cultura mexica. La exposición estará vigente hasta el 31 de marzo.

‘Serie autorretratos 5’ (2006), de Germán Venegas



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Exposiciones de diciembre

Bienal de fotografía

El 6 de diciembre el Centro de la Imagen inaugurará la XVIII Bienal de Fotografía. La muestra se nutre del trabajo de 26 artistas seleccionados: Alessandro Bo, Alfredo Esparza, Animales de Poder, Anna Soler Cepriá, Diego Ortiz, Eunice Adorno, François Pesant, Jorge Rosano Gamboa, Juan Carlos López Morales, Juan Pablo Cardona, Juliana Alvarado, Koral Carballo, Luciana Christiansen, Nelson Morales, Omar Gámez, Oscar Farfán, Oswaldo Ruiz, Patrick López Jaimes, Sandra Calvo, Sonia Madrigal, Uryan Lozano, Víctor Bibián, Victoria Eugenia y Victoria Fava.

Orozco, Rivera, Siqueiros. La exposición pendiente

El 13 de septiembre de 1973 se debía inaugurar una exposición intitulada Orozco. Rivera. Siqueiros. Pintura Mexicana en el Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago de Chile. El Golpe de Estado que el 11 de septiembre de 1973 comandó Augusto Pinochet impidió que se pudieran ver las obras de arte mexicanas, todas de la Colección Carrillo Gil. Bajo difíciles condiciones y corriendo muchos riesgos, las piezas pudieron desmontarse y embalarse en 27 cajas que regresaron a México quince días después. “Con Orozco, Rivera, Siqueiros. La exposición pendiente hemos reconstruido después de 45 años y a partir de numerosos documentos y materiales audiovisuales las vicisitudes y el difícil contexto en el cual la Colección Carrillo Gil estuvo en peligro”, dice Carlos Palacios, curador de la muestra que abrirá el 7 de diciembre.

‘Torso femenino’ (1945), de David Alfaro Siqueiros

Todo lo otro. Germán Venegas

La próxima muestra del Museo Tamayo, que abrirá el 11 de diciembre, realiza una revisión de la obra de uno de los artistas mexicanos más importantes a nivel nacional e internacional, cuyo trabajo se caracteriza por la hibridación de tradiciones y mitologías. A través de la diversidad de técnicas y formatos, incluyendo su práctica como pintor, dibujante, escultor y tallador de madera, la muestra recorre la trayectoria de Venegas desde la influencia que el budismo ha tenido en su obra hasta sus estudios de la cultura mexica. La exposición estará vigente hasta el 31 de marzo.

‘Serie autorretratos 5’ (2006), de Germán Venegas



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Lynne Ramsay prepara su nuevo proyecto

“Escribí un guion de 160 páginas justo después de hacer todas las actividades de prensa de Nunca estarás a salvo (2017). Es difícil seguir hablando de las mismas películas durante tanto tiempo. Realmente me inspiré al escribir esta historia épica de horror ambiental. Todavía no sé qué es, solo seguí escribiendo y no miré hacia atrás”, dijo Lynne Ramsay al sitio del British Independent Film Awards (BIFA).

La directora escocesa, que solo ha hecho cuatro películas desde su debut en 1999 con Ratcatcher, añadió que está trabajando en la escritura de otros proyectos y, además, que no desea esperar tanto tiempo para volver a filmar su siguiente película. Entre la aclamada Necesitamos hablar de Kevin (2011) y Nunca estarás a salvo, cinta por la que consiguió 8 nominaciones a los BIFA, hay seis años de diferencia.

“Quiero que cada película se diferente. Me encantaría hacer una comedia”, expresó Ramsay, que asegura que hacer una película conlleva un largo proceso, “especialmente si tú escribes el guion”. Estos días Ramsay funge como jurado en el Festival de Cine de Marrakech, comité que preside James Gray.



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Lynne Ramsay prepara su nuevo proyecto

“Escribí un guion de 160 páginas justo después de hacer todas las actividades de prensa de Nunca estarás a salvo (2017). Es difícil seguir hablando de las mismas películas durante tanto tiempo. Realmente me inspiré al escribir esta historia épica de horror ambiental. Todavía no sé qué es, solo seguí escribiendo y no miré hacia atrás”, dijo Lynne Ramsay al sitio del British Independent Film Awards (BIFA).

La directora escocesa, que solo ha hecho cuatro películas desde su debut en 1999 con Ratcatcher, añadió que está trabajando en la escritura de otros proyectos y, además, que no desea esperar tanto tiempo para volver a filmar su siguiente película. Entre la aclamada Necesitamos hablar de Kevin (2011) y Nunca estarás a salvo, cinta por la que consiguió 8 nominaciones a los BIFA, hay seis años de diferencia.

“Quiero que cada película se diferente. Me encantaría hacer una comedia”, expresó Ramsay, que asegura que hacer una película conlleva un largo proceso, “especialmente si tú escribes el guion”. Estos días Ramsay funge como jurado en el Festival de Cine de Marrakech, comité que preside James Gray.



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Agenda de fin de semana

Película

Resurrección (2015), de Eugenio Polgovsky

El Salto de Juanacatlán fue alguna vez conocido como el Niágara mexicano. Fuente de felicidad y sustento para los pueblos a sus orillas. Todo cambió cuando un corredor industrial se estableció a orillas del río Santiago. Sus aguas se volvieron venenosas y destruyeron todo en su camino, incluidos los recuerdos de los pescadores y campesinos que vieron cómo su mundo desapareció. La última película del documentalista Eugenio Polgovsky se puede ver en la Cineteca Nacional.

Exposición

Roni Horn, de Roni Horn

La escultura y la fotografía revelan muchas de las interrogantes que ha planteado en toda su obra Roni Horn, como lo son la identidad, la transformación, la apariencia, la visibilidad y el poder evocativo del lenguaje mediante la palabra escrita. Se trata de la primera exposición individual en México del artista estadounidense.

Galería Kurimanzutto

Viernes y sábado, de 11 a 16:00 horas

Entrada libre

Obra escénica

Descarnado, de Marisol Cal y Mayor

Pieza basada en un poema gnóstico del libro Trimorphic Pretennoia, referente a la segunda materialización de la divinidad en forma de mujer, y en las enseñanzas de George Ivanovich Gurdjieff, místico, escritor y compositor armenio. La obra –dividida en tres capítulos con música original e intervención sonora en vivo, así como una intervención escultórica realizada durante la puesta en escena– plantea que Dios es la continuidad de lo sagrado desde lo inanimado hasta lo humano.

Museo Universitario del Chopo

Viernes, 20:00 horas

Sábado, 19:00 horas

Domingo, 18:00 horas

$100



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Agenda de fin de semana

Película

Resurrección (2015), de Eugenio Polgovsky

El Salto de Juanacatlán fue alguna vez conocido como el Niágara mexicano. Fuente de felicidad y sustento para los pueblos a sus orillas. Todo cambió cuando un corredor industrial se estableció a orillas del río Santiago. Sus aguas se volvieron venenosas y destruyeron todo en su camino, incluidos los recuerdos de los pescadores y campesinos que vieron cómo su mundo desapareció. La última película del documentalista Eugenio Polgovsky se puede ver en la Cineteca Nacional.

Exposición

Roni Horn, de Roni Horn

La escultura y la fotografía revelan muchas de las interrogantes que ha planteado en toda su obra Roni Horn, como lo son la identidad, la transformación, la apariencia, la visibilidad y el poder evocativo del lenguaje mediante la palabra escrita. Se trata de la primera exposición individual en México del artista estadounidense.

Galería Kurimanzutto

Viernes y sábado, de 11 a 16:00 horas

Entrada libre

Obra escénica

Descarnado, de Marisol Cal y Mayor

Pieza basada en un poema gnóstico del libro Trimorphic Pretennoia, referente a la segunda materialización de la divinidad en forma de mujer, y en las enseñanzas de George Ivanovich Gurdjieff, místico, escritor y compositor armenio. La obra –dividida en tres capítulos con música original e intervención sonora en vivo, así como una intervención escultórica realizada durante la puesta en escena– plantea que Dios es la continuidad de lo sagrado desde lo inanimado hasta lo humano.

Museo Universitario del Chopo

Viernes, 20:00 horas

Sábado, 19:00 horas

Domingo, 18:00 horas

$100



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jueves, 29 de noviembre de 2018

Un siglo de creación sonora

Modos de oír: Prácticas de arte y sonido en México es una muestra que conforma un archivo sobre las prácticas de arte y sonido en México en los últimos 100 años. La exposición, que agrupa obras de diferentes formatos de más de 170 artistas de distintas generaciones y momentos históricos, se presenta en dos recintos: Ex Teresa Arte Actual y Laboratorio Arte Alameda.

Los conceptos de resonancia, tensión, vibración e intensidad se exploran a partir de una revisión histórica y reflexiva sobre las múltiples formas creativas que involucran al sonido como materia de expresión.

La piezas de la exposición han sido dispuestas en varios bloques. El pabellón fonográfico, que tiene como marco la nave central del Ex Teresa, aglutina piezas de, entre otros, Conlon Nancarrow, Dámaso Pérez Prado, Decibel, Felipe Ehrenberg, Generación Espontánea, Juan José Gurrola, Julio Estrada, Mario Lavista, Mario de Vega, Mathias Goeritz y Melquiades Herrera. La sala de escucha, por otro lado, presenta obras de Antonio Fernández Ros, Antonio Russek, Félix Blume, Gabriela Ortiz, Ignacio Baca Lobera, Israel Martínez, Iván Naranjo, Manuel Rocha Iturbide y Teresa Novelo Pavia, entre muchos otros.

Ambas exposiciones se podrán ver hasta el 31 de marzo de 2019.



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Un siglo de creación sonora

Modos de oír: Prácticas de arte y sonido en México es una muestra que conforma un archivo sobre las prácticas de arte y sonido en México en los últimos 100 años. La exposición, que agrupa obras de diferentes formatos de más de 170 artistas de distintas generaciones y momentos históricos, se presenta en dos recintos: Ex Teresa Arte Actual y Laboratorio Arte Alameda.

Los conceptos de resonancia, tensión, vibración e intensidad se exploran a partir de una revisión histórica y reflexiva sobre las múltiples formas creativas que involucran al sonido como materia de expresión.

La piezas de la exposición han sido dispuestas en varios bloques. El pabellón fonográfico, que tiene como marco la nave central del Ex Teresa, aglutina piezas de, entre otros, Conlon Nancarrow, Dámaso Pérez Prado, Decibel, Felipe Ehrenberg, Generación Espontánea, Juan José Gurrola, Julio Estrada, Mario Lavista, Mario de Vega, Mathias Goeritz y Melquiades Herrera. La sala de escucha, por otro lado, presenta obras de Antonio Fernández Ros, Antonio Russek, Félix Blume, Gabriela Ortiz, Ignacio Baca Lobera, Israel Martínez, Iván Naranjo, Manuel Rocha Iturbide y Teresa Novelo Pavia, entre muchos otros.

Ambas exposiciones se podrán ver hasta el 31 de marzo de 2019.



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Filmes mexicanos en Sundance

Hoy el Festival de Cine de Sundance anunció su programación, que incluye dos producciones mexicanas: el documental Midnight Family, de Luke Lorentzen, y el filme dramático Esto no es Berlín, de Hari Sama.

El primer largometraje del estadounidense Lorentzen, producido por Kellen Quinn, Daniela Alatorre y Elena Fortes, sigue a la familia Ochoa, que maneja un negocio de ambulancias sin licencia en una de las zonas más ricas de la Ciudad de México. Los Ochoa, que se valen de una señal de radio pirata para redirigir llamadas de emergencia, buscan legitimar su empresa en un sistema donde prevalece la corrupción. Se trata de la premier mundial del documental, coproducción entre México y Estados Unidos.

Fotograma de ‘Midnight Family’

La película de Sama, por otro lado, también debutará en Sundance. Esto no es Berlín se sitúa en 1986, en la Ciudad de México. Sigue a Carlos, un muchacho de 17 años que vive en Satélite que no encaja en ningún sitio. Su vida cambia cuando lo invitan a un club nocturno donde conoce la vida underground. Ahí descubre la música punk, la libertad sexual y las drogas. En el filme actúan Xabiani Ponce de León, José Antonio Toledano, Ximena Romo y Marina de Tavira.

El Festival de Sundance se realizará del 24 de enero al 3 de febrero de 2019 en Park City, Utah, Estados Unidos. 



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Filmes mexicanos en Sundance

Hoy el Festival de Cine de Sundance anunció su programación, que incluye dos producciones mexicanas: el documental Midnight Family, de Luke Lorentzen, y el filme dramático Esto no es Berlín, de Hari Sama.

El primer largometraje del estadounidense Lorentzen, producido por Kellen Quinn, Daniela Alatorre y Elena Fortes, sigue a la familia Ochoa, que maneja un negocio de ambulancias sin licencia en una de las zonas más ricas de la Ciudad de México. Los Ochoa, que se valen de una señal de radio pirata para redirigir llamadas de emergencia, buscan legitimar su empresa en un sistema donde prevalece la corrupción. Se trata de la premier mundial del documental, coproducción entre México y Estados Unidos.

Fotograma de ‘Midnight Family’

La película de Sama, por otro lado, también debutará en Sundance. Esto no es Berlín se sitúa en 1986, en la Ciudad de México. Sigue a Carlos, un muchacho de 17 años que vive en Satélite que no encaja en ningún sitio. Su vida cambia cuando lo invitan a un club nocturno donde conoce la vida underground. Ahí descubre la música punk, la libertad sexual y las drogas. En el filme actúan Xabiani Ponce de León, José Antonio Toledano, Ximena Romo y Marina de Tavira.

El Festival de Sundance se realizará del 24 de enero al 3 de febrero de 2019 en Park City, Utah, Estados Unidos. 



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El cuerpo productor

Tres cuerpos se mueven. Uno se planta en el escenario del museo de Wiesbaden y comienza a destrozar violentamente un piano para, finalmente, entregarle trozos del instrumento al público; los otros cabalgan desnudos sobre una yegua mientras irrumpen en la toma de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, en plena dictadura de Augusto Pinochet. Si bien estos cuerpos se mueven motorizados por un impulso político similar –en tanto que buscan la subversión y reorganización del orden de lo sensible–, las intensiones subyacentes son completamente diferentes: el primero pretende desbaratar la idea del aura en el arte occidental y la mistificación del artista (Fluxus, 1962), y los segundos se levantan como cuerpos vivos, como sujetos políticos que hacen frente, desde su propia fragilidad, a la maquinaria que busca desaparecer y exterminar todo lo que contradice su discurso (Yeguas del Apocalipsis, 1988). La distancia evidente entre una acción y otra, entre la (in)tensión de un grupo y otro, pareciera que responde solamente al contexto, sin embargo, la vulneración a la cual se someten Pedro Lemebel y Francisco Casas en su acción titulada Refundación de la Universidad de Chile, vuelve exponencial la potencia política del gesto: el cuerpo ya no sólo aparece como un objeto que desplaza el valor estético del arte, sino como territorio de lucha civil y ciudadana, en donde el cuerpo es, al mismo tiempo, campo artístico y sujeto político, y la acción, una declaración de resistencia.

Yeguas del Apocalipsis pertenece a los grupos y artistas que Francisco González Castro, Leonora López y Brian Smith estudian en su libro Performance art en Chile (2016) , publicado por Ediciones/metales pesados y el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile. En él recorren buena parte de las acciones y piezas que tuvieron lugar en un periodo que va de la década de 1970 al año 2000 con el fin de trazar una cartografía de la tradición del performance libre “de cierta oficialidad de la historia de las artes en Chile” que ha llevado a pensar que dichas prácticas no han tenido ninguna repercusión en los terrenos social y artístico. El resultado es un trabajo exhaustivo que pone en relieve no sólo la potencia estética de las acciones realizadas por artistas chilenos, sino la naturaleza sublevante que distingue a las prácticas latinoamericanas de sus homónimas primermundistas.

A través de una genealogía que se bifurca, se desdobla y se pierde fuera de las fronteras del registro y el marco institucional, los autores emprenden un estudio que intenta escapar, en todo momento, de la mirada canónica para rastrear y recuperar aquellas acciones que se quedaron al margen del estudio crítico de la academia. Por ello se cuidan de no dar por hecho la relevancia de ciertos artistas que bien lograron colarse a las narrativas de la crítica oficial dejando de lado a otros que quizás podrían ser más consistentes o representativos del performance chileno ya sea por su carácter disruptivo, o por sus repercusiones directas en el campo de lo social. Tal es el caso del trabajo realizado por el Colectivo de Acciones de Arte (CADA), quienes buscaban encontrar “lo político en lo estético y lo estético de lo político, mostrando una fuerte intensión de fusionar arte y vida”; de CADA resalta su acción titulada NO+, la cual consistió en la escritura de la consigna “NO+” en numerosas paredes y muros de la ciudad de Santiago durante los toques de queda en pleno auge de la dictadura. Otro nombre que es digno de mencionar es el de Carola Jerez y su pieza Tierra roja, 11 pies de cueca (1998), para la cual contactó a la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos a quienes invitó a bailar una “cueca sola” sobre un plano del palacio de La Moneda mientras esparcía a sus pies tierra roja, blanca y azul, generado un mapa marcado por las huellas de los participantes.

La heterogeneidad del más de centenar de acciones mencionadas a lo largo de tres capítulos dedicados a definir, por un lado, qué es el performance art en Chile, y por el otro, a trazar un panorama histórico centrado en los procedimientos y las relaciones entre las piezas, el público, la institución y la academia, obliga a entender la particularidad de los contextos en que dichas acciones están insertas, no para propugnar el supuesto de que el performance en Chile es resultado de la dictadura, sino todo lo contrario, para colocarlo como zona de contingencia dentro de la cual mucho del imaginario nacional fue puesto en crisis, ya fuera en la época pre-dictatorial o durante la transición, y luego, la instauración de la democracia. Es por ello que los autores renuncian a abordar las piezas desde los estudios que teóricos como Nelly Richards, Christopher M. Travis y Milan Ivelic levantaron en torno de las prácticas (algo que, como ya se apuntó, obligaría a dejar fuera ciertos trabajos que no lograron entrar en los campos académicos) para, más bien, enfocarse en la recuperación de las operaciones, los procedimientos y los impactos que los performances, tanto individuales como colectivos, produjeron en el momento de su ejecución. En ese sentido la investigación deviene en resto, es decir, en vestigio de las acciones que resurjen en el seno mismo del relato que compone el volumen entero.

Performance art en Chile es un libro que merece un espacio más amplio para el estudio y la reflexión sobre las piezas y los artistas abordados con tal de producir nuevas investigaciones que amplíen el panorama y la comprensión de este tipo de prácticas. Por ahora me queda claro que este trabajo se convertirá en el futuro en una coordenada importantísima para comprender y profundizar sobre la historia del arte latinoamericano, así como para entender la potencia política que implica el uso del cuerpo en las prácticas performativas: poner el cuerpo para reconfigurar lo social, poner el cuerpo, también, para hallar otras formas de producir lo posible.



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El cuerpo productor

Tres cuerpos se mueven. Uno se planta en el escenario del museo de Wiesbaden y comienza a destrozar violentamente un piano para, finalmente, entregarle trozos del instrumento al público; los otros cabalgan desnudos sobre una yegua mientras irrumpen en la toma de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, en plena dictadura de Augusto Pinochet. Si bien estos cuerpos se mueven motorizados por un impulso político similar –en tanto que buscan la subversión y reorganización del orden de lo sensible–, las intensiones subyacentes son completamente diferentes: el primero pretende desbaratar la idea del aura en el arte occidental y la mistificación del artista (Fluxus, 1962), y los segundos se levantan como cuerpos vivos, como sujetos políticos que hacen frente, desde su propia fragilidad, a la maquinaria que busca desaparecer y exterminar todo lo que contradice su discurso (Yeguas del Apocalipsis, 1988). La distancia evidente entre una acción y otra, entre la (in)tensión de un grupo y otro, pareciera que responde solamente al contexto, sin embargo, la vulneración a la cual se someten Pedro Lemebel y Francisco Casas en su acción titulada Refundación de la Universidad de Chile, vuelve exponencial la potencia política del gesto: el cuerpo ya no sólo aparece como un objeto que desplaza el valor estético del arte, sino como territorio de lucha civil y ciudadana, en donde el cuerpo es, al mismo tiempo, campo artístico y sujeto político, y la acción, una declaración de resistencia.

Yeguas del Apocalipsis pertenece a los grupos y artistas que Francisco González Castro, Leonora López y Brian Smith estudian en su libro Performance art en Chile (2016) , publicado por Ediciones/metales pesados y el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile. En él recorren buena parte de las acciones y piezas que tuvieron lugar en un periodo que va de la década de 1970 al año 2000 con el fin de trazar una cartografía de la tradición del performance libre “de cierta oficialidad de la historia de las artes en Chile” que ha llevado a pensar que dichas prácticas no han tenido ninguna repercusión en los terrenos social y artístico. El resultado es un trabajo exhaustivo que pone en relieve no sólo la potencia estética de las acciones realizadas por artistas chilenos, sino la naturaleza sublevante que distingue a las prácticas latinoamericanas de sus homónimas primermundistas.

A través de una genealogía que se bifurca, se desdobla y se pierde fuera de las fronteras del registro y el marco institucional, los autores emprenden un estudio que intenta escapar, en todo momento, de la mirada canónica para rastrear y recuperar aquellas acciones que se quedaron al margen del estudio crítico de la academia. Por ello se cuidan de no dar por hecho la relevancia de ciertos artistas que bien lograron colarse a las narrativas de la crítica oficial dejando de lado a otros que quizás podrían ser más consistentes o representativos del performance chileno ya sea por su carácter disruptivo, o por sus repercusiones directas en el campo de lo social. Tal es el caso del trabajo realizado por el Colectivo de Acciones de Arte (CADA), quienes buscaban encontrar “lo político en lo estético y lo estético de lo político, mostrando una fuerte intensión de fusionar arte y vida”; de CADA resalta su acción titulada NO+, la cual consistió en la escritura de la consigna “NO+” en numerosas paredes y muros de la ciudad de Santiago durante los toques de queda en pleno auge de la dictadura. Otro nombre que es digno de mencionar es el de Carola Jerez y su pieza Tierra roja, 11 pies de cueca (1998), para la cual contactó a la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos a quienes invitó a bailar una “cueca sola” sobre un plano del palacio de La Moneda mientras esparcía a sus pies tierra roja, blanca y azul, generado un mapa marcado por las huellas de los participantes.

La heterogeneidad del más de centenar de acciones mencionadas a lo largo de tres capítulos dedicados a definir, por un lado, qué es el performance art en Chile, y por el otro, a trazar un panorama histórico centrado en los procedimientos y las relaciones entre las piezas, el público, la institución y la academia, obliga a entender la particularidad de los contextos en que dichas acciones están insertas, no para propugnar el supuesto de que el performance en Chile es resultado de la dictadura, sino todo lo contrario, para colocarlo como zona de contingencia dentro de la cual mucho del imaginario nacional fue puesto en crisis, ya fuera en la época pre-dictatorial o durante la transición, y luego, la instauración de la democracia. Es por ello que los autores renuncian a abordar las piezas desde los estudios que teóricos como Nelly Richards, Christopher M. Travis y Milan Ivelic levantaron en torno de las prácticas (algo que, como ya se apuntó, obligaría a dejar fuera ciertos trabajos que no lograron entrar en los campos académicos) para, más bien, enfocarse en la recuperación de las operaciones, los procedimientos y los impactos que los performances, tanto individuales como colectivos, produjeron en el momento de su ejecución. En ese sentido la investigación deviene en resto, es decir, en vestigio de las acciones que resurjen en el seno mismo del relato que compone el volumen entero.

Performance art en Chile es un libro que merece un espacio más amplio para el estudio y la reflexión sobre las piezas y los artistas abordados con tal de producir nuevas investigaciones que amplíen el panorama y la comprensión de este tipo de prácticas. Por ahora me queda claro que este trabajo se convertirá en el futuro en una coordenada importantísima para comprender y profundizar sobre la historia del arte latinoamericano, así como para entender la potencia política que implica el uso del cuerpo en las prácticas performativas: poner el cuerpo para reconfigurar lo social, poner el cuerpo, también, para hallar otras formas de producir lo posible.



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miércoles, 28 de noviembre de 2018

El guion basado en la realidad

Especializado en retratar problemáticas sociales a partir de relatos de personas que han vivido de primera mano los acontecimientos y que se han convertido en protagonistas de sus filmes, el director colombiano Víctor Gaviria es experto en la dirección de actores naturales. “Un actor natural es un narrador que tiene información de vida que no se puede encontrar en otra parte”, dice el director de Rodrigo D: No Futuro (1990), una película sobre un joven de Antioquía que anhela convertirse en músico de una banda punk, aunque no tiene dinero para comprar una batería. Del 3 al 7 de diciembre Gaviria impartirá un seminario de dirección de actores naturales en ESCINE. El 8 de diciembre, por otro lado, dará una clase maestra acompañada de la proyección de su más reciente película, La mujer del animal (2016). Aquí, una charla con Gaviria, dueño de una obra que reflexiona sobre la exclusión, entre otros problemas de la realidad colombiana.   

¿En qué consiste su proceso de trabajo para lograr lo que se llama actuación natural?

Con su primer largometraje, Rodrigo D: No futuro, problematizó la diferencia, si es que la hay, entre el cine de ficción y el documental. ¿Qué lo llevó a elegir a residentes naturales de Medellín para actuar en la película?

Cuando comencé a hacer mis primeros cortometrajes, en Medellín, no tenía oportunidad de trabajar con actores profesionales. Además todos los que tenían talento para el cine y la televisión se iban para Bogotá. Era muy difícil convencerlos para que regresaran a filmar a Medellín. Empecé a trabajar con actores naturales de forma muy elemental, muchas veces seleccionándolos por su físico. Me dediqué a pensar qué es un actor natural. Me di cuenta que se trata de un personaje que tiene información muy importante. Lo constaté al hacer un corto de ficción sobre ferrocarrileros de Antioquia. Al no encontrar textos sobre la historia del ferrocarril en Antioquia, busqué a los trabajadores jubilados del tren. Resultó que ellos eran la enciclopedia, la biblia de la historia del ferrocarril, a la tenían en su memoria, en sus experiencias. Ahí encontré la primera definición de actor natural: un narrador que tiene información de vida que no se puede encontrar en otra parte. Se trata de información vivida, no académica.

Los narradores de aquel corto eran personas comunes que no habían actuado nunca, no tenían conocimientos de interpretación, no obstante, eran muy buenos observadores, dibujaban personajes, momentos, anécdotas, te transportaban con sus historias orales a lugares de los que hablaban con un interés particular. Estos personajes despertaban un interés maravilloso.

Primero les pedía que actuaran, pero no con ayuda de textos o diálogos escritos que debían memorizar, los ponía a improvisar a partir de sus memorias. Frente a la cámara se definían como actores naturales que improvisaban.

El actor natural tiene tres momentos: en un principio es una persona que tiene una información que no está en ninguna parte, que está en su memoria; en un segundo momento es un buen narrador; el tercer factor es que puede improvisar frente a la cámara. 

A pesar de que las temáticas de su obra se relacionan estrechamente con la realidad ha decido hacer películas de ficción. ¿Qué posibilidades encuentra en ambas formas de hacer cine?

El actor natural tiene tres momentos: en un principio es una persona que tiene una información que no está en ninguna parte, que está en su memoria; en un segundo momento es un buen narrador; el tercer factor es que puede improvisar frente a la cámara. Es ahí donde el documental y la ficción se mezclan, pasando de un género a otro porque se trata de la realidad como materia prima. Casi sin notarlo se pasa a la ficción gracias a que estos actores transforman sus narraciones a través de la improvisación.

Después de los cortos realicé Rodrigo D: No Futuro. En ese momento descubrí el elemento del actor natural como improvisador. Al plantear esta película me di cuenta de que era un filme sobre un universo totalmente desconocido para mí, del que tenía algunas noticias a través de los magnicidios de los años ochenta en Colombia, financiados por el cártel de Medellín. En estos hechos siempre están involucrados menores de edad de las comunas, los barrios populares de Medellín. Los chicos funcionan como instrumentos de la mafia. Se trata de jóvenes ingenuos e inocentes que tienen la idea de que matar puede ser un trabajo, que asesinar y ser sicarios puede sacarlos de la pobreza. Es una figura social que escandaliza pero que no se entiende. Busqué en las comunas a esos muchachos para que nos dieran esa maravillosa y tétrica información. No había nada escrito sobre esta situación. Era imposible hacer una película verdadera sobre esa esa realidad social que no fuera con actores naturales.

Estas películas se hacen a partir de un diálogo con personajes que vienen de territorios de exclusión. Aunque son conciudadanos y habitan a tres kilómetros de tu casa, viven en otro mundo, en un universo completamente distinto que no está en los libros, apenas en algunas señales y huellas que dejan los periodistas en sus entrevistas. Entonces convertimos estas películas en un lugar de diálogo maravilloso, interesantísimo, que nos fascinaba a todos.

Fotograma de ‘La mujer del animal’ (2016)

Con ‘La vendedora de rosas’ volvió a contar con no actores, como se les llama a los intérpretes sin formación actoral. He leído que la película causó malestar en Colombia por su visión acerca de los niños en las calles. ¿El cine tiene un compromiso social?

La vendedora de rosas fue el segundo capítulo del diálogo social iniciado con Rodrigo D: No futuro. No hay un guion antes de los actores naturales, ellos te proveen de información que se convierte en el guion de realidad. Los detalles y conceptos de vida, drama y filosofía de estos muchachos lo alimentan. Todo eso se repite en La vendedora de rosas. Esta película es sobre los niños de la calle que forman parte de una comunidad de familias excluidas. A los espectadores colombianos les impacta encontrarse con esos niños de la calle. La gente dice ¡ya basta de estos niños de la calle!, ¡estamos dando una mala imagen con estas películas! El país está enfermo de marginalidad.

¿En qué consiste su proceso de trabajo para lograr lo que se llama actuación natural?

Los actores a los que me refiero hacen una dramaturgia de la vida cotidiana muy interesante. Al estar cargados de signos, señales, huellas de realidad e información social, su trabajo produce en el espectador el recuerdo de lo real. La gente sabe que está viendo una película, pero que esa película está corriendo hacia los bordes, hacia ese otro lugar que se llama realidad. Lo que ocurre es la película, pero lo que el espectador observa ha ocurrido, está ocurriendo y ocurrirá en realidad.

Cómo podría calificar el arco narrativo que existe entre su primera película y La mujer del animal, su más reciente obra?, ¿qué cambios detecta en el dispositivo fílmico en este largo proceso creativo?  

Se trata de un arco muy amplio: Rodrigo D: No futuro es de 1990 y La mujer del animal de 2016. He hecho pocas películas, no sé bien los motivos, pero yo sé que lo que está en medio ha sido insistir. Mi estética es profundizar en lo mismo, insistir en la realidad.

Soy consciente de que estoy en un territorio de exclusión, pues la mitad del país vive en ella. Todo el día me topo, me estrello, choco con la exclusión en la calle, en los semáforos, en los barrios, en las conversaciones. Hay gente que sabe para dónde va, cuyos hijos tienen asegurado el futuro. Otras personas viven luchando por la necesidad, venciendo el hambre, que es brutal y que te hace llorar, luchando contra las carencias culturales. Sigo insistiendo en hacer películas sobre territorios de exclusión, donde nacen las desgracias, los sufrimientos y sobre todo la violencia. Desde que estudiaba la universidad la pregunta recurrente era ¿de dónde nace la violencia en Colombia? Para mí la respuesta no ha cambiado, se trata de la exclusión.



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El guion basado en la realidad

Especializado en retratar problemáticas sociales a partir de relatos de personas que han vivido de primera mano los acontecimientos y que se han convertido en protagonistas de sus filmes, el director colombiano Víctor Gaviria es experto en la dirección de actores naturales. “Un actor natural es un narrador que tiene información de vida que no se puede encontrar en otra parte”, dice el director de Rodrigo D: No Futuro (1990), una película sobre un joven de Antioquía que anhela convertirse en músico de una banda punk, aunque no tiene dinero para comprar una batería. Del 3 al 7 de diciembre Gaviria impartirá un seminario de dirección de actores naturales en ESCINE. El 8 de diciembre, por otro lado, dará una clase maestra acompañada de la proyección de su más reciente película, La mujer del animal (2016). Aquí, una charla con Gaviria, dueño de una obra que reflexiona sobre la exclusión, entre otros problemas de la realidad colombiana.   

¿En qué consiste su proceso de trabajo para lograr lo que se llama actuación natural?

Con su primer largometraje, Rodrigo D: No futuro, problematizó la diferencia, si es que la hay, entre el cine de ficción y el documental. ¿Qué lo llevó a elegir a residentes naturales de Medellín para actuar en la película?

Cuando comencé a hacer mis primeros cortometrajes, en Medellín, no tenía oportunidad de trabajar con actores profesionales. Además todos los que tenían talento para el cine y la televisión se iban para Bogotá. Era muy difícil convencerlos para que regresaran a filmar a Medellín. Empecé a trabajar con actores naturales de forma muy elemental, muchas veces seleccionándolos por su físico. Me dediqué a pensar qué es un actor natural. Me di cuenta que se trata de un personaje que tiene información muy importante. Lo constaté al hacer un corto de ficción sobre ferrocarrileros de Antioquia. Al no encontrar textos sobre la historia del ferrocarril en Antioquia, busqué a los trabajadores jubilados del tren. Resultó que ellos eran la enciclopedia, la biblia de la historia del ferrocarril, a la tenían en su memoria, en sus experiencias. Ahí encontré la primera definición de actor natural: un narrador que tiene información de vida que no se puede encontrar en otra parte. Se trata de información vivida, no académica.

Los narradores de aquel corto eran personas comunes que no habían actuado nunca, no tenían conocimientos de interpretación, no obstante, eran muy buenos observadores, dibujaban personajes, momentos, anécdotas, te transportaban con sus historias orales a lugares de los que hablaban con un interés particular. Estos personajes despertaban un interés maravilloso.

Primero les pedía que actuaran, pero no con ayuda de textos o diálogos escritos que debían memorizar, los ponía a improvisar a partir de sus memorias. Frente a la cámara se definían como actores naturales que improvisaban.

El actor natural tiene tres momentos: en un principio es una persona que tiene una información que no está en ninguna parte, que está en su memoria; en un segundo momento es un buen narrador; el tercer factor es que puede improvisar frente a la cámara. 

A pesar de que las temáticas de su obra se relacionan estrechamente con la realidad ha decido hacer películas de ficción. ¿Qué posibilidades encuentra en ambas formas de hacer cine?

El actor natural tiene tres momentos: en un principio es una persona que tiene una información que no está en ninguna parte, que está en su memoria; en un segundo momento es un buen narrador; el tercer factor es que puede improvisar frente a la cámara. Es ahí donde el documental y la ficción se mezclan, pasando de un género a otro porque se trata de la realidad como materia prima. Casi sin notarlo se pasa a la ficción gracias a que estos actores transforman sus narraciones a través de la improvisación.

Después de los cortos realicé Rodrigo D: No Futuro. En ese momento descubrí el elemento del actor natural como improvisador. Al plantear esta película me di cuenta de que era un filme sobre un universo totalmente desconocido para mí, del que tenía algunas noticias a través de los magnicidios de los años ochenta en Colombia, financiados por el cártel de Medellín. En estos hechos siempre están involucrados menores de edad de las comunas, los barrios populares de Medellín. Los chicos funcionan como instrumentos de la mafia. Se trata de jóvenes ingenuos e inocentes que tienen la idea de que matar puede ser un trabajo, que asesinar y ser sicarios puede sacarlos de la pobreza. Es una figura social que escandaliza pero que no se entiende. Busqué en las comunas a esos muchachos para que nos dieran esa maravillosa y tétrica información. No había nada escrito sobre esta situación. Era imposible hacer una película verdadera sobre esa esa realidad social que no fuera con actores naturales.

Estas películas se hacen a partir de un diálogo con personajes que vienen de territorios de exclusión. Aunque son conciudadanos y habitan a tres kilómetros de tu casa, viven en otro mundo, en un universo completamente distinto que no está en los libros, apenas en algunas señales y huellas que dejan los periodistas en sus entrevistas. Entonces convertimos estas películas en un lugar de diálogo maravilloso, interesantísimo, que nos fascinaba a todos.

Fotograma de ‘La mujer del animal’ (2016)

Con ‘La vendedora de rosas’ volvió a contar con no actores, como se les llama a los intérpretes sin formación actoral. He leído que la película causó malestar en Colombia por su visión acerca de los niños en las calles. ¿El cine tiene un compromiso social?

La vendedora de rosas fue el segundo capítulo del diálogo social iniciado con Rodrigo D: No futuro. No hay un guion antes de los actores naturales, ellos te proveen de información que se convierte en el guion de realidad. Los detalles y conceptos de vida, drama y filosofía de estos muchachos lo alimentan. Todo eso se repite en La vendedora de rosas. Esta película es sobre los niños de la calle que forman parte de una comunidad de familias excluidas. A los espectadores colombianos les impacta encontrarse con esos niños de la calle. La gente dice ¡ya basta de estos niños de la calle!, ¡estamos dando una mala imagen con estas películas! El país está enfermo de marginalidad.

¿En qué consiste su proceso de trabajo para lograr lo que se llama actuación natural?

Los actores a los que me refiero hacen una dramaturgia de la vida cotidiana muy interesante. Al estar cargados de signos, señales, huellas de realidad e información social, su trabajo produce en el espectador el recuerdo de lo real. La gente sabe que está viendo una película, pero que esa película está corriendo hacia los bordes, hacia ese otro lugar que se llama realidad. Lo que ocurre es la película, pero lo que el espectador observa ha ocurrido, está ocurriendo y ocurrirá en realidad.

Cómo podría calificar el arco narrativo que existe entre su primera película y La mujer del animal, su más reciente obra?, ¿qué cambios detecta en el dispositivo fílmico en este largo proceso creativo?  

Se trata de un arco muy amplio: Rodrigo D: No futuro es de 1990 y La mujer del animal de 2016. He hecho pocas películas, no sé bien los motivos, pero yo sé que lo que está en medio ha sido insistir. Mi estética es profundizar en lo mismo, insistir en la realidad.

Soy consciente de que estoy en un territorio de exclusión, pues la mitad del país vive en ella. Todo el día me topo, me estrello, choco con la exclusión en la calle, en los semáforos, en los barrios, en las conversaciones. Hay gente que sabe para dónde va, cuyos hijos tienen asegurado el futuro. Otras personas viven luchando por la necesidad, venciendo el hambre, que es brutal y que te hace llorar, luchando contra las carencias culturales. Sigo insistiendo en hacer películas sobre territorios de exclusión, donde nacen las desgracias, los sufrimientos y sobre todo la violencia. Desde que estudiaba la universidad la pregunta recurrente era ¿de dónde nace la violencia en Colombia? Para mí la respuesta no ha cambiado, se trata de la exclusión.



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György Kurtag estrena su primera ópera

El compositor húngaro György Kurtag estrenó su primera ópera. El escenario fue La Scala de Milán, teatro en el que se presentó durante diez días Final de partida, que adapta el texto de Samuel Beckett. A Kurtag, de 92 años, le tomó casi una década concretar este trabajo, cuya etapa de gestación se remonta a 2010. Luego del estreno mundial en Italia, la ópera se podrá ver en la Ópera Nacional de Países Bajos, en Ámsterdam, en marzo de 2019.

Este trabajo representa un nuevo desafío para el húngaro, cuyo trabajo hasta ahora se había expresado en formas concisas y muy concentradas, lejos de las dos horas de duración de la ópera. Kurtag, el último compositor vivo de la generación de arte de avanzada de la posguerra, descubrió la obra de Beckett en 1957 mientras vivía en París. Según los sitos especialistas el húngaro solo utilizó el 56% del texto del dramaturgo irlandés. El trabajo mostrado en Milán evoca la posibilidad de que haya sido una versión preliminar pensaba para el teatro italiano.

Samuel Beckett: Fin de partie: scènes et monologues, opéra en un acte, título original del montaje, fue conducido por el director de orquesta Markus Stenz. La dirección corrió a cargo de Pierre Audi, que con esta pieza hace su debut en La Scala. El reparto incluyó a Frode Olsen, Leigh Melrose, Hilary Summers y Leonardo Cortellazzi.



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György Kurtag estrena su primera ópera

El compositor húngaro György Kurtag estrenó su primera ópera. El escenario fue La Scala de Milán, teatro en el que se presentó durante diez días Final de partida, que adapta el texto de Samuel Beckett. A Kurtag, de 92 años, le tomó casi una década concretar este trabajo, cuya etapa de gestación se remonta a 2010. Luego del estreno mundial en Italia, la ópera se podrá ver en la Ópera Nacional de Países Bajos, en Ámsterdam, en marzo de 2019.

Este trabajo representa un nuevo desafío para el húngaro, cuyo trabajo hasta ahora se había expresado en formas concisas y muy concentradas, lejos de las dos horas de duración de la ópera. Kurtag, el último compositor vivo de la generación de arte de avanzada de la posguerra, descubrió la obra de Beckett en 1957 mientras vivía en París. Según los sitos especialistas el húngaro solo utilizó el 56% del texto del dramaturgo irlandés. El trabajo mostrado en Milán evoca la posibilidad de que haya sido una versión preliminar pensaba para el teatro italiano.

Samuel Beckett: Fin de partie: scènes et monologues, opéra en un acte, título original del montaje, fue conducido por el director de orquesta Markus Stenz. La dirección corrió a cargo de Pierre Audi, que con esta pieza hace su debut en La Scala. El reparto incluyó a Frode Olsen, Leigh Melrose, Hilary Summers y Leonardo Cortellazzi.



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martes, 27 de noviembre de 2018

REVOLUCIÓN EN BLANCO

Introspección y caos

En los ocho años que en los que The Beatles conformaron su discografía, The Beatles (1968), mejor conocido como el Álbum Blanco, permanece como la fase más intrigante y retadora de John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr. El impacto del noveno álbum de estudio de los Beatles ha sido tal en la cultura popular que incluso hoy, a 50 años de su publicación, genera discusiones. ¿Qué es lo que hace tan relevante a esta producción que en su momento fue considerada como irregular y a veces fallida?

El disco incluye piezas que no pocos consideran de relleno como “Wild Honey Pie”, “The Continuing Story Of Bungallow Bill” o “Savoy Truffle”; otras de nivel bajo, por ejemplo “Birthday” y “Honey Pie”. Las constantes peleas entre sus integrantes y la falta de coherencia en aquel periodo ha alimentado en el imaginario que tener un Álbum Blanco en cualquier discografía es casi sinónimo de un tropiezo mayúsculo o un declive anunciado. Sin embargo, hacer un proyecto de esta naturaleza es algo a lo que pocos se atreven. Se trata, quizá, de la más grande apuesta a la que un artista puede aspirar: exponer sus vicios, puntos flacos y grandezas en igual medida. La desmesura, la afirmación de la individualidad, las ficciones que abordan lo mismo el sinsentido, el tono confesional y el cinismo, también las pulsiones destructivas o simplemente las canciones infantiles. Eso es el Álbum Blanco. ¿Quién se atrevería hoy a realizar este ejercicio de arrogancia y vulnerabilidad?

Es imposible recuperar la sensación de los seguidores al chocar con un bloque de estética minimalista. Como mirar un cuadro abstracto y pálido en una galería en donde predomina el color y el sinsentido, la música que envolvía aquella intrigante cubierta diseñada por Richard Hamilton reveló un cambio radical respecto a su predecesor. Por primera vez las canciones de los Beatles tenían una voluntad individual que no procedía del genio grupal. Incluso George Martin decidió abandonar las sesiones de grabación por largos periodos, dejando provisionalmente en la consola a un jovensísimo Chris Thomas, futuro productor de Sex Pistols. Esta sensación egomaniaca y que apunta a distintos frentes es evidente en el resultado final: solo en dieciséis de los temas tocaron todos los integrantes, mientras que en el resto alguien toca en solitario la guitarra o tiene el cobijo de una orquesta. Si bien esto había ocurrido antes –por ejemplo McCartney acompañado de un cuarteto de cuerdas en “Yesterday”, o recurriendo a una orquesta de cámara en “Eleanor Rigby”; y también Harrison en “Within You Without You”, con una decena de músicos indios–, The Beatles llevó al grupo a una posición distinta, como células individuales que aceptaban la colaboración de los otros en casos específicos.

Un viaje a Rishikesh a principios de 1968 despertó en la banda una inspiración peculiar para componer de una manera libre y creativa que no se veía desde sus primeros años. Esto afectó especialmente a Harrison y a Lennon, quien, luego del papel secundario que tuvo en Sargeant Pepper’s y Magical Mistery Tour –lapso en el que creó joyas como “A Day In The Life” y “I Am The Walrus”, dos de las piezas que se encuentran entre lo mejor de los Beatles–, recuperó su faceta más innovadora y prolífica. Para sentar una diferencia con el vanagloriado disco de 1967, John llegó a afirmar: “[El Álbum Blanco] es dar una vuelta completa a Sargeant Pepper (…) Para mí es mejor porque soy yo mismo”. Nadie podría dudar de ello al prestar atención a clásicos inmediatos como “I’m So Tired”, “Dear Prudence” o “Sexy Sadie”. Como dice Philip Norman en su libro John Lennon (Anagrama, 2009), había mucho en juego en aquel entonces debido a que se trataba de un “anteproyecto de ruptura”.

Algo opuesto pasó con Paul. A pesar de su “autoritarismo de director de escuela” –como lo afirma Norman en la biografía Paul McCartney (Malpaso, 2018)– que le daba gran protagonismo, su talento solista se vio un tanto opacado por la cantidad de grandes aportaciones de Lennon y el deslumbrante aporte de Harrison con “While My Guitar..” y “Long, Long, Long”. A esto hay que sumarle los conflictos que provocó con todos sus compañeros. No obstante, sería injusto decir que el material del bajista fue menor, desechable o, peor aún, blando, ya que ahí están dos de las aportaciones más estridentes y polémicas de toda su trayectoria como beatle: “Why Don’t We Do It In The Road” y “Helter Skelter”. Esta última ha generado un culto que sigue causando fascinación y horror: desde U2, Oasis y Aerosmith hasta Siouxsie and the Banshees, Soundgarden y Rob Zombie, todos han buscado capturar la energía cruda que los Beatles generaron tras pensarla como la canción más ruidosa de 1968. Su papel como arreglista es indudable.

En tanto, Lennon podía jugar el papel de compositor dulce que a menudo (y a veces con mala fe) se asociaba con Paul. Muestra de ello es la pieza de cuna “Good Night” cantada por Ringo, que evoca las baladas hollywoodenses de los años 50. O incluso llevar una canción pop a sus extremos, como ocurre en “Dear Prudence”, en donde se aprovechan las posibilidades de las armonías indias para hacer una canción con una nota predominante y dar con ello un efecto de movimiento inusitado. Algo similar ocurre con “Julia” y sus arpegios melancólicos que devienen tensos.

La música tal vez no influya en quienes toman las decisiones, pero hace algo mejor: puede anticipar los escenarios y cambios sociales. La desolación de Vietnam se acrecienta con “The End” de fondo; la crisis pre-tatcheriana se dimensiona con el enojo de “Anarchy In The UK”, y las revueltas estudiantiles tienen su autocrítica en “Revolution” y “Revolution 9”.  Ahora bien, lograr que un conjunto de canciones de un mismo artista sean parte del zeit geist de una época es una labor que se antoja compleja. El Álbum Blanco lo hizo en diversas formas, todas concernientes a la violencia y la desilusión. Así lo expresó una crítica en el Sunday Times británico en su tiempo: “Musicalmente hay belleza, horror, sorpresa, caos, orden. Eso es el mundo, y eso es de lo que se tratan los Beatles”. Para Charles Manson, por ejemplo, escuchar la placa doble era una especie de Biblia con mensajes ocultos que solo él y los Beatles entendían en una correspondencia mística. “Piggies” de George Harrison y “Helter Skelter” de Paul McCartney, pensaba aquel loco, vaticinaban el caos de una guerra racial futura de grandes proporciones, un nuevo apocalipsis en el que Manson era una especie de San Juan posmoderno. La historia resultante es sabida. Ello también ayudó a acrecentar la marca negra del disco blanco. Al describir “Helter Skelter” en el ensayo incluido en la edición del 50 aniversario de The Beatles, John  Harris apunta: “Parece (…) una puesta en escena muy oportuna de anarquía apenas controlada, entregada con una intensidad que muy pocos grupos de rock alcanzaron”.

Lo político en lo personal 

Con su atípica cubierta pálida sin mayores detalles que el nombre de la banda en relieve, la influencia de este primer disco homónimo de los Beatles puede comprobarse a través de la cantidad de artefactos culturales y sucesos históricos que ha motivado. El primero que viene a la mente es el libro de la periodista Joan Didion, The White Album (1979). En el fondo, el disco doble de John, Paul, George y Ringo se ha colocado también como un aviso prematuro del fin de un verano del amor que se extendió del 67 al 70; comparte, sin saberlo, el tono desilusionado del libro de Didion y la idea de que en algún momento la noción de futuro pasó de ser algo lleno de posibilidades y aventuras a algo inmediato y angustiante. El Álbum Blanco puede entenderse como un termómetro artístico de las transformaciones aceleradas que se vivían al final de una década determinante para la vida contemporánea, y en particular de un año decisivo como 1968. Justo un 22 de noviembre, pero un lustro antes, habían publicado With The Beatles en un clima de sensaciones utópicas, positivas, que estaba fuera de las discusiones agitadas de años posteriores. Los cortes mop de los liverpulianos pronto evolucionaron a las cabelleras largas y una actitud liberal a tono con la conciencia política que las juventudes abrazarían en oposición al establishment representado por tipos como el primer ministro Harold Wilson o Richard Nixon. Las generaciones que encumbraron al Sgt. Pepper’s como la piedra de toque del movimiento psicodélico y que vieron germinar los movimientos estudiantiles y de derechos civiles, se sintieron confundidas cuando Lennon (uno de sus líderes ideológicos) los increpó con una letra llena de sana ironía (anti)revolucionaria: But when you talk about destruction, don’t you know that you can count me out. Seis meses después del mayo francés y uno apenas de la masacre estudiantil de Tlatelolco, aquel lienzo en blanco era puesto en el banquillo de las diferentes movilizaciones que no paraban de preguntarse: ¿son los supuestos líderes de izquierda la verdadera respuesta y camino a la liberación?, ¿qué posibilidades reales tiene el activismo de transformar la realidad social?, ¿pueden el arte y la imaginación colarse en las estructuras de poder? Y tal vez la más difícil: ¿puede el arte más íntimo ser tan provocador como el arte militante? Canciones como “Julia”, “Blackbird”, “Sexy Sadie” y “While My Guitar Gently Weeps” responden con introspección: sí.

Ruido blanco

A excepción de Charles Manson, pocos escuchas pueden aseverar que realmente aprecian los ocho minutos de “Revolution 9”. Y es que no se trata de la composición más amigable del cuarteto: un montón de sonidos ensamblados como una marea caótica forman la pieza más controversial en toda la carrera de los Beatles. Incluso en las críticas menos pesimistas de aquel tiempo se le tachaba de desperdicio: los más puristas sugerían que en lugar de esta ingente mezcolanza de sonidos aparentemente inconexos (a los que se suman frases como “it becomes naked”) se podrían haber añadido al menos tres canciones convencionales que hubieran encajado mejor en el tenor ecléctico de The Beatles. Puede decirse que el tiempo le ha hecho un poco de justicia a esta composición en la que intervinieron Lennon (compositor principal) y en segunda instancia Yoko Ono y George Harrison. Si tomamos en cuenta el año difícil en el que se produjo, “9” se trata efectivamente de una revolución sonora y un manifiesto político musical. A 50 años de su producción, estamos desprovistos de eso que algunos llaman “espíritu del tiempo”, ya que múltiples inquietudes que en aquel momento revoloteaban se han perdido de los documentos y los registros orales y mentales de sus protagonistas. Tampoco podemos palpar el efecto inmediato que sus canciones tenían en el ciudadano promedio de 1968. Tomando en cuenta el extrañamiento que ocasiona hoy en día, es posible imaginar la impresión brutal que causó en su día.

A pesar de todo, es posible rastrear los antecedentes de “Revolution 9” a partir de la conexión que Yoko Ono tenía con el influyente movimiento Fluxus, así como el bagaje y las experimentaciones que McCartney y Harrison habían hecho en 1966. Paul, por su lado, con la paleta sonora “Carnival of Lights” (hasta ahora inédita), y George con la musicalización a caballo entre los sonidos orientales y el rock del disco Wonderwall Music. John, por otro lado, había perfeccionado los trucos psicodélicos y los jugueteos letrísticos que se habían traducido en no pocas críticas a partir de “Tomorrow Never Knows”, “I Am The Walrus” o “Strawberry Fields”. En el mismo White Album pueden escucharse un par de ejemplos de tal impulso avant garde con “Happiness Is A Warm Gun” y “Cry Baby Cry”. La primera un pastiche de diferentes géneros que bien puede encasillarse como un proto rock progresivo, y la segunda una extensión de fantasías a la Lewis Carroll que de tan forzadamente infantiles adoptan un toque inquietante. “Revolution 9” no es sino el pináculo de esa ambición por llevar a sus límites a la canción popular. Solo que la hipérbole no se encuentra en la imaginería surrealista o el riesgo en el cambio de ritmos y uso de acordes extraños, sino en la posibilidad de ponerle un sonido caótico al pulso político del 68 y salirse del tiempo y sus estructuras limitadas. A diferencia de composiciones aguerridas como “All Along The Watchtower (ya sea la versión original de Dylan o la mejorada de Hendrix) o en el “Street Fighting Man” de su competencia más cercana, los Stones, en Lennon la experiencia de la revolución se vuelve algo más cercano a una fractura caótica en el sistema de correspondencia que hasta unos meses antes significaban los Beatles. No es raro decir entonces que “Revolution 9” es el sonido de la guerra en el mundo, y lo mismo una batalla que estaba por fragmentar al cuarteto para siempre. Cualquiera que escuche alguna de las diversas versiones que orquestas han hecho de la pieza lennoniana –recomiendo particularmente la de Alarm Will Sound– notará que las similitudes con John Cage o la “Sinfonía” de Luciano Berio vienen más a la cabeza que cualquiera de las composiciones con Harrison o McCartney. Ello nos dice mucho del carácter individualista del White Album y de los alcances de la música concreta en futuras composiciones pop.

El disco como evento

Más que ninguna otra producción de los Beatles, el White Album tiene, tal vez, los mayores alcances extramusicales. Estudios desde lo político, el  auge de lo posmoderno e incluso como historiografía de los 60 abordan las diversas aristas del proyecto. Quisiera detenerme, sin embargo, en su diseño sencillo y ambiguo, a cargo del artista pop Richard Hamilton. En su texto incluido en la edición del 50 aniversario (que circula en estos días), Andrew Wilson considera añadir un número de serie aplicado a cada portada en las primeras ediciones que remiten a una hoja en blanco: “Esto lo convirtió en algo diferente, individual y personal, así como cotidiano, múltiple y universal”. Una idea en apariencia sencilla y universal (la pureza del blanco, las posibilidades de la hoja en blanco) tomó un rumbo personalizado en cada pieza adquirida.

Las conexiones entre el sonido y las artes visuales habían tenido un eco polémico cuando, influenciado por la pintura monocromática (blanca también) de su amigo Robert Rauschenberg, John Cage escribió su composición 4’ 33’’ a principios de la década de los cincuenta, escandalizando al medio musical al no incluir sonidos. Más bien, lo que incomodó a las audiencias, a la crítica y a los músicos más tradicionales era que Cage buscaba provocar con una pieza que capturara los sonidos ambientales y la cotidianidad más sencilla y siempre cambiante. Las posibilidades del blanco como un medio de proyección o como un marco o una ventana para el yo.

En años recientes, un artista neoyorquino llevó a cabo un proyecto que reflexiona sobre este tema. El artista Rutherford Chang compra desde hace una década primeras ediciones del Álbum Blanco. Dice Wilson: “Para la mayoría de las copias del álbum que Chang ha recopilado, la portada blanca fue una invitación a escribir y dibujar, una forma de testificar a través de estas marcas de propiedad y lealtad, y protegiendo e identificándose en la portada del álbum. Esta respuesta convierte el disco en un artefacto que existe junto con el ritual de escuchar la música; no es un objeto tanto como un evento”.

También hay que decir que las conversaciones que The Beatles ha generado en años recientes son sobre todo positivas. En 2004, el productor Danger Mouse (famoso por “Crazy”, de su proyecto Gnarls Barkley) lanzó The Grey Album, disco que toma fragmentos de The Beatles y The Black Album (2003), de Jay-Z. El resultado es más que revelador. Más allá de las disputas políticas sobre los derechos de autor que generó, llevó los sonidos beatlescos a otros públicos como el de hip hop. Una idea simple –la coincidencia lingüística entre un álbum blanco y otro negro– representa un ejercicio lúdico más que interesante que lleva a otra afirmación: samplear y hacer loops es otra forma de creación y apertura de diálogo con obras en teoría cerradas a la interpretación. Dividir todas las frases de batería de Ringo, el puente de “Helter Skelter” y el piano (ahora ralentizado) de “While My Guitar Gently Weeps” y convertirlas en samples, patrones y loops que conviven con la voz de Jay-Z puede parecer absurdo, pero la edición y curaduría (porque eso es en gran medida un DJ: un curador y un editor) logran que toda empresa sea coherente y posible.



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REVOLUCIÓN EN BLANCO

Introspección y caos

En los ocho años que en los que The Beatles conformaron su discografía, The Beatles (1968), mejor conocido como el Álbum Blanco, permanece como la fase más intrigante y retadora de John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr. El impacto del noveno álbum de estudio de los Beatles ha sido tal en la cultura popular que incluso hoy, a 50 años de su publicación, genera discusiones. ¿Qué es lo que hace tan relevante a esta producción que en su momento fue considerada como irregular y a veces fallida?

El disco incluye piezas que no pocos consideran de relleno como “Wild Honey Pie”, “The Continuing Story Of Bungallow Bill” o “Savoy Truffle”; otras de nivel bajo, por ejemplo “Birthday” y “Honey Pie”. Las constantes peleas entre sus integrantes y la falta de coherencia en aquel periodo ha alimentado en el imaginario que tener un Álbum Blanco en cualquier discografía es casi sinónimo de un tropiezo mayúsculo o un declive anunciado. Sin embargo, hacer un proyecto de esta naturaleza es algo a lo que pocos se atreven. Se trata, quizá, de la más grande apuesta a la que un artista puede aspirar: exponer sus vicios, puntos flacos y grandezas en igual medida. La desmesura, la afirmación de la individualidad, las ficciones que abordan lo mismo el sinsentido, el tono confesional y el cinismo, también las pulsiones destructivas o simplemente las canciones infantiles. Eso es el Álbum Blanco. ¿Quién se atrevería hoy a realizar este ejercicio de arrogancia y vulnerabilidad?

Es imposible recuperar la sensación de los seguidores al chocar con un bloque de estética minimalista. Como mirar un cuadro abstracto y pálido en una galería en donde predomina el color y el sinsentido, la música que envolvía aquella intrigante cubierta diseñada por Richard Hamilton reveló un cambio radical respecto a su predecesor. Por primera vez las canciones de los Beatles tenían una voluntad individual que no procedía del genio grupal. Incluso George Martin decidió abandonar las sesiones de grabación por largos periodos, dejando provisionalmente en la consola a un jovensísimo Chris Thomas, futuro productor de Sex Pistols. Esta sensación egomaniaca y que apunta a distintos frentes es evidente en el resultado final: solo en dieciséis de los temas tocaron todos los integrantes, mientras que en el resto alguien toca en solitario la guitarra o tiene el cobijo de una orquesta. Si bien esto había ocurrido antes –por ejemplo McCartney acompañado de un cuarteto de cuerdas en “Yesterday”, o recurriendo a una orquesta de cámara en “Eleanor Rigby”; y también Harrison en “Within You Without You”, con una decena de músicos indios–, The Beatles llevó al grupo a una posición distinta, como células individuales que aceptaban la colaboración de los otros en casos específicos.

Un viaje a Rishikesh a principios de 1968 despertó en la banda una inspiración peculiar para componer de una manera libre y creativa que no se veía desde sus primeros años. Esto afectó especialmente a Harrison y a Lennon, quien, luego del papel secundario que tuvo en Sargeant Pepper’s y Magical Mistery Tour –lapso en el que creó joyas como “A Day In The Life” y “I Am The Walrus”, dos de las piezas que se encuentran entre lo mejor de los Beatles–, recuperó su faceta más innovadora y prolífica. Para sentar una diferencia con el vanagloriado disco de 1967, John llegó a afirmar: “[El Álbum Blanco] es dar una vuelta completa a Sargeant Pepper (…) Para mí es mejor porque soy yo mismo”. Nadie podría dudar de ello al prestar atención a clásicos inmediatos como “I’m So Tired”, “Dear Prudence” o “Sexy Sadie”. Como dice Philip Norman en su libro John Lennon (Anagrama, 2009), había mucho en juego en aquel entonces debido a que se trataba de un “anteproyecto de ruptura”.

Algo opuesto pasó con Paul. A pesar de su “autoritarismo de director de escuela” –como lo afirma Norman en la biografía Paul McCartney (Malpaso, 2018)– que le daba gran protagonismo, su talento solista se vio un tanto opacado por la cantidad de grandes aportaciones de Lennon y el deslumbrante aporte de Harrison con “While My Guitar..” y “Long, Long, Long”. A esto hay que sumarle los conflictos que provocó con todos sus compañeros. No obstante, sería injusto decir que el material del bajista fue menor, desechable o, peor aún, blando, ya que ahí están dos de las aportaciones más estridentes y polémicas de toda su trayectoria como beatle: “Why Don’t We Do It In The Road” y “Helter Skelter”. Esta última ha generado un culto que sigue causando fascinación y horror: desde U2, Oasis y Aerosmith hasta Siouxsie and the Banshees, Soundgarden y Rob Zombie, todos han buscado capturar la energía cruda que los Beatles generaron tras pensarla como la canción más ruidosa de 1968. Su papel como arreglista es indudable.

En tanto, Lennon podía jugar el papel de compositor dulce que a menudo (y a veces con mala fe) se asociaba con Paul. Muestra de ello es la pieza de cuna “Good Night” cantada por Ringo, que evoca las baladas hollywoodenses de los años 50. O incluso llevar una canción pop a sus extremos, como ocurre en “Dear Prudence”, en donde se aprovechan las posibilidades de las armonías indias para hacer una canción con una nota predominante y dar con ello un efecto de movimiento inusitado. Algo similar ocurre con “Julia” y sus arpegios melancólicos que devienen tensos.

La música tal vez no influya en quienes toman las decisiones, pero hace algo mejor: puede anticipar los escenarios y cambios sociales. La desolación de Vietnam se acrecienta con “The End” de fondo; la crisis pre-tatcheriana se dimensiona con el enojo de “Anarchy In The UK”, y las revueltas estudiantiles tienen su autocrítica en “Revolution” y “Revolution 9”.  Ahora bien, lograr que un conjunto de canciones de un mismo artista sean parte del zeit geist de una época es una labor que se antoja compleja. El Álbum Blanco lo hizo en diversas formas, todas concernientes a la violencia y la desilusión. Así lo expresó una crítica en el Sunday Times británico en su tiempo: “Musicalmente hay belleza, horror, sorpresa, caos, orden. Eso es el mundo, y eso es de lo que se tratan los Beatles”. Para Charles Manson, por ejemplo, escuchar la placa doble era una especie de Biblia con mensajes ocultos que solo él y los Beatles entendían en una correspondencia mística. “Piggies” de George Harrison y “Helter Skelter” de Paul McCartney, pensaba aquel loco, vaticinaban el caos de una guerra racial futura de grandes proporciones, un nuevo apocalipsis en el que Manson era una especie de San Juan posmoderno. La historia resultante es sabida. Ello también ayudó a acrecentar la marca negra del disco blanco. Al describir “Helter Skelter” en el ensayo incluido en la edición del 50 aniversario de The Beatles, John  Harris apunta: “Parece (…) una puesta en escena muy oportuna de anarquía apenas controlada, entregada con una intensidad que muy pocos grupos de rock alcanzaron”.

Lo político en lo personal 

Con su atípica cubierta pálida sin mayores detalles que el nombre de la banda en relieve, la influencia de este primer disco homónimo de los Beatles puede comprobarse a través de la cantidad de artefactos culturales y sucesos históricos que ha motivado. El primero que viene a la mente es el libro de la periodista Joan Didion, The White Album (1979). En el fondo, el disco doble de John, Paul, George y Ringo se ha colocado también como un aviso prematuro del fin de un verano del amor que se extendió del 67 al 70; comparte, sin saberlo, el tono desilusionado del libro de Didion y la idea de que en algún momento la noción de futuro pasó de ser algo lleno de posibilidades y aventuras a algo inmediato y angustiante. El Álbum Blanco puede entenderse como un termómetro artístico de las transformaciones aceleradas que se vivían al final de una década determinante para la vida contemporánea, y en particular de un año decisivo como 1968. Justo un 22 de noviembre, pero un lustro antes, habían publicado With The Beatles en un clima de sensaciones utópicas, positivas, que estaba fuera de las discusiones agitadas de años posteriores. Los cortes mop de los liverpulianos pronto evolucionaron a las cabelleras largas y una actitud liberal a tono con la conciencia política que las juventudes abrazarían en oposición al establishment representado por tipos como el primer ministro Harold Wilson o Richard Nixon. Las generaciones que encumbraron al Sgt. Pepper’s como la piedra de toque del movimiento psicodélico y que vieron germinar los movimientos estudiantiles y de derechos civiles, se sintieron confundidas cuando Lennon (uno de sus líderes ideológicos) los increpó con una letra llena de sana ironía (anti)revolucionaria: But when you talk about destruction, don’t you know that you can count me out. Seis meses después del mayo francés y uno apenas de la masacre estudiantil de Tlatelolco, aquel lienzo en blanco era puesto en el banquillo de las diferentes movilizaciones que no paraban de preguntarse: ¿son los supuestos líderes de izquierda la verdadera respuesta y camino a la liberación?, ¿qué posibilidades reales tiene el activismo de transformar la realidad social?, ¿pueden el arte y la imaginación colarse en las estructuras de poder? Y tal vez la más difícil: ¿puede el arte más íntimo ser tan provocador como el arte militante? Canciones como “Julia”, “Blackbird”, “Sexy Sadie” y “While My Guitar Gently Weeps” responden con introspección: sí.

Ruido blanco

A excepción de Charles Manson, pocos escuchas pueden aseverar que realmente aprecian los ocho minutos de “Revolution 9”. Y es que no se trata de la composición más amigable del cuarteto: un montón de sonidos ensamblados como una marea caótica forman la pieza más controversial en toda la carrera de los Beatles. Incluso en las críticas menos pesimistas de aquel tiempo se le tachaba de desperdicio: los más puristas sugerían que en lugar de esta ingente mezcolanza de sonidos aparentemente inconexos (a los que se suman frases como “it becomes naked”) se podrían haber añadido al menos tres canciones convencionales que hubieran encajado mejor en el tenor ecléctico de The Beatles. Puede decirse que el tiempo le ha hecho un poco de justicia a esta composición en la que intervinieron Lennon (compositor principal) y en segunda instancia Yoko Ono y George Harrison. Si tomamos en cuenta el año difícil en el que se produjo, “9” se trata efectivamente de una revolución sonora y un manifiesto político musical. A 50 años de su producción, estamos desprovistos de eso que algunos llaman “espíritu del tiempo”, ya que múltiples inquietudes que en aquel momento revoloteaban se han perdido de los documentos y los registros orales y mentales de sus protagonistas. Tampoco podemos palpar el efecto inmediato que sus canciones tenían en el ciudadano promedio de 1968. Tomando en cuenta el extrañamiento que ocasiona hoy en día, es posible imaginar la impresión brutal que causó en su día.

A pesar de todo, es posible rastrear los antecedentes de “Revolution 9” a partir de la conexión que Yoko Ono tenía con el influyente movimiento Fluxus, así como el bagaje y las experimentaciones que McCartney y Harrison habían hecho en 1966. Paul, por su lado, con la paleta sonora “Carnival of Lights” (hasta ahora inédita), y George con la musicalización a caballo entre los sonidos orientales y el rock del disco Wonderwall Music. John, por otro lado, había perfeccionado los trucos psicodélicos y los jugueteos letrísticos que se habían traducido en no pocas críticas a partir de “Tomorrow Never Knows”, “I Am The Walrus” o “Strawberry Fields”. En el mismo White Album pueden escucharse un par de ejemplos de tal impulso avant garde con “Happiness Is A Warm Gun” y “Cry Baby Cry”. La primera un pastiche de diferentes géneros que bien puede encasillarse como un proto rock progresivo, y la segunda una extensión de fantasías a la Lewis Carroll que de tan forzadamente infantiles adoptan un toque inquietante. “Revolution 9” no es sino el pináculo de esa ambición por llevar a sus límites a la canción popular. Solo que la hipérbole no se encuentra en la imaginería surrealista o el riesgo en el cambio de ritmos y uso de acordes extraños, sino en la posibilidad de ponerle un sonido caótico al pulso político del 68 y salirse del tiempo y sus estructuras limitadas. A diferencia de composiciones aguerridas como “All Along The Watchtower (ya sea la versión original de Dylan o la mejorada de Hendrix) o en el “Street Fighting Man” de su competencia más cercana, los Stones, en Lennon la experiencia de la revolución se vuelve algo más cercano a una fractura caótica en el sistema de correspondencia que hasta unos meses antes significaban los Beatles. No es raro decir entonces que “Revolution 9” es el sonido de la guerra en el mundo, y lo mismo una batalla que estaba por fragmentar al cuarteto para siempre. Cualquiera que escuche alguna de las diversas versiones que orquestas han hecho de la pieza lennoniana –recomiendo particularmente la de Alarm Will Sound– notará que las similitudes con John Cage o la “Sinfonía” de Luciano Berio vienen más a la cabeza que cualquiera de las composiciones con Harrison o McCartney. Ello nos dice mucho del carácter individualista del White Album y de los alcances de la música concreta en futuras composiciones pop.

El disco como evento

Más que ninguna otra producción de los Beatles, el White Album tiene, tal vez, los mayores alcances extramusicales. Estudios desde lo político, el  auge de lo posmoderno e incluso como historiografía de los 60 abordan las diversas aristas del proyecto. Quisiera detenerme, sin embargo, en su diseño sencillo y ambiguo, a cargo del artista pop Richard Hamilton. En su texto incluido en la edición del 50 aniversario (que circula en estos días), Andrew Wilson considera añadir un número de serie aplicado a cada portada en las primeras ediciones que remiten a una hoja en blanco: “Esto lo convirtió en algo diferente, individual y personal, así como cotidiano, múltiple y universal”. Una idea en apariencia sencilla y universal (la pureza del blanco, las posibilidades de la hoja en blanco) tomó un rumbo personalizado en cada pieza adquirida.

Las conexiones entre el sonido y las artes visuales habían tenido un eco polémico cuando, influenciado por la pintura monocromática (blanca también) de su amigo Robert Rauschenberg, John Cage escribió su composición 4’ 33’’ a principios de la década de los cincuenta, escandalizando al medio musical al no incluir sonidos. Más bien, lo que incomodó a las audiencias, a la crítica y a los músicos más tradicionales era que Cage buscaba provocar con una pieza que capturara los sonidos ambientales y la cotidianidad más sencilla y siempre cambiante. Las posibilidades del blanco como un medio de proyección o como un marco o una ventana para el yo.

En años recientes, un artista neoyorquino llevó a cabo un proyecto que reflexiona sobre este tema. El artista Rutherford Chang compra desde hace una década primeras ediciones del Álbum Blanco. Dice Wilson: “Para la mayoría de las copias del álbum que Chang ha recopilado, la portada blanca fue una invitación a escribir y dibujar, una forma de testificar a través de estas marcas de propiedad y lealtad, y protegiendo e identificándose en la portada del álbum. Esta respuesta convierte el disco en un artefacto que existe junto con el ritual de escuchar la música; no es un objeto tanto como un evento”.

También hay que decir que las conversaciones que The Beatles ha generado en años recientes son sobre todo positivas. En 2004, el productor Danger Mouse (famoso por “Crazy”, de su proyecto Gnarls Barkley) lanzó The Grey Album, disco que toma fragmentos de The Beatles y The Black Album (2003), de Jay-Z. El resultado es más que revelador. Más allá de las disputas políticas sobre los derechos de autor que generó, llevó los sonidos beatlescos a otros públicos como el de hip hop. Una idea simple –la coincidencia lingüística entre un álbum blanco y otro negro– representa un ejercicio lúdico más que interesante que lleva a otra afirmación: samplear y hacer loops es otra forma de creación y apertura de diálogo con obras en teoría cerradas a la interpretación. Dividir todas las frases de batería de Ringo, el puente de “Helter Skelter” y el piano (ahora ralentizado) de “While My Guitar Gently Weeps” y convertirlas en samples, patrones y loops que conviven con la voz de Jay-Z puede parecer absurdo, pero la edición y curaduría (porque eso es en gran medida un DJ: un curador y un editor) logran que toda empresa sea coherente y posible.



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