jueves, 30 de noviembre de 2017

Una obra abierta a diversas lecturas

Entre el homenaje, la reproducción documental y la exploración de nuevas derivas, la Casa Barragán albergará, del 1 de diciembre hasta el 28 de enero de 2018, Monoblock (1971), de Juan José Gurrola. La exposición y el par de performances que le acompaña son parte de la Estancia FEMSA con la que se reactiva esta pieza (Monoblock, desde este año, pertenece a la Colección FEMSA). En el proyecto –con el que se clausuran las actividades de la Estancia de este año– también estuvo involucrado House of Gaga, la galería fundada por Fernando Mesta que se hace cargo del acervo del archivo Gurrola, en colaboración con la Fundación Gurrola y el investigador Mauricio Macín, quien ha sido instrumental para la revaloración del archivo del artista.

Monoblock consiste en una serie de doce fotografías, realizada por Gelsen Gas, una pieza conformada por un refrigerador industrial y un monoblock automotriz, y los Poemas y textos sin elocuencia: Monoblock, que Gurrola escribió en paralelo. El origen de la pieza, como ha sido documentado, se remonta al rumor sobre la revocación del Tratado de Bucareli, o bien, la “Convención Especial de Reclamaciones” de 1923, un acuerdo con el que se “buscaba resarcir las pérdidas y los daños causados por la Revolución Mexicana a las sociedades estadounidenses afincadas en México”, como explicó FEMSA en un comunicado de prensa. De haber sido cierto el rumor, la industria automotriz mexicana se hubiera enfrentado a un reto insalvable: la producción de monobloques industriales, claves para la producción de automóviles.

Durante la presentación de los Poemas y textos sin elocuencia: Monoblock que Gurrola realizó en 1971, en la sala Manuel M. Ponce, se hizo una lectura de los poemas de Gurrola, a cargo de él mismo y de Tina French (les acompañó Jan Kessler, con pantomima y sonido). Ahora, con la reproducción a partir de fotografías documentales de la escenografía original para esa velada, de Bárbara Wasserman, se llevará a cabo una nueva lectura en la que vuelve a participar French pero también las actrices Nora Manneck (quien fue dirigida en varias ocasiones por Gurrola) y Ariane Pellicer.

Durante la conferencia de prensa, las actrices Manneck y French no sólo compartieron recuerdos emotivos sobre su trabajo con Gurrola, sino que llamaron la atención sobre la particularidad de llevar a cabo el performance en la Casa Barragán. De acuerdo con Manneck tuvieron que enfrentarse a la “rigidez” del recinto, aunque coincidieron en que la misma rigidez “propició la creatividad”. No es la primera vez que se vuelve a realizar el performance en esta década: apenas el pasado mes de septiembre la pieza (y el performance) se presentaron en el LACMA de Los Ángeles (a través de House of Gaga) como parte de la retrospectiva Juan José Gurrola, 1966-1989. En 2015 se presentó como una “pieza teatral” en la Galería Libertad, de la ciudad de Querétaro (en la que también partició French) y en 2013 pudo verse en la Bienal de Mercosur (de nuevo con French y con la participación de Flor Edwarda Gurrola). Con todo, esta nueva deriva obliga a reflexionar sobre la vigencia de Monoblock: las relaciones entre los EEUU y México, al menos en términos económicos, siguen siendo tensas; los rumores siguen tomándose como verdades, incluso en medios periodísticos; y, con mayor precisión, la ambigüedad entre los límites de las disciplinas artísticas (literarias, escénicas, plásticas…) siguen siendo una parte importante de la práctica en el arte contemporáneo.

La reactivación de la pieza, de profundo carácter urbano, ¿responde a finales de este 2017 a alguna coyuntura social como lo hizo cuando se originó? Para la investigadora Angélica García, de la Fundación Gurrola, no es así necesariamente: “Monoblock juega con el concepto de objeto encontrado urbano y con el tratado de Bucareli como telón de fondo”, concede García, puntualizando que “se construye sobre una mentira o una mala interpretación, ya que nunca existió una prohibición de construir la pieza en México, eso fue un rumor popular que Gurrola tomó como cierto. ¿Existe una razón coyuntural para el ejercicio escénico y la presentación de la pieza? En todo caso, sigue siendo una obra abierta que acepta diversa lecturas, pero en este caso el motivo es, sencillamente, la exhibición de la pieza que la Fundación FEMSA acaba de adquirir y el hecho de que los curadores de la Estancia (Patrick Charpenel y Eugenia Braniff) decidieron incluir en su programación”. De cualquier forma, la exhibición de Monoblock de este año no sólo ayuda a subrayar una obra que lo mismo se desarrolló en lo literario, lo fotográfico o lo escénico, sino que coincide con el aniversario de la primera década luctuosa de Gurrola, quien falleció en 2007.

Las dos sesiones del performance que acompaña a Monoblock se realizarán el viernes 1 de diciembre, a las 20:00 horas, y el sábado 2 de diciembre, a las 13:00 horas. Ambas son abiertas al público y de carácter gratuito.



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‘Monoblock’ en Casa Barragán

Entre el homenaje, la reproducción documental y la exploración de nuevas derivas, la Casa Barragán albergará, del 1 de diciembre hasta el 28 de enero de 2018, Monoblock (1971), de Juan José Gurrola. La exposición y el par de performances que le acompaña son parte de la Estancia FEMSA con la que se reactiva esta pieza (Monoblock, desde este año, pertenece a la Colección FEMSA). En el proyecto –con el que se clausuran las actividades de la Estancia de este año– también estuvo involucrado House of Gaga, la galería fundada por Fernando Mesta que se hace cargo del acervo del archivo Gurrola, en colaboración con la Fundación Gurrola y el investigador Mauricio Macín, quien ha sido instrumental para la revaloración del archivo del artista.

Monoblock consiste en una serie de doce fotografías, realizada por Gelsen Gas, una pieza conformada por un refrigerador industrial y un monoblock automotriz, y los Poemas y textos sin elocuencia: Monoblock, que Gurrola escribió en paralelo. El origen de la pieza, como ha sido documentado, se remonta al rumor sobre la revocación del Tratado de Bucareli, o bien, la “Convención Especial de Reclamaciones” de 1923, un acuerdo con el que se “buscaba resarcir las pérdidas y los daños causados por la Revolución Mexicana a las sociedades estadounidenses afincadas en México”, como explicó FEMSA en un comunicado de prensa. De haber sido cierto el rumor, la industria automotriz mexicana se hubiera enfrentado a un reto insalvable: la producción de monobloques industriales, claves para la producción de automóviles.

Durante la presentación de los Poemas y textos sin elocuencia: Monoblock que Gurrola realizó en 1971, en la sala Manuel M. Ponce, se hizo una lectura de los poemas de Gurrola, a cargo de él mismo y de Tina French (les acompañó Jan Kessler, con pantomima y sonido). Ahora, con la reproducción a partir de fotografías documentales de la escenografía original para esa velada, de Bárbara Wasserman, se llevará a cabo una nueva lectura en la que vuelve a participar French pero también las actrices Nora Manneck (quien fue dirigida en varias ocasiones por Gurrola) y Ariane Pellicer.

Durante la conferencia de prensa, las actrices Manneck y French no sólo compartieron recuerdos emotivos sobre su trabajo con Gurrola, sino que llamaron la atención sobre la particularidad de llevar a cabo el performance en la Casa Barragán. De acuerdo con Manneck tuvieron que enfrentarse a la “rigidez” del recinto, aunque coincidieron en que la misma rigidez “propició la creatividad”. No es la primera vez que se vuelve a realizar el performance en esta década: apenas el pasado mes de septiembre la pieza (y el performance) se presentaron en el LACMA de Los Ángeles (a través de House of Gaga) como parte de la retrospectiva Juan José Gurrola, 1966-1989. En 2015 se presentó como una “pieza teatral” en la Galería Libertad, de la ciudad de Querétaro (en la que también partició French) y en 2013 pudo verse en la Bienal de Mercosur (de nuevo con French y con la participación de Flor Edwarda Gurrola). Con todo, esta nueva deriva obliga a reflexionar sobre la vigencia de Monoblock: las relaciones entre los EEUU y México, al menos en términos económicos, siguen siendo tensas; los rumores siguen tomándose como verdades, incluso en medios periodísticos; y, con mayor precisión, la ambigüedad entre los límites de las disciplinas artísticas (literarias, escénicas, plásticas…) siguen siendo una parte importante de la práctica en el arte contemporáneo.

La reactivación de la pieza, de profundo carácter urbano, ¿responde a finales de este 2017 a alguna coyuntura social como lo hizo cuando se originó? Para la investigadora Angélica García, de la Fundación Gurrola, no es así necesariamente: “Monoblock juega con el concepto de objeto encontrado urbano y con el tratado de Bucareli como telón de fondo”, concede García, puntualizando que “se construye sobre una mentira o una mala interpretación, ya que nunca existió una prohibición de construir la pieza en México, eso fue un rumor popular que Gurrola tomó como cierto. ¿Existe una razón coyuntural para el ejercicio escénico y la presentación de la pieza? En todo caso, sigue siendo una obra abierta que acepta diversa lecturas, pero en este caso el motivo es, sencillamente, la exhibición de la pieza que la Fundación FEMSA acaba de adquirir y el hecho de que los curadores de la Estancia (Patrick Charpenel y Eugenia Braniff) decidieron incluir en su programación”. De cualquier forma, la exhibición de Monoblock de este año no sólo ayuda a subrayar una obra que lo mismo se desarrolló en lo literario, lo fotográfico o lo escénico, sino que coincide con el aniversario de la primera década luctuosa de Gurrola, quien falleció en 2007.

Las dos sesiones del performance que acompaña a Monoblock se realizarán el viernes 1 de diciembre, a las 20:00 horas, y el sábado 2 de diciembre, a las 13:00 horas. Ambas son abiertas al público y de carácter gratuito.



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El paraíso del pastiche

Suburbicon: Bienvenidos al paraíso (2017), la más reciente película de George Clooney en su faceta de realizador, se propone sacar la ropa sucia de la casa: la cinta inicia con un anuncio previo a una proyección fílmica que vende la idea de bienestar en un barrio en la América profunda en la década de los cincuenta. Por supuesto que se trata de una mentira, de una fachada que esconde problemas que, de forma anecdótica, aborda la película. El filme tiene un aire del cine de los hermanos Coen. Es verdad: el guion se basa en una idea de ellos y, al final, se trata de una película sobre los perdedores del sistema, aunque Clooney no logra alcanzar la acidez propia de las obras más célebres de los Cohen. Tampoco la derrota existencial que asumen los personajes de, por ejemplo, Balada de un hombre común (2013), el extraño título en español de Inside Llewyn Davis.

Esa promesa de ventilar lo incómodo, que los medios de comunicación establecen en sus agendas a partir de su tratamiento de temas como el racismo y el control de armas, viene del film noir de los años cuarenta, un momento único del cine de Estados Unidos que surgió como respuesta a los sinsabores de la Gran Depresión y el advenimiento de la Segunda Guerra. Películas que muestran a gente común haciendo cosas terribles. No son monstruos de ciencia ficción los que encubren crímenes y delitos. Tampoco quienes los cometen. Suburbion parte de esa tradición y, quizá, es la forma en la que más se puede escudriñar en el filme, aunque se corra el riesgo de interpretar sólo a través del pastiche.

La historia de la cinta presenta a Matt Damon como Garner Lodge, un padre de familia casado con Rose, una mujer paralítica a la que da vida Julianne Moore, que tiene una hermana gemela. El hombre tiene un plan perfecto: simular un robo en el que asesinen a su esposa y, por supuesto, cobrar su seguro. Resulta curioso hacer un apunte de metaficción: el filme transcurre en 1959 por lo que dichos personajes probablemente vieron en su estreno Double Indeminity (Billy Wilder, 1944), película que pudo inspirar su idea de un crimen casi perfecto. Como se apunta en The New Yorker, es posible que también hayan visto Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958): la gemela de la difunta se tiñe el pelo igual que su hermana, también se pone su ropa y toma el rol de la madre de familia modelo. Clooney, también, plantea una historia paralela, que apenas es un esbozo. La llegada de una familia negra, los Mayers, que comparte jardín con la casa de los Lodge, coincide con la conmoción por la muerte de Rose, que investiga un detective (al que interpreta Oscar Isaac) que es el reverso del Walter Neff del filme de Wilder, es decir un cínico.  

El problema de Suburbicon es que todo lo anterior lo hemos visto en otras películas que logran un planteamiento autónomo, que va más allá del homenaje. La fotografía de Robert Elswit es problemática: hace que todo luzca inquietantemente colorido, aunque, por otro lado, no logra desvincularse del cliché de la era Eisenhower, que tan bien ha trabajado Todd Haynes, por ejemplo. El filme parece no querer comprometerse demasiado con el antagonismo racista entre blancos y negros. El único momento tenso de la película sucede en un supermercado, donde Moore, que se niega a venderle productos a la señora Mayers, duda en ser amable o admitir su afiliación racista. La escena, en la que se exhiben brillantes envolturas y comestibles en un ambiente en el que se tambalea la seguridad, tiene alusiones a la institución esclavista, también a la alienación que produce el consumo, otra forma eficaz de control. Las historias de ambas familias apenas si se tocan, su único vínculo es el traspatio donde juegan los niños, un espacio que, pareciera decir el director con exceso de optimismo y complacencia, es el único lugar donde se puede convivir auténticamente.

Es inevitable pensar en el filme, estrenado este año en el Festival de Cine de Venecia, como un descarte de los Coen, en cuyas manos hubiera tenido más filo.



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El paraíso del pastiche

Suburbicon: Bienvenidos al paraíso (2017), la más reciente película de George Clooney en su faceta de realizador, se propone sacar la ropa sucia de la casa: la cinta inicia con un anuncio previo a una proyección fílmica que vende la idea de bienestar en un barrio en la América profunda en la década de los cincuenta. Por supuesto que se trata de una mentira, de una fachada que esconde problemas que, de forma anecdótica, aborda la película. El filme tiene un aire del cine de los hermanos Coen. Es verdad: el guion se basa en una idea de ellos y, al final, se trata de una película sobre los perdedores del sistema, aunque Clooney no logra alcanzar la acidez propia de las obras más célebres de los Cohen. Tampoco la derrota existencial que asumen los personajes de, por ejemplo, Balada de un hombre común (2013), el extraño título en español de Inside Llewyn Davis.

Esa promesa de ventilar lo incómodo, que los medios de comunicación establecen en sus agendas a partir de su tratamiento de temas como el racismo y el control de armas, viene del film noir de los años cuarenta, un momento único del cine de Estados Unidos que surgió como respuesta a los sinsabores de la Gran Depresión y el advenimiento de la Segunda Guerra. Películas que muestran a gente común haciendo cosas terribles. No son monstruos de ciencia ficción los que encubren crímenes y delitos. Tampoco quienes los cometen. Suburbion parte de esa tradición y, quizá, es la forma en la que más se puede escudriñar en el filme, aunque se corra el riesgo de interpretar sólo a través del pastiche.

La historia de la cinta presenta a Matt Damon como Garner Lodge, un padre de familia casado con Rose, una mujer paralítica a la que da vida Julianne Moore, que tiene una hermana gemela. El hombre tiene un plan perfecto: simular un robo en el que asesinen a su esposa y, por supuesto, cobrar su seguro. Resulta curioso hacer un apunte de metaficción: el filme transcurre en 1959 por lo que dichos personajes probablemente vieron en su estreno Double Indeminity (Billy Wilder, 1944), película que pudo inspirar su idea de un crimen casi perfecto. Como se apunta en The New Yorker, es posible que también hayan visto Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958): la gemela de la difunta se tiñe el pelo igual que su hermana, también se pone su ropa y toma el rol de la madre de familia modelo. Clooney, también, plantea una historia paralela, que apenas es un esbozo. La llegada de una familia negra, los Mayers, que comparte jardín con la casa de los Lodge, coincide con la conmoción por la muerte de Rose, que investiga un detective (al que interpreta Oscar Isaac) que es el reverso del Walter Neff del filme de Wilder, es decir un cínico.  

El problema de Suburbicon es que todo lo anterior lo hemos visto en otras películas que logran un planteamiento autónomo, que va más allá del homenaje. La fotografía de Robert Elswit es problemática: hace que todo luzca inquietantemente colorido, aunque, por otro lado, no logra desvincularse del cliché de la era Eisenhower, que tan bien ha trabajado Todd Haynes, por ejemplo. El filme parece no querer comprometerse demasiado con el antagonismo racista entre blancos y negros. El único momento tenso de la película sucede en un supermercado, donde Moore, que se niega a venderle productos a la señora Mayers, duda en ser amable o admitir su afiliación racista. La escena, en la que se exhiben brillantes envolturas y comestibles en un ambiente en el que se tambalea la seguridad, tiene alusiones a la institución esclavista, también a la alienación que produce el consumo, otra forma eficaz de control. Las historias de ambas familias apenas si se tocan, su único vínculo es el traspatio donde juegan los niños, un espacio que, pareciera decir el director con exceso de optimismo y complacencia, es el único lugar donde se puede convivir auténticamente.

Es inevitable pensar en el filme, estrenado este año en el Festival de Cine de Venecia, como un descarte de los Coen, en cuyas manos hubiera tenido más filo.



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Arquitectura intervenida 

En la práctica artística del fotógrafo español Dionisio González (1965) se encuentra una mezcla entre arquitectura y diseño. En su obra el creador plantea la relación del ser humano con el medio ambiente, así como el aprovechamiento de los recursos naturales a través de una serie de recreaciones ficticias de construcciones. A partir del 5 de diciembre, el Centro Cultural de España en México (CCEMx) presentará una exposición en la que se podrán ver diversas series fotográficas en las que el español plantea su visión de cómo podrían evolucionar los espacios habitados por el hombre. 

“En cierto modo mi pensamiento está íntimamente relacionado con el deseo no ya de intervenir sino de interferir en una problemática concreta y extrema, ya sea como proyectista o como regulador social. Si cabe, intento establecer un rol social en defensa de estos asentamientos, proponiendo no su erradicación sino su saneamiento que no es sino la intervención, la alteración, a partir de la cartografía ya existente”, dijo González al diario español El Cultural a propósito de su trabajo. 

Los modos de habitar contemporáneos son una de las preocupaciones narrativas del creador. En términos formales sus imágenes no son simples fotografías retocadas, sino proyectos viables de residencia y alojamiento que examinan los recursos cercanos y a los habitantes de dichos lugares.

De entre las series que serán exhibidas destacan Dauphin Island, inspirada en la isla del mismo nombre –en cuyas imágenes se observan fortines futuristas de metal y hormigón, inspirados por las tragedias y los desastres naturales ocurridos allí– y Halong, que resultó de un trabajo en la Bahía de Halong, en Vietnam, donde los pobladores habitan en barcas flotantes. Este ecosistema actualmente está amenazado por las nuevas regulaciones de la industria pesquera.

Dionisio González, que forma parte del Proyecto 1 (un programa de muestras individuales de artistas españoles en México), se podrá ver hasta el 11 de febrero de 2018 en los espacios de tránsito y el cubo de proyección del CCEMX. Antes de la inauguración, el martes 5 de diciembre, se presentará la charla Arquitectura intervenida. creación, destrucción, ruina y reconstrucción con el arquitecto español Pedro Hernández.  La conversación iniciará a las 19:00 horas.



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Arquitectura intervenida 

En la práctica artística del fotógrafo español Dionisio González (1965) se encuentra una mezcla entre arquitectura y diseño. En su obra el creador plantea la relación del ser humano con el medio ambiente, así como el aprovechamiento de los recursos naturales a través de una serie de recreaciones ficticias de construcciones. A partir del 5 de diciembre, el Centro Cultural de España en México (CCEMx) presentará una exposición en la que se podrán ver diversas series fotográficas en las que el español plantea su visión de cómo podrían evolucionar los espacios habitados por el hombre. 

“En cierto modo mi pensamiento está íntimamente relacionado con el deseo no ya de intervenir sino de interferir en una problemática concreta y extrema, ya sea como proyectista o como regulador social. Si cabe, intento establecer un rol social en defensa de estos asentamientos, proponiendo no su erradicación sino su saneamiento que no es sino la intervención, la alteración, a partir de la cartografía ya existente”, dijo González al diario español El Cultural a propósito de su trabajo. 

Los modos de habitar contemporáneos son una de las preocupaciones narrativas del creador. En términos formales sus imágenes no son simples fotografías retocadas, sino proyectos viables de residencia y alojamiento que examinan los recursos cercanos y a los habitantes de dichos lugares.

De entre las series que serán exhibidas destacan Dauphin Island, inspirada en la isla del mismo nombre –en cuyas imágenes se observan fortines futuristas de metal y hormigón, inspirados por las tragedias y los desastres naturales ocurridos allí– y Halong, que resultó de un trabajo en la Bahía de Halong, en Vietnam, donde los pobladores habitan en barcas flotantes. Este ecosistema actualmente está amenazado por las nuevas regulaciones de la industria pesquera.

Dionisio González, que forma parte del Proyecto 1 (un programa de muestras individuales de artistas españoles en México), se podrá ver hasta el 11 de febrero de 2018 en los espacios de tránsito y el cubo de proyección del CCEMX. Antes de la inauguración, el martes 5 de diciembre, se presentará la charla Arquitectura intervenida. creación, destrucción, ruina y reconstrucción con el arquitecto español Pedro Hernández.  La conversación iniciará a las 19:00 horas.



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Terreno chicano

“Venimos a chicanizar nuevamente a la Ciudad de México. Como artista he creado mi propio camino, un territorio entre el arte conceptual y la física cuántica, sin embargo, el arte puede ser un exorcismo cultural frente a los políticos corruptos y el narcotráfico”, asegura Guillermo Gómez-Peña, artista mexicano, figura de la escena underground de los años noventa en México. Estos días el Museo de Arte Moderno presenta, Mexican (IN)documentado, la primera exposición dedicada a Gómez-Peña en México.

La muestra, que fue curada por Janice Alva, reúne 150 obras del creador, que ha utilizado alias como el Border Brujo, el Mad Mex y el Mexterminator. Vestuario, videos, fotoperformance, instalaciones, documentos, textos y otros objetos forman parte de la exposición de Gómez-Peña, pionero del performance en México. Destacan las obras con personajes vivientes. Por ejemplo, la que conforma una chica que toma el sol ataviada con un traje de cerveza norteamericana, come un algodón de azúcar y sostiene una ametralladora en su regazo; también el Mariachi zombie de Culiacán, que con sombrero rojo y botas está ataviado con un calzón en forma de penca de maguey.

La obra de Gómez-Peña, que nació en la Ciudad de México en 1955 y viajó a Estados Unidos en 1978, explora temas como el transculturalismo, la inmigración y la política del lenguaje. Su exposición estará vigente hasta el 22 de abril.



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Terreno chicano

“Venimos a chicanizar nuevamente a la Ciudad de México. Como artista he creado mi propio camino, un territorio entre el arte conceptual y la física cuántica, sin embargo, el arte puede ser un exorcismo cultural frente a los políticos corruptos y el narcotráfico”, asegura Guillermo Gómez-Peña, artista mexicano, figura de la escena underground de los años noventa en México. Estos días el Museo de Arte Moderno presenta, Mexican (IN)documentado, la primera exposición dedicada a Gómez-Peña en México.

La muestra, que fue curada por Janice Alva, reúne 150 obras del creador, que ha utilizado alias como el Border Brujo, el Mad Mex y el Mexterminator. Vestuario, videos, fotoperformance, instalaciones, documentos, textos y otros objetos forman parte de la exposición de Gómez-Peña, pionero del performance en México. Destacan las obras con personajes vivientes. Por ejemplo, la que conforma una chica que toma el sol ataviada con un traje de cerveza norteamericana, come un algodón de azúcar y sostiene una ametralladora en su regazo; también el Mariachi zombie de Culiacán, que con sombrero rojo y botas está ataviado con un calzón en forma de penca de maguey.

La obra de Gómez-Peña, que nació en la Ciudad de México en 1955 y viajó a Estados Unidos en 1978, explora temas como el transculturalismo, la inmigración y la política del lenguaje. Su exposición estará vigente hasta el 22 de abril.



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miércoles, 29 de noviembre de 2017

Lucrecia Martel: El cine como conversación

La cineasta Lucrecia Martel (1966) nació en Salta, en el noroeste argentino, cerca de la frontera boliviana. Los cuatro largometrajes de ficción que ha filmado hasta ahora  conforman una apuesta arriesgada y relevante dentro del cine. Sus filmes son complejos narrativa, temática y estilísticamente. En tres películas clave del siglo XXI —La ciénaga (2001), La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008)—  ha revisado el entorno familiar en quiebre, atravesadas siempre por una mirada crítica de la clase media argentina. Su más reciente producción Zama (2017), una adaptación de la gran novela de Antonio di Benedetto, se exhibe estos días dentro de la programación de la 63 Muestra Internacional de Cine de la Cineteca

Esta conversación sucedió una noche de fines del verano en la ciudad de Oaxaca, junto a la pequeña piscina de un hotel. Lucrecia Martel visitó la ciudad del sur de México como invitada del primer Coloquio Internacional de Producción Artística Contemporánea, al que asistieron también el filósofo Gianni Vatimo, el escritor y crítico musical Paul Griffiths y el programador cinematográfico Richard Peña, entre otros.

 

El inicio: contagiarse de la voluntad de otros

¿Cómo llegaste al cine?

Tenía un entusiasmo infantil, adolescente de organizar representaciones de cualquier estilo. A veces con mis hermanos jugábamos a rehacer películas que habíamos visto, sobre todo de spaghetti western, y era un poco observar las películas, quedar fascinados y después intentar reproducirlo en un marco donde además jugábamos.

Cuando adolescente, en mi colegio para el aniversario de la patrona Santa Teresa de Jesús hacían unas fiestas teatrales. Como enseñaban griego y latín, el desafío era representar algunas obras clásicas. Hicimos representaciones de Las Coéforas y Las Euménides, pero unas versiones, aún tratando de ser serios y solemnes, muy gore, llenas de sangre; me acuerdo porque era la encargada de hacer la sangre.

Fue un antecedente para después filmar los juegos de spaghetti western, mis primeras experiencias usando cámaras de video, en 1983, eran cámaras pesadas, con muchos componentes, no los teléfonos de ahora.

Muy relacionado con filmar esas representaciones, pasé al interés documental sobre la familia. Es fácil ver el camino que me llevó al cine, en la filmación de los eventos familiares vas descubriendo cosas que como participante no percibís y eso me resultó fascinante.

¿Recuerdas algún momento en el que hayas dicho “voy a hacer películas, voy a dedicarme al cine”?

No se me pasaba por la cabeza, me parecía más que iba a ser científica: física, química. Cuando fui a Buenos Aires a estudiar, vi un curso de animación (en esa época filmábamos en 16 mm) y los cursos de animación me parecieron como un laboratorio, los movimientos de cámara, la mesa y como mover la mesa, todo eso. Me sentí dentro de mis inclinaciones y allí me introduje en un mundo de amigos que querían hacer cine, y me fui contagiando  e hice el ingreso a una escuela de cine, pero fue resultado de contagiarme de la voluntad de los otros.

En un momento escribí un guión a instancias de un amigo.. Y ahí sacamos un premio y filmé.  El camino se fue abriendo sin mi esfuerzo hasta esa etapa. Después, para hacer mis películas, sí, ya fue una convicción mayor de querer hacerlas, luchando contra un mundo que no es fácil, películas no baratas, pero no muy comerciales, una combinación espantosa.

En este camino, ¿cuándo encontraste que el cine era uno de las formas en que podías decir (decirnos) algo?

De eso me di cuenta más tarde. Fue en el proceso de querer filmar La ciénaga que me di cuenta que el cine era una forma de estar en la vida comunitaria, de participar en el discurso público, en la vida pública. Pero siempre en relación de fortalecer la participación comunitaria. Eso sentí con el cine, que me daba esa oportunidad.

Mi generación es una generación que deja la adolescencia cuando termina la dictadura. Toda la dictadura se caracterizó por evitar la participación ciudadana en la vida pública. Coincidieron esos años en donde uno trata de ver para donde va con su vida, su profesión, su independencia económica, con un deseo de participación política, que en mi caso lo encontré de esta forma, no en términos partidarios, sino de ser parte del discurso público.

El cine es una actividad que está muy enmarcada en una situación de mercado, pero aun así, esos discursos públicos tienen una vigencia comunitaria, tienen posibilidad de ser compartidos y de no estar atados a parámetros de mercado que es un poco lo que sostiene el cine. Encontré que ese camino era posible.

Concibo el cine, el cine como un proceso de pensamiento, que algunos les es entretenimiento, a otros no. No el proceso de pensamiento donde uno vierte su iluminación a los espectadores sino donde se activa una dinámica que no cierra un concepto sobre la realidad sino que la película muestra un proceso. Si algo tiene de interesante el cine es que se trata de un proceso y el espectador participa de ese proceso generando cosas cuyos límites no conocemos. Acentúo esa idea con ciertos trucos —que para mí se relacionan con el sonido— para sensibilizar una percepción en general muy domesticada

 

Primeros trabajos: atmósferas cotidianas

En cuanto a la construcción de ambientes en La ciénaga y La niña santa. En mi experiencia como espectador, en La ciénaga va creciendo una tensión que nunca se resuelve. La niña santa es igualmente claustrofóbica, donde mucho sucede en la atmósfera viciada de un hotel, en un espacio más delimitado.

Claro, La niña santa era para mí como un cuento, tenía un grado de distancia con la realidad mayor que La ciénaga. La ciénaga era un territorio más probable y La niña santa un cuento para chicos, en la dirección de arte y las decisiones fotográficas, la idea era que estuviese más distante de lo real, de esa intención de realismo, de verosimilitud que estaba  en La ciénaga.

De hecho ¿viste que en La ciénaga hay unas chicas que cantan frente a un ventilador una canción?, de ahí salió La niña santa. Es como si fuese la puesta en acto de una cosa que es un canto de niños. Entiendo perfectamente a mucha gente que vio La ciénaga y les gustó, para quienes La niña santa es una decepción enorme.

Son tantas las tensiones entre los personajes que no sabes a dónde van; esa intriga me atrajo mucho en esas dos cintas…

En general —y creo que en Zama también— me parece que la construcción de la tensión tiene tantas posibilidades tan distintas que no necesitan de la trama, la tensión se construye de muchas maneras. Hay tendencias muy clásicas en el cine que sostienen que es la trama. Para mí como espectador no me es válido, como directora obviamente voy por ese camino, pero como espectador  no necesito la trama para permanecer en una película.

No sé si viste la película de Herzog El país del silencio y la oscuridad. Creo que es la mejor película que he visto en mi vida, la vi hace poco. Es una película documental, y justo es mucho menos discutible en el mundo documental la presencia de la trama, porque uno supone que el objeto ya en sí es la trama. El documental es para mí el género audiovisual que más se ha desarrollado y enriquecido, y la ficción todavía atada a los preceptos de la trama. ¿Viste?, evolucionar le cuesta un montón.

 

Zama: la gran aventura

El cine es eminentemente colectivo, a diferencia de otras prácticas artísticas, se trata de un trabajo en conjunto. En ese sentido, ¿cómo has desarrollado tu más reciente producción?

En muchas películas he intentado volver a trabajar con las mismas personas aunque no siempre es posible por las disponibilidades de cada uno. Lo que vos decís de la organización colectiva del relato del cine, creo que lo he vivido más profundamente en Zama, una película que sucede a fines del siglo XVIII, en donde las responsabilidades eran muy fuertes y estaban muy divididas. Diría que el lugar del director como autor en el cine es porque hace falta que alguien se sacrifique en pos del tiempo que lleva financiar una película, no pueden cuarenta personas estar detrás de eso. Yo creo que lo que más caracteriza al director es la testarudez, eso de ir detrás de la concreción del proyecto, pero la construcción de la cosa es algo muy compartido.  

¿Qué tanto cambió el de guion final durante el  rodaje?  

Es muy difícil ir registrando cómo uno va transformando la idea que tenía en la escritura, sumamente inmaterial y difusa, en la medida en que se va concretando, que ya definís los lugares, los actores. Ese proceso, esa metamorfosis es muy difícil de registrar. Yo no me acuerdo, porque la aparición de los actores, el casting borra tan rápidamente la materialidad primigenia, rápidamente hace desaparecer de un plumazo y ya no sabes cuáles ideas permanecen.

En Zama hay ciertas ideas muy profundas que son intuiciones en la etapa de escritura y que después curiosamente uno las logra poner sobre la materia, la gran cantidad de materias distintas que es el cine; los lentes, la luz, la elección de los actores, la música.

Hay ideas que tuve hace tiempo y olvidé durante el rodaje, ¿cómo es que volvieron a aparecer con tanta fuerza cuando veo la edición? Y se ve que permanecen ciertos hilos muy claros que pasaron a ser muy subterráneos y fueron organizando la composición de todo. Porque uno cuando está escribiendo un guión va teniendo idea acerca del sonido, de esto, de lo otro, y en la medida en que vas encontrando los espacios, las voces de los actores, te vas olvidando de esas cosas. Pero de golpe, cuando ves todo armado, aquella cosa de la etapa de escritura vuelve a aparecer y no recuerdo en qué momento forcé las cosas para que fueran para ese camino.

Es muy raro, ¿no?, una escritura que está orientada a ser abandonada, es muy extraña la relación que uno tiene con eso. A mí me han ofrecido muchas veces a publicar los guiones y siempre me resisto porque siento que es una materia a ser abandonada.

A diferencia de tus tres películas anteriores, Zama es una adaptación de una novela. ¿Por qué la elegiste y qué retos te planteó enfrentarte a un texto previo?

Cuando leí Zama ya tenía cinco años en mi biblioteca. Creo que cayó en el momento perfecto en donde la proximidad entre todo el proceso de pensamiento que es la novela y lo que personalmente me estaba pasando cuajó de una manera salvadora. Quizá me confundió y me hizo creer que tenía que hacer una película, en vez de ir a un café y charlar con un amigo se me ocurrió que tenía que hacer una película [ríe].

Siempre consideré  una estupidez adaptar la literatura al cine, el cómic al cine, ahora pienso muy distinto después de este proceso. Creía que una cosa que ya había logrado su madurez en un tipo de lenguaje no tenía ninguna necesidad de pasar a otro, que era un oportunismo más del mercado que motivaciones narrativas profundas. Después, es curioso, ese pensamiento lo sostuve al mismo tiempo que consideraba que el cine era una manera de generar, de rehacer la trama de lo comunitario.

Las películas, ese tipo especial de textos, se transforman en conversaciones, el destino de una película no es otra película o influir en gente que va a hacer películas, sino es convertirse en una conversación familiar, una conversación de amigos. Yo considero que ese es el buen destino de estos textos públicos, y curiosamente aunque siempre pensé eso, no entendía como entre textos alguien del cine se apropia de una novela, o de la pintura o la música. Y eso genera otra cantidad de conexiones, es un diálogo ya no solamente con tus coetáneos, conversaciones con los contemporáneos, sino con Di Benedetto que está muerto hace tiempo, con un momento de Latinoamérica, eso que para mí era tan valioso, en donde consideraba que mi acción como directora de cine se inscribía en una posibilidad de acción política, no me daba cuenta que eso estaba también en la relectura de las obras de otros, en las adaptaciones. Y que lo que producía ahí es ese salto temporal interesantísimo, donde el diálogo es con alguien que no está, con otro momento, con otro momento de tu país, otros referentes presentes en la novela, y entonces el diálogo se enriquece.

Me parece que lo que constituye a la comunidad —no importa si es una pequeña región o el mundo, a mí en general me importa más bien una escala media provinciana— es  justamente el compartir, el poder conversar sobre ciertas cosas comunes y que una película se base en un libro lo actualiza de alguna forma, no por qué el libro esté en la película o porque se haga una adaptación fiel, sino porque se vuelve a referir y vuelve a entrar en circulación por las conversaciones que motiva.

Cuando veo la serie estadounidense Mad Men pienso: cuántos recuerdos en común poseen los ciudadanos norteamericanos por tener un pasado tan visitado por el cine, digamos de los años 40, 50 de una enorme producción cinematográfica y vos ves ahora un producto televisivo en donde sentís que están hablando de un montón de cosas comunes a todos ellos, que los convoca emocionalmente. Eso me parece valioso.

Y ahora no diría que hay que hacer la gran cruzada por la adaptación de la literatura al cine, pero no la denostaría como antes.

¿Veías la adaptación fílmica como subsidiaria de la novela?

Lo veía como un oportunismo, querer sacarle jugo, no lo entendía, después me di cuenta que cuando lees una novela que te cala profundamente es como si te picara una víbora, ya tenés el veneno adentro y empezás a ser como un zombi intoxicado por eso.

Ya no puedo distinguir las cosas que agregué, se empieza a armar algo donde no tiene importancia mi autoría, tiene importancia el proceso de contaminación, de intoxicación: soy yo pero es Di Benedetto de alguna manera en una persona cuarenta años después. Es muy interesante, el lugar autoral se corrió de lo que era antes; todo, cada letra me pertenecía en el guión, ahora ni lo que yo inventé podría decir que es invento mío.

Cuando lo has hecho y puesto fuera ¿ya no te pertenece?

Exacto y esa visión del autor como una emergencia, como una punta de iceberg y no como un individuo iluminado, me parece mucho más interesante y más próxima a lo que es, uno está flotando en los hombros de gigantes.

También es la edad, cuando uno es más joven quiere haber aprendido de gajo, no quieres deberle nada a nadie porque hay una necesidad de ruptura estúpida, dura muy poco. Pero en cuanto vos entendés que es como un pedazo de tejido más que se suma a una vastedad, que incluso te excede en el tiempo, porque las consecuencias de lo que uno hace, digamos de estas películas, las podrá ver o no ver el otro, pasarán al olvido o no, serán rescatadas o no, pero es un lugar mucho más interesante, que el tratar de ser reconocido como autor, es otra forma de participación. La idea de autoría creo le ha hecho mucho daño al cine, ha hecho un montón de engreídos, petulantes…. algunos genios, igual.

Sobre este tipo de escritura distinta, de un texto a partir de otro texto, ¿cómo lo enfrentaste?

Es un momento donde tenés que ser la persona más devota y la más traicionera. Es un lugar rarísimo porque la literatura es la literatura. Para mí fue muy placentero porque me sentía tan próxima. Es complejo porque me interesaba no tanto reflejar los acontecimientos como el proceso de la vida vista desde muy cerca de la muerte, cómo el sinsentido, lo absurdo, el sacrificio humano tienen otra escala. Yo siento que es como un humor de la gente que ya está más cerca de irse que de quedarse y ese proceso es inquietante porque frente al morir, ser algo, ser alguien, la identidad y todo eso deja de tener valor, se transforma en un absurdo, en una desesperación individualista. Creo que ese el fondo del meollo de lo que a mí me interesó de la novela.

 

Otras miradas: los privilegios del cineasta

¿Qué directores te interesan?

Para mí un cineasta que es increíble cómo puede navegar en diversas aguas es David Cronenberg. Sus películas parecen tener una trama muy fuerte y para mí nunca la película está basada en la trama. Cierto Kubrick con películas que un espectador podría rápidamente clasificar en películas de trama. Y más claramente David Lynch, que es como el escándalo de eso [ríe].

¿Has visto Maps to the Stars (2014),  la última película de Cronenberg?

. Esa película para mí es una decisión genial de Cronenberg porque ese guión era una mediocridad absoluta e hizo una película espectacular. Ves la inteligencia del cineasta  mucho más allá del guión. Se fue por caminos notables. Y la película de Herzog que mencioné, en este momento de mi vida, es la obra maestra del cine, es increíble la postura de él, extraordinario lo que dice sobre la existencia, el humor, el humor negro, la puesta de cámara.

¿De qué otras disciplinas te nutres?

Como soy una científica frustrada, a mí cualquier cosa que me proponga, aunque sea fantasiosamente, una posibilidad de estar en la zona de construcción de la ciencia, los esquemas, las teorías, me resulta atractivo. Para mí la lectura de ensayos sobre ciencia es muy movilizador para después hacer cualquier otra cosa. A veces los que tocan música se ponen a tocar la guitarra y es como un momento de inquietudes que se abren. A mí me pasa eso, cuando leo cuatro páginas sobre matemáticas me pongo a anotar cosas que son de otra índole, es el tipo de información que me hace burbujear.

¿Qué te ha mantenido en el cine a pesar de esta dicotomía de ser a su vez industria a expensas de las leyes del mercado pero también una forma de expresión genuina? ¿En qué  se basa tu persistencia?

No sé porque siempre que termino una película pienso en que nunca más haré otra, me parece un agobio. A mí lo que más me gusta en el mundo es conversar y el cine te pone en una zona donde el otro cree que puede revelarte sus sueños y lo valoro mucho. Desde que soy públicamente directora de cine, he tenido tantas veces el privilegio de escuchar sueños, o relatos, caminos que la gente no siguió pero de alguna manera permanecen en su deseo. Y todo esto porque esa persona cree que tengo autoridad para escucharlos. ¿Por qué? ¿Por qué hago cine? Es como un pasaporte a la cuarta dimensión.

¿Has retomado algunas de estas historias?

Sí, muchas veces, he robado palabras, frases, personajes. Y es ahí donde se produce parte del cine; creo que eso es ser humano, alguien te da algo y vos lo llevás y lo ponés en otro lugar y así, todos vamos acarreando cosas de los otros.

Y lo que tú como cineasta diste a otros…

Sí, exacto. Me acuerdo que una vez una chica montó un poema que hizo sobre una película mía, bueno no era sobre la película, pero ha sido la mejor crítica que alguien haya escrito sobre una película mía: alguien hizo otra cosa.

Para concluir, ¿algo que te preocupe hoy al pensar en el oficio al que has dedicado veinticinco años de tu vida?

Yo pienso que el peligro que tiene la actividad del que escribe lo que sea, se transforme en cine o en otra cosa, o de los que sin guion producen audiovisual, es esa locura de ahora: todas las empresas quieren contenido y que con esa palabra se están haciendo desastres. He sido convocada por un montón de productoras de publicidad que quieren ahora producir contenido. Creo que es la paradoja de nuestra época, de pronto gente que quería hacer dinero vendiendo coca-cola, ahora quiere producir contenido. Y esa palabra se transforma en las cosas más bizarras, con total falta de reflexión, si bien modelos muy exitosos (por supuesto de la industria norteamericana). Considero que debemos estar atentos a ese nuevo peligro que ha engendrado el capitalismo [ríe].



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Lucrecia Martel: El cine como conversación

La cineasta Lucrecia Martel (1966) nació en Salta, en el noroeste argentino, cerca de la frontera boliviana. Los cuatro largometrajes de ficción que ha filmado hasta ahora  conforman una apuesta arriesgada y relevante dentro del cine. Sus filmes son complejos narrativa, temática y estilísticamente. En tres películas clave del siglo XXI —La ciénaga (2001), La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008)—  ha revisado el entorno familiar en quiebre, atravesadas siempre por una mirada crítica de la clase media argentina. Su más reciente producción Zama (2017), una adaptación de la gran novela de Antonio di Benedetto, se exhibe estos días dentro de la programación de la 63 Muestra Internacional de Cine de la Cineteca

Esta conversación sucedió una noche de fines del verano en la ciudad de Oaxaca, junto a la pequeña piscina de un hotel. Lucrecia Martel visitó la ciudad del sur de México como invitada del primer Coloquio Internacional de Producción Artística Contemporánea, al que asistieron también el filósofo Gianni Vatimo, el escritor y crítico musical Paul Griffiths y el programador cinematográfico Richard Peña, entre otros.

 

El inicio: contagiarse de la voluntad de otros

¿Cómo llegaste al cine?

Tenía un entusiasmo infantil, adolescente de organizar representaciones de cualquier estilo. A veces con mis hermanos jugábamos a rehacer películas que habíamos visto, sobre todo de spaghetti western, y era un poco observar las películas, quedar fascinados y después intentar reproducirlo en un marco donde además jugábamos.

Cuando adolescente, en mi colegio para el aniversario de la patrona Santa Teresa de Jesús hacían unas fiestas teatrales. Como enseñaban griego y latín, el desafío era representar algunas obras clásicas. Hicimos representaciones de Las Coéforas y Las Euménides, pero unas versiones, aún tratando de ser serios y solemnes, muy gore, llenas de sangre; me acuerdo porque era la encargada de hacer la sangre.

Fue un antecedente para después filmar los juegos de spaghetti western, mis primeras experiencias usando cámaras de video, en 1983, eran cámaras pesadas, con muchos componentes, no los teléfonos de ahora.

Muy relacionado con filmar esas representaciones, pasé al interés documental sobre la familia. Es fácil ver el camino que me llevó al cine, en la filmación de los eventos familiares vas descubriendo cosas que como participante no percibís y eso me resultó fascinante.

¿Recuerdas algún momento en el que hayas dicho “voy a hacer películas, voy a dedicarme al cine”?

No se me pasaba por la cabeza, me parecía más que iba a ser científica: física, química. Cuando fui a Buenos Aires a estudiar, vi un curso de animación (en esa época filmábamos en 16 mm) y los cursos de animación me parecieron como un laboratorio, los movimientos de cámara, la mesa y como mover la mesa, todo eso. Me sentí dentro de mis inclinaciones y allí me introduje en un mundo de amigos que querían hacer cine, y me fui contagiando  e hice el ingreso a una escuela de cine, pero fue resultado de contagiarme de la voluntad de los otros.

En un momento escribí un guión a instancias de un amigo.. Y ahí sacamos un premio y filmé.  El camino se fue abriendo sin mi esfuerzo hasta esa etapa. Después, para hacer mis películas, sí, ya fue una convicción mayor de querer hacerlas, luchando contra un mundo que no es fácil, películas no baratas, pero no muy comerciales, una combinación espantosa.

En este camino, ¿cuándo encontraste que el cine era uno de las formas en que podías decir (decirnos) algo?

De eso me di cuenta más tarde. Fue en el proceso de querer filmar La ciénaga que me di cuenta que el cine era una forma de estar en la vida comunitaria, de participar en el discurso público, en la vida pública. Pero siempre en relación de fortalecer la participación comunitaria. Eso sentí con el cine, que me daba esa oportunidad.

Mi generación es una generación que deja la adolescencia cuando termina la dictadura. Toda la dictadura se caracterizó por evitar la participación ciudadana en la vida pública. Coincidieron esos años en donde uno trata de ver para donde va con su vida, su profesión, su independencia económica, con un deseo de participación política, que en mi caso lo encontré de esta forma, no en términos partidarios, sino de ser parte del discurso público.

El cine es una actividad que está muy enmarcada en una situación de mercado, pero aun así, esos discursos públicos tienen una vigencia comunitaria, tienen posibilidad de ser compartidos y de no estar atados a parámetros de mercado que es un poco lo que sostiene el cine. Encontré que ese camino era posible.

Concibo el cine, el cine como un proceso de pensamiento, que algunos les es entretenimiento, a otros no. No el proceso de pensamiento donde uno vierte su iluminación a los espectadores sino donde se activa una dinámica que no cierra un concepto sobre la realidad sino que la película muestra un proceso. Si algo tiene de interesante el cine es que se trata de un proceso y el espectador participa de ese proceso generando cosas cuyos límites no conocemos. Acentúo esa idea con ciertos trucos —que para mí se relacionan con el sonido— para sensibilizar una percepción en general muy domesticada

 

Primeros trabajos: atmósferas cotidianas

En cuanto a la construcción de ambientes en La ciénaga y La niña santa. En mi experiencia como espectador, en La ciénaga va creciendo una tensión que nunca se resuelve. La niña santa es igualmente claustrofóbica, donde mucho sucede en la atmósfera viciada de un hotel, en un espacio más delimitado.

Claro, La niña santa era para mí como un cuento, tenía un grado de distancia con la realidad mayor que La ciénaga. La ciénaga era un territorio más probable y La niña santa un cuento para chicos, en la dirección de arte y las decisiones fotográficas, la idea era que estuviese más distante de lo real, de esa intención de realismo, de verosimilitud que estaba  en La ciénaga.

De hecho ¿viste que en La ciénaga hay unas chicas que cantan frente a un ventilador una canción?, de ahí salió La niña santa. Es como si fuese la puesta en acto de una cosa que es un canto de niños. Entiendo perfectamente a mucha gente que vio La ciénaga y les gustó, para quienes La niña santa es una decepción enorme.

Son tantas las tensiones entre los personajes que no sabes a dónde van; esa intriga me atrajo mucho en esas dos cintas…

En general —y creo que en Zama también— me parece que la construcción de la tensión tiene tantas posibilidades tan distintas que no necesitan de la trama, la tensión se construye de muchas maneras. Hay tendencias muy clásicas en el cine que sostienen que es la trama. Para mí como espectador no me es válido, como directora obviamente voy por ese camino, pero como espectador  no necesito la trama para permanecer en una película.

No sé si viste la película de Herzog El país del silencio y la oscuridad. Creo que es la mejor película que he visto en mi vida, la vi hace poco. Es una película documental, y justo es mucho menos discutible en el mundo documental la presencia de la trama, porque uno supone que el objeto ya en sí es la trama. El documental es para mí el género audiovisual que más se ha desarrollado y enriquecido, y la ficción todavía atada a los preceptos de la trama. ¿Viste?, evolucionar le cuesta un montón.

 

Zama: la gran aventura

El cine es eminentemente colectivo, a diferencia de otras prácticas artísticas, se trata de un trabajo en conjunto. En ese sentido, ¿cómo has desarrollado tu más reciente producción?

En muchas películas he intentado volver a trabajar con las mismas personas aunque no siempre es posible por las disponibilidades de cada uno. Lo que vos decís de la organización colectiva del relato del cine, creo que lo he vivido más profundamente en Zama, una película que sucede a fines del siglo XVIII, en donde las responsabilidades eran muy fuertes y estaban muy divididas. Diría que el lugar del director como autor en el cine es porque hace falta que alguien se sacrifique en pos del tiempo que lleva financiar una película, no pueden cuarenta personas estar detrás de eso. Yo creo que lo que más caracteriza al director es la testarudez, eso de ir detrás de la concreción del proyecto, pero la construcción de la cosa es algo muy compartido.  

¿Qué tanto cambió el de guion final durante el  rodaje?  

Es muy difícil ir registrando cómo uno va transformando la idea que tenía en la escritura, sumamente inmaterial y difusa, en la medida en que se va concretando, que ya definís los lugares, los actores. Ese proceso, esa metamorfosis es muy difícil de registrar. Yo no me acuerdo, porque la aparición de los actores, el casting borra tan rápidamente la materialidad primigenia, rápidamente hace desaparecer de un plumazo y ya no sabes cuáles ideas permanecen.

En Zama hay ciertas ideas muy profundas que son intuiciones en la etapa de escritura y que después curiosamente uno las logra poner sobre la materia, la gran cantidad de materias distintas que es el cine; los lentes, la luz, la elección de los actores, la música.

Hay ideas que tuve hace tiempo y olvidé durante el rodaje, ¿cómo es que volvieron a aparecer con tanta fuerza cuando veo la edición? Y se ve que permanecen ciertos hilos muy claros que pasaron a ser muy subterráneos y fueron organizando la composición de todo. Porque uno cuando está escribiendo un guión va teniendo idea acerca del sonido, de esto, de lo otro, y en la medida en que vas encontrando los espacios, las voces de los actores, te vas olvidando de esas cosas. Pero de golpe, cuando ves todo armado, aquella cosa de la etapa de escritura vuelve a aparecer y no recuerdo en qué momento forcé las cosas para que fueran para ese camino.

Es muy raro, ¿no?, una escritura que está orientada a ser abandonada, es muy extraña la relación que uno tiene con eso. A mí me han ofrecido muchas veces a publicar los guiones y siempre me resisto porque siento que es una materia a ser abandonada.

A diferencia de tus tres películas anteriores, Zama es una adaptación de una novela. ¿Por qué la elegiste y qué retos te planteó enfrentarte a un texto previo?

Cuando leí Zama ya tenía cinco años en mi biblioteca. Creo que cayó en el momento perfecto en donde la proximidad entre todo el proceso de pensamiento que es la novela y lo que personalmente me estaba pasando cuajó de una manera salvadora. Quizá me confundió y me hizo creer que tenía que hacer una película, en vez de ir a un café y charlar con un amigo se me ocurrió que tenía que hacer una película [ríe].

Siempre consideré  una estupidez adaptar la literatura al cine, el cómic al cine, ahora pienso muy distinto después de este proceso. Creía que una cosa que ya había logrado su madurez en un tipo de lenguaje no tenía ninguna necesidad de pasar a otro, que era un oportunismo más del mercado que motivaciones narrativas profundas. Después, es curioso, ese pensamiento lo sostuve al mismo tiempo que consideraba que el cine era una manera de generar, de rehacer la trama de lo comunitario.

Las películas, ese tipo especial de textos, se transforman en conversaciones, el destino de una película no es otra película o influir en gente que va a hacer películas, sino es convertirse en una conversación familiar, una conversación de amigos. Yo considero que ese es el buen destino de estos textos públicos, y curiosamente aunque siempre pensé eso, no entendía como entre textos alguien del cine se apropia de una novela, o de la pintura o la música. Y eso genera otra cantidad de conexiones, es un diálogo ya no solamente con tus coetáneos, conversaciones con los contemporáneos, sino con Di Benedetto que está muerto hace tiempo, con un momento de Latinoamérica, eso que para mí era tan valioso, en donde consideraba que mi acción como directora de cine se inscribía en una posibilidad de acción política, no me daba cuenta que eso estaba también en la relectura de las obras de otros, en las adaptaciones. Y que lo que producía ahí es ese salto temporal interesantísimo, donde el diálogo es con alguien que no está, con otro momento, con otro momento de tu país, otros referentes presentes en la novela, y entonces el diálogo se enriquece.

Me parece que lo que constituye a la comunidad —no importa si es una pequeña región o el mundo, a mí en general me importa más bien una escala media provinciana— es  justamente el compartir, el poder conversar sobre ciertas cosas comunes y que una película se base en un libro lo actualiza de alguna forma, no por qué el libro esté en la película o porque se haga una adaptación fiel, sino porque se vuelve a referir y vuelve a entrar en circulación por las conversaciones que motiva.

Cuando veo la serie estadounidense Mad Men pienso: cuántos recuerdos en común poseen los ciudadanos norteamericanos por tener un pasado tan visitado por el cine, digamos de los años 40, 50 de una enorme producción cinematográfica y vos ves ahora un producto televisivo en donde sentís que están hablando de un montón de cosas comunes a todos ellos, que los convoca emocionalmente. Eso me parece valioso.

Y ahora no diría que hay que hacer la gran cruzada por la adaptación de la literatura al cine, pero no la denostaría como antes.

¿Veías la adaptación fílmica como subsidiaria de la novela?

Lo veía como un oportunismo, querer sacarle jugo, no lo entendía, después me di cuenta que cuando lees una novela que te cala profundamente es como si te picara una víbora, ya tenés el veneno adentro y empezás a ser como un zombi intoxicado por eso.

Ya no puedo distinguir las cosas que agregué, se empieza a armar algo donde no tiene importancia mi autoría, tiene importancia el proceso de contaminación, de intoxicación: soy yo pero es Di Benedetto de alguna manera en una persona cuarenta años después. Es muy interesante, el lugar autoral se corrió de lo que era antes; todo, cada letra me pertenecía en el guión, ahora ni lo que yo inventé podría decir que es invento mío.

Cuando lo has hecho y puesto fuera ¿ya no te pertenece?

Exacto y esa visión del autor como una emergencia, como una punta de iceberg y no como un individuo iluminado, me parece mucho más interesante y más próxima a lo que es, uno está flotando en los hombros de gigantes.

También es la edad, cuando uno es más joven quiere haber aprendido de gajo, no quieres deberle nada a nadie porque hay una necesidad de ruptura estúpida, dura muy poco. Pero en cuanto vos entendés que es como un pedazo de tejido más que se suma a una vastedad, que incluso te excede en el tiempo, porque las consecuencias de lo que uno hace, digamos de estas películas, las podrá ver o no ver el otro, pasarán al olvido o no, serán rescatadas o no, pero es un lugar mucho más interesante, que el tratar de ser reconocido como autor, es otra forma de participación. La idea de autoría creo le ha hecho mucho daño al cine, ha hecho un montón de engreídos, petulantes…. algunos genios, igual.

Sobre este tipo de escritura distinta, de un texto a partir de otro texto, ¿cómo lo enfrentaste?

Es un momento donde tenés que ser la persona más devota y la más traicionera. Es un lugar rarísimo porque la literatura es la literatura. Para mí fue muy placentero porque me sentía tan próxima. Es complejo porque me interesaba no tanto reflejar los acontecimientos como el proceso de la vida vista desde muy cerca de la muerte, cómo el sinsentido, lo absurdo, el sacrificio humano tienen otra escala. Yo siento que es como un humor de la gente que ya está más cerca de irse que de quedarse y ese proceso es inquietante porque frente al morir, ser algo, ser alguien, la identidad y todo eso deja de tener valor, se transforma en un absurdo, en una desesperación individualista. Creo que ese el fondo del meollo de lo que a mí me interesó de la novela.

 

Otras miradas: los privilegios del cineasta

¿Qué directores te interesan?

Para mí un cineasta que es increíble cómo puede navegar en diversas aguas es David Cronenberg. Sus películas parecen tener una trama muy fuerte y para mí nunca la película está basada en la trama. Cierto Kubrick con películas que un espectador podría rápidamente clasificar en películas de trama. Y más claramente David Lynch, que es como el escándalo de eso [ríe].

¿Has visto Maps to the Stars (2014),  la última película de Cronenberg?

. Esa película para mí es una decisión genial de Cronenberg porque ese guión era una mediocridad absoluta e hizo una película espectacular. Ves la inteligencia del cineasta  mucho más allá del guión. Se fue por caminos notables. Y la película de Herzog que mencioné, en este momento de mi vida, es la obra maestra del cine, es increíble la postura de él, extraordinario lo que dice sobre la existencia, el humor, el humor negro, la puesta de cámara.

¿De qué otras disciplinas te nutres?

Como soy una científica frustrada, a mí cualquier cosa que me proponga, aunque sea fantasiosamente, una posibilidad de estar en la zona de construcción de la ciencia, los esquemas, las teorías, me resulta atractivo. Para mí la lectura de ensayos sobre ciencia es muy movilizador para después hacer cualquier otra cosa. A veces los que tocan música se ponen a tocar la guitarra y es como un momento de inquietudes que se abren. A mí me pasa eso, cuando leo cuatro páginas sobre matemáticas me pongo a anotar cosas que son de otra índole, es el tipo de información que me hace burbujear.

¿Qué te ha mantenido en el cine a pesar de esta dicotomía de ser a su vez industria a expensas de las leyes del mercado pero también una forma de expresión genuina? ¿En qué  se basa tu persistencia?

No sé porque siempre que termino una película pienso en que nunca más haré otra, me parece un agobio. A mí lo que más me gusta en el mundo es conversar y el cine te pone en una zona donde el otro cree que puede revelarte sus sueños y lo valoro mucho. Desde que soy públicamente directora de cine, he tenido tantas veces el privilegio de escuchar sueños, o relatos, caminos que la gente no siguió pero de alguna manera permanecen en su deseo. Y todo esto porque esa persona cree que tengo autoridad para escucharlos. ¿Por qué? ¿Por qué hago cine? Es como un pasaporte a la cuarta dimensión.

¿Has retomado algunas de estas historias?

Sí, muchas veces, he robado palabras, frases, personajes. Y es ahí donde se produce parte del cine; creo que eso es ser humano, alguien te da algo y vos lo llevás y lo ponés en otro lugar y así, todos vamos acarreando cosas de los otros.

Y lo que tú como cineasta diste a otros…

Sí, exacto. Me acuerdo que una vez una chica montó un poema que hizo sobre una película mía, bueno no era sobre la película, pero ha sido la mejor crítica que alguien haya escrito sobre una película mía: alguien hizo otra cosa.

Para concluir, ¿algo que te preocupe hoy al pensar en el oficio al que has dedicado veinticinco años de tu vida?

Yo pienso que el peligro que tiene la actividad del que escribe lo que sea, se transforme en cine o en otra cosa, o de los que sin guion producen audiovisual, es esa locura de ahora: todas las empresas quieren contenido y que con esa palabra se están haciendo desastres. He sido convocada por un montón de productoras de publicidad que quieren ahora producir contenido. Creo que es la paradoja de nuestra época, de pronto gente que quería hacer dinero vendiendo coca-cola, ahora quiere producir contenido. Y esa palabra se transforma en las cosas más bizarras, con total falta de reflexión, si bien modelos muy exitosos (por supuesto de la industria norteamericana). Considero que debemos estar atentos a ese nuevo peligro que ha engendrado el capitalismo [ríe].



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Diario de rodaje

Zama, la más reciente película de Lucrecia Martel, es un acontecimiento tanto en el ámbito fílmico como literario. El filme, que adapta la novela homónima de Antonio Di Benetto, se estrenó en el Festival de Cannes de este año. Recién llegó a México como parte de la 63 Muestra Internacional de Cine de la Cineteca. La escritora argentina Selva Almada escogió un par de fragmentos de El mono en el remolino. Notas del rodaje de Zama de Lucrecia Martel, su crónica de la filmación de la cinta, que se reproducen aquí. El libro fue publicado por Literatura Random House este año.

 

La caranday brota del suelo pantanoso, anegado por las lluvias del otoño. Un otoño de treinta y cinco grados en Formosa. La caranday se eleva. Un tronco largo y flaco que desde el nacimiento de la copa acumula hojas viejas, hojas secas, capa sobre capa: la pollera de la caranday. Un rasgo que la distingue de otras especies. La pollera de las más jóvenes es liviana y deja pasar el viento norte que le saca, de a ratos, música: un sonido seco, crepitante.

El campo formoseño está lleno de carandayes. Las vacas se comen los brotes recién nacidos. Pero la pequeña caranday es porfiada. Rebrota. Año a año gana altura hasta que llega ahí donde la vaca no.

A pesar de la temporada de lluvias que acaba de terminar, fines de mayo, casi finales del otoño también, el pasto amarillea. Engaña porque ahí donde parece todo seco, abajo, apenas termina -o empieza- el pasto, en la raíz, todo es humedal.

Para entrar a este campo, una de las locaciones de Zama, hay que desandar unos quinientos o seiscientos metros arriba de un acoplado tirado por un tractor. Inmenso barrial en el que un auto se hundiría hasta las manijas. Se puede entrar de a pie también. Hay que ir vadeando el camino roto por el ir y venir del tractor que hace varios viajes al día, cuantos hagan falta. Caminar por los bordes del camino donde todavía queda pasto y agua. Y pozos que se tragan de repente un pie desprevenido. Tal vez madrigueras vacías, parideros del verano, cuando esto está todo seco.

El barro se pudre. Tiene olor a bicho. En los tramos donde es completamente chirle, veinte, treinta centímetros de pantano, donde las patas se hunden hasta las canillas, de a ratos parece moverse, explotan pequeños globos de aire en la superficie aterciopelada. Es un organismo vivo que respira.

*

La mujer tiene más de ochenta años. Es una pilagá y vive en Campo del Cielo. La trajeron en un remís y la acompaña un lenguaraz, puntero del gobernador Gildo Insfrán.

Es ciega.

La van a buscar a la zona donde están las carpas del catering, la sientan en una silla de plástico y la traen entre dos hombres que levantan el improvisado palanquín y lo llevan tambaleando en el barro. Ella se agarra fuerte de los apoyabrazos y llora. Tiene miedo de que los hombres la dejen caer.

Recién cuando se calma, filman su escena: debe hablarle en pilagá a Diego de Zama que duerme en una hamaca. La voz de la anciana es tan débil, que el sonidista tiene que ingeniárselas para poder registrarla, para captar ese hilo fino, sutil, casi invisible como el hilo de una araña.

*

Los Mellizos son correntinos y entraron a la película de pura casualidad. Uno de ellos fue a llevar a la hija al casting. Ese día sólo estaban eligiendo niños, pero Verónica dijo que además necesitaban a dos hombres muy parecidos entre sí para el papel de los soldados mellizos; que si conocían, avisen.

Él levantó la mano y dijo que tenía un hermano gemelo, que habían trabajado juntos en la película Doña Bárbara.

Son exactamente iguales, pero uno tiene una cicatriz en la mejilla. Un balazo, en una pelea.

*

María es guaraní, de la provincia de Misiones. Tiene treinta años, siete hijos, un padre chamán y un marido representante de su comunidad ante organismos internacionales. Es alfabetizadora.

Vestida de jeans, botitas de cuero y un sueter, hablando por celular con los hijos en el hall del hotel, su belleza pasa desapercibida.

En la película es la manceba de Diego de Zama.

Apenas cubierta por una tira de lienzo morado que va desde abajo de sus axilas hasta las rodillas, con el pelo negro, suelto, abierto por una ancha raya rapada a la mitad del cuero cabelludo, con las manos y los brazos pintados de verde, María es de una hermosura que desarma.

Sentada en una choza con otras mujeres, niños, perros y gallinas sueltas, María destasa pescados, mete su delicada mano verde y arranca un puñadito de vísceras, rojas como margaritas. Hace sin mirar, la cabeza erguida, la vista clavada en el Paraná.



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Diario de rodaje

La caranday brota del suelo pantanoso, anegado por las lluvias del otoño. Un otoño de treinta y cinco grados en Formosa. La caranday se eleva. Un tronco largo y flaco que desde el nacimiento de la copa acumula hojas viejas, hojas secas, capa sobre capa: la pollera de la caranday. Un rasgo que la distingue de otras especies. La pollera de las más jóvenes es liviana y deja pasar el viento norte que le saca, de a ratos, música: un sonido seco, crepitante.

El campo formoseño está lleno de carandayes. Las vacas se comen los brotes recién nacidos. Pero la pequeña caranday es porfiada. Rebrota. Año a año gana altura hasta que llega ahí donde la vaca no.

A pesar de la temporada de lluvias que acaba de terminar, fines de mayo, casi finales del otoño también, el pasto amarillea. Engaña porque ahí donde parece todo seco, abajo, apenas termina -o empieza- el pasto, en la raíz, todo es humedal.

Para entrar a este campo, una de las locaciones de Zama, hay que desandar unos quinientos o seiscientos metros arriba de un acoplado tirado por un tractor. Inmenso barrial en el que un auto se hundiría hasta las manijas. Se puede entrar de a pie también. Hay que ir vadeando el camino roto por el ir y venir del tractor que hace varios viajes al día, cuantos hagan falta. Caminar por los bordes del camino donde todavía queda pasto y agua. Y pozos que se tragan de repente un pie desprevenido. Tal vez madrigueras vacías, parideros del verano, cuando esto está todo seco.

El barro se pudre. Tiene olor a bicho. En los tramos donde es completamente chirle, veinte, treinta centímetros de pantano, donde las patas se hunden hasta las canillas, de a ratos parece moverse, explotan pequeños globos de aire en la superficie aterciopelada. Es un organismo vivo que respira.

La mujer tiene más de ochenta años. Es una pilagá y vive en Campo del Cielo. La trajeron en un remís y la acompaña un lenguaraz, puntero del gobernador Gildo Insfrán.

Es ciega.

La van a buscar a la zona donde están las carpas del catering, la sientan en una silla de plástico y la traen entre dos hombres que levantan el improvisado palanquín y lo llevan tambaleando en el barro. Ella se agarra fuerte de los apoyabrazos y llora. Tiene miedo de que los hombres la dejen caer.

Recién cuando se calma, filman su escena: debe hablarle en pilagá a Diego de Zama que duerme en una hamaca. La voz de la anciana es tan débil, que el sonidista tiene que ingeniárselas para poder registrarla, para captar ese hilo fino, sutil, casi invisible como el hilo de una araña.

Los Mellizos son correntinos y entraron a la película de pura casualidad. Uno de ellos fue a llevar a la hija al casting. Ese día sólo estaban eligiendo niños, pero Verónica dijo que además necesitaban a dos hombres muy parecidos entre sí para el papel de los soldados mellizos; que si conocían, avisen.

Él levantó la mano y dijo que tenía un hermano gemelo, que habían trabajado juntos en la película Doña Bárbara.

Son exactamente iguales, pero uno tiene una cicatriz en la mejilla. Un balazo, en una pelea.

María es guaraní, de la provincia de Misiones. Tiene treinta años, siete hijos, un padre chamán y un marido representante de su comunidad ante organismos internacionales. Es alfabetizadora.

Vestida de jeans, botitas de cuero y un sueter, hablando por celular con los hijos en el hall del hotel, su belleza pasa desapercibida.

En la película es la manceba de Diego de Zama.

Apenas cubierta por una tira de lienzo morado que va desde abajo de sus axilas hasta las rodillas, con el pelo negro, suelto, abierto por una ancha raya rapada a la mitad del cuero cabelludo, con las manos y los brazos pintados de verde, María es de una hermosura que desarma.

Sentada en una choza con otras mujeres, niños, perros y gallinas sueltas, María destasa pescados, mete su delicada mano verde y arranca un puñadito de vísceras, rojas como margaritas. Hace sin mirar, la cabeza erguida, la vista clavada en el Paraná.



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Signos de lo literario

Para quienes han leído la novela Zama (1956), de Antonio Di Benedetto, el cuarto largometraje de Lucrecia Martel se siente poco familiar y distanciado, un efecto, imagino, buscado por la autora. A pesar de la insistencia de la publicidad en que el Diego de Zama cinematográfico está basado en el literario, las diferencias los convierten en personajes que comparten poco más que un nombre y contadas peripecias. El de la novela se nos presenta como una voz omnipresente y poderosa, tanto por su posición en el sistema administrativo en una apartada localidad del Virreinato del Río de la Plata como por su situación en el relato, al que accedemos únicamente a través de su voz. Al mismo tiempo, esa voz –buscadamente masculina, ampulosa, americana pero con ínfulas europeas– se nos presenta como algo grotesco: el poder sostenido por un tipo a todas luces incapaz, sin decisión y, claro está, guiado por fantasías sexuales que repercuten en las decisiones que toma. En Di Benedetto Zama es una sátira del espacio de poder, ataviado aquí con peluca, chaquetín y una espadita que, haciendo eco de un falo inoperante, pero que en los primeros capítulos viola a una mujer, cuelga del cinto.

En la película de Martel, en cambio, la omnipresencia de Zama se traduce en una sobrepoblación de primeros planos. La expresión con la que el actor Daniel Giménez Cacho decidió encapsular al personaje es de perplejidad, como si fuera poseedor de una resignación existencial propia de alguien sin potestad alguna. Los planos con los que Martel compone a Zama –su peluca blanca siempre al borde de sabotear la cresta de su cabeza– lo definen como un personaje ahogado, a la manera de los cuentos de Horacio Quiroga, tal vez una de las influencias más ostensibles de la directora, en la omnipotencia del “alrededor”. El Zama de Martel se nos aparece de inmediato como un hombre pobre, sucio y precario, imbuido en tensiones que le resultan incomprensibles. La crítica de las varias formas del imperio que leemos en el texto de Di Benedetto se impregna en la película de una visión nihilista, general y deslocalizada sobre el ejercicio del poder.

Vi la película en su estreno estadounidense, en el New York Film Festival. En ese escenario, uno de los más lujosos de la ciudad, Martel se definió como una cineasta periférica, a pesar de que el programador calificó de “clásico” a su Zama. El caso se puso aún mas interesante: Martel declaró, haciendo eco de Flaubert, “Zama soy yo”. Cuando Flaubert defendía a su Mme. Bovary ante las cortes de justicia y censura lo que estaba en juego era su libertad como artista; en el caso de Martel, la defensa parece injustificada, y más después del despliegue publicitario que nos invadió los días posteriores a su estreno en los festivales europeos de renombre. Pero eso nada tiene que ver con el valor estético de la película, sino con los varios minutos al principio, donde transcurren los nombres de productores, productores asociados, productores ejecutivos, compañías productoras, festivales, fondos, etcétera. En cierta forma uno puede paladear los diez años que tomó a Martel terminar la cinta, junto a las estrategias utilizadas para juntar dinero y capear los problemas de producción. Tal vez sea coincidencia –o no– que el año pasado se haya publicado Zama en Estados Unidos, en una premiada traducción de Esther Allen. El vínculo con la literatura y el mercado no se acaba ahí: unos meses después de que se estrenó la película apareció en libro el diario de rodaje que Selva Almada llevó durante la última etapa, ampliando y tal vez explicando las vertientes estéticas de este abstracto filme.

Todo esto hace pensar que uno ve en Zama mucho más que una película. En ella se trasluce el sistema cinematográfico, sus transacciones, sus negociaciones y hasta el tráfico de influencias. En la primera parte, la que sucede en el pueblo, por ejemplo, la cinematografía, especialmente en interiores, conserva algo de la textura de las teleseries brasileñas. Asimismo, el casting rinde homenaje a la mano con la que los productores son capaces de modelar la obra de una cineasta. Incluso el arte, el vestuario y el maquillaje parecen estar en concordancia con las necesidades de la industria de los premios (leí en un artículo sobre los procesos utilizados para teñir las telas con las que se vistió a las mujeres indígenas). Me permito concluir, entonces, que las palabras flaubertianas usadas por Martel para presentar la película tienen que ver con el modo en que la adaptación de una novela sobre el poder de repente la dejó a ella, cineasta, enmarañada en la versión actual de los particulares sistemas de influencias de esta poderosa industria. Una pequeña ironía trenzada para quienes conocen bien una crítica que ya tiene larga data en el mundo literario.

Y aún así, esta especie de patchwork que es Zama incluye imágenes, dramatizaciones y momentos estéticos sublimes que nos remiten al mejor trabajo de Martel. La interferencia de los animales y los fantasmas, por ejemplo, unido a la presencia jabonosa de los cuerpos que actúan como carne más que como personajes, modelan una contrahistoria, transformando la peripecia en una cuestión más bien abstracta, en una justificación necesaria para la industria. El momento en que la película logró capturar mis ojos fue cuando la anécdota salió definitivamente de los interiores y expuso a los personajes a la intemperie absoluta. La naturaleza se vuelve marco para los cuerpos transformados artaudianamente en pura crueldad por el vínculo con lo desconocido. Así, Martel remite y transforma la dicotomía civilización-barbarie, archiconocida en la tradición literaria rioplatense. La cita a la película de Nelson Pereira dos Santos, Qué sabroso estaba mi francés (1971) –los cuerpos pintados de rojo entre pastizales verdes, ríos y riachuelos–, tal vez no sea tan rebuscada cuando la civilización termina traicionándose a sí misma, devorada por los paisajes que alguna vez parecieron domados. Una pequeña, mínima venganza caníbal, pues, al sistema que quizá la devoró.



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