En términos de imaginería cinematográfica, no hay tanta diferencia entre el guapísimo asaltabancos gringo, que huye hacia México de los cazarrecompensas y la policía montada, con su costal repleto de dólares a la espalda, y el guapísimo Conlon Nancarrow, con su costal repleto de ritmos desordenados y rollos futuros de pianola enloquecida, huyendo del fascismo protomacartista estadounidense. Ambos forajidos fueron impulsados por un instinto natural: huir del miedo y de la censura de pulsiones incontrolables. A diferencia del gringo solitario, condenado a vivir en un escondrijo miserable en el desierto de Sonora, Nancarrow intuía que una familia moral lo abrazaría en México: los intelectuales republicanos que huyeron del franquismo y fueron recibidos en nuestro país por la bonhomía institucional cardenista. A diferencia de estos refugiados, en su mayoría intelectuales bien seleccionados, de primera clase, él fue un soldado de trinchera voluntario de la Brigada Abraham Lincoln: un soldado raso por gusto propio, en país ajeno, no seleccionado pero sí clasificado.
Nancarrow no pretendió ser un asilado español, ni siquiera velado. Cuando llegó a México a los 28 años, en 1940, ya no era “gringo” (le negaron la renovación del pasaporte en EEUU por haber peleado contra Franco; imagine, lector, este escenario en carne y país propios). Aún no era mexicano (no hablaba español, ni siquiera conocía el huitlacoche), y si bien se ofrendó en cuerpo y alma a la República, nunca fue español (“esa experiencia en España no fue para nada un paseo cultural: lo único que vi fue lodo, piedras y trincheras”). Además, en 1940 era apenas un compositor en ciernes (sin saberlo ya tenía publicados un par de scores en el New Music Edition de Henry Cowell). Con esta identidad difuminada cualquier referencia forzada al idealismo western hollywoodense es retórica pura.
Hablemos de cosas más serias: de la soledad autoimpuesta, de su decepción tras la Guerra Civil y la traición de Stalin, de la muerte brutal de sus terruños, y de su arribo físico y psicológico, sin escalas, al surrealismo totémico mexicano (particularmente reacio a la gringada). Hablemos también de su obra posterior, de sus rollos de pianola convertidos en columnas de mármol carcomidas por termitas, politempi canonicus mexicanis monumentales; de su amistad con Juan O’Gorman, con John Cage, con György Ligeti, con Julio Estrada (hijo de asilados españoles), y de la prácticamente nula relación con el mundillo musical mexicano, nacionalista de entrada, muchas veces superficial, retórico, demagógico, copión, provinciano y recién perfumado por el tufillo dodecafónico, academicoide-perlitas-de-vidrio, de Rodolfo Halffter (otro asilado español seleccionado). Hablemos de la herencia de Nancarrow, que le permitió pasar del modo “s o s”, al modo “creador independiente” durante una buena parte de su vida como compositor. Hablemos de su irónico (por estadounidense) Genius Award, otorgado por la MacArthur Foundation, que resultó una oportuna extensión financiera de su agotada herencia; y finalmente del nulo (miserable y tardío) reconocimiento de la maquinaria cultural mexicana a su nueva nacionalidad y sobre todo a su obra (aquí siempre fue un “gringo loco con casco de explorador que hace música para pianolas”). Hablemos del carácter y la confianza intelectual que implica tejer en soledad texturas politemporales como una pila de huipiles guatemaltecos entretejidos, que le demandaban pasar sus diez dedos de alquitrán entre cientos de hilos policromos por meses, sin posibilidad de revisar el tramado resultante. Hablemos, pues, de uno de los genios de la música de la posguerra, pionero de la simbiosis entre máquina e interpretación, música y ciencia, identidad y percepción, tiempo y memoria, relatividad y determinismo.
Nacido en Texarkana (Arkansas) en 1912, Nancarrow se nacionalizó mexicano en 1955. El compositor manifestó desde muy joven un espíritu contestatario y una arrogancia gentil pero directa. Si bien su infancia y la de su hermano transcurrieron en un ambiente privilegiado de clase alta, el éter general en la provinciana Texarkana (y de todo el Sur de los EEUU) era severo: se padecía el ambiente racista y la prepotencia blancas a nivel de linchamientos públicos, antorchas humanas, patadas, discriminación, segregación e insultos cotidianos a hombres, mujeres y niños de origen africano. Saber qué huella dejó el ambiente de su barrio al joven Nancarrow es imposible, pero si contrastamos a los neandertales racistas que caminaban por la calle con los homo sapiens que habitaban en casa (servidos domésticamente quizá por afroamericanos), no es difícil imaginar de dónde provino el carácter disidente, de resistencia general a la hegemonía, el sentido de la solidaridad, la sencillez de espíritu y el ser gentil del Nancarrow maduro.
La historia de su vida, sin embargo, como la de muchos compositores, es anticlimática, de bajo perfil, pulcra y consecuente: una historia de vida que deja una impronta en la obra misma. Supervivencia, amor, familia, acompañamiento y soledad profunda, disciplina férrea, silencio interno, amor a la teoría, observación desmesurada del mundo y curiosidad sedienta. Los compositores nos hacen escuchar lo que se destila en el alambique más profundo de su inteligencia y su capacidad de introspección, y la obra de los genios como Nancarrow es siempre premonitoria de los tiempos que vienen y a la vez inescrutable en su abstracción, empírica, absurda y arbitraria. Si los compositores fueran presidentes no necesitaríamos pasaportes.
La valentía y la unicidad de Nancarrow no radica en los balazos de su juventud (y miren que los echó) ni en su destierro voluntario. Tampoco radica en esa etapa juvenil de migraciones o peregrinajes intelectuales (a veces pura literatura) que muchos nunca terminamos. La valentía de Nancarrow radica en su firmeza de druida para cavarse y después escabullirse en su cueva aislada de ruido para desarrollar una obra en soledad intelectual total. Los placeres de la vida eran aparte: Nancarrow fue un druida-fashion, un ermitaño-dandi, un Glöckner von Notre-Dame milimétricamente rasurado, un chef, un sibarita de exclusividades, entre ellas el mentado huitlacoche, que ni John Cage conocía. Comía los pastosos mangos de Manila, su fruta favorita, contemplando una maciza y brillante pitaya partida en dos (hermosa, cósmica pero desabrida) porque Nancarrow creía en otra simbiosis: lo visible y la sapidez. Y también creía que entre la música que uno cree escuchar y la que realmente escucha hay un espacio que sólo se puede entender a través de una noción mareada del tiempo. Y fue a ese hoyo negro, virgen, el de una percepción temporal aturdida, al que Nancarrow dedicó su vida.
Un “aislado” (calificativo paradigmático para referirse a Nancarrow) no es aquél que es ignorado por los demás, sino aquél que ignora su entorno. Nancarrow quizá fue uno de los compositores de la vanguardia de los cincuenta más enterado. Su biblioteca era la impronta de una curiosidad con problemas vocacionales. Estaba al día en cuanto a las novedades de la vanguardia musical, pero también de la filosófica, la culinaria, la sexual, la psicológica, la literaria y la científica. Más de seis mil libros y discos cambiaron su vida, nunca los pudo nombrar y por fortuna nadie le preguntó cuales eran sus tres favoritos. Cuando se ponía melancólico estudiaba mandarín y luego pasaba en limpio sus partituras de pianola, comiendo mandarinas. Murió en paz con la vida, estoy seguro. Tiempo antes le pidió a su mujer que destruyera su legado, considerando que carecía de importancia. Ese legado después fue vendido a la Paul Sacher Foundation, donde también se congelan los archivos de otros genios.
Nancarrow marcó mi vida como un peyote de nahual: absorbí de su sapiencia y sentido del humor sin darme cuenta, y se me quedó en el corazón. Escuchada directo de sus pianolas, su música me estremecía el alma. Conlon me peguntó si quería componer una pieza en su pianola. Mi primer intento fue, como él me dijo, “un poco triste”. Al tercero expresó “…better”. Me dijo que si mi polifonía estaba bien pensada, me despreocupara de la armonía, lo que equivale a decir que si las veredas son buenas no importa la lluvia. Esa fue su única lección. Mi tercera pieza, no obstante que se estrenó en Donaueschingen, siempre sonó a refrito nancarrowiano porque, ¿saben?, la pianola no hace milagros y las pianolas de Nancarrow, mecedoras bien domesticadas, parecían obedecerlo sólo a él. Por eso su influencia no se puede medir en referencias directas, entrecomillados o prestissimos desatados. Sus estudios para pianola son más hondos y premonitorios porque cada uno se deriva de reflexiones profundas y serias sobre la relación entre el ser humano (y su noción escurridiza del tiempo) y la máquina (sin noción escurridiza alguna). Por ello es difícil establecer cuál fue el impacto de su obra en la Ciudad de México, donde se ofrecieron un par de conciertos con sus pianolas. Además, disociado de la academia, es imposible rastrear influencias (si por ello se entiende hacer ejercicios de cánones de tempo o hacer análisis de su obra para pasar el semestre). Admiradores y repetidores tiene muchos. Sonar à la Nancarrow es fácil.
Sin saberlo quizá, Conlon escogió un país que encajaba perfectamente en su pensamiento politemporal y su visión del tiempo. Nunca se refirió a México como un país “surrealista”, noción superficial de turistas que no entendieron nada. Por mi parte, soy un nancarrowiano que disimula. Una de las múltiples formas en que veo a México es a partir del tamiz de su obra, sí, pero esta síntesis es apenas visible, de ahí el disimulo: eventos diversos, contradictorios, simultáneos; patrones perdidos en complejidades culturales, identificación imposible de diversidades, estructuras contradictorias de lo insignificante, masas cuyo destino es autodestruirse, o la dilución de patrones culturales. La influencia de Nancarrow no es algo que inicia, que arranca, que se anuncia: yace en el llano, está presente sólo para quien quiera verla y transformarse con ella.
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