¿Qué (o quién) estropeó la vida de Vincent Van Gogh? La exploración ficcional/policial que Dorota Kobiela y Hugh Welchman realizan alrededor de ese enigma, en el filme Loving Vincent (2017), tiene la textura que sólo puede tener un dolor extraordinario. El eje de esa pesquisa es la obra del artista, pero entendida como una clave de asociación sensible que entra en cada una de esas imágenes para tratar de encontrar lo más importante que esconden. Las pinturas de Vincent pierden su origen (cualquiera que éste fuese) y vuelven a su condición de materia abismal a donde van a callar preguntas terribles. Y si esas imágenes cobran vida es porque cualquier intento de responder esas preguntas requiere, necesariamente, de un salto entre dos dimensiones, aquella en la que se mueve el legado conocido, y la otra, la que, entre tinieblas, todavía permite el desboque de la imaginación.
Hay un mensajero entre esos planos posibles. Armand Roulin, el hijo del cartero de Vincent, tiene que entregar, por deseo de su padre, una carta a Theo, y el mapa de esa misión es un guión creado a partir de 134 pinturas del artista, plasmado con actores reales y luego rotoscopiado por un equipo profesional de cientos de animadores. La luz que entra y sale del dilema sobre la muerte de Vincent, entonces, entra y sale, también –y literalmente- de la pantalla, con una cadencia difícil de precisar en palabras. “Prodigio técnico” es la primera tentación que viene a la mente, si no fuera porque la expresión podría aplicarse a cualquier artefacto en el que destacaran ciertas maniobras deslumbrantes, hoy puestas, la mayoría de las veces, al servicio de espectáculos estériles. Loving Vincent es mucho más porque funda y representa un espacio de riesgo que no es sólo artístico, en la medida en que parece consciente del lugar algo incómodo que puede llegar a ocupar en el futuro escaparate de la mitología de museos y, aún así, empuja hasta límites increíbles las capacidades de su propuesta. Loving Vincent es un film conmovedor porque asume con sensibilidad e inteligencia el hecho irrefutable de que ficcionalizar el camino que conduce a un suicidio requiere siempre de la protección de un lenguaje especial, consciente de los peligros que semejante apuesta necesariamente conlleva, y crea ese lenguaje con pudor y dedicación. Desde aquellos lejanos experimentos del pionero Ralph Bakshi, sólo Richard Linklater supo justificar plenamente el uso de las técnicas que aquí reaparecen. Tanto la realidad lisérgica de A Scanner Darkly (2006) como la indagación filosófica de la eternidad en la extraordinaria “Waking Life” (2001) le habían exigido, entre tantas otras cosas, replantearse la forma en que el cine da cuenta de un tiempo que viene del pasado y el futuro al mismo tiempo, pero que no tiene nada que ver con éste, nuestro presente. “Loving Vincent” comparte con ellas esa creencia genuina, y transcurre en el mismo espacio de resucitación de pérdidas irreparables.
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