martes, 31 de octubre de 2023

Terror en MUBI

La plataforma MUBI, caracterizada por su selección cuidadosa de cine de autor, ofrece selecciones temáticas de cintas que permiten acercarse a las imágenes en movimiento a partir de diversos intereses. En estas fechas, concretamente, vale la pena detenerse en Mira si te atreves: horror de Halloween y Criaturas fantásticas y cómo esconderse de ellas, antologías de filmes de terror y relatos extraños que, dentro de su marco genérico, ofrecen ejercicios fílmicos de gran originalidad.

Estas cinco recomendaciones de cintas inquietantes son apenas la punta del iceberg. Gracias a nuestra alianza con MUBI, podrás obtener 30 días gratis suscribiéndote desde aquí, para verlas todas.

 

Halloween

John Carpenter, 1978

 

Hábil para la construcción de atmósferas inquietantes (imposible olvidar la neblina fosforescente de La niebla, 1980), John Carpenter logra en este filme acaso el epítome entre ellas. Estrenada hace exactamente 45 años, la vitalidad de Halloween sigue siendo inagotable –no así la profunda veta que abrió y que continúa dando. El secreto puede alojarse en la simpleza de sus trazos y en una narración directa: la noche de brujas, un suburbio, un puñado de chicos con disfraz, una niñera… y un asesino suelto. La construcción del asesino atiende también a lo esencial. Michael Myers es un monstruo sin expresión, sin lenguaje y sin motivación para matar, una masa irracional que avanza con la certera lentitud del tiempo.

Si algo más se necesitaba, Carpenter lo consiguió: Halloween tiene uno de los mejores temas para cintas de terror, compuesto por él mismo en concordancia con el estilo de la cinta –sencillo y al grano–, sólo con un sintetizador. Maestro de las películas de bajo presupuesto, el director estadounidense consiguió con ésta un margen de ganancia bastante considerable. El éxito en taquilla le permitió hilar un puñado de proyectos que hoy son clásicos, y que lo convirtieron en una verdadera leyenda del género. Los más famosos: La cosa del otro mundo (1982) y Sobreviven (1988).

 

Un hombre lobo en Londres

John Landis, 1981

 

Con poquísimos elementos, la primera secuencia sugiere el eje que vertebra este clásico: el resultado de la imposible unión de dos polos opuestos no puede ser más que monstruoso. Cuando una camioneta irrumpe en el paisaje rural del norte de Inglaterra la modernidad estadounidense, representada por los dos amigos mochileros de infladas chamarras de nailon, mira de frente a la tradición inglesa, esos campesinos de boina y blazer de lana, renuentes hasta la médula a cualquier variación en sus rutinas diarias. 

Aquí John Landis no sólo pone en escena el terrorífico matrimonio entre la bestia y el hombre que da título al filme –del cual sólo puede resultar un híbrido voraz e hiperquinético, incapaz de dominar sus instintos y culpable por no lograrlo, ¿el hombre posmoderno?– sino que desnuda también el astuto procedimiento formal que lo anima. Hablamos de la mezcla de dos géneros en teoría discordantes, el horror y la comedia, que terminará dando a luz un extraño e inolvidable entretenimiento ochentero.

 

El proyecto de la bruja de Blair

Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, 1999

 

A mediados de los noventa el terror, hasta entonces estancado en fórmulas bien digeridas, experimentó cierto resurgimiento acorde a la época, es decir, repleto de referencias a la historia misma del género. Scream (1996) y Sé lo que hicieron el verano pasado (1997), por ejemplo, se sostienen en personajes que crecieron viendo cintas de terror y están conscientes de los recursos y convenciones del género. Artificio sobre artificio, o metacine, que pronto se tornó en el territorio perfecto para diluir el miedo.

El proyecto de la bruja de Blair trajo de vuelta la emoción que cimienta el género, aparentemente apelando a lo contrario: dosis altas de realidad. Se trata de la filmación lograda por un grupo de estudiantes perdido en los bosques de Maryland mientras realiza un documental sobre rituales y asesinatos. La famosa campaña de promoción de la cinta, lanzada meses antes del estreno, incluía una página web con detalles de la desaparición del grupo, y en algunos lugares se repartieron volantes pidiendo ayuda para localizarlo.

El artificio no tardó en revelarse. Los actores de este falso metraje real, sometidos a un proceso que emulaba las condiciones que habrían sufrido los estudiantes, filmaron la cinta guiados por los directores: metacine en su faceta documental, al que hoy fácilmente podemos emparentar con las noticias falsas y el deep fake. Sostenida quizá demasiado en este inteligente truco, no se puede negar que El proyecto de la bruja de Blair adelantó el reloj un par de décadas.

 

Los otros

Alejandro Amenábar, 2001

 

Cuando las ideas se agotan, el regreso a lo clásico siempre es una opción para dar un paso al frente. Este cuento de fantasmas apareció como un remanso de elegancia en el panorama cada vez más recargado del terror Y2K. La batuta en el guion y la dirección la llevó Alejandro Aménabar, que impuso a sus productores (Tom Cruise, uno de ellos) la condición de filmar en España con su equipo habitual. Esta reunión de métodos de trabajo y tradiciones distintas funciona como marco perfecto para una historia inspirada en Otra vuelta de tuerca, de Henry James, que en su biografía sintetiza precisamente esta mezcla. Concentrado en no ser una adaptación más de la famosa novela (que tuvo su punto cumbre con The Innocents –1961–, de Jay Clayton), el filme aumenta la importancia de la rígida protagonista, que resulta ser Nicole Kidman en una actuación brillante, llenándola de matices hasta ofrecer un complejo retrato de su psique.  

Al aire añejo de los decorados y la iluminación (en algunas secuencias realizada con velas) se contrapone una vigorosa cámara que vuela por el techo o recorre las escaleras de arriba a abajo, y simboliza aquello que la mujer repele y desea en partes iguales. La culpa católica que le ocasiona el hastío de ser madre y el miedo al castigo por encontrarse del lado ganador persiguen a la protagonista hasta ponerla frente a lo que más teme: su propia oscuridad ¿Hay algo que asuste más?

 

Cordero

Valdimar Jóhannsson, 2021

 

Debajo de su disparador narrativo, no es un secreto, el cine de terror desliza los temores más extendidos de la época. Puede que en Midsommar (2019) morir sacrificado en un ritual de verano cause menos espanto que envejecer y resultar un estorbo. Y que en El legado del diablo (2018) Satanás no provoque ataques de ansiedad tan extremos como aquellos que vienen al enfrentar la historia familiar y el origen del narcisismo. El primer largometraje del director islandés Valdimar Jóhannsson extiende su halo siniestro en direcciones inesperadas, hasta volver borrosa la causa del miedo. Esa ambigüedad revitaliza a un género propenso a ciertos tics indelebles. Y lo vuelve fascinante.

Sin contexto alguno, asistimos al momento en que una pareja decide adoptar un corderito mutante, que hace las veces de su bebé. En lo más apartado de una tierra desierta el evento parece natural, pues nada en la forma parece sugerir lo contrario. La decisión de suprimir elementos que indiquen el rumbo de la historia es un recurso narrativo brillante, que lanza significados en todas direcciones. La maternidad como mandato, la naturaleza tiránica buscando venganza, una inevitable mutación del cuerpo, el tedio de una vida sin humanos y hasta el amor romántico como fantasía vintage son aquí motores de perturbación. Bienvenida la época que le teme a sí misma.

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Octavio Gómez Rivero: palabras y materiales

La obra de Octavio Gómez Rivero (Ixtapa Zihuatanejo, 1995) parte de una anarqueología filosófica. El término sirve para contraponer la mutación a la permanencia, de ahí el prefijo an, la creación de un lenguaje para pensar fuera de la gobernabilidad. En su producción destaca el uso de materiales líquidos que luego se solidifican, creando cuerpos escultóricos e instalaciones que ponen en juego la mirada y nuestro propio reconocimiento; su investigación trata de entender qué ejes conectan las cosas y qué las diferencia. Suele desarrollar, además, un análisis de largo aliento, donde la escritura es el punto de anclaje. Visitamos su primer estudio, ubicado en la colonia Narvarte de la Ciudad de México, donde comenzó a trabajar apenas un mes atrás: una computadora, pilas de libros –que incluyen autores como David Graeber, Pedro Pitarch Ramón, Walter Benjamin y Johan Mijail– y algunos objetos –pruebas de materiales, ejercicios plásticos y dibujos– configuran su ecosistema creativo.

Durante la conversación aparecen citas de muy diversos autores –Agamben, Foucault, Valéry, Guattari, Deleuze o Gerardo Muñoz– con los que su trabajo dialoga, integrándolos a su imaginario. Los temas y las investigaciones que desarrolla Gómez Rivero buscan poner en jaque ciertas preconcepciones. “En los últimos dos proyectos que desarrollé entendí que había una lógica en torno a la piel, al concepto de capilaridad”, comenta al artista; “siempre estoy trabajando con la tensión superficial del agua o de los materiales, en un sentido temático o material. Paul Valéry dice que ‘lo más profundo es la piel’, y en el desarrollo de esta investigación descubrí que esto era también un tema de racialidad, la diferencia ontológica fundamental sería la pigmentación de la piel, entonces ahí empezó a haber una tensión mucho más intensa con la idea de cómo se construye una piel y los procesos de identificación”.

Octavio Gómez Rivero experimentó un proceso educativo que también escapa a la regla, y que se construye a sí mismo en el proceso: “Estudié de una forma muy ácrata, muy anárquica”. 

Octavio Gómez Rivero experimentó un proceso educativo que también escapa a la regla, y que se construye a sí mismo en el proceso: “Estudié de una forma muy ácrata, muy anárquica; tomé clases en la Facultad de Filosofía, tomé clases de pintura por un lado y de escultura por otro… Después de terminar la preparatoria hice mi propio sistema de enseñanza, no autodidacta, sólo anárquico”. Esto le permitió construir un cuerpo de investigación propio. Su labor dentro del mundo del arte incluye escritura de textos críticos, de sala y reseñas, así como curaduría. Es responsable de la sede mexicana de las galerías Agustina Ferreyra y Commonwealth and Council. “Trabajamos para poder trabajar”, concluye a propósito de la compleja realidad, un tanto precaria, a la que muchxs artistas se enfrentan.

Octavio Gómez Rivero

En un muro del estudio de Octavio Gómez Rivero. Fotografía: Emiliano J. Pardo

La constitución de uno mismo

En enero de este año presentó Lengua vítrea, su primera exposición individual, en el espacio Unión. Una serie de esculturas cristalinas ponían en tensión la relación de nuestra mirada con la aproximación a los fragmentos de alberca, agua condensada y circuitos de fluidos en suspensión. “Lo que me interesaba de esta exposición era pensar cómo se constituye uno, lo que Schürmann llama ‘la constitución de uno mismo como sujeto anárquico’, y cómo la nada –después de la caída de la metafísica, de la muerte de Dios– se vuelve un principio activo en la constitución de uno mismo”. El reflejo en el agua, el primer espacio de reconocimiento antes del espejo, relaciona una alberca de su infancia con el gozo y el verano, aunque también con la primera experiencia cercana a la muerte y un lugar no uniforme donde “viéndose a sí mismo intensamente puede conectar con el otro lado”. En Lengua vítrea el artista buscó que lxs visitantes llenaran la imagen, de ahí la decisión de trabajar con transparencias: “Quería que hubiera una especie de juego en donde la imagen se va llenando con las múltiples subjetividades”.

El reflejo en el agua, el primer espacio de reconocimiento antes del espejo, relaciona una alberca de su infancia con el gozo y el verano, aunque también con la primera experiencia cercana a la muerte. 

En la colectiva La casa erosionada, hasta el 8 de octubre en el Museo Anahuacalli, Gómez Rivero presentó Tierra caliente (2023), que involucra la memoria familiar, el uso del cuerpo, las implicaciones para quien decide dedicarse –como su abuelo y sus tíos– al trabajo con bronce, las experiencias compartidas con su madre y un gesto significativo: su primera exposición en un museo sucedió en el primer recinto que visitó. La pieza que se presentó en el sótano del Anahuacalli es una instalación videoescultórica realizada en colaboración con Sonia Rivero, su madre. “La escritura es mi punto de anclaje, pero no lograba resolver pictóricamente ciertas cosas y entendí que había una tensión más intensa con lo escultórico”. La obra emula un jarrón y fragmentos, como si estuvieran hechos de piedra volcánica, integrándose así al universo del edificio.

Octavio Gómez Rivero

Una pieza en el estudio de Gómez Rivero. Fotografía: Emiliano J. Pardo

Imagen en devenir

El proceso creativo de Octavio Gómez Rivero está en constante mutación. Muchas veces comienza con una intuición material, aunque es el texto el que le permite organizar el caos o descubrir lo que José Lezama Lima llama “una imagen en devenir”. “El centro de mi práctica es la poesía. La poesía como espacio donde pensamiento filosófico, agencia literaria y materialidad del mundo se distienden. Ahí está la fuente”. Sucede en su trabajo que a veces las imágenes avanzan más rápido que las palabras, y no consigue aterrizarlas sólo con el texto. Comienza entonces a explorar las posibilidades de la pintura o del material. En su obra hay poca figuración, predomina un proceso de abstracción y gestos mínimos: “Siempre que hago obra es con relación a ese otro lado que es muy inestable”. Su proceso tiene que ver con el diálogo constante con amigxs y la interlocución con sus contemporánexs.

El proceso creativo de Octavio Gómez Rivero está en constante mutación. Muchas veces comienza con una intuición material, aunque es el texto el que le permite organizar el caos o descubrir lo que José Lezama Lima llama “una imagen en devenir”. 

Uno de los motivos a partir del cual ha desarrollado su acercamiento al arte tiene que ver con el amor. “Amo a Félix González-Torres, amo a Hélio Oiticica, amo a Ana Mendieta, son mis amigos, están conmigo, es gente con la que pienso… Es una especie de juego transepocal desde los afectos se hacen pensamiento y viceversa. Imaginaciones, delirios, ensoñaciones, todas esas cosas crean el plano de la amistad como forma de vida”. El artista reconoce que la escritura es una práctica solitaria y el campo artístico le permitió crear en comunidad. “Cuando en mi casa hacían una escultura de bronce de dos metros de alto siempre había más gente –amigos, los encargados de los moldes, los fundidores, que eran mis tíos– y quizá por eso para mí el arte siempre ha sido un espacio de encuentro, de pasarla bien y reírse, aún cuando es una práctica de estudio. El arte no tiene que ver sólo con una especie de lógica de traducción personal sino con un espacio de covivencialidad”.

Octavio Gómez Rivero

Octavio Gómez Rivero afuera de su estudio, en la colonia Narvarte de la Ciudad de México. Fotografía: Emiliano J. Pardo

Durante mucho tiempo la práctica de Gómez Rivero sucedió en la intimidad –no así en la soledad. Al exponer sus piezas al público, este año, surgieron otras reflexiones sobre los espacios. En sus dos exposiciones, de manera no tan evidente, aparece la idea de un cadáver. Consciente de ello ha decidido tomar distancia de esta lógica y dirigir la mirada a algo más juguetón, más colorido, aunque igualmente gótico para su próxima producción. “Siempre tengo una idea concreta, pese a no saber si van a ser piezas más o menos abstractas, si voy a hacer moldes o no, siempre creo un lugar. Hay un lugar que siempre está en tensión con el otro lado, al que se puede entrar desde cualquier parte, porque cualquier cosa es un portal hacia ese sitio donde existe mi cuerpo de obra”.

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Octavio Gómez Rivero: palabras y materiales

La obra de Octavio Gómez Rivero (Ixtapa Zihuatanejo, 1995) parte de una anarqueología filosófica. El término sirve para contraponer la mutación a la permanencia, de ahí el prefijo an, la creación de un lenguaje para pensar fuera de la gobernabilidad. En su producción destaca el uso de materiales líquidos que luego se solidifican, creando cuerpos escultóricos e instalaciones que ponen en juego la mirada y nuestro propio reconocimiento; su investigación trata de entender qué ejes conectan las cosas y qué las diferencia. Suele desarrollar, además, un análisis de largo aliento, donde la escritura es el punto de anclaje. Visitamos su primer estudio, ubicado en la colonia Narvarte de la Ciudad de México, donde comenzó a trabajar apenas un mes atrás: una computadora, pilas de libros –que incluyen autores como David Graeber, Pedro Pitarch Ramón, Walter Benjamin y Johan Mijail– y algunos objetos –pruebas de materiales, ejercicios plásticos y dibujos– configuran su ecosistema creativo.

Durante la conversación aparecen citas de muy diversos autores –Agamben, Foucault, Valéry, Guattari, Deleuze o Gerardo Muñoz– con los que su trabajo dialoga, integrándolos a su imaginario. Los temas y las investigaciones que desarrolla Gómez Rivero buscan poner en jaque ciertas preconcepciones. “En los últimos dos proyectos que desarrollé entendí que había una lógica en torno a la piel, al concepto de capilaridad”, comenta al artista; “siempre estoy trabajando con la tensión superficial del agua o de los materiales, en un sentido temático o material. Paul Valéry dice que ‘lo más profundo es la piel’, y en el desarrollo de esta investigación descubrí que esto era también un tema de racialidad, la diferencia ontológica fundamental sería la pigmentación de la piel, entonces ahí empezó a haber una tensión mucho más intensa con la idea de cómo se construye una piel y los procesos de identificación”.

Octavio Gómez Rivero experimentó un proceso educativo que también escapa a la regla, y que se construye a sí mismo en el proceso: “Estudié de una forma muy ácrata, muy anárquica”. 

Octavio Gómez Rivero experimentó un proceso educativo que también escapa a la regla, y que se construye a sí mismo en el proceso: “Estudié de una forma muy ácrata, muy anárquica; tomé clases en la Facultad de Filosofía, tomé clases de pintura por un lado y de escultura por otro… Después de terminar la preparatoria hice mi propio sistema de enseñanza, no autodidacta, sólo anárquico”. Esto le permitió construir un cuerpo de investigación propio. Su labor dentro del mundo del arte incluye escritura de textos críticos, de sala y reseñas, así como curaduría. Es responsable de la sede mexicana de las galerías Agustina Ferreyra y Commonwealth and Council. “Trabajamos para poder trabajar”, concluye a propósito de la compleja realidad, un tanto precaria, a la que muchxs artistas se enfrentan.

Octavio Gómez Rivero

En un muro del estudio de Octavio Gómez Rivero. Fotografía: Emiliano J. Pardo

La constitución de uno mismo

En enero de este año presentó Lengua vítrea, su primera exposición individual, en el espacio Unión. Una serie de esculturas cristalinas ponían en tensión la relación de nuestra mirada con la aproximación a los fragmentos de alberca, agua condensada y circuitos de fluidos en suspensión. “Lo que me interesaba de esta exposición era pensar cómo se constituye uno, lo que Schürmann llama ‘la constitución de uno mismo como sujeto anárquico’, y cómo la nada –después de la caída de la metafísica, de la muerte de Dios– se vuelve un principio activo en la constitución de uno mismo”. El reflejo en el agua, el primer espacio de reconocimiento antes del espejo, relaciona una alberca de su infancia con el gozo y el verano, aunque también con la primera experiencia cercana a la muerte y un lugar no uniforme donde “viéndose a sí mismo intensamente puede conectar con el otro lado”. En Lengua vítrea el artista buscó que lxs visitantes llenaran la imagen, de ahí la decisión de trabajar con transparencias: “Quería que hubiera una especie de juego en donde la imagen se va llenando con las múltiples subjetividades”.

El reflejo en el agua, el primer espacio de reconocimiento antes del espejo, relaciona una alberca de su infancia con el gozo y el verano, aunque también con la primera experiencia cercana a la muerte. 

En la colectiva La casa erosionada, hasta el 8 de octubre en el Museo Anahuacalli, Gómez Rivero presentó Tierra caliente (2023), que involucra la memoria familiar, el uso del cuerpo, las implicaciones para quien decide dedicarse –como su abuelo y sus tíos– al trabajo con bronce, las experiencias compartidas con su madre y un gesto significativo: su primera exposición en un museo sucedió en el primer recinto que visitó. La pieza que se presentó en el sótano del Anahuacalli es una instalación videoescultórica realizada en colaboración con Sonia Rivero, su madre. “La escritura es mi punto de anclaje, pero no lograba resolver pictóricamente ciertas cosas y entendí que había una tensión más intensa con lo escultórico”. La obra emula un jarrón y fragmentos, como si estuvieran hechos de piedra volcánica, integrándose así al universo del edificio.

Octavio Gómez Rivero

Una pieza en el estudio de Gómez Rivero. Fotografía: Emiliano J. Pardo

Imagen en devenir

El proceso creativo de Octavio Gómez Rivero está en constante mutación. Muchas veces comienza con una intuición material, aunque es el texto el que le permite organizar el caos o descubrir lo que José Lezama Lima llama “una imagen en devenir”. “El centro de mi práctica es la poesía. La poesía como espacio donde pensamiento filosófico, agencia literaria y materialidad del mundo se distienden. Ahí está la fuente”. Sucede en su trabajo que a veces las imágenes avanzan más rápido que las palabras, y no consigue aterrizarlas sólo con el texto. Comienza entonces a explorar las posibilidades de la pintura o del material. En su obra hay poca figuración, predomina un proceso de abstracción y gestos mínimos: “Siempre que hago obra es con relación a ese otro lado que es muy inestable”. Su proceso tiene que ver con el diálogo constante con amigxs y la interlocución con sus contemporánexs.

El proceso creativo de Octavio Gómez Rivero está en constante mutación. Muchas veces comienza con una intuición material, aunque es el texto el que le permite organizar el caos o descubrir lo que José Lezama Lima llama “una imagen en devenir”. 

Uno de los motivos a partir del cual ha desarrollado su acercamiento al arte tiene que ver con el amor. “Amo a Félix González-Torres, amo a Hélio Oiticica, amo a Ana Mendieta, son mis amigos, están conmigo, es gente con la que pienso… Es una especie de juego transepocal desde los afectos se hacen pensamiento y viceversa. Imaginaciones, delirios, ensoñaciones, todas esas cosas crean el plano de la amistad como forma de vida”. El artista reconoce que la escritura es una práctica solitaria y el campo artístico le permitió crear en comunidad. “Cuando en mi casa hacían una escultura de bronce de dos metros de alto siempre había más gente –amigos, los encargados de los moldes, los fundidores, que eran mis tíos– y quizá por eso para mí el arte siempre ha sido un espacio de encuentro, de pasarla bien y reírse, aún cuando es una práctica de estudio. El arte no tiene que ver sólo con una especie de lógica de traducción personal sino con un espacio de covivencialidad”.

Octavio Gómez Rivero

Octavio Gómez Rivero afuera de su estudio, en la colonia Narvarte de la Ciudad de México. Fotografía: Emiliano J. Pardo

Durante mucho tiempo la práctica de Gómez Rivero sucedió en la intimidad –no así en la soledad. Al exponer sus piezas al público, este año, surgieron otras reflexiones sobre los espacios. En sus dos exposiciones, de manera no tan evidente, aparece la idea de un cadáver. Consciente de ello ha decidido tomar distancia de esta lógica y dirigir la mirada a algo más juguetón, más colorido, aunque igualmente gótico para su próxima producción. “Siempre tengo una idea concreta, pese a no saber si van a ser piezas más o menos abstractas, si voy a hacer moldes o no, siempre creo un lugar. Hay un lugar que siempre está en tensión con el otro lado, al que se puede entrar desde cualquier parte, porque cualquier cosa es un portal hacia ese sitio donde existe mi cuerpo de obra”.

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La casa de muñecas embrujada

M.R. James añadió la siguiente nota al final de su relato “La casa de muñecas embrujada” (1923): “Se dirá, tal vez, y no injustamente, que esto no es más que una variación de un relato anterior mío titulado ‘El grabado’. Sólo puedo esperar que haya suficiente variación en la locación para hacer de la repetición del motivo algo tolerable”. La verdad es que “La casa de muñecas embrujada” es un relato inferior a “El grabado” (1904), pero también debe decirse que la mayor parte de los relatos de M.R. James resuenan entre sí y sólo un puñado vale la pena. Leer varios de corrido es desaconsejable, pues uno los empieza a encontrar repetitivos. Es uno de los puntos flacos del género: si uno lee suficientes cuentos de fantasmas empieza a notar –incluso en relatos escritos en distintas lenguas, procedentes de distintas regiones– rimas, insistencias, temas. Es la razón, me parece, por la que funcionan mejor cuando se leen en antologías.

Aún así, este y otros cuentos de James le llamarán especial atención a quienes, además de lectores o asiduos del género, padezcan algún tipo de coleccionismo. No sólo abundan las escenas en las que un académico o un estudioso encuentra un manuscrito olvidado en alguna abadía, también –como ocurre al inicio de “La casa de muñecas embrujada”– se consignan los momentos ya no sólo de feliz hallazgo, sino del placer de la caza obsesiva (la escena inicial se da en una tienda de anticuario, y la conocida práctica del regateo).

Inflado, demasiado largo, el cuento intenta presentar de manera novedosa la situación de la casa encantada (hay una herencia en juego). Releyéndolo, aburrido, encuentro el interés en las notas a pie (en mi edición de sus cuentos completos, preparadas por Darryl Jones). Se explica en una que el cuento fue escrito por encargo, para formar parte de la biblioteca miniatura de la casa de muñecas que se le regaló a la reina María de Teck, cónyuge de Jorge V, en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial (fue construida entre 1920 y 1924, por el arquitecto Edwin Lutyens). Con electricidad y tuberías funcionales, la casa de muñecas más grande del mundo tiene algo ya no de ostentoso sino de obsceno.

Y aún así… ¿no es atractiva la idea de que en un museo se encuentra una casa de muñecas, con una biblioteca miniatura, en la que se incluye un volumen –manuscrito– sobre una casa de muñecas encantada? James fue sólo uno de los doscientos escritores a los que se les comisionó un texto para la biblioteca (Virginia Woolf se negó a participar). Y da gusto saber que, ante la tarea por encargo (ignoro si le pagaron), tuvo a bien sólo presentar una variación de un cuento que consideraba superior. Conan Doyle hizo algo similar y presentó para la minibiblioteca una especie de broma: el relato “Cómo Watson aprendió el truco”, en el que el médico intenta mostrarle a Sherlock Holmes que también él puede resolver casos, pero su método resulta completamente fallido.

Narraciones de segundo orden, realizadas por encargo, procedentes de un género que estaba irremediablemente vinculado a un mercado (como los cuentos navideños). Esa industria sigue viva, pero más como una atmósfera, la del entretenimiento. Como “El grabado”, este cuento tiene algo de cinematográfico: la casa de muñecas embrujada –como la del inicio de El legado del diablo de Ari Aster– cobra vida. A través de sus ventanas, iluminadas como si se viera un holograma, se puede atestiguar una tragedia en movimiento. Con su arquitectura gótica Strawberry Hill, la casa descansa sobre una mesa y, tras escucharse ominosamente el tañido de su diminuto campanario, quien duerme en esa habitación está condenado a ver lo que ocurre dentro de ella.

La imagen me recuerda al televidente noctámbulo, quien malgasta horas de sueño para ver La caída de la casa Usher en Netflix, una nueva entrega en la serie de miniseries que Mike Flanagan ha dedicado a casas embrujadas, aunque ello implique pisotear relatos de Poe, una novela de Shirley Jackson u otra de Henry James (de lo que ha cometido Flanagan para Netflix, yo rescataría algunos momentos de Misa de medianoche, de 2021). A propósito de adaptaciones de Poe, este ensayo de Geoffrey O’Brien sobre el ciclo de Poe de Roger Corman merece ser leído.

La casa de muñecas de James está erigida sobre una base llena de cajones. En ellos, en pequeños compartimentos, se encuentran cortinas a escala, muebles y otros objetos decorativos, que permiten cambiar los interiores de la casa al gusto de quien la posee. Estos objetos intercambiables, que dejan su huella en bases de fieltro, están ocultos, pero sabemos que están allí para que, en cualquier momento, algo viejo vuelva a presentarse como novedoso. Ya son famosas las palabras de Lucrecia Martel sobre las series, ese retroceso al arte narrativo del XIX, con su “estructura mecánica”. Vuelve aquí la imagen del cajón que se abre para revelar un compartimento secreto –como los que pueblan el escritorio del rey Carlos Alberto de Cerdeña–, como los muebles presentados en las cortinillas (muy a la Hitchcock presenta, muy a la Rod Serling) de El gabinete de curiosidades de Guillermo del Toro (2022), que eran especialmente deleitables.

¿Hay mucho más por pensar en relación a las series, los productos narrativos, las adaptaciones televisivas, los relatos intercambiables y las antologías como un género de la crítica? O ¿estamos, una vez más, en las aguas superficiales de la crítica cultural? En ellas chapoteó Mark Fisher, cuando escribió sobre series de segundo orden que aparecieron en la BBC (donde también se han transmitido múltiples adaptaciones de relatos de M.R. James, en su serie anual Cuentos de fantasmas para Navidad, que se transmitió a finales de los setenta, y de nuevo a partir de 2005).

Roal Dahl –a quien recientemente le hicieron la netflixeada, en una serie de cortos a cargo de Wes Anderson que subrayan lo performático de los relatos que operan como matrioshkas– conocía el terreno en el que vive el cuento de fantasmas, como algo que peligra ser adaptado, pero que también, hay que insistir, obedece fórmulas mecánicas. En la introducción a su antología Los fantasmas favoritos de Roal Dahl (1983) cuenta sencillamente cómo esa colección nació de una serie que ideó a finales de los cincuenta, pero que no pasó más allá del piloto. La experiencia, relata, se midió esencialmente en números (la cantidad de cuentos que tuvo que leer hasta dar con algunos que le parecieran buenos; los errores de cálculo financieros; el número de mujeres que escriben cuentos de fantasmas; el número de hombres; etcétera). Pero se atreve a afirmar: “Los mejores cuentos de fantasmas no tienen fantasmas en ellos. Al menos no se ve un fantasma. En su lugar sólo se ve el resultado de sus acciones”. Mesmerizado en la niebla del entretenimiento, intento poner atención a la presencia que pasa junto a mí, en cómo de pronto cae la temperatura y el nivel de la conversación. ¿Qué nombre tiene este espectro?

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La casa de muñecas embrujada

M.R. James añadió la siguiente nota al final de su relato “La casa de muñecas embrujada” (1923): “Se dirá, tal vez, y no injustamente, que esto no es más que una variación de un relato anterior mío titulado ‘El grabado’. Sólo puedo esperar que haya suficiente variación en la locación para hacer de la repetición del motivo algo tolerable”. La verdad es que “La casa de muñecas embrujada” es un relato inferior a “El grabado” (1904), pero también debe decirse que la mayor parte de los relatos de M.R. James resuenan entre sí y sólo un puñado vale la pena. Leer varios de corrido es desaconsejable, pues uno los empieza a encontrar repetitivos. Es uno de los puntos flacos del género: si uno lee suficientes cuentos de fantasmas empieza a notar –incluso en relatos escritos en distintas lenguas, procedentes de distintas regiones– rimas, insistencias, temas. Es la razón, me parece, por la que funcionan mejor cuando se leen en antologías.

Aún así, este y otros cuentos de James le llamarán especial atención a quienes, además de lectores o asiduos del género, padezcan algún tipo de coleccionismo. No sólo abundan las escenas en las que un académico o un estudioso encuentra un manuscrito olvidado en alguna abadía, también –como ocurre al inicio de “La casa de muñecas embrujada”– se consignan los momentos ya no sólo de feliz hallazgo, sino del placer de la caza obsesiva (la escena inicial se da en una tienda de anticuario, y la conocida práctica del regateo).

Inflado, demasiado largo, el cuento intenta presentar de manera novedosa la situación de la casa encantada (hay una herencia en juego). Releyéndolo, aburrido, encuentro el interés en las notas a pie (en mi edición de sus cuentos completos, preparadas por Darryl Jones). Se explica en una que el cuento fue escrito por encargo, para formar parte de la biblioteca miniatura de la casa de muñecas que se le regaló a la reina María de Teck, cónyuge de Jorge V, en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial (fue construida entre 1920 y 1924, por el arquitecto Edwin Lutyens). Con electricidad y tuberías funcionales, la casa de muñecas más grande del mundo tiene algo ya no de ostentoso sino de obsceno.

Y aún así… ¿no es atractiva la idea de que en un museo se encuentra una casa de muñecas, con una biblioteca miniatura, en la que se incluye un volumen –manuscrito– sobre una casa de muñecas encantada? James fue sólo uno de los doscientos escritores a los que se les comisionó un texto para la biblioteca (Virginia Woolf se negó a participar). Y da gusto saber que, ante la tarea por encargo (ignoro si le pagaron), tuvo a bien sólo presentar una variación de un cuento que consideraba superior. Conan Doyle hizo algo similar y presentó para la minibiblioteca una especie de broma: el relato “Cómo Watson aprendió el truco”, en el que el médico intenta mostrarle a Sherlock Holmes que también él puede resolver casos, pero su método resulta completamente fallido.

Narraciones de segundo orden, realizadas por encargo, procedentes de un género que estaba irremediablemente vinculado a un mercado (como los cuentos navideños). Esa industria sigue viva, pero más como una atmósfera, la del entretenimiento. Como “El grabado”, este cuento tiene algo de cinematográfico: la casa de muñecas embrujada –como la del inicio de El legado del diablo de Ari Aster– cobra vida. A través de sus ventanas, iluminadas como si se viera un holograma, se puede atestiguar una tragedia en movimiento. Con su arquitectura gótica Strawberry Hill, la casa descansa sobre una mesa y, tras escucharse ominosamente el tañido de su diminuto campanario, quien duerme en esa habitación está condenado a ver lo que ocurre dentro de ella.

La imagen me recuerda al televidente noctámbulo, quien malgasta horas de sueño para ver La caída de la casa Usher en Netflix, una nueva entrega en la serie de miniseries que Mike Flanagan ha dedicado a casas embrujadas, aunque ello implique pisotear relatos de Poe, una novela de Shirley Jackson u otra de Henry James (de lo que ha cometido Flanagan para Netflix, yo rescataría algunos momentos de Misa de medianoche, de 2021). A propósito de adaptaciones de Poe, este ensayo de Geoffrey O’Brien sobre el ciclo de Poe de Roger Corman merece ser leído.

La casa de muñecas de James está erigida sobre una base llena de cajones. En ellos, en pequeños compartimentos, se encuentran cortinas a escala, muebles y otros objetos decorativos, que permiten cambiar los interiores de la casa al gusto de quien la posee. Estos objetos intercambiables, que dejan su huella en bases de fieltro, están ocultos, pero sabemos que están allí para que, en cualquier momento, algo viejo vuelva a presentarse como novedoso. Ya son famosas las palabras de Lucrecia Martel sobre las series, ese retroceso al arte narrativo del XIX, con su “estructura mecánica”. Vuelve aquí la imagen del cajón que se abre para revelar un compartimento secreto –como los que pueblan el escritorio del rey Carlos Alberto de Cerdeña–, como los muebles presentados en las cortinillas (muy a la Hitchcock presenta, muy a la Rod Serling) de El gabinete de curiosidades de Guillermo del Toro (2022), que eran especialmente deleitables.

¿Hay mucho más por pensar en relación a las series, los productos narrativos, las adaptaciones televisivas, los relatos intercambiables y las antologías como un género de la crítica? O ¿estamos, una vez más, en las aguas superficiales de la crítica cultural? En ellas chapoteó Mark Fisher, cuando escribió sobre series de segundo orden que aparecieron en la BBC (donde también se han transmitido múltiples adaptaciones de relatos de M.R. James, en su serie anual Cuentos de fantasmas para Navidad, que se transmitió a finales de los setenta, y de nuevo a partir de 2005).

Roal Dahl –a quien recientemente le hicieron la netflixeada, en una serie de cortos a cargo de Wes Anderson que subrayan lo performático de los relatos que operan como matrioshkas– conocía el terreno en el que vive el cuento de fantasmas, como algo que peligra ser adaptado, pero que también, hay que insistir, obedece fórmulas mecánicas. En la introducción a su antología Los fantasmas favoritos de Roal Dahl (1983) cuenta sencillamente cómo esa colección nació de una serie que ideó a finales de los cincuenta, pero que no pasó más allá del piloto. La experiencia, relata, se midió esencialmente en números (la cantidad de cuentos que tuvo que leer hasta dar con algunos que le parecieran buenos; los errores de cálculo financieros; el número de mujeres que escriben cuentos de fantasmas; el número de hombres; etcétera). Pero se atreve a afirmar: “Los mejores cuentos de fantasmas no tienen fantasmas en ellos. Al menos no se ve un fantasma. En su lugar sólo se ve el resultado de sus acciones”. Mesmerizado en la niebla del entretenimiento, intento poner atención a la presencia que pasa junto a mí, en cómo de pronto cae la temperatura y el nivel de la conversación. ¿Qué nombre tiene este espectro?

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lunes, 30 de octubre de 2023

Galería abierta

La conocen principalmente los alumnos de la institución, pero su voluntad es abrirse a todo tipo de públicos. Hablamos de la galería Andrea Pozzo, S.J., un espacio de exhibición ubicado en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México. Su nombre es un homenaje al pintor, arquitecto, escultor, grabador y tratadista jesuita que destacó en el barroco italiano durante la segunda mitad del siglo XVII, pero hoy se orienta a propuestas visuales contemporáneas, propiciando diálogos y reflexiones desde las artes.

Tras una convocatoria abierta a la comunidad universitaria y al público en general, el pasado 10 de octubre se inauguró la exposición Consumos. Se trata de una colaboración entre Difusión y Divulgación Cultural y la Clínica del Bienestar del Departamento de Psicología de la Ibero, que explora “la profunda relación que existe entre el cuerpo humano y la casa, espacios que albergan esa sensación oscilatoria entre el refugio y el misterio”. ¿En qué momento un lugar seguro deja de serlo?, se preguntan las curadoras María Ruiz de Chávez y Andrea de Caso.

La invitación a “abrir la casa” se extiende de la propuesta expositiva a la intención de la universidad de atraer públicos de distintas procedencias. Fundamentalmente porque el planteamiento curatorial apunta a una problemática universal: pensar la vulnerabilidad para entender el consumo y las adicciones, sin estigmas pero con una perspectiva crítica.

Instalación participativa La mesa está puesta (2023), de Puyu Estudio (María Ángela Serrano y Juan Pablo Araico) + Federico Martínez Montoya. Cortesía de la Universidad Iberoamericana

Un recorrido por los trabajos incluidos permite apreciar la diversidad de abordajes. En una de las piezas de la serie Búsqueda desesperada de la felicidad (2020), Alfonso Zárate produce una composición con objetos recogidos en calles de la Ciudad de México: la lectura es política, antropológica, social. Otros artistas participantes son Jorge Rosano (Estado, 2016), Miguel Bravo (Viatorem amphisbaena, de la serie Pulsines, 2020; Penitente, 2023) y Natalia Caballero (Sopla el viento y golpea la sombra, 2022).

Un muro recibe la pared interactiva Vulnerabilidad compartida. A decir de las curadoras, “es un espacio abierto para que a los visitantes puedan escribir de forma libre, segura y anónima cómo se sienten al reconocer que tienen una adicción o estar rodeado de alguien que está pasando por una situación así”. Un poema pende de la sala, además. Escrito por Tonatiuh López, en él se lee: “una casa es un refugio / una adicción también / ambas protegen / de la acción del tiempo / y sus circunstancias”.

Puyu Estudio (María Ángela Serrano y Juan Pablo Araico) y Federico Martínez Montoya plantean una instalación interactiva: La mesa está puesta (2023). Resultado de encuentros con personas que padecen algún tipo de adicción o son cercanos a alguien adicto, aquí la comida permite intercambiar memorias y experiencias. Oscar Chávez y Gabriela Rojas, del restaurante El Gris, diseñaron un menú basado en los recuerdos de los comensales.

La galería Andrea Pozzo, S.J. abre sus puertas de lunes a viernes de 9:00 a 19:00 hrs., en el campus de la Universidad Iberoamericana en Santa Fe, Ciudad de México. Se halla en el Edificio T, planta baja. Los interesados en visitar Consumos pueden asistir previa cita, escribiendo al correo ccra@ibero.mx.

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Galería abierta

La conocen principalmente los alumnos de la institución, pero su voluntad es abrirse a todo tipo de públicos. Hablamos de la galería Andrea Pozzo, S.J., un espacio de exhibición ubicado en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México. Su nombre es un homenaje al pintor, arquitecto, escultor, grabador y tratadista jesuita que destacó en el barroco italiano durante la segunda mitad del siglo XVII, pero hoy se orienta a propuestas visuales contemporáneas, propiciando diálogos y reflexiones desde las artes.

Tras una convocatoria abierta a la comunidad universitaria y al público en general, el pasado 10 de octubre se inauguró la exposición Consumos. Se trata de una colaboración entre Difusión y Divulgación Cultural y la Clínica del Bienestar del Departamento de Psicología de la Ibero, que explora “la profunda relación que existe entre el cuerpo humano y la casa, espacios que albergan esa sensación oscilatoria entre el refugio y el misterio”. ¿En qué momento un lugar seguro deja de serlo?, se preguntan las curadoras María Ruiz de Chávez y Andrea de Caso.

La invitación a “abrir la casa” se extiende de la propuesta expositiva a la intención de la universidad de atraer públicos de distintas procedencias. Fundamentalmente porque el planteamiento curatorial apunta a una problemática universal: pensar la vulnerabilidad para entender el consumo y las adicciones, sin estigmas pero con una perspectiva crítica.

Instalación participativa La mesa está puesta (2023), de Puyu Estudio (María Ángela Serrano y Juan Pablo Araico) + Federico Martínez Montoya. Cortesía de la Universidad Iberoamericana

Un recorrido por los trabajos incluidos permite apreciar la diversidad de abordajes. En una de las piezas de la serie Búsqueda desesperada de la felicidad (2020), Alfonso Zárate produce una composición con objetos recogidos en calles de la Ciudad de México: la lectura es política, antropológica, social. Otros artistas participantes son Jorge Rosano (Estado, 2016), Miguel Bravo (Viatorem amphisbaena, de la serie Pulsines, 2020; Penitente, 2023) y Natalia Caballero (Sopla el viento y golpea la sombra, 2022).

Un muro recibe la pared interactiva Vulnerabilidad compartida. A decir de las curadoras, “es un espacio abierto para que a los visitantes puedan escribir de forma libre, segura y anónima cómo se sienten al reconocer que tienen una adicción o estar rodeado de alguien que está pasando por una situación así”. Un poema pende de la sala, además. Escrito por Tonatiuh López, en él se lee: “una casa es un refugio / una adicción también / ambas protegen / de la acción del tiempo / y sus circunstancias”.

Puyu Estudio (María Ángela Serrano y Juan Pablo Araico) y Federico Martínez Montoya plantean una instalación interactiva: La mesa está puesta (2023). Resultado de encuentros con personas que padecen algún tipo de adicción o son cercanos a alguien adicto, aquí la comida permite intercambiar memorias y experiencias. Oscar Chávez y Gabriela Rojas, del restaurante El Gris, diseñaron un menú basado en los recuerdos de los comensales.

La galería Andrea Pozzo, S.J. abre sus puertas de lunes a viernes de 9:00 a 19:00 hrs., en el campus de la Universidad Iberoamericana en Santa Fe, Ciudad de México. Se halla en el Edificio T, planta baja. Los interesados en visitar Consumos pueden asistir previa cita, escribiendo al correo ccra@ibero.mx.

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viernes, 27 de octubre de 2023

Pintar el lago de colores

A espaldas de la silla de Cinthya García Leyva se encuentra una vista única del lago menor del Bosque de Chapultepec, algunos de los edificios más imponentes de Reforma y, de fondo, un cielo preotoñal en escala de grises a punto de desmoronarse. Mientras se escuchan truenos aún tímidos, la investigadora, gestora cultural y actual directora de Casa del Lago reflexiona sobre la estrategia para dar vida a un espacio de estas dimensiones en pleno estallido de la pandemia, y el sentido que cobran conceptos como colaboración, expansión e interdisciplinariedad en ese contexto. 

“Una de las pocas ventajas que tuvo entrar con tan poco tiempo a dirigir un proyecto virtual de manera inesperada fue la proyección internacional y nacional que eso nos permitió. Hicimos un ejercicio muy simple, la declaración en ese momento fue: ‘En las pantallas no es posible traducir la vida material ni la vida cotidiana y no queremos intentar jugar a eso’, entonces todo lo que ocurre en la pantalla, desde que estás hablando, va a ser explícitamente digital, y en la digitalidad puedes hacer cosas como flotar o atravesar paredes, o pintar el lago de Chapultepec de colores, o tener conciertos a las once de la noche”, explica García Leyva.

Durante décadas la Casa del Lago ha adquirido diversos matices, ritmos y dinámicas para fomentar no sólo la cultura y las artes bajo la comisión de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), sino también las ciencias ambientales. La institución, que el pasado septiembre cumplió 64 años, ha pasado de ser una residencia presidencial a un centro de investigaciones biológicas y punto de encuentro de públicos diversos alrededor de la cultura, pero también un eje ocasional de distracción para familias, turistas y transeúntes, a quienes también incluye. 

Casa del Lago

Cinthya García Leyva con el lago de Chapultepec a sus espaldas. Fotografía: Mauricio Guerrero Martínez

Con esa carga histórica a cuestas y la enmienda de atraer públicos jóvenes, Cinthya García Leyva recapitula a casi cuatro años de haber asumido la dirección del espacio: “Hay una representatividad que va alimentando también otras. En esta gestión también tenemos diversidad sexual en muchos sentidos y eso conecta con otros tipos de comunidades de manera natural”. De los clásicos talleres virtuales y presenciales, pasando por la reactivación del cine, las tardes de ajedrez, así como eventos literarios, exposiciones, propuestas escénicas e incluso la inauguración de una cafetería, actualmente lo más notorio en Casa del Lago es el énfasis en la música y las sonoridades

Esta inclinación nos ha acercado a festivales como Nrmal, Mutek o Bahidorá, así como al trabajo de artistas como Sarah Davachi, Niño de Elche, Richard Pinhas, Hidrogenesse, Olivia Block, Jana Rush o Moor Mother, entre un nutrido grupo de artistas locales e internacionales. El 11 de noviembre se presentará Matana Roberts por primera vez en México, luego de que su concierto en Poesía en Voz Alta se pospusiera. García Leyva explica que, si bien existe un comité detrás de su administración, también hay libertad para proponer, la que explica que la conductora de Islas resonantes (Radio UNAM) abra espacios a las sonoridades en Casa del Lago. 

Casa del Lago

La Pérgola de Casa del Lago UNAM, Ciudad de México. Fotografía: cortesía de Casa del Lago

“Sí, he querido que se muestre una línea curatorial, que se mantenga esa especie de línea o dirección, pero justamente pensando en públicos tan amplios tienes que ser un poco más flexible, y de eso se trata, que haya todos los públicos posibles interesados en venir acá”. Tras la reapertura del recinto, luego de la pandemia, García Leyva reflexionó sobre sus propias ideas: “No, el lago de Chapultepec no se puede pintar de colores, pero podemos darle la vuelta a lo que significa un escenario”. Una de las máximas satisfacciones de su gestión, asegura, ha sido sostener un programa sólido, en medio del caos familiar, individual, nacional e internacional: “Me pareció un reto enorme, pero Casa del Lago se convirtió en una especie de barco que nos permitió irnos por otro lado”. 

Detrás de la silla de Cinthya García Leyva hay un cielo negro que comienza a derramarse, refrescando el Bosque de Chapultepec, algunos edificios de Reforma y un lago que comienza a pintarse de colores.

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Pintar el lago de colores

A espaldas de la silla de Cinthya García Leyva se encuentra una vista única del lago menor del Bosque de Chapultepec, algunos de los edificios más imponentes de Reforma y, de fondo, un cielo preotoñal en escala de grises a punto de desmoronarse. Mientras se escuchan truenos aún tímidos, la investigadora, gestora cultural y actual directora de Casa del Lago reflexiona sobre la estrategia para dar vida a un espacio de estas dimensiones en pleno estallido de la pandemia, y el sentido que cobran conceptos como colaboración, expansión e interdisciplinariedad en ese contexto. 

“Una de las pocas ventajas que tuvo entrar con tan poco tiempo a dirigir un proyecto virtual de manera inesperada fue la proyección internacional y nacional que eso nos permitió. Hicimos un ejercicio muy simple, la declaración en ese momento fue: ‘En las pantallas no es posible traducir la vida material ni la vida cotidiana y no queremos intentar jugar a eso’, entonces todo lo que ocurre en la pantalla, desde que estás hablando, va a ser explícitamente digital, y en la digitalidad puedes hacer cosas como flotar o atravesar paredes, o pintar el lago de Chapultepec de colores, o tener conciertos a las once de la noche”, explica García Leyva.

Durante décadas la Casa del Lago ha adquirido diversos matices, ritmos y dinámicas para fomentar no sólo la cultura y las artes bajo la comisión de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), sino también las ciencias ambientales. La institución, que el pasado septiembre cumplió 64 años, ha pasado de ser una residencia presidencial a un centro de investigaciones biológicas y punto de encuentro de públicos diversos alrededor de la cultura, pero también un eje ocasional de distracción para familias, turistas y transeúntes, a quienes también incluye. 

Casa del Lago

Cinthya García Leyva con el lago de Chapultepec a sus espaldas. Fotografía: Mauricio Guerrero Martínez

Con esa carga histórica a cuestas y la enmienda de atraer públicos jóvenes, Cinthya García Leyva recapitula a casi cuatro años de haber asumido la dirección del espacio: “Hay una representatividad que va alimentando también otras. En esta gestión también tenemos diversidad sexual en muchos sentidos y eso conecta con otros tipos de comunidades de manera natural”. De los clásicos talleres virtuales y presenciales, pasando por la reactivación del cine, las tardes de ajedrez, así como eventos literarios, exposiciones, propuestas escénicas e incluso la inauguración de una cafetería, actualmente lo más notorio en Casa del Lago es el énfasis en la música y las sonoridades

Esta inclinación nos ha acercado a festivales como Nrmal, Mutek o Bahidorá, así como al trabajo de artistas como Sarah Davachi, Niño de Elche, Richard Pinhas, Hidrogenesse, Olivia Block, Jana Rush o Moor Mother, entre un nutrido grupo de artistas locales e internacionales. El 11 de noviembre se presentará Matana Roberts por primera vez en México, luego de que su concierto en Poesía en Voz Alta se pospusiera. García Leyva explica que, si bien existe un comité detrás de su administración, también hay libertad para proponer, la que explica que la conductora de Islas resonantes (Radio UNAM) abra espacios a las sonoridades en Casa del Lago. 

Casa del Lago

La Pérgola de Casa del Lago UNAM, Ciudad de México. Fotografía: cortesía de Casa del Lago

“Sí, he querido que se muestre una línea curatorial, que se mantenga esa especie de línea o dirección, pero justamente pensando en públicos tan amplios tienes que ser un poco más flexible, y de eso se trata, que haya todos los públicos posibles interesados en venir acá”. Tras la reapertura del recinto, luego de la pandemia, García Leyva reflexionó sobre sus propias ideas: “No, el lago de Chapultepec no se puede pintar de colores, pero podemos darle la vuelta a lo que significa un escenario”. Una de las máximas satisfacciones de su gestión, asegura, ha sido sostener un programa sólido, en medio del caos familiar, individual, nacional e internacional: “Me pareció un reto enorme, pero Casa del Lago se convirtió en una especie de barco que nos permitió irnos por otro lado”. 

Detrás de la silla de Cinthya García Leyva hay un cielo negro que comienza a derramarse, refrescando el Bosque de Chapultepec, algunos edificios de Reforma y un lago que comienza a pintarse de colores.

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En los caminos de Guanajuato

Se trata de una exposición pionera. Con anterioridad se han organizado muestras sobre el arte producido en el estado, pero En los caminos de Guanajuato. Arte moderno y contemporáneo del Bajío abre brechas interpretativas para mirar las expresiones surgidas en la región a partir del siglo XVIII. El curador Daniel Garza Usabiaga, que creció en la ciudad de Celaya, se dio a la tarea de construir un recorrido que permite observar, sin seguir un orden cronológico, 200 obras en las que predomina la figuración y la mirada atenta del entorno.

En medio de la conmemoración por los 200 años de la fundación del estado, el Museo de Arte e Historia de Guanajuato (MAHG), en la ciudad de León, albergará la muestra hasta el 21 de enero de 2024. Múltiples instituciones han aportado piezas al mosaico que construye En los caminos de Guanajuato. Si bien existen investigaciones específicas sobre artistas vinculados a la región –Francisco Eduardo Tresguerras, Hermenegildo Bustos, Diego Rivera, José Chávez Morado u Olga Costa–, Garza Usabiaga se encontró con escasa historiografía que vinculara la producción artística de cuatro siglos. El curador, que ha trabajado en instituciones como el Museo Universitario del Chopo y el Museo de Arte Moderno, plantea que “no fue la intención construir una historia del arte del estado o regional, se trata más bien de ofrecer una lectura parcial que subraya ciertas prácticas y el trabajo de ciertos artistas”.

caminos de Guanajuato

Vista de la exposición En los caminos de Guanajuato. Cortesía del Museo de Arte e Historia de Guanajuato (MAHG)

Organizada en núcleos temáticos, la exposición pone en diálogo obras de distintos tiempos a través de intereses comunes. ¿Hay rasgos característicos de los artistas que se identifican con el estado de Guanajuato? “Aunque es arriesgado hablar de una tradición, pueden encontrarse convergencias, hay una tendencia muy marcada hacia la figuración y el realismo, lo que se traduce en una atención en el detalle: los objetos, los paisajes, los rasgos de las personas”. Hay, además, una fuerte tendencia a la formación autodidacta o no institucional, lo que dio características únicas a las obras de personajes como Tresguerras y Bustos, pero también al trabajo escultórico de Mardonio Magaña, entre otros creadores.

En un recorrido que va del campo a la ciudad, pasando por espacios liminares, y se detiene lo mismo en paisajes naturales que urbanos, En los caminos de Guanajuato –cuyo título alude a la célebre canción de José Alfredo Jiménez– reúne piezas de Alfredo Dugès, Feliciano Peña, Luis García Guerrero, Ángela Icaza, Raúl Anguiano, Roberto Mondragón, Roger von Gunten, Joy Laville y Juan O’Gorman, entre otros. Como se ve, los artistas seleccionados tienen relaciones biográficas con el Bajío que implican distintos grados de intensidad. “Uno de los aspectos que me interesó de este proyecto fue la posibilidad de situarlo en oposición a muestras que parten de una visión global del arte –yo mismo he curado algunas–, para desarrollar algo más acotado a la región, que además ha recibido a creadores de otras partes”, explica Daniel Garza Usabiaga.

caminos de Guanajuato

En primer plano, El jarabe (1930), de Mardonio Magaña; al fondo, Geometría guanajuatense (1979), de José Chávez Morado. Cortesía del MAHG

Uno de los aspectos más interesantes que el espectador encuentra en las salas del MAHG es la presencia de obras contemporáneas. Sebastián Beltrán, Daniel Aguilar Ruvalcaba, Iván Puig, Jorge Satorre, Marcela Armas y Daniela Edburg son algunos de los autores que transitan estos caminos guanajuatenses. “Artistas como Cosa Rapozo y Danilo Filtrof, entre otros, me ayudaron a mapear la obra de los más jóvenes”, explica el curador, que busca crear diálogos también con la producción reciente, y no sólo entre quienes ya ocupan un lugar en la historia del arte mexicano.

Garza Usabiaga, que considera fundamental en su formación haber visitado los museos de la capital del estado, ha elaborado este panorama no sólo con la producción de artistas locales o residentes, sino también con la de quienes han plasmado a su paso por la región, desde la pintura, la escultura o la fotografía, paisajes íntimos o monumentales. Una modernidad intensa y contradictoria, que rara vez se asocia al Bajío, se respira En los caminos de Guanajuato.

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