jueves, 12 de octubre de 2023

El sonido de la música que muere

Guayabas, caquis, limas, mandarinas, naranjas de sangre; un cactus de manzana peruano y flores que nacen y mueren durante todo el año; una piscina. William Basinski se encuentra pagando su propio pedazo de sueño californiano, en el valle de San Fernando en Los Ángeles. Su jardín tiene vida propia.

Basinski no es californiano, no es y nunca fue neoyorquino, nació texano. Si bien su familia tuvo siempre una afición profunda por la música, William –o Billy, para quienes lo conocen más de cerca– no fue el más educado de los intérpretes, no le interesaba comprometerse con un estilo musical específico, y no se detuvo a pensar demasiado qué estaba haciendo. Supo escuchar. Supo crear espacios donde las cosas simplemente sucedieran, donde una acumulación de obras de otros artistas, pinturas y vehemencias alcanzara por puro derrame una forma tan singular de entender el arte que tarde o temprano le abriría los ojos. Primero a él, luego a su pareja, luego a todos los que escucharon cada uno de sus disintegration loops.

Al sitio donde todo se acumulaba le llamó The Land Of Time Forgot. En espacios así el tiempo siempre hace de las suyas. Tarde o temprano pone todo en su lugar. “En Brooklyn teníamos un loft precioso, enorme. 350 metros cuadrados, un salón gigantesco, un escenario, incluso un estudio donde Jamie [su pareja desde entonces] tenía sus pinturas. Al fondo había un cuarto como de 40 metros, ahí aventábamos todo, basura, arte que encontrábamos en la calle, arte que hacíamos en el departamento. Eventualmente tuvimos que mudarnos”. Se fueron a Williamsburg y crearon otro sitio de las mismas características, enfocado al arte, a los accidentes y al idilio, a la vida como recompensa de sí misma. Lo llamaron Arcadia. La mudanza dio a William Basinski la oportunidad de hacer lo que cualquier ser humano hace durante una mudanza: recordar y acomodar sus recuerdos. Allí nacieron los loops.

“Debía ser 1999 cuando me encontré de nuevo con esas cintas. Pensé que debía pasarlas a un formato digital. Las compré en una tienda de antigüedades en San Francisco en 1978, así que ya estaban bastante deterioradas”. Quiso rescatarlas. Tomó su Voyetra 8 y empezó a experimentar con él. El resultado lo complació, así que se retiró, se preparó un café y dejó que el tiempo y la grabación hicieran su trabajo. Pero el tiempo hizo otra cosa: al regresar, encontró que la cinta estaba desintegrándose. El plástico dura para siempre, por lo menos más que muchas vidas, pero el pegamento de las cintas se degrada rápidamente, se les adhiere el polvo y, al reproducirlas después de tantos años, empieza a soltarse generando un efecto que en su momento cautivó a Basinski.

“Debía ser 1999 cuando me encontré de nuevo con esas cintas. Pensé que debía pasarlas a un formato digital. Las compré en una tienda de antigüedades en San Francisco en 1978, así que ya estaban bastante deterioradas.”

“Me considero suficientemente listo como para saber cuándo te tienes que hacer a un lado. Así que sólo lo dejé pasar. Sólo tenía que prestar atención. Las cintas estaban tan maltratadas como para poder ‘repetir’ el efecto y conservar la sensación en lo grabado”. Puso una, dos, tres cintas más. Mismo resultado. Sólo hace falta escucharlas con atención, es una música que está exhausta de ser música, es todo lo que Mark Fisher entendía como la marca de un tiempo fuera de quicio, un crack, un rompimiento. Hauntología, sí, pero quizá algo un poco menos pensada, la dulzura y la angustia de lo que no puede ser controlado, el sonido de la música que muere.

Muchos de sus fanáticos se quedaron ahí, en los loops; nadie podría culparlos. Los cuatro volúmenes de esa monumental obra cumplen también su promesa porque en la discografía de William Basinski se comportan como esa canción que se queda en repeat, sin dejarnos avanzar hacia la pista siguiente. Pero Basinski no se se estancó, siguió componiendo y rescatando algo del trabajo que en su momento envió a grandes y admirados artistas. Una vez mandó un demo a Brian Eno y éste lo ignoró. Jamás lo hizo de nuevo.

Hoy escucha más música que nunca. Su bandeja de correo esta inundada de álbumes, sencillos y canciones que una gran cantidad de amigos y conocidos lanzan todos los viernes a través de Bandcamp. “Los escucho porque son mis amigos, sí, pero también porque sé que habrá algo gratificante, y así puedo ayudarles a que paguen las cuentas”. Aunque ahora vive más dentro de casa, no ha perdido el espíritu de quien escucha y trata de mantener viva la comunidad que le acompaña. “Quisiera hablar de todos los álbumes que llegan al correo cada viernes, pero a veces no encuentro forma de hacerlo. No entiendo Instagram, intenté publicar una historia una vez, pero no supe cómo. Además, prefiero quedarme en la espiral de la muerte, escroleando en Twitter, mirando al mundo y a Estados Unidos colapsar”.

“No entiendo Instagram, intenté publicar una historia una vez, pero no supe cómo. Además, prefiero quedarme en la espiral de la muerte, escroleando en Twitter, mirando al mundo y a Estados Unidos colapsar.”

Esa plataforma, ahora X, es la única donde tiene una actividad que podría considerarse regular, aunque Bandcamp se ha convertido en una especie de bastión para las cintas rescatadas y los proyectos inventados que muestran a Basinski en su espectro más amplio: Watermusic, el fabuloso Melancholia, sus colaboraciones con Richard Chartier y Lawrence English, el brutal Lamentations. Toda una obra que, sin renunciar a sus soportes materiales, trasciende desde hace ya varios años la categoría del ambient y se ubica junto a piezas como “Jesus Blood Never Failed Me Yet” de Gavin Bryars o todo el catálogo de Caretaker, música que habita otro tiempo dentro del tiempo, música que no parece haber sido compuesta sino encontrada.

William Basinski me cuenta también que está contento de no tener control sobre cada nota. Incluso antes de los loops ya era bastante experto en dejar que las cosas sucedieran. No tiene un miedo fundamental al vacío. Sabe que, si bien las formas y los materiales pueden cambiar, la canción sigue siendo la misma. La música nos deja sus fantasmas. Seguimos persiguiendo el espectro. Los soportes materiales que originaron casi todos sus proyectos, de hecho, ya están igualmente dañados. “La persona que repara mi maravilloso Voyetra 8 vive en Nueva York. Todavía hablo con él. Pensé que podía enviárselo para reparación, pero me ha comentado que antes de eso tendremos que hablar, pues es cada vez más difícil encontrar las piezas. Mis viejas caseteras, amplificadores, mis Philips Norelco que llevo a veces a los tours aún sirven, pero siempre tengo que revisar y ver cuáles están en condiciones y cuáles no. Es siempre un gran veremos”. Todo decae.

Parece que tiene claras las condiciones materiales que hacen posible el arte y pensar en el arte. Por eso salió de Nueva York, por eso aceptó salir de gira, con la única finalidad de terminar de pagar su casa. Ésta habrá también de desintegrase un día. Hasta entonces William Basinski saldrá a nadar y recolectar algo de fruta, siempre que termine una entrevista, siempre que regrese de un tour, para reencontrarse con la vida de las flores y frutos que año con año mueren y nacen en su jardín como si de una repetición eterna se tratara.

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