jueves, 12 de octubre de 2023

La popularidad natural

Tiene algo fascinante que se hable de las listas de canciones más populares con tanta soltura, como si todo mundo estuviera de acuerdo en lo que significa la popularidad en este contexto. ¿Qué miden esas listas? La industria discográfica siempre ha tenido una respuesta (por lo regular, casi incomprensible) y los criterios en que basa sus estimaciones han cambiado enormemente a través de las décadas, desde que Billboard publicó la primera en 1940. En general se ha tratado de una combinación de factores (ventas, reproducciones en medios, solicitudes a estaciones de radio, entre otras), aunque lo que representa esa suma no está del todo claro: ¿se trata de las canciones más apreciadas o con mayor aceptación en un momento dado? ¿Las más ubicuas?

De acuerdo con una noción muy difundida, las plataformas de escucha en línea lograron dar criterios claros a lo que antes era arbitrario o manipulable: en cierto momento, factores como la payola distorsionaban el mercado o la percepción pública, mientras que los sondeos de ventas eran estimaciones con un amplio margen de error. El espacio digital habría llegado para darle a las listas la verificabilidad de las ciencias duras. Esto, por supuesto, es ilusorio. Existen varias formas de intervenir sus métricas. Se sabe, por ejemplo, que Spotify cuenta una reproducción tan pronto se cumplen los siete primeros segundos. Así, el público de varios artistas se llega a organizar cada tanto para multiplicar, desde sus dispositivos, las reproducciones de sus sencillos y colocarlos en un mejor lugar en las listas. O también es posible programar bots que se dediquen a reproducir en masa ciertas canciones, hasta el octavo segundo, y vuelta a empezar.

Estos dos últimos ejemplos, aunque aparentemente muy similares, se perciben como moralmente contrapuestos en la prensa musical y, sobre todo, entre los grupos de fans: si hay una persona ejecutando continuamente esa serie de clics, en períodos de ocho segundos, se asume que la métrica que arroja es legítima. De acuerdo con esto, la persona que lo realiza tiene una relación afectiva profunda con la canción y esa acción compulsiva refleja tal relación de forma indudable. En el caso de los bots, siguiendo el argumento, se están disponiendo medios mecánicos que realizan la misma acción de manera fría. (¿Y si quien programó al bot lo hizo en respuesta a una devoción real por el artista o la canción que eligió reproducir?, podríamos preguntarnos.) Peor aún: si se contrata a una empresa para que multiplique las reproducciones de una canción o un álbum, recurriendo a medios como estos últimos, la popularidad resultante se considera completamente espuria. El problema es que esto sigue siendo indetectable y las empresas que, de hecho, se dedican a eso, pueden colocar las canciones de sus clientes (generalmente sellos discográficos, aunque también pueden hacerlo artistas con el suficiente dinero) en lugares sumamente altos de las listas de popularidad, incluso si el universo de personas que los escuchan o los reproducen voluntariamente es bastante menor de lo que ese peldaño dejaría suponer.

La práctica de manipular la popularidad aparente de una obra musical, a partir de inflar su lugar en los rankings, se conoce con el nombre de sajaegi. El término viene del entorno del k-pop, donde los sellos, con su inmenso poder, lo han vuelto una práctica relativamente frecuente. Ahí, también, se han organizado redes de fans que siguen con atención los movimientos de ese mercado y que denuncian airadamente los casos en que, según su observación, perspicaz y bien informada, delatan el uso de estos mecanismos. Es decir, aquellos hechos por empresas especializadas. Por el contrario suelen considerar legítimos los operativos de compra masiva de descargas digitales (siempre que no estén hechos por lo que consideran como “verdaderos” fans) y acumular las reproducciones en plataformas, de manera sincronizada. Todo con tal de lograr la recompensa de que sus cantantes favoritos figuren en las listas, lo más cercano posible a la cima.

Desde hace unos años, en la parte rica de Norteamérica se habla de la incipiente presencia del sajaegi. En especial, un artículo reciente (de Jaime Brooks, la artista detrás de Elite Gymnastics y Default Genders) denuncia esta práctica, en el contexto del ascenso veloz que ha tenido el cantante de country Oliver Anthony, con su canción “Rich Men North of Richmond”, un lamento con rasgueos de guitarra e impostados gruñidos viriles que es representativo, a un grado grotesco, del discurso ultraconservador de ciertos sectores republicanos. En el artículo se detalla el movimiento sospechoso que ha tenido el avance de esta canción en las listas, que llegó al número uno de la Billboard hace poco, sin que aparente haber grupos masivos de fans coreándola ni una repercusión, por ejemplo visible en interacciones, en plataformas digitales. La tesis más o menos sugerida es que este operativo comercial y mediático tiene detrás a grupos de inclinaciones reaccionarias. La percepción generalizada es que estas tendencias se encuentran poco representadas en los productos musicales y mediáticos más visibles. Figuras como la de Oliver Anthony, con su apariencia y modos desesperadamente “auténticos”, pretenderían ser un instrumento ideal para volver relevante de nuevo la figura del hombre duro, el verdadero representante del pueblo trabajador. De ahí, supuestamente, la necesidad de inflarlo por medio del sajaegi.

La manipulación de su lugar en las listas se vuelve más rechazable, para la autora del artículo, debido a lo repugnante que le resultan las ideas de Anthony. Es normal que se despierten las alarmas cuando la ultraderecha realiza un operativo mediático de largo alcance, pero no puede hacerse a un lado la pregunta: ¿existen formas limpias de manipular el mercado musical y otras que no lo son tanto? Las notas y artículos que aluden al sajaegi suelen estigmatizar sus prácticas como ilegítimas, antes de analizarlas, en vez de intentar comprender las condiciones del mercado que permiten o alientan su surgimiento. Cuando se habla de las otras prácticas, las consideradas como legítimas, es frecuente encontrar adjetivos como “orgánico” o “natural” referidos al movimiento en listas de popularidad de ciertas canciones. Es la misma línea de pensamiento que considera la economía de mercado como un fenómeno sujeto a variables físicas que pueden medirse y predecirse. Y más, como parte de nuestros procesos evolutivos, de nuestra naturaleza.

Aunque se pretende que las listas de popularidad han funcionado, desde su surgimiento, como un retrato de los hábitos de escucha, en los hechos también se vuelven un instrumento para manipularlos, de forma análoga a las encuestas de intención de voto. Por ejemplo, se valora mucho más en los rankings la compra de archivos digitales (algo que sucede cada vez menos a nivel mundial) que la escucha en línea, porque implica un mayor desembolso. ¿Por qué eso tendría que traducirse en una mayor popularidad? La industria discográfica no lo aclara y la relación no es evidente, tal vez no exista. Hace unas décadas no tendría por qué haberse considerado más popular un sencillo que vendiera una copia física respecto a otro que fuera solicitado a estaciones de radio. Se trata, claro, de que las personas con menos poder adquisitivo representan un sector menos importante para este mercado (como para todos, al menos proporcionalmente), no de una cuestión de popularidad, sin importar cómo se le defina.

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