Si Hirbet Hiza. Un pueblo árabe, novela del autor israelí S. Yizhar (1916-2006), se hubiera publicado en nuestros días, incluso antes de la actual crisis en Medio Oriente, habría generado un escándalo. De hecho, como se lee en la cuarta de forros de la editorial Minúscula –que rescató este título en 2009, con traducción de Ana María Bejarano–, el libro provocó “un amplio debate en la sociedad israelí” tras su publicación en 1949, un año después de la Guerra Árabe-Israelí que consolidó a ese país como Estado. Las razones son varias, pero destaco dos: la capacidad que tiene el autor para retratar la violencia de un invasor (el ejército de Israel) frente a una víctima inerme (los civiles árabes) y la propia biografía de S. Yizhar (seudónimo de Sámej Izhar Smilansky), hijo de inmigrantes rusos nacido en Rejovot –a pocos kilómetros de Tel Aviv– y participante en la guerra de 1948. Después se integraría en la vida política de su país en varias organizaciones fundadas por David Ben-Gurión, patriarca de Israel.
S. Yizhar –considerado por muchos especialistas como uno de los escritores más importantes en lengua hebrea– presenta en Hirbet Hiza una historia que rehuye los tópicos habituales de la literatura sobre la guerra. Si hay una épica en todo el texto, es la de la derrota y la locura humana. La anécdota es contada a través de una larga retrospectiva: un soldado cuyo nombre no es revelado confiesa la incursión que hizo su compañía a Hirbet Hiza, un pueblo árabe ficticio. Como el lector puede suponer, ese pueblo es un símbolo de otros existentes que estuvieron en disputa durante la guerra de 1948 y que pasaron a manos de Israel. Hay, en el tono narrativo, una suerte de ambigüedad que da tensión al texto. En primer lugar, encontramos la necesidad de purgar la conciencia a través de la palabra y, en segundo, la inevitabilidad de los hechos en los que participa el soldado. Usando como vehículo la memoria, nos introducimos en la tarde en la cual los agresores –despojados de cualquier rasgo heroico– toman el poblado árabe cuyos últimos moradores parecen fantasmas que apenas pueden suplicar por su vida. Los militares, aburridos al no encontrar la resistencia que desean, disparan a las pocas siluetas que se ven a la distancia y, después, miran con desconfianza las casas antes de reunir bajo un árbol a los despojados.
En Hirbet Hiza hay un permanente juego de contrastes: la prosa de S. Yizhar describe, con todo detalle, la deslumbrante naturaleza del sitio. Sin más referencias históricas que las armas de los soldados y sus vehículos, el lugar parece un escenario primigenio, como sacado de un pasaje bíblico, un testigo silencioso de la historia y de su violencia. Mientras los soldados husmean en las casas y patios abandonados, descubren un caballo. En esta escena los agresores vuelcan toda su razón y su humanidad. Uno de ellos afirma que podría cuidarlo para hacer de él un excelente ejemplar. Después lo liberan de sus ataduras. Es claro el interés de S. Yizhar: mientras los árabes son tratados como objetos a exterminar, el caballo merece todas las consideraciones. En la novela hay la voluntad expresa por profundizar en el patetismo de las escenas. Cuando vejas a una persona indefensa la humillación es para el que condena al otro sin motivos legítimos. El victimario se empequeñece. Atestiguamos cómo, sin el efectismo de la sangre, los soldados se despojan de cualquier asomo de empatía que es, de muchas maneras, una forma de inteligencia.
El pueblo árabe indefenso narrado en la novela es una metáfora de la civilización: el protagonista –en medio de su viaje a la oscuridad– no deja de sorprenderse por la meticulosidad con la que fue organizado Hirbet Hiza. Ese lugar que será barrido del mapa y de la memoria, para el aprovechamiento de los colonos invasores, tiene parcelas diseñadas para gestionar los recursos y convivir con la naturaleza. El encuentro con la vida de los árabes –representada por su enseres, animales y jardines– comienza a incomodar al protagonista, que intenta resistirse a la sinrazón y preservar su humanidad. Conforme se acerca el final de la novela el soldado siente las consecuencias de ser cómplice de la agresión y lucha, tímidamente, contra el desalojo del pueblo. En su mente surge la palabra “exilio” y, en ese momento, comprende que están actuando como los perseguidores del pueblo judío, aquellos que lo han segregado a través de los siglos. Después de la expulsión de los árabes –hacinados en un camión– sólo queda un silencio tan condenatorio que hace innecesaria cualquier palabra. La referencia final, demoledora, hace alusión al libro del Génesis (18:21): Sodoma es destruida y Dios decide bajar al mundo de los hombres para comprobar la destrucción que han hecho.
Hirbet Hiza. Un pueblo árabe no sólo es una pieza que conmueve por su humanidad sino por el aliento profético que podemos comprobar en nuestros días. Como toda gran obra literaria usa un hecho en apariencia minúsculo (quizá basado en la experiencia de S. Yizhar en la guerra) y lo convierte en una oscura epopeya cuyos héroes son los vencidos. La única luz en el libro, además de la prosa envolvente del autor, son las preguntas que mortifican al protagonista anónimo, cuestiones que siguen presentes en el siglo XXI: ¿en qué nos convertimos cuando obedecemos órdenes injustas? ¿Hasta qué punto podemos anular nuestra humanidad? ¿Qué puede surgir de un origen envenenado? En el Evangelio de Mateo, Jesús cuenta la parábola del hombre que construyó su casa sobre roca y el que la edificó sobre arena; esta última se derrumbó por la lluvia y los vientos. Hirbet Hiza plantea, con gran fuerza, los peligros que enfrenta una nación que, a través de la violencia, intenta cimentar su identidad y su futuro.
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