jueves, 31 de marzo de 2022

Los temas del futuro

A mediados del siglo XX, en los Estados Unidos y el Reino Unido, se escribió y publicó la ciencia ficción más interesante y visionaria. Aunque buena parte de esas obras hoy nos resultan lectura imprescindible, muchos de sus temas perdieron interés. Me refiero a la Guerra Fría, el temor a la bomba atómica o el agotamiento de los recursos naturales, debates que han sido resueltos y superados en su mayoría, o que responden a una coyuntura que en ese entonces parecía irreversible. Por aquel entonces sus autores componían una verdadera vanguardia, ya sea de derecha o de izquierda, y las voces y opiniones parecían valientes y arriesgadas. Hoy estas obras nos resultan ingenuas, anticuadas, provocan una oleada de ternura en los lectores.

El mundo sobrepoblado

La sobrepoblación, por ejemplo, era un tópico muy común. Desde la pincelada irónica de Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth en Mercaderes del espacio, donde los peldaños de las escaleras se alquilaban para dormir, hasta la crueldad del relato “Bilenio”, donde J.G. Ballard le otorga a cada persona tres metros cuadrados para habitar, pasando por los abarrotados edificios de mil pisos de altura de Robert Silverberg en El mundo interior o la asfixiante Nueva York de Harry Harrison en ¡Hagan sitio!, ¡hagan sitio! En este último caso, el autor incluye una advertencia que resulta categórica, prácticamente amenazando con que su predicción se convertiría en realidad de forma inevitable.

Más de cuarenta años después de haberse publicado la novela de Harrison, la sobrepoblación es un fenómeno totalmente relativizado por las condiciones materiales. No quiero decir que las ciudades no profundicen sus características monstruosas, ni que los departamentos no resulten más pequeños y costosos, pero con los años entendimos que el problema no es la cantidad de humanos sino el capitalismo, que la alimentación de las personas no depende tanto de la producción de alimentos como de su distribución, y que el hambre del mundo no necesita una solución científica sino económica y política. Harry Harrison escribió su novela influido profundamente por las provocadoras predicciones y propuestas del economista decimonónico Thomas Malthus y sus discípulos tardíos, que lo rescataron luego del baby boom posterior a la Segunda Guerra.

El control de la natalidad teórico de Malthus, sumado a la invención de la píldora anticonceptiva, animó a los escritores de ciencia ficción a escribir pesadillas en las cuales debíamos alimentarnos con carne sintética porque no alcanzaría la producción animal para todos los habitantes, y donde deberíamos dormir en cuartos de pocos metros cuadrados no porque no alcancen los salarios para pagar algo más grande, sino porque el espacio físico sería insuficiente para todos. El tema se abordaba en las convenciones de ciencia ficción y los más jóvenes sentían que estaban descubriendo algo realmente grande, mientras que los viejos como Isaac Asimov los escuchaban atentamente y hacían propios sus razonamientos, como prueban las cartas que envió al presidente estadounidense Carter en 1967, con el fin de advertir cuáles serían los problemas de su administración. Hasta grandes visionarios como J.G. Ballard o Philip K. Dick se vieron tentados a escribir sobre este tema, que no tardaría en pasar al olvido.

La criogenia

Algo similar sucedió con la criogenia. La idea de congelar a una persona hasta encontrar una cura a su enfermedad mortal tentó a los escritores, que la transformaron en una herramienta narrativa central, suponiendo que la idea no menguaría. Así, en un clásico como Un mundo fuera del tiempo, de Larry Niven, la criogenia es el principal tópico desde la primera página, lo que desanima a cualquiera al tanto de que los científicos más serios descartaron la idea y sólo quedaron en pie algunas empresas privadas que brindan servicios que son prácticamente estafas legales. Incluso un respetado escritor como Ben Bova se animó a utilizar la criogenia para su novela El precipicio, de 2001, lo que demuestra que aquellos nombres venerables de la ciencia ficción del pasado corren el serio riesgo de envejecer de la peor manera.

Los jóvenes narradores de aquel entonces estaban convencidos de que hacían una literatura superior a la de sus predecesores solamente por priorizar estos temas de la agenda humanista por sobre las novedades en tecnología y ciencia que acostumbraban trabajar los grandes maestros como Asimov, Arthur C. Clarke o Robert Heinlein. Harlan Ellison criticaba explícitamente a los padres fundadores por no haber hecho suficiente hincapié en los temas ecológicos, en una propuesta para que la comunidad de la ciencia ficción “cancelara” las obras previas a los años cincuenta.

Ansiedades ecológicas

Hoy, como señala el escritor mexicano Alberto Chimal, la ecología ya “no atrae al gran público” como en aquel entonces y, se lamenta, hay cada vez menos obras que abordan la importancia del cuidado del planeta y los recursos, o lo hacen con “una actitud resignada y cínica”. Chimal, que es un ferviente lector de estos autores de los sesenta y setenta, y fundó su subjetividad literaria a partir de la admiración hacia estas obras, se ve imposibilitado a admitir algo que cada vez es más evidente: el rápido desgaste de las historias escritas con base en temas de agenda.

¿Por cuánto tiempo mantiene su valor un libro escrito con el mismo impulso que un artículo del periódico del domingo? ¿Acaso una obra está destinada a perdurar si lo que busca es repetir el mismo tono que sus contemporáneos con un nombre propio diferente en la tapa? ¿Atenta contra la relectura el tono moral educativo que impera en muchas de las reflexiones y metáforas de los años sesenta? Si vemos los cuentos y novelas que se han transformado en referencia obligada, difícilmente encontraremos los del Ballard ecológico y destacaremos al perverso y oscuro autor de La exhibición de atrocidades. O rechazaremos el progresismo de autoayuda de Forastero en tierra extraña y nos quedaremos con el Heinlein de la guerra y la violencia de Tropas del espacio.

Los temas del futuro

¿Cuáles son los temas que perdurarán en el futuro? No parece ser una pregunta que se hagan los escritores de ciencia ficción de la actualidad. El género tiene la misión de narrar las fantasías –brillantes u oscuras– de su época, tamizado con los grandes temas de la literatura: el amor, la guerra, la muerte, el deseo, el corazón ambivalente de hombres y mujeres. Sin embargo, una mirada a las novedades editoriales y a los autores que componen los principales nombres de la ciencia ficción –o que coquetean con ella– no se percibe un interés por escribir un nuevo clásico, por contar aquellas grandes verdades incómodas que caracterizaron a las obras más trascendentes.

Salvo honrosas excepciones de libros –como El marciano, de Andy Weir– que intentan explorar el universo de la ciencia ficción en sus propios términos y los de su tradición, vemos nacer cada vez más “proyectos editoriales” anclados en los temas de la agenda progresista de moda. Cada uno nace con la ambiciosa pretensión de fundar alguna clase de nueva ciencia ficción enfocándose casi exclusivamente en temas de género e identidad sexual, y que incluyen positivos mensajes morales sobre la inclusión y el valor de la diversidad, supeditando cualquier decisión de contenido a la condición identitaria de los autores por sobre cualquier otro criterio en la selección y publicación de obras. Y el equívoco se hace aún más alarmante: actúan como si nunca antes se hubiera hecho.

En un vistazo a la revista Tor, que hoy marca la agenda de la ciencia ficción, vemos entre montones de posteos sobre series de Netflix algunos artículos acerca de libros escritos exclusivamente por mujeres (los libros y los artículos) que destacan todos los tópicos de la agenda que replica el discurso de los grandes medios de comunicación, agencias de márketing, gobiernos y entidades de bien público. Lo mismo pasa al ver la lista de obras ganadoras del Premio Hugo 2021. ¿Es un proyecto viable que los editores prioricen la agenda hegemónica por sobre los tópicos que seducen al género desde hace más de cien años? ¿Es buena idea que los escritores piensen y escriban dentro de la caja de los temas del progresismo woke sólo por conseguir premios o la tan ansiada edición? ¿No será acaso, como sugería Ballard en el fantástico prólogo a Crash, que la ciencia ficción también está siendo colonizada por el lenguaje publicitario?

La entrada Los temas del futuro se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/yM2neKq
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

Los temas del futuro

A mediados del siglo XX, en los Estados Unidos y el Reino Unido, se escribió y publicó la ciencia ficción más interesante y visionaria. Aunque buena parte de esas obras hoy nos resultan lectura imprescindible, muchos de sus temas perdieron interés. Me refiero a la Guerra Fría, el temor a la bomba atómica o el agotamiento de los recursos naturales, debates que han sido resueltos y superados en su mayoría, o que responden a una coyuntura que en ese entonces parecía irreversible. Por aquel entonces sus autores componían una verdadera vanguardia, ya sea de derecha o de izquierda, y las voces y opiniones parecían valientes y arriesgadas. Hoy estas obras nos resultan ingenuas, anticuadas, provocan una oleada de ternura en los lectores.

El mundo sobrepoblado

La sobrepoblación, por ejemplo, era un tópico muy común. Desde la pincelada irónica de Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth en Mercaderes del espacio, donde los peldaños de las escaleras se alquilaban para dormir, hasta la crueldad del relato “Bilenio”, donde J.G. Ballard le otorga a cada persona tres metros cuadrados para habitar, pasando por los abarrotados edificios de mil pisos de altura de Robert Silverberg en El mundo interior o la asfixiante Nueva York de Harry Harrison en ¡Hagan sitio!, ¡hagan sitio! En este último caso, el autor incluye una advertencia que resulta categórica, prácticamente amenazando con que su predicción se convertiría en realidad de forma inevitable.

Más de cuarenta años después de haberse publicado la novela de Harrison, la sobrepoblación es un fenómeno totalmente relativizado por las condiciones materiales. No quiero decir que las ciudades no profundicen sus características monstruosas, ni que los departamentos no resulten más pequeños y costosos, pero con los años entendimos que el problema no es la cantidad de humanos sino el capitalismo, que la alimentación de las personas no depende tanto de la producción de alimentos como de su distribución, y que el hambre del mundo no necesita una solución científica sino económica y política. Harry Harrison escribió su novela influido profundamente por las provocadoras predicciones y propuestas del economista decimonónico Thomas Malthus y sus discípulos tardíos, que lo rescataron luego del baby boom posterior a la Segunda Guerra.

El control de la natalidad teórico de Malthus, sumado a la invención de la píldora anticonceptiva, animó a los escritores de ciencia ficción a escribir pesadillas en las cuales debíamos alimentarnos con carne sintética porque no alcanzaría la producción animal para todos los habitantes, y donde deberíamos dormir en cuartos de pocos metros cuadrados no porque no alcancen los salarios para pagar algo más grande, sino porque el espacio físico sería insuficiente para todos. El tema se abordaba en las convenciones de ciencia ficción y los más jóvenes sentían que estaban descubriendo algo realmente grande, mientras que los viejos como Isaac Asimov los escuchaban atentamente y hacían propios sus razonamientos, como prueban las cartas que envió al presidente estadounidense Carter en 1967, con el fin de advertir cuáles serían los problemas de su administración. Hasta grandes visionarios como J.G. Ballard o Philip K. Dick se vieron tentados a escribir sobre este tema, que no tardaría en pasar al olvido.

La criogenia

Algo similar sucedió con la criogenia. La idea de congelar a una persona hasta encontrar una cura a su enfermedad mortal tentó a los escritores, que la transformaron en una herramienta narrativa central, suponiendo que la idea no menguaría. Así, en un clásico como Un mundo fuera del tiempo, de Larry Niven, la criogenia es el principal tópico desde la primera página, lo que desanima a cualquiera al tanto de que los científicos más serios descartaron la idea y sólo quedaron en pie algunas empresas privadas que brindan servicios que son prácticamente estafas legales. Incluso un respetado escritor como Ben Bova se animó a utilizar la criogenia para su novela El precipicio, de 2001, lo que demuestra que aquellos nombres venerables de la ciencia ficción del pasado corren el serio riesgo de envejecer de la peor manera.

Los jóvenes narradores de aquel entonces estaban convencidos de que hacían una literatura superior a la de sus predecesores solamente por priorizar estos temas de la agenda humanista por sobre las novedades en tecnología y ciencia que acostumbraban trabajar los grandes maestros como Asimov, Arthur C. Clarke o Robert Heinlein. Harlan Ellison criticaba explícitamente a los padres fundadores por no haber hecho suficiente hincapié en los temas ecológicos, en una propuesta para que la comunidad de la ciencia ficción “cancelara” las obras previas a los años cincuenta.

Ansiedades ecológicas

Hoy, como señala el escritor mexicano Alberto Chimal, la ecología ya “no atrae al gran público” como en aquel entonces y, se lamenta, hay cada vez menos obras que abordan la importancia del cuidado del planeta y los recursos, o lo hacen con “una actitud resignada y cínica”. Chimal, que es un ferviente lector de estos autores de los sesenta y setenta, y fundó su subjetividad literaria a partir de la admiración hacia estas obras, se ve imposibilitado a admitir algo que cada vez es más evidente: el rápido desgaste de las historias escritas con base en temas de agenda.

¿Por cuánto tiempo mantiene su valor un libro escrito con el mismo impulso que un artículo del periódico del domingo? ¿Acaso una obra está destinada a perdurar si lo que busca es repetir el mismo tono que sus contemporáneos con un nombre propio diferente en la tapa? ¿Atenta contra la relectura el tono moral educativo que impera en muchas de las reflexiones y metáforas de los años sesenta? Si vemos los cuentos y novelas que se han transformado en referencia obligada, difícilmente encontraremos los del Ballard ecológico y destacaremos al perverso y oscuro autor de La exhibición de atrocidades. O rechazaremos el progresismo de autoayuda de Forastero en tierra extraña y nos quedaremos con el Heinlein de la guerra y la violencia de Tropas del espacio.

Los temas del futuro

¿Cuáles son los temas que perdurarán en el futuro? No parece ser una pregunta que se hagan los escritores de ciencia ficción de la actualidad. El género tiene la misión de narrar las fantasías –brillantes u oscuras– de su época, tamizado con los grandes temas de la literatura: el amor, la guerra, la muerte, el deseo, el corazón ambivalente de hombres y mujeres. Sin embargo, una mirada a las novedades editoriales y a los autores que componen los principales nombres de la ciencia ficción –o que coquetean con ella– no se percibe un interés por escribir un nuevo clásico, por contar aquellas grandes verdades incómodas que caracterizaron a las obras más trascendentes.

Salvo honrosas excepciones de libros –como El marciano, de Andy Weir– que intentan explorar el universo de la ciencia ficción en sus propios términos y los de su tradición, vemos nacer cada vez más “proyectos editoriales” anclados en los temas de la agenda progresista de moda. Cada uno nace con la ambiciosa pretensión de fundar alguna clase de nueva ciencia ficción enfocándose casi exclusivamente en temas de género e identidad sexual, y que incluyen positivos mensajes morales sobre la inclusión y el valor de la diversidad, supeditando cualquier decisión de contenido a la condición identitaria de los autores por sobre cualquier otro criterio en la selección y publicación de obras. Y el equívoco se hace aún más alarmante: actúan como si nunca antes se hubiera hecho.

En un vistazo a la revista Tor, que hoy marca la agenda de la ciencia ficción, vemos entre montones de posteos sobre series de Netflix algunos artículos acerca de libros escritos exclusivamente por mujeres (los libros y los artículos) que destacan todos los tópicos de la agenda que replica el discurso de los grandes medios de comunicación, agencias de márketing, gobiernos y entidades de bien público. Lo mismo pasa al ver la lista de obras ganadoras del Premio Hugo 2021. ¿Es un proyecto viable que los editores prioricen la agenda hegemónica por sobre los tópicos que seducen al género desde hace más de cien años? ¿Es buena idea que los escritores piensen y escriban dentro de la caja de los temas del progresismo woke sólo por conseguir premios o la tan ansiada edición? ¿No será acaso, como sugería Ballard en el fantástico prólogo a Crash, que la ciencia ficción también está siendo colonizada por el lenguaje publicitario?

La entrada Los temas del futuro se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/yM2neKq
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

miércoles, 30 de marzo de 2022

Madre e hija, hija y madre

En algún momento hacia mediados de los años ochenta, en una urbanización tranquila y boscosa a media hora de París, una niña de ocho años y sus padres llegan a vaciar una casa recién deshabitada. Es la casa de la abuela de Nelly –la chiquilla– y madre de Marion, quien acaba de morir en una casa de retiro tras una larga enfermedad crónica que desgastó sus huesos hasta la inmovilidad. La vivienda, mucho antes de aquello, fue la casa de infancia de la propia Marion, quien primero hija única y ahora madre –huérfana de madre– de otra hija única, enfrenta el vaciado de la casa con un peso silencioso por una tristeza antigua, silenciada y largamente reprimida.

De pronto la madre se va, vencida por las memorias. En soledad, la niña encuentra compañía en una vecina de su edad que lleva el nombre de su madre. Construyen un refugio con ramas; al final, son amigas. Nelly conoce la casa de Marion y ésta resulta ser una versión ligeramente distinta de la de su madre. Marion vive con su madre, una mujer de media edad que vive con la misma enfermedad que carcomió a su abuela y, con ello, la relación con la madre cuando ésta aún no era madre, sino hija.

Céline Sciamma

Fotograma de Pequeña mamá (2021), de Céline Sciamma

Todo esto queda dibujado con precisión y misterio, con silencios y miniatura formal, durante los primeros minutos de los 72 de Pequeña mamá (2021), quinto largometraje de Céline Sciamma, estrenado en la 71º Berlinale y sucesor casi inmediato del hirviente retablo provincial Retrato de una mujer en llamas (2019). Al estar filmada en la misma urbanización de Cergy-Pontoise en donde la cineasta creció y situada hacia mediados de los años ochenta –el mismo período en el que Sciamma tuvo la edad de Nelly–, los espectadores atentos y psicoanalíticos podrían confundirla con una autobiografía en clave. Pero es algo más sutil y expansivo que una confesión personal. Tampoco podría presentarse como una historia de fantasmas o viajes en el tiempo, aunque algo tenga de ambas cosas.

En el fondo, a pesar de sus valientes riesgos temáticos y su intrigante paseo por lo fantástico, Pequeña mamá es una película de Céline Sciamma, lo que equivale a decir que es un cuento donde dos mujeres se encuentran una en la otra durante un proceso paralelo de cambio y descubrimiento, reflejándose y construyendo, en privado, una especie de cuarto propio compartido. La habilidad de la guionista Sciamma para dibujar en pocos trazos el interior de mujeres jóvenes, casi siempre adolescentes o niñas, suele estar acompañada por un paisaje sensible de los entornos que habitan o que las excluyen, orillándolas a construirse mundos propios en los que no caben los adultos (Girlhood, 2014; La vida de Calabacín, 2016), lo masculino (Retrato de una mujer en llamas), el deseo heteronormal (Lirios acuáticos, 2007) o ninguna de las tres cosas (Tomboy, 2011).

Céline Sciamma

Fotograma de Pequeña mamá (2021), de Céline Sciamma

Pequeña mamá toma un desvío por demás peculiar para contar el descubrimiento mutuo de una madre y su hija como iguales. Al reconocerse no desde la jerarquía natural de la maternidad sino en la complicidad horizontal de los juegos de roles, las protagonistas (las gemelas Joséphine y Gabrielle Sanz) construyen una relación asentada en una especie de sororidad infantil, intuitiva y abierta a una capacidad de asombro infinita, que les permite aceptar su coexistencia en el tiempo con la misma naturalidad liviana con la que, en otros momentos, juegan a cocinar crepas, ser adultas o imitar a personajes de televisión. La amistad fugaz de su encuentro no produce desconcierto sino curiosidad mutua y, finalmente, una inesperada catarsis que aumenta su hondura al producirse entre dos niñas que rondan los ocho años: “Tú no inventaste mi tristeza”, le dice una a la otra, y en ese diálogo breve y misterioso está la llave que abre la puerta final de Pequeña mamá: un sendero hacia el perdón cubierto por maleza, en espera de ser descubierto.

El truco más hábil de su puesta en cámara es, de hecho, invisible: al no añadir ninguna dimensión esotérica, alegórica ni falsamente infantil a lo que vemos, ateniéndose a un naturalismo estricto, nuestra rápida inmersión en la mirada infantil nos induce a aceptar como real una premisa que fácilmente podría ser tomada por absurda pero que, despojada del barniz de la magia o la comedia, aparece como lo que es: una meditación sobre las maternidades y sus límites, miedos y puntos ciegos, así como los silencios autoimpuestos por madres e hijas por igual para inhibir una verdad que debería ser evidente, que madre e hija son también hija y madre, y ambas comparten algo más que un lazo de sangre o memoria común: la experiencia universal de su género.

La entrada Madre e hija, hija y madre se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/6X0T4OA
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

Madre e hija, hija y madre

En algún momento hacia mediados de los años ochenta, en una urbanización tranquila y boscosa a media hora de París, una niña de ocho años y sus padres llegan a vaciar una casa recién deshabitada. Es la casa de la abuela de Nelly –la chiquilla– y madre de Marion, quien acaba de morir en una casa de retiro tras una larga enfermedad crónica que desgastó sus huesos hasta la inmovilidad. La vivienda, mucho antes de aquello, fue la casa de infancia de la propia Marion, quien primero hija única y ahora madre –huérfana de madre– de otra hija única, enfrenta el vaciado de la casa con un peso silencioso por una tristeza antigua, silenciada y largamente reprimida.

De pronto la madre se va, vencida por las memorias. En soledad, la niña encuentra compañía en una vecina de su edad que lleva el nombre de su madre. Construyen un refugio con ramas; al final, son amigas. Nelly conoce la casa de Marion y ésta resulta ser una versión ligeramente distinta de la de su madre. Marion vive con su madre, una mujer de media edad que vive con la misma enfermedad que carcomió a su abuela y, con ello, la relación con la madre cuando ésta aún no era madre, sino hija.

Céline Sciamma

Fotograma de Pequeña mamá (2021), de Céline Sciamma

Todo esto queda dibujado con precisión y misterio, con silencios y miniatura formal, durante los primeros minutos de los 72 de Pequeña mamá (2021), quinto largometraje de Céline Sciamma, estrenado en la 71º Berlinale y sucesor casi inmediato del hirviente retablo provincial Retrato de una mujer en llamas (2019). Al estar filmada en la misma urbanización de Cergy-Pontoise en donde la cineasta creció y situada hacia mediados de los años ochenta –el mismo período en el que Sciamma tuvo la edad de Nelly–, los espectadores atentos y psicoanalíticos podrían confundirla con una autobiografía en clave. Pero es algo más sutil y expansivo que una confesión personal. Tampoco podría presentarse como una historia de fantasmas o viajes en el tiempo, aunque algo tenga de ambas cosas.

En el fondo, a pesar de sus valientes riesgos temáticos y su intrigante paseo por lo fantástico, Pequeña mamá es una película de Céline Sciamma, lo que equivale a decir que es un cuento donde dos mujeres se encuentran una en la otra durante un proceso paralelo de cambio y descubrimiento, reflejándose y construyendo, en privado, una especie de cuarto propio compartido. La habilidad de la guionista Sciamma para dibujar en pocos trazos el interior de mujeres jóvenes, casi siempre adolescentes o niñas, suele estar acompañada por un paisaje sensible de los entornos que habitan o que las excluyen, orillándolas a construirse mundos propios en los que no caben los adultos (Girlhood, 2014; La vida de Calabacín, 2016), lo masculino (Retrato de una mujer en llamas), el deseo heteronormal (Lirios acuáticos, 2007) o ninguna de las tres cosas (Tomboy, 2011).

Céline Sciamma

Fotograma de Pequeña mamá (2021), de Céline Sciamma

Pequeña mamá toma un desvío por demás peculiar para contar el descubrimiento mutuo de una madre y su hija como iguales. Al reconocerse no desde la jerarquía natural de la maternidad sino en la complicidad horizontal de los juegos de roles, las protagonistas (las gemelas Joséphine y Gabrielle Sanz) construyen una relación asentada en una especie de sororidad infantil, intuitiva y abierta a una capacidad de asombro infinita, que les permite aceptar su coexistencia en el tiempo con la misma naturalidad liviana con la que, en otros momentos, juegan a cocinar crepas, ser adultas o imitar a personajes de televisión. La amistad fugaz de su encuentro no produce desconcierto sino curiosidad mutua y, finalmente, una inesperada catarsis que aumenta su hondura al producirse entre dos niñas que rondan los ocho años: “Tú no inventaste mi tristeza”, le dice una a la otra, y en ese diálogo breve y misterioso está la llave que abre la puerta final de Pequeña mamá: un sendero hacia el perdón cubierto por maleza, en espera de ser descubierto.

El truco más hábil de su puesta en cámara es, de hecho, invisible: al no añadir ninguna dimensión esotérica, alegórica ni falsamente infantil a lo que vemos, ateniéndose a un naturalismo estricto, nuestra rápida inmersión en la mirada infantil nos induce a aceptar como real una premisa que fácilmente podría ser tomada por absurda pero que, despojada del barniz de la magia o la comedia, aparece como lo que es: una meditación sobre las maternidades y sus límites, miedos y puntos ciegos, así como los silencios autoimpuestos por madres e hijas por igual para inhibir una verdad que debería ser evidente, que madre e hija son también hija y madre, y ambas comparten algo más que un lazo de sangre o memoria común: la experiencia universal de su género.

La entrada Madre e hija, hija y madre se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/6X0T4OA
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

Otros libros posibles: Mangos de Hacha

A Robert Hughes no le faltaron textos afilados para mirar no sólo la obra de arte sino también los sistemas que la hacen –o no– posible. En uno de ellos escribe sobre Rothko y pregunta, sin escatimar en desagrado, si acaso en el mundo del arte existe un acuerdo sobre cuál debe ser el comportamiento de críticos, curadores, vendedores y demás partícipes de la industria cultural. Descubre, no sin cierta tristeza, que nada dictamina esos límites. Lo sistémico rara vez aparece, pero influye, fatalmente, en los objetos de lectura.

Actualmente pocos dedos apuntan a la maquinaria de editores, agentes, publicistas, influencers escritores y escritores influencers que determinan lo leído. Menos aún son las miradas que sugieren revisar la violenta hegemonía de algoritmos y plataformas, capaces de crear o destruir iniciativas con una fuerza desproporcionada. El alcance, la interacción y la frecuencia de publicación en redes sociales establecen factores determinantes para el éxito o fracaso de un posteo: desde cuántas personas serán impactadas por la noticia hasta si dicha publicación le será mostrada a perfiles con mayor influencia. A nadie le sonará descabellado que asegure que los seguidores y el alcance de un autor son factores tan o más significativos que su calidad literaria.

Desde hace diez años esta fontanería fue moldeando, precisando y estableciendo un orden que relegó una buena cantidad de labores no apegadas a los contenidos o perfiles generalmente mostrados en etiquetas como #libros, #literatura, #lectores, #autores y otras tantas. La mayoría sobrevive precisamente por apegarse a dicho dictamen, por interactuar con aquello con lo que deben de. Son las reglas del juego, ha dicho algún escritor que procura tuitear tres o cuatro veces al día para evitar la condena del algoritmo.

Ese mismo período ha visto una transformación impresionante respecto a las fuerzas que gestionan lo leído desde la bandera de lo independiente. Ha surgido una gran cantidad de editoriales valiosas o por lo menos divergentes. Es también el tiempo que Jessica Díaz, Tatiana Lipkes, Juan Carlos Cano, Ricardo Cázares y José Luis Bobadilla han dedicado a leer, traducir y editar poesía, desde Mangos de Hacha.

Hace tiempo quise escribir sobre una novedad editorial lanzada por el sello. El texto iba sobre el Copia, de Dolores Dorantes, un regalo de Tatiana Lipkes, pero también una de las obras más inteligentes publicadas recientemente en el país. A Copia se sumó un envío de Jessica Díaz, El libro de las voces, de Jerome Rothenberg. Entre desastres inmobiliarios, tristes fallecimientos y la afinación de los aspectos más fundamentales que permiten la escritura –destruí la computadora donde originalmente había guardado las notas tirándole café encima– relegué el texto, pero no relegué lo que estos dos libros generaban encima del escritorio. Vistos en relieve, contra mi biblioteca, encontré una buena cantidad de títulos editados por “lxs Mangos”, adquiridos a través de los años, dispersos, comprados con la continuidad del seguidor pero sin la conciencia del fanático, elegantemente disfrazados por la sencillez de su diseño, pero que saltan por la potencia de sus ideas. Resolví que el texto no podría ser sobre ambos libros sino sobre la labor editorial que los hizo posibles. Usé la palabra anomalía. No gustó. Pero no pude evitar preguntarme ¿cómo son todos estos libros posibles?

Vistos bajo el lente de los comportamientos digitales desconcertarían al algoritmo. Van de la poesía norteamericana de vanguardia a clásicos de la literatura oriental. Hay libros de Chantal Akerman y Chris Marker, conversaciones entre Ricardo Piglia y Juan José Saer, poesía contemporánea empatada con autores consagrados como Mario Montalbetti o Gloria Gervitz. En palabras de Lipkes, es todo acerca de “traducir lo que hace falta”. Es esta otra palabra –traducción– la que da forma al proyecto, y esa idea –lo que hace falta– la que le da fondo.

Sus registros vienen de todos lados. Si existe una línea editorial, está mucho más asentada en las ganas de tomar una lenguaje extraño y aprender a hablarlo en conjunto que en editar aquello que garantizaría una relativa continuidad. Es una editorial de lectores que jamás se han dejado tentar por la credencial del editor, aunque no por eso escapan a todas las responsabilidades, cargas y molestias que los editores deben enfrentar para dar salida a lo que pretenden publicar. Deciden lo leído a partir de una inteligencia afiladísima, puntual y mesurada. Retan abiertamente la estabilidad de sus lectores, conduciéndoles a rincones diferentes y en apariencia contradictorios, pero sólo porque su potencia pone de manifiesto la necesidad de abarcar todos los lugares posibles.

Los de Mangos de Hacha son libros que no buscan de inmediato, como escribió Fredric Jameson, ser interpretados o “resolver las dificultades inmediatas para devolverles la transparencia del pensamiento racional”, sino que es su “oscuridad en sí la que constituye el objeto de su lectura, y son la cualidad y la estructura específicas de dicha oscuridad la que intenta definir y comparar con otras formas de opacidad verbal”. A ciertos lectores, esta línea editorial puede parecer inestable, cuando nada está más lejos de ello, pues cada libro extiende su centro mediante búsquedas laterales y periféricas. Un sistema que se sostiene a sí mismo porque encuentra hacia donde expandirse gracias a los lectores/editores que lo conforman.

La poesía es una amenaza para la seguridad, escribió Ulalume González de León. Poesía, en su sentido más amplio, es quizá la única palabra que podría abrazar de forma más o menos certera lo que ocurre dentro de Mangos de Hacha. Una literatura en todo sentido expansiva, pero sin renunciar a su categoría menor; una literatura que comienza enunciando y sólo después ve o concibe, dirían Deleuze y Guattari. Textos potentes que en su conjunto levantan discusiones a contrapelo de las que se presentan como urgentes, discusiones que no pueden desanudarse sólo atendiendo a su contexto, que se traducen en lecturas sobre las cuales rara vez puede darse un carpetazo, lecturas que, a diferencia de ese manido lugar común del hartazgo editorial, no se espera que encuentren a sus lectores, sino que los inventen.

La entrada Otros libros posibles: Mangos de Hacha se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/mfEiUkq
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

Otros libros posibles: Mangos de Hacha

A Robert Hughes no le faltaron textos afilados para mirar no sólo la obra de arte sino también los sistemas que la hacen –o no– posible. En uno de ellos escribe sobre Rothko y pregunta, sin escatimar en desagrado, si acaso en el mundo del arte existe un acuerdo sobre cuál debe ser el comportamiento de críticos, curadores, vendedores y demás partícipes de la industria cultural. Descubre, no sin cierta tristeza, que nada dictamina esos límites. Lo sistémico rara vez aparece, pero influye, fatalmente, en los objetos de lectura.

Actualmente pocos dedos apuntan a la maquinaria de editores, agentes, publicistas, influencers escritores y escritores influencers que determinan lo leído. Menos aún son las miradas que sugieren revisar la violenta hegemonía de algoritmos y plataformas, capaces de crear o destruir iniciativas con una fuerza desproporcionada. El alcance, la interacción y la frecuencia de publicación en redes sociales establecen factores determinantes para el éxito o fracaso de un posteo: desde cuántas personas serán impactadas por la noticia hasta si dicha publicación le será mostrada a perfiles con mayor influencia. A nadie le sonará descabellado que asegure que los seguidores y el alcance de un autor son factores tan o más significativos que su calidad literaria.

Desde hace diez años esta fontanería fue moldeando, precisando y estableciendo un orden que relegó una buena cantidad de labores no apegadas a los contenidos o perfiles generalmente mostrados en etiquetas como #libros, #literatura, #lectores, #autores y otras tantas. La mayoría sobrevive precisamente por apegarse a dicho dictamen, por interactuar con aquello con lo que deben de. Son las reglas del juego, ha dicho algún escritor que procura tuitear tres o cuatro veces al día para evitar la condena del algoritmo.

Ese mismo período ha visto una transformación impresionante respecto a las fuerzas que gestionan lo leído desde la bandera de lo independiente. Ha surgido una gran cantidad de editoriales valiosas o por lo menos divergentes. Es también el tiempo que Jessica Díaz, Tatiana Lipkes, Juan Carlos Cano, Ricardo Cázares y José Luis Bobadilla han dedicado a leer, traducir y editar poesía, desde Mangos de Hacha.

Hace tiempo quise escribir sobre una novedad editorial lanzada por el sello. El texto iba sobre el Copia, de Dolores Dorantes, un regalo de Tatiana Lipkes, pero también una de las obras más inteligentes publicadas recientemente en el país. A Copia se sumó un envío de Jessica Díaz, El libro de las voces, de Jerome Rothenberg. Entre desastres inmobiliarios, tristes fallecimientos y la afinación de los aspectos más fundamentales que permiten la escritura –destruí la computadora donde originalmente había guardado las notas tirándole café encima– relegué el texto, pero no relegué lo que estos dos libros generaban encima del escritorio. Vistos en relieve, contra mi biblioteca, encontré una buena cantidad de títulos editados por “lxs Mangos”, adquiridos a través de los años, dispersos, comprados con la continuidad del seguidor pero sin la conciencia del fanático, elegantemente disfrazados por la sencillez de su diseño, pero que saltan por la potencia de sus ideas. Resolví que el texto no podría ser sobre ambos libros sino sobre la labor editorial que los hizo posibles. Usé la palabra anomalía. No gustó. Pero no pude evitar preguntarme ¿cómo son todos estos libros posibles?

Vistos bajo el lente de los comportamientos digitales desconcertarían al algoritmo. Van de la poesía norteamericana de vanguardia a clásicos de la literatura oriental. Hay libros de Chantal Akerman y Chris Marker, conversaciones entre Ricardo Piglia y Juan José Saer, poesía contemporánea empatada con autores consagrados como Mario Montalbetti o Gloria Gervitz. En palabras de Lipkes, es todo acerca de “traducir lo que hace falta”. Es esta otra palabra –traducción– la que da forma al proyecto, y esa idea –lo que hace falta– la que le da fondo.

Sus registros vienen de todos lados. Si existe una línea editorial, está mucho más asentada en las ganas de tomar una lenguaje extraño y aprender a hablarlo en conjunto que en editar aquello que garantizaría una relativa continuidad. Es una editorial de lectores que jamás se han dejado tentar por la credencial del editor, aunque no por eso escapan a todas las responsabilidades, cargas y molestias que los editores deben enfrentar para dar salida a lo que pretenden publicar. Deciden lo leído a partir de una inteligencia afiladísima, puntual y mesurada. Retan abiertamente la estabilidad de sus lectores, conduciéndoles a rincones diferentes y en apariencia contradictorios, pero sólo porque su potencia pone de manifiesto la necesidad de abarcar todos los lugares posibles.

Los de Mangos de Hacha son libros que no buscan de inmediato, como escribió Fredric Jameson, ser interpretados o “resolver las dificultades inmediatas para devolverles la transparencia del pensamiento racional”, sino que es su “oscuridad en sí la que constituye el objeto de su lectura, y son la cualidad y la estructura específicas de dicha oscuridad la que intenta definir y comparar con otras formas de opacidad verbal”. A ciertos lectores, esta línea editorial puede parecer inestable, cuando nada está más lejos de ello, pues cada libro extiende su centro mediante búsquedas laterales y periféricas. Un sistema que se sostiene a sí mismo porque encuentra hacia donde expandirse gracias a los lectores/editores que lo conforman.

La poesía es una amenaza para la seguridad, escribió Ulalume González de León. Poesía, en su sentido más amplio, es quizá la única palabra que podría abrazar de forma más o menos certera lo que ocurre dentro de Mangos de Hacha. Una literatura en todo sentido expansiva, pero sin renunciar a su categoría menor; una literatura que comienza enunciando y sólo después ve o concibe, dirían Deleuze y Guattari. Textos potentes que en su conjunto levantan discusiones a contrapelo de las que se presentan como urgentes, discusiones que no pueden desanudarse sólo atendiendo a su contexto, que se traducen en lecturas sobre las cuales rara vez puede darse un carpetazo, lecturas que, a diferencia de ese manido lugar común del hartazgo editorial, no se espera que encuentren a sus lectores, sino que los inventen.

La entrada Otros libros posibles: Mangos de Hacha se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/mfEiUkq
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

martes, 29 de marzo de 2022

La normalidad como crisis

A partir de eventos como la invasión de Ucrania ha vuelto al ojo público la miniserie británica Years and Years. Creada por Russell T Davies y coproducida por la BBC y HBO en 2019, muestra la vida de una familia inglesa establecida en Mánchester desde el año en que inició la transmisión hasta 2034, es decir, durante 15 años. Si antes las distopías nos llevaban a un futuro dos o tres generaciones más adelante, ahora las tenemos a la vuelta de la esquina.

Hay muchas lecturas de la miniserie y, por supuesto, críticas. Una perspectiva interesante es cierta reinvención del colapso social. El imaginario cinematográfico nos ha acostumbrado a robots asesinos, asteroides que destruyen la Tierra, guerras nucleares o catástrofes ambientales que aniquilan al ser humano de un día para otro. El mérito de Years and Years es presentar el colapso justo como sucede ahora: de forma gradual aunque cada vez más acelerada. En todo el cine de desastres, un solo evento destructor se cierne sobre la humanidad y las personas tienen que echar mano de sus instintos sociales para poder vivir un día más. Incluso los gobiernos cooperan, aunque sea a regañadientes, y rescatan la dignidad de un nuevo ser humano que, suponemos, habrá aprendido de sus errores para así heredar la Tierra. A contracorriente de esta narrativa, Years and Years nos enseña el futuro a través de la cotidianidad de una familia, los Lyons, y su adaptación a cambios cada vez más desconcertantes, al menos en su horizonte de posibilidades. El único aprendizaje es, quizá, una catarsis que se disuelve lentamente con el paso de los días.

El mundo que presenta la miniserie británica es un territorio desbocado que no sigue un plan a largo plazo. No hay un amo que mueve los hilos, y las teorías de la conspiración que intentan encontrarlo son meras especulaciones sin fondo. A partir de fenómenos como el Brexit o personajes como Donald Trump, Years and Years extiende las líneas narrativas del presente para especular qué podría pasar y qué cosas, que pensábamos imposibles, son bombas a punto de detonar. Por ejemplo: antes de la amenaza revivida por el conflicto entre Rusia y Ucrania, la serie especula con un ataque nuclear estadounidense a una hipotética isla artificial china. Los Lyons siguen toda la noticia, asombrados, mientras celebran el año nuevo. El espectador espera que ese punto de inflexión cambie, definitivamente, sus vidas. Sin embargo, el ataque nuclear se diluye en medio de otras crisis y la normalidad adopta esa nueva catástrofe para integrarla a las efemérides futuras. Mientras tanto los nacionalismos se exacerban en un escenario cada vez más inestable.

En Inglaterra cobra popularidad Vivienne Rook, una empresaria metida a política, interpretada por Emma Thompson. Se podría decir que el personaje, que finalmente llega a ser primera ministra, y el partido político que funda son de ultraderecha, pero la incoherencia de su discurso hace difícil vincularla a cualquier movimiento histórico o ideología. Todo es superficie. Mientras la nueva élite política se presenta como la cara pública del poder, tras bambalinas medran financieros sin escrúpulos que se encargan de robar lo poco que queda. Por otro lado, quienes tienen oportunidad de hacerlo, sobre todo los más jóvenes, se entregan a ensoñaciones tecnológicas, son transhumanos que, en el afán de abandonar la realidad, modifican sus cuerpos y sus mentes para evadir el mundo en el que viven sin importar el costo a pagar.

Uno de los elementos actuales que se aceleran en la serie es la disolución de las fronteras entre la mentira y la verdad. La inteligencia artificial conduce los destinos de una humanidad que, incapaz de discernir lo que le conviene, reacciona instintivamente, sometida a emociones manipuladas por los medios masivos de comunicación. Justamente lo más difícil de distinguir, cuando llegamos al final de la serie, es si estamos ante una distopía para la élite del Norte Próspero o ante una realidad cotidiana en el Sur Global.

Una de las líneas narrativas sigue a Viktor Goraya, refugiado ucraniano que está temporalmente en Inglaterra. En un campo de ayuda humanitaria conoce a uno de los Lyons, Daniel, que se enamora de él y busca ayudarlo. Viktor no puede regresar a su país, pues ha sido invadido por Rusia y la homosexualidad está prohibida. El refugiado es deportado y logra escapar de último momento de Ucrania para intentar volver a Inglaterra. En el trayecto, ayudado por Daniel, le pagan a un traficante de personas para que crucen a su hogar, vía marítima, desde España. En una escena vista muchas veces en los noticieros, la balsa inflable en la que viajan Viktor y Daniel naufraga y sólo el primero sobrevive. La diferencia es que las víctimas habituales de estos desastres son africanos o migrantes del Medio Oriente.

En otro ejemplo, Stephen Lyons –un adinerado asesor financiero, hermano de Daniel– pierde su dinero gracias a la quiebra de un banco y termina pedaleando una bicicleta para ganar el sustento en una empresa parecida a Uber Eats. Esa distopía, por supuesto, es la constante actual en muchos países latinoamericanos o, incluso, para los habitantes marginales del Primer Mundo, personas desechables que ya viven el futuro que les espera a los que están arriba de ellos en la pirámide social. Podríamos decir entonces que Years and Years es una distopía o una realidad dependiendo del lugar del tablero en el que nos encontremos. El final de la serie esboza un guiño esperanzador a través de cierta toma de conciencia que desenmascara a la primera ministra Vivienne Rook. Sin embargo, especulo, una hipotética segunda temporada mostraría que esa revuelta sería asimilada y, posteriormente, integrada a las numerosas crisis que ya son nuestra normalidad.

La entrada La normalidad como crisis se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/Ykc7LEq
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

La normalidad como crisis

A partir de eventos como la invasión de Ucrania ha vuelto al ojo público la miniserie británica Years and Years. Creada por Russell T Davies y coproducida por la BBC y HBO en 2019, muestra la vida de una familia inglesa establecida en Mánchester desde el año en que inició la transmisión hasta 2034, es decir, durante 15 años. Si antes las distopías nos llevaban a un futuro dos o tres generaciones más adelante, ahora las tenemos a la vuelta de la esquina.

Hay muchas lecturas de la miniserie y, por supuesto, críticas. Una perspectiva interesante es cierta reinvención del colapso social. El imaginario cinematográfico nos ha acostumbrado a robots asesinos, asteroides que destruyen la Tierra, guerras nucleares o catástrofes ambientales que aniquilan al ser humano de un día para otro. El mérito de Years and Years es presentar el colapso justo como sucede ahora: de forma gradual aunque cada vez más acelerada. En todo el cine de desastres, un solo evento destructor se cierne sobre la humanidad y las personas tienen que echar mano de sus instintos sociales para poder vivir un día más. Incluso los gobiernos cooperan, aunque sea a regañadientes, y rescatan la dignidad de un nuevo ser humano que, suponemos, habrá aprendido de sus errores para así heredar la Tierra. A contracorriente de esta narrativa, Years and Years nos enseña el futuro a través de la cotidianidad de una familia, los Lyons, y su adaptación a cambios cada vez más desconcertantes, al menos en su horizonte de posibilidades. El único aprendizaje es, quizá, una catarsis que se disuelve lentamente con el paso de los días.

El mundo que presenta la miniserie británica es un territorio desbocado que no sigue un plan a largo plazo. No hay un amo que mueve los hilos, y las teorías de la conspiración que intentan encontrarlo son meras especulaciones sin fondo. A partir de fenómenos como el Brexit o personajes como Donald Trump, Years and Years extiende las líneas narrativas del presente para especular qué podría pasar y qué cosas, que pensábamos imposibles, son bombas a punto de detonar. Por ejemplo: antes de la amenaza revivida por el conflicto entre Rusia y Ucrania, la serie especula con un ataque nuclear estadounidense a una hipotética isla artificial china. Los Lyons siguen toda la noticia, asombrados, mientras celebran el año nuevo. El espectador espera que ese punto de inflexión cambie, definitivamente, sus vidas. Sin embargo, el ataque nuclear se diluye en medio de otras crisis y la normalidad adopta esa nueva catástrofe para integrarla a las efemérides futuras. Mientras tanto los nacionalismos se exacerban en un escenario cada vez más inestable.

En Inglaterra cobra popularidad Vivienne Rook, una empresaria metida a política, interpretada por Emma Thompson. Se podría decir que el personaje, que finalmente llega a ser primera ministra, y el partido político que funda son de ultraderecha, pero la incoherencia de su discurso hace difícil vincularla a cualquier movimiento histórico o ideología. Todo es superficie. Mientras la nueva élite política se presenta como la cara pública del poder, tras bambalinas medran financieros sin escrúpulos que se encargan de robar lo poco que queda. Por otro lado, quienes tienen oportunidad de hacerlo, sobre todo los más jóvenes, se entregan a ensoñaciones tecnológicas, son transhumanos que, en el afán de abandonar la realidad, modifican sus cuerpos y sus mentes para evadir el mundo en el que viven sin importar el costo a pagar.

Uno de los elementos actuales que se aceleran en la serie es la disolución de las fronteras entre la mentira y la verdad. La inteligencia artificial conduce los destinos de una humanidad que, incapaz de discernir lo que le conviene, reacciona instintivamente, sometida a emociones manipuladas por los medios masivos de comunicación. Justamente lo más difícil de distinguir, cuando llegamos al final de la serie, es si estamos ante una distopía para la élite del Norte Próspero o ante una realidad cotidiana en el Sur Global.

Una de las líneas narrativas sigue a Viktor Goraya, refugiado ucraniano que está temporalmente en Inglaterra. En un campo de ayuda humanitaria conoce a uno de los Lyons, Daniel, que se enamora de él y busca ayudarlo. Viktor no puede regresar a su país, pues ha sido invadido por Rusia y la homosexualidad está prohibida. El refugiado es deportado y logra escapar de último momento de Ucrania para intentar volver a Inglaterra. En el trayecto, ayudado por Daniel, le pagan a un traficante de personas para que crucen a su hogar, vía marítima, desde España. En una escena vista muchas veces en los noticieros, la balsa inflable en la que viajan Viktor y Daniel naufraga y sólo el primero sobrevive. La diferencia es que las víctimas habituales de estos desastres son africanos o migrantes del Medio Oriente.

En otro ejemplo, Stephen Lyons –un adinerado asesor financiero, hermano de Daniel– pierde su dinero gracias a la quiebra de un banco y termina pedaleando una bicicleta para ganar el sustento en una empresa parecida a Uber Eats. Esa distopía, por supuesto, es la constante actual en muchos países latinoamericanos o, incluso, para los habitantes marginales del Primer Mundo, personas desechables que ya viven el futuro que les espera a los que están arriba de ellos en la pirámide social. Podríamos decir entonces que Years and Years es una distopía o una realidad dependiendo del lugar del tablero en el que nos encontremos. El final de la serie esboza un guiño esperanzador a través de cierta toma de conciencia que desenmascara a la primera ministra Vivienne Rook. Sin embargo, especulo, una hipotética segunda temporada mostraría que esa revuelta sería asimilada y, posteriormente, integrada a las numerosas crisis que ya son nuestra normalidad.

La entrada La normalidad como crisis se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/Ykc7LEq
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

miércoles, 23 de marzo de 2022

Glam, fama y Rosalía

En medio de la avalancha de análisis de Motomami a menos de una semana de su lanzamiento, un aspecto que parece haber quedado sepultado entre inventarios de referencias musicales y teorías sobre su impacto cultural es la forma en que el notable disco de Rosalía se cimienta en un renovado e inequívoco ethos glam. Porque, al margen de cualquier manifestación específica, el glam elige la potencia sobre la esencia: no hay nada auténtico que rebuscar dentro de nosotros, lo que nos distingue es la posibilidad de ser cualquier cosa.

“¿Tan espantosa es acaso la insinceridad?”, se preguntó Oscar Wilde, para responderse: “No lo creo. No es más que un simple método por el que podemos multiplicar nuestras personalidades”. Esa filosofía, que atravesó el siglo XX encarnada en las obras de dos de sus figuras centrales, Andy Warhol y David Bowie, hoy tiene una vocera barcelonesa: “Yo soy muy mía, yo me transformo / Una mariposa, yo me transformo / Makeup de drag queen, yo me transformo”. Motomami abre con su manifiesto, “Saoko”, para anunciar un conjunto de canciones que son, también, mutaciones: reguetón jazzeado, bulería sintetizada, bolero sampleado…

El nuevo disco de Rosalía, así como sus estrategias promocionales, podría ocupar un espacio en las “Réplicas” de Como un golpe de rayo, el libro de Simon Reynolds sobre el glam. Ahí desfilan, a partir de los setenta, las figuras que, de uno u otro modo, han extendido su legado, hasta llegar a las emotivas páginas finales sobre la muerte de Bowie. Ahí, una poderosa reflexión sobre la fama muestra la forma en que las lecciones ambiguas del glam siguen vigentes: “A los aspirantes, les promete el cielo y la tierra, como así también cierta forma de inmortalidad; a los admiradores, les ofrece algo que adorar e imitar. La fama, que supo reemplazar a la religión e incluso eclipsar la potencia del amor romántico, es hoy el gran opio de los pueblos. Es una solución imaginaria, potente y seductora para cualquier problema que se presente, ya sea una deficiencia personal o vinculada a los orígenes sociales”.

Podría hacerse un amplio inventario de las canciones que se ocupan de la fama y sus peligros en el ámbito pop, y no resulta casual que uno de los sencillos de Motomami esté dedicado al tema. En este devenir latinoamericano (otra manera de leer el disco), Rosalía elige el género de la bachata, conocida en sus orígenes como “música de amargue”, para hablar de la fama como amante traicionera. El poder seductor de la pieza se sostiene en la ternura de la voz, pero también en guiños geniales, como hacer de The Weeknd un émulo de Romeo Santos. “La fama” es el “Ashes to Ashes” de la cantante española, y sintetiza la sabiduría glam que ha acumulado desde que apareció El mal querer. Rosalía atrae las miradas con un transformismo que explota como nadie las plataformas donde hoy se consumen la música y las imágenes, asaltando las pantallas de los celulares y dominando la conversación pública.

No debería ignorarse la importancia de los gestos glam en un momento como el que vivimos, donde se nos demanda mantenernos fijos en determinadas identidades. Especialmente de género y raza. Como nos enseñó Bowie, la sensación de inautenticidad es parte esencial de la experiencia moderna. Rosalía, que en sus inicios fue acusada de apropiarse del flamenco y hoy lo es de adueñarse de los géneros caribeños, ha puesto su capital (no sólo) simbólico al servicio de una idea de la transformación que le permite saltar del bolero al dembow y, en medio, producir una pieza de deslumbrante complejidad percusiva como “Cuuuuuuuuuute” junto a Tayhana (donde, por lo demás, asoma una de las figuras tutelares del álbum, M.I.A., reconocida en “Bulerías”). Al final, se trata de un perpetuo devenir donde la cantaora puede producir un perreo abrasivo o, vía autotune, otorgarle al flamenco una melancolía robótica.

La entrada Glam, fama y Rosalía se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/T8BtOLR
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

Glam, fama y Rosalía

En medio de la avalancha de análisis de Motomami a menos de una semana de su lanzamiento, un aspecto que parece haber quedado sepultado entre inventarios de referencias musicales y teorías sobre su impacto cultural es la forma en que el notable disco de Rosalía se cimienta en un renovado e inequívoco ethos glam. Porque, al margen de cualquier manifestación específica, el glam elige la potencia sobre la esencia: no hay nada auténtico que rebuscar dentro de nosotros, lo que nos distingue es la posibilidad de ser cualquier cosa.

“¿Tan espantosa es acaso la insinceridad?”, se preguntó Oscar Wilde, para responderse: “No lo creo. No es más que un simple método por el que podemos multiplicar nuestras personalidades”. Esa filosofía, que atravesó el siglo XX encarnada en las obras de dos de sus figuras centrales, Andy Warhol y David Bowie, hoy tiene una vocera barcelonesa: “Yo soy muy mía, yo me transformo / Una mariposa, yo me transformo / Makeup de drag queen, yo me transformo”. Motomami abre con su manifiesto, “Saoko”, para anunciar un conjunto de canciones que son, también, mutaciones: reguetón jazzeado, bulería sintetizada, bolero sampleado…

El nuevo disco de Rosalía, así como sus estrategias promocionales, podría ocupar un espacio en las “Réplicas” de Como un golpe de rayo, el libro de Simon Reynolds sobre el glam. Ahí desfilan, a partir de los setenta, las figuras que, de uno u otro modo, han extendido su legado, hasta llegar a las emotivas páginas finales sobre la muerte de Bowie. Ahí, una poderosa reflexión sobre la fama muestra la forma en que las lecciones ambiguas del glam siguen vigentes: “A los aspirantes, les promete el cielo y la tierra, como así también cierta forma de inmortalidad; a los admiradores, les ofrece algo que adorar e imitar. La fama, que supo reemplazar a la religión e incluso eclipsar la potencia del amor romántico, es hoy el gran opio de los pueblos. Es una solución imaginaria, potente y seductora para cualquier problema que se presente, ya sea una deficiencia personal o vinculada a los orígenes sociales”.

Podría hacerse un amplio inventario de las canciones que se ocupan de la fama y sus peligros en el ámbito pop, y no resulta casual que uno de los sencillos de Motomami esté dedicado al tema. En este devenir latinoamericano (otra manera de leer el disco), Rosalía elige el género de la bachata, conocida en sus orígenes como “música de amargue”, para hablar de la fama como amante traicionera. El poder seductor de la pieza se sostiene en la ternura de la voz, pero también en guiños geniales, como hacer de The Weeknd un émulo de Romeo Santos. “La fama” es el “Ashes to Ashes” de la cantante española, y sintetiza la sabiduría glam que ha acumulado desde que apareció El mal querer. Rosalía atrae las miradas con un transformismo que explota como nadie las plataformas donde hoy se consumen la música y las imágenes, asaltando las pantallas de los celulares y dominando la conversación pública.

No debería ignorarse la importancia de los gestos glam en un momento como el que vivimos, donde se nos demanda mantenernos fijos en determinadas identidades. Especialmente de género y raza. Como nos enseñó Bowie, la sensación de inautenticidad es parte esencial de la experiencia moderna. Rosalía, que en sus inicios fue acusada de apropiarse del flamenco y hoy lo es de adueñarse de los géneros caribeños, ha puesto su capital (no sólo) simbólico al servicio de una idea de la transformación que le permite saltar del bolero al dembow y, en medio, producir una pieza de deslumbrante complejidad percusiva como “Cuuuuuuuuuute” junto a Tayhana (donde, por lo demás, asoma una de las figuras tutelares del álbum, M.I.A., reconocida en “Bulerías”). Al final, se trata de un perpetuo devenir donde la cantaora puede producir un perreo abrasivo o, vía autotune, otorgarle al flamenco una melancolía robótica.

La entrada Glam, fama y Rosalía se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/T8BtOLR
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

lunes, 21 de marzo de 2022

Vuelve la Noche de la Poesía

Las palabras, su calor: de eso trata la Noche de la Poesía, cuya séptima edición tendrá lugar de manera presencial y en línea el 24 y el 25 de marzo. Con la noción de lo “efímero” como guía, el evento celebrará los días de la francofonía y de la poesía a través de un conjunto de voces que extienden la noción de lo poético a través de encuentros entre disciplinas.

Antoine de Saint-Exupéry escribió en El principito: “¿Pero qué significa ‘efímero’? Significa que está amenazado por una próxima desaparición”. La Noche de la Poesía parte, así, de la experiencia de la palabra en el presente: lecturas, proyecciones de películas, conferencias, entrevistas y presentaciones. El público está invitado no sólo a asistir a los eventos, sino a participar en el micrófono abierto, lo mismo a través de Facebook Live que presencialmente en la Casa de Francia de la Ciudad de México y el Museo de la Ciudad de Querétaro.

La programación de la Noche de la Poesía se centra especialmente en la literatura, con representantes de Congo, Suiza, Madagascar, Francia, Canadá, Bélgica o México. Los escritores convocados son Alain Mabanckou, Amber O’Reilly, Bernard Pozier, Claudia Solís-Ogarrio, Diane Régimbald, Érika Torres, Gad Bensalem, Jean-Pierre Pelletier, Jonathan Roy, Jorge Méndez, Lisette Lombé, Marc-André Villeneuve, Nili Gallegos, Nora Atalla, Philippe Ollé-Laprune, Sarah Marylou Brideau, Vicente Quirarte y Yobaín Vázquez.

Las concepciones de lo poético se extienden, además, con la proyección de la cinta Tambour battant, de François-Christophe Marzal (Suiza), o con la conferencia “Chanson francesa y poesía”, a cargo de Marion Sila (Francia), además de la exposición en línea Un canto poético con la mirada, del colectivo Viva la Foto (Francia), o el videopoema Notechpa nitechtlahuia / Me alumbro de mí, de Karloz Atl (México). Mención aparte merece Mariusca Moukengue (Congo), La Slameuse: se proyectará la producción Des maux aux mots (De los pesares a las palabras), dirigida por Ori Huchi Kozia y Flore Onissah, la oportunidad de conocer a esta artista del slam.

La Noche de la Poesía es un esfuerzo conjunto del Instituto Francés de América Latina (IFAL), la Delegación General de Queebec en México, las embajadas de Bélgica, Canadá, Francia y Suiza, la Federación de las Alianzas Francesas en México y la Alianza Francesa de Mérida y de Querétaro.

La entrada Vuelve la Noche de la Poesía se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/WXrmT2L
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

Vuelve la Noche de la Poesía

Las palabras, su calor: de eso trata la Noche de la Poesía, cuya séptima edición tendrá lugar de manera presencial y en línea el 24 y el 25 de marzo. Con la noción de lo “efímero” como guía, el evento celebrará los días de la francofonía y de la poesía a través de un conjunto de voces que extienden la noción de lo poético a través de encuentros entre disciplinas.

Antoine de Saint-Exupéry escribió en El principito: “¿Pero qué significa ‘efímero’? Significa que está amenazado por una próxima desaparición”. La Noche de la Poesía parte, así, de la experiencia de la palabra en el presente: lecturas, proyecciones de películas, conferencias, entrevistas y presentaciones. El público está invitado no sólo a asistir a los eventos, sino a participar en el micrófono abierto, lo mismo a través de Facebook Live que presencialmente en la Casa de Francia de la Ciudad de México y el Museo de la Ciudad de Querétaro.

La programación de la Noche de la Poesía se centra especialmente en la literatura, con representantes de Congo, Suiza, Madagascar, Francia, Canadá, Bélgica o México. Los escritores convocados son Alain Mabanckou, Amber O’Reilly, Bernard Pozier, Claudia Solís-Ogarrio, Diane Régimbald, Érika Torres, Gad Bensalem, Jean-Pierre Pelletier, Jonathan Roy, Jorge Méndez, Lisette Lombé, Marc-André Villeneuve, Nili Gallegos, Nora Atalla, Philippe Ollé-Laprune, Sarah Marylou Brideau, Vicente Quirarte y Yobaín Vázquez.

Las concepciones de lo poético se extienden, además, con la proyección de la cinta Tambour battant, de François-Christophe Marzal (Suiza), o con la conferencia “Chanson francesa y poesía”, a cargo de Marion Sila (Francia), además de la exposición en línea Un canto poético con la mirada, del colectivo Viva la Foto (Francia), o el videopoema Notechpa nitechtlahuia / Me alumbro de mí, de Karloz Atl (México). Mención aparte merece Mariusca Moukengue (Congo), La Slameuse: se proyectará la producción Des maux aux mots (De los pesares a las palabras), dirigida por Ori Huchi Kozia y Flore Onissah, la oportunidad de conocer a esta artista del slam.

La Noche de la Poesía es un esfuerzo conjunto del Instituto Francés de América Latina (IFAL), la Delegación General de Queebec en México, las embajadas de Bélgica, Canadá, Francia y Suiza, la Federación de las Alianzas Francesas en México y la Alianza Francesa de Mérida y de Querétaro.

La entrada Vuelve la Noche de la Poesía se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/WXrmT2L
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

viernes, 18 de marzo de 2022

La escenificación de la luz

La belleza no está en la forma exterior,

sino en el significado que ella expresa.

Suzuki Daisetsu

 

La oscuridad es una no-presencia, una ausencia que escapa a toda compresión, certeza y límite, similar al reposo y a la quietud del silencio. No obstante, del mismo modo que el sonido nos arranca de nosotros mismos, la vibración de la luz es el reverso de la oscuridad, designa una zona en la que la privación se convierte en afirmación visible y presente de la materia. La luz es la intimidad y la violencia de movimientos simultáneos, quizá contrarios e inconciliables, pero que en su contradicción afirman su plenitud. El desgarro de la oscuridad es el florecimiento de lo que se oculta.

Estas relaciones se hacen notar en El sembrador de estrellas, de Lois Patiño. Del encuentro turbador entre la oscuridad y la luz, del caos y el cosmos, emerge un paisaje deslumbrante en el que la luz se convierte en un medio para reflexionar sobre la existencia. En este cortometraje, filmado en Japón, el autor gallego explora la conexión entre la quietud del paisaje y la oscuridad de la noche, la soledad y la infinitud, el tiempo y la cámara, encontrando su proximidad en el gesto fulgurante que testimonia la presencia metamórfica de la luz. Gesto que acompaña el estilo y el modo de pensar de Patiño haciendo visibles y audibles diferentes huellas que no fijan nada; la forma y el vacío del paisaje sugieren la ausencia de lo que apenas estuvo ahí.

Es posible, tal vez, hablar de un estilo que desafía cualquier clasificación simple. La práctica artística de Lois Patiño es heterogénea, ya que conjuga la videoinstalación y el cine, los pensamientos y las palabras. El efecto de sus poemas-ensayos consiste en el poder de la imagen y el sonido. Y ese poder construye un espacio para lo insólito y lo inesperado. El sembrador de estrellas alude a un juego de elementos expresivos vinculados con el haiku, la pintura japonesa y la filosofía zen. El mismo título de este cortometraje cita un fragmento de “Tal vez la mano, en sueños” del poeta andaluz Antonio Machado:

Tal vez la mano, en sueños,
del sembrador de estrellas,
hizo sonar la música olvidada
como una nota de la lira inmensa,
y la ola humilde a nuestros labios vino
de unas pocas palabras verdaderas.

Lois Patiño

Fotograma de El sembrador de estrellas (2022), de Lois Patiño

A nivel estético pareciera un guiño al paisaje zen y sus tres notas características: sabi (la soledad), wabi (la sinceridad) y schibumi (lo inacabado). Una simplicidad esencial en donde el encuentro cromático entre lo negro y lo blanco, los juegos y contrastes entre colores, la intensidad y la luminosidad de los objetos adquieren una belleza espiritual nacida de la cotidianidad que los rodea. El sembrador de estrellas propone una meditación profunda en la que el plano fijo revela algo fortuito que se mantiene al margen de cualquier régimen textual. Testimonia lo real como fenómeno de la luz. La ausencia como fenómeno de la presencia.

Esto supone una aproximación filosófica a la idea zen de lo ilimitado y a la concepción de la totalidad del cosmos. Virtuoso equilibrio que al conjugar la luz natural y la luz artificial crea asociaciones intersticiales que hacen visibles formas que surgen del abismo. Formas a las que se ve dueñas del espacio por el poder que tienen de sustituir la profundidad de la noche. Este punto nos lleva a pensar el vacío como un medio de intercambio y encuentro. Es el pasaje de la suprema apertura, la ilimitación y la totalidad, es el poder del vacío de convertirse en cualquier cosa, de transformarse en un paisaje fluido rico en indeterminación.

Entrar en el ritmo del devenir supone un desprendimiento; este movimiento muestra que no se puede limitar el lenguaje a una lógica conceptual, reducirlo a la búsqueda de significación y sentido. Hace del lenguaje un momento fluido, de intensa apertura que extrae fragmentos de los lugares y las cosas que la luz le va revelando. Maneras de habitar y maneras de ser nos abren a un mundo de sugerencias inapreciables. Así, a la manera de los haikus, los diálogos en el filme captan y perciben otras realidades no tan visibles, otras sensaciones percibidas como las táctiles o las acústicas.

Al nombrar las cosas, la voz las introduce en una red de relaciones que la convierten en algo distinto de lo que son; de gestos móviles que continuamente configuran y reconfiguran el paisaje. La potencia de las palabras y de la luz se convierte en un fluir en donde las cosas pasan las unas en las otras. De este modo los haikus se convierten en vehículos de la intuición creadora, que conducen del esquema poético hacia una configuración inmanente. Patiño piensa a las imágenes como potencias en vías de transformación.

Lois Patiño

Fotograma de El sembrador de estrellas (2022), de Lois Patiño

En El sembrador de estrellas la naturaleza evasiva de la luz esculpe la percepción provocando una reflexión mundana y sublime sobre el ser y su lugar en el mundo. Se trata de una contemplación fluida, del poder de infinitud contenido en una forma. Dos técnicas en tensión dan cuenta en esta obra de la fugacidad de las cosas. El cine-ojo (para decirlo en términos de Dziga Vértov) no sólo observa fenómenos que se escapan al ojo orgánico sino que observa las operaciones del ojo mismo. El ojo mecánico no sólo prolonga el ojo orgánico, sino que en su doble mecánica emerge de él.

El mecanismo cinematográfico del pensamiento de Lois Patiño revela lo que hay de diverso en sus tomas: la posición del objeto capturado, captado desde la distancia, con un efecto de empequeñecimiento y por tanto de alteración. El ojo natural ve las cosas y rápidamente las reconoce, pero el efecto dislocante del ojo mecánico capta el objeto común visto de un modo inusual. Esto supone un estado metamórfico en donde la luz puede parecer imponente o distante, los barcos reflejados en el agua figuras sólidas o difusas, las confusas siluetas de los rascacielos estrellas fugaces que caen del cielo; sin importar lo que aparentemente podamos saber sobre sus límites, el paisaje entendido de este modo no es más que una representación cercana a lo vital. Un proceso de disolución de nosotros en el paisaje. Una presencia tan física como espiritual que condiciona nuestra comprensión del mundo.

Según la filosofía zen, el hombre accede a la iluminación cuando es capaz de absorber el cosmos en sí mismo, cuando a través de la meditación su mente accede al vacío. Entonces todo es absorbido en su luz. El sembrador de estrellas crea un espacio liminal entre el mundo moderno iluminado electroacústicamente y la iluminación natural de la luna. Un momento flotante que sugiere la eternidad pareciera absorber toda presencia humana; el interior sin forma da lugar a la verdadera interioridad. Así, la tecnología, la filosofía zen y el arte pueden exhibir sus rituales y teatralidades particulares. Modos de ver fundamentalmente humanos van más allá de un simple acto de mirar al permitir que el afecto anule el pensamiento y nos permita pasar a nuevas percepciones y compresiones de nuestro propio lugar y tiempo. La luz divide dando figura a los cuerpos, y por lo tanto también a las ideas. La dialéctica de la luz y la oscuridad, del día y la noche, del caos y el cosmos es más sutil que la lógica de la contradicción-no contradicción. La obra de Patiño nos reintroduce en la contemplación fluida, dirigiendo nuestra mirada a través y más allá de las imágenes y los objetos, a la fuente invisible de luz que engendra un mapa vital rico en enigmas, conexiones virtuales y ordenaciones por venir.

La entrada La escenificación de la luz se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/8SO5p1y
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

La escenificación de la luz

La belleza no está en la forma exterior,

sino en el significado que ella expresa.

Suzuki Daisetsu

 

La oscuridad es una no-presencia, una ausencia que escapa a toda compresión, certeza y límite, similar al reposo y a la quietud del silencio. No obstante, del mismo modo que el sonido nos arranca de nosotros mismos, la vibración de la luz es el reverso de la oscuridad, designa una zona en la que la privación se convierte en afirmación visible y presente de la materia. La luz es la intimidad y la violencia de movimientos simultáneos, quizá contrarios e inconciliables, pero que en su contradicción afirman su plenitud. El desgarro de la oscuridad es el florecimiento de lo que se oculta.

Estas relaciones se hacen notar en El sembrador de estrellas, de Lois Patiño. Del encuentro turbador entre la oscuridad y la luz, del caos y el cosmos, emerge un paisaje deslumbrante en el que la luz se convierte en un medio para reflexionar sobre la existencia. En este cortometraje, filmado en Japón, el autor gallego explora la conexión entre la quietud del paisaje y la oscuridad de la noche, la soledad y la infinitud, el tiempo y la cámara, encontrando su proximidad en el gesto fulgurante que testimonia la presencia metamórfica de la luz. Gesto que acompaña el estilo y el modo de pensar de Patiño haciendo visibles y audibles diferentes huellas que no fijan nada; la forma y el vacío del paisaje sugieren la ausencia de lo que apenas estuvo ahí.

Es posible, tal vez, hablar de un estilo que desafía cualquier clasificación simple. La práctica artística de Lois Patiño es heterogénea, ya que conjuga la videoinstalación y el cine, los pensamientos y las palabras. El efecto de sus poemas-ensayos consiste en el poder de la imagen y el sonido. Y ese poder construye un espacio para lo insólito y lo inesperado. El sembrador de estrellas alude a un juego de elementos expresivos vinculados con el haiku, la pintura japonesa y la filosofía zen. El mismo título de este cortometraje cita un fragmento de “Tal vez la mano, en sueños” del poeta andaluz Antonio Machado:

Tal vez la mano, en sueños,
del sembrador de estrellas,
hizo sonar la música olvidada
como una nota de la lira inmensa,
y la ola humilde a nuestros labios vino
de unas pocas palabras verdaderas.

Lois Patiño

Fotograma de El sembrador de estrellas (2022), de Lois Patiño

A nivel estético pareciera un guiño al paisaje zen y sus tres notas características: sabi (la soledad), wabi (la sinceridad) y schibumi (lo inacabado). Una simplicidad esencial en donde el encuentro cromático entre lo negro y lo blanco, los juegos y contrastes entre colores, la intensidad y la luminosidad de los objetos adquieren una belleza espiritual nacida de la cotidianidad que los rodea. El sembrador de estrellas propone una meditación profunda en la que el plano fijo revela algo fortuito que se mantiene al margen de cualquier régimen textual. Testimonia lo real como fenómeno de la luz. La ausencia como fenómeno de la presencia.

Esto supone una aproximación filosófica a la idea zen de lo ilimitado y a la concepción de la totalidad del cosmos. Virtuoso equilibrio que al conjugar la luz natural y la luz artificial crea asociaciones intersticiales que hacen visibles formas que surgen del abismo. Formas a las que se ve dueñas del espacio por el poder que tienen de sustituir la profundidad de la noche. Este punto nos lleva a pensar el vacío como un medio de intercambio y encuentro. Es el pasaje de la suprema apertura, la ilimitación y la totalidad, es el poder del vacío de convertirse en cualquier cosa, de transformarse en un paisaje fluido rico en indeterminación.

Entrar en el ritmo del devenir supone un desprendimiento; este movimiento muestra que no se puede limitar el lenguaje a una lógica conceptual, reducirlo a la búsqueda de significación y sentido. Hace del lenguaje un momento fluido, de intensa apertura que extrae fragmentos de los lugares y las cosas que la luz le va revelando. Maneras de habitar y maneras de ser nos abren a un mundo de sugerencias inapreciables. Así, a la manera de los haikus, los diálogos en el filme captan y perciben otras realidades no tan visibles, otras sensaciones percibidas como las táctiles o las acústicas.

Al nombrar las cosas, la voz las introduce en una red de relaciones que la convierten en algo distinto de lo que son; de gestos móviles que continuamente configuran y reconfiguran el paisaje. La potencia de las palabras y de la luz se convierte en un fluir en donde las cosas pasan las unas en las otras. De este modo los haikus se convierten en vehículos de la intuición creadora, que conducen del esquema poético hacia una configuración inmanente. Patiño piensa a las imágenes como potencias en vías de transformación.

Lois Patiño

Fotograma de El sembrador de estrellas (2022), de Lois Patiño

En El sembrador de estrellas la naturaleza evasiva de la luz esculpe la percepción provocando una reflexión mundana y sublime sobre el ser y su lugar en el mundo. Se trata de una contemplación fluida, del poder de infinitud contenido en una forma. Dos técnicas en tensión dan cuenta en esta obra de la fugacidad de las cosas. El cine-ojo (para decirlo en términos de Dziga Vértov) no sólo observa fenómenos que se escapan al ojo orgánico sino que observa las operaciones del ojo mismo. El ojo mecánico no sólo prolonga el ojo orgánico, sino que en su doble mecánica emerge de él.

El mecanismo cinematográfico del pensamiento de Lois Patiño revela lo que hay de diverso en sus tomas: la posición del objeto capturado, captado desde la distancia, con un efecto de empequeñecimiento y por tanto de alteración. El ojo natural ve las cosas y rápidamente las reconoce, pero el efecto dislocante del ojo mecánico capta el objeto común visto de un modo inusual. Esto supone un estado metamórfico en donde la luz puede parecer imponente o distante, los barcos reflejados en el agua figuras sólidas o difusas, las confusas siluetas de los rascacielos estrellas fugaces que caen del cielo; sin importar lo que aparentemente podamos saber sobre sus límites, el paisaje entendido de este modo no es más que una representación cercana a lo vital. Un proceso de disolución de nosotros en el paisaje. Una presencia tan física como espiritual que condiciona nuestra comprensión del mundo.

Según la filosofía zen, el hombre accede a la iluminación cuando es capaz de absorber el cosmos en sí mismo, cuando a través de la meditación su mente accede al vacío. Entonces todo es absorbido en su luz. El sembrador de estrellas crea un espacio liminal entre el mundo moderno iluminado electroacústicamente y la iluminación natural de la luna. Un momento flotante que sugiere la eternidad pareciera absorber toda presencia humana; el interior sin forma da lugar a la verdadera interioridad. Así, la tecnología, la filosofía zen y el arte pueden exhibir sus rituales y teatralidades particulares. Modos de ver fundamentalmente humanos van más allá de un simple acto de mirar al permitir que el afecto anule el pensamiento y nos permita pasar a nuevas percepciones y compresiones de nuestro propio lugar y tiempo. La luz divide dando figura a los cuerpos, y por lo tanto también a las ideas. La dialéctica de la luz y la oscuridad, del día y la noche, del caos y el cosmos es más sutil que la lógica de la contradicción-no contradicción. La obra de Patiño nos reintroduce en la contemplación fluida, dirigiendo nuestra mirada a través y más allá de las imágenes y los objetos, a la fuente invisible de luz que engendra un mapa vital rico en enigmas, conexiones virtuales y ordenaciones por venir.

La entrada La escenificación de la luz se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/8SO5p1y
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

Pensatorio

Has traspasado el umbral, has ingresado al recinto: ahora te ubicas en una antesala para pensar el cuerpo y ser el cuerpo.

A su modo, este espacio se propone como una clínica, un lugar para atender y extender la percepción, más que a través del cuerpo es una invitación para ser completamente el cuerpo. El ejercicio que piden los objetos que aquí te reciben es suspender tu ir y venir, tus apoyos conceptuales o tus muletas visuales, reticulares. Lo que se espera es que toda esa masa sintiente y pensante que eres se materialice en posturas que se extiendan en indagación y en apoyos, que experimenten y atiendan la relación que se crea entre tus formas: huesos, órganos internos, musculatura, sistemas con las piezas singulares que la artista Elizabeth Calzado pensó como esa clínica ideomotora cuando experimentó, a lo largo de un largo tiempo, la espera en un rincón de una oficina laboral a ser atendida.

¿Por qué no imaginar una exposición de objetos cuya razón de ser sea, precisamente, la de sugerir la experiencia del estatismo?; ¿qué necesita el cuerpo para poner atención a sí mismo sin un fin específico más que eso: pensarse, no estar formado, no entrar en contacto con un objeto ejercitador para fortalecerse o con un mullido objeto de descanso, sino que el cuerpo esté atento por completo a su materialidad?

Estos objetos existen y están en este Pensatorio, dialogan a su vez en su propia corporeidad con algunos momentos específicos de la historia del mobiliario, con ciertos ejemplos que se han tallado, construido para dar apoyo al cuerpo. Las piezas de la artista exploran acciones como recargar, apoyar, inclinar; parten de algunas experiencias de expiación o sumisión para detonar otras acciones por el simple placer de pensar el cuerpo.

A partir de lo inusitado, las propuestas materiales que verás acuerpadas por las vetas de la madera o la rigidez de la roca volcánica te permiten activar una temporalidad alterna a los tiempos conjeturales. Este es el tiempo de la respiración, del estar, es el tiempo del cuerpo.

 

Elizabeth Calzado

Modular 2, 2021

 

Elizabeth Calzado

Cédula incomprensible, 2019

 

Elizabeth Calzado

Al fondo: Modular 5, 2021; al frente: Sin título, 2019

 

Elizabeth Calzado

Al fondo: Modular 1, 2021; al frente: Modular 3, 2021

 

Sin título, 2009

Pensatorio se exhibe en la Galería Libertad de Querétaro hasta el 27 de marzo

La entrada Pensatorio se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/F0yZ6Gt
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad