Alfred Hitchcock fue más que un cineasta de suspenso. Creó –con el paso del tiempo es fácil apreciarlo– un imaginario en sí. Un filtro para ver la realidad desde un ojo que sospecha y al que le causan placer los detalles cruentos, sobrenaturales. Hoy resulta indiscutible que, si ha habido una presencia en el mundo que haya fomentado plenamente la especulación, es la suya. Ya fuera en su obra fílmica, en las charlas, en la serie de la que fue presentador, o en este caso, en las compilaciones de textos, se percibe una marca, una estela intensa y enrarecida que lo identifica en un universo propio. Y, a cuarenta años de su muerte, vuelve como un fantasma ávido de venganza con la reedición de la antología Cuentos que mi madre nunca me contó (Blackie Books, 2020; publicada originalmente en Estados Unidos en 1963).
Aunque es sabido que para algunas de las antologías prestaba su nombre, en ésta resalta en la introducción un comentario, al mismo tiempo una advertencia, que nos da algunas pistas sobre su curaduría: “Son cuentos refinados, para aquellas personas que ya han dejado atrás el sencillo placer del golpe contundente, el grito en la noche o el veneno en el decantador de oporto”. Parece, por otro lado, una suerte de reproche a las salidas que podrían estar más a la mano de los escritores y que son formas a modo de las estructuras narrativas de los subgéneros. Es evidente que el Hitchcock lector se decanta por un tipo de cuento que, si bien se acopla a la técnica tradicional, busca darle un valor a la ambigüedad, a la incertidumbre, a lo no dicho.
Las 20 historias de la antología comparten un campo semántico en el que se puede distinguir lo mencionado por François Truffaut sobre las influencias de Hitchcock: existe una inclinación hacia el “horror a lo corriente”. La cotidianidad se presenta como música de fondo y se muestra en su condición de hábitat inofensivo. Sin embargo, entre sus rendijas habitan seres que la perturban: un hombre que le teme al viento tras volver de la guerra; una desfalcadora empeñada en hacer crecer su jardín y escapar de la ley; un padre que venga con saña el asesinato de su hija a cargo del novio; un oficinista cuya ira por no ser reconocido como un gran empleado lo trastorna a niveles maniacos.
Hay nombres de peso que son referencias de la literatura fantástica: Ray Bradbury, Jane Rice, Richard Matheson, Roald Dahl. Pero uno tiene la sensación de tener hallazgos literarios con cuentos como “Los veraneantes”, de Shirley Jackson, una de las escritoras norteamericanas que más han marcado a autores como Stephen King y Mariana Enríquez, y de la que se sabe que recibía cartas de lectores en las que le reprochaban sus cuentos “vergonzosos, horribles, ininteligibles”. Si la literatura no desata eso, entonces qué. “Los veraneantes” es quizás su relato más conocido después de “La lotería”: una pareja de viejos decide quedarse en su casa de campo por primera vez después del Día del Trabajo. Ante esta decisión, los habitantes del pueblo tratan de disuadirlos: no pueden quedarse más allá de esa fecha. Algo, se intuye, puede ocurrir.
Están aquellos cuentos que amplían lo que pudo ser el espectro creativo de Hitchcock, o que se adentran en un rasgo complementario de algún guion. Me refiero a “Nuestros amigos los pájaros”, de Philip MacDonald, que cruza un puente con Los pájaros, de Daphne du Maurier, novela en la que está basada la película homónima. En este relato una chica y un chico se detienen en la carretera a estirar las piernas. Hace calor, y parecen haberse perdido. Deciden acercarse al bosque que tienen enfrente, un bosque espeso. Bajo las copas de los árboles la chica le dice a su acompañante: “–¡Escucha!… ¡Pájaros! ¿Alguna vez has oído una cosa igual?”. A partir de entonces el trino de las aves, como sucede en esa icónica escena del baño en Psicosis con el agua cayendo, se vuelve un elemento sonoro siniestro.
“Adiós, papá”, de Joe Gores, es la historia que se permite un matiz diferente al resto. Un asesino se escapa de la cárcel y finge haber muerto en un accidente, para poder ser testigo de los últimos días de su padre, quien yace moribundo en cama. A costa del mal recibimiento de la familia, el protagonista decide acompañar al padre enfermo, quien además era juez. Esta decisión desvela la profundidad del personaje: no huye de su condena sino para enfrentar el origen y acaso reivindicarse frente a la autoridad familiar. “Adiós, papá. Adiós a perseguir ciervos en la arboleda que rodea el arroyo. Adiós a disparar a los patos que se hunden en las aguas del río. Adiós al olor a humo y al whisky tibio junto a la hoguera”.
En la introducción Hitchcock promete un “abanico de emociones”, exceptuando los sentimientos más tiernos y amables. Con “Adiós, papá” y “La niña que creyó”, de Grace Amundson, caemos en la cuenta de que esa promesa no se cumple del todo. Y se agradece. La antologías son, con frecuencia, irregulares. Cuentos que mi madre nunca me contó se salva de esta categoría. Busca en el lector complicidad y malicia, y te hace sentir que el fantasma de Alfred Hitchcock (1899-1980) está cerca, rondando en las habitaciones contiguas, esperando el momento indicado para soltar una carcajada malévola.
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