I
Escribe Piglia que escribió Chéjov, entre sus apuntes, el núcleo de un relato pendiente de desarrollar: un hombre va a la Costa Azul, gana un premio cuantioso en el casino, vuelve a casa y se mata. Aunque se trate de un boceto en el cual no sabemos el nombre ni ninguna otra condición, de él emerge un personaje completo, si bien oculto bajo el agua, como un iceberg que al despuntar apenas la superficie de dos detalles –volverse millonario, quitarse la vida y alguna relación invisible entre una cosa y otra– nos permite conocerle como a un ser vivo.
En los últimos dos años Ryūsuke Hamaguchi filmó, terminó y estrenó dos misteriosos largometrajes que dialogan entre sí tal como los dos eventos anotados por Chéjov: un premio, un suicidio. En La ruleta de la fortuna y la fantasía (2021; Oso de Plata en Berlín) y en Drive My Car (Mejor Guion y FIPRESCI en Cannes) asistimos a un díptico que ejecuta las tesis chejovianas sobre el cuento a través, curiosamente, de un prolongado río de tiempo. La segunda de ellas, hoy bajo reflectores por sus curiosas candidaturas a premios industriales, es una estratégica puesta en abismo en la cual el fantasma de Chéjov es a la vez pretexto, hilo conductor, sostén dramático y delicado juego textual.
El protagonista, Yusuke Kafuku –Hidetoshi Nishijima, bien conocido por las Muñecas (2002) de Takeshi Kitano, pero también extraordinario en Voces en el viento (2020) de Nobuhiro Suwa, que pudo verse el año pasado en FICUNAM– es un actor y dramaturgo de vuelta de todo: su familia se desmoronó en dos instantes trágicos separados por varios años y su único apego palpable es un Saab 900 rojo, sueco, modesto y sorprendentemente bien cuidado cuyo volante le proporciona el último rastro de control sobre sí mismo. Si hay en Drive My Car algo parecido al conflicto es que, durante la preparación de una puesta en escena de Tío Vania en Hiroshima –una obra que solía ensayar con su esposa, actriz fallecida–, el teatro impone la condición de que Misaki (la también cantante Toko Miura), una conductora de 23 años, disciplinada y hermética hasta el desconcierto, deberá conducir su auto durante todo el tiempo que dure el montaje.
Otra de las tesis chejovianas sobre el relato, reelaboradas por Piglia y reinterpretadas por incontables aspirantes a cuentista, consiste en una historia que es, en el fondo, dos historias: una es evidente, la otra fantasmal; una se expresa a través del argumento y la otra a través de los silencios, los espacios vacíos y las elipsis. Para hablar de la tristeza de un personaje, escribe Chéjov, no se puede decir que está triste. Basta sacarlo a la calle y hacerlo perder la mirada en un charco en donde se refleje la luna y sus pensamientos. En “La tristeza“ (1886) conocemos a un cochero que intenta conversar con sus pasajeros sobre un pesar, sin que nadie le preste atención; por la noche sólo encuentra a su caballo como confidente para desahogarse: su hijo falleció recién. Como una extraña y delicada adaptación de Chéjov –no de textos, ni siquiera de Vania, sino de la poética misma–, Hamaguchi logra el raro prodigio de trasladar a la vez a Haruki Murakami y a Antón Chéjov sin apropiarse de uno ni de otro, sino elaborando algo propio, delicadamente enrarecido y original.
II
En un divertido ensayo reciente, “Are We Having Fun?“, David Thomson describe la pantalla de cine, con relación al espectador, como el parabrisas de un auto. Al manejar o al ver una película hay una parte racional de la experiencia que tiene que ver con el control del volante, las velocidades, etc., pero desde el parabrisas hacia afuera, o bien de la pantalla hacia dentro, hay elementos reconocibles como lenguaje (los semáforos) y otros que son incontrolables, como el viento o la lluvia; en estos últimos radica la experiencia estética. Drive My Car es una película sobre gente que maneja, para sí o para otros, como un traslado vital en el cual cedemos el control de las tristezas largamente añejadas para que sea alguien más quien nos ayude a procesarlas, a hablar de ello y, en última instancia, a seguir viviendo con o sin tristezas en los hombros.
En una decisión interesante, los créditos iniciales solo aparecen cuando vemos a Yusuke al volante por primera vez, cuando ya han pasado unos 40 minutos de un prólogo dilatado e intenso que recuerda al personaje bosquejado por Chéjov: viajar, ganar y volver a casa solo para dislocarse. En la otra película estrenada por Hamaguchi el mismo año, La ruleta de la fortuna y la fantasía, hay tres parejas de personajes que representan un papel mientras conversan sobre el pasado. Una en un asiento trasero y después en una oficina vacía; otros en el cubículo de una universidad en donde una estudiante encuentra el erotismo que busca no en la práctica sino al leer el pasaje erótico de una novela en voz alta a su autor; finalmente, dos mujeres se encuentran en una escalera eléctrica y creen reconocerse, solo para descubrir que son desconocidas con un vínculo más profundo que los recuerdos compartidos.
Las tres historias entrelazadas en La ruleta… funcionan como variantes embrionarias del mural amplio, catártico y de cocción lenta que es Drive My Car, un relato-río narrado con el impulso del viaje largo, pero atento siempre al espejo retrovisor, ese espacio mínimo de los autos y de la memoria en el cual se producen los intercambios de miradas más sinceros y fugaces. A la manera de las conversaciones de Yasujirō Ozu, filmadas con el rostro de frente hablando a cámara, la escena que supone el fondo emocional y liberador de Drive My Car es una conversación entre dos actores, uno maduro y otro joven, quienes encuentran expiación mutua mientras se confiesan mutuamente, sin que en toda la secuencia veamos nunca a Misaki al volante.
Es curioso que la otra gran adaptación libre de Chéjov (un autor que, al parecer, inspira películas más mediocres entre más se le respete) es Vania en la calle 42 (1994) de Louis Malle, que también reelabora un montaje de Tío Vania para explorar la relación entre personajes melancólicos y sus procesos creativos, que son también procesos de sanación. En Drive My Car algunos de los momentos más transparentes en emoción suceden cuando los personajes están representando roles dentro de la ficción: en ensayos, en lecturas de diálogo, en un abrazo o sobre el escenario: su coraza se cuartea cuando mudan de nombre, se caracterizan y pueden verse a los ojos. En ese momento, como en el teatro, el cine o al manejar, sabemos lo que somos y nos reconocemos en los demás porque aceptamos que nos cuenten una historia, que es otra forma de ceder el volante.
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