A Robert Hughes no le faltaron textos afilados para mirar no sólo la obra de arte sino también los sistemas que la hacen –o no– posible. En uno de ellos escribe sobre Rothko y pregunta, sin escatimar en desagrado, si acaso en el mundo del arte existe un acuerdo sobre cuál debe ser el comportamiento de críticos, curadores, vendedores y demás partícipes de la industria cultural. Descubre, no sin cierta tristeza, que nada dictamina esos límites. Lo sistémico rara vez aparece, pero influye, fatalmente, en los objetos de lectura.
Actualmente pocos dedos apuntan a la maquinaria de editores, agentes, publicistas, influencers escritores y escritores influencers que determinan lo leído. Menos aún son las miradas que sugieren revisar la violenta hegemonía de algoritmos y plataformas, capaces de crear o destruir iniciativas con una fuerza desproporcionada. El alcance, la interacción y la frecuencia de publicación en redes sociales establecen factores determinantes para el éxito o fracaso de un posteo: desde cuántas personas serán impactadas por la noticia hasta si dicha publicación le será mostrada a perfiles con mayor influencia. A nadie le sonará descabellado que asegure que los seguidores y el alcance de un autor son factores tan o más significativos que su calidad literaria.
Desde hace diez años esta fontanería fue moldeando, precisando y estableciendo un orden que relegó una buena cantidad de labores no apegadas a los contenidos o perfiles generalmente mostrados en etiquetas como #libros, #literatura, #lectores, #autores y otras tantas. La mayoría sobrevive precisamente por apegarse a dicho dictamen, por interactuar con aquello con lo que deben de. Son las reglas del juego, ha dicho algún escritor que procura tuitear tres o cuatro veces al día para evitar la condena del algoritmo.
Ese mismo período ha visto una transformación impresionante respecto a las fuerzas que gestionan lo leído desde la bandera de lo independiente. Ha surgido una gran cantidad de editoriales valiosas o por lo menos divergentes. Es también el tiempo que Jessica Díaz, Tatiana Lipkes, Juan Carlos Cano, Ricardo Cázares y José Luis Bobadilla† han dedicado a leer, traducir y editar poesía, desde Mangos de Hacha.
Hace tiempo quise escribir sobre una novedad editorial lanzada por el sello. El texto iba sobre el Copia, de Dolores Dorantes, un regalo de Tatiana Lipkes, pero también una de las obras más inteligentes publicadas recientemente en el país. A Copia se sumó un envío de Jessica Díaz, El libro de las voces, de Jerome Rothenberg. Entre desastres inmobiliarios, tristes fallecimientos y la afinación de los aspectos más fundamentales que permiten la escritura –destruí la computadora donde originalmente había guardado las notas tirándole café encima– relegué el texto, pero no relegué lo que estos dos libros generaban encima del escritorio. Vistos en relieve, contra mi biblioteca, encontré una buena cantidad de títulos editados por “lxs Mangos”, adquiridos a través de los años, dispersos, comprados con la continuidad del seguidor pero sin la conciencia del fanático, elegantemente disfrazados por la sencillez de su diseño, pero que saltan por la potencia de sus ideas. Resolví que el texto no podría ser sobre ambos libros sino sobre la labor editorial que los hizo posibles. Usé la palabra anomalía. No gustó. Pero no pude evitar preguntarme ¿cómo son todos estos libros posibles?
Vistos bajo el lente de los comportamientos digitales desconcertarían al algoritmo. Van de la poesía norteamericana de vanguardia a clásicos de la literatura oriental. Hay libros de Chantal Akerman y Chris Marker, conversaciones entre Ricardo Piglia y Juan José Saer, poesía contemporánea empatada con autores consagrados como Mario Montalbetti o Gloria Gervitz. En palabras de Lipkes, es todo acerca de “traducir lo que hace falta”. Es esta otra palabra –traducción– la que da forma al proyecto, y esa idea –lo que hace falta– la que le da fondo.
Sus registros vienen de todos lados. Si existe una línea editorial, está mucho más asentada en las ganas de tomar una lenguaje extraño y aprender a hablarlo en conjunto que en editar aquello que garantizaría una relativa continuidad. Es una editorial de lectores que jamás se han dejado tentar por la credencial del editor, aunque no por eso escapan a todas las responsabilidades, cargas y molestias que los editores deben enfrentar para dar salida a lo que pretenden publicar. Deciden lo leído a partir de una inteligencia afiladísima, puntual y mesurada. Retan abiertamente la estabilidad de sus lectores, conduciéndoles a rincones diferentes y en apariencia contradictorios, pero sólo porque su potencia pone de manifiesto la necesidad de abarcar todos los lugares posibles.
Los de Mangos de Hacha son libros que no buscan de inmediato, como escribió Fredric Jameson, ser interpretados o “resolver las dificultades inmediatas para devolverles la transparencia del pensamiento racional”, sino que es su “oscuridad en sí la que constituye el objeto de su lectura, y son la cualidad y la estructura específicas de dicha oscuridad la que intenta definir y comparar con otras formas de opacidad verbal”. A ciertos lectores, esta línea editorial puede parecer inestable, cuando nada está más lejos de ello, pues cada libro extiende su centro mediante búsquedas laterales y periféricas. Un sistema que se sostiene a sí mismo porque encuentra hacia donde expandirse gracias a los lectores/editores que lo conforman.
La poesía es una amenaza para la seguridad, escribió Ulalume González de León. Poesía, en su sentido más amplio, es quizá la única palabra que podría abrazar de forma más o menos certera lo que ocurre dentro de Mangos de Hacha. Una literatura en todo sentido expansiva, pero sin renunciar a su categoría menor; una literatura que comienza enunciando y sólo después ve o concibe, dirían Deleuze y Guattari. Textos potentes que en su conjunto levantan discusiones a contrapelo de las que se presentan como urgentes, discusiones que no pueden desanudarse sólo atendiendo a su contexto, que se traducen en lecturas sobre las cuales rara vez puede darse un carpetazo, lecturas que, a diferencia de ese manido lugar común del hartazgo editorial, no se espera que encuentren a sus lectores, sino que los inventen.
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