jueves, 10 de marzo de 2022

Un tambor que suena muy africano

A partir de 2004 un álbum proveniente de la región central de África comenzó a encontrar una legión de occidentales bien dispuestos. El truco, en parte, era que indudablemente Congotronics parecía sonar “africano” (ya volveremos sobre eso) y, a la vez, proveniente de algún lugar imaginario, en una especie de futuro. Con frecuencia se aludía a la segunda parte de esto con una sorpresa mal disimulada: África subsahariana no era el lugar de donde la prensa musical anglosajona esperaba escuchar algo que sonara vanguardista. Konono Nº1, el colectivo que firmaba el disco, sería llamado para colaborar poco después con Björk, por entonces campeona en el deporte de reclutar todo aquello que sonara a la vez “futurista” y vagamente étnico.

A pesar del ánimo de exotismo con que se le recibió de inicio, Congotronics hizo mucho por despojar a oídos anglosajones de los filtros que les impedían escuchar la electrónica africana sin condescendencia. Les preparó, en gran parte, para lo que sucedió a lo largo de los siguientes años: la proliferación de formas locales que tomaron tanto las vertientes bailables como las más inclinadas a la abstracción, con una inventiva frecuentemente desbordada, desde los lindes de los territorios subsaharianos hasta Sudáfrica. Hoy, para encontrar lo más arriesgado o lo más divertido de este género (y, con mucha frecuencia, ambas cosas simultáneamente), hay que voltear hacia allá.

De hecho muchas de estas manifestaciones no sólo contradicen las nociones habituales acerca de cómo suena “lo africano” (cualquier cosa que eso sea), sino que revientan los moldes de la electrónica misma, cuyos contornos como género parecen disolverse a ritmo exponencial y que, como etiqueta, no apunta ya siquiera al empleo de recursos específicos. Debit tuiteó hace poco, acertadamente, que esa música ya dejó de ser electrónica, como adjetivo, y algunas de las mejores formas de ejemplificarlo se encuentran en estas geografías.

En el mapa que hoy vemos, subgéneros como el amapiano o el gqom se hibridan y ramifican en variantes distintivas, muchas veces tan lejanas de sus influencias que para alguien que sólo les dedica atención tangencial pueden parecer desvinculadas entre sí. En especial el segundo, que a pesar de no haberse vuelto global, como algunas personas imaginaban pocos años atrás, ha dejado su marca más allá del continente. Una marca que es no precisamente estilística, aunque sí de pulso y actitud, por decirlo de alguna manera. Si desde los trabajos de proyectos como Phelimuncasi el gqom parecía haber tomado una forma definitiva, algunos de sus representantes posteriores, en especial los de obra más agresiva como Menzi, Debmaster o ese gigante llamado Slikback, empujaron más allá de los perímetros estilísticos y geográficos (hoy colaboran frecuentemente con músicos occidentales, especialmente el último, que ha lanzado dos discos al hilo hechos enteramente de piezas firmadas en colectivo).

Ningún sello ha tenido un papel tan importante en esta germinación como Nyege Nyege Tapes, incluyendo a su división Hakuna Kulala, casa de uno o varios lanzamientos de cada uno de los proyectos mencionados en el párrafo anterior. Basada en Kampala, Uganda, esta disquera parece haberse especializado en publicar sonidos iconoclastas (cuando no plenamente extraterrestres). Algunos de mis discos favoritos de su catálogo tienen poco que ver entre sí, más allá de su unicidad: la sensualidad gélida y amenazadora de Metal Preyers, como equivalente sonoro de una lámina de Rorschach. La recopilación Sounds of Pamoja que, escuchado con el humor incorrecto, puede ser el disco más irritante que pueda imaginarse, pero con algo de disposición despierta la memoria corporal con pulsos eléctricos, inventando de paso sensaciones nuevas. Un mapa del estilo conocido como singeli, originario de Tanzania, Sounds of Pamoja permite que nos asomemos, a quienes no conocemos el entorno de las fiestas en Dar es Salaam, a una versión especulativa de ellas, frenética y eufórica. Y está, también, la devastación que deja a su paso Duma, del dueto keniano homónimo, que trabaja su propia versión del noise industrial, abrasivo hasta para los estándares de ese estilo.

Alguna vez leí una reseña, en cierta revista inglesa, que parecía reprochar a los autores de Duma no sonar lo bastante “africanos”. Esa objeción ridícula al menos era útil: explicitaba parte de la relación del mundo occidental con ese continente. Nada de lo anterior (la fertilidad de la electrónica en África) debería sorprendernos, en sentido estricto. El problema, en parte, es considerar ese enorme territorio como un solo lugar, un poco a la manera de la dicotomía capital-provincia, a partir de la homologación o parcelación reduccionista de todo aquello que está fuera del centro. Y vienen luego las atribuciones: cómo suponemos que es, o debe ser, la gente que habita ese “lugar”. Por extensión, asumimos también cómo debe ser su música, considerando su condición subsidiaria con respecto a las más desarrolladas estéticas occidentales, frente a las que deben elaborarse las propias, por oposición o imitación, salvo por una única alternativa: el folclor. De ahí la suspicacia con que se reciben las muestras de una creatividad autónoma en un territorio que se piensa (o se quiere) sometido.

Hace poco fui cómplice de estas distorsiones o reduccionismos, la primera vez que escuché Rampolkan, de Raja Kirik, uno de los discos que más me han impresionado en meses recientes. Lanzado por Nyege Nyege, asumí que se trataba de un trabajo hecho en geografías subsaharianas. Lo interpreté como parte de la tendencia en la que se agrupa una larga lista de productores y bandas africanos que toman recursos de varias vertientes de la electrónica y la industrial, para elaborar sobre géneros tradicionales de su suelo (cosa que, claro, no es exclusiva de ese continente). En algún punto recordé a Cut Hands, el proyecto de William Bennett, fundador de la banda pionera del power electronics que era Whitehouse. Como autor de ese proyecto tardío, se había propuesto tomar como base percusiones africanas (cualquier cosa que eso signifique) para construir las piezas industriales a las que llevaba décadas dedicándose. (Es curioso cómo alguien puede leer “percusiones africanas” y creer que sabe cómo suenan o que son parte de un género o corriente bien específico.) Porque, claro, mi primer referente debía ser un músico inglés con vasto pedigrí.

Resultó que Rampolkan era un trabajo hecho en Indonesia. (Me di cuenta cuando terminó de sonar y busqué su información en Bandcamp). Aunque decididamente africano, el sello Nyege Nyege publica a veces obras de otras regiones, además de gestionar proyectos en los que se invita a músicos internacionales a colaborar con africanos. Este disco de Raja Kirik va muy en la línea del sello: trabajos que no suenen más que a sí mismos, aunque en todo caso, si se le puede relacionar con algo en primer término, no sería con músicos congoleños, por ejemplo. En su reinterpretación de la música tradicional indonesia, Rampolkan hace pensar en la obra sobrenatural de Senyawa o en una versión reventada de Uwalmassa (su reciente Malar vale completamente cada minuto que se le dedique). También, en la inclinación por lo extremo, recuerda a Rinuwat.

No sé si escuchado con estos referentes, todos indonesios, el disco de Raja Kirik tenga necesariamente más sentido, pero sí uno más acertado, un poco menos dependiente de prejuicios erróneos. Un breve recordatorio de que es necesario mantener los reflejos ante la cómoda vía de dar por sentada la lectura de una obra y su contexto.

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