viernes, 11 de marzo de 2022

Apología de Tierra Adentro

Me meto al Fondo de Cultura Económica en la Condesa para sobrellevar una mañana gris viendo las mesas de novedades. Me recibe un enorme librero donde están rematando un titipuchal de libros de las diferentes épocas del Fondo Editorial Tierra Adentro a solo diez pesitos. Qué emoción.

Debido a que los volúmenes no están ordenados cronológicamente, el librero deviene un collage hermoso de lo que fue la literatura mexicana escrita por jóvenes. Por jóvenes que hoy, curiosamente, ya perdieron la juventud. Ahí están todos, todas, suspendidos en una lozanía hermosamente editada. Generaciones distintas se mezclan en un muégano de libros que, no nos dábamos cuenta, era glorioso.

Tierra Adentro siempre funcionó como un trampolín. Le ofrecía a los autores y autoras menores de 34 años la posibilidad única de ser tomados en cuenta, de publicar su primer libro. Cada semestre sacaban una cantidad bestial de libros de todos los géneros. Teatro, cuento, poesía, novela, ensayo, crónica, los ganadores de premios y los que no habían ganado premio. Tengo entendido que Tierra Adentro se llama así por un verso de López Velarde y porque era una editorial que se enfocaba en publicar trabajos escritos estrictamente fuera de la ciudad de México. Descentralizar las letras mexicanas. Todo estaba bien con este proyecto. Las portadas eran comisionadas a diferentes artistas plásticos; aunque rara vez tenían que ver con el contenido, acompañaban amenamente a los textos. Hay portadas preciosas, hay libros legendarios.

Yo publiqué ahí mi segundo libro de cuentos, Niños tristes. Me tocaron tiempos de bonanza. Me mandaban con hospedaje, comida y transporte a diferentes sitios de la República a presentar mi libro. Dos ciudades al mes, mínimo. Yo tenía 28 años y las instancias gubernamentales me trataban como a un importante escritor. Tenía un descuento considerable en todas las Educal y los poderosos libros de la desaparecida Conaculta. Podía ganarme una feria extra publicando en la revista impresa. Era la vida soñada del escritor mexicano. Y no por una persecución enfermiza del aplauso o porque estar sentado con un micrófono en la mano sea realmente relevante. No, era porque –digámoslo con todas sus letras– en este país no se puede vivir de la literatura. El FETA ofrecía un paraíso artificial inicial que servía de impulso. Ya lo dije: trampolín.

La actual administración no tiene la culpa de que el mundo de los libros siga atrapado en un paréntesis que nomás no se cierra. La pandemia, el encierro y la incertidumbre han afectado mucho el mundo de los libros. Se perciben latidos de vida ante la reciente aparición de los libros de Laura Sofía Rivero e Hiram Ruvalcaba. Ambos escritores parten el queso con un trabajo más que sobresaliente y en viva evolución. ¡No es suficiente! Tierra Adentro tiene que volver a esos años de vieja gloria, tiene que ser la primera opción del morrito y la chavita que esta misma noche se desvelarán enfrente del Word bosquejando sus primeras búsquedas literarias. A ellos hay que ofrecerles una meta asequible. Estar a cargo del FETA es una responsabilidad inmensa. Publicar en el sello tiene que ser, una vez más, el anhelo de las generaciones por venir. Necesitamos plataformas sólidas. Es cosa de hacer las cosas como llevaban años haciéndolas.

El hecho de que estén rematando los libros a diez lanas quiere decir que seguirán vivos, que buscarán nuevos lectores, que llegarán a manos nuevas. Esto debe celebrarse. Me tomo la libertad de recomendar los que a mi parecer son los mejores libros de Tierra Adentro en tiempos recientes:

Musiquito del talón, de Alfonso López Corral.

El problema de los tres cuerpos, de Aniela Rodríguez.

El desconocido del Meno, de Eduardo Sangarcía.

Liquidaciones, de Eduardo Sabugal.

Arquitectura del fracaso, de Georgina Cebey.

Paralelo etíope, de Diego Olavarría.

Janto, de Christian Peña.

Principia, de Elisa Díaz Castelo.

Y En los mapas del cielo, de Eugenio Partida, quizá ya más viejito.

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