miércoles, 31 de enero de 2024

Cecilia Vicuña en el MALBA

Inaugurada en diciembre pasado en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, Soñar el agua. Una retrospectiva del futuro (1964-…) es la exposición más completa dedicada a la fecha al trabajo de la poeta, artista visual y activista feminista Cecilia Vicuña (Santiago de Chile, 1948). Con dos centenares de piezas realizadas durante seis décadas, la muestra permite seguir la trayectoria de una artista central de esta parte del mundo, si bien radica en Nueva York desde 1980. En paralelo, la editorial de la Universidad Diego Portales de Chile lanzó su Diario estúpido, escrito en 1966, a los 18 años.

“Tu poética abraza todo y nada al mismo tiempo, contamina lenguajes, desconoce jerarquías y expresa con una fuerza sísmica. Puede tomar la forma de poesía, pintura, escultura, collage, dibujo o arte textil, pero también improvisaciones orales, programas televisivos, entrevistas, cultivo de semillas y árboles, cine, performances, cómics, escenografías de teatro, murales con tiza, grafitis callejeros, talleres educativos, acciones de protesta, volantes y manifiestos. Hay un caos regenerador que te atraviesa”, escribe Miguel A. López, curador de Soñar el agua, en una carta a la artista.

La exposición del MALBA se organiza a través de núcleos donde pueden apreciarse las distintas facetas y momentos de la obra de Cecilia Vicuña, todos ellos marcados por un vínculo singular entre estética y política. Se asiste así a la emergencia de la Tribu No; a pinturas realizadas en Santiago, Londres y Bogotá, acompañadas por prosas breves; a las acciones de Artistas por la Democracia, parte de la lucha chilena contra el golpe de Pinochet; a la poesía visual de las palabrarmas; o a sus monumentales quipus, que contrastan con sus emocionantes miniaturas escultóricas, los precarios.

Para Vicuña el arte cumple funciones reveladoras y regeneradoras, capaces de desencadenar cambios en la conciencia que pueden desembocar en  transformaciones sociales. Al recorrer Soñar el agua el espectador atestigua su compromiso con el gozo, el respeto al medioambiente, la recuperación de saberes originarios. Esta segunda retrospectiva de la artista chilena, antecedida por Veroír el fracaso iluminado –que pasó por el MUAC en 2020–, podrá visitarse en el museo porteño hasta el 26 de febrero.

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Cecilia Vicuña en el MALBA

Inaugurada en diciembre pasado en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, Soñar el agua. Una retrospectiva del futuro (1964-…) es la exposición más completa dedicada a la fecha al trabajo de la poeta, artista visual y activista feminista Cecilia Vicuña (Santiago de Chile, 1948). Con dos centenares de piezas realizadas durante seis décadas, la muestra permite seguir la trayectoria de una artista central de esta parte del mundo, si bien radica en Nueva York desde 1980. En paralelo, la editorial de la Universidad Diego Portales de Chile lanzó su Diario estúpido, escrito en 1966, a los 18 años.

“Tu poética abraza todo y nada al mismo tiempo, contamina lenguajes, desconoce jerarquías y expresa con una fuerza sísmica. Puede tomar la forma de poesía, pintura, escultura, collage, dibujo o arte textil, pero también improvisaciones orales, programas televisivos, entrevistas, cultivo de semillas y árboles, cine, performances, cómics, escenografías de teatro, murales con tiza, grafitis callejeros, talleres educativos, acciones de protesta, volantes y manifiestos. Hay un caos regenerador que te atraviesa”, escribe Miguel A. López, curador de Soñar el agua, en una carta a la artista.

La exposición del MALBA se organiza a través de núcleos donde pueden apreciarse las distintas facetas y momentos de la obra de Cecilia Vicuña, todos ellos marcados por un vínculo singular entre estética y política. Se asiste así a la emergencia de la Tribu No; a pinturas realizadas en Santiago, Londres y Bogotá, acompañadas por prosas breves; a las acciones de Artistas por la Democracia, parte de la lucha chilena contra el golpe de Pinochet; a la poesía visual de las palabrarmas; o a sus monumentales quipus, que contrastan con sus emocionantes miniaturas escultóricas, los precarios.

Para Vicuña el arte cumple funciones reveladoras y regeneradoras, capaces de desencadenar cambios en la conciencia que pueden desembocar en  transformaciones sociales. Al recorrer Soñar el agua el espectador atestigua su compromiso con el gozo, el respeto al medioambiente, la recuperación de saberes originarios. Esta segunda retrospectiva de la artista chilena, antecedida por Veroír el fracaso iluminado –que pasó por el MUAC en 2020–, podrá visitarse en el museo porteño hasta el 26 de febrero.

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Pies de la historia

En medio de la sequía que padece la Ciudad de México, el Bosque de Chapultepec es un recordatorio desolador del precio que se paga por extender la ciudad a costa de sus recursos naturales. Hasta el Virreinato los manantiales de este cerro suministraban agua mediante una red de acueductos que llegaba al Templo Mayor. La reducción de nuestro milagro líquido comenzó cuando Porfirio Díaz ordenó convertir el bosque en un paseo público. Hoy atravieso la versión mexicana del Bois de Boulogne retacada de puestos ambulantes con chicharrones, algodones de azúcar, globos y pintacaritas para admirar un espectáculo que llenaría de orgullo al afrancesado general oaxaqueño. Una obra de arte que cumple todos los requisitos de la ciudad moderna: movimiento, orden y belleza.

En este momento, el patio principal del castillo que habitó Maximiliano de Habsburgo es un escenario para 16 bailarines y 16 bailarinas que combinan ballet, danza moderna y tradición. A mi izquierda una niña me observa horrorizada como si supiera que hay sequía en mi casa. Entonces su madre ocupa el asiento y me sonríe para mostrarle que soy un monstruo amable. “Esta es tercera llamada, tercera”, dicen los altavoces. En ese momento la fachada del castillo se ilumina de azul. Anunciándose con tambores estilo huéhuetl, siete siluetas verdes se asoman al balcón, visten sombreros emplumados de ala ancha y apalean tambores con estacas que chocan en el aire.

¿Cómo traducir en palabras el sonido de las percusiones? Diríanse tambores en el cerro. Aquí, sobre la tumba del agua. Tumba quizás de Huémac, último rey tolteca. Tumba, tambor, tumba. Chapultepec es tumba sobre tumba: aquí murieron teotihuacanos, toltecas y cadetes. Tumba, tumba, tumba. En el balcón todo retumba. Cada vez atizan más rápido los tambores. Tambor a tambor, la percusión se vuelve persecución. Y la audiencia es una presa entregándose a la trampa. Ya vienen los arqueros traje verde, cola emplumada y medias rosas apuntando el arco y agitando la sonaja. A saltos forman una fila, serpentean, giran a la izquierda, a la derecha; se dispersan, luego forman dos hileras opuestas.

Chapultepec es tumba sobre tumba: aquí murieron teotihuacanos, toltecas y cadetes. Tumba, tumba, tumba. En el balcón todo retumba. Cada vez atizan más rápido los tambores. Tambor a tambor, la percusión se vuelve persecución.

Esta es la danza de los matachines, típica de las regiones desérticas del norte de México y el sur de Estados Unidos. También se conoce como danza de los matlachines en Aguascalientes, de los tatachines en Jalisco, de los chichimecas en Salinas Hidalgo y del ojo de agua en Coahuila. El origen del nombre “matachín” tiene poca relación con el sentido de la coreografía. En El rito y la risa. Ensayos sobre la burla en la religión cristiana, Alberto del Campo Tejedor describe la fiesta de los matachines como “un conjunto de danzas, juegos cómicos y grotescos que se intercalaban en los entremeses y mojigangas”. Traducidos al rigor del ballet, los pasos que representan un carnaval para los europeos y un ritual religioso para los mexicanos adquirieron esta nueva solemnidad.

Durante seis minutos los arqueros pisotean en masa la tarima. “Pisotear el suelo en masa es la primera danza, y su origen no es humano”, apunta Pascal Quignard en El odio a la música. Danzar se remonta a renos, bisontes y caballos galopando en las praderas antes del ritmo. Según el escritor francés, ese abrupto silencio al principio de una coreografía, como los matachines, se debe a nuestro instinto de supervivencia. Las percusiones de los matachines reavivan un temor primigenio: la angustia del ciervo ante el cazador. Al final, cuando los arqueros se retiran, la audiencia aplaude alegremente, pero también con alivio.

Ballet Folklórico

Fotografía: Naza PF. Cortesía del Ballet Folklórico de México de Amalia Hernández

A continuación una bailarina entra brincando descalza al escenario, como niña con juguete nuevo; lleva una larga falda amarilla y blusa blanca con encaje de colores. Al son de los violines, salta hacia atrás con gracia y hace varias piruetas. La siguiente bailarina dibuja con los giros de su falda una pirinola tricolor: blanca, morada, verde. Me intriga especialmente el instante donde una tercera bailarina mantiene su equilibrio sobre un pie mientras con el otro hace veloces trazos en el aire. El estilo juguetón de las tres bailarinas representa toda la felicidad como resultado de la disciplina. Amalia Hernández estrenó esta coreografía, Sones antiguos de Michoacán, en 1952, cuando fundó la compañía. Por aquellos días el gran ejército del Ballet Folklórico de México tenía solamente ocho bailarinas. Actualmente su cuerpo de élite está conformado por 600 personas.

Amalia Hernández, prima de Elena Garro, recibió su primer premio por bailar a los cuatro años. Su padre, el coronel Lamberto Hernández, hizo construir un salón para que ella recibiera clases privadas con notables figuras de la danza. La emperatriz del folclor tomó lecciones de danza clásica con Hipólito Zybin y de danza moderna con Anna Sokolow. Aprendió danza española con La Argentinita, una cantante de flamenco que grabó cinco discos gramofónicos donde su acompañante al piano es Federico García Lorca. Sin embargo, la mayor influencia para Amalia fue Waldeen, precursora del movimiento mexicano de danza moderna.

En el artículo “Waldeen: la fundadora (1913-1993)” Alberto Dallal refiere que la gran maestra actuó como solista desde los 13 años, viajó por todo el mundo recogiendo influencias del arte contemporáneo y llegó a México en 1934. Aquí ofreció una serie de funciones junto al concertista Michio Ito en el Teatro Hidalgo; espectáculo innovador que incorporaba teatro Kabuki, artes marciales, alusiones sexuales, leyendas, pintura y escultura. Algo similar a lo que observamos esta noche en el Castillo de Chapultepec, donde desfilan cabezas gigantes de papel maché, un charro hace suertes con la reata y un diablito se coloca el habitual cubrebocas antes de besar a la Muerte.

Más allá de esta especie de pastorela, la influencia de Waldeen persiste en la coreografía de La Revolución. Posterior al vals y la polka ocurre un salto temporal donde las parejas de adelitas y campesinos sombrerudos dan vueltas como si huyeran de los soldados federales; ellos ametrallan el piso con sus botines mientras ellas hacen olas con su falda de medio vuelo. Después, las revolucionarias se forman al ritmo de un tambor militar; cargan al hombro unos fusiles que siembran con fuerza sobre la tarima y luego los levantan entre giros coordinados. Al principio la danza es alegre con el corrido de Juana Gallo. Más tarde, cuando las mujeres apuntan sus escopetas, suena con nostalgia “Y si Adelita quisiera ser mi novia…”.

Waldeen quería formar una técnica mexicana inspirada en la literatura, la música tradicional, las comunidades indígenas y los movimientos sociales. Porque, además de bailarina, Waldeen fue una poeta socialista y traductora clandestina del ‘Canto General’.

Doce años antes de que Amalia Hernández fundara el Ballet Moderno de México, la primera revolución mexicana fue La Coronela de Waldeen, con música de Silvestre Revueltas, poesía coral de Efraín Huerta y las ejecuciones de Guillermina Bravo, Josefina Lavalle y Magda Montoya, entre otras talentosas bailarinas. Hay que imaginar a la maestra gringa de danza moderna tomando apuntes sobre cómo caminaban las mujeres en México para incorporar esos detalles a su coreografía. A diferencia de Anna Sokolow, que importó la técnica estadounidense a México, Waldeen quería formar una técnica mexicana inspirada en la literatura, la música tradicional, las comunidades indígenas y los movimientos sociales. Porque, además de bailarina, Waldeen fue una poeta socialista y traductora clandestina del Canto General.

Finalmente el público observa con asombro la danza del venado, un ritual de los yaquis y mayos al norte de México. Hace 74 años otro muchacho interpretó esta cacería. Jorge Tyler ha sido el bailarín más venado en el Ballet Folklórico de Amalia Hernández. Nació en Culiacán el 18 de febrero de 1942. Abandonado por sus padres, creció en un orfanato indígena donde los yoremes le enseñaron su danza. Décadas después obtuvo el primer premio otorgado por el Círculo Internacional de la Crítica Joven para Investigación Artística e Intercambios Culturales en Francia. Se dice que, en 1961, cuando el Ballet Folklórico se presentó en Moscú, Tyler tuvo que salir 40 veces a recibir aplausos.

Más que un hombre debe ser un ciervo, un auténtico siervo de la danza el cuerpo que sube al escenario. El bailarín aparece con un salto prominente, corre en círculos agitando los tenábaris en sus tobillos; tensa los músculos gemelos, bíceps y cuádriceps para completar la metamorfosis; el humano emite un bramido, enfatiza los pasos previos a la zancada y aterriza venado. En el aire, el artista curvó las vértebras del galope y su pie casi tocaba la cabeza por la espalda, pero ha caído de golpe lastimándose el tobillo. Algunas personas en primera fila notamos su mueca de dolor. No sabemos si somos testigos de un ciervo herido o un bailarín frustrado, si esto era verdad o actuación. Lo cierto es que una hermosa criatura salió lastimada ante las ovaciones.

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Pies de la historia

En medio de la sequía que padece la Ciudad de México, el Bosque de Chapultepec es un recordatorio desolador del precio que se paga por extender la ciudad a costa de sus recursos naturales. Hasta el Virreinato los manantiales de este cerro suministraban agua mediante una red de acueductos que llegaba al Templo Mayor. La reducción de nuestro milagro líquido comenzó cuando Porfirio Díaz ordenó convertir el bosque en un paseo público. Hoy atravieso la versión mexicana del Bois de Boulogne retacada de puestos ambulantes con chicharrones, algodones de azúcar, globos y pintacaritas para admirar un espectáculo que llenaría de orgullo al afrancesado general oaxaqueño. Una obra de arte que cumple todos los requisitos de la ciudad moderna: movimiento, orden y belleza.

En este momento, el patio principal del castillo que habitó Maximiliano de Habsburgo es un escenario para 16 bailarines y 16 bailarinas que combinan ballet, danza moderna y tradición. A mi izquierda una niña me observa horrorizada como si supiera que hay sequía en mi casa. Entonces su madre ocupa el asiento y me sonríe para mostrarle que soy un monstruo amable. “Esta es tercera llamada, tercera”, dicen los altavoces. En ese momento la fachada del castillo se ilumina de azul. Anunciándose con tambores estilo huéhuetl, siete siluetas verdes se asoman al balcón, visten sombreros emplumados de ala ancha y apalean tambores con estacas que chocan en el aire.

¿Cómo traducir en palabras el sonido de las percusiones? Diríanse tambores en el cerro. Aquí, sobre la tumba del agua. Tumba quizás de Huémac, último rey tolteca. Tumba, tambor, tumba. Chapultepec es tumba sobre tumba: aquí murieron teotihuacanos, toltecas y cadetes. Tumba, tumba, tumba. En el balcón todo retumba. Cada vez atizan más rápido los tambores. Tambor a tambor, la percusión se vuelve persecución. Y la audiencia es una presa entregándose a la trampa. Ya vienen los arqueros traje verde, cola emplumada y medias rosas apuntando el arco y agitando la sonaja. A saltos forman una fila, serpentean, giran a la izquierda, a la derecha; se dispersan, luego forman dos hileras opuestas.

Chapultepec es tumba sobre tumba: aquí murieron teotihuacanos, toltecas y cadetes. Tumba, tumba, tumba. En el balcón todo retumba. Cada vez atizan más rápido los tambores. Tambor a tambor, la percusión se vuelve persecución.

Esta es la danza de los matachines, típica de las regiones desérticas del norte de México y el sur de Estados Unidos. También se conoce como danza de los matlachines en Aguascalientes, de los tatachines en Jalisco, de los chichimecas en Salinas Hidalgo y del ojo de agua en Coahuila. El origen del nombre “matachín” tiene poca relación con el sentido de la coreografía. En El rito y la risa. Ensayos sobre la burla en la religión cristiana, Alberto del Campo Tejedor describe la fiesta de los matachines como “un conjunto de danzas, juegos cómicos y grotescos que se intercalaban en los entremeses y mojigangas”. Traducidos al rigor del ballet, los pasos que representan un carnaval para los europeos y un ritual religioso para los mexicanos adquirieron esta nueva solemnidad.

Durante seis minutos los arqueros pisotean en masa la tarima. “Pisotear el suelo en masa es la primera danza, y su origen no es humano”, apunta Pascal Quignard en El odio a la música. Danzar se remonta a renos, bisontes y caballos galopando en las praderas antes del ritmo. Según el escritor francés, ese abrupto silencio al principio de una coreografía, como los matachines, se debe a nuestro instinto de supervivencia. Las percusiones de los matachines reavivan un temor primigenio: la angustia del ciervo ante el cazador. Al final, cuando los arqueros se retiran, la audiencia aplaude alegremente, pero también con alivio.

Ballet Folklórico

Fotografía: Naza PF. Cortesía del Ballet Folklórico de México de Amalia Hernández

A continuación una bailarina entra brincando descalza al escenario, como niña con juguete nuevo; lleva una larga falda amarilla y blusa blanca con encaje de colores. Al son de los violines, salta hacia atrás con gracia y hace varias piruetas. La siguiente bailarina dibuja con los giros de su falda una pirinola tricolor: blanca, morada, verde. Me intriga especialmente el instante donde una tercera bailarina mantiene su equilibrio sobre un pie mientras con el otro hace veloces trazos en el aire. El estilo juguetón de las tres bailarinas representa toda la felicidad como resultado de la disciplina. Amalia Hernández estrenó esta coreografía, Sones antiguos de Michoacán, en 1952, cuando fundó la compañía. Por aquellos días el gran ejército del Ballet Folklórico de México tenía solamente ocho bailarinas. Actualmente su cuerpo de élite está conformado por 600 personas.

Amalia Hernández, prima de Elena Garro, recibió su primer premio por bailar a los cuatro años. Su padre, el coronel Lamberto Hernández, hizo construir un salón para que ella recibiera clases privadas con notables figuras de la danza. La emperatriz del folclor tomó lecciones de danza clásica con Hipólito Zybin y de danza moderna con Anna Sokolow. Aprendió danza española con La Argentinita, una cantante de flamenco que grabó cinco discos gramofónicos donde su acompañante al piano es Federico García Lorca. Sin embargo, la mayor influencia para Amalia fue Waldeen, precursora del movimiento mexicano de danza moderna.

En el artículo “Waldeen: la fundadora (1913-1993)” Alberto Dallal refiere que la gran maestra actuó como solista desde los 13 años, viajó por todo el mundo recogiendo influencias del arte contemporáneo y llegó a México en 1934. Aquí ofreció una serie de funciones junto al concertista Michio Ito en el Teatro Hidalgo; espectáculo innovador que incorporaba teatro Kabuki, artes marciales, alusiones sexuales, leyendas, pintura y escultura. Algo similar a lo que observamos esta noche en el Castillo de Chapultepec, donde desfilan cabezas gigantes de papel maché, un charro hace suertes con la reata y un diablito se coloca el habitual cubrebocas antes de besar a la Muerte.

Más allá de esta especie de pastorela, la influencia de Waldeen persiste en la coreografía de La Revolución. Posterior al vals y la polka ocurre un salto temporal donde las parejas de adelitas y campesinos sombrerudos dan vueltas como si huyeran de los soldados federales; ellos ametrallan el piso con sus botines mientras ellas hacen olas con su falda de medio vuelo. Después, las revolucionarias se forman al ritmo de un tambor militar; cargan al hombro unos fusiles que siembran con fuerza sobre la tarima y luego los levantan entre giros coordinados. Al principio la danza es alegre con el corrido de Juana Gallo. Más tarde, cuando las mujeres apuntan sus escopetas, suena con nostalgia “Y si Adelita quisiera ser mi novia…”.

Waldeen quería formar una técnica mexicana inspirada en la literatura, la música tradicional, las comunidades indígenas y los movimientos sociales. Porque, además de bailarina, Waldeen fue una poeta socialista y traductora clandestina del ‘Canto General’.

Doce años antes de que Amalia Hernández fundara el Ballet Moderno de México, la primera revolución mexicana fue La Coronela de Waldeen, con música de Silvestre Revueltas, poesía coral de Efraín Huerta y las ejecuciones de Guillermina Bravo, Josefina Lavalle y Magda Montoya, entre otras talentosas bailarinas. Hay que imaginar a la maestra gringa de danza moderna tomando apuntes sobre cómo caminaban las mujeres en México para incorporar esos detalles a su coreografía. A diferencia de Anna Sokolow, que importó la técnica estadounidense a México, Waldeen quería formar una técnica mexicana inspirada en la literatura, la música tradicional, las comunidades indígenas y los movimientos sociales. Porque, además de bailarina, Waldeen fue una poeta socialista y traductora clandestina del Canto General.

Finalmente el público observa con asombro la danza del venado, un ritual de los yaquis y mayos al norte de México. Hace 74 años otro muchacho interpretó esta cacería. Jorge Tyler ha sido el bailarín más venado en el Ballet Folklórico de Amalia Hernández. Nació en Culiacán el 18 de febrero de 1942. Abandonado por sus padres, creció en un orfanato indígena donde los yoremes le enseñaron su danza. Décadas después obtuvo el primer premio otorgado por el Círculo Internacional de la Crítica Joven para Investigación Artística e Intercambios Culturales en Francia. Se dice que, en 1961, cuando el Ballet Folklórico se presentó en Moscú, Tyler tuvo que salir 40 veces a recibir aplausos.

Más que un hombre debe ser un ciervo, un auténtico siervo de la danza el cuerpo que sube al escenario. El bailarín aparece con un salto prominente, corre en círculos agitando los tenábaris en sus tobillos; tensa los músculos gemelos, bíceps y cuádriceps para completar la metamorfosis; el humano emite un bramido, enfatiza los pasos previos a la zancada y aterriza venado. En el aire, el artista curvó las vértebras del galope y su pie casi tocaba la cabeza por la espalda, pero ha caído de golpe lastimándose el tobillo. Algunas personas en primera fila notamos su mueca de dolor. No sabemos si somos testigos de un ciervo herido o un bailarín frustrado, si esto era verdad o actuación. Lo cierto es que una hermosa criatura salió lastimada ante las ovaciones.

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lunes, 22 de enero de 2024

Ni urbano ni periférico

En La otra voz. Poesía y fin de siglo (1990) Octavio Paz expone algunas problemáticas del lenguaje, alrededor de términos como revolución (“que comienza como promesa, se disipa en agitaciones frenéticas y se congela en dictaduras sangrientas”) o modernidad (¿qué sigue después de lo “posmoderno”?, “¿lo post-posmoderno?”). El autor mexicano advierte, además, que la dicotomía del pensamiento occidental tiende a colocar por descarte un “entonces no es” donde habita un “esto es”. Ahí la música, en muchos aspectos hermanada con la poesía, se presenta también como una expresión interpretativa diversa y completa (en poesía “esto” no sólo es esto sino también aquello).

Tal vez lo anterior puede proyectar una luz y producir lecturas más diáfanas del llamado rock urbano, término que atribula y estigmatiza a más de uno (“en el pasado sólo era rock mexicano y ya”, explicó Luis Álvarez, vocalista del grupo El Haragán, en una entrevista con el productor Javier Paniagua). Vapuleado desde los albores del rock mexicano por considerarse de menor calado, la etiqueta de lo urbano ha dado cobijo al punk, al metal e incluso las experimentaciones sonoras más oblicuas, aunque su esencia puede identificarse en el ritmo y la raíz del blues.

No todo San Felipe es punk

Cuando su primera novia de clase alta conoció Neza, Tlane y Ecatepec, descubrió que los lugares que le aconsejaron evitar a toda costa eran, más que entornos urbanos feroces, duros y chacales, comunidades semirrurales pletóricas de miseria, ignominia y mucha cábula. Aún no había ganado la neurosis por la piedra, el individualismo traducido en vestido caro y el perreo armado, pero existía el simplismo de Amar te duele (Fernando Sariñana, 2002). Los punks y urbanos eran todavía los herederos medio comunales de los Ramones, chemos dóciles ataviados a lo apache en sus greñas, con Converse, mezclilla gris y chamarronas parchadas. La típica foto ceniza que inmortalizara (nadie hablo de exotizar, que conste) gente como Sarah Minter o Paul Leduc.

El rock urbano puede pensarse de pronto como una pintura policromática en su pobreza más prominente, un síntoma del “pus ya qué” estructural: la posibilidad expansiva de lo acotado.

Ahí donde el extremo siempre es extremo y el olor a basurero es una realidad perenne y no un tema de reportaje también se cuecen habas, hasta el más chimuelo masca rieles y, sobre todo, hay matices: cretinos nobles y víctimas pasadas de rosca. El rock urbano puede pensarse de pronto como una pintura policromática en su pobreza más prominente, un síntoma del “pus ya qué” estructural: la posibilidad expansiva de lo acotado.

El pintor y rolero León Chávez Teixeiro lo dibuja de forma nítida en su canción “Ponciano Flores” (Se va la vida, compañera, 1981): “Ponciano Flores / cinco hijos / su mujer y la miseria / en un cuarto amontonado / todo en el mismo lugar / recámaras / comedor / sala, cocina y un baño / un cuarto para los niños y un salón para estudiar / lo mismo se toma un trago que se planchan los hilachos / se tiene que fornicar / ¡qué educación de los Flores / todo en el mismo lugar!”.

El rock urbano podría leerse desde una cuarentena de discos y artistas icónicos de toda la vida, que van de los himnos de Rockdrigo González y los mitos fundacionales –Choluis, Toño Lira, El Guadaña o El Haragán– a los pastiches editados en Discos y Cintas Denver durante las últimas dos décadas. Como en los lugares donde falta agua y comida, la vida parece ralentizarse o encapsularse en muchas de sus formas. 

Lo urbano como música, tanto como el buen gusto, es un constructo cada vez más absurdo e inoperante; el término sirve para ostentar narrativas identitarias. Decir que el reguetón o la cumbia son el nuevo lo que sea o que, del lado opuesto, el rock urbano padece mala calidad sonora o pobreza creativa son síntomas de una pasteurización cultural que no tiene ningún compromiso con la realidad.

“En México no hay racismo, comentó este pinche naco”, versaba el pasquín humorístico El Pasón (publicado entre las páginas del diario Milenio y la revista La Mosca) en una acotación irónica que enmarca uno de los tantos rasgos del ideario mexicano (humor en el abuso, hipocresía, doble moral, etc.). Cuando el rock urbano ha estado presente en los medios masivos ha sido gracias a una visión por demás torpe, complaciente, exotizante o, peor aún, con ánimo de caricatura u oportunismo.

Aspirar y validar 

En alguna ocasión, durante un especial de aniversario del MTV Latino, Jorge Mondragón, ex representante de Caifanes, apuntaba con cierta sorna que en sus inicios Saúl Hernández intentaba proyectar –se entiende que infructuosamente– una imagen rota, lumpen, a la altura del rockero mexicano de arrabal. 

rock urbano

Illy Bleeding, vocalista de Size; Aldo Zurita, productor de XS Grita Radio; y Charlie Monttana

Históricamente el membrete de rock urbano ha funcionado como una camiseta para validar a los advenedizos, clasemedieros o aspiracionistas que quieren tender un lazo identitario con el público. Han invitado a Luis Álvarez a la radio pública para contar el origen de “Él no lo mató”, sin conocimiento de su trayectoria; a Charlie Monttana (1961-2020) a la televisión para dejar que se autorridiculice (“este pendejo cree que está tratando con George de la Selva”, decía el vocalista de Vago frente a cámara, tras la entrevista con un reportero insulso en el programa Rockstar, de 2009); a los urbanos a festivales como el Vive Latino, con aires de representatividad bastante cuestionables. Lo único evidente es que el rock mexicano tiene un lugar importante e intransferible en la vida de las personas, que no trafica con sobreintelectualzaciones ni modas. 

Imagen de precisión

Si “María”, “Viajero”, “Vaquero rocanrolero”, “Infierno de Dante”, “Suicida”, “Historia de un minuto”, “Chavo de onda”, “Barata y descontón” o “Asalto chido” son himnos eternos se debe a la imagen de precisión que no han podido lograr el ensayo histórico, el análisis sociológico, la ficción literaria o cinematográfica ni incluso el documental con su aparente afán de veracidad. En La otra voz Paz refiere el “Canto a mí mismo” de Walt Whitman: “El poeta canta a un yo que es un tú y un él y un nosotros […]. Whitman recobra el carácter arquetípico del tiempo no a través de un pasado legendario sino por la inmersión en el ahora. Lo que está pasando siempre”.

Se puede pensar en la vigencia y la trascendencia de canciones como “Asfixiados” de los Blues Boys (En el camino, 1988) –que habla de la muerte de indocumentados en los transportes de coyotes–, “Tlatelolco” de la Banda Bostik, “Metro” de Rebel’d Punk e incluso en el pulgar abajo de Amaya Ltd (vocalista del Síndrome del Punk) como símbolo ideológico de su comanda. El rock urbano pervive, para bien y para mal, en la universalidad que contiene lo más pueril e inmediato.

rock urbano

Se puede pensar en la vigencia y la trascendencia de algunas canciones como símbolo ideológico de su comanda. El rock urbano pervive, para bien y para mal, en la universalidad que contiene lo más pueril e inmediato.

“La música, carajo, ¡la música!” (José Agustín dixit). En más de una ocasión han querido matar o suplantar al rock con cualquier cosa, a través de trampas del modernismo y el progresismo. Sin embargo, en su prominente infantilismo, subtramas como la del rock urbano se mantendrán incólumes en su naturaleza. Ahí en donde jazzeros, reguetoneros y modernillos electrónicos se devanan los argumentos para hacer clic con el espíritu de su época, el rock urbano sigue siendo tribu, gente de la ciudad dormitorio, noticias punk y desmadrito fuera del autosabotaje social. O no. 

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Ni urbano ni periférico

En La otra voz. Poesía y fin de siglo (1990) Octavio Paz expone algunas problemáticas del lenguaje, alrededor de términos como revolución (“que comienza como promesa, se disipa en agitaciones frenéticas y se congela en dictaduras sangrientas”) o modernidad (¿qué sigue después de lo “posmoderno”?, “¿lo post-posmoderno?”). El autor mexicano advierte, además, que la dicotomía del pensamiento occidental tiende a colocar por descarte un “entonces no es” donde habita un “esto es”. Ahí la música, en muchos aspectos hermanada con la poesía, se presenta también como una expresión interpretativa diversa y completa (en poesía “esto” no sólo es esto sino también aquello).

Tal vez lo anterior puede proyectar una luz y producir lecturas más diáfanas del llamado rock urbano, término que atribula y estigmatiza a más de uno (“en el pasado sólo era rock mexicano y ya”, explicó Luis Álvarez, vocalista del grupo El Haragán, en una entrevista con el productor Javier Paniagua). Vapuleado desde los albores del rock mexicano por considerarse de menor calado, la etiqueta de lo urbano ha dado cobijo al punk, al metal e incluso las experimentaciones sonoras más oblicuas, aunque su esencia puede identificarse en el ritmo y la raíz del blues.

No todo San Felipe es punk

Cuando su primera novia de clase alta conoció Neza, Tlane y Ecatepec, descubrió que los lugares que le aconsejaron evitar a toda costa eran, más que entornos urbanos feroces, duros y chacales, comunidades semirrurales pletóricas de miseria, ignominia y mucha cábula. Aún no había ganado la neurosis por la piedra, el individualismo traducido en vestido caro y el perreo armado, pero existía el simplismo de Amar te duele (Fernando Sariñana, 2002). Los punks y urbanos eran todavía los herederos medio comunales de los Ramones, chemos dóciles ataviados a lo apache en sus greñas, con Converse, mezclilla gris y chamarronas parchadas. La típica foto ceniza que inmortalizara (nadie hablo de exotizar, que conste) gente como Sarah Minter o Paul Leduc.

El rock urbano puede pensarse de pronto como una pintura policromática en su pobreza más prominente, un síntoma del “pus ya qué” estructural: la posibilidad expansiva de lo acotado.

Ahí donde el extremo siempre es extremo y el olor a basurero es una realidad perenne y no un tema de reportaje también se cuecen habas, hasta el más chimuelo masca rieles y, sobre todo, hay matices: cretinos nobles y víctimas pasadas de rosca. El rock urbano puede pensarse de pronto como una pintura policromática en su pobreza más prominente, un síntoma del “pus ya qué” estructural: la posibilidad expansiva de lo acotado.

El pintor y rolero León Chávez Teixeiro lo dibuja de forma nítida en su canción “Ponciano Flores” (Se va la vida, compañera, 1981): “Ponciano Flores / cinco hijos / su mujer y la miseria / en un cuarto amontonado / todo en el mismo lugar / recámaras / comedor / sala, cocina y un baño / un cuarto para los niños y un salón para estudiar / lo mismo se toma un trago que se planchan los hilachos / se tiene que fornicar / ¡qué educación de los Flores / todo en el mismo lugar!”.

El rock urbano podría leerse desde una cuarentena de discos y artistas icónicos de toda la vida, que van de los himnos de Rockdrigo González y los mitos fundacionales –Choluis, Toño Lira, El Guadaña o El Haragán– a los pastiches editados en Discos y Cintas Denver durante las últimas dos décadas. Como en los lugares donde falta agua y comida, la vida parece ralentizarse o encapsularse en muchas de sus formas. 

Lo urbano como música, tanto como el buen gusto, es un constructo cada vez más absurdo e inoperante; el término sirve para ostentar narrativas identitarias. Decir que el reguetón o la cumbia son el nuevo lo que sea o que, del lado opuesto, el rock urbano padece mala calidad sonora o pobreza creativa son síntomas de una pasteurización cultural que no tiene ningún compromiso con la realidad.

“En México no hay racismo, comentó este pinche naco”, versaba el pasquín humorístico El Pasón (publicado entre las páginas del diario Milenio y la revista La Mosca) en una acotación irónica que enmarca uno de los tantos rasgos del ideario mexicano (humor en el abuso, hipocresía, doble moral, etc.). Cuando el rock urbano ha estado presente en los medios masivos ha sido gracias a una visión por demás torpe, complaciente, exotizante o, peor aún, con ánimo de caricatura u oportunismo.

Aspirar y validar 

En alguna ocasión, durante un especial de aniversario del MTV Latino, Jorge Mondragón, ex representante de Caifanes, apuntaba con cierta sorna que en sus inicios Saúl Hernández intentaba proyectar –se entiende que infructuosamente– una imagen rota, lumpen, a la altura del rockero mexicano de arrabal. 

rock urbano

Illy Bleeding, vocalista de Size; Aldo Zurita, productor de XS Grita Radio; y Charlie Monttana

Históricamente el membrete de rock urbano ha funcionado como una camiseta para validar a los advenedizos, clasemedieros o aspiracionistas que quieren tender un lazo identitario con el público. Han invitado a Luis Álvarez a la radio pública para contar el origen de “Él no lo mató”, sin conocimiento de su trayectoria; a Charlie Monttana (1961-2020) a la televisión para dejar que se autorridiculice (“este pendejo cree que está tratando con George de la Selva”, decía el vocalista de Vago frente a cámara, tras la entrevista con un reportero insulso en el programa Rockstar, de 2009); a los urbanos a festivales como el Vive Latino, con aires de representatividad bastante cuestionables. Lo único evidente es que el rock mexicano tiene un lugar importante e intransferible en la vida de las personas, que no trafica con sobreintelectualzaciones ni modas. 

Imagen de precisión

Si “María”, “Viajero”, “Vaquero rocanrolero”, “Infierno de Dante”, “Suicida”, “Historia de un minuto”, “Chavo de onda”, “Barata y descontón” o “Asalto chido” son himnos eternos se debe a la imagen de precisión que no han podido lograr el ensayo histórico, el análisis sociológico, la ficción literaria o cinematográfica ni incluso el documental con su aparente afán de veracidad. En La otra voz Paz refiere el “Canto a mí mismo” de Walt Whitman: “El poeta canta a un yo que es un tú y un él y un nosotros […]. Whitman recobra el carácter arquetípico del tiempo no a través de un pasado legendario sino por la inmersión en el ahora. Lo que está pasando siempre”.

Se puede pensar en la vigencia y la trascendencia de canciones como “Asfixiados” de los Blues Boys (En el camino, 1988) –que habla de la muerte de indocumentados en los transportes de coyotes–, “Tlatelolco” de la Banda Bostik, “Metro” de Rebel’d Punk e incluso en el pulgar abajo de Amaya Ltd (vocalista del Síndrome del Punk) como símbolo ideológico de su comanda. El rock urbano pervive, para bien y para mal, en la universalidad que contiene lo más pueril e inmediato.

rock urbano

Se puede pensar en la vigencia y la trascendencia de algunas canciones como símbolo ideológico de su comanda. El rock urbano pervive, para bien y para mal, en la universalidad que contiene lo más pueril e inmediato.

“La música, carajo, ¡la música!” (José Agustín dixit). En más de una ocasión han querido matar o suplantar al rock con cualquier cosa, a través de trampas del modernismo y el progresismo. Sin embargo, en su prominente infantilismo, subtramas como la del rock urbano se mantendrán incólumes en su naturaleza. Ahí en donde jazzeros, reguetoneros y modernillos electrónicos se devanan los argumentos para hacer clic con el espíritu de su época, el rock urbano sigue siendo tribu, gente de la ciudad dormitorio, noticias punk y desmadrito fuera del autosabotaje social. O no. 

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jueves, 18 de enero de 2024

Costco, ese oscuro objeto del deseo

La cadena de tiendas Costco se ha vuelto, con el paso de los años, objeto de la ira y del deseo de los mexicanos. Es símbolo ineludible del llamado aspiracionismo de la clase media y, también, ejemplo señero del capitalismo global. Hay videos que se han hecho virales en los que una multitud se abalanza sobre una pila de pasteles, como si los estuvieran rematando. Durante la pandemia se hicieron famosas las filas interminables de gente intentando entrar a las tiendas del país. Quizás ahí inició la paranoia por el papel higiénico y, también, los primeros esfuerzos de la cadena por limitar el número de productos vendidos por cliente.

Sin embargo, más allá de la superficie de las redes sociales, Costco es un fenómeno que representa el capitalismo global de nuestra época: una mezcla de ficción con realidad. El primer elemento ficticio de Costco es la idea de clase. Hay un veredicto social sobre la cadena que, por supuesto, no tiene vínculos con la realidad: la exclusividad del negocio –representada por la membresía– y el consenso de que es un mercado al cual acude la clase alta. Teniendo esta ficción como brújula, de vez en cuando somos testigos de reclamos airados por la saturación de las sucursales que echan a perder la experiencia de compra. Peor aún, el sector afectado por las colas en las tiendas ha emprendido una caza de brujas contra clientes que no deberían estar ahí, principalmente políticos o personajes ligados a la izquierda.

Es, por supuesto, una lucha por no ser desclasados, aunque el escenario de la batalla no es una tienda departamental con pasillos alfombrados y candelabros de oro sino una bodega gigantesca repleta de contenedores para alojar productos vendidos por mayoreo. En la ficción o el mundo alternativo de Costco alguien que lucha por la justicia social o critica el capitalismo no debería abastecer su despensa en la cadena. Hay sólo dos escenarios en esta visión: integrarse a la modernidad de forma acrítica o –como afirma Mark Fisher en uno de sus ensayos– ejercer la resistencia al capital desde una utopía new age como la que muestra la película de Avatar de James Cameron, una suerte de mundo ideal que ha renunciado a la tecnología para vivir en armonía con la naturaleza, un “equilibro místico primitivo” según el mismo autor en otro de sus ensayos.

Costco, además de las paranoias que provoca, es también un modelo que contradice no sólo la idea de un supermercado para las clases pudientes sino la idea misma de diversidad que, en el papel, promete el libre mercado. Si la primera etapa de la globalización nos trajo mercancías hechas fuera de nuestras fronteras para transformar nuestras tiendas en cuernos de la abundancia, en este nuevo paso los productos pasan por una suerte de filtro muy estricto. La variedad se rinde, entonces, a la extracción máxima de beneficios concentrada en una ajustada selección de artículos. Temporada tras temporada, en las mesas de ropa, por ejemplo, se repiten los mismos modelos con apenas algunas variaciones: chamarras, pantalones, pants, blusas y camisas son resurtidos para uniformar al empleado global y someterlo a una especie de déjà vu perpetuo.

En un mundo en el que la libertad ha triunfado –al menos así lo proclaman los heraldos de las virtudes de Occidente– los clientes tienen que pagar una membresía que los ata, por un año, a la corporación y, por otro lado, se someten a controles cada vez más rígidos salidos de la paranoia de Costco o de sus fieles, que exigen cada vez más exclusividad. Desde vigilancia a la salida para evitar robos hasta límites en la compra de algunos productos. La contradicción capital en esta historia son los pasteles: empresas que venden al mayoreo para dar, precisamente, mejores precios a vendedores minoristas, ahora son atacadas por hacer lo que está en su plan de negocios. El emprendedor del siglo XXI tendría, pues, que disimular su compra, pues puede ser tachado de acaparador o, peor aún, infiltrado en el hábitat de una clase a la cual no pertenece.

El Mundo Costco, como he intentado demostrar, está lleno de contradicciones. Una central, neurálgica, es la idea de que lo gigante es mejor. Por supuesto, esto es fruto de una cultura del exceso que lo mismo se puede ver en las películas de acción que ofrecen dosis cada vez más hiperbólicas de violencia o en el tamaño de los vasos y hamburguesas de las cadenas de comida rápida que saturan nuestras ciudades. Los almacenes del capitalismo de este siglo ofrecen una experiencia que ya no disimula un sistema centralizado de fabricación y distribución de mercancías. Este modelo podría ser una continuación del sistema implementado por la Unión Soviética e introducido, como caballo de Troya, en el mercado. Podemos comprar lo que queramos siempre y cuando un algoritmo decida que ese producto es conveniente para la empresa. Los límites de este sistema son difíciles de traspasar, sobre todo si no gozas de una privilegiada situación financiera y sólo te alcanza para ir a Costco de vez en cuando. Una vez metido en el sistema no sólo eres sujeto de la muy predecible oferta de productos sino de las modas que uniforman colores y sabores. No hay vida fuera de esto. Te enganchan con un producto y, una vez que pasó su etapa de máximo rendimiento, es sustituido por otra opción a la cual habrá que acostumbrarse.

Serguéi Dovlátov, escritor soviético que emigró a Estados Unidos en 1978, narra en “Calcetines finlandeses de crespón” –uno de sus mejores cuentos, incluido en el volumen La maleta– la tragedia y el sinsentido de la vida en la URSS. En la historia él y un amigo intentan hacer fortuna en el mercado negro de calcetines. Como sólo hay un tipo de calcetines para comprar gracias a la planificación del Estado, cualquier modelo diferente se vuelve objeto de deseo para los sufridos ciudadanos. Cuando consiguen una buena cantidad de calcetines de crespón, nunca vistos en la Unión Soviética pues estaban hechos en Finlandia, creen que se han sacado la lotería. Sin embargo, la tragedia ocurre cuando el gobierno decide fabricar masivamente calcetines “estilo finlandés”. Al personaje del cuento –alter ego de Dovlátov– no le queda más que regalar la mercancía que lo iba a llevar a la fortuna. De la misma forma, los Costco del mundo, las empresas que nos venden la promesa de la diversidad, son mecanismos centralizados llenos de ficciones que juegan con nuestros deseos y esperanzas. A veces cambian nuestros destinos, aunque su mayor mérito es realizar, frente a nuestros ojos, aunque de manera velada, la planificación que los primeros defensores del libre mercado creían imposible.

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miércoles, 17 de enero de 2024

Costco, ese oscuro objeto del deseo

La cadena de tiendas Costco se ha vuelto, con el paso de los años, objeto de la ira y del deseo de los mexicanos. Es símbolo ineludible del llamado aspiracionismo de la clase media y, también, ejemplo señero del capitalismo global. Hay videos que se han hecho virales en los que una multitud se abalanza sobre una pila de pasteles, como si los estuvieran rematando. Durante la pandemia se hicieron famosas las filas interminables de gente intentando entrar a las tiendas del país. Quizás ahí inició la paranoia por el papel higiénico y, también, los primeros esfuerzos de la cadena por limitar el número de productos vendidos por cliente.

Sin embargo, más allá de la superficie de las redes sociales, Costco es un fenómeno que representa el capitalismo global de nuestra época: una mezcla de ficción con realidad. El primer elemento ficticio de Costco es la idea de clase. Hay un veredicto social sobre la cadena que, por supuesto, no tiene vínculos con la realidad: la exclusividad del negocio –representada por la membresía– y el consenso de que es un mercado al cual acude la clase alta. Teniendo esta ficción como brújula, de vez en cuando somos testigos de reclamos airados por la saturación de las sucursales que echan a perder la experiencia de compra. Peor aún, el sector afectado por las colas en las tiendas ha emprendido una caza de brujas contra clientes que no deberían estar ahí, principalmente políticos o personajes ligados a la izquierda.

Es, por supuesto, una lucha por no ser desclasados, aunque el escenario de la batalla no es una tienda departamental con pasillos alfombrados y candelabros de oro sino una bodega gigantesca repleta de contenedores para alojar productos vendidos por mayoreo. En la ficción o el mundo alternativo de Costco alguien que lucha por la justicia social o critica el capitalismo no debería abastecer su despensa en la cadena. Hay sólo dos escenarios en esta visión: integrarse a la modernidad de forma acrítica o –como afirma Mark Fisher en uno de sus ensayos– ejercer la resistencia al capital desde una utopía new age como la que muestra la película de Avatar de James Cameron, una suerte de mundo ideal que ha renunciado a la tecnología para vivir en armonía con la naturaleza, un “equilibro místico primitivo” según el mismo autor en otro de sus ensayos.

Costco, además de las paranoias que provoca, es también un modelo que contradice no sólo la idea de un supermercado para las clases pudientes sino la idea misma de diversidad que, en el papel, promete el libre mercado. Si la primera etapa de la globalización nos trajo mercancías hechas fuera de nuestras fronteras para transformar nuestras tiendas en cuernos de la abundancia, en este nuevo paso los productos pasan por una suerte de filtro muy estricto. La variedad se rinde, entonces, a la extracción máxima de beneficios concentrada en una ajustada selección de artículos. Temporada tras temporada, en las mesas de ropa, por ejemplo, se repiten los mismos modelos con apenas algunas variaciones: chamarras, pantalones, pants, blusas y camisas son resurtidos para uniformar al empleado global y someterlo a una especie de déjà vu perpetuo.

En un mundo en el que la libertad ha triunfado –al menos así lo proclaman los heraldos de las virtudes de Occidente– los clientes tienen que pagar una membresía que los ata, por un año, a la corporación y, por otro lado, se someten a controles cada vez más rígidos salidos de la paranoia de Costco o de sus fieles, que exigen cada vez más exclusividad. Desde vigilancia a la salida para evitar robos hasta límites en la compra de algunos productos. La contradicción capital en esta historia son los pasteles: empresas que venden al mayoreo para dar, precisamente, mejores precios a vendedores minoristas, ahora son atacadas por hacer lo que está en su plan de negocios. El emprendedor del siglo XXI tendría, pues, que disimular su compra, pues puede ser tachado de acaparador o, peor aún, infiltrado en el hábitat de una clase a la cual no pertenece.

El Mundo Costco, como he intentado demostrar, está lleno de contradicciones. Una central, neurálgica, es la idea de que lo gigante es mejor. Por supuesto, esto es fruto de una cultura del exceso que lo mismo se puede ver en las películas de acción que ofrecen dosis cada vez más hiperbólicas de violencia o en el tamaño de los vasos y hamburguesas de las cadenas de comida rápida que saturan nuestras ciudades. Los almacenes del capitalismo de este siglo ofrecen una experiencia que ya no disimula un sistema centralizado de fabricación y distribución de mercancías. Este modelo podría ser una continuación del sistema implementado por la Unión Soviética e introducido, como caballo de Troya, en el mercado. Podemos comprar lo que queramos siempre y cuando un algoritmo decida que ese producto es conveniente para la empresa. Los límites de este sistema son difíciles de traspasar, sobre todo si no gozas de una privilegiada situación financiera y sólo te alcanza para ir a Costco de vez en cuando. Una vez metido en el sistema no sólo eres sujeto de la muy predecible oferta de productos sino de las modas que uniforman colores y sabores. No hay vida fuera de esto. Te enganchan con un producto y, una vez que pasó su etapa de máximo rendimiento, es sustituido por otra opción a la cual habrá que acostumbrarse.

Serguéi Dovlátov, escritor soviético que emigró a Estados Unidos en 1978, narra en “Calcetines finlandeses de crespón” –uno de sus mejores cuentos, incluido en el volumen La maleta– la tragedia y el sinsentido de la vida en la URSS. En la historia él y un amigo intentan hacer fortuna en el mercado negro de calcetines. Como sólo hay un tipo de calcetines para comprar gracias a la planificación del Estado, cualquier modelo diferente se vuelve objeto de deseo para los sufridos ciudadanos. Cuando consiguen una buena cantidad de calcetines de crespón, nunca vistos en la Unión Soviética pues estaban hechos en Finlandia, creen que se han sacado la lotería. Sin embargo, la tragedia ocurre cuando el gobierno decide fabricar masivamente calcetines “estilo finlandés”. Al personaje del cuento –alter ego de Dovlátov– no le queda más que regalar la mercancía que lo iba a llevar a la fortuna. De la misma forma, los Costco del mundo, las empresas que nos venden la promesa de la diversidad, son mecanismos centralizados llenos de ficciones que juegan con nuestros deseos y esperanzas. A veces cambian nuestros destinos, aunque su mayor mérito es realizar, frente a nuestros ojos, aunque de manera velada, la planificación que los primeros defensores del libre mercado creían imposible.

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‘Los que se quedan’: la soledad de los otros

En el mundo anglosajón, más que en otros –con la probable excepción del francófono–, las escuelas de todo tipo funcionan como molde para cocinar narrativas de cualquier género, intención o calidad: de Retorno a Brideshead (1945) a Harry Potter, de las novelas de dark academia (El secreto, 1992) a las comedias de John Hughes (El club de los cinco, 1985) o el caudal de ficciones televisivas situadas en institutos, los colegios son entornos microsociales puestos para ser narrados: aíslan a un grupo de personajes recurrentes, delimitan sus rangos fundamentales –edad, procedencia, etc.–, incentivan conflictos básicos universales –familiares, raciales, socioeconómicos, sexuales, de identidad, etc.– y enmarcan períodos concretos: semestres, años, vacaciones. Son, lo busquen o no, narrativas generacionales.

Los que se quedan (2023), octavo largometraje del melancólico de Nebraska Alexander Payne, es también su primer estreno en seis años tras la pausa más larga en su filmografía, luego de Pequeña gran vida (2017), una alegoría desabrida, olvidable y lejana a su cartografía autoral. Tras el desvío, ha vuelto al terruño en que creció. Los que se quedan devuelve a los personajes usuales de Payne –idealistas cansados, humanistas tristes y misántropos tiernos– a los salones de clase, un territorio que no pisaba desde la estupenda Election (1999).

Pero si aquella era una sátira sobre el cinismo político en los campus universitarios de su generación, esta vuelta a las aulas tiene la tintura crepuscular de un autor que se hizo sabio y mayor a través de Entre copas (2004), Nebraska (2013), Las confesiones del Sr. Schmidt (2002) o Los descendientes (2011). Deudor confeso de varias tradiciones del mejor cine gringo, Payne sabe que en un aula escolar hay siempre una historia esperando ser contada. Por segunda vez en su filmografía trabaja con un guion ajeno –escrito por David Hemingson–, aunque su mano autoral está tan madura que la película termina siendo suya plano a plano.

Alexander Payne

Fotograma de Los que se quedan (2023), de Alexander Payne

Estamos en la Navidad de 1970 en un colegio privado de la costa este, en Nueva Inglaterra. Un internado varonil que prepara a adolescentes potentados para ingresar a cualquier universidad de la Ivy League. Ahí trabaja el Dr. Paul Hunham (Paul Giamatti, en dominio de un papel capaz de devorar su carrera completa), un profesor de historia grecolatina, misántropo y alcohólico discreto, cuya pasión por Herodoto es tan grande como su abierto desprecio por el privilegio de sus estudiantes, a quienes fustiga con saña por no valorar el pedestal social que heredaron sin esfuerzo. Aunque Angus no es más cálido con sus colegas ni superiores académicos, guarda un afecto respetuoso por Mary Lamb (Da’Vine Joy Randolph), la cocinera afroamericana de Barton cuyo hijo recién fue asesinado en Vietnam tras haber estudiado, con evidentes esfuerzos, en la misma institución.

Los que se quedan, cuyo título en inglés (The Holdovers) puede entenderse también como “los rezagados”, “los deudos” o “los que esperan en un limbo”, echa mano de esa polisemia para situar su relato en las semanas de vacaciones invernales en que la escuela se vacía excepto por esas tres figuras solitarias que no tienen ni quieren festejar nada en ningún otro sitio: la doliente Mary, el ermitaño Angus y, de último minuto, Angus Tully (el debutante Dominic Sessa), un rebelde sin causa pero con motivos: ya con las maletas hechas, su madre y padrastro le piden que se quede pues prefieren pasar la nochebuena en pareja. Cada uno tiene excusas razonables para la coraza que porta y su reticencia inicial a compartir su confinamiento con otros dos huraños.

En la década reciente del cine estadounidense es constante la necesidad de evocar desde la añoranza juvenil la década del setenta, ese lapso tumultuoso de la memoria yanqui que va de la primera presidencia de Nixon a la elección de Jimmy Carter y que atraviesa Vietnam, Watergate, la presidencia fugaz de Ford, las muertes de Elvis y Morrison, la secta de Manson y las películas del Nuevo Hollywood. En títulos tan diversos como Licorice Pizza (Anderson, 2021), El tiempo del armagedón (Gray, 2022), Guasón (Phillips, 2019), la serie antológica Small Axe (McQueen, 2020), ¿Estás ahí, Dios? Soy yo, Margaret (Fremon, 2023), Priscilla (Sofia Coppola, 2023), Los Fabelman (Spielberg, 2022) o Érase una vez en Hollywood (Tarantino, 2019) emerge una especie de sociología emocional o coming of age sociocultural en donde los años setenta son una mezcla de paraíso perdido y nido de las serpientes.

Alexander Payne

Fotograma de Los que se quedan (2023), de Alexander Payne

Ambientar en 1970 una comedia dramática, un cuento melancólico de universidad que podría suceder en otro momento y lugar, no es una decisión meramente afectiva, estética ni añoranza gratuita, tanto más si se trata de un guion original y no de una adaptación. Payne sabe bien –y nosotros con él y sus personajes– que fuera de los muros de piedra victoriana de la Barton Academy está un país lastimado por los coletazos de la lucha racial, la guerra fría y la larga cruda de Woodstock y el verano del amor. Como en las películas mencionadas de Anderson, Gray, Spielberg o Fremon, existe un revisionismo social y político de la historia reciente de los EEUU que, al filtrarse con la perspectiva de la pubertad y adolescencia, deviene relato de descubrimiento y apertura: los protagonistas se hacen mayores junto a la tumultuosa sociedad que los engulle.

Como su trío protagonista, Los que se quedan es una cinta de semblante adusto que con el paso del tiempo revela su necesidad de ser querida y escuchada. Entre canciones de Cat Stevens o Simon & Garfunkel, funciona como cuento navideño tradicional, comedia triste y radiografía del sistema de clases estadounidense en 1970, pero también apunta a un diagnóstico más contemporáneo: el apego a nuestra soledad y la constante necesidad de compartirla. Una de las mejores películas del año pasado.

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