No sé qué tipo de automóvil sea pero se ve antiguo, descansa estacionado junto a un edificio que, como el auto, ha sido subrayado por las blancas líneas de la nieve. Es una fotografía en blanco y negro pero la trataron, como la estoy viendo, de tal manera que parece colorizada, como si hubiera sido capturada durante la madrugada o el crepúsculo, con la escasa luz invernal. Fue tomada por Yasuhiro Ishimoto en Chicago, en 1951, y adorna la portada de mi edición en Penguin de los cuentos completos de Saul Bellow. He vuelto a ver esta imagen en otras portadas que la imitan, pero también me he encontrado de nuevo con el sentimiento que provoca (y que a estas alturas ya me sabe a un lenguaje demasiado usado). En varias películas de James Gray, en algunos capítulos de Mad Men, en fotorreportajes de Life de cierta época.
La palabrita, nostalgia, se apura para llegar al frente, pero también hay que apuntar que el sentimiento al que aludo tiene una marca de época muy particular. No se trata de la misma nostalgia optimista de las ilustraciones de Norman Rockwell que ahora sólo sirven para adornar restaurantes como Johnny Rockets, viejos comerciales de Coca-Cola o componer algunas tomas de Spielberg. Es más parecido a las imágenes melancólicas que evocan los relatos de Bellow o Salinger, los años de posguerra en los que daba la impresión –para los autores norteamericanos– que al publicar en el New Yorker, la Paris Review y otras revistas se podía lograr una carrera literaria. Esos relatos donde ciertos individuos daban la espalda a la marea de hombres en trajes de gabardina gris. ¿Las primeras señales de la decadencia del modernismo? Puede ser. Como sea, la domesticación de un imaginario, como se vio replicado en el cine en décadas posteriores, en filmes que adaptaban novelas de Patricia Highsmith como Descubriendo a Forrester (2000) o La vida de Flynn (2012).
Ese mundo no ha muerto, sigue renqueando fantasmagóricamente. Es una necrópolis bien documentada a la que ciertos catálogos de editoriales pueden acercarse para redescubrir autores o apuestas formales (Libros del Asteroide, Alpha Decay, Pálido Fuego…). Es, acepto, un mundo fascinante: la voz singular en una sociedad de consumo, insular y conformista. Pero desde la crisis de 2008 y de las publicaciones impresas el ambiente ya no literario sino de lectura se ha dinamitado o replegado, ha comenzado a poner atención en otros lados (o ha redoblado la apuesta por el narcisismo, que también plagó a la literatura anglosajona de posguerra). No basta ya con ser un escritor serio (Cheever escribiendo durante horas en el sótano de su edificio); pareciera, por cómo veo que operan ahora los profesionales, que también es necesario ceder a otras actividades más o menos indignas.
Hasta aquí las reflexiones culturales. Pensaba en ello tras leer Sigo sin saber de ti, de Peter Orner. Original de 2022, traducido el año pasado al español por Damián Tullio, publicado por Chai Editora. Disfruté el libro pero también me hizo sentir incómodo, precisamente por las demasiadas consideraciones culturales: ahora mismo le estoy prestando una atención excesiva a la portada del libro. También es una fotografía (el crédito es de César Adrián): un montón de periódicos (¿los recuerdan?) descansa sobre una banca. A su lado, una máquina expendedora de bolas de chicle. En el libro anterior de Orner, ¿Hay alguien ahí? (2016; también traducido por Tullio para Chai Editora, en 2020) al menos aparecía un microondas. ¿No es lo que queda de aquél imaginario, espacios liminares? En los ensayos y prosas de breves de Orner encontrados en ambos libros abundan las cafeterías, las lecturas en automóviles, las salas de espera, los momentos de contemplación que se le arrancan a la vida urbana.
Son libros distintos, sin embargo. En ¿Hay alguien ahí? abunda la crítica literaria y sólo ocasionalmente asoma la reflexión personal, la anécdota de familia. Aún así, era claro que se trataba de un libro empujado por el luto y el deseo de arreglar cuentas con el padre muerto. Sigo sin saber de ti, subtitulado Notas en el margen, opera al revés: abunda la anécdota, la reticencia ante la misma anécdota, y la literatura es usada como una confiable fuente de detonadores. Hay, por lo mismo, algunos momentos vergonzosos (de los que el autor está al tanto): después de pensar en los relatos proletarios de Pasolini, por ejemplo, Orner recuerda la época en que, de adolescente, se dedicó un tiempo a entregar pizzas. Lo importante, en todo caso, es que vuelven las obsesiones personales de Orner, ahora tratadas con algunas estrategias típicas del relato breve norteamericano (si recuerdo bien, Orner también tuvo su rito de paso en algún programa de Illinois): el padre muerto al que durante años no le contestó las llamadas; el hermano Eric, que lo ignoró durante años; el recuerdo distante de algún familiar o un conocido (“personajes secundarios”); una familia desperdigada “como esquirlas”. Pero es claro, también, que si en ¿Hay alguien ahí? se proyectaba la sombra del padre acá vive el recuerdo de la madre.
La razón por la que me han inquietado estos libros, su insistencia en el ensayo personal o la crítica impresionista, es que se encuentran en el filo entre algo fascinante y una cultura desagradable. En una nota a pie, por ejemplo, Orner recuerda con desdén cuando alguien le comentó que para que su carrera literaria realmente despegara haría falta que alguno de sus ensayos se volviera “viral”. Pero los rasgos anacrónicos de Orner (sólo de vez en cuando, y como queja, se asoman los correos electrónicos o los teléfonos inteligentes; por un par de comentarios se recuerda la pandemia) lo distinguen, me parece, del comentario fácil en torno a lo literario que se encuentra, a cada rato, en columnas de opinión o redes sociales. Me recordó, en fin, que la impresión personal no siempre equivale a una carencia imaginativa; que el fragmento puede ser resultado de una actitud contenida, no de pereza mental. Hubiera sido más sencillo, para mí, dilapidar toda una actitud cultural porque me parece mediocre o ensimismada. Pero no, siempre viene alguien a recordarnos que no es tan fácil, papito.
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