martes, 30 de noviembre de 2021

The Beatles: dejarlos ser

De repente las redes sociales se poblaron de retratos de los cuatro. John. Paul. George. Ringo. Esos nombres que, en la misma oración, vuelven innecesario el apellido. Y empezaron a circular videos de milagros, por ejemplo McCartney esculpiendo “Get Back” casi de la nada, como Miguel Ángel ante un bloque de mármol. El motivo, lo sabe cualquiera a estas alturas, es el estreno de la serie de Peter Jackson en la plataforma Disney+, una reconstrucción monumental de 21 días en la vida de los Beatles, un documento de ocho horas que está teniendo impacto no sólo en la forma de trabajar con archivos audiovisuales sino en el relato sobre la desintegración de una de las bandas más innovadoras y populares en la historia del rock.

Hay mucho que decir sobre los aspectos técnicos y archivísticos involucrados en The Beatles: Get Back, y son ya abundantes los artículos que se ocupan de los pormenores, pero el documental abre la puerta a otro tipo de reflexiones vinculadas con la música, su recepción y lo que posibilitó que un cuarteto de muchachos de la clase obrera de Liverpool produjera algunos de los trabajos sonoros más notables de la centuria pasada. Se trata de lo que Diego Fischerman ha llamado, en el notable libro del mismo nombre, efecto Beethoven, es decir, obras que tienen que ver “con las maneras de valorar y escuchar que fueron propias de la música clásica hasta el siglo XX. Obras que conforman un fenómeno singular y diferenciado del de otras músicas de tradición popular y, por lo tanto, digno de un estudio particular”.

El documental llega en un momento en el que la influencia de los Beatles es prácticamente inexistente. Luego de los noventa, especialmente después del momento reactivo del así llamado brit pop, las lecciones del cuarteto se han vuelto cada vez menos perceptibles en un entorno auditivo dominado por la influencia del hip hop y sus técnicas de producción (en las que, pese a todo, pueden rastrearse aprendizajes del modo en que George Martin y la banda británica convirtieron el estudio en el elemento central del proceso creativo). Si algún peligro guarda el trabajo de Jackson es el de profundizar la retromanía (como lo ha bautizado Simon Reynolds), orientándola además a un momento particular en el que McCartney, Lennon, Harrison y Starr trataban de recuperar la energía de los orígenes. Las imágenes límpidas, extrañamente lavadas de grano, retratan el conmovedor momento en que los cuatro se esforzaban por volver a ser una banda y no un concepto, para de paso salvar una amistad tambaleante que, en realidad, sostenía la empresa en su totalidad.

The Beatles, que a partir de Rubber Soul habían encabezado una revolución de la forma canción, se propusieron grabar lo que terminó siendo Let It Be como una tentativa restitutoria. Habían llegado lejos por la vía vanguardista, volviéndose inmensamente famosos en el camino, pero también habían perdido la química que posibilitó todo aquello. Para 1969 la dupla compositiva de Lennon y McCartney era inexistente en términos creativos, y Harrison estaba cansado de luchar para que sus canciones ocuparán algo más que un track en los discos. La camaradería grupal había dado paso a cuatro matrimonios y, en los primeros ensayos para el espectáculo televisivo que se llamaría Get Back, no parecían caerse demasiado bien. Y sin embargo… Cuando entraron al estudio Apple de Londres, ya sólo con la idea de hacer un disco –directo, austero: sin Martin–, parecieron reencontrar la sintonía, el humor, la facilidad para crear armonías, arreglos y versos inolvidables. Pero el resultado, a pesar de la calidad de algunas canciones, fue ciertamente menor. Aún grabarían el memorable Abbey Road, pero todo había terminado. Los Beatles, luego de sacudir la escena, se habían vuelto retro. Fischerman lo plantea como una mirada más allá del horizonte: “Lo que vieron los asustó o, por lo menos, los convenció de que ese tránsito no era posible para ellos”. Todo un anuncio de la tensiones que marcarían al pop de las décadas siguientes. Hasta hoy.

The Beatles: Get Back es un importante trabajo arqueológico en el sentido foucaultiano, es decir, no como el estudio de las ruinas sino como lo que nos permite conocer las “condiciones de aparición de las cosas”. De las decenas de horas de imágenes y audio de las que dispuso, a partir de lo que Michael Lindsay-Hogg registró en los primeros días de 1969, Peter Jackson extrajo la necesidad de reconstruir una temporalidad, de ahí que la extensión del documental esté plenamente justificada. Es necesario participar de la lentitud, incluso de cierto aburrimiento, para ser capaces de asimilar este relato. Por ello parece una historia que no se había contado, porque, al volvernos testigos de instantes que en otro momento parecieron descartables, un momento en la historia de la música parece iluminarse, ocurrir ante nuestros ojos.

Lo menos interesante, entonces, es conocer la verdad sobre el fin de esa aventura sonora conocida como The Beatles. Jackson consigue algo más: mostrar que incluso la revolución que propiciaron encontró un límite que no pudo sortear. Sus actores, en un proceso a veces triste, a veces alegre, supieron entenderlo. Es lo verdaderamente notable de The Beatles: Get Back como experiencia audiovisual, el planteamiento de un problema a la vez estético y político: los períodos auténticos de innovación no se prolongan por demasiado tiempo, ni siquiera para los muchachos que fueron capaces de producir algunos de los momentos más bellos que un oído puede encontrar en su camino.

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The Beatles: dejarlos ser

De repente las redes sociales se poblaron de retratos de los cuatro. John. Paul. George. Ringo. Esos nombres que, en la misma oración, vuelven innecesario el apellido. Y empezaron a circular videos de milagros, por ejemplo McCartney esculpiendo “Get Back” casi de la nada, como Miguel Ángel ante un bloque de mármol. El motivo, lo sabe cualquiera a estas alturas, es el estreno de la serie de Peter Jackson en la plataforma Disney+, una reconstrucción monumental de 21 días en la vida de los Beatles, un documento de ocho horas que está teniendo impacto no sólo en la forma de trabajar con archivos audiovisuales sino en el relato sobre la desintegración de una de las bandas más innovadoras y populares en la historia del rock.

Hay mucho que decir sobre los aspectos técnicos y archivísticos involucrados en The Beatles: Get Back, y son ya abundantes los artículos que se ocupan de los pormenores, pero el documental abre la puerta a otro tipo de reflexiones vinculadas con la música, su recepción y lo que posibilitó que un cuarteto de muchachos de la clase obrera de Liverpool produjera algunos de los trabajos sonoros más notables de la centuria pasada. Se trata de lo que Diego Fischerman ha llamado, en el notable libro del mismo nombre, efecto Beethoven, es decir, obras que tienen que ver “con las maneras de valorar y escuchar que fueron propias de la música clásica hasta el siglo XX. Obras que conforman un fenómeno singular y diferenciado del de otras músicas de tradición popular y, por lo tanto, digno de un estudio particular”.

El documental llega en un momento en el que la influencia de los Beatles es prácticamente inexistente. Luego de los noventa, especialmente después del momento reactivo del así llamado brit pop, las lecciones del cuarteto se han vuelto cada vez menos perceptibles en un entorno auditivo dominado por la influencia del hip hop y sus técnicas de producción (en las que, pese a todo, pueden rastrearse aprendizajes del modo en que George Martin y la banda británica convirtieron el estudio en el elemento central del proceso creativo). Si algún peligro guarda el trabajo de Jackson es el de profundizar la retromanía (como lo ha bautizado Simon Reynolds), orientándola además a un momento particular en el que McCartney, Lennon, Harrison y Starr trataban de recuperar la energía de los orígenes. Las imágenes límpidas, extrañamente lavadas de grano, retratan el conmovedor momento en que los cuatro se esforzaban por volver a ser una banda y no un concepto, para de paso salvar una amistad tambaleante que, en realidad, sostenía la empresa en su totalidad.

The Beatles, que a partir de Rubber Soul habían encabezado una revolución de la forma canción, se propusieron grabar lo que terminó siendo Let It Be como una tentativa restitutoria. Habían llegado lejos por la vía vanguardista, volviéndose inmensamente famosos en el camino, pero también habían perdido la química que posibilitó todo aquello. Para 1969 la dupla compositiva de Lennon y McCartney era inexistente en términos creativos, y Harrison estaba cansado de luchar para que sus canciones ocuparán algo más que un track en los discos. La camaradería grupal había dado paso a cuatro matrimonios y, en los primeros ensayos para el espectáculo televisivo que se llamaría Get Back, no parecían caerse demasiado bien. Y sin embargo… Cuando entraron al estudio Apple de Londres, ya sólo con la idea de hacer un disco –directo, austero: sin Martin–, parecieron reencontrar la sintonía, el humor, la facilidad para crear armonías, arreglos y versos inolvidables. Pero el resultado, a pesar de la calidad de algunas canciones, fue ciertamente menor. Aún grabarían el memorable Abbey Road, pero todo había terminado. Los Beatles, luego de sacudir la escena, se habían vuelto retro. Fischerman lo plantea como una mirada más allá del horizonte: “Lo que vieron los asustó o, por lo menos, los convenció de que ese tránsito no era posible para ellos”. Todo un anuncio de la tensiones que marcarían al pop de las décadas siguientes. Hasta hoy.

The Beatles: Get Back es un importante trabajo arqueológico en el sentido foucaultiano, es decir, no como el estudio de las ruinas sino como lo que nos permite conocer las “condiciones de aparición de las cosas”. De las decenas de horas de imágenes y audio de las que dispuso, a partir de lo que Michael Lindsay-Hogg registró en los primeros días de 1969, Peter Jackson extrajo la necesidad de reconstruir una temporalidad, de ahí que la extensión del documental esté plenamente justificada. Es necesario participar de la lentitud, incluso de cierto aburrimiento, para ser capaces de asimilar este relato. Por ello parece una historia que no se había contado, porque, al volvernos testigos de instantes que en otro momento parecieron descartables, un momento en la historia de la música parece iluminarse, ocurrir ante nuestros ojos.

Lo menos interesante, entonces, es conocer la verdad sobre el fin de esa aventura sonora conocida como The Beatles. Jackson consigue algo más: mostrar que incluso la revolución que propiciaron encontró un límite que no pudo sortear. Sus actores, en un proceso a veces triste, a veces alegre, supieron entenderlo. Es lo verdaderamente notable de The Beatles: Get Back como experiencia audiovisual, el planteamiento de un problema a la vez estético y político: los períodos auténticos de innovación no se prolongan por demasiado tiempo, ni siquiera para los muchachos que fueron capaces de producir algunos de los momentos más bellos que un oído puede encontrar en su camino.

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Contra un monstruo de mil cabezas

La invisibilidad de las escritoras es una condición que afecta no sólo a los personajes de las novelas [o de los cuentos], sino a las autoras mismas”, dice Ursula K. Le Guin en el ensayo “La hija de la pescadora”. Esta frase, que condensa la fuerza del texto, dialoga directamente con Sacrificios humanos, de María Fernanda Ampuero.

En su segundo libro de relatos, un poco más que en el anterior –Pelea de gallos, una revelación celebrada de forma unánime–, la autora ecuatoriana parte de una conciencia aguda sobre lo que significa escribir para visibilizar, para romper las normas establecidas por un canon literario patriarcal. En este sentido, los doce relatos avanzan junto a las emergencias sociales del presente, mostrando los alcances políticos del género del cuento y buscando cierta reivindicación tanto en la escritura como en las tramas.

Es revelador, por ejemplo, que las y los protagonistas se encuentren en condiciones de vulnerabilidad que parecen innegociables: una mujer migrante sin papeles que se dedica a escribir y encuentra una oferta sospechosa (“Biografía”); una adolescente de piel morena y robusta que se cuestiona la naturaleza de su físico (“Hermanita”); un muchacho que sufre violencia de género por su propia familia y su único refugio es el cuidado de un bebé posiblemente enfermo, el único que no lo juzga (“Freaks”).

La idea del sacrificio humano en estas historias no recurre a ninguna deidad ni a ningún ritual o ceremonia, pero existe la entrega del cuerpo a un ente que se apodera de las ideologías y encarna en representaciones de poder, y cuyas características son el abuso, la imposición y la violencia. Ese ente tiene diversos nombres, pero todos sabemos que es uno solo, aunque se desprendan de él mil cabezas. Contra eso luchan los cuentos de Ampuero.

Pero además existe una postura evidente, que consiste en hacer que los personajes reconozcan esos contextos de violencias y, en algunos casos, asimilen la existencia de un lado opuesto: “La abuela de mamá trabajaba en su campito. Esa era su fortuna, tenía gallinas, algunas ovejas, la yegua […]. Mamá se había asignado ciertas labores: iba a comprar el pescado que, de tan fresco, venía dando coletazos en la malla […]. Era un mundo autosuficiente, un mundo sin miedo, un mundo feliz”. Un mundo sin figuras patriarcales, se puede intuir.

La reivindicación llega de diferentes formas. A veces como venganza, a veces con la toma de decisiones respecto al cuerpo. Y en otras con una apuesta narrativa que contrasta los preceptos cuentísticos tradicionales. “Freaks”, el último relato, cumple con este rasgo: “Agarrar la mano de mamá con miedo. Bajar los ojos ante la mirada del cabezón. Volver a subirlos para encontrarlo llorando, extendiendo los bracitos a la gente que lo mira. Controlar la arcada”. La anomalía inicia en la escritura de un relato con verbos infinitivos, necesariamente incómodo y atípico, y luego se traslada a los giros dramáticos, que son una especie de despertar de la realidad oscura que se expone.

La literatura de María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976) es una muestra clara de cómo los feminismos y sus diferentes manifestaciones están removiendo los valores estéticos de la brevedad. Es una puerta a un tipo de obra que se introduce en el núcleo de las desigualdades latinoamericanas, que expone abiertamente quiénes son las víctimas y quiénes los victimarios. Los cuentos de Sacrificios humanos funcionan como mapas de las injusticias que impactan en el horror físico y, al mismo tiempo, regresando a las palabras de Le Guin, se vuelven una respuesta a los siglos de invisibilización de la escritura hecha por mujeres.

María Fernanda Ampuero, Sacrificios humanos, Páginas de Espuma, Madrid, 2021

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Contra un monstruo de mil cabezas

La invisibilidad de las escritoras es una condición que afecta no sólo a los personajes de las novelas [o de los cuentos], sino a las autoras mismas”, dice Ursula K. Le Guin en el ensayo “La hija de la pescadora”. Esta frase, que condensa la fuerza del texto, dialoga directamente con Sacrificios humanos, de María Fernanda Ampuero.

En su segundo libro de relatos, un poco más que en el anterior –Pelea de gallos, una revelación celebrada de forma unánime–, la autora ecuatoriana parte de una conciencia aguda sobre lo que significa escribir para visibilizar, para romper las normas establecidas por un canon literario patriarcal. En este sentido, los doce relatos avanzan junto a las emergencias sociales del presente, mostrando los alcances políticos del género del cuento y buscando cierta reivindicación tanto en la escritura como en las tramas.

Es revelador, por ejemplo, que las y los protagonistas se encuentren en condiciones de vulnerabilidad que parecen innegociables: una mujer migrante sin papeles que se dedica a escribir y encuentra una oferta sospechosa (“Biografía”); una adolescente de piel morena y robusta que se cuestiona la naturaleza de su físico (“Hermanita”); un muchacho que sufre violencia de género por su propia familia y su único refugio es el cuidado de un bebé posiblemente enfermo, el único que no lo juzga (“Freaks”).

La idea del sacrificio humano en estas historias no recurre a ninguna deidad ni a ningún ritual o ceremonia, pero existe la entrega del cuerpo a un ente que se apodera de las ideologías y encarna en representaciones de poder, y cuyas características son el abuso, la imposición y la violencia. Ese ente tiene diversos nombres, pero todos sabemos que es uno solo, aunque se desprendan de él mil cabezas. Contra eso luchan los cuentos de Ampuero.

Pero además existe una postura evidente, que consiste en hacer que los personajes reconozcan esos contextos de violencias y, en algunos casos, asimilen la existencia de un lado opuesto: “La abuela de mamá trabajaba en su campito. Esa era su fortuna, tenía gallinas, algunas ovejas, la yegua […]. Mamá se había asignado ciertas labores: iba a comprar el pescado que, de tan fresco, venía dando coletazos en la malla […]. Era un mundo autosuficiente, un mundo sin miedo, un mundo feliz”. Un mundo sin figuras patriarcales, se puede intuir.

La reivindicación llega de diferentes formas. A veces como venganza, a veces con la toma de decisiones respecto al cuerpo. Y en otras con una apuesta narrativa que contrasta los preceptos cuentísticos tradicionales. “Freaks”, el último relato, cumple con este rasgo: “Agarrar la mano de mamá con miedo. Bajar los ojos ante la mirada del cabezón. Volver a subirlos para encontrarlo llorando, extendiendo los bracitos a la gente que lo mira. Controlar la arcada”. La anomalía inicia en la escritura de un relato con verbos infinitivos, necesariamente incómodo y atípico, y luego se traslada a los giros dramáticos, que son una especie de despertar de la realidad oscura que se expone.

La literatura de María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976) es una muestra clara de cómo los feminismos y sus diferentes manifestaciones están removiendo los valores estéticos de la brevedad. Es una puerta a un tipo de obra que se introduce en el núcleo de las desigualdades latinoamericanas, que expone abiertamente quiénes son las víctimas y quiénes los victimarios. Los cuentos de Sacrificios humanos funcionan como mapas de las injusticias que impactan en el horror físico y, al mismo tiempo, regresando a las palabras de Le Guin, se vuelven una respuesta a los siglos de invisibilización de la escritura hecha por mujeres.

María Fernanda Ampuero, Sacrificios humanos, Páginas de Espuma, Madrid, 2021

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viernes, 26 de noviembre de 2021

Una novelista trágica

Hay en la obra de Ivy Compton-Burnett (Pinner, 1884 – Londres, 1969) un gusto por los espacios aislados y opresores. Quizá su propia vida fue un mantenerse recluida, y aislada de su tiempo contemporáneo. De su espaciosa residencia familiar de estilo victoriano, compartida con once hermanos, pasó a una vida ermitaña en la Londres de la segunda década del siglo pasado. Y allí fue capaz de crear una obra de gran originalidad y extrañeza.

La primera de sus novelas, Dolores, fue publicada en 1911 por el editor británico William Blackwood; en esta novela ya aparecen las principales características de su obra. Sin embargo, Compton-Burnett nunca quiso reeditarla. Su última obra, The Last and the First, se publicó de manera póstuma, tras la muerte de la escritora en 1969. Situado entre estas dos obras se halla el resto de su producción literaria, “ese conjunto de novelas extrañas, cuya acción se sitúa a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, con evidentes semejanzas entre unas y otras, y una poética que apenas sufre alteraciones”, escribió Sergio Pitol: “Ivy Compton-Burnett se revela tal vez como la mayor novelista trágica de la literatura inglesa contemporánea”.

La editorial Anagrama ha publicado tres de sus obras más destacadas: Padres e hijos (1941), Una herencia y su historia (1959) y Criados y doncellas (1947). Esta última novela escruta “las relaciones entre el mundo del salón y el de la cocina. Horace Lamb somete a su familia a un régimen de economías que raya en la miseria. Sus hijos sufren frío, las raciones de la mesa no llegan a saciar su hambre. […] En las zonas inferiores de la casa reina un orden similar. Bullivart, el mayordomo, y su aliada incondicional, la cocinera, instauran un sistema de jerarquías semejante al de sus amos”, leemos en el esclarecedor prólogo de Pitol.

Ivy Compton-Burnett

Podemos advertir en Criados y doncellas un antecedente y la inspiración de series que han marcado una época en televisión; es el caso de la británica Upstairs, Downstairs (1971). Las novelas de Compton-Burnett son esencialmente dialogadas, a excepción de algún breve texto narrativo que le sirve a la autora para describir, brevemente, al nuevo personaje que entra en escena. Esta forma de escritura tan peculiar la emparienta con el teatro. Los “actores” de sus obras intercambian un continuo de réplicas corteses que, como indica el poeta Carlos Pujol, “dejan entrever unas almas feas, crueles y orgullosas”. Otra de las características de esos libros intemporales son sus títulos, con dos nombres contrapuestos: El presente y el pasado, Hijas e hijos, Hermanos y hermanas

El escritor  británico Alan Bennett, en su divertida novela Una lectora poco común, pone en manos de la reina Isabel II una novela de Ivy Compton-Burnett, a modo de homenaje. Con palabras elogiosas la describe el gran escritor italiano Giorgio Manganelli: “Ivy Compton-Burnett es, a mi juicio, la mayor novelista inglesa actual, y también la más singular, provocativa e iluminadora”.

Y para terminar, de nuevo las palabras de Pitol, donde recuerda a la escritora como “esa anciana espigada, vestida de luto severo, peinada a la moda de un siglo atrás, de mirada desafiante, lejana y desconfiada, la boca de labios apretados, una mera línea horizontal bordeada de innumerables pequeñas estrías que la cierran aún más; una apariencia que apenas varió en los últimos cuarenta años de su vida. […] Esta anciana ósea y elegante es la señorita Ivy Compton-Burnett, autora de veinte novelas que constituyen un cuerpo cerrado, ajeno a la influencia y las tendencias de sus contemporáneos, sin antecedentes cercanos visibles ni descendientes posibles”.

Ivy Compton-Burnett, Criados y doncellas, trad. de Valentina Gómez, Anagrama, Barcelona, 2021

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Una novelista trágica

Hay en la obra de Ivy Compton-Burnett (Pinner, 1884 – Londres, 1969) un gusto por los espacios aislados y opresores. Quizá su propia vida fue un mantenerse recluida, y aislada de su tiempo contemporáneo. De su espaciosa residencia familiar de estilo victoriano, compartida con once hermanos, pasó a una vida ermitaña en la Londres de la segunda década del siglo pasado. Y allí fue capaz de crear una obra de gran originalidad y extrañeza.

La primera de sus novelas, Dolores, fue publicada en 1911 por el editor británico William Blackwood; en esta novela ya aparecen las principales características de su obra. Sin embargo, Compton-Burnett nunca quiso reeditarla. Su última obra, The Last and the First, se publicó de manera póstuma, tras la muerte de la escritora en 1969. Situado entre estas dos obras se halla el resto de su producción literaria, “ese conjunto de novelas extrañas, cuya acción se sitúa a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, con evidentes semejanzas entre unas y otras, y una poética que apenas sufre alteraciones”, escribió Sergio Pitol: “Ivy Compton-Burnett se revela tal vez como la mayor novelista trágica de la literatura inglesa contemporánea”.

La editorial Anagrama ha publicado tres de sus obras más destacadas: Padres e hijos (1941), Una herencia y su historia (1959) y Criados y doncellas (1947). Esta última novela escruta “las relaciones entre el mundo del salón y el de la cocina. Horace Lamb somete a su familia a un régimen de economías que raya en la miseria. Sus hijos sufren frío, las raciones de la mesa no llegan a saciar su hambre. […] En las zonas inferiores de la casa reina un orden similar. Bullivart, el mayordomo, y su aliada incondicional, la cocinera, instauran un sistema de jerarquías semejante al de sus amos”, leemos en el esclarecedor prólogo de Pitol.

Ivy Compton-Burnett

Podemos advertir en Criados y doncellas un antecedente y la inspiración de series que han marcado una época en televisión; es el caso de la británica Upstairs, Downstairs (1971). Las novelas de Compton-Burnett son esencialmente dialogadas, a excepción de algún breve texto narrativo que le sirve a la autora para describir, brevemente, al nuevo personaje que entra en escena. Esta forma de escritura tan peculiar la emparienta con el teatro. Los “actores” de sus obras intercambian un continuo de réplicas corteses que, como indica el poeta Carlos Pujol, “dejan entrever unas almas feas, crueles y orgullosas”. Otra de las características de esos libros intemporales son sus títulos, con dos nombres contrapuestos: El presente y el pasado, Hijas e hijos, Hermanos y hermanas

El escritor  británico Alan Bennett, en su divertida novela Una lectora poco común, pone en manos de la reina Isabel II una novela de Ivy Compton-Burnett, a modo de homenaje. Con palabras elogiosas la describe el gran escritor italiano Giorgio Manganelli: “Ivy Compton-Burnett es, a mi juicio, la mayor novelista inglesa actual, y también la más singular, provocativa e iluminadora”.

Y para terminar, de nuevo las palabras de Pitol, donde recuerda a la escritora como “esa anciana espigada, vestida de luto severo, peinada a la moda de un siglo atrás, de mirada desafiante, lejana y desconfiada, la boca de labios apretados, una mera línea horizontal bordeada de innumerables pequeñas estrías que la cierran aún más; una apariencia que apenas varió en los últimos cuarenta años de su vida. […] Esta anciana ósea y elegante es la señorita Ivy Compton-Burnett, autora de veinte novelas que constituyen un cuerpo cerrado, ajeno a la influencia y las tendencias de sus contemporáneos, sin antecedentes cercanos visibles ni descendientes posibles”.

Ivy Compton-Burnett, Criados y doncellas, trad. de Valentina Gómez, Anagrama, Barcelona, 2021

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jueves, 25 de noviembre de 2021

Estrenos de MUBI

La plataforma MUBI, caracterizada por un catálogo elegido con criterio cinéfilo, cierra 2021 con una batería de estrenos sobresalientes. Proponemos al lector cinco opciones que permiten conocer la pluralidad de miradas que caracterizan a la cinematografía contemporánea.

Annette

Las posibilidades plásticas del cuerpo en movimiento son un tema central en el cine de Leos Carax. Aquí, como en las cinco cintas anteriores del francés, los personajes bailan –se mueven, se retuercen, se doblan o se desdoblan– sujetos a un trance narrativo que no es otra cosa que un retrato deconstruido, extravagante y genial de la vida y las obsesiones en turno del cineasta.

Una marioneta, un comediante de stand up y una cantante de ópera, la improbable familia que forman en Los Ángeles (tan lejos de París y tan cerca de Hollywood), son ahora los sujetos de esta transferencia. Sus pasiones, sus posibilidades de felicidad y de desdicha, suceden dentro de la estructura de un musical. Porque además de ser fundamento del cine, el movimiento importa para Carax por otra razón igualmente importante en sus afectos: la música que lo genera. En Annette el director trabajó con los hermanos Ron y Russell Mael, del grupo Sparks, en la elaboración del guion, que firma junto a ellos.

Estreno: 26 de noviembre

Villeneuve, obras tempranas

Antes de dirigir las súper producciones más famosas del orbe, Denis Villeneuve filmó un puñado de cintas en su natal Canadá que dejaron al descubierto una mirada original. En Maelström (2000), por ejemplo, ¡un pez! narra la historia de una mujer que empieza a salir con el hijo de un hombre al que mató en un accidente automovilístico. Se trata de la segunda cinta del realizador, antes de que se retirara por varios años del cine de ficción (filmó, mientras tanto, series de TV y documentales) para regresar con la aclamada Polytechnique, donde su madurez es evidente.

La primera cinta del director, Un 32 août sur terre (1998), también posee como detonante un accidente automovilístico (aunque en aras de cierta –pesada– seriedad, el pez aquí no figura); en este caso la involucrada se decide a tener un bebé después del evento. Es interesante atestiguar el salto del director en cada trabajo y la manera en que va construyendo su gramática deshaciéndose de ciertos trazos gruesos hasta ganar la elegancia narrativa que hoy le admiramos. El especial incluye la antología Cosmos (1996), donde dirige el segmento The Technetium.

Estreno: 4 (Maelström) y 5 de diciembre (Cosmos)

 

Fotograma de Maleström, de Denis Villeneuve

Vitalina Varela

El luto es aquí un pasillo oscuro por el que transita, suelta, la cámara de Pedro Costa. Sin aspavientos pero con autoridad se abre paso en el laberinto de la pérdida siguiendo a Vitalina Varela, la actriz protagónica que ha prestado su nombre a esta cinta. La mujer a la que encarna se ha quedado viuda y para despedir a su marido tiene que enfrentarse a una ciudad ajena y amenazante. El realizador portugués indaga en la tristeza con una fuerza poética construida con silencios y sombras, sus grandes motivos narrativos. Ganadora del Leopardo de Oro y del premio a la Mejor Actriz en el Festival de Cine de Locarno de 2019. 

Estreno: 6 de diciembre

 

Fotograma de Vitalina Varela, de Pedro Costa

Los huesos

Si se habla de virajes en el cine de animación, sentencias radicales en forma y fondo, los nombres de los chilenos Cristobal León y Joaquín Cociña vienen primero. Con La casa lobo, una suerte de alucinación con figuras de tamaño real, los realizadores demostraron que los cuentos de hadas pueden ser el cimiento de las pesadillas más extrañas: la siniestra historia (verídica) de la Colonia Dignidad, un enclave fundado por un exmilitar nazi en Chile, amalgama el relato hipnótico sobre una casa que se transforma monstruosamente. La energía del Chile actual, con su metamorfosis política de fondo, se cuela ahora en el cortometraje Los huesos, producido por el director Ari Aster, una suerte de narración fantasmal y ficticia de la primera película stop motion del mundo. La cinta llegará a la plataforma pocos meses después de haber sido estrenada en el Festival de Venecia, donde obtuvo el premio al Mejor Corto.

Estreno: 8 de diciembre

 

estrenos de mubi

Fotograma de Los huesos, de Cristobal León y Joaquín Cociña

Guerra fría

Ella canta, él toca el piano, son polacos. Se conocen en una audición y así inicia una serie de encuentros y desencuentros interminable que tiene por escenario una Europa reseca, que no oculta las cicatrices de la Segunda Guerra. En un contundente blanco y negro, que quizá concede al romance para que tome vuelos épicos, Paweł Pawlikowski plantea la historia cruel de dos amantes imposibilitados para estar juntos. Hay drama, amor, tensión. Pero el blanco y negro no es solo coquetería, también sirve para señalar cierta oscuridad que viene con la época: la severidad del régimen comunista empieza a convertirse en represión ante la proximidad del otro y en este contexto el amor se tambalea. En 2013 la cinta fue nominada a tres premios Oscar, incluido el de Mejor Director.

Estreno: 25 de diciembre

 

estrenos de mubi

Fotograma de Guerra fría, de Paweł Pawlikowski

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Estrenos de MUBI

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Annette

Las posibilidades plásticas del cuerpo en movimiento son un tema central en el cine de Leos Carax. Aquí, como en las cinco cintas anteriores del francés, los personajes bailan –se mueven, se retuercen, se doblan o se desdoblan– sujetos a un trance narrativo que no es otra cosa que un retrato deconstruido, extravagante y genial de la vida y las obsesiones en turno del cineasta.

Una marioneta, un comediante de stand up y una cantante de ópera, la improbable familia que forman en Los Ángeles (tan lejos de París y tan cerca de Hollywood), son ahora los sujetos de esta transferencia. Sus pasiones, sus posibilidades de felicidad y de desdicha, suceden dentro de la estructura de un musical. Porque además de ser fundamento del cine, el movimiento importa para Carax por otra razón igualmente importante en sus afectos: la música que lo genera. En Annette el director trabajó con los hermanos Ron y Russell Mael, del grupo Sparks, en la elaboración del guion, que firma junto a ellos.

Estreno: 26 de noviembre

Villeneuve, obras tempranas

Antes de dirigir las súper producciones más famosas del orbe, Denis Villeneuve filmó un puñado de cintas en su natal Canadá que dejaron al descubierto una mirada original. En Maelström (2000), por ejemplo, ¡un pez! narra la historia de una mujer que empieza a salir con el hijo de un hombre al que mató en un accidente automovilístico. Se trata de la segunda cinta del realizador, antes de que se retirara por varios años del cine de ficción (filmó, mientras tanto, series de TV y documentales) para regresar con la aclamada Polytechnique, donde su madurez es evidente.

La primera cinta del director, Un 32 août sur terre (1998), también posee como detonante un accidente automovilístico (aunque en aras de cierta –pesada– seriedad, el pez aquí no figura); en este caso la involucrada se decide a tener un bebé después del evento. Es interesante atestiguar el salto del director en cada trabajo y la manera en que va construyendo su gramática deshaciéndose de ciertos trazos gruesos hasta ganar la elegancia narrativa que hoy le admiramos. El especial incluye la antología Cosmos (1996), donde dirige el segmento The Technetium.

Estreno: 4 (Maelström) y 5 de diciembre (Cosmos)

 

Fotograma de Maleström, de Denis Villeneuve

Vitalina Varela

El luto es aquí un pasillo oscuro por el que transita, suelta, la cámara de Pedro Costa. Sin aspavientos pero con autoridad se abre paso en el laberinto de la pérdida siguiendo a Vitalina Varela, la actriz protagónica que ha prestado su nombre a esta cinta. La mujer a la que encarna se ha quedado viuda y para despedir a su marido tiene que enfrentarse a una ciudad ajena y amenazante. El realizador portugués indaga en la tristeza con una fuerza poética construida a fuerza de silencios y sombras, sus grandes motivos narrativos. Ganadora del Leopardo de Oro y del premio a la Mejor Actriz en el Festival de Cine de Locarno de 2019. 

Estreno: 6 de diciembre

 

Fotograma de Vitalina Varela, de Pedro Costa

Los huesos

Si se habla de virajes en el cine de animación, sentencias radicales en forma y fondo, los nombres de los chilenos Cristobal León y Joaquín Cociña vienen primero. Con La casa lobo, una suerte de alucinación con figuras de tamaño real, los realizadores demostraron que los cuentos de hadas pueden ser el cimiento de las pesadillas más extrañas: la siniestra historia (verídica) de la Colonia Dignidad, un enclave fundado por un exmilitar nazi en Chile, amalgama el relato hipnótico sobre una casa que se transforma monstruosamente. La energía del Chile actual, con su metamorfosis política de fondo, se cuela ahora en el cortometraje Los huesos, producido por el director Ari Aster, una suerte de narración fantasmal y ficticia de la primera película stop motion del mundo. La cinta llegará a la plataforma pocos meses después de haber sido estrenada en el Festival de Venecia, donde obtuvo el premio al Mejor Corto.

Estreno: 8 de diciembre

 

estrenos de mubi

Fotograma de Los huesos, de Cristobal León y Joaquín Cociña

Guerra fría

Ella canta, él toca el piano, son polacos. Se conocen en una audición y así inicia una serie de encuentros y desencuentros interminable que tiene por escenario una Europa reseca, que no oculta las cicatrices de la Segunda Guerra. En un contundente blanco y negro, que quizá concede al romance para que tome vuelos épicos, Paweł Pawlikowski plantea la historia cruel de dos amantes imposibilitados para estar juntos. Hay drama, amor, tensión. Pero el blanco y negro no es solo coquetería, también sirve para señalar cierta oscuridad que viene con la época: la severidad del régimen comunista empieza a convertirse en represión ante la proximidad del otro y en este contexto el amor se tambalea. En 2013 la cinta fue nominada a tres premios Oscar, incluido el de Mejor Director.

Estreno: 25 de diciembre

 

estrenos de mubi

Fotograma de Guerra fría, de Paweł Pawlikowski

Te invitamos a disfrutar de estos y muchos otros estrenos de MUBI sin costo. Obtén 30 días gratis gracias a nuestra alianza, haciendo clic aquí.

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miércoles, 24 de noviembre de 2021

Sobre la memoria literaria

Nabokov decía que los lectores somos todos unos amnésicos.

Houellebecq opina que uno no recordará del total de su vida más de lo que recuerda de un libro que haya leído. Esta cita no es textual, la anoto bastante manoseada.

Quizá antes de morir uno ve pasar frente a sus ojos los mejores momentos que leyó en vida.

Si en medio de la noche un ángel o un demonio se me apareciera ofreciéndome tres deseos… el segundo sería, obvio, una inaudita memoria literaria: recordar al pie de la letra todo lo que he leído. Y no para alardear en las mesas concurridas, más bien para no sentirme tan desamparado ciertas noches. Para abrazar con mi corazón la línea exacta que me devolverá la calma esa madrugada. ¡Caray! Las noches son abismos hondísimos.

Ireneo Funes está chavo y comete errores. A él, precisamente, le pasa algo muy similar a lo que en el párrafo anterior yo ambiciono: no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. En su caso, aquello más bien es una condena.

Pienso en la comunidad que aparece al final de Fahrenheit 451. Personas que han decidido transformarse en el libro memorizado de su elección. Más de una vez me he preguntado cuál elegiría yo.

Hay por lo menos siete inscripciones ocultas en las paredes de mi casa, todas las anoté intoxicado por chupes de diferente gentilicio y con plumón indeleble. La más reciente está escrita detrás de una pila de libros pendientes y dice: “A la literatura la traduce el recuerdo”. Juro que a veces siento cómo pierdo la memoria. Y es como vaciarse. Yo no extraño ciertas pieles, ciudades, aromas o zapatos, lo que me duele es no acordarme del párrafo inicial de un libro que leí la semana pasada. Vivimos en un momento histórico en que todo está diseñado para menospreciar el instante, la tecnología le tiene un inexplicable rencor a la memoria. Las cámaras fotográficas recaudan miles de fotografías pero la gente es incapaz de enumerar diez momentos valiosos en sus vidas. Es complicado. Si de todas maneras a mí se me exige que realice tal listado, sin duda referiría lo poco que he retenido de ciertos libros: la literatura traducida en recuerdos.

Para mí:

Cuando Antínoo, montado en su caballo a toda velocidad, se ladea para tomar agua de río entre sus manos y ofrecérsela en la boca a Adriano. La ocasión en que John Singer se mata. La fiesta de las balas y la masacre a batazos en ¿Por quién doblan las campanas? También cuando le cosen las extremidades y orificios a El Mudito. Esas últimas tres literalmente me revolvieron el estómago. El verso: “Fluyen ríos sonámbulos”. Cuando Piel Divina tajantemente dice que se ha acostado con todos los poetas de México. Los tripulantes del Pequod estrechándose las manos recubiertas con grasa de ballena. El envío de Used Words. El capítulo “Nieve” en La montaña mágica. Las hormigas obsesionadas por conseguir un prodigioso miligramo. Y las hormigas que bailan casi al final de La novela luminosa de Levrero. Guacarear la Manzana de la Sabiduría como propone Teddy. Todos los alumnos burlándose de Charles Bovary nada más porque sí. La página en Desgracia donde se pierde por completo e irrevocablemente el supuesto equilibrio entre hombres y mujeres. Etcétera, etc. Legión de etcéteras.

Les juro que no pretendo ser fatuo. De hecho estoy seguro de que mi pecado es la inexactitud. Ya veré por cuánto tiempo consigo darle cubil a tanta maravilla. Me resulta relajante pensar que a los cincuenta años aún me faltarán muchísimas cosas por leer.

Por cierto, cumplo 41 esta semana.

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Sobre la memoria literaria

Nabokov decía que los lectores somos todos unos amnésicos.

Houellebecq opina que uno no recordará del total de su vida más de lo que recuerda de un libro que haya leído. Esta cita no es textual, la anoto bastante manoseada.

Quizá antes de morir uno ve pasar frente a sus ojos los mejores momentos que leyó en vida.

Si en medio de la noche un ángel o un demonio se me apareciera ofreciéndome tres deseos… el segundo sería, obvio, una inaudita memoria literaria: recordar al pie de la letra todo lo que he leído. Y no para alardear en las mesas concurridas, más bien para no sentirme tan desamparado ciertas noches. Para abrazar con mi corazón la línea exacta que me devolverá la calma esa madrugada. ¡Caray! Las noches son abismos hondísimos.

Ireneo Funes está chavo y comete errores. A él, precisamente, le pasa algo muy similar a lo que en el párrafo anterior yo ambiciono: no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. En su caso, aquello más bien es una condena.

Pienso en la comunidad que aparece al final de Fahrenheit 451. Personas que han decidido transformarse en el libro memorizado de su elección. Más de una vez me he preguntado cuál elegiría yo.

Hay por lo menos siete inscripciones ocultas en las paredes de mi casa, todas las anoté intoxicado por chupes de diferente gentilicio y con plumón indeleble. La más reciente está escrita detrás de una pila de libros pendientes y dice: “A la literatura la traduce el recuerdo”. Juro que a veces siento cómo pierdo la memoria. Y es como vaciarse. Yo no extraño ciertas pieles, ciudades, aromas o zapatos, lo que me duele es no acordarme del párrafo inicial de un libro que leí la semana pasada. Vivimos en un momento histórico en que todo está diseñado para menospreciar el instante, la tecnología le tiene un inexplicable rencor a la memoria. Las cámaras fotográficas recaudan miles de fotografías pero la gente es incapaz de enumerar diez momentos valiosos en sus vidas. Es complicado. Si de todas maneras a mí se me exige que realice tal listado, sin duda referiría lo poco que he retenido de ciertos libros: la literatura traducida en recuerdos.

Para mí:

Cuando Antínoo, montado en su caballo a toda velocidad, se ladea para tomar agua de río entre sus manos y ofrecérsela en la boca a Adriano. La ocasión en que John Singer se mata. La fiesta de las balas y la masacre a batazos en ¿Por quién doblan las campanas? También cuando le cosen las extremidades y orificios a El Mudito. Esas últimas tres literalmente me revolvieron el estómago. El verso: “Fluyen ríos sonámbulos”. Cuando Piel Divina tajantemente dice que se ha acostado con todos los poetas de México. Los tripulantes del Pequod estrechándose las manos recubiertas con grasa de ballena. El envío de Used Words. El capítulo “Nieve” en La montaña mágica. Las hormigas obsesionadas por conseguir un prodigioso miligramo. Y las hormigas que bailan casi al final de La novela luminosa de Levrero. Guacarear la Manzana de la Sabiduría como propone Teddy. Todos los alumnos burlándose de Charles Bovary nada más porque sí. La página en Desgracia donde se pierde por completo e irrevocablemente el supuesto equilibrio entre hombres y mujeres. Etcétera, etc. Legión de etcéteras.

Les juro que no pretendo ser fatuo. De hecho estoy seguro de que mi pecado es la inexactitud. Ya veré por cuánto tiempo consigo darle cubil a tanta maravilla. Me resulta relajante pensar que a los cincuenta años aún me faltarán muchísimas cosas por leer.

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‘Los nombres propios’ de Marta Jiménez Serrano

A los 27 años, luego de cambiar de un trabajo precario a otro, de mudarse cada año, de no poder dedicar tiempo a la escritura, Marta Jiménez Serrano (1990) tomó una decisión: regresar a Madrid y escribir cada día. Pocos años han pasado y ya ganó un premio de poesía por La edad ligera (Ediciones Rialp). Ahora publica en Sexto Piso su primera obra narrativa, Los nombres propios.

Novela de formación, el relato se concentra en la manera en que se aprende el lenguaje en la infancia y, mientras se va creciendo, se desaprende para construir una identidad propia. La voz de la narradora juega con la segunda y la primera personas para contar lo cotidiano: acciones, imágenes, personas que pueblan el día a día. Los nombres propios da un lugar importante a las voces de las infancias, al poder y el uso que hacen de las palabras, a los vínculos que forman.

Nos encontramos por Zoom una tarde de noviembre, y conversamos sobre esta novela, que toma retazos de su vida y donde la protagonista se llama, como la autora, Marta.

La tuya podría catalogarse como una novela de formación. El relato evidencia que a través del lenguaje, del momento en que aprendemos las palabras, construimos nuestra identidad.

Es una novela que trata del proceso de crecer, en ese sentido de la formación, pero también sobre la construcción de una identidad propia. Me interesaba plantearlo a través del lenguaje como aprendizaje y luego desaprendizaje. Primero conocemos las palabras literalmente, somos muy pequeños y no sabemos cómo se nombran las cosas; luego nos damos cuenta de que hay palabras que plantean más problemas que otras. No es lo mismo decir “mesa” que “amor”. Hay un proceso en el que quitamos el significado que la palabra lleva consigo y le ponemos el que nos sirve.

¿En qué términos nos contamos? A lo largo de la novela las palabras cambian la interpretación de las historias que vas tejiendo.

Totalmente. Somos lo que nos contamos que somos. La novela está estructurada en un diálogo interno, entonces al final una decide desde dónde se habla a sí misma y con qué palabras se habla a sí misma, y eso es también muy importante. No es lo mismo hablarse desde la exigencia y con palabras duras que desde el cariño, desde la compasión.

Marta Jiménez Serrano

Recordé una frase de T.S. Eliot que está al inicio de Nuestra parte de noche, de Mariana Enriquez: “¿Quién es el tercero que camina siempre a tu lado?”. Pienso en la voz de la narradora, esa especie de conciencia, de espectador imaginario de la protagonista.

También Antonio Machado decía “converso con el hombre que siempre va conmigo”. Creo que hay algo de eso también. En un principio Belaundia Fu era un personaje de la novela, la amiga invisible, pero no era la narradora. Me di cuenta de que el libro verdaderamente reflejaba lo que yo quería contar si la ponía como narradora, porque al final, efectivamente, ¿quién es esa del espejo? Es una cosa psicológica, una especie de súper yo, de voz de la conciencia. Me gustó hablar de la niñez desde el futuro, desde fuera, desde esa voz que ya es adulta.

Los nombres propios tiene una sensibilidad particular para narrar las relaciones, los vínculos.

Me han señalado que, para ser una novela actual, es poco cínica. Tiene que ver con lo que dices. Está bien, ya no queremos las relaciones de antaño ni parejas como las que tenían nuestros abuelos, pero no creo que tenga sentido ir en el sentido opuesto. Por eso mi novela acaba de manera tan abierta, porque entre estos dos polos, el cinismo y los afectos tradicionales, debe haber algo. Intenté reflejar la diversidad de los afectos.

Que estamos sobreestimulados es ya una frase hecha, pero pensaba que la novela se centra en detalles de la vida cotidiana donde no hay estímulos constantes. El relato repite detalles muy específicos: el papá que huele a recién rasurado, la mamá que siempre está, la abuela que mira la novela, pero todos esos momentos se resignifican mientras la protagonista va creciendo.

Me costó darle empaque a la novela, crear miniconflictos, porque en realidad yo quería contar lo que nos configura en el día a día. Estamos todo el rato buscando momentos reveladores, la novedad, y al final te acuerdas de la planta que había en casa de tu abuela o de cómo se peinaba tu papá. Son las cosas que están dentro de nuestra cabeza y que configuran nuestro imaginario.

¿Qué tanto juega aquí tu biografía?

Mucho, en el sentido de que la protagonista se llama como yo, tiene mi edad y está en mi entorno. El personaje de la abuela está basado en parte en mi abuela materna. Lo demás lo inventé. Al final la vida no tiene ningún sentido y el libro debía tenerlo. Todo es verdad pero nada es literal.

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‘Los nombres propios’ de Marta Jiménez Serrano

A los 27 años, luego de cambiar de un trabajo precario a otro, de mudarse cada año, de no poder dedicar tiempo a la escritura, Marta Jiménez Serrano (1990) tomó una decisión: regresar a Madrid y escribir cada día. Pocos años han pasado y ya ganó un premio de poesía por La edad ligera (Ediciones Rialp). Ahora publica en Sexto Piso su primera obra narrativa, Los nombres propios.

Novela de formación, el relato se concentra en la manera en que se aprende el lenguaje en la infancia y, mientras se va creciendo, se desaprende para construir una identidad propia. La voz de la narradora juega con la segunda y la primera personas para contar lo cotidiano: acciones, imágenes, personas que pueblan el día a día. Los nombres propios da un lugar importante a las voces de las infancias, al poder y el uso que hacen de las palabras, a los vínculos que forman.

Nos encontramos por Zoom una tarde de noviembre, y conversamos sobre esta novela, que toma retazos de su vida y donde la protagonista se llama, como la autora, Marta.

La tuya podría catalogarse como una novela de formación. El relato evidencia que a través del lenguaje, del momento en que aprendemos las palabras, construimos nuestra identidad.

Es una novela que trata del proceso de crecer, en ese sentido de la formación, pero también sobre la construcción de una identidad propia. Me interesaba plantearlo a través del lenguaje como aprendizaje y luego desaprendizaje. Primero conocemos las palabras literalmente, somos muy pequeños y no sabemos cómo se nombran las cosas; luego nos damos cuenta de que hay palabras que plantean más problemas que otras. No es lo mismo decir “mesa” que “amor”. Hay un proceso en el que quitamos el significado que la palabra lleva consigo y le ponemos el que nos sirve.

¿En qué términos nos contamos? A lo largo de la novela las palabras cambian la interpretación de las historias que vas tejiendo.

Totalmente. Somos lo que nos contamos que somos. La novela está estructurada en un diálogo interno, entonces al final una decide desde dónde se habla a sí misma y con qué palabras se habla a sí misma, y eso es también muy importante. No es lo mismo hablarse desde la exigencia y con palabras duras que desde el cariño, desde la compasión.

Marta Jiménez Serrano

Recordé una frase de T.S. Eliot que está al inicio de Nuestra parte de noche, de Mariana Enriquez: “¿Quién es el tercero que camina siempre a tu lado?”. Pienso en la voz de la narradora, esa especie de conciencia, de espectador imaginario de la protagonista.

También Antonio Machado decía “converso con el hombre que siempre va conmigo”. Creo que hay algo de eso también. En un principio Belaundia Fu era un personaje de la novela, la amiga invisible, pero no era la narradora. Me di cuenta de que el libro verdaderamente reflejaba lo que yo quería contar si la ponía como narradora, porque al final, efectivamente, ¿quién es esa del espejo? Es una cosa psicológica, una especie de súper yo, de voz de la conciencia. Me gustó hablar de la niñez desde el futuro, desde fuera, desde esa voz que ya es adulta.

Los nombres propios tiene una sensibilidad particular para narrar las relaciones, los vínculos.

Me han señalado que, para ser una novela actual, es poco cínica. Tiene que ver con lo que dices. Está bien, ya no queremos las relaciones de antaño ni parejas como las que tenían nuestros abuelos, pero no creo que tenga sentido ir en el sentido opuesto. Por eso mi novela acaba de manera tan abierta, porque entre estos dos polos, el cinismo y los afectos tradicionales, debe haber algo. Intenté reflejar la diversidad de los afectos.

Que estamos sobreestimulados es ya una frase hecha, pero pensaba que la novela se centra en detalles de la vida cotidiana donde no hay estímulos constantes. El relato repite detalles muy específicos: el papá que huele a recién rasurado, la mamá que siempre está, la abuela que mira la novela, pero todos esos momentos se resignifican mientras la protagonista va creciendo.

Me costó darle empaque a la novela, crear miniconflictos, porque en realidad yo quería contar lo que nos configura en el día a día. Estamos todo el rato buscando momentos reveladores, la novedad, y al final te acuerdas de la planta que había en casa de tu abuela o de cómo se peinaba tu papá. Son las cosas que están dentro de nuestra cabeza y que configuran nuestro imaginario.

¿Qué tanto juega aquí tu biografía?

Mucho, en el sentido de que la protagonista se llama como yo, tiene mi edad y está en mi entorno. El personaje de la abuela está basado en parte en mi abuela materna. Lo demás lo inventé. Al final la vida no tiene ningún sentido y el libro debía tenerlo. Todo es verdad pero nada es literal.

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martes, 23 de noviembre de 2021

La canoa en el cenote

A finales de octubre, el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) dio a conocer el hallazgo de una canoa maya prehispánica dentro de un cuerpo de agua, en un punto entre las localidades de Izamal y Cancún, en la Península de Yucatán. El descubrimiento es importante pues se trata de un objeto de aproximadamente mil años de antigüedad, asociado al período Clásico Terminal, en buen estado de conservación.

La cultura maya es mundialmente célebre por sus artes, sistema de escritura y avances científicos, pero convendría prestar atención también a sus creaciones utilitarias. La canoa fue un medio de transporte de especial importancia en una sociedad que no utilizaba la rueda. Sobre la pieza encontrada, la arqueóloga subacuática Helena Barba Meinecke cifra su relevancia “en que es la primera canoa de este tipo que se encuentra completa y tan bien conservada en el área maya”.

Con 1.60 metros de largo, 80 centímetros de ancho y 40 de alto, la embarcación puede haberse empleado para la extracción de agua del cenote o para el depósito de ofrendas rituales. “Es evidente que esta es una zona donde se realizaron ceremonias, no solo por la cerámica fragmentada intencionalmente, sino también por los restos de carbón que indican su exposición al fuego y la manera en que colocaron piedras arriba de ellas para cubrirlas, ya que no son producto de derrumbes”, explica Barba Meinecke sobre otros hallazgos del sitio de San Andrés, explorado como parte del acompañamiento del INAH a la ruta del Tren Maya.

Lo cierto es que un objeto como el encontrado invita a pensar en el modo en que una de las grandes civilizaciones mesoamericanas concibió las formas útiles. Las canoas de plataforma son conocidas por su representación en códices y otros documentos, pero ahora se cuenta con un ejemplar íntegro cuyo estudio permitirá conocer nuevos aspectos de su diseño.

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La canoa en el cenote

A finales de octubre, el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) dio a conocer el hallazgo de una canoa maya prehispánica dentro de un cuerpo de agua, en un punto entre las localidades de Izamal y Cancún, en la Península de Yucatán. El descubrimiento es importante pues se trata de un objeto de aproximadamente mil años de antigüedad, asociado al período Clásico Terminal, en buen estado de conservación.

La cultura maya es mundialmente célebre por sus artes, sistema de escritura y avances científicos, pero convendría prestar atención también a sus creaciones utilitarias. La canoa fue un medio de transporte de especial importancia en una sociedad que no utilizaba la rueda. Sobre la pieza encontrada, la arqueóloga subacuática Helena Barba Meinecke cifra su relevancia “en que es la primera canoa de este tipo que se encuentra completa y tan bien conservada en el área maya”.

Con 1.60 metros de largo, 80 centímetros de ancho y 40 de alto, la embarcación puede haberse empleado para la extracción de agua del cenote o para el depósito de ofrendas rituales. “Es evidente que esta es una zona donde se realizaron ceremonias, no solo por la cerámica fragmentada intencionalmente, sino también por los restos de carbón que indican su exposición al fuego y la manera en que colocaron piedras arriba de ellas para cubrirlas, ya que no son producto de derrumbes”, explica Barba Meinecke sobre otros hallazgos del sitio de San Andrés, explorado como parte del acompañamiento del INAH a la ruta del Tren Maya.

Lo cierto es que un objeto como el encontrado invita a pensar en el modo en que una de las grandes civilizaciones mesoamericanas concibió las formas útiles. Las canoas de plataforma son conocidas por su representación en códices y otros documentos, pero ahora se cuenta con un ejemplar íntegro cuyo estudio permitirá conocer nuevos aspectos de su diseño.

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El texto fisicoculturista como netaliteratura

En la metaliteratura la escritura reflexiona sobre sí misma, comparte con lxs lectorxs sus interiores: sus cables y tubos, su maquinaria y, además, reflexiona sobre su funcionamiento. Ilegible es una obra que enuncia las condiciones de su nacimiento y, al mismo tiempo, de su ausencia, su no estar, su no llegar a ser nunca. Ilegible es una zona de combate en donde el autor ataca de frente al autor –sí mismo–  y a su oficio. Sabemos que hay metaliteratura temática y metaliteratura funcional. Aquí no sólo es tema sino engranaje que opera, funciona para hacer avanzar al texto/no texto.

El ejercicio se detona por medio de la idea hipotética de un taller literario como espacio en donde la escritura se analiza a sí misma, en grupo, a lo largo de varias sesiones. Y es a través de esta posibilidad que no alcanza su cumplimiento. Pablo Duarte emprende un asedio sin tregua, casi paranoico, dice –totalmente paranoico–, al proceso de escritura como una serie de mecanismos cuya utilidad cuestiona, interpela y comenta en tono desesperanza o más bien rendición. Su autorreferencialidad va más allá de la metaliteratura, se me ocurre, y eso la convierte en algo así como una netaliteratura.

En este libro todo es inicio, todo es arranque. Duarte está empezando siempre, un modo de ser y estar que me hace pensar en la idea civilizatoria de Progreso. Progreso es ese futuro que nunca llega. Las sociedades llamadas “en desarrollo” están inmersas en la dinámica de lo imposible, lo inalcanzable, lo improbable. Y esa es su razón de ser, de existir, es su papel en la historia, su manera de estar en el mundo como el destino que Pablo Duarte eligió/no eligió para su libro. Me acuerdo de uno de los videos de Rehearsal, obra de Francis Alÿs en donde vemos cómo un vocho intenta subir una pendiente sin nunca lograrlo, derrapándose hacia abajo por falta de potencia cada vez que está a punto de alcanzar la cima.

Pero Ilegible no es un texto subdesarrollado sin empuje, es un texto hiperdesarrollado de sí mismo, un textofisicoculturista, en esteroides, un cuerpo de texto que se infla de mirarse todo el tiempo porque está rodeado de espejos que lo devuelven a sí mismo todo el tiempo. Un textocuerpo que va aumentando musculatura, aumentando en autorreferencialidad, en pensamiento sobre sí mismo, un texto solipsista, súper mamado. Éste es un texto fisicoculturista que se crece hacia el vacío de ese hipotético taller/gimnasio en donde no hay nada: no hay tema ni voces, más bien está rodeado de pesos y pesas, aparatos de tracción y caminadoras que lo hacen caminar sobre sí mismo sin moverse, sin llegar a ningún lado, corriendo suspendido y tropezándose sobre su propio vacío. Es un texto mamadísimo de su propio cuerpo mamadísimo en su propia mamadez, incapaz de cargar con el peso de su propio supuesto, de su esencia impuesta por la literatura, que es ser, escribe Duarte, el recipiente de una acción que promete, que debe entregar historias, sagas, epopeyas, comedias, tragedias, dramas de chismes humanos, reflexiones sobre la alegría o el dolor, amor humano, odio, celos, intrigas y demás formas de llenar las páginas y el tiempo prometido en el que la literatura debe cumplirse.

El texto que nunca llega de Pablo Duarte, pienso, es como una larga acepción de diccionario, una extensa explicación de los sentidos y significados que la escritura puede adquirir, y de cada uno de sus supuestos. Pablo Duarte, el texto que escribe a Pablo Duarte, se está explicando todo el tiempo: flexiones, abdominales, desplantes, sentadillas. Los tonos de este abordaje o sabotaje van de la ironía al autoescarnio, la burla a esa fe casi fanática en la escritura, en la literatura. El libro urde, por supuesto, una larga e insistente burla de la gravedad engolada y la vanagloria que perfuman, más bien apestan, el oficio y el mundo literarios. Qué maravilla. a veces hay que leerlo en clave risas grabadas o en acompáñenme a ver esta triste historia o, ¿quién sabe?, en doblaje latino.

Pablo Duarte

Este es el relato de una interrogación que nunca obtiene respuesta y no lo hará mientras eso que se quiere transmitir, el “mensaje”, que supone siempre un: sujeto-verbo-objeto-quién, qué, cómo, escribe Duarte, siga dando forma, sea el presupuesto para un tema, un tema para el texto, para las voces del texto. Esto es lo que, en opinión de Duarte, limita la promesa que es la literatura y esa expectativa de que el mensaje será descifrado.

La lectora/lector también entra al libro como cómplice de la imposibilidad, de la promesa rota. Porque, como dice el autor, el solipsismo puro es inhabitable, hay que compartir el solipsismo, he ahí la paradoja. Entonces Duarte instiga a los hipotéticos talleristas para que se pregunten sobre la lectura de la hipotética lectora/lector: ¿cómo reacciona?, ¿qué esperaba?, ¿qué no esperaba?, ¿por qué no reacciona? Mientras el autortallerista enuncia estas y otras cuestiones, todas las cuestiones que involucran a la escritura, a la literatura, la dinámica del taller despega de su hipotético espacio y emprende hacia la desaparición. Cada sesión es una resta a la voluntad sobre el trabajo del trabajo que se trabaja en el trabajo de la escritura, cada sesión se va vaciando de hipotéticos talleristas, cada sesión es menos habitada por uno de sus temas que son también, por supuesto, los entusiastas asistentes, escritorxs o aspirantes a escritorxs. Cada sesión es un tramo más en el desgaste que al mismo tiempo nutre al texto de esteroides.

Ese texto que, como decíamos, habla de su imposibilidad, de la improbabilidad de su nacimiento y, por lo tanto, se agranda en pura musculatura propia hasta salir al concurso de textofisicoculturismo para mostrar su enorme textocuerpo cuyo tema es su cuerpatzotextazo y, por supuesto, gana la presea por las más de diez mil palabras o las que sean, a través de las cuales Pablo Duarte nos ha mostrado cómo son las herramientas, porque sabemos ya más que nunca, gracias a Ilegible, que la literatura tiene más que ver con procesos de pensamiento que con literatura.

Creo que este texto importa y no sólo está dirigido a personas que se interesan en la escritura. Este libro es una crítica implacable al discurso vacío de sentido, una poderosa descalificación del mensaje político engañoso, de la retórica siniestra, del uso del lenguaje como arma que aniquila, desaparece, margina y explota personas, comunidades y naturaleza. Mediante esta intervención del lenguaje Duarte logra una performance que jaquea el mundo en el que estamos inmersos. Ofreciéndonos martillos, clavos, varillas y cemento, Ilegible nos ayuda a construir nuestra casa de la palabra, que es nuestra mente, y nos invita a vivir en ella.

Pablo Duarte, Ilegible, Gris Tormenta, Querétaro, 2021

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El texto fisicoculturista como netaliteratura

En la metaliteratura la escritura reflexiona sobre sí misma, comparte con lxs lectorxs sus interiores: sus cables y tubos, su maquinaria y, además, reflexiona sobre su funcionamiento. Ilegible es una obra que enuncia las condiciones de su nacimiento y, al mismo tiempo, de su ausencia, su no estar, su no llegar a ser nunca. Ilegible es una zona de combate en donde el autor ataca de frente al autor –sí mismo–  y a su oficio. Sabemos que hay metaliteratura temática y metaliteratura funcional. Aquí no sólo es tema sino engranaje que opera, funciona para hacer avanzar al texto/no texto.

El ejercicio se detona por medio de la idea hipotética de un taller literario como espacio en donde la escritura se analiza a sí misma, en grupo, a lo largo de varias sesiones. Y es a través de esta posibilidad que no alcanza su cumplimiento. Pablo Duarte emprende un asedio sin tregua, casi paranoico, dice –totalmente paranoico–, al proceso de escritura como una serie de mecanismos cuya utilidad cuestiona, interpela y comenta en tono desesperanza o más bien rendición. Su autorreferencialidad va más allá de la metaliteratura, se me ocurre, y eso la convierte en algo así como una netaliteratura.

En este libro todo es inicio, todo es arranque. Duarte está empezando siempre, un modo de ser y estar que me hace pensar en la idea civilizatoria de Progreso. Progreso es ese futuro que nunca llega. Las sociedades llamadas “en desarrollo” están inmersas en la dinámica de lo imposible, lo inalcanzable, lo improbable. Y esa es su razón de ser, de existir, es su papel en la historia, su manera de estar en el mundo como el destino que Pablo Duarte eligió/no eligió para su libro. Me acuerdo de uno de los videos de Rehearsal, obra de Francis Alÿs en donde vemos cómo un vocho intenta subir una pendiente sin nunca lograrlo, derrapándose hacia abajo por falta de potencia cada vez que está a punto de alcanzar la cima.

Pero Ilegible no es un texto subdesarrollado sin empuje, es un texto hiperdesarrollado de sí mismo, un textofisicoculturista, en esteroides, un cuerpo de texto que se infla de mirarse todo el tiempo porque está rodeado de espejos que lo devuelven a sí mismo todo el tiempo. Un textocuerpo que va aumentando musculatura, aumentando en autorreferencialidad, en pensamiento sobre sí mismo, un texto solipsista, súper mamado. Éste es un texto fisicoculturista que se crece hacia el vacío de ese hipotético taller/gimnasio en donde no hay nada: no hay tema ni voces, más bien está rodeado de pesos y pesas, aparatos de tracción y caminadoras que lo hacen caminar sobre sí mismo sin moverse, sin llegar a ningún lado, corriendo suspendido y tropezándose sobre su propio vacío. Es un texto mamadísimo de su propio cuerpo mamadísimo en su propia mamadez, incapaz de cargar con el peso de su propio supuesto, de su esencia impuesta por la literatura, que es ser, escribe Duarte, el recipiente de una acción que promete, que debe entregar historias, sagas, epopeyas, comedias, tragedias, dramas de chismes humanos, reflexiones sobre la alegría o el dolor, amor humano, odio, celos, intrigas y demás formas de llenar las páginas y el tiempo prometido en el que la literatura debe cumplirse.

El texto que nunca llega de Pablo Duarte, pienso, es como una larga acepción de diccionario, una extensa explicación de los sentidos y significados que la escritura puede adquirir, y de cada uno de sus supuestos. Pablo Duarte, el texto que escribe a Pablo Duarte, se está explicando todo el tiempo: flexiones, abdominales, desplantes, sentadillas. Los tonos de este abordaje o sabotaje van de la ironía al autoescarnio, la burla a esa fe casi fanática en la escritura, en la literatura. El libro urde, por supuesto, una larga e insistente burla de la gravedad engolada y la vanagloria que perfuman, más bien apestan, el oficio y el mundo literarios. Qué maravilla. a veces hay que leerlo en clave risas grabadas o en acompáñenme a ver esta triste historia o, ¿quién sabe?, en doblaje latino.

Pablo Duarte

Este es el relato de una interrogación que nunca obtiene respuesta y no lo hará mientras eso que se quiere transmitir, el “mensaje”, que supone siempre un: sujeto-verbo-objeto-quién, qué, cómo, escribe Duarte, siga dando forma, sea el presupuesto para un tema, un tema para el texto, para las voces del texto. Esto es lo que, en opinión de Duarte, limita la promesa que es la literatura y esa expectativa de que el mensaje será descifrado.

La lectora/lector también entra al libro como cómplice de la imposibilidad, de la promesa rota. Porque, como dice el autor, el solipsismo puro es inhabitable, hay que compartir el solipsismo, he ahí la paradoja. Entonces Duarte instiga a los hipotéticos talleristas para que se pregunten sobre la lectura de la hipotética lectora/lector: ¿cómo reacciona?, ¿qué esperaba?, ¿qué no esperaba?, ¿por qué no reacciona? Mientras el autortallerista enuncia estas y otras cuestiones, todas las cuestiones que involucran a la escritura, a la literatura, la dinámica del taller despega de su hipotético espacio y emprende hacia la desaparición. Cada sesión es una resta a la voluntad sobre el trabajo del trabajo que se trabaja en el trabajo de la escritura, cada sesión se va vaciando de hipotéticos talleristas, cada sesión es menos habitada por uno de sus temas que son también, por supuesto, los entusiastas asistentes, escritorxs o aspirantes a escritorxs. Cada sesión es un tramo más en el desgaste que al mismo tiempo nutre al texto de esteroides.

Ese texto que, como decíamos, habla de su imposibilidad, de la improbabilidad de su nacimiento y, por lo tanto, se agranda en pura musculatura propia hasta salir al concurso de textofisicoculturismo para mostrar su enorme textocuerpo cuyo tema es su cuerpatzotextazo y, por supuesto, gana la presea por las más de diez mil palabras o las que sean, a través de las cuales Pablo Duarte nos ha mostrado cómo son las herramientas, porque sabemos ya más que nunca, gracias a Ilegible, que la literatura tiene más que ver con procesos de pensamiento que con literatura.

Creo que este texto importa y no sólo está dirigido a personas que se interesan en la escritura. Este libro es una crítica implacable al discurso vacío de sentido, una poderosa descalificación del mensaje político engañoso, de la retórica siniestra, del uso del lenguaje como arma que aniquila, desaparece, margina y explota personas, comunidades y naturaleza. Mediante esta intervención del lenguaje Duarte logra una performance que jaquea el mundo en el que estamos inmersos. Ofreciéndonos martillos, clavos, varillas y cemento, Ilegible nos ayuda a construir nuestra casa de la palabra, que es nuestra mente, y nos invita a vivir en ella.

Pablo Duarte, Ilegible, Gris Tormenta, Querétaro, 2021

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