miércoles, 31 de mayo de 2023

El peso del material

Larga es nuestra relación con los objetos, y sólo a veces utilitaria. En El amanecer de todo, David Graeber y David Wrengrow mencionan que “hace miles de años algunos objetos –sobre todo piedras preciosas, conchas y otros objetos decorativos– recorrían enormes distancias”. ¿Prueba eso la actividad comercial? Lo dudan: “la antropología proporciona un sinfín de ejemplos de cómo objetos valiosos podían recorrer enormes distancias en ausencia de nada que se acerque siquiera remotamente a una economía de mercado”. Pensemos en el gesto de recoger una piedra pulida por el oleaje, en la playa: de vuelta en casa, la colocaremos en una repisa como un pequeño contenedor de memoria. En la sociedad de consumo, sin embargo, la relación con la mercancía hace tiempo que perdió la inocencia.

Los objetos sirven, pero sobre todo representan. Se trata de una economía política del signo, como la llamó Baudrillard. Antes de la Bauhaus, escribió el pensador francés, no existían propiamente objetos, sólo productos. Les hemos dado ese nombre retroactivamente: “el objeto no es una cosa, ni aún una categoría, es un estatus de sentido y una forma”. El diseño, la disciplina que nace con la Bauhaus como una abstracción de los elementos funcionales, aparece en paralelo a las búsquedas surrealistas, que son su contraparte: la intervención del inconsciente donde, se pretende, impera la razón. El diseño contemporáneo es hijo de la tensión surgida entre la crisis del funcionalismo y la emergencia del kitsch. El regreso de las técnicas artesanales y los materiales tradicionales parece apelar al encuentro con lo real perdido, temporalidades y saberes procedentes de formas de vida barridas por la modernidad industrial.

Con el concepto de “materialidad” como eje, la tercera edición de Mexico Design Fair (MDF), en Puerto Escondido, dio muestra de las preocupaciones mencionadas antes. Más allá de algunas piezas singulares, la selección de Carlos Torre Hütt consistió principalmente en objetos que revisan pasados recientes y no tan recientes de las formas útiles mexicanas. Un caso paradigmático es la silla Arrullo, cuya primera versión fue diseñada por Óscar Hagerman en 1969. En MDF se presentó su modelo 2012, con respaldo de cinta de algodón, fabricado por Canto Artesanos. La historia de este diseño lo dice todo: inspirada en modelos populares, concebida como una pequeña obra de arquitectura, masificada con vocación social, hoy objeto coleccionable. Clara Porset estuvo presente en la colección de mobiliario exterior desarrollado por Mexa y el Archivo Clara Porset de la UNAM. Por su parte, la silla y la banca Tenancingo, de Clémence Creveau y Luis Vargas, se inscriben en el trabajo que la firma TXT.URE (aquí con Ensamble Artesano) ha realizado para recuperar técnicas y diseños vernáculos.

Daniel Romero

Sillas Ajolote II y III (2023), de Daniel Romero Valencia. Fotografía: Jaime Navarro. Cortesía de MDF

La elección de Daniel Romero Valencia como diseñador del año de MDF atrae la atención sobre una de las prácticas más consistentes del campo en México. Alumno de Hagerman, cofundador de la empresa Tuux (cuyos ejes son la sustentabilidad y la responsabilidad social), su silla Ajolote fue presentada en la exposición principal de Casa Naila. Ejercicio de gran rigor técnico, la pieza renuncia a cualquier gesto retórico para centrarse en la depuración formal. La versión II, con las bases de las patas quemadas (uno piensa en Cuauhtémoc), revela sin embargo el acecho de lo irracional. El guiño lleva a pensar en el espíritu lúdico que anima trabajos de Romero Valencia como los modulares Maroma (2008) y las mesas Caleidos (2014). En el contexto de una feria para coleccionistas, el premio MDF Designer of the Year apela a una práctica exigente, comprometida social y ambientalmente.

Industrial o postindustrial, el diseño en México observa las lecciones del pasado temeroso de volverse imagen pura para la circulación en pantallas. Frente a la velocidad vertiginosa de los cambios, busca en la manufactura artesanal la materialidad que otorga peso e hincha las piezas de tiempo. La silla sigue siendo un objeto a pensar, pues pasamos sentados buena parte de nuestras jornadas. Para eso sirve un asiento, y sin embargo seguimos aspirando a que además diga algo, represente algo. ¿La próxima revolución será muda?

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El peso del material

Larga es nuestra relación con los objetos, y sólo a veces utilitaria. En El amanecer de todo, David Graeber y David Wrengrow mencionan que “hace miles de años algunos objetos –sobre todo piedras preciosas, conchas y otros objetos decorativos– recorrían enormes distancias”. ¿Prueba eso la actividad comercial? Lo dudan: “la antropología proporciona un sinfín de ejemplos de cómo objetos valiosos podían recorrer enormes distancias en ausencia de nada que se acerque siquiera remotamente a una economía de mercado”. Pensemos en el gesto de recoger una piedra pulida por el oleaje, en la playa: de vuelta en casa, la colocaremos en una repisa como un pequeño contenedor de memoria. En la sociedad de consumo, sin embargo, la relación con la mercancía hace tiempo que perdió la inocencia.

Los objetos sirven, pero sobre todo representan. Se trata de una economía política del signo, como la llamó Baudrillard. Antes de la Bauhaus, escribió el pensador francés, no existían propiamente objetos, sólo productos. Les hemos dado ese nombre retroactivamente: “el objeto no es una cosa, ni aún una categoría, es un estatus de sentido y una forma”. El diseño, la disciplina que nace con la Bauhaus como una abstracción de los elementos funcionales, aparece en paralelo a las búsquedas surrealistas, que son su contraparte: la intervención del inconsciente donde, se pretende, impera la razón. El diseño contemporáneo es hijo de la tensión surgida entre la crisis del funcionalismo y la emergencia del kitsch. El regreso de las técnicas artesanales y los materiales tradicionales parece apelar al encuentro con lo real perdido, temporalidades y saberes procedentes de formas de vida barridas por la modernidad industrial.

Con el concepto de “materialidad” como eje, la tercera edición de Mexico Design Fair (MDF), en Puerto Escondido, dio muestra de las preocupaciones mencionadas antes. Más allá de algunas piezas singulares, la selección de Carlos Torre Hütt consistió principalmente en objetos que revisan pasados recientes y no tan recientes de las formas útiles mexicanas. Un caso paradigmático es la silla Arrullo, cuya primera versión fue diseñada por Óscar Hagerman en 1969. En MDF se presentó su modelo 2012, con respaldo de cinta de algodón, fabricado por Canto Artesanos. La historia de este diseño lo dice todo: inspirada en modelos populares, concebida como una pequeña obra de arquitectura, masificada con vocación social, hoy objeto coleccionable. Clara Porset estuvo presente en la colección de mobiliario exterior desarrollado por Mexa y el Archivo Clara Porset de la UNAM. Por su parte, la silla y la banca Tenancingo, de Clémence Creveau y Luis Vargas, se inscriben en el trabajo que la firma TXT.URE (aquí con Ensamble Artesano) ha realizado para recuperar técnicas y diseños vernáculos.

Daniel Romero

Sillas Ajolote II y III (2023), de Daniel Romero Valencia. Fotografía: Jaime Navarro. Cortesía de MDF

La elección de Daniel Romero Valencia como diseñador del año de MDF atrae la atención sobre una de las prácticas más consistentes del campo en México. Alumno de Hagerman, cofundador de la empresa Tuux (cuyos ejes son la sustentabilidad y la responsabilidad social), su silla Ajolote fue presentada en la exposición principal de Casa Naila. Ejercicio de gran rigor técnico, la pieza renuncia a cualquier gesto retórico para centrarse en la depuración formal. La versión II, con las bases de las patas quemadas (uno piensa en Cuauhtémoc), revela sin embargo el acecho de lo irracional. El guiño lleva a pensar en el espíritu lúdico que anima trabajos de Romero Valencia como los modulares Maroma (2008) y las mesas Caleidos (2014). En el contexto de una feria para coleccionistas, el premio MDF Designer of the Year apela a una práctica exigente, comprometida social y ambientalmente.

Industrial o postindustrial, el diseño en México observa las lecciones del pasado temeroso de volverse imagen pura para la circulación en pantallas. Frente a la velocidad vertiginosa de los cambios, busca en la manufactura artesanal la materialidad que otorga peso e hincha las piezas de tiempo. La silla sigue siendo un objeto a pensar, pues pasamos sentados buena parte de nuestras jornadas. Para eso sirve un asiento, y sin embargo seguimos aspirando a que además diga algo, represente algo. ¿La próxima revolución será muda?

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martes, 30 de mayo de 2023

FICUNAM 13: acceder a otros mundos

El Festival Internacional de Cine UNAM celebra su edición 13 con una impronta de cambios y una expansión notable. Referente en la formación de públicos ávidos de narrativas de corte oblicuo, abstracto, conceptual –radicales, en suma–, este año el FICUNAM cambió sus fechas habituales (en marzo) para diversificar su oferta y mantener en pie la bandera de la libertad y la transgresión. Su lema de siempre: “El cine que provoca”.  

Entre el 1 y el 11 de junio diferentes salas y espacios de la Ciudad de México, principalmente pertenecientes a la Universidad Nacional Autónoma de México pero también recintos como la Estela de Luz o la Cineteca Nacional, proyectarán una selección de 42 títulos en competencia, más de 60 estrenos, cinco retrospectivas y seis eventos de cine expandido; además darán cobijo a encuentros internacionales, seminarios y talleres formativos. 

La UNAM y más allá

Para Maximiliano Cruz, director artístico del festival, si bien el FICUNAM tiende a abrirse a diversos públicos, su vocación se mantiene intacta: “La programación se ha expandido, y ello responde en buena parte a que rebasó las fronteras universitarias. Sigue siendo un festival universitario, esa sigue siendo su prioridad, pero no puede eludir las exigencias y necesidades del público de la ciudad”.

Desde su nacimiento en 2011 el FICUNAM ha apostado por funcionar como un crisol de vanguardia y experimentación cinematográficas, con sentido crítico y orientación formativa, donde confluyen los espacios académico, crítico y de industria. Este año hay pruebas de ello no sólo en la inclusión de cortometrajes y óperas primas en competencia, o en las revisiones de la obra de la japonesa Kinuyo Tanaka, la uzbeka Saodat Ismailova, el español Albert Serra y la francesa Marguerite Duras, sino también en actividades de formación profesional como Locarno Industry Academy, Catapulta o Públicos del Futuro. 

FICUNAM

Fotograma de Baxter, Vera Baxter (1977), de Marguerite Duras

Para Lucrecia Arcos, escritora especializada en cine que ha asistido al festival lo mismo como espectadora que como parte de sus actividades –en esta edición conversará con la investigadora Satomi Miura y la curadora Andréa Picard sobre el cine de Duras y Tanaka–, el FICUNAM es uno de sus momentos favoritos del año: “Mezcla de manera muy puntual el espíritu teórico y crítico universitario con el espíritu del cine en su totalidad. Además, un festival dentro de la UNAM recibe con los brazos abiertos no sólo a estudiantes de todas sus facultades sino al público en general, y nos da la oportunidad de ver en salas de cine películas japonesas de los años cincuenta y sesenta o francesas de los sesenta y setenta”.

“Mezcla de manera muy puntual el espíritu teórico y crítico universitario con el espíritu del cine en su totalidad. Además recibe con los brazos abiertos no sólo a estudiantes de todas sus facultades sino al público en general.”

Dentro de la retrospectiva Destruir, dice. El cine de Marguerite Duras, uno de los puntos más destacados del festival, Arcos recomienda las cintas Baxter, Vera Baxter (1977) y El hombre atlántico (1981). “Me parece que la primera, de manera clásica, se diferencia de los otros filmes por el uso de espacios tanto exteriores como interiores y la puesta en escena de los personajes y sus relaciones; la música es un trabajo destacable. La segunda viene de un diálogo de otra película, Agatha y las lecturas ilimitadas. Me parecen buenas elecciones para ver en sala, aprovechando las copias restauradas”, explica la también poeta.

El poder de la imagen

En perspectiva, reflexiona Maximiliano Cruz, arriesgar con recursos limitados es posible. La clave es no limitar la apuesta a la programación: “En la pandemia, donde tantos contenidos estuvieron en streaming, me di cuenta de que no basta con programar buenas películas. Todo tiene que acompañarse mejor. Ha sido un reto para el equipo, porque implica esfuerzos económicos y de producción. La confianza en el poder de la imagen te permite tomar riesgos con cierto grado de seguridad. Un ejemplo es la retrospectiva de Albert Serra [Devoción impía]; fue un acierto la forma en que se comunicó, a través de una alianza con el Museo Tamayo, lo que seguramente atraerá a un público distinto”, confía el director artístico.

FICUNAM

Fotograma de Pacifiction (2022), de Albert Serra

“Es estimulante poner a dialogar las producciones contemporáneas con las retrospectivas, darte cuenta de que hace décadas ya existían ciertas inquietudes, en contextos y épocas distintas; el cine es un catalizador de todo eso.”

En el FICUNAM resuenan las problemáticas de la época. Cruz menciona, por ejemplo, la película de inauguración, Orlando, ma biographie politique (2023), de Paul B. Preciado, de amplia trayectoria en el pensamiento queer. Más allá del imaginario personal habla, a través de testimonios, de temas pertinentes como la identidad, el individuo y el acceso a los derechos. Es estimulante poner a dialogar las producciones contemporáneas con las retrospectivas, darte cuenta de que hace décadas ya existían ciertas inquietudes, en contextos y épocas distintas; el cine es un catalizador de todo eso”. 

De cara al futuro, Maximiliano Cruz considera que el festival es un espacio en donde las acciones de conocer, aprender y compartir son “semillas vitales” para garantizar su continuidad. Él considera al FICUNAM “un milagro” de la libertad, y reflexiona: “La figura del director legendario, que permanece en un festival por 15 o 20 años, ha sido muy común, aunque cada vez menos; en definitiva puede acarrear vicios. Me gusta más la idea de plantar semillas; si un día falta cualquiera de quienes lo vimos crecer, podemos confiar en que su espíritu se mantendrá sin dejar de expandirse. Los festivales te permiten eso: acceder a otros mundos”.

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FICUNAM 13: acceder a otros mundos

El Festival Internacional de Cine UNAM celebra su edición 13 con una impronta de cambios y una expansión notable. Referente en la formación de públicos ávidos de narrativas de corte oblicuo, abstracto, conceptual –radicales, en suma–, este año el FICUNAM cambió sus fechas habituales (en marzo) para diversificar su oferta y mantener en pie la bandera de la libertad y la transgresión. Su lema de siempre: “El cine que provoca”.  

Entre el 1 y el 11 de junio diferentes salas y espacios de la Ciudad de México, principalmente pertenecientes a la Universidad Nacional Autónoma de México pero también recintos como la Estela de Luz o la Cineteca Nacional, proyectarán una selección de 42 títulos en competencia, más de 60 estrenos, cinco retrospectivas y seis eventos de cine expandido; además darán cobijo a encuentros internacionales, seminarios y talleres formativos. 

La UNAM y más allá

Para Maximiliano Cruz, director artístico del festival, si bien el FICUNAM tiende a abrirse a diversos públicos, su vocación se mantiene intacta: “La programación se ha expandido, y ello responde en buena parte a que rebasó las fronteras universitarias. Sigue siendo un festival universitario, esa sigue siendo su prioridad, pero no puede eludir las exigencias y necesidades del público de la ciudad”.

Desde su nacimiento en 2011 el FICUNAM ha apostado por funcionar como un crisol de vanguardia y experimentación cinematográficas, con sentido crítico y orientación formativa, donde confluyen los espacios académico, crítico y de industria. Este año hay pruebas de ello no sólo en la inclusión de cortometrajes y óperas primas en competencia, o en las revisiones de la obra de la japonesa Kinuyo Tanaka, la uzbeka Saodat Ismailova, el español Albert Serra y la francesa Marguerite Duras, sino también en actividades de formación profesional como Locarno Industry Academy, Catapulta o Públicos del Futuro. 

FICUNAM

Fotograma de Baxter, Vera Baxter (1977), de Marguerite Duras

Para Lucrecia Arcos, escritora especializada en cine que ha asistido al festival lo mismo como espectadora que como parte de sus actividades –en esta edición conversará con la investigadora Satomi Miura y la curadora Andréa Picard sobre el cine de Duras y Tanaka–, el FICUNAM es uno de sus momentos favoritos del año: “Mezcla de manera muy puntual el espíritu teórico y crítico universitario con el espíritu del cine en su totalidad. Además, un festival dentro de la UNAM recibe con los brazos abiertos no sólo a estudiantes de todas sus facultades sino al público en general, y nos da la oportunidad de ver en salas de cine películas japonesas de los años cincuenta y sesenta o francesas de los sesenta y setenta”.

“Mezcla de manera muy puntual el espíritu teórico y crítico universitario con el espíritu del cine en su totalidad. Además recibe con los brazos abiertos no sólo a estudiantes de todas sus facultades sino al público en general.”

Dentro de la retrospectiva Destruir, dice. El cine de Marguerite Duras, uno de los puntos más destacados del festival, Arcos recomienda las cintas Baxter, Vera Baxter (1977) y El hombre atlántico (1981). “Me parece que la primera, de manera clásica, se diferencia de los otros filmes por el uso de espacios tanto exteriores como interiores y la puesta en escena de los personajes y sus relaciones; la música es un trabajo destacable. La segunda viene de un diálogo de otra película, Agatha y las lecturas ilimitadas. Me parecen buenas elecciones para ver en sala, aprovechando las copias restauradas”, explica la también poeta.

El poder de la imagen

En perspectiva, reflexiona Maximiliano Cruz, arriesgar con recursos limitados es posible. La clave es no limitar la apuesta a la programación: “En la pandemia, donde tantos contenidos estuvieron en streaming, me di cuenta de que no basta con programar buenas películas. Todo tiene que acompañarse mejor. Ha sido un reto para el equipo, porque implica esfuerzos económicos y de producción. La confianza en el poder de la imagen te permite tomar riesgos con cierto grado de seguridad. Un ejemplo es la retrospectiva de Albert Serra [Devoción impía]; fue un acierto la forma en que se comunicó, a través de una alianza con el Museo Tamayo, lo que seguramente atraerá a un público distinto”, confía el director artístico.

FICUNAM

Fotograma de Pacifiction (2022), de Albert Serra

“Es estimulante poner a dialogar las producciones contemporáneas con las retrospectivas, darte cuenta de que hace décadas ya existían ciertas inquietudes, en contextos y épocas distintas; el cine es un catalizador de todo eso.”

En el FICUNAM resuenan las problemáticas de la época. Cruz menciona, por ejemplo, la película de inauguración, Orlando, ma biographie politique (2023), de Paul B. Preciado, de amplia trayectoria en el pensamiento queer. Más allá del imaginario personal habla, a través de testimonios, de temas pertinentes como la identidad, el individuo y el acceso a los derechos. Es estimulante poner a dialogar las producciones contemporáneas con las retrospectivas, darte cuenta de que hace décadas ya existían ciertas inquietudes, en contextos y épocas distintas; el cine es un catalizador de todo eso”. 

De cara al futuro, Maximiliano Cruz considera que el festival es un espacio en donde las acciones de conocer, aprender y compartir son “semillas vitales” para garantizar su continuidad. Él considera al FICUNAM “un milagro” de la libertad, y reflexiona: “La figura del director legendario, que permanece en un festival por 15 o 20 años, ha sido muy común, aunque cada vez menos; en definitiva puede acarrear vicios. Me gusta más la idea de plantar semillas; si un día falta cualquiera de quienes lo vimos crecer, podemos confiar en que su espíritu se mantendrá sin dejar de expandirse. Los festivales te permiten eso: acceder a otros mundos”.

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Disney y guerra cultural

Primero parecía una broma: ante la diversidad cultural y cierto cambio en los estereotipos de género que comenzó a mostrar la industria fílmica en Estados Unidos, algunos protestaron. El escritor Arturo Pérez-Reverte se ofendió porque James Bond –en su última aventura– había caído en la trampa de lo “equilibrado y políticamente correcto”. ¿Cómo es posible que, en lugar de ser el que rescatara a la dama, ella lo llevara en su motocicleta? ¿Por qué, de repente, el personaje interpretado por Daniel Craig abría su corazón, aceptaba sus culpas y trataba de reconciliarse con su hija perdida?

Otro escándalo que cimbró los cimientos de un sector del público fue Lightyear, el spin-off de Toy Story. Para los que hayan seguido la polémica, en el filme se muestra una relación de pareja entre dos mujeres (con beso incluido). El fracaso comercial de la película fue interpretado por los defensores de la familia tradicional como un triunfo del público que decidió dar la espalda a un producto que promovía la llamada “ideología de género”. Por último, el live action de La Sirenita –en el que la protagonista es la actriz afroamericana Halle Bailey– siguió calentando las cosas: el complot de lo políticamente correcto había transformado a uno de los personajes icónicos del imaginario infantil. Adiós a la cabellera roja y los ojos claros de Ariel, la heroína. La lista de supuestos agravios, por supuesto, es mucho más larga y la batalla no ha hecho más que empezar. Disney es el villano favorito. Como suele suceder, este ruido de fondo impide ver lo que está atrás de la llamada “guerra cultural”, es decir, el conflicto entre diferentes valores y creencias.

En un artículo reciente publicado en la BBC la periodista Natalie Sherman describe muy bien lo que hay atrás de la guerra entre los defensores de lo “tradicional” –ahora convertidos en los nuevos rebeldes ante las empresas que quieren ideologizar a sus consumidores– y la cultura denominada –peyorativamente hablando– woke. Los primeros, angustiados por los cambios vertiginosos en una cultura que creían estable, y los segundos, ansiosos de cambiar las formas de representación monolíticas y estereotipadas que han dominado la narrativa occidental desde hace mucho. Atrás de esta disputa, como menciona Sherman, hay grupos de interés. En Estados Unidos, donde se ha polarizado más esta discusión, los políticos conservadores y asociaciones ligadas a la ultraderecha han tomado la defensa de la tradición como argumento de venta con sus seguidores y electores.

El malestar social por la desigualdad económica, entre otros problemas que se agravan, ha sido desplazado por un discurso que promueve una crisis civilizatoria –de valores– que amenaza la supervivencia y el estilo de vida de los ciudadanos. La búsqueda de chivos expiatorios ha sido una constante en la historia para desviar la atención de conflictos más graves. Sin embargo, como apunta Sherman, la diferencia en los años recientes es que un sector de la derecha política estadounidense apunta sus armas no contra ONGs o políticos de izquierda sino contra un grupo de empresas poderosas –Disney, entre ellas– porque, según su perspectiva, forman parte de una conjura contra el país. Las reivindicaciones por raza y género forman, en el imaginario conservador, un enemigo nebuloso llamado “ideología o cultura woke” que permea toda la sociedad de maneras abiertas, pero también sutiles.

Uno de los puntos que convenientemente se olvida es el uso de la raza y el género como productos de consumo masivo que no cuestionan, de fondo, el statu quo ni las políticas de la élite estadounidense y global. Sin una crítica a estos elementos, como lo advirtieron en su momento intelectuales y activistas como Angela Davis o bell hooks, la lucha por una sociedad más igualitaria entra en un espejismo y se vuelve estéril. En el fondo, retomando el artículo de Natalie Sherman, los grupos de poder –woke o antiwoke– siguen en una alianza que, por ejemplo, sabotea los intentos por cobrar más impuestos a la clase alta e, incluso, retrasan políticas de decrecimiento industrial y adaptación al cambio climático: los radicales de derecha niegan abiertamente la emergencia y las empresas tipo Disney –con la etiqueta de ser socialmente responsables– se entregan sin tapujos al llamado green washing, es decir, enarbolan la idea de la “sustentabilidad” sin atacar, en esencia, a la sociedad de consumo que les permite prosperar. Gatopardismo puro.

La polarización cultural y mediática en Estados Unidos y otros países es, en varios sentidos, una conjura que se aprovecha de lo erosión de lo común. Cada amenaza vendida en los medios, cada fenómeno viral que demoniza a un sector de la sociedad contribuye a que el ciudadano compre revanchas que le devuelvan la capacidad de actuar en un mundo que lo ha despojado de su destino. Uno de los casos más extremos –evidencia de cómo el conspiracionismo ha llegado a escenarios alucinantes– fue el famoso Pizzagate. El rumor, en pocas palabras, decía que algunos políticos demócratas como los Clinton y millonarios como George Soros estaban atrás de una red de pedófilos que usaban pizzerías para realizar sus crímenes. La teoría se difundió en sitios como Reddit en 2016 y vivió uno de sus puntos culminantes un año después, cuando Edgar Maddison Welch entró armado a una pizzería de Washington y disparó, sin que hubiera heridos o muertos. El hombre, como se pudo saber después, pensó que estaba haciendo lo correcto, pues muchos niños estaban en riesgo. Su convencimiento, más allá de cualquier prueba que confirmara su paranoia, fue suficiente para emprender una cruzada que terminó, a la postre, con una condena de cuatro años de cárcel.

La “conjura Disney” no sólo confirma un estado de alarma en el que cualquier idea es posible por absurda que parezca, también nos muestra que la fragmentación de lo común nos aleja de cualquier agenda social y la sustituye por enemigos que cambian de apariencia todos los días: personas transgénero, el regreso del comunismo soviético, gobiernos capaces de crear terremotos y huracanes como armas de guerra, chips en las vacunas, el plan para sustituir a la población blanca por migrantes o “gran reemplazo”. La civilización tribal que se está creando –enmascarada por la utopía comunitaria de Internet y las redes sociales– echa por la borda cualquier consenso y se nutre de fantasías que sólo evidencian nuestro desconocimiento del otro y de cómo funciona la sociedad global del siglo XXI. De esta manera, corporativos como Disney no son criticados por su poder económico o su tendencia a formar inmensos monopolios, sino por los efectos advertidos en su momento por Karl Marx: el mercado sin trabas altera la esencia de las relaciones sociales y las formas de vida que daban certidumbre a nuestros padres y abuelos. No las transforma para empoderar a las minorías y sustituir los viejos paradigmas, sino para crear nuevos consumidores.

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Disney y guerra cultural

Primero parecía una broma: ante la diversidad cultural y cierto cambio en los estereotipos de género que comenzó a mostrar la industria fílmica en Estados Unidos, algunos protestaron. El escritor Arturo Pérez-Reverte se ofendió porque James Bond –en su última aventura– había caído en la trampa de lo “equilibrado y políticamente correcto”. ¿Cómo es posible que, en lugar de ser el que rescatara a la dama, ella lo llevara en su motocicleta? ¿Por qué, de repente, el personaje interpretado por Daniel Craig abría su corazón, aceptaba sus culpas y trataba de reconciliarse con su hija perdida?

Otro escándalo que cimbró los cimientos de un sector del público fue Lightyear, el spin-off de Toy Story. Para los que hayan seguido la polémica, en el filme se muestra una relación de pareja entre dos mujeres (con beso incluido). El fracaso comercial de la película fue interpretado por los defensores de la familia tradicional como un triunfo del público que decidió dar la espalda a un producto que promovía la llamada “ideología de género”. Por último, el live action de La Sirenita –en el que la protagonista es la actriz afroamericana Halle Bailey– siguió calentando las cosas: el complot de lo políticamente correcto había transformado a uno de los personajes icónicos del imaginario infantil. Adiós a la cabellera roja y los ojos claros de Ariel, la heroína. La lista de supuestos agravios, por supuesto, es mucho más larga y la batalla no ha hecho más que empezar. Disney es el villano favorito. Como suele suceder, este ruido de fondo impide ver lo que está atrás de la llamada “guerra cultural”, es decir, el conflicto entre diferentes valores y creencias.

En un artículo reciente publicado en la BBC la periodista Natalie Sherman describe muy bien lo que hay atrás de la guerra entre los defensores de lo “tradicional” –ahora convertidos en los nuevos rebeldes ante las empresas que quieren ideologizar a sus consumidores– y la cultura denominada –peyorativamente hablando– woke. Los primeros, angustiados por los cambios vertiginosos en una cultura que creían estable, y los segundos, ansiosos de cambiar las formas de representación monolíticas y estereotipadas que han dominado la narrativa occidental desde hace mucho. Atrás de esta disputa, como menciona Sherman, hay grupos de interés. En Estados Unidos, donde se ha polarizado más esta discusión, los políticos conservadores y asociaciones ligadas a la ultraderecha han tomado la defensa de la tradición como argumento de venta con sus seguidores y electores.

El malestar social por la desigualdad económica, entre otros problemas que se agravan, ha sido desplazado por un discurso que promueve una crisis civilizatoria –de valores– que amenaza la supervivencia y el estilo de vida de los ciudadanos. La búsqueda de chivos expiatorios ha sido una constante en la historia para desviar la atención de conflictos más graves. Sin embargo, como apunta Sherman, la diferencia en los años recientes es que un sector de la derecha política estadounidense apunta sus armas no contra ONGs o políticos de izquierda sino contra un grupo de empresas poderosas –Disney, entre ellas– porque, según su perspectiva, forman parte de una conjura contra el país. Las reivindicaciones por raza y género forman, en el imaginario conservador, un enemigo nebuloso llamado “ideología o cultura woke” que permea toda la sociedad de maneras abiertas, pero también sutiles.

Uno de los puntos que convenientemente se olvida es el uso de la raza y el género como productos de consumo masivo que no cuestionan, de fondo, el statu quo ni las políticas de la élite estadounidense y global. Sin una crítica a estos elementos, como lo advirtieron en su momento intelectuales y activistas como Angela Davis o bell hooks, la lucha por una sociedad más igualitaria entra en un espejismo y se vuelve estéril. En el fondo, retomando el artículo de Natalie Sherman, los grupos de poder –woke o antiwoke– siguen en una alianza que, por ejemplo, sabotea los intentos por cobrar más impuestos a la clase alta e, incluso, retrasan políticas de decrecimiento industrial y adaptación al cambio climático: los radicales de derecha niegan abiertamente la emergencia y las empresas tipo Disney –con la etiqueta de ser socialmente responsables– se entregan sin tapujos al llamado green washing, es decir, enarbolan la idea de la “sustentabilidad” sin atacar, en esencia, a la sociedad de consumo que les permite prosperar. Gatopardismo puro.

La polarización cultural y mediática en Estados Unidos y otros países es, en varios sentidos, una conjura que se aprovecha de lo erosión de lo común. Cada amenaza vendida en los medios, cada fenómeno viral que demoniza a un sector de la sociedad contribuye a que el ciudadano compre revanchas que le devuelvan la capacidad de actuar en un mundo que lo ha despojado de su destino. Uno de los casos más extremos –evidencia de cómo el conspiracionismo ha llegado a escenarios alucinantes– fue el famoso Pizzagate. El rumor, en pocas palabras, decía que algunos políticos demócratas como los Clinton y millonarios como George Soros estaban atrás de una red de pedófilos que usaban pizzerías para realizar sus crímenes. La teoría se difundió en sitios como Reddit en 2016 y vivió uno de sus puntos culminantes un año después, cuando Edgar Maddison Welch entró armado a una pizzería de Washington y disparó, sin que hubiera heridos o muertos. El hombre, como se pudo saber después, pensó que estaba haciendo lo correcto, pues muchos niños estaban en riesgo. Su convencimiento, más allá de cualquier prueba que confirmara su paranoia, fue suficiente para emprender una cruzada que terminó, a la postre, con una condena de cuatro años de cárcel.

La “conjura Disney” no sólo confirma un estado de alarma en el que cualquier idea es posible por absurda que parezca, también nos muestra que la fragmentación de lo común nos aleja de cualquier agenda social y la sustituye por enemigos que cambian de apariencia todos los días: personas transgénero, el regreso del comunismo soviético, gobiernos capaces de crear terremotos y huracanes como armas de guerra, chips en las vacunas, el plan para sustituir a la población blanca por migrantes o “gran reemplazo”. La civilización tribal que se está creando –enmascarada por la utopía comunitaria de Internet y las redes sociales– echa por la borda cualquier consenso y se nutre de fantasías que sólo evidencian nuestro desconocimiento del otro y de cómo funciona la sociedad global del siglo XXI. De esta manera, corporativos como Disney no son criticados por su poder económico o su tendencia a formar inmensos monopolios, sino por los efectos advertidos en su momento por Karl Marx: el mercado sin trabas altera la esencia de las relaciones sociales y las formas de vida que daban certidumbre a nuestros padres y abuelos. No las transforma para empoderar a las minorías y sustituir los viejos paradigmas, sino para crear nuevos consumidores.

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lunes, 29 de mayo de 2023

Un Drake falso (que ya era falso)

La proliferación de modelos de IA durante el último año parecería (a ojos incautos) darle la razón a los más tecnooptimistas: en un año hemos pasado de los brochazos gordos de Dall-e a cortometrajes o avances cinematográficos hechos completamente con inteligencia artificial. Hemos visto el surgimiento del ChatGPT y otros recursos de escritura. También se han popularizado las canciones elaboradas enteramente por estos recursos, a partir de bases de datos de canciones preexistentes.

Es de llamar la atención que se haya adherido con tanta facilidad la palabra “inteligencia” a facultades exclusivamente procedimentales, como reunir datos para detectar patrones, predecir eventos y responder a ellos, que aplican estos programas. Como si esas facultades contuvieran todas las capacidades intelectuales. Lo curioso es que nadie parece ponerse de acuerdo en la definición de inteligencia. Hay tantas acepciones contrapuestas que debería contemplarse la posibilidad de que su uso, ulteriormente, no tenga mucho sentido (especialmente seguida de ese adjetivo: ¿no es todo lo artificial, de inicio, obra de la inteligencia?, ¿no es toda inteligencia artificial?). Alfred Binet, uno de los dos autores de la primera prueba estandarizada para medir el coeficiente intelectual, que se popularizó a inicios del siglo pasado, se enfrentó tempranamente al problema de su definición. De acuerdo con una anécdota, cuando alguien le preguntó cuál era la manera más sucinta de definir la inteligencia, respondió: “Es aquello que mide mi test”.

El caso es que estos modelos (mentes de homúnculo, podría decirse) han sido el agente detrás de incontables canciones sintéticas, casi todas variaciones de obras preexistentes. Algunas de estas versiones han sido más convincentes que otras (Freddie Mercury canta “Thriller”, en un ejemplo de lo segundo). Más que de variaciones podríamos hablar de permutaciones: el trazo de canciones previas se lleva a los timbres de otras voces e instrumentos, siempre que estemos lo bastante familiarizados con ellos. Estas “inteligencias”, a través de sus esquemas, han revelado limitaciones de quienes las crean y de su público: pocas veces se utilizan para crear música que se desvíe de lo conocido o que (sería tal vez lo más deseable) logre alejarse de lo concebible o realizable por manos humanas. En vez de eso se le entrena para imitarnos, como un french poodle que camina en dos patas.

De entre estas, tal vez la canción que ha logrado mayor respuesta del público ha sido “Heart On My Sleeve”, una colaboración apócrifa de Drake y The Weeknd, creada por un personaje anónimo: Ghostwriter977. Desde su aparición inicial en plataformas de escucha se diseminó hacia TikTok, donde acumuló en poco tiempo cientos de miles de escuchas. Su éxito, en niveles que ya deben medirse con los mismos parámetros que cualquier canción pop que encontramos en los primeros lugares de popularidad, puede tener varias razones evidentes: el sample de piano es indeleble y contrapone un fondo de banda sonora de horror ochentero a dos artistas que parecerían llevarlo consigo todo el tiempo en su voz, su imagen y sus gestos públicos. Además de ser pegadiza, funciona como un comentario certero de estos intérpretes y sus personajes: una de las líneas cantadas con la voz de Drake hace alusión a arrojar a la acequia a mujeres que no le atraen, algo que no requiere esfuerzo alguno para confundirse con un verso auténtico suyo. Tampoco hace daño que se haya incluido el crédito apócrifo, como productor, de Metro Boomin, el arquitecto de mayor presencia mediática y comercial en el ámbito del trap.

Pero el motivo más claro tal vez sea la fidelidad de la imitación. Al escucharla parece que tanto Drake como The Weeknd han conseguido dar con un mejor resultado que el de sus últimos años y que, extrañamente, suenan más como ellos mismos. Cuando se dice que algo parece hecho con inteligencia artificial es frecuentemente en sentido peyorativo: se dice de algo que intenta imitar lo humano y fracasa. Las razones de su fracaso le vuelven grotesco, algo cercano a una caricatura. La imitación de Drake y Weeknd suena menos monstruosa, en parte, porque sus voces son aparentemente fáciles de emular por medio de los modelos actuales. Y esto es porque ambos artistas ya eran en parte, desde antes, una especie de caricatura. Abel Tesfaye, la persona detrás de The Weeknd, inició su proyecto como una interesante sátira o una deformación deliberada del R&B vigente hace una década y media. Luego se estableció en un personaje en el que queda poca traza de la distancia crítica respecto a sus influencias, que terminaron por engullirlo. Por el contrario, Drake (su presencia pública y su obra) siempre ha sido más un resultado del cálculo en los escritorios de productores: un croquis tosco, comparado con sus predecesores y sus pares más auténticos.

Que el mayor hit (hasta ahora) hecho enteramente por una IA haya sido atribuido a dos de los nombres más ubicuos en Spotify desde hace al menos diez años es también una muestra de lo que se decía hace unas líneas, la limitadísima imaginación que tienen las expectativas acerca de estas tecnologías, al menos entre sectores amplios del mercado. Hasta ahora Ghostwriter977 ha encuadrado la creación y el éxito de “Heart On My Sleeve” como una historia de venganza: reveló que durante años fue un autor fantasma (como lo indica su seudónimo) que colaboró en canciones que resultaron muy lucrativas, a cambio de un pago miserable. “El futuro está aquí”, dijo, en una alusión al cambio de reglas en el mercado de la música. Hasta ahora, en efecto, quienes han elevado las voces más estridentes en contra del uso de las IA en la música han sido las discográficas trasnacionales, la RIAA y organizaciones similares, que son las mayores custodias de los derechos de explotación de las grabaciones.

Cuando se lanzó esta canción muchas personas la tomaron por una obra auténtica de los dos cantantes. Ghostwriter977 publicó un tweet que hacía referencia a ella como un nuevo “momento Napster”, en referencia a los años de auge de esa plataforma, cuando circulaban canciones atribuidas a nombres que vendían millones o eran reverenciados por un público amplio, pero que en realidad eran de la autoría de bandas o artistas mucho menos célebres. Pero hay una diferencia cuando lo apócrifo proviene de seres de carne y hueso y cuando se trata de una obra sintética: en el primer caso se está borrando a las o los autores, sustituyendo su nombre por uno más conocido. En el segundo no queda tan claro qué es lo que se invisibiliza.

La noción de autoría ha sido muy disputada en años recientes en el ámbito de la música, al grado de que es el que ha llevado a un público más amplio los planteamientos sobre su naturaleza (e incluso, el de la muerte del autor). Las IA han enrarecido más la cuestión, si esto era posible. Como siempre pasa, el aparato jurídico se va a desplegar mucho después de la popularización de estas herramientas. Lo más probable es que llegue cuando ya no se le necesite, porque unas nuevas herramientas desplazaron a las anteriores y plantearon nuevas preguntas. Así que a quienes estamos fuera del ámbito jurídico nos toca plantear las preguntas necesarias: ¿esas obras son de la persona que usa el software que las crea, de aquellas personas (a veces innumerables) que nutren las bases de datos de las cuales se echa mano (las y los artistas que son su referencia) o de una entidad sintética?

El problema, como en tantos otros ámbitos, es que las personas y empresas que más presionarán en la elaboración de leyes en esta materia son quienes tienen mayor poder económico. El caso de la legislación de propiedad intelectual vigente es el de instrumentos que facilitan la acumulación de capital para aquellas personas (individuales o colectivas) que más lo poseen, en vez de proteger, por ejemplo en este caso, a autoras y autores de obras que pudieran ser objeto de explotación por parte de trasnacionales. No cabe esperar que ahora sea distinto.

En los años recientes Spotify ha inflado el volumen de su música disponible por medio de creaciones hechas con IA, muchas veces música autogenerada que se arroja como en un manantial. De hecho muchas de estas incluso son atribuidas a decenas de nombres y títulos distintos, aunque sean exactamente la misma obra. Con esto la corporación ha logrado bajar incluso más los pagos exiguos para la mayoría de los músicos, además de presentarse como una plataforma más amplia de lo que en realidad es.

A pesar de lo que supone el aumento en la intensidad de la explotación de los músicos de carne y hueso, puede que esto sea un asunto menor comparado con otros entornos. Se discute profusamente la utilización de las IA en la escritura, la música y las artes visuales, pero quienes más beneficios obtienen de ellas las aplican de formas más pragmáticas. Destacadamente en la esfera militar. Podría pensarse que una herramienta para crear canciones sin que intervengan manos humanas (más que aquellas que le dan las instrucciones) no podría servir de mucho en la milicia, pero desgraciadamente, al contrario que en los ejemplos anteriores, cuando se trata de doblegar oponentes en luchas territoriales, políticas o económicas no falta la imaginación.

El año pasado se anunció que Daniel Ek, fundador, cabeza corporativa y accionista de Spotify, había invertido cien millones de euros en una empresa que desarrolla tecnología militar. La noticia resultó en principio confusa, para una parte del público. La relación entre las plataformas de escucha y la industria del armamento parecería discordante, pero puede darse de varias formas, empezando por la cascada de datos que arrojan las personas que la usan y siguiendo, acaso, con las posibilidades que ofrece la representación de personajes. Ahora mismo las vías por las que inteligencias artificiales capaces de crear canciones serán de utilidad militar tal vez nos resulten imposibles de imaginar (así como, provisionalmente, a sus mismos dueños). Lo cierto es que apenas hemos visto el comienzo. Hace unos años nos quedamos absortos ante un robot de Boston Dynamics que bailaba como un perrito. Hoy lo vemos disparando en entrenamientos para hacer operativos contra migrantes, lo que aclaró mucho las cosas. Puede que un Drake artificial sea la cara de próximos operativos militares, de forma figurativa o no.

La entrada Un Drake falso (que ya era falso) se publicó primero en La Tempestad.



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Un Drake falso (que ya era falso)

La proliferación de modelos de IA durante el último año parecería (a ojos incautos) darle la razón a los más tecnooptimistas: en un año hemos pasado de los brochazos gordos de Dall-e a cortometrajes o avances cinematográficos hechos completamente con inteligencia artificial. Hemos visto el surgimiento del ChatGPT y otros recursos de escritura. También se han popularizado las canciones elaboradas enteramente por estos recursos, a partir de bases de datos de canciones preexistentes.

Es de llamar la atención que se haya adherido con tanta facilidad la palabra “inteligencia” a facultades exclusivamente procedimentales, como reunir datos para detectar patrones, predecir eventos y responder a ellos, que aplican estos programas. Como si esas facultades contuvieran todas las capacidades intelectuales. Lo curioso es que nadie parece ponerse de acuerdo en la definición de inteligencia. Hay tantas acepciones contrapuestas que debería contemplarse la posibilidad de que su uso, ulteriormente, no tenga mucho sentido (especialmente seguida de ese adjetivo: ¿no es todo lo artificial, de inicio, obra de la inteligencia?, ¿no es toda inteligencia artificial?). Alfred Binet, uno de los dos autores de la primera prueba estandarizada para medir el coeficiente intelectual, que se popularizó a inicios del siglo pasado, se enfrentó tempranamente al problema de su definición. De acuerdo con una anécdota, cuando alguien le preguntó cuál era la manera más sucinta de definir la inteligencia, respondió: “Es aquello que mide mi test”.

El caso es que estos modelos (mentes de homúnculo, podría decirse) han sido el agente detrás de incontables canciones sintéticas, casi todas variaciones de obras preexistentes. Algunas de estas versiones han sido más convincentes que otras (Freddie Mercury canta “Thriller”, en un ejemplo de lo segundo). Más que de variaciones podríamos hablar de permutaciones: el trazo de canciones previas se lleva a los timbres de otras voces e instrumentos, siempre que estemos lo bastante familiarizados con ellos. Estas “inteligencias”, a través de sus esquemas, han revelado limitaciones de quienes las crean y de su público: pocas veces se utilizan para crear música que se desvíe de lo conocido o que (sería tal vez lo más deseable) logre alejarse de lo concebible o realizable por manos humanas. En vez de eso se le entrena para imitarnos, como un french poodle que camina en dos patas.

De entre estas, tal vez la canción que ha logrado mayor respuesta del público ha sido “Heart On My Sleeve”, una colaboración apócrifa de Drake y The Weeknd, creada por un personaje anónimo: Ghostwriter977. Desde su aparición inicial en plataformas de escucha se diseminó hacia TikTok, donde acumuló en poco tiempo cientos de miles de escuchas. Su éxito, en niveles que ya deben medirse con los mismos parámetros que cualquier canción pop que encontramos en los primeros lugares de popularidad, puede tener varias razones evidentes: el sample de piano es indeleble y contrapone un fondo de banda sonora de horror ochentero a dos artistas que parecerían llevarlo consigo todo el tiempo en su voz, su imagen y sus gestos públicos. Además de ser pegadiza, funciona como un comentario certero de estos intérpretes y sus personajes: una de las líneas cantadas con la voz de Drake hace alusión a arrojar a la acequia a mujeres que no le atraen, algo que no requiere esfuerzo alguno para confundirse con un verso auténtico suyo. Tampoco hace daño que se haya incluido el crédito apócrifo, como productor, de Metro Boomin, el arquitecto de mayor presencia mediática y comercial en el ámbito del trap.

Pero el motivo más claro tal vez sea la fidelidad de la imitación. Al escucharla parece que tanto Drake como The Weeknd han conseguido dar con un mejor resultado que el de sus últimos años y que, extrañamente, suenan más como ellos mismos. Cuando se dice que algo parece hecho con inteligencia artificial es frecuentemente en sentido peyorativo: se dice de algo que intenta imitar lo humano y fracasa. Las razones de su fracaso le vuelven grotesco, algo cercano a una caricatura. La imitación de Drake y Weeknd suena menos monstruosa, en parte, porque sus voces son aparentemente fáciles de emular por medio de los modelos actuales. Y esto es porque ambos artistas ya eran en parte, desde antes, una especie de caricatura. Abel Tesfaye, la persona detrás de The Weeknd, inició su proyecto como una interesante sátira o una deformación deliberada del R&B vigente hace una década y media. Luego se estableció en un personaje en el que queda poca traza de la distancia crítica respecto a sus influencias, que terminaron por engullirlo. Por el contrario, Drake (su presencia pública y su obra) siempre ha sido más un resultado del cálculo en los escritorios de productores: un croquis tosco, comparado con sus predecesores y sus pares más auténticos.

Que el mayor hit (hasta ahora) hecho enteramente por una IA haya sido atribuido a dos de los nombres más ubicuos en Spotify desde hace al menos diez años es también una muestra de lo que se decía hace unas líneas, la limitadísima imaginación que tienen las expectativas acerca de estas tecnologías, al menos entre sectores amplios del mercado. Hasta ahora Ghostwriter977 ha encuadrado la creación y el éxito de “Heart On My Sleeve” como una historia de venganza: reveló que durante años fue un autor fantasma (como lo indica su seudónimo) que colaboró en canciones que resultaron muy lucrativas, a cambio de un pago miserable. “El futuro está aquí”, dijo, en una alusión al cambio de reglas en el mercado de la música. Hasta ahora, en efecto, quienes han elevado las voces más estridentes en contra del uso de las IA en la música han sido las discográficas trasnacionales, la RIAA y organizaciones similares, que son las mayores custodias de los derechos de explotación de las grabaciones.

Cuando se lanzó esta canción muchas personas la tomaron por una obra auténtica de los dos cantantes. Ghostwriter977 publicó un tweet que hacía referencia a ella como un nuevo “momento Napster”, en referencia a los años de auge de esa plataforma, cuando circulaban canciones atribuidas a nombres que vendían millones o eran reverenciados por un público amplio, pero que en realidad eran de la autoría de bandas o artistas mucho menos célebres. Pero hay una diferencia cuando lo apócrifo proviene de seres de carne y hueso y cuando se trata de una obra sintética: en el primer caso se está borrando a las o los autores, sustituyendo su nombre por uno más conocido. En el segundo no queda tan claro qué es lo que se invisibiliza.

La noción de autoría ha sido muy disputada en años recientes en el ámbito de la música, al grado de que es el que ha llevado a un público más amplio los planteamientos sobre su naturaleza (e incluso, el de la muerte del autor). Las IA han enrarecido más la cuestión, si esto era posible. Como siempre pasa, el aparato jurídico se va a desplegar mucho después de la popularización de estas herramientas. Lo más probable es que llegue cuando ya no se le necesite, porque unas nuevas herramientas desplazaron a las anteriores y plantearon nuevas preguntas. Así que a quienes estamos fuera del ámbito jurídico nos toca plantear las preguntas necesarias: ¿esas obras son de la persona que usa el software que las crea, de aquellas personas (a veces innumerables) que nutren las bases de datos de las cuales se echa mano (las y los artistas que son su referencia) o de una entidad sintética?

El problema, como en tantos otros ámbitos, es que las personas y empresas que más presionarán en la elaboración de leyes en esta materia son quienes tienen mayor poder económico. El caso de la legislación de propiedad intelectual vigente es el de instrumentos que facilitan la acumulación de capital para aquellas personas (individuales o colectivas) que más lo poseen, en vez de proteger, por ejemplo en este caso, a autoras y autores de obras que pudieran ser objeto de explotación por parte de trasnacionales. No cabe esperar que ahora sea distinto.

En los años recientes Spotify ha inflado el volumen de su música disponible por medio de creaciones hechas con IA, muchas veces música autogenerada que se arroja como en un manantial. De hecho muchas de estas incluso son atribuidas a decenas de nombres y títulos distintos, aunque sean exactamente la misma obra. Con esto la corporación ha logrado bajar incluso más los pagos exiguos para la mayoría de los músicos, además de presentarse como una plataforma más amplia de lo que en realidad es.

A pesar de lo que supone el aumento en la intensidad de la explotación de los músicos de carne y hueso, puede que esto sea un asunto menor comparado con otros entornos. Se discute profusamente la utilización de las IA en la escritura, la música y las artes visuales, pero quienes más beneficios obtienen de ellas las aplican de formas más pragmáticas. Destacadamente en la esfera militar. Podría pensarse que una herramienta para crear canciones sin que intervengan manos humanas (más que aquellas que le dan las instrucciones) no podría servir de mucho en la milicia, pero desgraciadamente, al contrario que en los ejemplos anteriores, cuando se trata de doblegar oponentes en luchas territoriales, políticas o económicas no falta la imaginación.

El año pasado se anunció que Daniel Ek, fundador, cabeza corporativa y accionista de Spotify, había invertido cien millones de euros en una empresa que desarrolla tecnología militar. La noticia resultó en principio confusa, para una parte del público. La relación entre las plataformas de escucha y la industria del armamento parecería discordante, pero puede darse de varias formas, empezando por la cascada de datos que arrojan las personas que la usan y siguiendo, acaso, con las posibilidades que ofrece la representación de personajes. Ahora mismo las vías por las que inteligencias artificiales capaces de crear canciones serán de utilidad militar tal vez nos resulten imposibles de imaginar (así como, provisionalmente, a sus mismos dueños). Lo cierto es que apenas hemos visto el comienzo. Hace unos años nos quedamos absortos ante un robot de Boston Dynamics que bailaba como un perrito. Hoy lo vemos disparando en entrenamientos para hacer operativos contra migrantes, lo que aclaró mucho las cosas. Puede que un Drake artificial sea la cara de próximos operativos militares, de forma figurativa o no.

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martes, 23 de mayo de 2023

¿Qué es el arte queer mexicano?

Con grandes exposiciones en instituciones importantes, hoy la Ciudad de México está llena de arte LGBTQ+. Las personas queer ya no piden sobras: se dan un festín. Esta proliferación permite un mayor discernimiento de los distintos estilos de arte sexodisidente. Mientras el Museo de Arte Moderno exhibe Imaginaciones radicales –una selección de su acervo–, el Centro de la Imagen presenta Positivo negativo –fotografías relacionadas con la crisis del VIH/sida de los años ochenta y noventa.

Imaginaciones radicales. Una lectura disidente de la Colección MAM es una invitación amistosa a que los espectadores conozcan artistas queer mexicanos. Dispuesta alrededor del atrio central del museo, la exhibición recorre la historia del arte de México desde esta perspectiva, del tristemente célebre Baile de los 41 a las luchas contemporáneas. Y enuncia una política de inclusión liberal, con las personas LGBTQ+ como miembros de pleno derecho del pueblo mexicano y la comunidad humana.

Compuesto predominantemente por retratos, Imaginaciones radicales presenta a los visitantes del museo caras amables de personas LGBTQ+, como el Autorretrato con Concha (2017), de Juanjo Sáinz. Textos educativos enseñan términos como “identidad sexual” y “orientación de género”. Muchas de las obras se apropian de tropos familiares del nacionalismo mexicano, como las imágenes de la serie Cantos xenobinarixs (2022), de Lechedevirgen Trimegisto. Me sorprendió, sin embargo, que incluyera pocas obras de arte activista sobre el VIH/sida. Afortunadamente el Centro de la Imagen ofrece otra perspectiva.

queer

Juanjo Sáinz, Autorretrato con Concha (2017)

Curada por César González-Aguirre, Positivo negativo. Adherencias culturales en la lucha contra el sida en México, 1978-2022 plantea una política más enfocada, más militante. La exposición se centra en un tema específico: la lucha contra el VIH. El tema es en verdad urgente, pues México cuenta con la tasa de mortalidad por sida más alta en los últimos 20 años.

Fotos como Signo de interrogación (1994), de Yolanda Andrade, así como carteles de conciertos de rock de Movimiento Abrazo, revelan la historia olvidada de un furioso anarquismo queer que no buscó una cortés tolerancia, sino que atacó ferozmente la insensibilidad de la sociedad frente al sida. Otras imágenes, como ¡Oh, santa bandera! (1996), de Nahum B. Zenil, se burlan abiertamente del Estado con una sensibilidad camp. La sala dedicada al “Erotismo informado” exhibe piezas que muestran cómo la pornografía y la promiscuidad son prácticas políticas de apoyo mutuo y solidaridad.

queer

Nahum B. Zenil, ¡Oh, santa bandera! (A Enrique Guzmán) (detalle, 1996)

Hay en la Ciudad de México otras exposiciones LBGTQ+. Por ejemplo My Famous Age de Ñoño Nogales, en el Centro Cultural Xavier Villaurrutia. La Casa de la Primera Imprenta de América, por su parte, presenta Voces disidentes. Ficciones, corporalidades y visualidades, una selección de arte trans y no binario. Me encantó esta última exhibición, especialmente por su énfasis en el arte de los cómics, por ejemplo Las mugres travestis (2022-2023) de La Sebas, con un uso evocador del lápiz, el cartón y el vacío.

De forma conjunta, estas exhibiciones ejemplifican cómo el arte queer mexicano le está diciendo al mundo que, dentro del movimiento LGBTQ+, el arte y la política no operan con binarismos sino en espectros. En una forma queer no existen dicotomías fáciles entre liberal y radical, positivo y negativo, la lucha por la aceptación y la lucha contra el VIH/sida.

A.W. Strouse es autor de Form and Foreskin: Medieval Narratives of Circumcision (Fordham University Press) y Gender Trouble Couplets (Punctum). Actualmente escribe un libro sobre la historia LBGTQ+ de la Ciudad de México.

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¿Qué es el arte queer mexicano?

Con grandes exposiciones en instituciones importantes, hoy la Ciudad de México está llena de arte LGBTQ+. Las personas queer ya no piden sobras: se dan un festín. Esta proliferación permite un mayor discernimiento de los distintos estilos de arte sexodisidente. Mientras el Museo de Arte Moderno exhibe Imaginaciones radicales –una selección de su acervo–, el Centro de la Imagen presenta Positivo negativo –fotografías relacionadas con la crisis del VIH/sida de los años ochenta y noventa.

Imaginaciones radicales. Una lectura disidente de la Colección MAM es una invitación amistosa a que los espectadores conozcan artistas queer mexicanos. Dispuesta alrededor del atrio central del museo, la exhibición recorre la historia del arte de México desde esta perspectiva, del tristemente célebre Baile de los 41 a las luchas contemporáneas. Y enuncia una política de inclusión liberal, con las personas LGBTQ+ como miembros de pleno derecho del pueblo mexicano y la comunidad humana.

Compuesto predominantemente por retratos, Imaginaciones radicales presenta a los visitantes del museo caras amables de personas LGBTQ+, como el Autorretrato con Concha (2017), de Juanjo Sáinz. Textos educativos enseñan términos como “identidad sexual” y “orientación de género”. Muchas de las obras se apropian de tropos familiares del nacionalismo mexicano, como las imágenes de la serie Cantos xenobinarixs (2022), de Lechedevirgen Trimegisto. Me sorprendió, sin embargo, que incluyera pocas obras de arte activista sobre el VIH/sida. Afortunadamente el Centro de la Imagen ofrece otra perspectiva.

queer

Juanjo Sáinz, Autorretrato con Concha (2017)

Curada por César González-Aguirre, Positivo negativo. Adherencias culturales en la lucha contra el sida en México, 1978-2022 plantea una política más enfocada, más militante. La exposición se centra en un tema específico: la lucha contra el VIH. El tema es en verdad urgente, pues México cuenta con la tasa de mortalidad por sida más alta en los últimos 20 años.

Fotos como Signo de interrogación (1994), de Yolanda Andrade, así como carteles de conciertos de rock de Movimiento Abrazo, revelan la historia olvidada de un furioso anarquismo queer que no buscó una cortés tolerancia, sino que atacó ferozmente la insensibilidad de la sociedad frente al sida. Otras imágenes, como ¡Oh, santa bandera! (1996), de Nahum B. Zenil, se burlan abiertamente del Estado con una sensibilidad camp. La sala dedicada al “Erotismo informado” exhibe piezas que muestran cómo la pornografía y la promiscuidad son prácticas políticas de apoyo mutuo y solidaridad.

queer

Nahum B. Zenil, ¡Oh, santa bandera! (A Enrique Guzmán) (detalle, 1996)

Hay en la Ciudad de México otras exposiciones LBGTQ+. Por ejemplo My Famous Age de Ñoño Nogales, en el Centro Cultural Xavier Villaurrutia. La Casa de la Primera Imprenta de América, por su parte, presenta Voces disidentes. Ficciones, corporalidades y visualidades, una selección de arte trans y no binario. Me encantó esta última exhibición, especialmente por su énfasis en el arte de los cómics, por ejemplo Las mugres travestis (2022-2023) de La Sebas, con un uso evocador del lápiz, el cartón y el vacío.

De forma conjunta, estas exhibiciones ejemplifican cómo el arte queer mexicano le está diciendo al mundo que, dentro del movimiento LGBTQ+, el arte y la política no operan con binarismos sino en espectros. En una forma queer no existen dicotomías fáciles entre liberal y radical, positivo y negativo, la lucha por la aceptación y la lucha contra el VIH/sida.

A.W. Strouse es autor de Form and Foreskin: Medieval Narratives of Circumcision (Fordham University Press) y Gender Trouble Couplets (Punctum). Actualmente escribe un libro sobre la historia LBGTQ+ de la Ciudad de México.

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jueves, 18 de mayo de 2023

Ocho piezas de Mexico Design Fair

La tercera edición de Mexico Design Fair (MDF) comienza el 19 de mayo en Puerto Escondido, Oaxaca. Curada por Carlos Torre Hütt, la exposición principal en Casa Naila se propone contrastar nuevas propuestas de diseño contemporáneo desde el concepto de materialidad. Seleccionamos ocho piezas destacadas de la muestra, objetos de diseño que podrán verse con las aguas del Pacífico como fondo.

 

Mesa Cebra

Diseñada por Pedro Friedeberg, la mesa Cebra retoma la estética surrealista presente en la obra del autor (donde los animales salvajes son protagonistas recurrentes) para trasladar el espíritu y las características físicas de este cuadrúpedo de la sabana a un espacio habitable, a través de un objeto utilitario.

Mexico Design Fair

Banca Tiki

La colección Faces de Édgar Orlaineta está inspirada en juguetes y otros pequeños objetos infantiles, que brindan funcionalidad sin renunciar a la diversión como atributo. En Mexico Design Fair el diseñador presenta una nueva versión de la banca Tiki, hecha totalmente de acero en acabado tropicalizado.

Colección Hexa

Estos muebles funcionan tanto en interiores como en exteriores: una mesa de centro, una mesa lateral y una consola, firmadas por Carlos Torre Hütt, que acentúa procesos artesanales e industriales en su elaboración. Los primeros son notorios en las superficies, realizadas con mosaicos hexagonales de cerámica tradicional, mientras los procesos industriales se usaron en todos los dobleces de la lámina metálica. 

Mexico Design Fair

Mitades, de la serie Open Fires

Las piezas de barro fueron moldeadas a mano por Mujeres de la Tierra, una familia de artesanas de Tlapazola, Oaxaca, que resguarda las técnicas tradicionales. Esta colección es resultado de las exploraciones más recientes de Liliana Ovalle y el Colectivo 1050° en torno a las técnicas de cocción utilizadas en la cerámica vernácula del estado. Las piezas pasaron por dos procesos de cocción diferentes; el primero se hizo a fuego abierto para endurecer y estabilizar las piezas, mientras que en el segundo Ovalle trabajó de cerca con los artesanos creando diferentes configuraciones de fuegos contenidos para obtener el efecto de ennegrecimiento.

Silla Arrullo

Una de las versiones más contemporáneas de esta silla, diseñada a finales de los años sesenta por Óscar Hagerman, se presenta con asiento de tejido de tule y respaldo de tramado textil en color menta. Esta silla popular ha ido evolucionando para convertirse un asiento ergonómicamente perfecto; hoy en día existen más de 60 modelos.

Mexico Design Fair

Locked Down y Tangled Up

La búsqueda de expandir su producción creativa llevó al tatuador brasileño Aka Pasqual a elaborar esta serie de dos tapetes en colaboración con Odabashian. Las piezas muestran estampados de alto contraste, con diseños de patrones simétricos que se mezclan con elementos propios de los estilos tradicionales de tatuaje americano y británico, como cuchillos, serpientes y corazones. Pasqual ha querido incorporar la irreverencia del tattoo art al arte de crear alfombras con diseños tradicionalmente armoniosos y simétricos. Los tapetes están fabricados en lana con base de algodón y detalles en viscosa, y nudo tibetano.

Tangled Up

Colección Porset

Para la Colección Porset, que incluye una silla, un sillón, un camastro y un sillón lounge, Mexa trabajó con el Archivo Porset de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). La idea era reproducir una colección de asientos originalmente diseñados a finales de la década de los cincuenta. Para Mexico Design Fair la marca introduce la cuarta pieza de la colección como novedad.

Clara Porset

Sillón Colibrí

Fabricado en madera, con asiento de tejido vegetal y respaldo textil en color crema, esta nueva versión del sillón diseñado por Óscar Hagerman a principios de los noventa, concebido para el descanso, da muestra del ideal que el arquitecto defiende por procurar la armonía entre las personas y su entorno.

Mexico Design Fair

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