Primero parecía una broma: ante la diversidad cultural y cierto cambio en los estereotipos de género que comenzó a mostrar la industria fílmica en Estados Unidos, algunos protestaron. El escritor Arturo Pérez-Reverte se ofendió porque James Bond –en su última aventura– había caído en la trampa de lo “equilibrado y políticamente correcto”. ¿Cómo es posible que, en lugar de ser el que rescatara a la dama, ella lo llevara en su motocicleta? ¿Por qué, de repente, el personaje interpretado por Daniel Craig abría su corazón, aceptaba sus culpas y trataba de reconciliarse con su hija perdida?
Otro escándalo que cimbró los cimientos de un sector del público fue Lightyear, el spin-off de Toy Story. Para los que hayan seguido la polémica, en el filme se muestra una relación de pareja entre dos mujeres (con beso incluido). El fracaso comercial de la película fue interpretado por los defensores de la familia tradicional como un triunfo del público que decidió dar la espalda a un producto que promovía la llamada “ideología de género”. Por último, el live action de La Sirenita –en el que la protagonista es la actriz afroamericana Halle Bailey– siguió calentando las cosas: el complot de lo políticamente correcto había transformado a uno de los personajes icónicos del imaginario infantil. Adiós a la cabellera roja y los ojos claros de Ariel, la heroína. La lista de supuestos agravios, por supuesto, es mucho más larga y la batalla no ha hecho más que empezar. Disney es el villano favorito. Como suele suceder, este ruido de fondo impide ver lo que está atrás de la llamada “guerra cultural”, es decir, el conflicto entre diferentes valores y creencias.
En un artículo reciente publicado en la BBC la periodista Natalie Sherman describe muy bien lo que hay atrás de la guerra entre los defensores de lo “tradicional” –ahora convertidos en los nuevos rebeldes ante las empresas que quieren ideologizar a sus consumidores– y la cultura denominada –peyorativamente hablando– woke. Los primeros, angustiados por los cambios vertiginosos en una cultura que creían estable, y los segundos, ansiosos de cambiar las formas de representación monolíticas y estereotipadas que han dominado la narrativa occidental desde hace mucho. Atrás de esta disputa, como menciona Sherman, hay grupos de interés. En Estados Unidos, donde se ha polarizado más esta discusión, los políticos conservadores y asociaciones ligadas a la ultraderecha han tomado la defensa de la tradición como argumento de venta con sus seguidores y electores.
El malestar social por la desigualdad económica, entre otros problemas que se agravan, ha sido desplazado por un discurso que promueve una crisis civilizatoria –de valores– que amenaza la supervivencia y el estilo de vida de los ciudadanos. La búsqueda de chivos expiatorios ha sido una constante en la historia para desviar la atención de conflictos más graves. Sin embargo, como apunta Sherman, la diferencia en los años recientes es que un sector de la derecha política estadounidense apunta sus armas no contra ONGs o políticos de izquierda sino contra un grupo de empresas poderosas –Disney, entre ellas– porque, según su perspectiva, forman parte de una conjura contra el país. Las reivindicaciones por raza y género forman, en el imaginario conservador, un enemigo nebuloso llamado “ideología o cultura woke” que permea toda la sociedad de maneras abiertas, pero también sutiles.
Uno de los puntos que convenientemente se olvida es el uso de la raza y el género como productos de consumo masivo que no cuestionan, de fondo, el statu quo ni las políticas de la élite estadounidense y global. Sin una crítica a estos elementos, como lo advirtieron en su momento intelectuales y activistas como Angela Davis o bell hooks, la lucha por una sociedad más igualitaria entra en un espejismo y se vuelve estéril. En el fondo, retomando el artículo de Natalie Sherman, los grupos de poder –woke o antiwoke– siguen en una alianza que, por ejemplo, sabotea los intentos por cobrar más impuestos a la clase alta e, incluso, retrasan políticas de decrecimiento industrial y adaptación al cambio climático: los radicales de derecha niegan abiertamente la emergencia y las empresas tipo Disney –con la etiqueta de ser socialmente responsables– se entregan sin tapujos al llamado green washing, es decir, enarbolan la idea de la “sustentabilidad” sin atacar, en esencia, a la sociedad de consumo que les permite prosperar. Gatopardismo puro.
La polarización cultural y mediática en Estados Unidos y otros países es, en varios sentidos, una conjura que se aprovecha de lo erosión de lo común. Cada amenaza vendida en los medios, cada fenómeno viral que demoniza a un sector de la sociedad contribuye a que el ciudadano compre revanchas que le devuelvan la capacidad de actuar en un mundo que lo ha despojado de su destino. Uno de los casos más extremos –evidencia de cómo el conspiracionismo ha llegado a escenarios alucinantes– fue el famoso Pizzagate. El rumor, en pocas palabras, decía que algunos políticos demócratas como los Clinton y millonarios como George Soros estaban atrás de una red de pedófilos que usaban pizzerías para realizar sus crímenes. La teoría se difundió en sitios como Reddit en 2016 y vivió uno de sus puntos culminantes un año después, cuando Edgar Maddison Welch entró armado a una pizzería de Washington y disparó, sin que hubiera heridos o muertos. El hombre, como se pudo saber después, pensó que estaba haciendo lo correcto, pues muchos niños estaban en riesgo. Su convencimiento, más allá de cualquier prueba que confirmara su paranoia, fue suficiente para emprender una cruzada que terminó, a la postre, con una condena de cuatro años de cárcel.
La “conjura Disney” no sólo confirma un estado de alarma en el que cualquier idea es posible por absurda que parezca, también nos muestra que la fragmentación de lo común nos aleja de cualquier agenda social y la sustituye por enemigos que cambian de apariencia todos los días: personas transgénero, el regreso del comunismo soviético, gobiernos capaces de crear terremotos y huracanes como armas de guerra, chips en las vacunas, el plan para sustituir a la población blanca por migrantes o “gran reemplazo”. La civilización tribal que se está creando –enmascarada por la utopía comunitaria de Internet y las redes sociales– echa por la borda cualquier consenso y se nutre de fantasías que sólo evidencian nuestro desconocimiento del otro y de cómo funciona la sociedad global del siglo XXI. De esta manera, corporativos como Disney no son criticados por su poder económico o su tendencia a formar inmensos monopolios, sino por los efectos advertidos en su momento por Karl Marx: el mercado sin trabas altera la esencia de las relaciones sociales y las formas de vida que daban certidumbre a nuestros padres y abuelos. No las transforma para empoderar a las minorías y sustituir los viejos paradigmas, sino para crear nuevos consumidores.
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