lunes, 28 de febrero de 2022

Pesadillas de la evolución tecnológica

En las décadas de los 50 y los 60 se configuró gran parte del imaginario popular relacionado con la ciencia ficción. En 1966 se estrenó la serie de televisión Star Trek y, un año antes, Perdidos en el espacio. Estos productos, basados en la cultura del cómic y, por supuesto, en el contexto de la carrera espacial desarrollada durante la Guerra Fría (Yuri Gagarin –cosmonauta soviético– completó una órbita de la Tierra el 12 de abril de 1961), tenían una característica común: un optimismo desbordado sobre la tecnología y sus posibilidades. La historia era una línea recta que, invariablemente, nos llevaría a un futuro en el que el hombre podría moldear no sólo la naturaleza sino explorar el Sistema Solar y, por qué no, la galaxia entera.

Quizás la gran excepción a esta narrativa, al menos en Estados Unidos, fue Ray Bradbury, que en 1950 se atrevió a desafiar la relación del hombre y su papel como futuro dominador del espacio en su libro de cuentos Crónicas marcianas. Sin embargo, no fue el único: a miles de kilómetros de distancia, en el bloque comunista, un escritor polaco no sólo ponía en jaque, al igual que Bradbury, el optimismo tecnológico sino que aventuraba pronósticos inquietantes a décadas de distancia y que, incluso, forman parte de los debates científicos y filosóficos del siglo XXI.

El Invencible, novela publicada originalmente en 1964 y editada en español por la editorial Impedimenta el año pasado, es un gran ejemplo de cómo la imaginación puede evitar lo inmediato en lugar de cumplir con las expectativas de los lectores de la segunda mitad del siglo XX. La novela inicia con un tópico usado muchas veces en la narrativa de la ciencia ficción: una nave espacial –El Invencible– es comisionada para que investigue el destino de El Cóndor –su nave gemela–, que ha desaparecido en el planeta Regis III. La historia recuerda la anécdota de Solaris, quizás la obra más conocida de Lem, en la que una nave se acerca a un planeta misterioso. En ambos planetas hay enigmas que, de diferentes maneras, acechan a la tripulación de recién llegados.

Los astronautas de El Invencible, una vez que encuentran a la nave gemela, comienzan a descubrir algo inquietante: la única forma de vida –si se le puede llamar así– son pequeños insectos metálicos. Una vez que pueden recolectar algunos, los científicos de la expedición comprenden que son máquinas diminutas que se comportan como un enjambre. En este punto surgen teorías interesantes: la más plausible es que los insectos voladores sean la herencia de una civilización muy desarrollada que abandonó el planeta o, simplemente, se extinguió. Pronto se dan cuenta de que se autorreplican a gran velocidad y reaccionan violentamente ante cualquier interacción que los amenace. Estos organismos artificiales han exterminado a cualquier competidor y dominan el planeta a placer. No dependen de otros animales para sobrevivir y pueden satisfacer sus necesidades energéticas de su entorno.        

El Invencible da pie a varias lecturas interesantes; quizá la más profunda nos enfrenta con un escenario poco esperanzador: los seres humanos no sólo podemos desaparecer sino que nuestros artilugios quedarán como una huella tóxica que puede mutar en formas imprevisibles y cada vez más peligrosas. El llamado rranshumanismo, que habitualmente imagina seres humanos potenciados por tecnología cada vez más sofisticada, puede ser sólo una ilusión. Quizás el único recuerdo de nosotros sea similar al de la civilización del planeta Regis III, un espejo de nuestro hogar: organismos competitivos, carentes de cualquier conciencia, diseñados para acabar con cualquier tipo de invasor.

El Invencible y su tripulación siguen la narrativa que coloca al hombre en el centro de todo y, por esta razón, creen que pueden enfrentar y exterminar a los insectos voladores que forman nubes gigantescas. La tecnología destructiva, la carga exponencial de violencia que siempre ha servido en nuestro pasado, es repelida por ellos. Al final, incrédulos y con varios muertos a cuestas, los astronautas tienen que regresar no sin antes poner al planeta en cuarentena.

El Invencible muestra que la literatura puede problematizar los paradigmas tecnológicos que casi nunca son puestos en duda. La fe en el mundo artificial que nos rodea puede ser un oscuro epitafio y una caja de Pandora cuyos efectos apenas podemos vislumbrar. Al igual que en sus obras más emblemáticas, Lem ofrece una historia de aventuras que, en realidad, es una pesadilla que nos ayuda a pensar sobre nuestro futuro.

Stanisław Lem, El Invencible, trad. del polaco de Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz, Impedimenta, Madrid, 2021

La entrada Pesadillas de la evolución tecnológica se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/SHbAP5E
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

Pesadillas de la evolución tecnológica

En las décadas de los 50 y los 60 se configuró gran parte del imaginario popular relacionado con la ciencia ficción. En 1966 se estrenó la serie de televisión Star Trek y, un año antes, Perdidos en el espacio. Estos productos, basados en la cultura del cómic y, por supuesto, en el contexto de la carrera espacial desarrollada durante la Guerra Fría (Yuri Gagarin –cosmonauta soviético– completó una órbita de la Tierra el 12 de abril de 1961), tenían una característica común: un optimismo desbordado sobre la tecnología y sus posibilidades. La historia era una línea recta que, invariablemente, nos llevaría a un futuro en el que el hombre podría moldear no sólo la naturaleza sino explorar el Sistema Solar y, por qué no, la galaxia entera.

Quizás la gran excepción a esta narrativa, al menos en Estados Unidos, fue Ray Bradbury, que en 1950 se atrevió a desafiar la relación del hombre y su papel como futuro dominador del espacio en su libro de cuentos Crónicas marcianas. Sin embargo, no fue el único: a miles de kilómetros de distancia, en el bloque comunista, un escritor polaco no sólo ponía en jaque, al igual que Bradbury, el optimismo tecnológico sino que aventuraba pronósticos inquietantes a décadas de distancia y que, incluso, forman parte de los debates científicos y filosóficos del siglo XXI.

El Invencible, novela publicada originalmente en 1964 y editada en español por la editorial Impedimenta el año pasado, es un gran ejemplo de cómo la imaginación puede evitar lo inmediato en lugar de cumplir con las expectativas de los lectores de la segunda mitad del siglo XX. La novela inicia con un tópico usado muchas veces en la narrativa de la ciencia ficción: una nave espacial –El Invencible– es comisionada para que investigue el destino de El Cóndor –su nave gemela–, que ha desaparecido en el planeta Regis III. La historia recuerda la anécdota de Solaris, quizás la obra más conocida de Lem, en la que una nave se acerca a un planeta misterioso. En ambos planetas hay enigmas que, de diferentes maneras, acechan a la tripulación de recién llegados.

Los astronautas de El Invencible, una vez que encuentran a la nave gemela, comienzan a descubrir algo inquietante: la única forma de vida –si se le puede llamar así– son pequeños insectos metálicos. Una vez que pueden recolectar algunos, los científicos de la expedición comprenden que son máquinas diminutas que se comportan como un enjambre. En este punto surgen teorías interesantes: la más plausible es que los insectos voladores sean la herencia de una civilización muy desarrollada que abandonó el planeta o, simplemente, se extinguió. Pronto se dan cuenta de que se autorreplican a gran velocidad y reaccionan violentamente ante cualquier interacción que los amenace. Estos organismos artificiales han exterminado a cualquier competidor y dominan el planeta a placer. No dependen de otros animales para sobrevivir y pueden satisfacer sus necesidades energéticas de su entorno.        

El Invencible da pie a varias lecturas interesantes; quizá la más profunda nos enfrenta con un escenario poco esperanzador: los seres humanos no sólo podemos desaparecer sino que nuestros artilugios quedarán como una huella tóxica que puede mutar en formas imprevisibles y cada vez más peligrosas. El llamado rranshumanismo, que habitualmente imagina seres humanos potenciados por tecnología cada vez más sofisticada, puede ser sólo una ilusión. Quizás el único recuerdo de nosotros sea similar al de la civilización del planeta Regis III, un espejo de nuestro hogar: organismos competitivos, carentes de cualquier conciencia, diseñados para acabar con cualquier tipo de invasor.

El Invencible y su tripulación siguen la narrativa que coloca al hombre en el centro de todo y, por esta razón, creen que pueden enfrentar y exterminar a los insectos voladores que forman nubes gigantescas. La tecnología destructiva, la carga exponencial de violencia que siempre ha servido en nuestro pasado, es repelida por ellos. Al final, incrédulos y con varios muertos a cuestas, los astronautas tienen que regresar no sin antes poner al planeta en cuarentena.

El Invencible muestra que la literatura puede problematizar los paradigmas tecnológicos que casi nunca son puestos en duda. La fe en el mundo artificial que nos rodea puede ser un oscuro epitafio y una caja de Pandora cuyos efectos apenas podemos vislumbrar. Al igual que en sus obras más emblemáticas, Lem ofrece una historia de aventuras que, en realidad, es una pesadilla que nos ayuda a pensar sobre nuestro futuro.

Stanisław Lem, El Invencible, trad. del polaco de Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz, Impedimenta, Madrid, 2021

La entrada Pesadillas de la evolución tecnológica se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/SHbAP5E
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

viernes, 25 de febrero de 2022

La renuncia a la sociedad de los que hablan

Viajes al país del silencio. Refugios y experiencias interiores en el mundo contemporáneo está, sin duda, entre los libros más interesantes que aparecieron a finales de 2021. Como antecedente literario de esta espléndida antología de ensayos no vacilo en mencionar Sin rumbo por las calles: una aventura londinense (1927), de Virginia Woolf. Y en lo que se refiere a predecesores francófonos está, además de Georges Bataille, toda la gran literatura mística, con escritores como Michel Tournier, Pascal Quignard o Maurice Blanchot, que aparecen como clara influencia de los doce autores de esta antología.

Los convocados por Gris Tormenta y José Manuel Velasco escriben sobre la experiencia de lo sagrado, relatan el enlace humano con la totalidad de la vida sin negar la necesidad de apartarnos de la mera animalidad. Se trata, como en los antecedentes anglosajones y francófonos mencionados, de restituir lo sagrado al ámbito de lo heterogéneo, como lo totalmente otro de la razón instrumental. A través de historias personales se pone en marcha la imaginación, la concentración ininterrumpida.

Los viajes que Woolf relata en Sin rumbo por las calles son una invitación a perderse, no en el sentido de no encontrar el camino sino de arrojarse a lo desconocido. En la novela Viernes o los limbos del Pacífico (1967) Tournier aborda el problema de lo sagrado, representado por el personaje de Robinson Crusoe, quien vive en íntima unión con su isla desierta. En Thomas el oscuro (1941) Blanchot explica que la experiencia interior es el acontecimiento en el que toda presencia particular es borrada. En esa línea, Viajes al país del silencio ofrece un formidable mosaico, un magnífico y aterrador desfile de testimonios de aquellos que se han arriesgado a explorar, lanzándose a observar esas zonas oscuras –repletas de silencio– de la realidad. ¿Por qué tomaron semejante decisión? Es difícil saberlo, pero una posible respuesta es haber sido marcados en alguna etapa de su vida por una experiencia límite que los enfrentó a un abismo del cual ya nunca pudieron apartar los ojos.

“Tras años de contemplar la agresión calculada de la humanidad sobre la naturaleza tengo la certidumbre de que la verdadera experiencia paradisiaca es la interior, y que ésta solo se alcanza trascendiendo la infernalidad en que gusta solazarse el cuerpo”, escribe Leonardo da Jandra en los fragmentos de diario que forman parte del volumen. Mónica Nepote coincide con San Juan de la Cruz y su poema “Entréme donde no supe”, y declara: “a veces tengo lenguaje para nombrar las cosas, a veces solo las percibo y las siento como parte de un nuevo vocabulario que me acompaña y me regresa de nuevo a un entorno urbano feroz y ensordecedor”. Patricia Arredondo señala que “para conocer el mundo hay que salir conceptualmente de él, es decir, dejar de encarnar la palabra y el significado”.

Y les seguirán las experiencias de Tim Parks –y su feroz crítica de la modernidad–, Pico Iyer –y los infinitos silencios de Japón–, Elisa Díaz Castelo –y el silencio que expresa el dolor físico– o Pablo d’Ors  –y su amorosa contemplación de la tiniebla. Se tejen, entretejen y destejen; se hacen, se enlazan y desenlazan, se mezclan, se separan ante el abismo, siempre asombrados por esos viajes que desembocan en el inevitable encuentro con la parte más oscura del corazón.

Pero quizás el verdadero personaje de esta antología es la idea del éxtasis, de la salida de uno mismo. Para los doce autores lo sagrado y lo heterogéneo son representados por la figura del silencio, donde descansa la “luminosidad universal”. Cada uno revela al lector la intimidad de esta luz, ya sea en “el silencio de la mente” que describe Tim Parks o en la hoja en blanco que Georgina Cebey utiliza como metáfora del silencio, o bien en “dejar de significar: no dar santo ni seña” para alcanzar la profundidad espiritual de los maestros de Oriente, de acuerdo con Patricia Arredondo. Se trata del mismo resplandor o brillo que suspende, escribe Da Jandra, el “dominio soberbio de la razón y la perversa prostitución de la palabra”.

En el formidable prólogo de Viajes al país del silencio, José Manuel Velasco invita a emprender la travesía hacia un territorio “mítico e inmutable”. No cabe duda de que los talentos convocados en el libro permiten adentrarse, así sea a vuelo de pájaro, en el éxtasis de la experiencia interior. Pocas páginas se han escrito en nuestra literatura sobre una época tan ruidosa como ésta, donde el silencio, diría Da Jandra, “no es más que un deseo cada vez menos posible”. Los participantes en esta disertación viven y describen un tiempo en el que las almas fantasiosas creen que alcanzarán la inmortalidad estando en boca de todos.

La entrada La renuncia a la sociedad de los que hablan se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/Zz28Asr
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

La renuncia a la sociedad de los que hablan

Viajes al país del silencio. Refugios y experiencias interiores en el mundo contemporáneo está, sin duda, entre los libros más interesantes que aparecieron a finales de 2021. Como antecedente literario de esta espléndida antología de ensayos no vacilo en mencionar Sin rumbo por las calles: una aventura londinense (1927), de Virginia Woolf. Y en lo que se refiere a predecesores francófonos está, además de Georges Bataille, toda la gran literatura mística, con escritores como Michel Tournier, Pascal Quignard o Maurice Blanchot, que aparecen como clara influencia de los doce autores de esta antología.

Los convocados por Gris Tormenta y José Manuel Velasco escriben sobre la experiencia de lo sagrado, relatan el enlace humano con la totalidad de la vida sin negar la necesidad de apartarnos de la mera animalidad. Se trata, como en los antecedentes anglosajones y francófonos mencionados, de restituir lo sagrado al ámbito de lo heterogéneo, como lo totalmente otro de la razón instrumental. A través de historias personales se pone en marcha la imaginación, la concentración ininterrumpida.

Los viajes que Woolf relata en Sin rumbo por las calles son una invitación a perderse, no en el sentido de no encontrar el camino sino de arrojarse a lo desconocido. En la novela Viernes o los limbos del Pacífico (1967) Tournier aborda el problema de lo sagrado, representado por el personaje de Robinson Crusoe, quien vive en íntima unión con su isla desierta. En Thomas el oscuro (1941) Blanchot explica que la experiencia interior es el acontecimiento en el que toda presencia particular es borrada. En esa línea, Viajes al país del silencio ofrece un formidable mosaico, un magnífico y aterrador desfile de testimonios de aquellos que se han arriesgado a explorar, lanzándose a observar esas zonas oscuras –repletas de silencio– de la realidad. ¿Por qué tomaron semejante decisión? Es difícil saberlo, pero una posible respuesta es haber sido marcados en alguna etapa de su vida por una experiencia límite que los enfrentó a un abismo del cual ya nunca pudieron apartar los ojos.

“Tras años de contemplar la agresión calculada de la humanidad sobre la naturaleza tengo la certidumbre de que la verdadera experiencia paradisiaca es la interior, y que ésta solo se alcanza trascendiendo la infernalidad en que gusta solazarse el cuerpo”, escribe Leonardo da Jandra en los fragmentos de diario que forman parte del volumen. Mónica Nepote coincide con San Juan de la Cruz y su poema “Entréme donde no supe”, y declara: “a veces tengo lenguaje para nombrar las cosas, a veces solo las percibo y las siento como parte de un nuevo vocabulario que me acompaña y me regresa de nuevo a un entorno urbano feroz y ensordecedor”. Patricia Arredondo señala que “para conocer el mundo hay que salir conceptualmente de él, es decir, dejar de encarnar la palabra y el significado”.

Y les seguirán las experiencias de Tim Parks –y su feroz crítica de la modernidad–, Pico Iyer –y los infinitos silencios de Japón–, Elisa Díaz Castelo –y el silencio que expresa el dolor físico– o Pablo d’Ors  –y su amorosa contemplación de la tiniebla. Se tejen, entretejen y destejen; se hacen, se enlazan y desenlazan, se mezclan, se separan ante el abismo, siempre asombrados por esos viajes que desembocan en el inevitable encuentro con la parte más oscura del corazón.

Pero quizás el verdadero personaje de esta antología es la idea del éxtasis, de la salida de uno mismo. Para los doce autores lo sagrado y lo heterogéneo son representados por la figura del silencio, donde descansa la “luminosidad universal”. Cada uno revela al lector la intimidad de esta luz, ya sea en “el silencio de la mente” que describe Tim Parks o en la hoja en blanco que Georgina Cebey utiliza como metáfora del silencio, o bien en “dejar de significar: no dar santo ni seña” para alcanzar la profundidad espiritual de los maestros de Oriente, de acuerdo con Patricia Arredondo. Se trata del mismo resplandor o brillo que suspende, escribe Da Jandra, el “dominio soberbio de la razón y la perversa prostitución de la palabra”.

En el formidable prólogo de Viajes al país del silencio, José Manuel Velasco invita a emprender la travesía hacia un territorio “mítico e inmutable”. No cabe duda de que los talentos convocados en el libro permiten adentrarse, así sea a vuelo de pájaro, en el éxtasis de la experiencia interior. Pocas páginas se han escrito en nuestra literatura sobre una época tan ruidosa como ésta, donde el silencio, diría Da Jandra, “no es más que un deseo cada vez menos posible”. Los participantes en esta disertación viven y describen un tiempo en el que las almas fantasiosas creen que alcanzarán la inmortalidad estando en boca de todos.

La entrada La renuncia a la sociedad de los que hablan se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/Zz28Asr
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

jueves, 24 de febrero de 2022

Desplazar la mirada

Luego de su período de exposición global, la escena artística mexicana vive un momento distinto, igualmente significativo. Hay reacomodos, desplazamientos. Para algunos artistas y agentes culturales, se trata de explorar estéticamente un problema histórico y político de larga data: el lugar de los pueblos originarios. Si se quiere establecer un marco temporal, lo que estamos viviendo puede inscribirse en la secuencia iniciada el 1 de enero de 1994, el día de la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y del levantamiento zapatista.

En paralelo a la ofensiva neoliberal, y como acto de resistencia, se ha ido construyendo una contranarrativa que no sólo cuestiona el término “indígena”, sino que contradice los estereotipos irradiados por el discurso oficial. Lo que los pueblos originarios están diciendo, para cualquiera con oídos abiertos, es que están aquí, ahora, con un entendimiento propio de lo social y lo político. Ese relato cuestiona, para el asunto que nos ocupa, las ideas estéticas occidentales, y obliga a ampliar la noción de arte contemporáneo.

Recientemente apareció un libro llamado a convertirse en referente sobre estos temas: Los huecos del agua. Arte actual de pueblos originarios. El volumen toma como punto de partida la exposición del mismo nombre curada por Iztel Vargas Plata para el Museo Universitario del Chopo en 2019, pero no se limita a ser un catálogo: es una fuente de interrogantes, un espacio que pone en crisis un conjunto de posiciones heredadas. A partir del concepto de pensamiento-archipiélago, con el que Édouard Glissant planteó una alternativa a la visión unificadora de Occidente, el libro, como la muestra que lo antecedió, abre caminos para reflexionar sobre la producción artística en un contexto de comunidades que luchan constantemente contra los efectos del “progreso”: la degradación ambiental, el despojo territorial, la destrucción de formas de vida. Los huecos del agua invita a desplazar la mirada, a incorporar a nuestro imaginario otras concepciones de la contemporaneidad.

Sin afanes enciclopédicos, encuentro que la exposición curada por el artista Noé Martínez para Salón ACME, en febrero de 2019, fue uno de los puntos de partida de este momento singular. La propuesta consistió en presentar, dentro de la llamada Semana del Arte de la Ciudad de México, un conjunto de expresiones plásticas de artistas michoacanos, principalmente procedentes de la comunidad autónoma de Cherán.

Tres años después, el trabajo de algunos de esos creadores no sólo cuelga de los muros del MUAC (Colectivo Cherani: Uinapikua), sino que forma parte de la exposición Arte de los pueblos de México. Disrupciones indígenas en el Museo del Palacio de Bellas Artes. Son, en suma, señales de un cambio de perspectiva. Pero, más que dar carpetazo a una problemática lo mismo estética que política, obligan a iniciar una discusión sobre los postulados en juego, tanto los que animan el trabajo de los artistas de pueblos originarios como los que vertebran los discursos curatoriales de las instituciones que han decidido abrir sus espacios a obras antes relegadas.

Arte de los pueblos de México incorpora algunas de las reflexiones que dieron pie a Los huecos del agua, pero donde ésta delimitó su alcance a lo artístico, aquella se orienta a la reivindicación identitaria. En ese sentido, forma parte de la orientación nacionalista de la política cultural en la actual administración. Las discusiones que una exposición de estas características debería suscitar rebasan el alcance de esta columna, pero precisamente eso certifica su pertinencia. Encontrar en las salas del Palacio de Bellas Artes trabajos tan diversos en origen e intención es estimulante, pero también implica revisar críticamente algunas inercias discursivas, procedentes de una idea de lo “indígena” que tiende, para seguir con Glissant, a ver un continente donde hay un archipiélago. La pluralidad de concepciones de lo artístico entre los pueblos originarios y sus creadores exige un esfuerzo pedagógico muy difícil de resolver en un espacio expositivo como el Palacio de Bellas Artes, pero tampoco debe liberarse a los espectadores de responsabilidad: toca cuestionar las categorías que, por ejemplo, nos han hecho distinguir entre arte y artesanía.

“Es preciso deconstruir la noción de esta geografía hoy conocida como México; los archipiélagos son plurales, numerosos, diversos y complejos. Las temporalidades que enmarcan historias singulares y las correlaciones con otras culturas conforman entramados y sistemas de circulación vivos”, escribe Iztel Vargas Plata en Los huecos del agua. Está de por medio la relectura de la historia, poner atención a otras voces y miradas. Cuán escaso es el repertorio que ofrecemos a nuestros sentidos si nos limitamos a lo que museos y galerías exhiben como “arte contemporáneo”.

La entrada Desplazar la mirada se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/8PKQslk
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

Desplazar la mirada

Luego de su período de exposición global, la escena artística mexicana vive un momento distinto, igualmente significativo. Hay reacomodos, desplazamientos. Para algunos artistas y agentes culturales, se trata de explorar estéticamente un problema histórico y político de larga data: el lugar de los pueblos originarios. Si se quiere establecer un marco temporal, lo que estamos viviendo puede inscribirse en la secuencia iniciada el 1 de enero de 1994, el día de la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y del levantamiento zapatista.

En paralelo a la ofensiva neoliberal, y como acto de resistencia, se ha ido construyendo una contranarrativa que no sólo cuestiona el término “indígena”, sino que contradice los estereotipos irradiados por el discurso oficial. Lo que los pueblos originarios están diciendo, para cualquiera con oídos abiertos, es que están aquí, ahora, con un entendimiento propio de lo social y lo político. Ese relato cuestiona, para el asunto que nos ocupa, las ideas estéticas occidentales, y obliga a ampliar la noción de arte contemporáneo.

Recientemente apareció un libro llamado a convertirse en referente sobre estos temas: Los huecos del agua. Arte actual de pueblos originarios. El volumen toma como punto de partida la exposición del mismo nombre curada por Iztel Vargas Plata para el Museo Universitario del Chopo en 2019, pero no se limita a ser un catálogo: es una fuente de interrogantes, un espacio que pone en crisis un conjunto de posiciones heredadas. A partir del concepto de pensamiento-archipiélago, con el que Édouard Glissant planteó una alternativa a la visión unificadora de Occidente, el libro, como la muestra que lo antecedió, abre caminos para reflexionar sobre la producción artística en un contexto de comunidades que luchan constantemente contra los efectos del “progreso”: la degradación ambiental, el despojo territorial, la destrucción de formas de vida. Los huecos del agua invita a desplazar la mirada, a incorporar a nuestro imaginario otras concepciones de la contemporaneidad.

Sin afanes enciclopédicos, encuentro que la exposición curada por el artista Noé Martínez para Salón ACME, en febrero de 2019, fue uno de los puntos de partida de este momento singular. La propuesta consistió en presentar, dentro de la llamada Semana del Arte de la Ciudad de México, un conjunto de expresiones plásticas de artistas michoacanos, principalmente procedentes de la comunidad autónoma de Cherán.

Tres años después, el trabajo de algunos de esos creadores no sólo cuelga de los muros del MUAC (Colectivo Cherani: Uinapikua), sino que forma parte de la exposición Arte de los pueblos de México. Disrupciones indígenas en el Museo del Palacio de Bellas Artes. Son, en suma, señales de lo que llamé antes un “momento distinto”. Más que dar carpetazo a una problemática lo mismo estética que política, obliga a iniciar una discusión sobre los postulados en juego, tanto los que animan el trabajo de los artistas de pueblos originarios como los que vertebran los discursos curatoriales de las instituciones que han decidido abrir sus espacios a obras antes relegadas.

Arte de los pueblos de México incorpora algunas de las reflexiones que dieron pie a Los huecos del agua, pero donde ésta delimitó su alcance a lo artístico, aquella se orienta a la reivindicación identitaria. En ese sentido, forma parte de la orientación nacionalista de la política cultural en la actual administración. Las discusiones que una exposición de estas características debería suscitar rebasan el alcance de esta columna, pero precisamente eso certifica su pertinencia. Encontrar en las salas del Palacio de Bellas Artes trabajos tan diversos en origen e intención es estimulante, pero también implica revisar críticamente algunas inercias discursivas, procedentes de una idea de lo “indígena” que tiende, para seguir con Glissant, a ver un continente donde hay un archipiélago. La pluralidad de concepciones de lo artístico entre los pueblos originarios y sus creadores implica un esfuerzo pedagógico muy difícil de resolver en un espacio expositivo como el Palacio de Bellas Artes, pero tampoco debe liberarse a los espectadores de responsabilidad: es momento de cuestionar las categorías que, por ejemplo, nos han hecho distinguir entre arte y artesanía.

“Es preciso deconstruir la noción de esta geografía hoy conocida como México; los archipiélagos son plurales, numerosos, diversos y complejos. Las temporalidades que enmarcan historias singulares y las correlaciones con otras culturas conforman entramados y sistemas de circulación vivos”, escribe Iztel Vargas Plata en Los huecos del agua. Implica una relectura de la historia, poner atención a otras voces y miradas. Cuán limitado es el repertorio que ofrecemos a nuestros sentidos si nos limitamos a lo que museos y galerías exhiben como “arte contemporáneo”.

La entrada Desplazar la mirada se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/8PKQslk
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

martes, 22 de febrero de 2022

Explorar lo pictórico

Próximo a celebrar cuatro décadas de haber sido fundado, el Centro Cultural Tijuana (CECUT) cobija la ambiciosa muestra Trienal de Tijuana: I. Internacional Pictórica. Se trata del resultado de una convocatoria lanzada en 2019, que implicó la recepción de más de medio millar de propuestas. La curadora en jefe Carmen Hernández, junto al Comité Curatorial integrado por el crítico de arte Roberto Rosique y el desaparecido muralista y creador del concepto de la Trienal, Álvaro Blancarte, eligió las 142 propuestas que pueden verse hasta mayo en El Cubo, el espacio museográfico del CECUT.

Luego de la inauguración de la exposición el 8 de octubre de 2021, el día 20 de ese mismo mes fueron dados a conocer los ganadores del certamen. El mecanismo de premiación fue sin duda novedoso: además del de la curadora invitada, Alessandra López Moctezuma, se consideró el voto de los artistas seleccionados y se dio un lugar al público, que pudo elegir a través de un sitio diseñado con ese objetivo. Así, con la pieza En blanco. Pintura en el campo expandido, de la serie Del silencio a la denuncia, el primer lugar recayó en la artista argentina Belén Basombrio. Recibieron menciones honoríficas la venezolana Sofía Saavedra, con Línea fronteriza, y el mexicano Salvador Díaz, con The Fight, parte de la serie Panorámicos.

Trienal de Tijuana

Belén Basombrio, En blanco. Pintura en el campo expandido. Primer lugar de la Trienal de Tijuana

La Trienal de Tijuana se ha planteado trascender el concepto de “pintura” para explorar “lo pictórico” y sus manifestaciones en el arte contemporáneo. Así, la propuesta expositiva ha estado acompañada de una serie de diálogos en línea que propician la reflexión sobre estas nociones. Iniciado en febrero, el ciclo Más allá del silencio consiste en conversaciones con algunos artistas de la exposición, por ejemplo Belén Basombrio, que explicó la forma en que encaró la pieza ganadora: “Trabajé con la obra colgada en la pared como si fuera un tablero y un poco contraponiendo cada pedacito de tela como una pincelada”.

Un aspecto interesante de la muestra Trienal de Tijuana: I. Internacional Pictórica es la posibilidad de visitarla virtualmente. Los espectadores que no pueden asistir físicamente al CECUT cuentan con la opción de recorrerla desde el sitio del centro cultural. Cada pieza expuesta tiene la opción ser vista por separado, con su respectiva cédula e información relevante. Para ampliar los conceptos que animan esta propuesta, puede visitarse su página oficial.

La entrada Explorar lo pictórico se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/2uCRJNB
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

Explorar lo pictórico

Próximo a celebrar cuatro décadas de haber sido fundado, el Centro Cultural Tijuana (CECUT) cobija la ambiciosa muestra Trienal de Tijuana: I. Internacional Pictórica. Se trata del resultado de una convocatoria lanzada en 2019, que implicó la recepción de más de medio millar de propuestas. La curadora en jefe Carmen Hernández, junto al Comité Curatorial integrado por el crítico de arte Roberto Rosique y el desaparecido muralista y creador del concepto de la Trienal, Álvaro Blancarte, eligió las 142 propuestas que pueden verse hasta mayo en El Cubo, el espacio museográfico del CECUT.

Luego de la inauguración de la exposición el 8 de octubre de 2021, el día 20 de ese mismo mes fueron dados a conocer los ganadores del certamen. El mecanismo de premiación fue sin duda novedoso: además del de la curadora invitada, Alessandra López Moctezuma, se consideró el voto de los artistas seleccionados y se dio un lugar al público, que pudo elegir a través de un sitio diseñado con ese objetivo. Así, con la pieza En blanco. Pintura en el campo expandido, de la serie Del silencio a la denuncia, el primer lugar recayó en la artista argentina Belén Basombrio. Recibieron menciones honoríficas la venezolana Sofía Saavedra, con Línea fronteriza, y el mexicano Salvador Díaz, con The Fight, parte de la serie Panorámicos.

Trienal de Tijuana

Belén Basombrio, En blanco. Pintura en el campo expandido. Primer lugar de la Trienal de Tijuana

La Trienal de Tijuana se ha planteado trascender el concepto de “pintura” para explorar “lo pictórico” y sus manifestaciones en el arte contemporáneo. Así, la propuesta expositiva ha estado acompañada de una serie de diálogos en línea que propician la reflexión sobre estas nociones. Iniciado en febrero, el ciclo Más allá del silencio consiste en conversaciones con algunos artistas de la exposición, por ejemplo Belén Basombrio, que explicó la forma en que encaró la pieza ganadora: “Trabajé con la obra colgada en la pared como si fuera un tablero y un poco contraponiendo cada pedacito de tela como una pincelada”.

Un aspecto interesante de la muestra Trienal de Tijuana: I. Internacional Pictórica es la posibilidad de visitarla virtualmente. Los espectadores que no pueden asistir físicamente al CECUT cuentan con la opción de recorrerla desde el sitio del centro cultural. Cada pieza expuesta tiene la opción ser vista por separado, con su respectiva cédula e información relevante. Para ampliar los conceptos que animan esta propuesta, puede visitarse su página oficial.

La entrada Explorar lo pictórico se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/2uCRJNB
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

viernes, 18 de febrero de 2022

Desafíos de la gestión cultural

¿Cómo ha cambiado el concepto de gestión cultural en los últimos años? ¿De qué manera la pandemia ha acelerado las transformaciones? ¿Hacia dónde va esta práctica? Son preguntas vitales para entender de qué se trata hoy gestionar cultura, y algunos de los ejes que vertebran el primer encuentro internacional Nombrar la Gestión Cultural Contemporánea, una iniciativa de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM que, a través del Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC) y la Cátedra Internacional Inés Amor en Gestión Cultural, se llevará a cabo en línea del 21 al 25 de febrero.

Si bien la gestión cultural estuvo ligada en sus inicios, sobre todo, a la planificación y al control de procesos laborales, a partir de los años setenta la promoción y la producción de arte y cultura desplazaron de manera paulatina al ámbito administrativo. Hoy gestionar se concibe como una palestra de reflexión y disenso para hacer de los programas públicos y expositivos una herramienta que incida en las políticas culturales y favorezca la accesibilidad, la inclusión, la perspectiva de género y la justicia cultural.

Los nuevos modelos de gestión requieren de nuevos oficios y, quizá, de nuevas palabras para nombrar sus rumbos. Estamos ante un léxico que se transforma y se construye con la experiencia del quehacer cotidiano. Por ello se reunirán 50 agentes culturales y expertos nacionales e internacionales que ofrecerán conferencias magistrales, laboratorios y mesas de discusión. Los conceptos que se repensarán, uno en cada jornada, irán dibujando el mapa de esta actividad: gestionar, mediar, participar, legislar y futurear en torno a los diversos modelos de las prácticas artísticas y de la gestión museal y cultural.

Cada uno de estos núcleos se compondrá de una conferencia magistral impartida por un experto; un nodo de discusión, que se vislumbra como una conversación dinámica mediada; un laboratorio, donde se busca la reflexión formativa para profesionales de la cultura; y un espacio para la interactividad con asesores culturales. Algunas de las personalidades que participarán en el encuentro son Graciela de la Torre, titular de la Cátedra Internacional Inés Amor en Gestión Cultural; Amanda de la Garza, titular de la Dirección General de Artes Visuales de la UNAM y del MUAC; Lourdes Fernández Fernández, directora de Arteingenium; Marie-Christine Labourdette, presidenta del Establecimiento Público de Castillo de Fontainebleau; Simon Brault, director y CEO de Canada Council for the Arts; Isabel Gil, CEO y fundadora de Aura Cultura; Nidia Chávez, presidenta de Fundación Telefónica Movistar México; Giovana Jaspersen, gestora cultural independiente; Jimena Lara, directora de Anglo Arts México; Carlos Lara, socio fundador de Artículo 27 S.C.; y Dobrina Cristeva, miembro fundador de Movimiento Colectivo por la Cultura y el Arte en México.

De la mano de aspectos sociales, económicos y medioambientales, la práctica de la gestión cultural se puede concebir como un pilar transversal de la sostenibilidad: hacer visibles las luchas antipatriarcal, antirracista y decolonial no únicamente bajo la perspectiva del consumo cultural, sino del acceso a los medios para su producción. Hoy la participación en el ecosistema cultural se convierte en un acto de empoderamiento y cocreación para reivindicar la apertura de la gestión hacia diversas comunidades y grupos.

Las actividades del encuentro Nombrar la Gestión Cultural Contemporánea son gratuitas, sin registro previo. Puede accederse a las transmisiones en vivo a través de este canal.

La entrada Desafíos de la gestión cultural se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/E0mHSTY
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

Desafíos de la gestión cultural

¿Cómo ha cambiado el concepto de gestión cultural en los últimos años? ¿De qué manera la pandemia ha acelerado las transformaciones? ¿Hacia dónde va esta práctica? Son preguntas vitales para entender de qué se trata hoy gestionar cultura, y algunos de los ejes que vertebran el primer encuentro internacional Nombrar la Gestión Cultural Contemporánea, una iniciativa de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM que, a través del Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC) y la Cátedra Internacional Inés Amor en Gestión Cultural, se llevará a cabo en línea del 21 al 25 de febrero.

Si bien la gestión cultural estuvo ligada en sus inicios, sobre todo, a la planificación y al control de procesos laborales, a partir de los años setenta la promoción y la producción de arte y cultura desplazaron de manera paulatina al ámbito administrativo. Hoy gestionar se concibe como una palestra de reflexión y disenso para hacer de los programas públicos y expositivos una herramienta que incida en las políticas culturales y favorezca la accesibilidad, la inclusión, la perspectiva de género y la justicia cultural.

Los nuevos modelos de gestión requieren de nuevos oficios y, quizá, de nuevas palabras para nombrar sus rumbos. Estamos ante un léxico que se transforma y se construye con la experiencia del quehacer cotidiano. Por ello se reunirán 50 agentes culturales y expertos nacionales e internacionales que ofrecerán conferencias magistrales, laboratorios y mesas de discusión. Los conceptos que se repensarán, uno en cada jornada, irán dibujando el mapa de esta actividad: gestionar, mediar, participar, legislar y futurear en torno a los diversos modelos de las prácticas artísticas y de la gestión museal y cultural.

Cada uno de estos núcleos se compondrá de una conferencia magistral impartida por un experto; un nodo de discusión, que se vislumbra como una conversación dinámica mediada; un laboratorio, donde se busca la reflexión formativa para profesionales de la cultura; y un espacio para la interactividad con asesores culturales. Algunas de las personalidades que participarán en el encuentro son Graciela de la Torre, titular de la Cátedra Internacional Inés Amor en Gestión Cultural; Amanda de la Garza, titular de la Dirección General de Artes Visuales de la UNAM y del MUAC; Lourdes Fernández Fernández, directora de Arteingenium; Marie-Christine Labourdette, presidenta del Establecimiento Público de Castillo de Fontainebleau; Simon Brault, director y CEO de Canada Council for the Arts; Isabel Gil, CEO y fundadora de Aura Cultura; Nidia Chávez, presidenta de Fundación Telefónica Movistar México; Giovana Jaspersen, gestora cultural independiente; Jimena Lara, directora de Anglo Arts México; Carlos Lara, socio fundador de Artículo 27 S.C.; y Dobrina Cristeva, miembro fundador de Movimiento Colectivo por la Cultura y el Arte en México.

De la mano de aspectos sociales, económicos y medioambientales, la práctica de la gestión cultural se puede concebir como un pilar transversal de la sostenibilidad: hacer visibles las luchas antipatriarcal, antirracista y decolonial no únicamente bajo la perspectiva del consumo cultural, sino del acceso a los medios para su producción. Hoy la participación en el ecosistema cultural se convierte en un acto de empoderamiento y cocreación para reivindicar la apertura de la gestión hacia diversas comunidades y grupos.

Las actividades del encuentro Nombrar la Gestión Cultural Contemporánea son gratuitas, sin registro previo. Puede accederse a las transmisiones en vivo a través de este canal.

La entrada Desafíos de la gestión cultural se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/E0mHSTY
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

miércoles, 16 de febrero de 2022

Ícaro en caída libre

Si uno avanza por Los Ángeles hacia el norte, pasando el centro, los estudios y el observatorio, podría atravesar el Valle de San Fernando sin distinguirlo de otros suburbios metropolitanos llenos de casas de una planta, gasolineras, supermercados y diners. Es cierto que las calles evocan momentos lejanos de E.T. o París, Texas, filmadas ahí hace cuatro décadas, pero por lo demás el valle, con sus calles de cuadrícula perfecta entre Santa Mónica y Santa Clarita, más que un suburbio angelino es cualquier otro suburbio con más prosperidad que sorpresas y más semáforos que sabor local.

Por eso es necesario haber nacido siendo Paul Thomas Anderson y haber crecido ahí para llegar a los cincuenta con la mirada madura y la memoria lúcida que convenzan a cualquiera de que las tiendas y autopistas de San Fernando en el verano de 1973 –cuando Harvey Milk iniciaba su campaña, Nixon se ahogaba en Watergate y Bowie lanzaba Aladdin Sane– fueron el centro del mundo. El noveno largometraje de Anderson, Licorice Pizza (2021), es una pieza memoriosa y afectiva que se hace una vez durante una vida y precisa ser realizada en la golden hour de una filmografía, cuando el artista todavía alcanza a distinguir el sabor de su propia adolescencia sin impostarla ni juzgarla bajo el peso de la madurez.

Paul Thomas Anderson

Fotograma de Licorice Pizza (2021), de Paul Thomas Anderson

Licorice Pizza tiene a dos protagonistas y a un director-guionista que resistió la tentación de confesarse o biografiarse a través de ellos. Gary (Cooper Hoffman) y Alana (Alana Haim) tienen 15 y 25 años, pero en cuanto se conocen en la escuela intentan mostrar al otro una versión idealizada y madura de su propia inexperiencia: ella lo llama “niño” y lo reprende por preguntarle su edad “a una dama”; él menciona las películas en las que trabajó como actor infantil como gancho para invitarla a cenar a un restaurante de maderas oscuras en donde ambos desencajan sin advertirlo como niños que juegan, con dinero real, a ser sus propios padres.

Esas primeras secuencias resumen el vital espíritu de la película, un homenaje amoroso a la ingenuidad juvenil sin condescendencia ni manuales de idealismo. A lo largo de varios meses e intentos en falso por aceptar que se gustan, Alana y Gary recorren como en viñetas sus propias versiones del sueño americano: él, quien a los quince ya vive una carrera actoral de bajada, invierte en negocios efímeros como las maquinitas del recién legalizado pinball o las innovadoras camas de agua, mientras ella intenta acercarse a hombres mayores que la conecten con los estudios del cercano pero inalcanzable Hollywood, solo para ser acosada. El mal trago la conduce al idealismo inocente de las campañas políticas –quizá en un guiño a Taxi Driver–, sólo para terminar decepcionada dos veces.

Licorice Pizza

Fotograma de Licorice Pizza (2021), de Paul Thomas Anderson

Tanto Alana como Gary son envueltos por maremotos que no entienden. Gary, quien ve oportunidades de negocio por doquier pero nunca entiende sus fracasos, apuesta todo por colchones sintéticos justo cuando la OPEP cimbra los precios del petróleo; para sortear la mala racha, él cree que basta con usar poca gasolina –en una secuencia hilarante– pero fracasa pues ignora que los polímeros para sus camas están hechos de… petróleo. Mientras tanto, Alana se ve una y otra vez atrapada en situaciones más incómodas que la anterior con William Holden (Sean Penn), un asistente de Barbara Streisand idéntico a Kris Kristofferson (Bradley Cooper) y un candidato que se presume progresista (Benny Safdie) pero usa a Alana para esconder su homosexualidad.

Aunque vista de lejos Licorice Pizza parece tomar una desviación amable y popular de los temas habituales de Paul Thomas Anderson, en realidad se trata de una reelaboración vigorosa, tierna y fresca de personajes a los que ha observado y descrito por más de dos décadas. La imagen que mejor los describe es la de Ícaro en caída libre, con las alas calcinadas por la ambición artística (Boogie Nights, 1997; El hilo fantasma, 2017) o por el hambre irracional de éxito, ya sea en la figura perversa del gurú (The Master, 2012; el patético life coach de Magnolia, 1999; o el mecenas criminal en Hard Eight, 1996) o el capitalista petrolero (Petróleo sangriento, 2007).

Paul Thomas Anderson

Fotograma de Licorice Pizza (2021), de Paul Thomas Anderson

El artista o emprendedor, en las películas de Anderson, suele terminar devorado por la maquinaria de una industria voraz o por la desmesura de sus propias ambiciones, pero en medio de estos Sísifos enloquecidos hay otros solitarios tiernos y excéntricos como Barry (Adam Sandler) en Embriagado de amor (2002), Stanley (Jeremy Blackman) –el niño genio de Magnolia– o los protagonistas de Licorice Pizza. Si Paul Thomas Anderson sobrevivió el impulso de su generación (aquella que despegó con el cine indie, Sundance y el VHS a inicios de los noventa) para madurar como uno de los autores indispensables del cine estadounidense es, entre otras virtudes, por su capacidad para mudar constantemente de registro sin que los personajes aquí descritos dejen de ser el centro humano de gravedad de sus películas. Licorice Pizza no se limita a ser una evidencia más sino una de sus mejores.

La entrada Ícaro en caída libre se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/pHCEyUn
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

Ícaro en caída libre

Si uno avanza por Los Ángeles hacia el norte, pasando el centro, los estudios y el observatorio, podría atravesar el Valle de San Fernando sin distinguirlo de otros suburbios metropolitanos llenos de casas de una planta, gasolineras, supermercados y diners. Es cierto que las calles evocan momentos lejanos de E.T. o París, Texas, filmadas ahí hace cuatro décadas, pero por lo demás el valle, con sus calles de cuadrícula perfecta entre Santa Mónica y Santa Clarita, más que un suburbio angelino es cualquier otro suburbio con más prosperidad que sorpresas y más semáforos que sabor local.

Por eso es necesario haber nacido siendo Paul Thomas Anderson y haber crecido ahí para llegar a los cincuenta con la mirada madura y la memoria lúcida que convenzan a cualquiera de que las tiendas y autopistas de San Fernando en el verano de 1973 –cuando Harvey Milk iniciaba su campaña, Nixon se ahogaba en Watergate y Bowie lanzaba Aladdin Sane– fueron el centro del mundo. El noveno largometraje de Anderson, Licorice Pizza (2021), es una pieza memoriosa y afectiva que se hace una vez durante una vida y precisa ser realizada en la golden hour de una filmografía, cuando el artista todavía alcanza a distinguir el sabor de su propia adolescencia sin impostarla ni juzgarla bajo el peso de la madurez.

Paul Thomas Anderson

Fotograma de Licorice Pizza (2021), de Paul Thomas Anderson

Licorice Pizza tiene a dos protagonistas y a un director-guionista que resistió la tentación de confesarse o biografiarse a través de ellos. Gary (Cooper Hoffman) y Alana (Alana Haim) tienen 15 y 25 años, pero en cuanto se conocen en la escuela intentan mostrar al otro una versión idealizada y madura de su propia inexperiencia: ella lo llama “niño” y lo reprende por preguntarle su edad “a una dama”; él menciona las películas en las que trabajó como actor infantil como gancho para invitarla a cenar a un restaurante de maderas oscuras en donde ambos desencajan sin advertirlo como niños que juegan, con dinero real, a ser sus propios padres.

Esas primeras secuencias resumen el vital espíritu de la película, un homenaje amoroso a la ingenuidad juvenil sin condescendencia ni manuales de idealismo. A lo largo de varios meses e intentos en falso por aceptar que se gustan, Alana y Gary recorren como en viñetas sus propias versiones del sueño americano: él, quien a los quince ya vive una carrera actoral de bajada, invierte en negocios efímeros como las maquinitas del recién legalizado pinball o las innovadoras camas de agua, mientras ella intenta acercarse a hombres mayores que la conecten con los estudios del cercano pero inalcanzable Hollywood, solo para ser acosada. El mal trago la conduce al idealismo inocente de las campañas políticas –quizá en un guiño a Taxi Driver–, sólo para terminar decepcionada dos veces.

Licorice Pizza

Fotograma de Licorice Pizza (2021), de Paul Thomas Anderson

Tanto Alana como Gary son envueltos por maremotos que no entienden. Gary, quien ve oportunidades de negocio por doquier pero nunca entiende sus fracasos, apuesta todo por colchones sintéticos justo cuando la OPEP cimbra los precios del petróleo; para sortear la mala racha, él cree que basta con usar poca gasolina –en una secuencia hilarante– pero fracasa pues ignora que los polímeros para sus camas están hechos de… petróleo. Mientras tanto, Alana se ve una y otra vez atrapada en situaciones más incómodas que la anterior con William Holden (Sean Penn), un asistente de Barbara Streisand idéntico a Kris Kristofferson (Bradley Cooper) y un candidato que se presume progresista (Benny Safdie) pero usa a Alana para esconder su homosexualidad.

Aunque vista de lejos Licorice Pizza parece tomar una desviación amable y popular de los temas habituales de Paul Thomas Anderson, en realidad se trata de una reelaboración vigorosa, tierna y fresca de personajes a los que ha observado y descrito por más de dos décadas. La imagen que mejor los describe es la de Ícaro en caída libre, con las alas calcinadas por la ambición artística (Boogie Nights, 1997; El hilo fantasma, 2017) o por el hambre irracional de éxito, ya sea en la figura perversa del gurú (The Master, 2012; el patético life coach de Magnolia, 1999; o el mecenas criminal en Hard Eight, 1996) o el capitalista petrolero (Petróleo sangriento, 2007).

Paul Thomas Anderson

Fotograma de Licorice Pizza (2021), de Paul Thomas Anderson

El artista o emprendedor, en las películas de Anderson, suele terminar devorado por la maquinaria de una industria voraz o por la desmesura de sus propias ambiciones, pero en medio de estos Sísifos enloquecidos hay otros solitarios tiernos y excéntricos como Barry (Adam Sandler) en Embriagado de amor (2002), Stanley (Jeremy Blackman) –el niño genio de Magnolia– o los protagonistas de Licorice Pizza. Si Paul Thomas Anderson sobrevivió el impulso de su generación (aquella que despegó con el cine indie, Sundance y el VHS a inicios de los noventa) para madurar como uno de los autores indispensables del cine estadounidense es, entre otras virtudes, por su capacidad para mudar constantemente de registro sin que los personajes aquí descritos dejen de ser el centro humano de gravedad de sus películas. Licorice Pizza no se limita a ser una evidencia más sino una de sus mejores.

La entrada Ícaro en caída libre se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/pHCEyUn
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

martes, 15 de febrero de 2022

“No tenemos otra manera de vivir”

Una llamada anónima realizada el 21 de marzo de 1947 alrededor de las nueve de la mañana alertó a la policía acerca de la existencia de un cadáver en el número 2078 de la Quinta Avenida de Nueva York. No era la primera vez que alguien reportaba a la policía local incidentes relacionados con la propiedad y con sus excéntricos ocupantes, pero los agentes que se dirigieron al domicilio no estaban preparados para lo que iban a encontrarse allí: puertas y ventanas cerradas de las que emanaba un hedor insoportable y, detrás de ellas, muros de periódicos viejos atados con cuerdas que impedían el acceso, todo un territorio laberíntico de catalogación imposible, y sólo gobernado por las ratas, que reunía decenas de paraguas rotos, un cochecito de niño sin ruedas, armas, varios juegos de bolos, un tándem, bicicletas, maniquíes, artículos de jardinería, unos veinticinco mil libros, una piragua, catorce pianos verticales y de cola, decenas de lámparas, los cabezales de una cama, una estufa de queroseno, preparados médicos con vísceras humanas, una nevera vieja, cientos de metros de alfombras, cortinas y tapices, una cantidad igualmente significativa de relojes, una quijada de caballo, partituras en Braille, un aparato de rayos X, una colección importante de trenes de juguete, instrumental quirúrgico y un Ford T.

Unas ciento tres toneladas de basura en total cuya extracción requirió diecinueve días. Nueve antes de que las tareas de limpieza acabaran se halló un segundo cadáver, el de uno de los dos hermanos propietarios de la casa, al que le había caído encima una montaña de periódicos tras haber accionado involuntariamente una de las trampas que él mismo había dispuesto para ahuyentar a los intrusos; el cadáver, que se hallaba en avanzado estado de descomposición y había comenzado ya a ser devorado por las ratas, llevaba puestas tres chaquetas, cuatro pares de pantalones y una bufanda de arpillera, pero no llevaba ropa interior ni zapatos. A un par de metros de él se había encontrado el primero de los cuerpos, el de un hombre sentado en una silla con la cabeza apoyada en las rodillas, el cabello hasta los hombros, vestido apenas con los jirones de un albornoz. El dictamen del forense fue que había muerto de inanición la noche anterior tras pasar varios días sin comer. El primer cadáver era el de Homer Collyer, uno de los dos hermanos que habitaban la casa.

“Soy Homer, el hermano ciego”: con estas palabras comienza Homer y Langley (2009), la penúltima novela de E.L. Doctorow (Nueva York, 1931-2015). Doctorow, que fue uno de los escritores estadounidenses más importantes de su época y uno de los candidatos habituales al Nobel, era un adolescente cuando fueron descubiertos los cadáveres de los hermanos Collyer en su piso de la Quinta Avenida; cuando décadas más tarde decidió escribir sobre ellos porque había comprendido que, “como mitos que son, los hermanos Collyer requerían no que se investigara sobre ellos sino que se les interpretara”. Y esta certeza no sólo alcanza a la historia de estos hermanos adinerados y excéntricos que un día decidieron darle la espalda al mundo sino también a la muy personal aproximación a la historia que Doctorow realizó libro tras libro desde El hombre malo de Bodie (1960), su primera obra, hasta El cerebro de Andrew (2014), su última novela.

En Homer y Langley Doctorow demuestra un conocimiento extraordinario de ciertas particularidades de la literatura al escoger narrar la historia como si él fuera el hermano ciego; esta elección otorga al relato la peculiaridad de ser narrado por quien más limitado se encuentra para percibir los hechos a su alrededor: la elección del otro hermano, que intervino en la Primera Guerra Mundial, hubiera sido más convencional desde el punto de vista novelístico, ya que hubiera dotado a la historia de una mayor variedad de matices y de eventos. Pero escoger al hermano ciego permite a Doctorow adentrarse en la mayor de las excentricidades de Langley Collyer, la confección de un enorme periódico que resumiese la totalidad de la prensa neoyorquina desde el momento en que Homer quedó definitivamente ciego para que éste pudiera conocer los eventos de su tiempo el día en que recobrara la vista: Langley “salía en busca de todos los periódicos matutinos, y por la tarde en busca de los vespertinos, y a eso había que sumar la prensa económica, las revistas de sexo, los boletines marginales, las gacetas del mundo del espectáculo, y demás. Quería fijar definitivamente la vida estadounidense en una sola edición, lo que él llamaba El Periódico Sin Fecha Eternamente Actual De Collyer, el único periódico necesario de leer para cualquier persona”.

Aunque las alusiones al periódico son numerosas a lo largo del libro, Doctorow nunca es demasiado explícito al respecto, probablemente porque en el proyecto del periódico no sólo está el origen del accidente que llevó a los dos hermanos a la muerte sino también la explicación de lo que de otra forma es un misterio impenetrable: el periódico imposible de Langley Collyer y su prescripción a su hermano de ingerir cien naranjas diarias para recobrar la vista fueron el resultado de un intento inútil por reparar una serie de acontecimientos traumáticos (el abandono recurrente de los padres, las experiencias en la Gran Guerra, las decepciones amorosas) de los que la ceguera del hermano en plena juventud resultó el más importante.

Lo extraordinario de este libro es que su autor consigue “fijar definitivamente la vida estadounidense” de la primera mitad del siglo XX a través de la percepción limitada de un anciano ciego y paralítico que está quedándose sordo; por las páginas de Homer y Langley desfilan la inocencia de la vida cotidiana previa a la Gran Depresión, los estragos que ésta provocó, el retorno de los soldados norteamericanos tras la Primera Guerra Mundial, el cine mudo y su desaparición, el ascenso y la caída de la mafia, la Ley Seca, el jazz, la corrupción policial, la Segunda Guerra Mundial y la guerra de Corea y, ya apartándose de la historia original, la irrupción de la televisión en los hogares estadounidenses, el rock ‘n roll, el movimiento por los derechos civiles, la guerra de Vietnam, la contracultura, el movimiento hippie, la llegada del hombre a la Luna y los apagones en Nueva York; también un enigma que se dibuja como el vacío, que los hermanos Collyer llenaron con los objetos más inverosímiles y que le sirvió de tumba. En el 2078 de la Quinta Avenida de Nueva York hay ahora una plaza minúscula con una docena de sicomoros; los árboles se yerguen con obstinación y llenan un vacío que es también un enigma.

Un día los hermanos Collyer despidieron a buena parte de su personal, desconectaron el timbre de la casa, arrancaron el cable del teléfono y tapiaron las ventanas con tablas de madera; a pesar de ser ricos, dejaron de pagar la hipoteca de su propiedad y los insumos de agua, gas y electricidad y tuvieron que ingeniárselas para vivir sin ellos. Naturalmente fueron rechazados por sus vecinos (tal vez porque su renuncia sugería la peligrosa opinión de que el suyo no era el mejor de los mundos posibles), pero el repudio de la comunidad tan sólo alimentó aún más su extravagancia y su aislamiento; ese rechazo del mundo (que los emparienta con otros grandes artistas del “no” como Franz Gsellmann, Henry J. Darger y Joe Gould) explica su excentricidad y su desgracia íntima, pero también sirve de epítome y de argumento sobre las razones que llevan a alguien a escribir ficción. “Tú has visto esta casa. Sabes que no tenemos otra manera de vivir. Sabes que somos quienes somos”, dice el hermano ciego, pero con él hablan E.L. Doctorow y todos los escritores que merecen ocupar un lugar relevante en nuestras vidas.

E.L. Doctorow, Homer y Langley, trad. Isabel Ferrer y Carlos Milla, Miscelánea, Barcelona, 2010

Publicado originalmente en El Boomeran(g), 2010

La entrada “No tenemos otra manera de vivir” se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/M7n1uFJ
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

“No tenemos otra manera de vivir”

Una llamada anónima realizada el 21 de marzo de 1947 alrededor de las nueve de la mañana alertó a la policía acerca de la existencia de un cadáver en el número 2078 de la Quinta Avenida de Nueva York. No era la primera vez que alguien reportaba a la policía local incidentes relacionados con la propiedad y con sus excéntricos ocupantes, pero los agentes que se dirigieron al domicilio no estaban preparados para lo que iban a encontrarse allí: puertas y ventanas cerradas de las que emanaba un hedor insoportable y, detrás de ellas, muros de periódicos viejos atados con cuerdas que impedían el acceso, todo un territorio laberíntico de catalogación imposible, y sólo gobernado por las ratas, que reunía decenas de paraguas rotos, un cochecito de niño sin ruedas, armas, varios juegos de bolos, un tándem, bicicletas, maniquíes, artículos de jardinería, unos veinticinco mil libros, una piragua, catorce pianos verticales y de cola, decenas de lámparas, los cabezales de una cama, una estufa de queroseno, preparados médicos con vísceras humanas, una nevera vieja, cientos de metros de alfombras, cortinas y tapices, una cantidad igualmente significativa de relojes, una quijada de caballo, partituras en Braille, un aparato de rayos X, una colección importante de trenes de juguete, instrumental quirúrgico y un Ford T.

Unas ciento tres toneladas de basura en total cuya extracción requirió diecinueve días. Nueve antes de que las tareas de limpieza acabaran se halló un segundo cadáver, el de uno de los dos hermanos propietarios de la casa, al que le había caído encima una montaña de periódicos tras haber accionado involuntariamente una de las trampas que él mismo había dispuesto para ahuyentar a los intrusos; el cadáver, que se hallaba en avanzado estado de descomposición y había comenzado ya a ser devorado por las ratas, llevaba puestas tres chaquetas, cuatro pares de pantalones y una bufanda de arpillera, pero no llevaba ropa interior ni zapatos. A un par de metros de él se había encontrado el primero de los cuerpos, el de un hombre sentado en una silla con la cabeza apoyada en las rodillas, el cabello hasta los hombros, vestido apenas con los jirones de un albornoz. El dictamen del forense fue que había muerto de inanición la noche anterior tras pasar varios días sin comer. El primer cadáver era el de Homer Collyer, uno de los dos hermanos que habitaban la casa.

“Soy Homer, el hermano ciego”: con estas palabras comienza Homer y Langley (2009), la penúltima novela de E.L. Doctorow (Nueva York, 1931-2015). Doctorow, que fue uno de los escritores estadounidenses más importantes de su época y uno de los candidatos habituales al Nobel, era un adolescente cuando fueron descubiertos los cadáveres de los hermanos Collyer en su piso de la Quinta Avenida; cuando décadas más tarde decidió escribir sobre ellos porque había comprendido que, “como mitos que son, los hermanos Collyer requerían no que se investigara sobre ellos sino que se les interpretara”. Y esta certeza no sólo alcanza a la historia de estos hermanos adinerados y excéntricos que un día decidieron darle la espalda al mundo sino también a la muy personal aproximación a la historia que Doctorow realizó libro tras libro desde El hombre malo de Bodie (1960), su primera obra, hasta El cerebro de Andrew (2014), su última novela.

En Homer y Langley Doctorow demuestra un conocimiento extraordinario de ciertas particularidades de la literatura al escoger narrar la historia como si él fuera el hermano ciego; esta elección otorga al relato la peculiaridad de ser narrado por quien más limitado se encuentra para percibir los hechos a su alrededor: la elección del otro hermano, que intervino en la Primera Guerra Mundial, hubiera sido más convencional desde el punto de vista novelístico, ya que hubiera dotado a la historia de una mayor variedad de matices y de eventos. Pero escoger al hermano ciego permite a Doctorow adentrarse en la mayor de las excentricidades de Langley Collyer, la confección de un enorme periódico que resumiese la totalidad de la prensa neoyorquina desde el momento en que Homer quedó definitivamente ciego para que éste pudiera conocer los eventos de su tiempo el día en que recobrara la vista: Langley “salía en busca de todos los periódicos matutinos, y por la tarde en busca de los vespertinos, y a eso había que sumar la prensa económica, las revistas de sexo, los boletines marginales, las gacetas del mundo del espectáculo, y demás. Quería fijar definitivamente la vida estadounidense en una sola edición, lo que él llamaba El Periódico Sin Fecha Eternamente Actual De Collyer, el único periódico necesario de leer para cualquier persona”.

Aunque las alusiones al periódico son numerosas a lo largo del libro, Doctorow nunca es demasiado explícito al respecto, probablemente porque en el proyecto del periódico no sólo está el origen del accidente que llevó a los dos hermanos a la muerte sino también la explicación de lo que de otra forma es un misterio impenetrable: el periódico imposible de Langley Collyer y su prescripción a su hermano de ingerir cien naranjas diarias para recobrar la vista fueron el resultado de un intento inútil por reparar una serie de acontecimientos traumáticos (el abandono recurrente de los padres, las experiencias en la Gran Guerra, las decepciones amorosas) de los que la ceguera del hermano en plena juventud resultó el más importante.

Lo extraordinario de este libro es que su autor consigue “fijar definitivamente la vida estadounidense” de la primera mitad del siglo XX a través de la percepción limitada de un anciano ciego y paralítico que está quedándose sordo; por las páginas de Homer y Langley desfilan la inocencia de la vida cotidiana previa a la Gran Depresión, los estragos que ésta provocó, el retorno de los soldados norteamericanos tras la Primera Guerra Mundial, el cine mudo y su desaparición, el ascenso y la caída de la mafia, la Ley Seca, el jazz, la corrupción policial, la Segunda Guerra Mundial y la guerra de Corea y, ya apartándose de la historia original, la irrupción de la televisión en los hogares estadounidenses, el rock ‘n roll, el movimiento por los derechos civiles, la guerra de Vietnam, la contracultura, el movimiento hippie, la llegada del hombre a la Luna y los apagones en Nueva York; también un enigma que se dibuja como el vacío, que los hermanos Collyer llenaron con los objetos más inverosímiles y que le sirvió de tumba. En el 2078 de la Quinta Avenida de Nueva York hay ahora una plaza minúscula con una docena de sicomoros; los árboles se yerguen con obstinación y llenan un vacío que es también un enigma.

Un día los hermanos Collyer despidieron a buena parte de su personal, desconectaron el timbre de la casa, arrancaron el cable del teléfono y tapiaron las ventanas con tablas de madera; a pesar de ser ricos, dejaron de pagar la hipoteca de su propiedad y los insumos de agua, gas y electricidad y tuvieron que ingeniárselas para vivir sin ellos. Naturalmente fueron rechazados por sus vecinos (tal vez porque su renuncia sugería la peligrosa opinión de que el suyo no era el mejor de los mundos posibles), pero el repudio de la comunidad tan sólo alimentó aún más su extravagancia y su aislamiento; ese rechazo del mundo (que los emparienta con otros grandes artistas del “no” como Franz Gsellmann, Henry J. Darger y Joe Gould) explica su excentricidad y su desgracia íntima, pero también sirve de epítome y de argumento sobre las razones que llevan a alguien a escribir ficción. “Tú has visto esta casa. Sabes que no tenemos otra manera de vivir. Sabes que somos quienes somos”, dice el hermano ciego, pero con él hablan E.L. Doctorow y todos los escritores que merecen ocupar un lugar relevante en nuestras vidas.

E.L. Doctorow, Homer y Langley, trad. Isabel Ferrer y Carlos Milla, Miscelánea, Barcelona, 2010

Publicado originalmente en El Boomeran(g), 2010

La entrada “No tenemos otra manera de vivir” se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/M7n1uFJ
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

jueves, 10 de febrero de 2022

Gabriel Bernal Granados: el legado de Leonardo

Gabriel Bernal Granados (Ciudad de México, 1973) ha publicado libros de poesía, narrativa y ensayo, entre los cuales se encuentran Anotaciones para una teoría del fracaso (Fondo de Cultura Económica, 2016) y El sol en la acera de enfrente (Taller Martín Pescador, 2019). En 2019 apareció su traducción al español de La perla de John Steinbeck (Penguin). La siguiente conversación gira en torno a su libro más reciente: Leonardo da Vinci. El regreso de los dioses paganos (Turner, 2021).

En tus ensayos sobre pintura no existe propiamente un análisis, sino la producción de tu propia pintura y la revelación de elementos que no están visibles en el objeto de estudio. ¿Qué es eso invisible que busca tu trabajo?

Para responder tu pregunta quizá convenga remontarse un poco a la historia de la representación en la pintura de Occidente. Dentro de este marco de referencia, la pintura puede ser entendida como una indagación en la realidad. ¿Qué es lo que es?, sería la pregunta fundamental que se han hecho los pintores a lo largo de esta historia. Uno de los principales “filósofos” o “físicos” de la imagen, o del supuesto reflejo de la realidad que se persigue a través de los cuadros, fue Leonardo, quien aunando a la experiencia previa de la pintura italiana (Cimabue, Giotto, Masaccio, Fra Angelico), la de la pintura flamenca, produce no diría algunos de los cuadros más importantes que se han pintado a la fecha, sino uno de los mejores “tratados”, en el sentido orgánico de la palabra, sobre el significado y el sentido de lo que vemos.

A lo largo de su obra, Leonardo se pregunta sobre la naturaleza de lo que verdaderamente vemos cuando vemos con detenimiento y agudeza, y lo que descubre es una serie de datos “invisibles” que constituyen el tejido de la realidad; es decir, lo que hay más allá de los sentidos. El de Leonardo es uno de los legados espirituales más importantes de la cultura en Occidente gracias a este descubrimiento: lo que es no es lo que creemos que es, y para “representarlo” hay que organizarlo de nuevo a partir de un conocimiento preciso de cómo, por ejemplo, crecen las plantas, cómo es el comportamiento material del agua, cómo se comportan los músculos en determinadas circunstancias o qué incidencia tienen las emociones en la piel o en las manos o los gestos de la cara. Leonardo también descubre que lo que está adentro –lo que no puede verse– condiciona y explica lo que está afuera, esto es, lo visible, lo que puede verse. Así, en ese tenor y en ese sentido, lo que yo haría en mis ensayos o en mis escritos sobre pintura sería descubrir la trama oculta del pensamiento que se encuentra en algunas obras clave de la historia de la representación en Occidente.

Gabriel Bernal Granados

Gabriel Bernal Granados

Cuando uno lee tus reflexiones, así como a otros autores que también escribieron textos importantes sobre pintura –pienso rápido en los de compositor Morton Feldman–, hay la sensación de que solamente el lenguaje puede incursionar en zonas que parecen vedadas para el ojo.

Tocas un punto sumamente sensible, que conduce a una oposición de lenguajes que nacieron siendo gemelos pero, como casi siempre sucede en estos casos, terminaron rivalizando entre sí. En lenguas como el griego o el náhuatl se usa un mismo verbo –o pictograma, en el caso del náhuatl, donde sería expresión en sí mismo de esta dualidad– para significar dibujo y escritura; graphein, en griego, significa dibujar y escribir. Históricamente los pintores han sentido una desconfianza hacia la palabra escrita por considerar que no refleja el trasunto de los cuadros o del arte plástico en general. Hay, en efecto, una materialidad en la pintura de la que carece la escritura, que parece, en ciertos niveles de concentración, demasiado abstracta o incluso equívoca.

Leonardo, por ejemplo, sentía una profunda desconfianza frente a la palabra escrita, no obstante haber sido él mismo un escritor muy competente. Picasso, que era muy ingenioso con el uso de las palabras y que incluso en una época escribió poemas, no aprendió a leer y escribir hasta los doce años, una edad en la que ya poseía no obstante una extraordinaria cultura pictórica: para él el mundo estaba cifrado no en palabras sino en imágenes y sensaciones táctiles. Pero como bien dices, hay zonas que el ojo no puede penetrar y, me atrevería a decir, la palabra tampoco. Hay lugares que le pertenecen sólo al silencio. De ahí, quizá, que uno de los cuadros más significativos de la obra de Leonardo, cuya ejecución se le atribuye a los alumnos de su taller, el San Juan como Baco, represente una escena poblada por símbolos muy poderosos (Dionisos, el baldío, el ciervo) envueltos en una atmósfera de silencio casi absoluto.

“Ahora dibujo / mientras relato lo / que el bosquejo va diciendo”, escribió Valerio Magrelli. Esto parece describir el procedimiento de muchas de las prosas más importantes del siglo XX, sobre todo si pensamos, por ejemplo, en Michaux, Eielson, Proust, Saer o Gardea. ¿Te interesa o te ha interesado este vínculo entre pintura y narrativa?

La mayoría de los autores que has mencionado son en esencia poetas. Eielson escribió dos “novelas”. Pero aun en la “novela” (si un libro como El cuerpo de Giulia-no puede considerarse como una novela), Eielson era esencialmente un poeta. No me refiero a la tonta discusión de si es o no una novela de poeta, que me parece un término absurdo, sino a la condición del poeta que se manifiesta a sí mismo como tal aun en la prosa. (Ayer, un profesor de la universidad nos recordaba que Melville, uno de los grandes novelistas del siglo XIX, se consideraba a sí mismo poeta, una consideración que pone en tela de juicio el término “novela” aplicado a una obra tan compleja y densa como Moby Dick.) Más que del vínculo entre la narrativa y la pintura, que desde luego existe, yo hablaría de un vínculo necesario y recíproco entre la escritura y la pintura.

Ya hablamos en la pregunta anterior del rechazo y la desconfianza de un pintor como Leonardo hacia la palabra escrita, algo que habría que tomar con pinzas si se piensa que Leonardo bosquejó en sus cuadernos un Tratado sobre pintura que no llegó a concluir, y otros aparatos que no dependían tanto de la expresión plástica como de la expresión verbal; en su caso, habría que hablar de la cohabitación que se producía en sus cuadernos entre sus “apuntes” y sus dibujos, en tanto fases de una sola actividad mental; formas, en todo caso, de destilar el pensamiento. El escritor siente una nostalgia frente a la obra de arte plástico, ya que ésta parece llevar al terreno de lo real algo que en su caso se queda en el plano de lo abstracto o inasible, mientras que el pintor no deja de nutrirse de la literatura y encuentra en ella formas que son susceptibles de encarnar en sus cuadros. Pienso en un artista como Umberto Boccioni, compañero futurista de Marinetti y Papini, que murió prematuramente no sin antes haber terminado el manuscrito de una “novela”; para no hablar de los famosos casos de William Blake o de Wyndham Lewis. O de Franz Kafka, cuyos dibujos constituyen una extensión y un corolario de sus obras escritas.

Bach produce la sospecha de que una cantata es la continuación de la anterior, no como una composición inacabada, infinita, sino, como dijo Bram van Velde, una forma de abordar de manera distinta el mismo trabajo en cada oportunidad. ¿Qué es lo inacabado en Leonardo?

Bach y Leonardo parecen estar en pos de lo mismo: lo absoluto. Sin embargo, mientras que Bach vive penetrado de la luz de la divinidad y compone estando inmerso en ella, Leonardo cuestiona, pone en tela de juicio, quiere comprenderlo y abarcarlo todo; y ese afán de comprensión genera fisuras, rompimientos. La adoración de los magos o La batalla de Anghiari –lo que nos queda de ella– son asedios, tentativas en esta búsqueda de la totalidad del universo (ahora sabemos que el universo no constituye una totalidad, sino una pluralidad de momentos que se alternan de una forma caprichosa en apariencia). La Mona Lisa, el San Juan y el San Juan como Baco pueden verse como variaciones sobre un tema monumental: la androginia como símbolo de una dualidad –hombre y mujer, noche y día, luz y sombra– que se trasciende y la voluntad de entender convertida en un momento de calma y comprensión. Cuando ya nada importa, los símbolos se abren como frutos ya maduros y el crujir de una hoja de hierba se transforma en una puerta de acceso a todo lo que es.

¿Cómo nació Leonardo da Vinci. El regreso de los dioses paganos?

Hace años quería escribir sobre las cabezas y las manos en la obra de Leonardo. Finalmente tuve el tiempo y el dinero para poderme ocupar de la escritura de este libro. Vine a vivir a las montañas que separan al estado de Morelos de la Ciudad de México y entonces pude comprender cosas, como el significado de la montaña y la neblina que las esfuma a la distancia en los cuadros de Leonardo, y entendí que su pintura pertenecía a una tradición hermética, que se remontaba a siglos atrás y buscaba en la Naturaleza respuestas al significado de la existencia del hombre en esta tierra. Así fue como surgió este libro.

La entrada Gabriel Bernal Granados: el legado de Leonardo se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/lC7XYdG
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

Gabriel Bernal Granados: el legado de Leonardo

Gabriel Bernal Granados (Ciudad de México, 1973) ha publicado libros de poesía, narrativa y ensayo, entre los cuales se encuentran Anotaciones para una teoría del fracaso (Fondo de Cultura Económica, 2016) y El sol en la acera de enfrente (Taller Martín Pescador, 2019). En 2019 apareció su traducción al español de La perla de John Steinbeck (Penguin). La siguiente conversación gira en torno a su libro más reciente: Leonardo da Vinci. El regreso de los dioses paganos (Turner, 2021).

En tus ensayos sobre pintura no existe propiamente un análisis, sino la producción de tu propia pintura y la revelación de elementos que no están visibles en el objeto de estudio. ¿Qué es eso invisible que busca tu trabajo?

Para responder tu pregunta quizá convenga remontarse un poco a la historia de la representación en la pintura de Occidente. Dentro de este marco de referencia, la pintura puede ser entendida como una indagación en la realidad. ¿Qué es lo que es?, sería la pregunta fundamental que se han hecho los pintores a lo largo de esta historia. Uno de los principales “filósofos” o “físicos” de la imagen, o del supuesto reflejo de la realidad que se persigue a través de los cuadros, fue Leonardo, quien aunando a la experiencia previa de la pintura italiana (Cimabue, Giotto, Masaccio, Fra Angelico), la de la pintura flamenca, produce no diría algunos de los cuadros más importantes que se han pintado a la fecha, sino uno de los mejores “tratados”, en el sentido orgánico de la palabra, sobre el significado y el sentido de lo que vemos.

A lo largo de su obra, Leonardo se pregunta sobre la naturaleza de lo que verdaderamente vemos cuando vemos con detenimiento y agudeza, y lo que descubre es una serie de datos “invisibles” que constituyen el tejido de la realidad; es decir, lo que hay más allá de los sentidos. El de Leonardo es uno de los legados espirituales más importantes de la cultura en Occidente gracias a este descubrimiento: lo que es no es lo que creemos que es, y para “representarlo” hay que organizarlo de nuevo a partir de un conocimiento preciso de cómo, por ejemplo, crecen las plantas, cómo es el comportamiento material del agua, cómo se comportan los músculos en determinadas circunstancias o qué incidencia tienen las emociones en la piel o en las manos o los gestos de la cara. Leonardo también descubre que lo que está adentro –lo que no puede verse– condiciona y explica lo que está afuera, esto es, lo visible, lo que puede verse. Así, en ese tenor y en ese sentido, lo que yo haría en mis ensayos o en mis escritos sobre pintura sería descubrir la trama oculta del pensamiento que se encuentra en algunas obras clave de la historia de la representación en Occidente.

Gabriel Bernal Granados

Gabriel Bernal Granados

Cuando uno lee tus reflexiones, así como a otros autores que también escribieron textos importantes sobre pintura –pienso rápido en los de compositor Morton Feldman–, hay la sensación de que solamente el lenguaje puede incursionar en zonas que parecen vedadas para el ojo.

Tocas un punto sumamente sensible, que conduce a una oposición de lenguajes que nacieron siendo gemelos pero, como casi siempre sucede en estos casos, terminaron rivalizando entre sí. En lenguas como el griego o el náhuatl se usa un mismo verbo –o pictograma, en el caso del náhuatl, donde sería expresión en sí mismo de esta dualidad– para significar dibujo y escritura; graphein, en griego, significa dibujar y escribir. Históricamente los pintores han sentido una desconfianza hacia la palabra escrita por considerar que no refleja el trasunto de los cuadros o del arte plástico en general. Hay, en efecto, una materialidad en la pintura de la que carece la escritura, que parece, en ciertos niveles de concentración, demasiado abstracta o incluso equívoca.

Leonardo, por ejemplo, sentía una profunda desconfianza frente a la palabra escrita, no obstante haber sido él mismo un escritor muy competente. Picasso, que era muy ingenioso con el uso de las palabras y que incluso en una época escribió poemas, no aprendió a leer y escribir hasta los doce años, una edad en la que ya poseía no obstante una extraordinaria cultura pictórica: para él el mundo estaba cifrado no en palabras sino en imágenes y sensaciones táctiles. Pero como bien dices, hay zonas que el ojo no puede penetrar y, me atrevería a decir, la palabra tampoco. Hay lugares que le pertenecen sólo al silencio. De ahí, quizá, que uno de los cuadros más significativos de la obra de Leonardo, cuya ejecución se le atribuye a los alumnos de su taller, el San Juan como Baco, represente una escena poblada por símbolos muy poderosos (Dionisos, el baldío, el ciervo) envueltos en una atmósfera de silencio casi absoluto.

“Ahora dibujo / mientras relato lo / que el bosquejo va diciendo”, escribió Valerio Magrelli. Esto parece describir el procedimiento de muchas de las prosas más importantes del siglo XX, sobre todo si pensamos, por ejemplo, en Michaux, Eielson, Proust, Saer o Gardea. ¿Te interesa o te ha interesado este vínculo entre pintura y narrativa?

La mayoría de los autores que has mencionado son en esencia poetas. Eielson escribió dos “novelas”. Pero aun en la “novela” (si un libro como El cuerpo de Giulia-no puede considerarse como una novela), Eielson era esencialmente un poeta. No me refiero a la tonta discusión de si es o no una novela de poeta, que me parece un término absurdo, sino a la condición del poeta que se manifiesta a sí mismo como tal aun en la prosa. (Ayer, un profesor de la universidad nos recordaba que Melville, uno de los grandes novelistas del siglo XIX, se consideraba a sí mismo poeta, una consideración que pone en tela de juicio el término “novela” aplicado a una obra tan compleja y densa como Moby Dick.) Más que del vínculo entre la narrativa y la pintura, que desde luego existe, yo hablaría de un vínculo necesario y recíproco entre la escritura y la pintura.

Ya hablamos en la pregunta anterior del rechazo y la desconfianza de un pintor como Leonardo hacia la palabra escrita, algo que habría que tomar con pinzas si se piensa que Leonardo bosquejó en sus cuadernos un Tratado sobre pintura que no llegó a concluir, y otros aparatos que no dependían tanto de la expresión plástica como de la expresión verbal; en su caso, habría que hablar de la cohabitación que se producía en sus cuadernos entre sus “apuntes” y sus dibujos, en tanto fases de una sola actividad mental; formas, en todo caso, de destilar el pensamiento. El escritor siente una nostalgia frente a la obra de arte plástico, ya que ésta parece llevar al terreno de lo real algo que en su caso se queda en el plano de lo abstracto o inasible, mientras que el pintor no deja de nutrirse de la literatura y encuentra en ella formas que son susceptibles de encarnar en sus cuadros. Pienso en un artista como Umberto Boccioni, compañero futurista de Marinetti y Papini, que murió prematuramente no sin antes haber terminado el manuscrito de una “novela”; para no hablar de los famosos casos de William Blake o de Wyndham Lewis. O de Franz Kafka, cuyos dibujos constituyen una extensión y un corolario de sus obras escritas.

Bach produce la sospecha de que una cantata es la continuación de la anterior, no como una composición inacabada, infinita, sino, como dijo Bram van Velde, una forma de abordar de manera distinta el mismo trabajo en cada oportunidad. ¿Qué es lo inacabado en Leonardo?

Bach y Leonardo parecen estar en pos de lo mismo: lo absoluto. Sin embargo, mientras que Bach vive penetrado de la luz de la divinidad y compone estando inmerso en ella, Leonardo cuestiona, pone en tela de juicio, quiere comprenderlo y abarcarlo todo; y ese afán de comprensión genera fisuras, rompimientos. La adoración de los magos o La batalla de Anghiari –lo que nos queda de ella– son asedios, tentativas en esta búsqueda de la totalidad del universo (ahora sabemos que el universo no constituye una totalidad, sino una pluralidad de momentos que se alternan de una forma caprichosa en apariencia). La Mona Lisa, el San Juan y el San Juan como Baco pueden verse como variaciones sobre un tema monumental: la androginia como símbolo de una dualidad –hombre y mujer, noche y día, luz y sombra– que se trasciende y la voluntad de entender convertida en un momento de calma y comprensión. Cuando ya nada importa, los símbolos se abren como frutos ya maduros y el crujir de una hoja de hierba se transforma en una puerta de acceso a todo lo que es.

¿Cómo nació Leonardo da Vinci. El regreso de los dioses paganos?

Hace años quería escribir sobre las cabezas y las manos en la obra de Leonardo. Finalmente tuve el tiempo y el dinero para poderme ocupar de la escritura de este libro. Vine a vivir a las montañas que separan al estado de Morelos de la Ciudad de México y entonces pude comprender cosas, como el significado de la montaña y la neblina que las esfuma a la distancia en los cuadros de Leonardo, y entendí que su pintura pertenecía a una tradición hermética, que se remontaba a siglos atrás y buscaba en la Naturaleza respuestas al significado de la existencia del hombre en esta tierra. Así fue como surgió este libro.

La entrada Gabriel Bernal Granados: el legado de Leonardo se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/lC7XYdG
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad