Una llamada anónima realizada el 21 de marzo de 1947 alrededor de las nueve de la mañana alertó a la policía acerca de la existencia de un cadáver en el número 2078 de la Quinta Avenida de Nueva York. No era la primera vez que alguien reportaba a la policía local incidentes relacionados con la propiedad y con sus excéntricos ocupantes, pero los agentes que se dirigieron al domicilio no estaban preparados para lo que iban a encontrarse allí: puertas y ventanas cerradas de las que emanaba un hedor insoportable y, detrás de ellas, muros de periódicos viejos atados con cuerdas que impedían el acceso, todo un territorio laberíntico de catalogación imposible, y sólo gobernado por las ratas, que reunía decenas de paraguas rotos, un cochecito de niño sin ruedas, armas, varios juegos de bolos, un tándem, bicicletas, maniquíes, artículos de jardinería, unos veinticinco mil libros, una piragua, catorce pianos verticales y de cola, decenas de lámparas, los cabezales de una cama, una estufa de queroseno, preparados médicos con vísceras humanas, una nevera vieja, cientos de metros de alfombras, cortinas y tapices, una cantidad igualmente significativa de relojes, una quijada de caballo, partituras en Braille, un aparato de rayos X, una colección importante de trenes de juguete, instrumental quirúrgico y un Ford T.
Unas ciento tres toneladas de basura en total cuya extracción requirió diecinueve días. Nueve antes de que las tareas de limpieza acabaran se halló un segundo cadáver, el de uno de los dos hermanos propietarios de la casa, al que le había caído encima una montaña de periódicos tras haber accionado involuntariamente una de las trampas que él mismo había dispuesto para ahuyentar a los intrusos; el cadáver, que se hallaba en avanzado estado de descomposición y había comenzado ya a ser devorado por las ratas, llevaba puestas tres chaquetas, cuatro pares de pantalones y una bufanda de arpillera, pero no llevaba ropa interior ni zapatos. A un par de metros de él se había encontrado el primero de los cuerpos, el de un hombre sentado en una silla con la cabeza apoyada en las rodillas, el cabello hasta los hombros, vestido apenas con los jirones de un albornoz. El dictamen del forense fue que había muerto de inanición la noche anterior tras pasar varios días sin comer. El primer cadáver era el de Homer Collyer, uno de los dos hermanos que habitaban la casa.
“Soy Homer, el hermano ciego”: con estas palabras comienza Homer y Langley (2009), la penúltima novela de E.L. Doctorow (Nueva York, 1931-2015). Doctorow, que fue uno de los escritores estadounidenses más importantes de su época y uno de los candidatos habituales al Nobel, era un adolescente cuando fueron descubiertos los cadáveres de los hermanos Collyer en su piso de la Quinta Avenida; cuando décadas más tarde decidió escribir sobre ellos porque había comprendido que, “como mitos que son, los hermanos Collyer requerían no que se investigara sobre ellos sino que se les interpretara”. Y esta certeza no sólo alcanza a la historia de estos hermanos adinerados y excéntricos que un día decidieron darle la espalda al mundo sino también a la muy personal aproximación a la historia que Doctorow realizó libro tras libro desde El hombre malo de Bodie (1960), su primera obra, hasta El cerebro de Andrew (2014), su última novela.
En Homer y Langley Doctorow demuestra un conocimiento extraordinario de ciertas particularidades de la literatura al escoger narrar la historia como si él fuera el hermano ciego; esta elección otorga al relato la peculiaridad de ser narrado por quien más limitado se encuentra para percibir los hechos a su alrededor: la elección del otro hermano, que intervino en la Primera Guerra Mundial, hubiera sido más convencional desde el punto de vista novelístico, ya que hubiera dotado a la historia de una mayor variedad de matices y de eventos. Pero escoger al hermano ciego permite a Doctorow adentrarse en la mayor de las excentricidades de Langley Collyer, la confección de un enorme periódico que resumiese la totalidad de la prensa neoyorquina desde el momento en que Homer quedó definitivamente ciego para que éste pudiera conocer los eventos de su tiempo el día en que recobrara la vista: Langley “salía en busca de todos los periódicos matutinos, y por la tarde en busca de los vespertinos, y a eso había que sumar la prensa económica, las revistas de sexo, los boletines marginales, las gacetas del mundo del espectáculo, y demás. Quería fijar definitivamente la vida estadounidense en una sola edición, lo que él llamaba El Periódico Sin Fecha Eternamente Actual De Collyer, el único periódico necesario de leer para cualquier persona”.
Aunque las alusiones al periódico son numerosas a lo largo del libro, Doctorow nunca es demasiado explícito al respecto, probablemente porque en el proyecto del periódico no sólo está el origen del accidente que llevó a los dos hermanos a la muerte sino también la explicación de lo que de otra forma es un misterio impenetrable: el periódico imposible de Langley Collyer y su prescripción a su hermano de ingerir cien naranjas diarias para recobrar la vista fueron el resultado de un intento inútil por reparar una serie de acontecimientos traumáticos (el abandono recurrente de los padres, las experiencias en la Gran Guerra, las decepciones amorosas) de los que la ceguera del hermano en plena juventud resultó el más importante.
Lo extraordinario de este libro es que su autor consigue “fijar definitivamente la vida estadounidense” de la primera mitad del siglo XX a través de la percepción limitada de un anciano ciego y paralítico que está quedándose sordo; por las páginas de Homer y Langley desfilan la inocencia de la vida cotidiana previa a la Gran Depresión, los estragos que ésta provocó, el retorno de los soldados norteamericanos tras la Primera Guerra Mundial, el cine mudo y su desaparición, el ascenso y la caída de la mafia, la Ley Seca, el jazz, la corrupción policial, la Segunda Guerra Mundial y la guerra de Corea y, ya apartándose de la historia original, la irrupción de la televisión en los hogares estadounidenses, el rock ‘n roll, el movimiento por los derechos civiles, la guerra de Vietnam, la contracultura, el movimiento hippie, la llegada del hombre a la Luna y los apagones en Nueva York; también un enigma que se dibuja como el vacío, que los hermanos Collyer llenaron con los objetos más inverosímiles y que le sirvió de tumba. En el 2078 de la Quinta Avenida de Nueva York hay ahora una plaza minúscula con una docena de sicomoros; los árboles se yerguen con obstinación y llenan un vacío que es también un enigma.
Un día los hermanos Collyer despidieron a buena parte de su personal, desconectaron el timbre de la casa, arrancaron el cable del teléfono y tapiaron las ventanas con tablas de madera; a pesar de ser ricos, dejaron de pagar la hipoteca de su propiedad y los insumos de agua, gas y electricidad y tuvieron que ingeniárselas para vivir sin ellos. Naturalmente fueron rechazados por sus vecinos (tal vez porque su renuncia sugería la peligrosa opinión de que el suyo no era el mejor de los mundos posibles), pero el repudio de la comunidad tan sólo alimentó aún más su extravagancia y su aislamiento; ese rechazo del mundo (que los emparienta con otros grandes artistas del “no” como Franz Gsellmann, Henry J. Darger y Joe Gould) explica su excentricidad y su desgracia íntima, pero también sirve de epítome y de argumento sobre las razones que llevan a alguien a escribir ficción. “Tú has visto esta casa. Sabes que no tenemos otra manera de vivir. Sabes que somos quienes somos”, dice el hermano ciego, pero con él hablan E.L. Doctorow y todos los escritores que merecen ocupar un lugar relevante en nuestras vidas.
E.L. Doctorow, Homer y Langley, trad. Isabel Ferrer y Carlos Milla, Miscelánea, Barcelona, 2010
Publicado originalmente en El Boomeran(g), 2010
La entrada “No tenemos otra manera de vivir” se publicó primero en La Tempestad.
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