lunes, 28 de febrero de 2022

Pesadillas de la evolución tecnológica

En las décadas de los 50 y los 60 se configuró gran parte del imaginario popular relacionado con la ciencia ficción. En 1966 se estrenó la serie de televisión Star Trek y, un año antes, Perdidos en el espacio. Estos productos, basados en la cultura del cómic y, por supuesto, en el contexto de la carrera espacial desarrollada durante la Guerra Fría (Yuri Gagarin –cosmonauta soviético– completó una órbita de la Tierra el 12 de abril de 1961), tenían una característica común: un optimismo desbordado sobre la tecnología y sus posibilidades. La historia era una línea recta que, invariablemente, nos llevaría a un futuro en el que el hombre podría moldear no sólo la naturaleza sino explorar el Sistema Solar y, por qué no, la galaxia entera.

Quizás la gran excepción a esta narrativa, al menos en Estados Unidos, fue Ray Bradbury, que en 1950 se atrevió a desafiar la relación del hombre y su papel como futuro dominador del espacio en su libro de cuentos Crónicas marcianas. Sin embargo, no fue el único: a miles de kilómetros de distancia, en el bloque comunista, un escritor polaco no sólo ponía en jaque, al igual que Bradbury, el optimismo tecnológico sino que aventuraba pronósticos inquietantes a décadas de distancia y que, incluso, forman parte de los debates científicos y filosóficos del siglo XXI.

El Invencible, novela publicada originalmente en 1964 y editada en español por la editorial Impedimenta el año pasado, es un gran ejemplo de cómo la imaginación puede evitar lo inmediato en lugar de cumplir con las expectativas de los lectores de la segunda mitad del siglo XX. La novela inicia con un tópico usado muchas veces en la narrativa de la ciencia ficción: una nave espacial –El Invencible– es comisionada para que investigue el destino de El Cóndor –su nave gemela–, que ha desaparecido en el planeta Regis III. La historia recuerda la anécdota de Solaris, quizás la obra más conocida de Lem, en la que una nave se acerca a un planeta misterioso. En ambos planetas hay enigmas que, de diferentes maneras, acechan a la tripulación de recién llegados.

Los astronautas de El Invencible, una vez que encuentran a la nave gemela, comienzan a descubrir algo inquietante: la única forma de vida –si se le puede llamar así– son pequeños insectos metálicos. Una vez que pueden recolectar algunos, los científicos de la expedición comprenden que son máquinas diminutas que se comportan como un enjambre. En este punto surgen teorías interesantes: la más plausible es que los insectos voladores sean la herencia de una civilización muy desarrollada que abandonó el planeta o, simplemente, se extinguió. Pronto se dan cuenta de que se autorreplican a gran velocidad y reaccionan violentamente ante cualquier interacción que los amenace. Estos organismos artificiales han exterminado a cualquier competidor y dominan el planeta a placer. No dependen de otros animales para sobrevivir y pueden satisfacer sus necesidades energéticas de su entorno.        

El Invencible da pie a varias lecturas interesantes; quizá la más profunda nos enfrenta con un escenario poco esperanzador: los seres humanos no sólo podemos desaparecer sino que nuestros artilugios quedarán como una huella tóxica que puede mutar en formas imprevisibles y cada vez más peligrosas. El llamado rranshumanismo, que habitualmente imagina seres humanos potenciados por tecnología cada vez más sofisticada, puede ser sólo una ilusión. Quizás el único recuerdo de nosotros sea similar al de la civilización del planeta Regis III, un espejo de nuestro hogar: organismos competitivos, carentes de cualquier conciencia, diseñados para acabar con cualquier tipo de invasor.

El Invencible y su tripulación siguen la narrativa que coloca al hombre en el centro de todo y, por esta razón, creen que pueden enfrentar y exterminar a los insectos voladores que forman nubes gigantescas. La tecnología destructiva, la carga exponencial de violencia que siempre ha servido en nuestro pasado, es repelida por ellos. Al final, incrédulos y con varios muertos a cuestas, los astronautas tienen que regresar no sin antes poner al planeta en cuarentena.

El Invencible muestra que la literatura puede problematizar los paradigmas tecnológicos que casi nunca son puestos en duda. La fe en el mundo artificial que nos rodea puede ser un oscuro epitafio y una caja de Pandora cuyos efectos apenas podemos vislumbrar. Al igual que en sus obras más emblemáticas, Lem ofrece una historia de aventuras que, en realidad, es una pesadilla que nos ayuda a pensar sobre nuestro futuro.

Stanisław Lem, El Invencible, trad. del polaco de Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz, Impedimenta, Madrid, 2021

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