miércoles, 28 de diciembre de 2022

Eithne Strong: un proyecto atrevido

Explorar lo profundo cotidiano. Éste sería el lema que elegiría para caracterizar la obra de Eithne Strong (1923-1999). Sin embargo, lo que el lema intenta conquistar y ofrecer –la médula memorable de una obra– significa también la pérdida del matiz y pasar por alto preguntas que todavía no se han terminado de responder. Tal vez, entonces, debería haber comenzado esta nota con una pregunta esencial: ¿por qué la obra de la escritora irlandesa Eithne Strong es prácticamente desconocida en el mundo hispanoparlante? La falta de traducciones al castellano y la reducida cantidad de ejemplares que circulan por las librerías virtuales son parte de la respuesta. La otra parte la mencionaron poetas irlandesas como Eavan Boland, que en repetidas ocasiones nos habló de los obstáculos con los que se encontraban las escritoras mujeres durante los siglos XIX y XX para lograr reconocimiento literario en Irlanda, donde incluso la palabra poeta parecía designar solo a hombres escritores como W.B. Yeats y Seamus Heaney. En este contexto la literatura de Strong se hizo de una voz propia. Su apuesta literaria refleja una gran voluntad de autoafirmación en un mundo donde ser mujer y madre solían demandar abnegación. Irlanda no es, claramente, un caso aparte, y no se pueden obviar los ecos de esta situación en otros mundos más cercanos, como el hispanoparlante.   

Aunque hoy en día el trabajo de Strong ha encontrado cierto reconocimiento en Irlanda, su posición marginal frente a corrientes culturales dominantes es curiosamente reveladora de la biografía de esta escritora y del tipo de literatura que cultivó. Sus textos se nutren de su vida, en la que intentó romper con moldes y normas preestablecidas. Nacida en Glensharrold, Limerick, en la provincia de Munster del oeste de Irlanda, Eithne Strong creció en un ambiente bilingüe donde se hablaba y leía en irlandés e inglés. En 1941 se muda a Dublín y publica sus primeros poemas en irlandés. Un año más tarde se casa con Rupert Strong, un psicoanalista que junto a Jonathan Hanaghan fundó la primera asociación psicoanalista en Irlanda en 1942. En 1949 los tres establecieron una comuna donde vivían y ofrecían hospedaje y apoyo psicológico. Eithne Strong tuvo nueve hijos que se criaron en este ambiente liberal.

Contra los obstáculos

Strong publicó siete colecciones de poesía en inglés, cuatro en irlandés, dos novelas y un libro de cuentos. Aunque cada obra recorre un camino artístico diferente, hay temas que parecen repetirse de manera compulsiva: las dificultades para lograr un espacio personal más allá, o a pesar de la maternidad, los prejuicios religiosos y morales de la época, la lucha por la libertad sexual, los affaires extramatrimoniales dentro del contexto de parejas polígamas, los roles asignados, las máscaras diarias usadas para satisfacer y desafiar la mirada de los otros y la falta de recursos.

En la obra de Strong ser mujer empodera, pero frecuentemente también crea trabas y obstáculos. Tal vez por eso varios de sus poemas intentan desafiar maneras convencionales de definir lo femenino.

En la obra de Strong ser mujer empodera, pero frecuentemente también crea trabas y obstáculos. Tal vez por eso varios de sus poemas intentan desafiar maneras convencionales de definir lo femenino y se burlan de tropos literarios trillados para caracterizar a la mujer. Así, en Songs of Living (1961) el poema “La flor” (“The Flower”) toma la perspectiva de una voz que sueña con una mujer, vista como flor (claro símbolo de su sexo idealizado), “ceñida aún bajo el capullo”, flagrante y pura. Pero la posibilidad de intimidad con esta mujer se cancela en la última estrofa: “un sueño solo fue lo que te conté / las flores no me hablan y no tengo relaciones íntimas / con las bellas inmaculadas”. A pesar de mofarse de este tipo de sueño, el ritmo nasal arrullador de la última estrofa sugiere que tal vez la idealización del sueño continue.

Eithne Strong

Eithne Strong. © Sarah Strong

“Una mujer desatada” (“A Woman Unleashed”), de la misma colección, nos muestra también que la disonancia y la fricción entre tema y cadencia son materia de la poesía. Basada en parte en la figura del folclor irlandés llamada The Hag of Beara (la bruja de Beara), la “mujer desatada” y su “destrucción titánica”/ “arrasando la vida” nos recuerdan a la furia femenina de personajes griegos como Deméter y Antígona. El poema exhibe imágenes de aquello que logra salirse de control a través de la acción de la mujer desatada: “inundación ingobernable / asolada llanura desértica / cubierta de la matanza salvaje de la sangre”. En contraste con este despliegue desbordante y destructivo, el ritmo del poema es contenido y escueto. Los versos son cortantes, no hay encabalgamiento, la puntuación es escasa.       

Impulso narrativo

Los poemas de Strong tienen un impulso narrativo, son poemas que cuentan algo. Flesh, the Greatest Sin (1980) es el libro que evidencia este rasgo de manera más clara. Este texto poético y narrativo, que por momentos es coral, traza la vida de distintos personajes afectados por la represión religiosa y moralizante. Contra la seducción, contra el placer, contra el cuerpo: son las sentencias a las que su obra se opone, pero que aun así resuenan de manera opresiva en el libro de Strong.

La poeta irlandesa rehúye la solemnidad y adopta una visión estética que se ha alejado de temas elevados. Y embiste a la hora de poner la vida en un poema. En My Darling Neighbour (1985), “Diámetro” (“Diameter”) parodia los artilugios empleados por escritores para oscurecer alusiones biográficas en sus obras y presentar dichas menciones como si fueran una discusión abstracta, dando lugar a debates académicos sobre, por ejemplo, la vagina de Molly Bloom (personaje memorable del Ulises de James Joyce): “¿Era cóncava o convexa?”, pregunta la voz poética y predice que: “Por décadas, estudiantes imaginarios / detenidamente y con ansiedad interpretarán / las posibles derivaciones // de tal y tal alusión”.

La poeta irlandesa rehúye la solemnidad y adopta una visión estética que se ha alejado de temas elevados. Y embiste a la hora de poner la vida en un poema.

El rechazo a la normatividad de la familia nuclear y las parejas convencionales es un tema que aparece con frecuencia en los cuentos de Patterns and Other Stories (1981). Pero los intentos de crear lazos sexuales y sentimentales con personas fuera de la pareja matrimonial producen a menudo una sensación de insuficiencia. Por ejemplo, el título de uno de ellos, “El Réquiem”, hace alusión a la composición de Johannes Brahms (Un réquiem alemán, 1868), pero se refiere también al lamento por la intimidad no lograda entre amantes y la ineptitud de las palabras para remediar esa falta.

Tanto en los cuentos como en las novelas de Strong, aunque están presentes el ajetreo y el ruido diarios, la lente a través de la cual se filtra la acción nos ofrece una visión reposada. El argumento de la novela The Love Riddle (1993) ocurre durante la Segunda Guerra Mundial, pero el foco está puesto en el pasado familiar. En esta novela vemos que aunque la prosa de Strong también desdibuja las líneas que separan a la ficción de la autobiografía, esto no genera intimidad con el lector. Vemos, en cambio, al argumento desplegarse ante nosotros, pero permanecemos ajenos, como quien mira desde fuera.

Irlanda, un paisaje

De su trabajo en irlandés Strong dijo que su intención no era de corte nacionalista. En una entrevista con Rebecca Wilson de 1990, Strong aclara: “Estoy en contra de las fronteras. No quiero que me identifiquen con el nacionalismo. En la medida en que nací aquí y el irlandés era la lengua de mi casa y me gusta mucho, por supuesto que me expresaré en ella. Pero también podría haber nacido en Italia o en Rusia… es mucho más importante ser ciudadano del mundo. Lo que me interesa son los seres humanos y lo que significa convivir con gente, me da igual que sean irlandeses, chinos o lo que sea”.

Joseph Heininger dijo que la poesía y la prosa de Eithne Strong revelan el deseo de resistir, de manera inquebrantable, las pruebas que pone la vida.

Sin embargo, la importancia de Irlanda y sus paisajes es evidente en la obra de Eithne Strong. Por ejemplo, en Songs of Living, el poema titulado “Síntesis – Achill, 1958” (“Synthesis – Achill, 1958”) escenifica la búsqueda inquieta del ser contra el trasfondo de una naturaleza de apariencia inamovible e inmemorial: las colinas y el mar de la isla Achill. El poema comienza con lo que parece ser una interpelación al lector: “no hables ahora / porque la belleza”, generando un sentido de anticipación y expectativa que el poema no defrauda. Las colinas de Achill, antiguamente habitadas por druidas irlandeses, bordean oscuras la puesta del sol y la tierra silenciosa que vemos en su extensión. El ritmo del poema es sensual y acompaña de manera natural al transcurso del día. El yo poético trata de encontrar una respuesta en el silencio del paisaje y en “el encuentro amoroso con lo que me hizo”. El mismo paisaje vuelve a aparecer en el poema “Achill” de Let Live (1990), pero en este último está dotado de alma y hechizos. Achill logra engañar al visitante urbano que se pierde en la seducción del paisaje y hasta es capaz de “dejar la cama de un amante para ver / la oscuridad volverse luz sobre la montaña Slievemore”. Para el habitante de Achill, en cambio, este paisaje espera fuera del tiempo, “riendo su luz y vengando sus heridas en visitantes tardíos”. En “La península de Beara” (“Beara Peninsula”), también de Let Live, el ritmo abrasivo del poema, creado a partir de la puntuación cortante y la aliteración de sonidos ásperos, hace eco del paisaje y del mar “henchido de viento y luna” que “fuerzan a nuestro ojo” a mirar para arriba.

Joseph Heininger dijo que la poesía y la prosa de Eithne Strong revelan el deseo de resistir, de manera inquebrantable, las pruebas que pone la vida. Desde luego quien recorra la obra de Strong encontrará textos memorables y verá también diversas formas de la apuesta de la poeta irlandesa por un tipo de libertad que “solo comienza donde termina el miedo”. Así nos lo recuerda Strong en “Nada es celestial” (“Nothing Heavenly”), publicado en la antología Spatial Nosing: New and Selected Poems (1993). La obra de Eithne Strong es una propuesta literaria atrevida y, sin lugar a dudas, merece tener más lectores en el mundo hispanoparlante.   

La entrada Eithne Strong: un proyecto atrevido se publicó primero en La Tempestad.



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Eithne Strong: un proyecto atrevido

Explorar lo profundo cotidiano. Éste sería el lema que elegiría para caracterizar la obra de Eithne Strong (1923-1999). Sin embargo, lo que el lema intenta conquistar y ofrecer –la médula memorable de una obra– significa también la pérdida del matiz y pasar por alto preguntas que todavía no se han terminado de responder. Tal vez, entonces, debería haber comenzado esta nota con una pregunta esencial: ¿por qué la obra de la escritora irlandesa Eithne Strong es prácticamente desconocida en el mundo hispanoparlante? La falta de traducciones al castellano y la reducida cantidad de ejemplares que circulan por las librerías virtuales son parte de la respuesta. La otra parte la mencionaron poetas irlandesas como Eavan Boland, que en repetidas ocasiones nos habló de los obstáculos con los que se encontraban las escritoras mujeres durante los siglos XIX y XX para lograr reconocimiento literario en Irlanda, donde incluso la palabra poeta parecía designar solo a hombres escritores como W.B. Yeats y Seamus Heaney. En este contexto la literatura de Strong se hizo de una voz propia. Su apuesta literaria refleja una gran voluntad de autoafirmación en un mundo donde ser mujer y madre solían demandar abnegación. Irlanda no es, claramente, un caso aparte, y no se pueden obviar los ecos de esta situación en otros mundos más cercanos, como el hispanoparlante.   

Aunque hoy en día el trabajo de Strong ha encontrado cierto reconocimiento en Irlanda, su posición marginal frente a corrientes culturales dominantes es curiosamente reveladora de la biografía de esta escritora y del tipo de literatura que cultivó. Sus textos se nutren de su vida, en la que intentó romper con moldes y normas preestablecidas. Nacida en Glensharrold, Limerik, en la provincia de Munster del oeste de Irlanda, Eithne Strong creció en un ambiente bilingüe donde se hablaba y leía en irlandés e inglés. En 1941 se muda a Dublín y publica sus primeros poemas en irlandés. Un año más tarde se casa con Rupert Strong, un psicoanalista que junto a Jonathan Hanaghan fundó la primera asociación psicoanalista en Irlanda en 1942. En 1949 los tres establecieron una comuna donde vivían y ofrecían hospedaje y apoyo psicológico. Eithne Strong tuvo nueve hijos que se criaron en este ambiente liberal.

Contra los obstáculos

Strong publicó siete colecciones de poesía en inglés, cuatro en irlandés, dos novelas y un libro de cuentos. Aunque cada obra recorre un camino artístico diferente, hay temas que parecen repetirse de manera compulsiva: las dificultades para lograr un espacio personal más allá, o a pesar de la maternidad, los prejuicios religiosos y morales de la época, la lucha por la libertad sexual, los affaires extramatrimoniales dentro del contexto de parejas polígamas, los roles asignados, las máscaras diarias usadas para satisfacer y desafiar la mirada de los otros y la falta de recursos.

En la obra de Strong ser mujer empodera, pero frecuentemente también crea trabas y obstáculos. Tal vez por eso varios de sus poemas intentan desafiar maneras convencionales de definir lo femenino.

En la obra de Strong ser mujer empodera, pero frecuentemente también crea trabas y obstáculos. Tal vez por eso varios de sus poemas intentan desafiar maneras convencionales de definir lo femenino y se burlan de tropos literarios trillados para caracterizar a la mujer. Así, en Songs of Living (1961) el poema “La flor” (“The Flower”) toma la perspectiva de una voz que sueña con una mujer, vista como flor (claro símbolo de su sexo idealizado), “ceñida aún bajo el capullo”, flagrante y pura. Pero la posibilidad de intimidad con esta mujer se cancela en la última estrofa: “un sueño solo fue lo que te conté / las flores no me hablan y no tengo relaciones íntimas / con las bellas inmaculadas”. A pesar de mofarse de este tipo de sueño, el ritmo nasal arrullador de la última estrofa sugiere que tal vez la idealización del sueño continue.

Eithne Strong

Eithne Strong. © Sarah Strong

“Una mujer desatada” (“A Woman Unleashed”), de la misma colección, nos muestra también que la disonancia y la fricción entre tema y cadencia son materia de la poesía. Basada en parte en la figura del folclor irlandés llamada The Hag of Beara (la bruja de Beara), la “mujer desatada” y su “destrucción titánica”/ “arrasando la vida” nos recuerdan a la furia femenina de personajes griegos como Deméter y Antígona. El poema exhibe imágenes de aquello que logra salirse de control a través de la acción de la mujer desatada: “inundación ingobernable / asolada llanura desértica / cubierta de la matanza salvaje de la sangre”. En contraste con este despliegue desbordante y destructivo, el ritmo del poema es contenido y escueto. Los versos son cortantes, no hay encabalgamiento, la puntuación es escasa.       

Impulso narrativo

Los poemas de Strong tienen un impulso narrativo, son poemas que cuentan algo. Flesh, the Greatest Sin (1980) es el libro que evidencia este rasgo de manera más clara. Este texto poético y narrativo, que por momentos es coral, traza la vida de distintos personajes afectados por la represión religiosa y moralizante. Contra la seducción, contra el placer, contra el cuerpo: son las sentencias a las que su obra se opone, pero que aun así resuenan de manera opresiva en el libro de Strong.

La poeta irlandesa rehúye la solemnidad y adopta una visión estética que se ha alejado de temas elevados. Y embiste a la hora de poner la vida en un poema. En My Darling Neighbour (1985), “Diámetro” (“Diameter”) parodia los artilugios empleados por escritores para oscurecer alusiones biográficas en sus obras y presentar dichas menciones como si fueran una discusión abstracta, dando lugar a debates académicos sobre, por ejemplo, la vagina de Molly Bloom (personaje memorable del Ulises de James Joyce): “¿Era cóncava o convexa?”, pregunta la voz poética y predice que: “Por décadas, estudiantes imaginarios / detenidamente y con ansiedad interpretarán / las posibles derivaciones // de tal y tal alusión”.

La poeta irlandesa rehúye la solemnidad y adopta una visión estética que se ha alejado de temas elevados. Y embiste a la hora de poner la vida en un poema.

El rechazo a la normatividad de la familia nuclear y las parejas convencionales es un tema que aparece con frecuencia en los cuentos de Patterns and Other Stories (1981). Pero los intentos de crear lazos sexuales y sentimentales con personas fuera de la pareja matrimonial producen a menudo una sensación de insuficiencia. Por ejemplo, el título de uno de ellos, “El Réquiem”, hace alusión a la composición de Johannes Brahms (Un réquiem alemán, 1868), pero se refiere también al lamento por la intimidad no lograda entre amantes y la ineptitud de las palabras para remediar esa falta.

Tanto en los cuentos como en las novelas de Strong, aunque están presentes el ajetreo y el ruido diarios, la lente a través de la cual se filtra la acción nos ofrece una visión reposada. El argumento de la novela The Love Riddle (1993) ocurre durante la Segunda Guerra Mundial, pero el foco está puesto en el pasado familiar. En esta novela vemos que aunque la prosa de Strong también desdibuja las líneas que separan a la ficción de la autobiografía, esto no genera intimidad con el lector. Vemos, en cambio, al argumento desplegarse ante nosotros, pero permanecemos ajenos, como quien mira desde fuera.

Irlanda, un paisaje

De su trabajo en irlandés Strong dijo que su intención no era de corte nacionalista. En una entrevista con Rebecca Wilson de 1990, Strong aclara: “Estoy en contra de las fronteras. No quiero que me identifiquen con el nacionalismo. En la medida en que nací aquí y el irlandés era la lengua de mi casa y me gusta mucho, por supuesto que me expresaré en ella. Pero también podría haber nacido en Italia o en Rusia… es mucho más importante ser ciudadano del mundo. Lo que me interesa son los seres humanos y lo que significa convivir con gente, me da igual que sean irlandeses, chinos o lo que sea”.

Joseph Heininger dijo que la poesía y la prosa de Eithne Strong revelan el deseo de resistir, de manera inquebrantable, las pruebas que pone la vida.

Sin embargo, la importancia de Irlanda y sus paisajes es evidente en la obra de Eithne Strong. Por ejemplo, en Songs of Living, el poema titulado “Síntesis – Achill, 1958” (“Synthesis – Achill, 1958”) escenifica la búsqueda inquieta del ser contra el trasfondo de una naturaleza de apariencia inamovible e inmemorial: las colinas y el mar de la isla Achill. El poema comienza con lo que parece ser una interpelación al lector: “no hables ahora / porque la belleza”, generando un sentido de anticipación y expectativa que el poema no defrauda. Las colinas de Achill, antiguamente habitadas por druidas irlandeses, bordean oscuras la puesta del sol y la tierra silenciosa que vemos en su extensión. El ritmo del poema es sensual y acompaña de manera natural al transcurso del día. El yo poético trata de encontrar una respuesta en el silencio del paisaje y en “el encuentro amoroso con lo que me hizo”. El mismo paisaje vuelve a aparecer en el poema “Achill” de Let Live (1990), pero en este último está dotado de alma y hechizos. Achill logra engañar al visitante urbano que se pierde en la seducción del paisaje y hasta es capaz de “dejar la cama de un amante para ver / la oscuridad volverse luz sobre la montaña Slievemore”. Para el habitante de Achill, en cambio, este paisaje espera fuera del tiempo, “riendo su luz y vengando sus heridas en visitantes tardíos”. En “La península de Beara” (“Beara Peninsula”), también de Let Live, el ritmo abrasivo del poema, creado a partir de la puntuación cortante y la aliteración de sonidos ásperos, hace eco del paisaje y del mar “henchido de viento y luna” que “fuerzan a nuestro ojo” a mirar para arriba.

Joseph Heininger dijo que la poesía y la prosa de Eithne Strong revelan el deseo de resistir, de manera inquebrantable, las pruebas que pone la vida. Desde luego quien recorra la obra de Strong encontrará textos memorables y verá también diversas formas de la apuesta de la poeta irlandesa por un tipo de libertad que “solo comienza donde termina el miedo”. Así nos lo recuerda Strong en “Nada es celestial” (“Nothing Heavenly”), publicado en la antología Spatial Nosing: New and Selected Poems (1993). La obra de Eithne Strong es una propuesta literaria atrevida y, sin lugar a dudas, merece tener más lectores en el mundo hispanoparlante.   

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El México de Manuel Puig

Busco la primera referencia a México en la correspondencia de Manuel Puig que recopilé bajo el título Querida familia. Lo que se trasluce en esas cartas, un diálogo entre madre e hijo con el padre y el hermano como testigos, es un juego de decires y silencios discretos, y entre ellos una noticia que puede pasar desapercibida. El 30 de mayo de 1964 Juan Manuel Puig escribe: “Me falló el plan de ir a Tahití, no me alcanzaban los días, así que el viernes tomo mis cuatro días regulares y me voy a…… MÉXICO. Vuelvo el martes a la noche. Tengo pasaje hasta Acapulco pero creo que me voy a quedar en México City, todo el tiempo, con alguna escapada a los pueblos típicos cerca, Cuernavaca o Taxco”. No sabemos si cumplió el itinerario, ya que la postal que envía a su familia es de Acapulco, pero algo de su destino se juega en esa escapada turística de la que regresa con un sombrero para su madre. En ese momento, Manuel Puig trabajaba en el aeropuerto de Nueva York mientras escribía El desencuentro, novela que una vez terminada habría de llamarse La traición de Rita Hayworth. En 1967 apareció un adelanto en la revista Primera Plana, donde se anunciaba su inminente publicación en la editorial mexicana Joaquín Mortiz. Algo se interpuso también en ese itinerario, porque la novela tardó dos años más y se publicó en Buenos Aires en Jorge Álvarez.

Manuel Puig

Postal enviada por Manuel Puig a su familia desde Acapulco, 1964. Archivo Manuel Puig

Diez años después de esa primera visita, encontramos a Manuel Puig en casa del historiador del cine mexicano Emilio García Riera, quien le presenta a Xavier Labrada, la última persona con la que Manuel habló en el hospital de Cuernavaca en el que hace hoy treinta años murió por una complicación postoperatoria. Xavier lo recibió muchas veces en su departamento, donde le organizó un ciclo de cine en un proyector de 16 mm con las películas del productor Miguel Barbachano Ponce. “Pero él no vivía ahí, vivía en el Hotel. A veces se quedaba a dormir. Y al día siguiente se quedaba trabajando todo el día, con Agustín”, me aclaró Labrada años después. Para les argentines, México tiene esa forma extrema de la hospitalidad que se resume en la frase lo invito a su casa de usted. En pocos meses, hacia 1974, Puig ya había conocido a Elena Poniatowska, a Ulalume González de León, a Elena Urrutia y a Juan Rulfo, por nombrar sólo a algunos de los que han dejado huella en su archivo de manuscritos. La amistad con Rulfo puede ser también una entrada para ver la relación de Puig con México, o para escuchar sus ecos.

Es difícil imaginar que entre las películas del ciclo mexicano no estuviese El gallo de oro, con argumento de Juan Rulfo, producida por el mismo Barbachano Ponce y dirigida por Roberto Gavaldón. En esa película aparece Lucha Villa cantando “Amanecí otra vez… entre tus brazos”, y la conmoción de Puig fue tal que escribió un musical para teatro con casi todas las canciones que contiene el álbum doble de José Alfredo Jiménez que la diva grabó en su homenaje, una suerte de ópera mariachi en la que Lucha tiene un talento enorme y lo sacrifica para que el muchachito triunfe. Los proyectos teatrales de Manuel Puig jamás apuestan al realismo, no se parecen formalmente a sus novelas, y algo de eso sucede entre el argumento de Rulfo hecho película y sus relatos. Nada de la sobriedad de Rulfo aparece en la película de Gavaldón, pero sí mucho del hambre y la brutalidad del ambiente en la historia y la actuación de Ignacio López Tarso y la fotografía de Gabriel Figueroa. Los escritores, por ese tiempo, se hicieron amigos. Tengo el testimonio de Male Puig, que me relató algunos llamados telefónicos atendidos por ella en sus visitas a México, pero también queda una prenda de amistad: un ejemplar de la edición especial de Pedro Páramo con ilustraciones de Juan Pablo Rulfo que el Fondo de Cultura Económica publicó en 1980 y Puig conservó en su biblioteca, con la siguiente dedicatoria: “Para el gran escritor Manuel Puig, con la sincera admiración y larga amistad de Rulfo”. Esta dedicatoria, en un escritor que no cultivaba especialmente la socialidad literaria, causó sorpresa y hasta rechazo cuando la presenté en un círculo de especialistas, pero es necesario detenerse en el trabajo con las voces que hacen ambos amigos-escritores para comprenderla.

Manuel Puig

Dedicatoria de Juan Rulfo a la edición de Pedro Páramo que formaba parte de la biblioteca de Manuel Puig. Archivo Manuel Puig

Desde lugares disímiles (los sueños de una clase media urbana en uno, los campesinos en el otro y el poder brutal en ambos), estas textualidades devienen similares en la ética de una escritura que se niega a avasallar a sus criaturas. Después de leer Boquitas pintadas y Pedro Parámo, dos novelas imposibles de comparar, se reconocen sin embargo algunos afectos que las atraviesan como murmullos, puntos que no son de contacto sino que marcan el vector de una distancia insalvable, la de la voz del otro. Un escritor (un “gran escritor”, que es el título que Rulfo otorga a su amigo en la ceremonia privada de una dedicatoria) sería entonces el que puede escribir una voz que no le pertenece, aquel que es capaz de articular un sistema de signos como quien traduce, despojándose de su lugar de enunciador. Esto no lo aprendió Puig en México, pero fue en esa tierra donde encontró un acento definitivo, vale decir extranjero, para sus inflexiones del español.

Para entender el lugar de México en la obra de Puig hay que recuperar la grabación de “La semana de autor” organizada en Madrid, en abril de 1990, por el Instituto de Cooperación Iberoamericana. Es un registro difícil de conseguir, pero allí se escucha un acento que se acerca mucho más al de Ciudad de México que al de Buenos Aires; es que Puig se dirigía a Cuernavaca, la ciudad de las flores, hoy hermanada con General Villegas (el Coronel Vallejos de sus novelas), el pueblo recordado por su aridez, donde “Lo peor es que en Vallejos las plantas cueste tanto hacerlas crecer”. Después de vivir en Nueva York y en Río de Janeiro, Manuel Puig no pensó en continuar al sur, sino que regresó a buscar el Amor del bueno que había quedado trunco en los años setenta, porque una historia de amor donde no se juegue la vida no vale la pena de ser vivida.

Publicado originalmente en la edición digital de La Tempestad (no. 157, octubre-noviembre de 2020)

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El México de Manuel Puig

Busco la primera referencia a México en la correspondencia de Manuel Puig que recopilé bajo el título Querida familia. Lo que se trasluce en esas cartas, un diálogo entre madre e hijo con el padre y el hermano como testigos, es un juego de decires y silencios discretos, y entre ellos una noticia que puede pasar desapercibida. El 30 de mayo de 1964 Juan Manuel Puig escribe: “Me falló el plan de ir a Tahití, no me alcanzaban los días, así que el viernes tomo mis cuatro días regulares y me voy a…… MÉXICO. Vuelvo el martes a la noche. Tengo pasaje hasta Acapulco pero creo que me voy a quedar en México City, todo el tiempo, con alguna escapada a los pueblos típicos cerca, Cuernavaca o Taxco”. No sabemos si cumplió el itinerario, ya que la postal que envía a su familia es de Acapulco, pero algo de su destino se juega en esa escapada turística de la que regresa con un sombrero para su madre. En ese momento, Manuel Puig trabajaba en el aeropuerto de Nueva York mientras escribía El desencuentro, novela que una vez terminada habría de llamarse La traición de Rita Hayworth. En 1967 apareció un adelanto en la revista Primera Plana, donde se anunciaba su inminente publicación en la editorial mexicana Joaquín Mortiz. Algo se interpuso también en ese itinerario, porque la novela tardó dos años más y se publicó en Buenos Aires en Jorge Álvarez.

Manuel Puig

Postal enviada por Manuel Puig a su familia desde Acapulco, 1964. Archivo Manuel Puig

Diez años después de esa primera visita, encontramos a Manuel Puig en casa del historiador del cine mexicano Emilio García Riera, quien le presenta a Xavier Labrada, la última persona con la que Manuel habló en el hospital de Cuernavaca en el que hace hoy treinta años murió por una complicación postoperatoria. Xavier lo recibió muchas veces en su departamento, donde le organizó un ciclo de cine en un proyector de 16 mm con las películas del productor Miguel Barbachano Ponce. “Pero él no vivía ahí, vivía en el Hotel. A veces se quedaba a dormir. Y al día siguiente se quedaba trabajando todo el día, con Agustín”, me aclaró Labrada años después. Para les argentines, México tiene esa forma extrema de la hospitalidad que se resume en la frase lo invito a su casa de usted. En pocos meses, hacia 1974, Puig ya había conocido a Elena Poniatowska, a Ulalume González de León, a Elena Urrutia y a Juan Rulfo, por nombrar sólo a algunos de los que han dejado huella en su archivo de manuscritos. La amistad con Rulfo puede ser también una entrada para ver la relación de Puig con México, o para escuchar sus ecos.

Es difícil imaginar que entre las películas del ciclo mexicano no estuviese El gallo de oro, con argumento de Juan Rulfo, producida por el mismo Barbachano Ponce y dirigida por Roberto Gavaldón. En esa película aparece Lucha Villa cantando “Amanecí otra vez… entre tus brazos”, y la conmoción de Puig fue tal que escribió un musical para teatro con casi todas las canciones que contiene el álbum doble de José Alfredo Jiménez que la diva grabó en su homenaje, una suerte de ópera mariachi en la que Lucha tiene un talento enorme y lo sacrifica para que el muchachito triunfe. Los proyectos teatrales de Manuel Puig jamás apuestan al realismo, no se parecen formalmente a sus novelas, y algo de eso sucede entre el argumento de Rulfo hecho película y sus relatos. Nada de la sobriedad de Rulfo aparece en la película de Gavaldón, pero sí mucho del hambre y la brutalidad del ambiente en la historia y la actuación de Ignacio López Tarso y la fotografía de Gabriel Figueroa. Los escritores, por ese tiempo, se hicieron amigos. Tengo el testimonio de Male Puig, que me relató algunos llamados telefónicos atendidos por ella en sus visitas a México, pero también queda una prenda de amistad: un ejemplar de la edición especial de Pedro Páramo con ilustraciones de Juan Pablo Rulfo que el Fondo de Cultura Económica publicó en 1980 y Puig conservó en su biblioteca, con la siguiente dedicatoria: “Para el gran escritor Manuel Puig, con la sincera admiración y larga amistad de Rulfo”. Esta dedicatoria, en un escritor que no cultivaba especialmente la socialidad literaria, causó sorpresa y hasta rechazo cuando la presenté en un círculo de especialistas, pero es necesario detenerse en el trabajo con las voces que hacen ambos amigos-escritores para comprenderla.

Manuel Puig

Dedicatoria de Juan Rulfo a la edición de Pedro Páramo que formaba parte de la biblioteca de Manuel Puig. Archivo Manuel Puig

Desde lugares disímiles (los sueños de una clase media urbana en uno, los campesinos en el otro y el poder brutal en ambos), estas textualidades devienen similares en la ética de una escritura que se niega a avasallar a sus criaturas. Después de leer Boquitas pintadas y Pedro Parámo, dos novelas imposibles de comparar, se reconocen sin embargo algunos afectos que las atraviesan como murmullos, puntos que no son de contacto sino que marcan el vector de una distancia insalvable, la de la voz del otro. Un escritor (un “gran escritor”, que es el título que Rulfo otorga a su amigo en la ceremonia privada de una dedicatoria) sería entonces el que puede escribir una voz que no le pertenece, aquel que es capaz de articular un sistema de signos como quien traduce, despojándose de su lugar de enunciador. Esto no lo aprendió Puig en México, pero fue en esa tierra donde encontró un acento definitivo, vale decir extranjero, para sus inflexiones del español.

Para entender el lugar de México en la obra de Puig hay que recuperar la grabación de “La semana de autor” organizada en Madrid, en abril de 1990, por el Instituto de Cooperación Iberoamericana. Es un registro difícil de conseguir, pero allí se escucha un acento que se acerca mucho más al de Ciudad de México que al de Buenos Aires; es que Puig se dirigía a Cuernavaca, la ciudad de las flores, hoy hermanada con General Villegas (el Coronel Vallejos de sus novelas), el pueblo recordado por su aridez, donde “Lo peor es que en Vallejos las plantas cueste tanto hacerlas crecer”. Después de vivir en Nueva York y en Río de Janeiro, Manuel Puig no pensó en continuar al sur, sino que regresó a buscar el Amor del bueno que había quedado trunco en los años setenta, porque una historia de amor donde no se juegue la vida no vale la pena de ser vivida.

Publicado originalmente en la edición digital de La Tempestad (no. 157, octubre-noviembre de 2020)

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jueves, 22 de diciembre de 2022

Un cuento no blanco de navidad

Nació, niño.

En compañía de criaturas, bestias de carga, bichos y alimañas en el lugar destartalado donde se guarece lo que no tiene casa cuando llueve mucho, donde lo humilde esconde sus herramientas y comparte el forraje, esta natividad parece evento suficiente para justificar la espera, la esperanza, la experiencia esta noche en que el calor y el terror del tirano –ese que había ordenado arrebatar de sus madres a cualquier vástago que le inspirara desconfianza a algún vecino– parecía disiparse con los vientos inesperados del sur.

Pues es mejor que haya nacido niña.

¿Cómo lo sabes?

Entonces por qué preguntas: qué haces aquí, acaso.

Iván Héctor Mezquín yacía en el suelo de lo que otrora había sido un campo de fútbol, su traje subcero abierto, la mascarilla antiviral a un metro y medio de distancia, después de que no diera más de andar en círculos por la cuadra y se desmayara, mientras los carros de policía, los drones y los custodios paramilitares de los gobiernos comenzaban a cruzar los datos de sus perfiles y sus reconocimientos faciales antes de caerle, debido a que llevaba el corte de pelo al día, ropa de marca, perfume; un dron reconoció que el teléfono celular en su mano abierta era el modelo más reciente, pero estaba descargado. El sujeto biológico, sin embargo, aún respiraba. Esa era una de las razones por las que se había derrumbado Mezquín esa víspera de navidad: la voz del teléfono ya no respondía y la de su cuerpo continuaba hablándole, sin entregarle noticia alguna de lo que tanto quería oír.

Soy otro el espíritu de lo que cuentas, insistía. Soy otro el fantasma de lo que se ha narrado tantas veces hasta aquí cada fin de año, de otra manera no estarías leyendo esto encandilado en pantallas opacas; sabes que por eso escribes, para leernos.

Permíteme que abramos una posibilidad distinta al decirlo.

Si tú lo dices, respondió todavía con los ojos cerrados. Nació una niña.

En compañía de criaturas y deidades, eran tres sus padres y tres sus madres –un burro estéril, una mula y un hipocampo–, aunque nadie sabía realmente quién era qué, sólo que no descansarían de cuidarla entre el heno y las arañas y el frío, mientras afuera seguían pasando noche a noche, mañana a mañana, hordas sin fin de motociclistas que enarbolaban banderas y barbas rojas, encordados por cepos, gorras con eslóganes, cascos de la guerra mundial, cañones nuevos y escopetas viejas, en campaña porque habían conseguido aprobar una ley que declaraba abierta la caza de seres diferentes a ellos, de cualquier bípedo o cuadrúpedo que buscara cruzar el río grande y bravo en dirección a las ciudades en llamas, chillaban, aquí donde antes hubo un país tan rico, allá donde la noticia de la destrucción a manos de nuestro propio sistema de representatividad por la fuerza todavía no llega a las comunidades rurales de donde vendrían en caravana.

Mezquín mantuvo los ojos cerrados, pero ante la noticia que le ofrecía esa voz empuñó firmemente el teléfono celular en su mano. No podía ser verdad, se dijo, en un débil intento de interrumpir el relato ruinoso; pobre niña; este aparato es nuevo y cómo puede ser posible que se haya descargado; no puede ser verdad que haya nacido niña. El protagonista de nuestro villancico se preciaba de tener como oficio el de comerciante de historias, de modo que no creía en nada. Había fundado una productora audiovisual durante el cambio de siglo y veinte años después no sólo se había expandido tanto a la piratería de libros electrónicos de nicho como a la renta de innumerables versiones de cuentos firmados por autorías importantes –con portafolios de prensa muy bien trabajados– a las mil y una editoriales independientes de toda Latinoamérica y España, sino también al aprovisionamiento de títulos para los premios locales de todo el mundo hispano y, también, a la colocación de sus mayores clientes en el puesto de redactores exclusivos para las más álgidas microarengas y los más incendiarios minidiscursos según las necesidades operativas de los candidatos a las cien constantes elecciones del hemisferio; el volumen de negocios de la oficina literaria que regentaba a punta de insomnio, alcohol y ayahuasca, pese al inmenso volumen de su monetarización, había hecho que Mezquín perdiera de vista la historia de amor con que se había encantado a comienzos de este hermoso año 2020.

¿Cómo lo sabes?, inquirió burdamente esa voz, abigarrada y simple en su objetivo, tan reconocible para el comerciante de historias como desconocida en su insolencia.

Y por qué lo preguntas. Acaso qué eres, se animó a cuestionarse durante un segundo de clarividencia.

No sé esperar.

No sabes esperar, le respondió la voz.

No sabía esperar, pues se preciaba de que su título fuera el de Productor Asociado de lo que fuera que tocara la trama de su negocio, así que decidió que el desperfecto del teléfono celular sería el punto de giro por el cual no le cabría a él recibir la buena nueva.

¿Quién te crees tú que soy?

No me importa. No existes, espíritu de la nochebuena. Tú tampoco, comerciante de historias. No me vas a decir que súbitamente ahora te preocupa discriminar entre aquello que existe y aquello que no, aunque de cualquier manera esté almacenado ya en algún órgano –en tu respiración, seguro– y por eso tenga entidad, porque sabes que cualquier almacenamiento puede arrojar interés. O me confesarás que te preocupa la niña.

Es un niño, gritó Mezquín.

Súbitamente su propio grito lo hizo abrir los ojos. No yacía acostado en medio de un campo de fútbol ni flotaba en el espacio del monólogo interno en una página blanca; estaba de pie, tieso, en medio de su oficina.

Súbitamente su propio grito lo hizo abrir los ojos. No yacía acostado en medio de un campo de fútbol ni flotaba en el espacio del monólogo interno en una página blanca; estaba de pie, tieso, en medio de su oficina. Los demás Productores Asociados alrededor suyo, aquellos que ostentaban su mismo nivel de ingresos y responsabilidades desde que una compañía comunicacional mayor lo comprara y decidiera rodearlo de iguales para neutralizarlo, lo miraron con la crueldad acostumbrada. Levantó cada cual una sola ceja, volvió a sorber su café enorme e, indiferente como se le pedía ser, continuó hablando por los audífonos al interior de su prístino cubículo sellado, la mano izquierda sobre la calculadora y el ojo en parábola veloz desde la videollamada a la carpeta de la esquina inferior, desde donde extraería en el momento adecuado la anécdota folclórica exacta que fuera a complacer las necesidades del lobbista que lo contactaba ese momento sagrado desde una escuela de Taipéi, otra de Temuco, otra de Tampere, otra de Tampa, otra de Tessaoua, otra de Tesalónica.

No es un niño, dijo a su audífono con indiferencia; el consumidor ideal de hoy es una niña.

No puedes saberlo, respondió la voz. Pero ¿quieres a toda costa que sea un niño quien nazca esta noche? Ven conmigo.

Ahora el susurro se hacía indistinguible del viento, como si de pronto se encontraran a medianoche en una ciudad distante, industrial, neblinosa, en pleno invierno boreal. Mezquín sintió el frío y la humedad que se colaban a través de su levita oscura y su pantalón de fino tartán ahí, tendido y por un segundo inconsciente en la nieve, luego de recibir una bofetada por parte del muchacho de camisa blanquísima que le lustraba las botas como respuesta a la exigencia que le hiciera de sus dos manos y una pierna para lograr subir al carro entre la nieve, en un tono no muy distinto a aquel con que le gritaría a su ayudante y a la ayudante de su ayudante porque era martes y el buzón de entrada de su casilla electrónica estaba plagado de mensajes sin leer.

Ten ahí a tu hijo, replicó la voz que abría las vocales, sutil marca de sorna que nuestro comerciante, aun en su inconsciencia, alcanzó a notar.

Qué dices, prosiguió el de la camisa blanquísima, mientras le ofrecía la mano a Mezquín después de la golpiza, y el comerciante de historias se dejó ayudar, tocándose la mejilla palpitante. Ahora sí somos iguales, continuó el muchacho: dos varones temblando en el inhóspito West End como ya quisiera el tal Dickens.

La voz volvió a darle un tono leve a su relato: permítame invitarle una pinta de brandy en esa taberna, apuntó.

Nací libre y moriré así, agregaba cuando ya iba en la segunda botella, como lo fue mi padre y mi abuelo, y su padre y sus abuelos; Mezquín no estaba seguro de dónde estaba ni de quién era esa persona tan libre, ironía cruel para un Productor Asociado donde las haya. No sabía qué parte de sí mismo hablaba, ni siquiera si eso que acababa de ser proferido en realidad era lo que el otro, la sombra que estaba enfrente suyo en ese cubículo, le había confesado.

Lo único que espero es una revelación, pudo balbucear.

Entonces escucha bien la historia que voy a contarte, retrucó; tal vez pagues por ella, aun si no piensas que sabes nada del escenario y sus personajes. Cerca de la bifurcación del río Oya, actual Níger, el niño francés Léger estaba extraviado. Había salido corriendo en pleno puerto de Lokoja. Luego no supo volver al barco de su tío. Dio vueltas, cruzó un puente y un parque que luego se convertían en un enorme horizonte. Finalmente estaba, después de horas, perdido en medio de una interminable sabana. Pero Léger tenía la brújula de bolsillo que le regalara su padre en Oyonnax. Su tío lo había convencido de acompañarlo al África Occidental ese verano, adonde iría por negocios. Así podría sacar la cabeza de los libros, dijo su madre. Sentado, ahora calculaba que Lokoja estaba al suroeste. Sólo tenía que seguir la brújula, pensó, justo cuando de un árbol se abalanzó hacia él un enorme leopardo.

Anwar era uno de los niños más aventajados del grupo de transformadores de su familia Igbo. Esa mañana había salido a realizar su práctica en solitario. Quería concentrarse en sus capacidades de ataque felino; sobre todo ahora que empezaban a llegar noticias de que los europeos esclavistas estaban acercándose al territorio de su nación. Estaba agazapado en la copa de un árbol idagbomunonye cuando escuchó un sonido inusual para su oído de leopardo. Era un niño de su misma edad. Pero no podía entender lo que había en sus ojos: un niño muy delgado cuya piel tenía color sol de la mañana. Era la primera vez que Anwar veía lo que hoy llamamos una persona blanca. Debe ser una distorsión de las pupilas felinas que tengo en este momento, reflexionaba. Así que saltó desde el árbol para ofrecerle un buen saludo.

Era la primera vez que Anwar veía lo que hoy llamamos una persona blanca. Debe ser una distorsión de las pupilas felinas que tengo en este momento, reflexionaba. Así que saltó desde el árbol para ofrecerle un buen saludo.

Léger daba gritos de pavor, aun cuando vio que el leopardo se le acercaba amistosamente. Anwar no se había dado cuenta de que todavía caminaba en su forma felina, hasta que entendió el por qué de los gritos y la palidez extrema del niño. Así que se transformó de nuevo en humano. Léger estaba maravillado. Ninguno de los dos hablaba el idioma del otro, sin embargo se entendieron por morisquetas, sonrisas, imitaciones. Pasaron horas jugando juntos. Léger nunca se había sentido tan a gusto con un niño de su edad. Anwar nunca había conocido a un niño con movimientos tan torpes. Su inmovilidad, pensaba, debe ser una estrategia de defensa que nadie ha visto. En un momento Anwar pidió, mediante gestos, el permiso de Léger para transformarse en alguien idéntico a él. Léger lo autorizó. De ese modo pudieron hablar la misma lengua; de ese modo Anwar supo que los esclavistas habían llegado al caserío cercano y que era el momento de que su nación se ocultara; de ese modo, también, Léger pudo hacerle saber que él mismo había escapado del barco de su tío cuando supo que su oficio era comprar y vender personas. Treinta años después, Léger-Félicité Sonthonax, tal era el nombre completo de ese niño francés, según lo que terminaba de contar la sombra en su voz, conseguiría que según las nuevas leyes de su país la esclavitud fuera ilegal; treinta años después, asimismo, Anwar lideraría a su clan de la nación Igbo a ocultarse en un lugar del continente donde hasta hoy nadie sabe que existen: su clan es uno de los pocos que jamás fue esclavizado.

Iván Héctor Mezquín, por su parte, no pudo abrir los ojos ni siquiera con el impulso del edificante final de aquella historia. Sólo atinó a dar un suspiro y, por el eco con que el silencio que le sucediera reverberaba en el espacio de una larga sala de espera, entendió que tampoco había caído entre el bullicio de una taberna decimonónica.

Pues bien, Mezquín, hombre desmemoriado y sin raíces, persistió la voz. ¿Te das cuenta ahora de dónde has venido a pasar la nochebuena, tras dos días sin un respiro de venderte y comprarte en la pantalla y en el teléfono todas estas historias robadas de libros y libros y más libros que no te pertenecen, salvo en el cuento de esta navidad que no es blanca?

Una tos interrumpió la acusación que comenzaba.

Se trataba de un rugido sordo y profundo; tal podría ser el grito de una persona que recién nace a la desesperación y también el esfuerzo final de quien busca alcanzar un respiro, a pesar de que en la gravedad del ahogo ya conociera la rutina de lo que tal vez nunca podrá alcanzarse y de manera fácil llegará porque es aire, que es liviano y a todos pertenece. Desde siempre, sí, la niña tendría problemas respiratorios; mocos, flemas, alergias constantes con rinitis, resfríos estacionales, influenza en un par de ocasiones, e incluso una vez padecería de una bronquitis que la llevaría a pasar varios días en el hospital de –encontremos un lugar como cualquier otro y no, no es casual– San José, California, donde digamos que viviría con su madre, hasta que descubrieran que se trata de otra infección de coronavirus. De ahí en más iría a todos lados con su inhalador y al cabo sufriría de un asma atópica crónica, de modo que esa mañana de –si acordamos un tiempo– septiembre, cuando su madre la despertara para pedirle compañía para un viaje de visita a una vieja amiga en una reserva cercana, se alarmaría sobremanera.

Su nombre es Celia. El de su madre, Doris.

Eso susurraría Mezquín.

Mami, protestaría, ¿acaso no se ha asomado usted por la ventana hoy?

En efecto, el espectáculo del cielo oscurecido por una densa capa de humo y ceniza iría a ser dantesco en esa región del estado; ese año la temporada de incendios de fines del verano sería la peor desde que se tuviera registro y Celia prácticamente no habría podido salir de su casa durante las dos semanas anteriores. Aunque la sola idea le provocaría una tos inmediata, el contacto del abrazo de su madre la tranquilizaría sobremanera, tanto que de pronto Celia se hallaría sentada en un carro a través de la carretera us-101s y su madre, que conduciría, insistiría con una sonrisa enigmática que confiara en ella, como siempre, mientras estaría sintonizando un viejo merengue en la radio.

Mami, protestaría Celia de nuevo, ¿acaso no ha visto usted que abandonamos la carretera, que ya no estamos de camino a Monterey, sino dentro de otra reserva?

La niña dejaría de rezongar a medida que el carro se internara por senderos cada vez más estrechos, no sólo porque la rapidez rítmica de la música sería contagiosa y porque la sonrisa misteriosa se mantendría en la cara de Doris, sino principalmente porque habría notado que el cielo volvería a tornarse azul entre los árboles frondosos, y tan verdes en esa parte desconocida de la región que sus bronquios no parecerían estar en absoluto afectados por los incendios circundantes, hasta que al final, cuando se detuvieran y saliera a recibirlas una joven mujer de pelo canoso, se atrevería incluso a descender del carro; ¡el aire sería delicioso ahí, en medio de ese bosque desconocido!

La mujer, que se presentaría como Rosemary, inmediatamente tomaría de las manos a Celia y a Doris para conducirlas por entre una serie de pasadizos de ramas, luego por un laberinto de frondas espinosas, hasta que emergerían a un claro y luego a un riachuelo; junto al riachuelo, un círculo de nueve personas habría encendido una hoguera de tron- cos secos y ramas sueltas, e irían alimentando el fuego con sacos de hojas secas que habrían apilado por decenas entre las piedras de una sección seca del curso fluvial. El primer impulso de Celia habría sido taparse la boca y correr; estaría en presencia de un grupo de personas que comenzarían incendios intencionales y ella se ahogaría y ahogaría, eso le iría a aconsejar la voz suya desesperada que escuchara antes de cada ataque, y sin embargo la sorprendería que su pecho no se cerrara; justamente, ante la llegada de Celia y Doris, el círculo de personas se habría abierto y entre los desconocidos la niña no sentiría desconfianza alguna, sino libertad para sentarse con las piernas estiradas sobre la tierra húmeda y observar el fuego vivo durante largos momentos, tal vez serían horas las que llevaba ahí a la intemperie. Hasta que se diera cuenta de que Celia y Rosemary se estarían riendo a carcajadas, que algunos de los desconocidos estarían bailando mientras otros agitarían cascabeles, soplarían silbatos, tocarían tambores y flautas. Sin embargo, una duda aún crepitaría en su garganta para amenazarla con que le ardería por completo el aire de su cuerpo y para protestar por última vez: ¿por qué demonios estarían quemando árboles en este preciso momento en que todo estaba en llamas?

Claro que sí, dirían las voces desconocidas a coro.

Este es un incendio, pero no un incendio más. La respuesta larga provendría de una voz suave como la suya.

Un incendio como este debe ser preparado cuidadosamente durante todo el ciclo solar y nosotros hemos venido preparándolo de la misma manera desde hace más de quinientos ciclos en todos los bosques.

Un incendio como este debe ser preparado cuidadosamente durante todo el ciclo solar y nosotros hemos venido preparándolo de la misma manera desde hace más de quinientos ciclos en todos los bosques.

Sabemos exactamente que se quemarán estos árboles, los de aquí y los de allá, pero nada más que esos y todo el material seco que se habrá acumulado en el suelo durante toda esta larga temporada que llamamos un año y que termina con la celebración de lo que llaman una navidad; los incendios grandes que ahora mismo se suceden sin pausa tienen su razón de ser en que nos han prohibido, por cada uno de sus nacimientos salvíficos, nuestros fuegos rituales.

Y sin embargo nació, niño.

En el crepitar de esas llamas que se extendían alrededor suyo, Celia creyó oír por una vez la voz de su padre, el comerciante mexicano a quien nunca conoció, alcanzado en su camino a la clínica por el ataque terrorista de los supremacistas blancos y la consecuente quema de las protestas negras. No le importaría esa voz, empero. Esa tarde Celia escuchó sobre todo a la amiga de su madre y el baile y la música de la tribu. Cerca suyo cantaría un vireo de Bell, esa ave casi extinguida. La reconoció de inmediato. La presencia del humo comenzaría a retirarse de su sistema definitivamente: era su madre quien la habría llevado ahí para curarla.

El sol se filtraba, irisado al alba, entre sus pestañas.

El juego de colores era la única y mejor narración, concluyó. No más historias, sino la temperatura del tono en el aroma a pasto fresco sin cortar.

Entonces lo supo: fue una sola la voz sin palabra. Había nacido.

Publicado originalmente en la edición digital de La Tempestad (no. 158, diciembre de 2020  – enero de 2021)

La entrada Un cuento no blanco de navidad se publicó primero en La Tempestad.



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Un cuento no blanco de navidad

Nació, niño.

En compañía de criaturas, bestias de carga, bichos y alimañas en el lugar destartalado donde se guarece lo que no tiene casa cuando llueve mucho, donde lo humilde esconde sus herramientas y comparte el forraje, esta natividad parece evento suficiente para justificar la espera, la esperanza, la experiencia esta noche en que el calor y el terror del tirano –ese que había ordenado arrebatar de sus madres a cualquier vástago que le inspirara desconfianza a algún vecino– parecía disiparse con los vientos inesperados del sur.

Pues es mejor que haya nacido niña.

¿Cómo lo sabes?

Entonces por qué preguntas: qué haces aquí, acaso.

Iván Héctor Mezquín yacía en el suelo de lo que otrora había sido un campo de fútbol, su traje subcero abierto, la mascarilla antiviral a un metro y medio de distancia, después de que no diera más de andar en círculos por la cuadra y se desmayara, mientras los carros de policía, los drones y los custodios paramilitares de los gobiernos comenzaban a cruzar los datos de sus perfiles y sus reconocimientos faciales antes de caerle, debido a que llevaba el corte de pelo al día, ropa de marca, perfume; un dron reconoció que el teléfono celular en su mano abierta era el modelo más reciente, pero estaba descargado. El sujeto biológico, sin embargo, aún respiraba. Esa era una de las razones por las que se había derrumbado Mezquín esa víspera de navidad: la voz del teléfono ya no respondía y la de su cuerpo continuaba hablándole, sin entregarle noticia alguna de lo que tanto quería oír.

Soy otro el espíritu de lo que cuentas, insistía. Soy otro el fantasma de lo que se ha narrado tantas veces hasta aquí cada fin de año, de otra manera no estarías leyendo esto encandilado en pantallas opacas; sabes que por eso escribes, para leernos.

Permíteme que abramos una posibilidad distinta al decirlo.

Si tú lo dices, respondió todavía con los ojos cerrados. Nació una niña.

En compañía de criaturas y deidades, eran tres sus padres y tres sus madres –un burro estéril, una mula y un hipocampo–, aunque nadie sabía realmente quién era qué, sólo que no descansarían de cuidarla entre el heno y las arañas y el frío, mientras afuera seguían pasando noche a noche, mañana a mañana, hordas sin fin de motociclistas que enarbolaban banderas y barbas rojas, encordados por cepos, gorras con eslóganes, cascos de la guerra mundial, cañones nuevos y escopetas viejas, en campaña porque habían conseguido aprobar una ley que declaraba abierta la caza de seres diferentes a ellos, de cualquier bípedo o cuadrúpedo que buscara cruzar el río grande y bravo en dirección a las ciudades en llamas, chillaban, aquí donde antes hubo un país tan rico, allá donde la noticia de la destrucción a manos de nuestro propio sistema de representatividad por la fuerza todavía no llega a las comunidades rurales de donde vendrían en caravana.

Mezquín mantuvo los ojos cerrados, pero ante la noticia que le ofrecía esa voz empuñó firmemente el teléfono celular en su mano. No podía ser verdad, se dijo, en un débil intento de interrumpir el relato ruinoso; pobre niña; este aparato es nuevo y cómo puede ser posible que se haya descargado; no puede ser verdad que haya nacido niña. El protagonista de nuestro villancico se preciaba de tener como oficio el de comerciante de historias, de modo que no creía en nada. Había fundado una productora audiovisual durante el cambio de siglo y veinte años después no sólo se había expandido tanto a la piratería de libros electrónicos de nicho como a la renta de innumerables versiones de cuentos firmados por autorías importantes –con portafolios de prensa muy bien trabajados– a las mil y una editoriales independientes de toda Latinoamérica y España, sino también al aprovisionamiento de títulos para los premios locales de todo el mundo hispano y, también, a la colocación de sus mayores clientes en el puesto de redactores exclusivos para las más álgidas microarengas y los más incendiarios minidiscursos según las necesidades operativas de los candidatos a las cien constantes elecciones del hemisferio; el volumen de negocios de la oficina literaria que regentaba a punta de insomnio, alcohol y ayahuasca, pese al inmenso volumen de su monetarización, había hecho que Mezquín perdiera de vista la historia de amor con que se había encantado a comienzos de este hermoso año 2020.

¿Cómo lo sabes?, inquirió burdamente esa voz, abigarrada y simple en su objetivo, tan reconocible para el comerciante de historias como desconocida en su insolencia.

Y por qué lo preguntas. Acaso qué eres, se animó a cuestionarse durante un segundo de clarividencia.

No sé esperar.

No sabes esperar, le respondió la voz.

No sabía esperar, pues se preciaba de que su título fuera el de Productor Asociado de lo que fuera que tocara la trama de su negocio, así que decidió que el desperfecto del teléfono celular sería el punto de giro por el cual no le cabría a él recibir la buena nueva.

¿Quién te crees tú que soy?

No me importa. No existes, espíritu de la nochebuena. Tú tampoco, comerciante de historias. No me vas a decir que súbitamente ahora te preocupa discriminar entre aquello que existe y aquello que no, aunque de cualquier manera esté almacenado ya en algún órgano –en tu respiración, seguro– y por eso tenga entidad, porque sabes que cualquier almacenamiento puede arrojar interés. O me confesarás que te preocupa la niña.

Es un niño, gritó Mezquín.

Súbitamente su propio grito lo hizo abrir los ojos. No yacía acostado en medio de un campo de fútbol ni flotaba en el espacio del monólogo interno en una página blanca; estaba de pie, tieso, en medio de su oficina.

Súbitamente su propio grito lo hizo abrir los ojos. No yacía acostado en medio de un campo de fútbol ni flotaba en el espacio del monólogo interno en una página blanca; estaba de pie, tieso, en medio de su oficina. Los demás Productores Asociados alrededor suyo, aquellos que ostentaban su mismo nivel de ingresos y responsabilidades desde que una compañía comunicacional mayor lo comprara y decidiera rodearlo de iguales para neutralizarlo, lo miraron con la crueldad acostumbrada. Levantó cada cual una sola ceja, volvió a sorber su café enorme e, indiferente como se le pedía ser, continuó hablando por los audífonos al interior de su prístino cubículo sellado, la mano izquierda sobre la calculadora y el ojo en parábola veloz desde la videollamada a la carpeta de la esquina inferior, desde donde extraería en el momento adecuado la anécdota folclórica exacta que fuera a complacer las necesidades del lobbista que lo contactaba ese momento sagrado desde una escuela de Taipéi, otra de Temuco, otra de Tampere, otra de Tampa, otra de Tessaoua, otra de Tesalónica.

No es un niño, dijo a su audífono con indiferencia; el consumidor ideal de hoy es una niña.

No puedes saberlo, respondió la voz. Pero ¿quieres a toda costa que sea un niño quien nazca esta noche? Ven conmigo.

Ahora el susurro se hacía indistinguible del viento, como si de pronto se encontraran a medianoche en una ciudad distante, industrial, neblinosa, en pleno invierno boreal. Mezquín sintió el frío y la humedad que se colaban a través de su levita oscura y su pantalón de fino tartán ahí, tendido y por un segundo inconsciente en la nieve, luego de recibir una bofetada por parte del muchacho de camisa blanquísima que le lustraba las botas como respuesta a la exigencia que le hiciera de sus dos manos y una pierna para lograr subir al carro entre la nieve, en un tono no muy distinto a aquel con que le gritaría a su ayudante y a la ayudante de su ayudante porque era martes y el buzón de entrada de su casilla electrónica estaba plagado de mensajes sin leer.

Ten ahí a tu hijo, replicó la voz que abría las vocales, sutil marca de sorna que nuestro comerciante, aun en su inconsciencia, alcanzó a notar.

Qué dices, prosiguió el de la camisa blanquísima, mientras le ofrecía la mano a Mezquín después de la golpiza, y el comerciante de historias se dejó ayudar, tocándose la mejilla palpitante. Ahora sí somos iguales, continuó el muchacho: dos varones temblando en el inhóspito West End como ya quisiera el tal Dickens.

La voz volvió a darle un tono leve a su relato: permítame invitarle una pinta de brandy en esa taberna, apuntó.

Nací libre y moriré así, agregaba cuando ya iba en la segunda botella, como lo fue mi padre y mi abuelo, y su padre y sus abuelos; Mezquín no estaba seguro de dónde estaba ni de quién era esa persona tan libre, ironía cruel para un Productor Asociado donde las haya. No sabía qué parte de sí mismo hablaba, ni siquiera si eso que acababa de ser proferido en realidad era lo que el otro, la sombra que estaba enfrente suyo en ese cubículo, le había confesado.

Lo único que espero es una revelación, pudo balbucear.

Entonces escucha bien la historia que voy a contarte, retrucó; tal vez pagues por ella, aun si no piensas que sabes nada del escenario y sus personajes. Cerca de la bifurcación del río Oya, actual Níger, el niño francés Léger estaba extraviado. Había salido corriendo en pleno puerto de Lokoja. Luego no supo volver al barco de su tío. Dio vueltas, cruzó un puente y un parque que luego se convertían en un enorme horizonte. Finalmente estaba, después de horas, perdido en medio de una interminable sabana. Pero Léger tenía la brújula de bolsillo que le regalara su padre en Oyonnax. Su tío lo había convencido de acompañarlo al África Occidental ese verano, adonde iría por negocios. Así podría sacar la cabeza de los libros, dijo su madre. Sentado, ahora calculaba que Lokoja estaba al suroeste. Sólo tenía que seguir la brújula, pensó, justo cuando de un árbol se abalanzó hacia él un enorme leopardo.

Anwar era uno de los niños más aventajados del grupo de transformadores de su familia Igbo. Esa mañana había salido a realizar su práctica en solitario. Quería concentrarse en sus capacidades de ataque felino; sobre todo ahora que empezaban a llegar noticias de que los europeos esclavistas estaban acercándose al territorio de su nación. Estaba agazapado en la copa de un árbol idagbomunonye cuando escuchó un sonido inusual para su oído de leopardo. Era un niño de su misma edad. Pero no podía entender lo que había en sus ojos: un niño muy delgado cuya piel tenía color sol de la mañana. Era la primera vez que Anwar veía lo que hoy llamamos una persona blanca. Debe ser una distorsión de las pupilas felinas que tengo en este momento, reflexionaba. Así que saltó desde el árbol para ofrecerle un buen saludo.

Era la primera vez que Anwar veía lo que hoy llamamos una persona blanca. Debe ser una distorsión de las pupilas felinas que tengo en este momento, reflexionaba. Así que saltó desde el árbol para ofrecerle un buen saludo.

Léger daba gritos de pavor, aun cuando vio que el leopardo se le acercaba amistosamente. Anwar no se había dado cuenta de que todavía caminaba en su forma felina, hasta que entendió el por qué de los gritos y la palidez extrema del niño. Así que se transformó de nuevo en humano. Léger estaba maravillado. Ninguno de los dos hablaba el idioma del otro, sin embargo se entendieron por morisquetas, sonrisas, imitaciones. Pasaron horas jugando juntos. Léger nunca se había sentido tan a gusto con un niño de su edad. Anwar nunca había conocido a un niño con movimientos tan torpes. Su inmovilidad, pensaba, debe ser una estrategia de defensa que nadie ha visto. En un momento Anwar pidió, mediante gestos, el permiso de Léger para transformarse en alguien idéntico a él. Léger lo autorizó. De ese modo pudieron hablar la misma lengua; de ese modo Anwar supo que los esclavistas habían llegado al caserío cercano y que era el momento de que su nación se ocultara; de ese modo, también, Léger pudo hacerle saber que él mismo había escapado del barco de su tío cuando supo que su oficio era comprar y vender personas. Treinta años después, Léger-Félicité Sonthonax, tal era el nombre completo de ese niño francés, según lo que terminaba de contar la sombra en su voz, conseguiría que según las nuevas leyes de su país la esclavitud fuera ilegal; treinta años después, asimismo, Anwar lideraría a su clan de la nación Igbo a ocultarse en un lugar del continente donde hasta hoy nadie sabe que existen: su clan es uno de los pocos que jamás fue esclavizado.

Iván Héctor Mezquín, por su parte, no pudo abrir los ojos ni siquiera con el impulso del edificante final de aquella historia. Sólo atinó a dar un suspiro y, por el eco con que el silencio que le sucediera reverberaba en el espacio de una larga sala de espera, entendió que tampoco había caído entre el bullicio de una taberna decimonónica.

Pues bien, Mezquín, hombre desmemoriado y sin raíces, persistió la voz. ¿Te das cuenta ahora de dónde has venido a pasar la nochebuena, tras dos días sin un respiro de venderte y comprarte en la pantalla y en el teléfono todas estas historias robadas de libros y libros y más libros que no te pertenecen, salvo en el cuento de esta navidad que no es blanca?

Una tos interrumpió la acusación que comenzaba.

Se trataba de un rugido sordo y profundo; tal podría ser el grito de una persona que recién nace a la desesperación y también el esfuerzo final de quien busca alcanzar un respiro, a pesar de que en la gravedad del ahogo ya conociera la rutina de lo que tal vez nunca podrá alcanzarse y de manera fácil llegará porque es aire, que es liviano y a todos pertenece. Desde siempre, sí, la niña tendría problemas respiratorios; mocos, flemas, alergias constantes con rinitis, resfríos estacionales, influenza en un par de ocasiones, e incluso una vez padecería de una bronquitis que la llevaría a pasar varios días en el hospital de –encontremos un lugar como cualquier otro y no, no es casual– San José, California, donde digamos que viviría con su madre, hasta que descubrieran que se trata de otra infección de coronavirus. De ahí en más iría a todos lados con su inhalador y al cabo sufriría de un asma atópica crónica, de modo que esa mañana de –si acordamos un tiempo– septiembre, cuando su madre la despertara para pedirle compañía para un viaje de visita a una vieja amiga en una reserva cercana, se alarmaría sobremanera.

Su nombre es Celia. El de su madre, Doris.

Eso susurraría Mezquín.

Mami, protestaría, ¿acaso no se ha asomado usted por la ventana hoy?

En efecto, el espectáculo del cielo oscurecido por una densa capa de humo y ceniza iría a ser dantesco en esa región del estado; ese año la temporada de incendios de fines del verano sería la peor desde que se tuviera registro y Celia prácticamente no habría podido salir de su casa durante las dos semanas anteriores. Aunque la sola idea le provocaría una tos inmediata, el contacto del abrazo de su madre la tranquilizaría sobremanera, tanto que de pronto Celia se hallaría sentada en un carro a través de la carretera us-101s y su madre, que conduciría, insistiría con una sonrisa enigmática que confiara en ella, como siempre, mientras estaría sintonizando un viejo merengue en la radio.

Mami, protestaría Celia de nuevo, ¿acaso no ha visto usted que abandonamos la carretera, que ya no estamos de camino a Monterey, sino dentro de otra reserva?

La niña dejaría de rezongar a medida que el carro se internara por senderos cada vez más estrechos, no sólo porque la rapidez rítmica de la música sería contagiosa y porque la sonrisa misteriosa se mantendría en la cara de Doris, sino principalmente porque habría notado que el cielo volvería a tornarse azul entre los árboles frondosos, y tan verdes en esa parte desconocida de la región que sus bronquios no parecerían estar en absoluto afectados por los incendios circundantes, hasta que al final, cuando se detuvieran y saliera a recibirlas una joven mujer de pelo canoso, se atrevería incluso a descender del carro; ¡el aire sería delicioso ahí, en medio de ese bosque desconocido!

La mujer, que se presentaría como Rosemary, inmediatamente tomaría de las manos a Celia y a Doris para conducirlas por entre una serie de pasadizos de ramas, luego por un laberinto de frondas espinosas, hasta que emergerían a un claro y luego a un riachuelo; junto al riachuelo, un círculo de nueve personas habría encendido una hoguera de tron- cos secos y ramas sueltas, e irían alimentando el fuego con sacos de hojas secas que habrían apilado por decenas entre las piedras de una sección seca del curso fluvial. El primer impulso de Celia habría sido taparse la boca y correr; estaría en presencia de un grupo de personas que comenzarían incendios intencionales y ella se ahogaría y ahogaría, eso le iría a aconsejar la voz suya desesperada que escuchara antes de cada ataque, y sin embargo la sorprendería que su pecho no se cerrara; justamente, ante la llegada de Celia y Doris, el círculo de personas se habría abierto y entre los desconocidos la niña no sentiría desconfianza alguna, sino libertad para sentarse con las piernas estiradas sobre la tierra húmeda y observar el fuego vivo durante largos momentos, tal vez serían horas las que llevaba ahí a la intemperie. Hasta que se diera cuenta de que Celia y Rosemary se estarían riendo a carcajadas, que algunos de los desconocidos estarían bailando mientras otros agitarían cascabeles, soplarían silbatos, tocarían tambores y flautas. Sin embargo, una duda aún crepitaría en su garganta para amenazarla con que le ardería por completo el aire de su cuerpo y para protestar por última vez: ¿por qué demonios estarían quemando árboles en este preciso momento en que todo estaba en llamas?

Claro que sí, dirían las voces desconocidas a coro.

Este es un incendio, pero no un incendio más. La respuesta larga provendría de una voz suave como la suya.

Un incendio como este debe ser preparado cuidadosamente durante todo el ciclo solar y nosotros hemos venido preparándolo de la misma manera desde hace más de quinientos ciclos en todos los bosques.

Un incendio como este debe ser preparado cuidadosamente durante todo el ciclo solar y nosotros hemos venido preparándolo de la misma manera desde hace más de quinientos ciclos en todos los bosques.

Sabemos exactamente que se quemarán estos árboles, los de aquí y los de allá, pero nada más que esos y todo el material seco que se habrá acumulado en el suelo durante toda esta larga temporada que llamamos un año y que termina con la celebración de lo que llaman una navidad; los incendios grandes que ahora mismo se suceden sin pausa tienen su razón de ser en que nos han prohibido, por cada uno de sus nacimientos salvíficos, nuestros fuegos rituales.

Y sin embargo nació, niño.

En el crepitar de esas llamas que se extendían alrededor suyo, Celia creyó oír por una vez la voz de su padre, el comerciante mexicano a quien nunca conoció, alcanzado en su camino a la clínica por el ataque terrorista de los supremacistas blancos y la consecuente quema de las protestas negras. No le importaría esa voz, empero. Esa tarde Celia escuchó sobre todo a la amiga de su madre y el baile y la música de la tribu. Cerca suyo cantaría un vireo de Bell, esa ave casi extinguida. La reconoció de inmediato. La presencia del humo comenzaría a retirarse de su sistema definitivamente: era su madre quien la habría llevado ahí para curarla.

El sol se filtraba, irisado al alba, entre sus pestañas.

El juego de colores era la única y mejor narración, concluyó. No más historias, sino la temperatura del tono en el aroma a pasto fresco sin cortar.

Entonces lo supo: fue una sola la voz sin palabra. Había nacido.

Publicado originalmente en la edición digital de La Tempestad (no. 158, diciembre de 2020  – enero de 2021)

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lunes, 19 de diciembre de 2022

Minerva Cuevas: final y principio del juego

El visitante de Game Over, la exposición de Minerva Cuevas en el Museo Jumex de la Ciudad de México, es invitado a comportarse como un arqueólogo del futuro, que asiste a las ruinas de una civilización bastante parecida a la nuestra. Esculturas de significados imprecisos (entre cabezas prehispánicas y personajes de Disney) y desechos del Capitaloceno conviven en la galería 1 ofreciendo un paisaje con el que el espectador puede relacionarse de manera lúdica.

Inaugurada el 26 de noviembre y abierta hasta el 26 de febrero del próximo año, Game Over procede de lo que la artista mexicana desarrolló a partir de 2016 durante una estancia en Colonia, Alemania: la IUF (International Understanding Foundation o bien Fundación para el Entendimiento Internacional), “una estructura conceptual basada en el internacionalismo para fomentar la libertad cultural, económica y política, y explorar el impacto social de las prácticas estéticas”, como la describe Marielsa Castro Vizcarra, curadora de esta exposición junto a Adriana Kuri Alamilllo.

¿Se diría que Minerva Cuevas (Ciudad de México, 1975) desdibuja los límites entre arte y acción política? “No creo que existan esas fronteras, todo es una misma cosa. Cuando estás tratando de investigar un fenómeno social invariablemente te relacionas con la política. A partir de 2007, con la exposición La venganza del elefante, comencé a usar chapopote e hice una investigación en Yucatán sobre la industria petrolera nacional. Encontré que más que obras en específico me interesaba producir una forma de ensayo visual de relaciones entre objetos a partir de teorías de la ecología social”, explica la artista, cuyos últimos proyectos, incluyendo el más reciente en el Museo Jumex, siguen ese camino.

Minerva Cuevas

Vista de la exposición Minerva Cuevas: Game Over en el Museo Jumex. Fotografía: Ramiro Chaves

Las intervenciones características de Cuevas sobre los logotipos de las grandes corporaciones e instituciones públicas expresan la resistencia, desde el campo del arte, a la conquista del imaginario público por parte del poder del capital. Pero si el título de su nuevo proyecto alude al final del juego (la insostenibilidad de nuestro modo de vida bajo el capitalismo), las piezas lo abren al público: todo aquí puede tocarse, los niños están incluidos. “En mis proyectos siempre considero al público. Trabajar teniendo en cuenta a la población infantil es de lo más complicado, porque es la más exigente. Hasta ahora la exposición ha sido bien recibida por gente de todas las edades”.

Game Over permite una lectura optimista pese al ambiente postapocalíptico que la enmarca: en medio de las ruinas es posible jugar, producir nuevas formas de sociabilidad. La idea se nutre de la experiencia de Minerva Cuevas durante una residencia artística en Berlín, que dio pie a No Room To Play (2019), fotografías y un video sobre los parques infantiles construidos en Alemania en la posguerra, que se exhiben en la galería -1 del museo: “Es muy fuerte recorrer estos espacios, normalmente entre edificios, porque el lote vacío es producto de los bombardeos. Es claro que ahí falta una construcción”, abunda la artista.

La obra de Cuevas puede entenderse como un continuo, donde cada exposición o proyecto –formado por pinturas, videos, fotografías, esculturas o instalaciones– añade un capítulo a su investigación artística sobre el asedio del capitalismo en el entorno social y natural. En el caso de Game Over los espectadores podrán participar en la muestra, además de interactuando con las piezas, completando la obra 200 mamuts, casi 25 camellos, cinco caballos, junto al taller de producción Todo Woooow.

Minerva Cuevas

Vista de la exposición Minerva Cuevas: No Room To Play en el Museo Jumex. Fotografía: Ramiro Chaves

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Minerva Cuevas: final y principio del juego

El visitante de Game Over, la exposición de Minerva Cuevas en el Museo Jumex de la Ciudad de México, es invitado a comportarse como un arqueólogo del futuro, que asiste a las ruinas de una civilización bastante parecida a la nuestra. Esculturas de significados imprecisos (entre cabezas prehispánicas y personajes de Disney) y desechos del Capitaloceno conviven en la galería 1 ofreciendo un paisaje con el que el espectador puede relacionarse de manera lúdica.

Inaugurada el 26 de noviembre y abierta hasta el 26 de febrero del próximo año, Game Over procede de lo que la artista mexicana desarrolló a partir de 2016 durante una estancia en Colonia, Alemania: la IUF (International Understanding Foundation o bien Fundación para el Entendimiento Internacional), “una estructura conceptual basada en el internacionalismo para fomentar la libertad cultural, económica y política, y explorar el impacto social de las prácticas estéticas”, como la describe Marielsa Castro Vizcarra, curadora de esta exposición junto a Adriana Kuri Alamilllo.

¿Se diría que Minerva Cuevas (Ciudad de México, 1975) desdibuja los límites entre arte y acción política? “No creo que existan esas fronteras, todo es una misma cosa. Cuando estás tratando de investigar un fenómeno social invariablemente te relacionas con la política. A partir de 2007, con la exposición La venganza del elefante, comencé a usar chapopote e hice una investigación en Yucatán sobre la industria petrolera nacional. Encontré que más que obras en específico me interesaba producir una forma de ensayo visual de relaciones entre objetos a partir de teorías de la ecología social”, explica la artista, cuyos últimos proyectos, incluyendo el más reciente en el Museo Jumex, siguen ese camino.

Minerva Cuevas

Vista de la exposición Minerva Cuevas: Game Over en el Museo Jumex. Fotografía: Ramiro Chaves

Las intervenciones características de Cuevas sobre los logotipos de las grandes corporaciones e instituciones públicas expresan la resistencia, desde el campo del arte, a la conquista del imaginario público por parte del poder del capital. Pero si el título de su nuevo proyecto alude al final del juego (la insostenibilidad de nuestro modo de vida bajo el capitalismo), las piezas lo abren al público: todo aquí puede tocarse, los niños están incluidos. “En mis proyectos siempre considero al público. Trabajar teniendo en cuenta a la población infantil es de lo más complicado, porque es la más exigente. Hasta ahora la exposición ha sido bien recibida por gente de todas las edades”.

Game Over permite una lectura optimista pese al ambiente postapocalíptico que la enmarca: en medio de las ruinas es posible jugar, producir nuevas formas de sociabilidad. La idea se nutre de la experiencia de Minerva Cuevas durante una residencia artística en Berlín, que dio pie a No Room To Play (2019), fotografías y un video sobre los parques infantiles construidos en Alemania en la posguerra, que se exhiben en la galería -1 del museo: “Es muy fuerte recorrer estos espacios, normalmente entre edificios, porque el lote vacío es producto de los bombardeos. Es claro que ahí falta una construcción”, abunda la artista.

La obra de Cuevas puede entenderse como un continuo, donde cada exposición o proyecto –formado por pinturas, videos, fotografías, esculturas o instalaciones– añade un capítulo a su investigación artística sobre el asedio del capitalismo en el entorno social y natural. En el caso de Game Over los espectadores podrán participar en la muestra, además de interactuando con las piezas, completando la obra 200 mamuts, casi 25 camellos, cinco caballos, junto al taller de producción Todo Woooow.

Minerva Cuevas

Vista de la exposición Minerva Cuevas: No Room To Play en el Museo Jumex. Fotografía: Ramiro Chaves

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