Recuerdo mi primer encuentro con la literatura del autor estadounidense Charles Bukowski. Novelas como Factótum o La senda del perdedor eran atractivas, en mis años universitarios, porque mostraban el otro lado del American dream e iban a contracorriente de la meritocracia educativa que nos empujaba en una sola dirección: la obtención de un empleo y, quizás, un nivel de vida parecido al de nuestros padres. Henry Chinaski –alter ego de Bukowski– era, en ese sentido, un antihéroe en el sentido tradicional del término: un personaje que, por decisión propia, había dado la espalda a las promesas de la sociedad capitalista posterior a la Segunda Guerra Mundial para vegetar en bares de mala muerte, empleos de corta duración y escasa paga.
Menciono a Bukowski para hablar de Yo, precario –nueva edición del libro publicado en el 2013– de Javier López Menacho, porque los textos del autor español son una especie de epílogo de la figura del antihéroe que heredamos del siglo XX y que, entrado el nuevo siglo, se ha transformado en un espejo que nos devuelve una imagen inquietante. Yo, precario es una compilación de crónicas que funcionan como una suerte de novela de iniciación o Bildungsroman de la pobreza laboral. El personaje central –López Menacho– es el epítome del “trabajador en busca de trabajo” de nuestra época. Graduado de la universidad, treintañero, miembro de la cada vez más vapuleada clase media, el protagonista no tiene más opción que aceptar trabajos de medio pelo para pagar la renta de su departamento y costear una que otra diversión en Barcelona. El empleo más significativo y que abarca la mayor parte de las crónicas es el que cumple adentro de una botarga –“mascota” en España– perteneciente a una marca de chocolates. Después, acabado su ciclo, trabajará verificando máquinas expendedoras de cigarros o como animador en centros comerciales mientras juega la selección española.
Yo, precario tiene varias virtudes que lo alejan de la no ficción que privilegia el mercado editorial de estos años. En primer lugar, por supuesto, está la voz que narra: un hombre que lucha por encontrar sentido a lo que hace mientras su contexto le va quitando, una a una, las oportunidades para las que se fue preparando desde la infancia. Si el privilegio de la escritura, muchas veces, se concentra en escritores que pueden mirar a la sociedad de su tiempo desde una posición que no compromete su supervivencia, los escritores de nuestros años dan voz, a través de su precariedad, a aquellos que históricamente han sido excluidos de casi cualquier tipo de tribuna.
Es cierto que, por ejemplo, escritores como Jack London o George Orwell, filósofos como Simone Weil o sociólogos como Robert Linhart decidieron experimentar la vida de la clase obrera para nutrir sus obras con una mirada amplia sobre la explotación humana en el capitalismo. Sin embargo, autores como López Menacho –sin hacer explícito algún compromiso político– no tienen más opción que describir su experiencia en un mundo que erosiona su calidad de vida y las promesas de una globalización cada vez más desacreditada. La violencia estructural que se vive en el Sur Global tiene su contraparte en la violencia laboral que lleva a un callejón sin salida a millones de jóvenes y adultos jóvenes en sociedades supuestamente prósperas y protegidas por un Estado benefactor que apenas puede auxiliar a una población en emergencia perpetua.
A pesar del contexto, las crónicas de Javier López Menacho transmiten una humanidad que impide que nos dejemos llevar por el pesimismo. En la primera parte del libro, en el trabajo-basura que consume gran parte de su tiempo, hay una mirada compasiva hacia los compañeros de travesía e, incluso, a los jefes que, finalmente, también son parte de una maquinaria que los exprime para luego desecharlos. La botarga, en este caso, es una metáfora perfecta de la “sociedad de rendimiento” (Byung-Chul Han): la sonrisa congelada del muñeco, feliz las 24 horas del día, es la felicidad obligada que nos impone el capitalismo global. Adentro del disfraz se puede elaborar una filosofía del siglo XXI que incluye, por ejemplo, la necesidad de ser empáticos para sobrevivir. Esto ocurre cuando el protagonista se asume como parte del ecosistema urbano y encuentra a otros que, como él, tienen que sortear la vida como sea: vendedores ambulantes, extorsionadores o personas en situación de calle –inmigrantes ilegales en la mayor parte de los casos– que desarrollan una infinidad de estrategias para ganar dinero y que, irónicamente, tienen más ingresos que aquellos que mandan sus currículums universitarios a empresas que buscan cualquier vacío legal para ahorrar dinero a costa de los trabajadores.
Yo, precario es un ejemplo de lo que debe intentar la literatura que apuesta por un vínculo directo con la realidad. Las crónicas de López Menacho no pretenden una supuesta objetividad periodística. Tomándose como caso de estudio, el autor desmonta –anécdota tras anécdota– el mito de la meritocracia y las promesas de la cultura del esfuerzo. Desclasado, tiene la entereza de mirar el desastre que lo rodea y dejar un testimonio de la crisis global de hace diez años. La nueva edición de este libro, publicada este año, añade textos que muestran que la precariedad sólo se acentuó después de la pandemia. La literatura no cambia el mundo, piensan algunos, y es cierto. Sin embargo, las crónicas de Yo, precario sirven para romper el mundo feliz que se nos impone todos los días y nos muestran la épica cotidiana de una generación –muchos dicen la generación mejor preparada de la historia– dueña de nada y en lucha constante por pagar la renta.
Javier López Menacho, Yo, precario, La Caja Books, Valencia, 2022
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