Nació, niño.
En compañía de criaturas, bestias de carga, bichos y alimañas en el lugar destartalado donde se guarece lo que no tiene casa cuando llueve mucho, donde lo humilde esconde sus herramientas y comparte el forraje, esta natividad parece evento suficiente para justificar la espera, la esperanza, la experiencia esta noche en que el calor y el terror del tirano –ese que había ordenado arrebatar de sus madres a cualquier vástago que le inspirara desconfianza a algún vecino– parecía disiparse con los vientos inesperados del sur.
Pues es mejor que haya nacido niña.
¿Cómo lo sabes?
Entonces por qué preguntas: qué haces aquí, acaso.
Iván Héctor Mezquín yacía en el suelo de lo que otrora había sido un campo de fútbol, su traje subcero abierto, la mascarilla antiviral a un metro y medio de distancia, después de que no diera más de andar en círculos por la cuadra y se desmayara, mientras los carros de policía, los drones y los custodios paramilitares de los gobiernos comenzaban a cruzar los datos de sus perfiles y sus reconocimientos faciales antes de caerle, debido a que llevaba el corte de pelo al día, ropa de marca, perfume; un dron reconoció que el teléfono celular en su mano abierta era el modelo más reciente, pero estaba descargado. El sujeto biológico, sin embargo, aún respiraba. Esa era una de las razones por las que se había derrumbado Mezquín esa víspera de navidad: la voz del teléfono ya no respondía y la de su cuerpo continuaba hablándole, sin entregarle noticia alguna de lo que tanto quería oír.
Soy otro el espíritu de lo que cuentas, insistía. Soy otro el fantasma de lo que se ha narrado tantas veces hasta aquí cada fin de año, de otra manera no estarías leyendo esto encandilado en pantallas opacas; sabes que por eso escribes, para leernos.
Permíteme que abramos una posibilidad distinta al decirlo.
Si tú lo dices, respondió todavía con los ojos cerrados. Nació una niña.
En compañía de criaturas y deidades, eran tres sus padres y tres sus madres –un burro estéril, una mula y un hipocampo–, aunque nadie sabía realmente quién era qué, sólo que no descansarían de cuidarla entre el heno y las arañas y el frío, mientras afuera seguían pasando noche a noche, mañana a mañana, hordas sin fin de motociclistas que enarbolaban banderas y barbas rojas, encordados por cepos, gorras con eslóganes, cascos de la guerra mundial, cañones nuevos y escopetas viejas, en campaña porque habían conseguido aprobar una ley que declaraba abierta la caza de seres diferentes a ellos, de cualquier bípedo o cuadrúpedo que buscara cruzar el río grande y bravo en dirección a las ciudades en llamas, chillaban, aquí donde antes hubo un país tan rico, allá donde la noticia de la destrucción a manos de nuestro propio sistema de representatividad por la fuerza todavía no llega a las comunidades rurales de donde vendrían en caravana.
Mezquín mantuvo los ojos cerrados, pero ante la noticia que le ofrecía esa voz empuñó firmemente el teléfono celular en su mano. No podía ser verdad, se dijo, en un débil intento de interrumpir el relato ruinoso; pobre niña; este aparato es nuevo y cómo puede ser posible que se haya descargado; no puede ser verdad que haya nacido niña. El protagonista de nuestro villancico se preciaba de tener como oficio el de comerciante de historias, de modo que no creía en nada. Había fundado una productora audiovisual durante el cambio de siglo y veinte años después no sólo se había expandido tanto a la piratería de libros electrónicos de nicho como a la renta de innumerables versiones de cuentos firmados por autorías importantes –con portafolios de prensa muy bien trabajados– a las mil y una editoriales independientes de toda Latinoamérica y España, sino también al aprovisionamiento de títulos para los premios locales de todo el mundo hispano y, también, a la colocación de sus mayores clientes en el puesto de redactores exclusivos para las más álgidas microarengas y los más incendiarios minidiscursos según las necesidades operativas de los candidatos a las cien constantes elecciones del hemisferio; el volumen de negocios de la oficina literaria que regentaba a punta de insomnio, alcohol y ayahuasca, pese al inmenso volumen de su monetarización, había hecho que Mezquín perdiera de vista la historia de amor con que se había encantado a comienzos de este hermoso año 2020.
¿Cómo lo sabes?, inquirió burdamente esa voz, abigarrada y simple en su objetivo, tan reconocible para el comerciante de historias como desconocida en su insolencia.
Y por qué lo preguntas. Acaso qué eres, se animó a cuestionarse durante un segundo de clarividencia.
No sé esperar.
No sabes esperar, le respondió la voz.
No sabía esperar, pues se preciaba de que su título fuera el de Productor Asociado de lo que fuera que tocara la trama de su negocio, así que decidió que el desperfecto del teléfono celular sería el punto de giro por el cual no le cabría a él recibir la buena nueva.
¿Quién te crees tú que soy?
No me importa. No existes, espíritu de la nochebuena. Tú tampoco, comerciante de historias. No me vas a decir que súbitamente ahora te preocupa discriminar entre aquello que existe y aquello que no, aunque de cualquier manera esté almacenado ya en algún órgano –en tu respiración, seguro– y por eso tenga entidad, porque sabes que cualquier almacenamiento puede arrojar interés. O me confesarás que te preocupa la niña.
Es un niño, gritó Mezquín.
Súbitamente su propio grito lo hizo abrir los ojos. No yacía acostado en medio de un campo de fútbol ni flotaba en el espacio del monólogo interno en una página blanca; estaba de pie, tieso, en medio de su oficina.
Súbitamente su propio grito lo hizo abrir los ojos. No yacía acostado en medio de un campo de fútbol ni flotaba en el espacio del monólogo interno en una página blanca; estaba de pie, tieso, en medio de su oficina. Los demás Productores Asociados alrededor suyo, aquellos que ostentaban su mismo nivel de ingresos y responsabilidades desde que una compañía comunicacional mayor lo comprara y decidiera rodearlo de iguales para neutralizarlo, lo miraron con la crueldad acostumbrada. Levantó cada cual una sola ceja, volvió a sorber su café enorme e, indiferente como se le pedía ser, continuó hablando por los audífonos al interior de su prístino cubículo sellado, la mano izquierda sobre la calculadora y el ojo en parábola veloz desde la videollamada a la carpeta de la esquina inferior, desde donde extraería en el momento adecuado la anécdota folclórica exacta que fuera a complacer las necesidades del lobbista que lo contactaba ese momento sagrado desde una escuela de Taipéi, otra de Temuco, otra de Tampere, otra de Tampa, otra de Tessaoua, otra de Tesalónica.
No es un niño, dijo a su audífono con indiferencia; el consumidor ideal de hoy es una niña.
No puedes saberlo, respondió la voz. Pero ¿quieres a toda costa que sea un niño quien nazca esta noche? Ven conmigo.
Ahora el susurro se hacía indistinguible del viento, como si de pronto se encontraran a medianoche en una ciudad distante, industrial, neblinosa, en pleno invierno boreal. Mezquín sintió el frío y la humedad que se colaban a través de su levita oscura y su pantalón de fino tartán ahí, tendido y por un segundo inconsciente en la nieve, luego de recibir una bofetada por parte del muchacho de camisa blanquísima que le lustraba las botas como respuesta a la exigencia que le hiciera de sus dos manos y una pierna para lograr subir al carro entre la nieve, en un tono no muy distinto a aquel con que le gritaría a su ayudante y a la ayudante de su ayudante porque era martes y el buzón de entrada de su casilla electrónica estaba plagado de mensajes sin leer.
Ten ahí a tu hijo, replicó la voz que abría las vocales, sutil marca de sorna que nuestro comerciante, aun en su inconsciencia, alcanzó a notar.
Qué dices, prosiguió el de la camisa blanquísima, mientras le ofrecía la mano a Mezquín después de la golpiza, y el comerciante de historias se dejó ayudar, tocándose la mejilla palpitante. Ahora sí somos iguales, continuó el muchacho: dos varones temblando en el inhóspito West End como ya quisiera el tal Dickens.
La voz volvió a darle un tono leve a su relato: permítame invitarle una pinta de brandy en esa taberna, apuntó.
Nací libre y moriré así, agregaba cuando ya iba en la segunda botella, como lo fue mi padre y mi abuelo, y su padre y sus abuelos; Mezquín no estaba seguro de dónde estaba ni de quién era esa persona tan libre, ironía cruel para un Productor Asociado donde las haya. No sabía qué parte de sí mismo hablaba, ni siquiera si eso que acababa de ser proferido en realidad era lo que el otro, la sombra que estaba enfrente suyo en ese cubículo, le había confesado.
Lo único que espero es una revelación, pudo balbucear.
Entonces escucha bien la historia que voy a contarte, retrucó; tal vez pagues por ella, aun si no piensas que sabes nada del escenario y sus personajes. Cerca de la bifurcación del río Oya, actual Níger, el niño francés Léger estaba extraviado. Había salido corriendo en pleno puerto de Lokoja. Luego no supo volver al barco de su tío. Dio vueltas, cruzó un puente y un parque que luego se convertían en un enorme horizonte. Finalmente estaba, después de horas, perdido en medio de una interminable sabana. Pero Léger tenía la brújula de bolsillo que le regalara su padre en Oyonnax. Su tío lo había convencido de acompañarlo al África Occidental ese verano, adonde iría por negocios. Así podría sacar la cabeza de los libros, dijo su madre. Sentado, ahora calculaba que Lokoja estaba al suroeste. Sólo tenía que seguir la brújula, pensó, justo cuando de un árbol se abalanzó hacia él un enorme leopardo.
Anwar era uno de los niños más aventajados del grupo de transformadores de su familia Igbo. Esa mañana había salido a realizar su práctica en solitario. Quería concentrarse en sus capacidades de ataque felino; sobre todo ahora que empezaban a llegar noticias de que los europeos esclavistas estaban acercándose al territorio de su nación. Estaba agazapado en la copa de un árbol idagbomunonye cuando escuchó un sonido inusual para su oído de leopardo. Era un niño de su misma edad. Pero no podía entender lo que había en sus ojos: un niño muy delgado cuya piel tenía color sol de la mañana. Era la primera vez que Anwar veía lo que hoy llamamos una persona blanca. Debe ser una distorsión de las pupilas felinas que tengo en este momento, reflexionaba. Así que saltó desde el árbol para ofrecerle un buen saludo.
Era la primera vez que Anwar veía lo que hoy llamamos una persona blanca. Debe ser una distorsión de las pupilas felinas que tengo en este momento, reflexionaba. Así que saltó desde el árbol para ofrecerle un buen saludo.
Léger daba gritos de pavor, aun cuando vio que el leopardo se le acercaba amistosamente. Anwar no se había dado cuenta de que todavía caminaba en su forma felina, hasta que entendió el por qué de los gritos y la palidez extrema del niño. Así que se transformó de nuevo en humano. Léger estaba maravillado. Ninguno de los dos hablaba el idioma del otro, sin embargo se entendieron por morisquetas, sonrisas, imitaciones. Pasaron horas jugando juntos. Léger nunca se había sentido tan a gusto con un niño de su edad. Anwar nunca había conocido a un niño con movimientos tan torpes. Su inmovilidad, pensaba, debe ser una estrategia de defensa que nadie ha visto. En un momento Anwar pidió, mediante gestos, el permiso de Léger para transformarse en alguien idéntico a él. Léger lo autorizó. De ese modo pudieron hablar la misma lengua; de ese modo Anwar supo que los esclavistas habían llegado al caserío cercano y que era el momento de que su nación se ocultara; de ese modo, también, Léger pudo hacerle saber que él mismo había escapado del barco de su tío cuando supo que su oficio era comprar y vender personas. Treinta años después, Léger-Félicité Sonthonax, tal era el nombre completo de ese niño francés, según lo que terminaba de contar la sombra en su voz, conseguiría que según las nuevas leyes de su país la esclavitud fuera ilegal; treinta años después, asimismo, Anwar lideraría a su clan de la nación Igbo a ocultarse en un lugar del continente donde hasta hoy nadie sabe que existen: su clan es uno de los pocos que jamás fue esclavizado.
Iván Héctor Mezquín, por su parte, no pudo abrir los ojos ni siquiera con el impulso del edificante final de aquella historia. Sólo atinó a dar un suspiro y, por el eco con que el silencio que le sucediera reverberaba en el espacio de una larga sala de espera, entendió que tampoco había caído entre el bullicio de una taberna decimonónica.
Pues bien, Mezquín, hombre desmemoriado y sin raíces, persistió la voz. ¿Te das cuenta ahora de dónde has venido a pasar la nochebuena, tras dos días sin un respiro de venderte y comprarte en la pantalla y en el teléfono todas estas historias robadas de libros y libros y más libros que no te pertenecen, salvo en el cuento de esta navidad que no es blanca?
Una tos interrumpió la acusación que comenzaba.
Se trataba de un rugido sordo y profundo; tal podría ser el grito de una persona que recién nace a la desesperación y también el esfuerzo final de quien busca alcanzar un respiro, a pesar de que en la gravedad del ahogo ya conociera la rutina de lo que tal vez nunca podrá alcanzarse y de manera fácil llegará porque es aire, que es liviano y a todos pertenece. Desde siempre, sí, la niña tendría problemas respiratorios; mocos, flemas, alergias constantes con rinitis, resfríos estacionales, influenza en un par de ocasiones, e incluso una vez padecería de una bronquitis que la llevaría a pasar varios días en el hospital de –encontremos un lugar como cualquier otro y no, no es casual– San José, California, donde digamos que viviría con su madre, hasta que descubrieran que se trata de otra infección de coronavirus. De ahí en más iría a todos lados con su inhalador y al cabo sufriría de un asma atópica crónica, de modo que esa mañana de –si acordamos un tiempo– septiembre, cuando su madre la despertara para pedirle compañía para un viaje de visita a una vieja amiga en una reserva cercana, se alarmaría sobremanera.
Su nombre es Celia. El de su madre, Doris.
Eso susurraría Mezquín.
Mami, protestaría, ¿acaso no se ha asomado usted por la ventana hoy?
En efecto, el espectáculo del cielo oscurecido por una densa capa de humo y ceniza iría a ser dantesco en esa región del estado; ese año la temporada de incendios de fines del verano sería la peor desde que se tuviera registro y Celia prácticamente no habría podido salir de su casa durante las dos semanas anteriores. Aunque la sola idea le provocaría una tos inmediata, el contacto del abrazo de su madre la tranquilizaría sobremanera, tanto que de pronto Celia se hallaría sentada en un carro a través de la carretera us-101s y su madre, que conduciría, insistiría con una sonrisa enigmática que confiara en ella, como siempre, mientras estaría sintonizando un viejo merengue en la radio.
Mami, protestaría Celia de nuevo, ¿acaso no ha visto usted que abandonamos la carretera, que ya no estamos de camino a Monterey, sino dentro de otra reserva?
La niña dejaría de rezongar a medida que el carro se internara por senderos cada vez más estrechos, no sólo porque la rapidez rítmica de la música sería contagiosa y porque la sonrisa misteriosa se mantendría en la cara de Doris, sino principalmente porque habría notado que el cielo volvería a tornarse azul entre los árboles frondosos, y tan verdes en esa parte desconocida de la región que sus bronquios no parecerían estar en absoluto afectados por los incendios circundantes, hasta que al final, cuando se detuvieran y saliera a recibirlas una joven mujer de pelo canoso, se atrevería incluso a descender del carro; ¡el aire sería delicioso ahí, en medio de ese bosque desconocido!
La mujer, que se presentaría como Rosemary, inmediatamente tomaría de las manos a Celia y a Doris para conducirlas por entre una serie de pasadizos de ramas, luego por un laberinto de frondas espinosas, hasta que emergerían a un claro y luego a un riachuelo; junto al riachuelo, un círculo de nueve personas habría encendido una hoguera de tron- cos secos y ramas sueltas, e irían alimentando el fuego con sacos de hojas secas que habrían apilado por decenas entre las piedras de una sección seca del curso fluvial. El primer impulso de Celia habría sido taparse la boca y correr; estaría en presencia de un grupo de personas que comenzarían incendios intencionales y ella se ahogaría y ahogaría, eso le iría a aconsejar la voz suya desesperada que escuchara antes de cada ataque, y sin embargo la sorprendería que su pecho no se cerrara; justamente, ante la llegada de Celia y Doris, el círculo de personas se habría abierto y entre los desconocidos la niña no sentiría desconfianza alguna, sino libertad para sentarse con las piernas estiradas sobre la tierra húmeda y observar el fuego vivo durante largos momentos, tal vez serían horas las que llevaba ahí a la intemperie. Hasta que se diera cuenta de que Celia y Rosemary se estarían riendo a carcajadas, que algunos de los desconocidos estarían bailando mientras otros agitarían cascabeles, soplarían silbatos, tocarían tambores y flautas. Sin embargo, una duda aún crepitaría en su garganta para amenazarla con que le ardería por completo el aire de su cuerpo y para protestar por última vez: ¿por qué demonios estarían quemando árboles en este preciso momento en que todo estaba en llamas?
Claro que sí, dirían las voces desconocidas a coro.
Este es un incendio, pero no un incendio más. La respuesta larga provendría de una voz suave como la suya.
Un incendio como este debe ser preparado cuidadosamente durante todo el ciclo solar y nosotros hemos venido preparándolo de la misma manera desde hace más de quinientos ciclos en todos los bosques.
Un incendio como este debe ser preparado cuidadosamente durante todo el ciclo solar y nosotros hemos venido preparándolo de la misma manera desde hace más de quinientos ciclos en todos los bosques.
Sabemos exactamente que se quemarán estos árboles, los de aquí y los de allá, pero nada más que esos y todo el material seco que se habrá acumulado en el suelo durante toda esta larga temporada que llamamos un año y que termina con la celebración de lo que llaman una navidad; los incendios grandes que ahora mismo se suceden sin pausa tienen su razón de ser en que nos han prohibido, por cada uno de sus nacimientos salvíficos, nuestros fuegos rituales.
Y sin embargo nació, niño.
En el crepitar de esas llamas que se extendían alrededor suyo, Celia creyó oír por una vez la voz de su padre, el comerciante mexicano a quien nunca conoció, alcanzado en su camino a la clínica por el ataque terrorista de los supremacistas blancos y la consecuente quema de las protestas negras. No le importaría esa voz, empero. Esa tarde Celia escuchó sobre todo a la amiga de su madre y el baile y la música de la tribu. Cerca suyo cantaría un vireo de Bell, esa ave casi extinguida. La reconoció de inmediato. La presencia del humo comenzaría a retirarse de su sistema definitivamente: era su madre quien la habría llevado ahí para curarla.
El sol se filtraba, irisado al alba, entre sus pestañas.
El juego de colores era la única y mejor narración, concluyó. No más historias, sino la temperatura del tono en el aroma a pasto fresco sin cortar.
Entonces lo supo: fue una sola la voz sin palabra. Había nacido.
Publicado originalmente en la edición digital de La Tempestad (no. 158, diciembre de 2020 – enero de 2021)
La entrada Un cuento no blanco de navidad se publicó primero en La Tempestad.
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