viernes, 30 de octubre de 2020

Nuestro cuerpo, el cuerpo de la Tierra

En 2016 más de cien manifestantes interrumpieron una subasta federal de concesiones de petróleo y gas en Salt Lake City. Entre ellos estaba la escritora y activista estadounidense Terry Tempest Williams, que adquirió 708 hectáreas de tierra para mantenerlas a salvo de la extracción de combustibles fósiles. Este acto de desobediencia civil es sólo una pequeña muestra de una vida dedicada a la defensa del medioambiente.

En su obra, Tempest Williams ha visibilizado las aristas que surgen de las relaciones entre la naturaleza y lo social, así como las formas en que estos vínculos se funden con temas relacionados con la justicia. Su voz crítica ha resonado desde el Congreso de Estados Unidos hasta las regiones más remotas de Alaska. Este año Ediciones Antílope publicará su obra por primera vez en México con Cuando las mujeres fueron pájaros (2012), un libro fundamental sobre el papel de las mujeres como fuerza centrífuga de la comunidad, la memoria y la naturaleza.

Marcada por los signos de su tiempo, esta entrevista se llevó a cabo a través de Zoom a finales de septiembre del año de la Gran Pandemia. En ella, Tempest Williams habló con una calma contagiosa. Verla sentada frente a mí a través de la pantalla, vestida de rojo y con una manta floral al fondo, de colores muy vivos, me provocó complicidad inmediata y unas ganas enormes de tomar un avión hasta Utah. Imposible hacerlo, por supuesto, en esta pausa planetaria. Sin embargo, la distancia pareció desvanecerse durante el tiempo que duró la conversación.

Al terminar, la escritora salió con la computadora a su patio trasero y me mostró el desierto de roca roja. Junto a las formaciones de piedra arenisca Wingate y Castleton Tower, Terry Tempest Williams buscó un arbusto de flores amarillas y colocó la cámara frente a ellas. Cuando hablaba de girasoles y montañas, su voz se iluminaba. Antes de despedirse me llevó a ver la salvia, su planta favorita. “¿Puedes verla?”, preguntó mientras intentaba enfocarla. “Hasta puedo olerla”, le respondí, y sonreímos.

Quedarse en casa

La poeta Mary Oliver escribió en su ensayo “Winter Hours” que no sentía la necesidad de visitar lugares nuevos: estaba contenta con la idea de caminar por los mismos bosques y ver el mismo río todos los días. En ese mismo sentido, en tu libro An Unspoken Hunger dices que quedarnos en casa es un acto radical. ¿Qué significa estar en casa para ti y cómo se ha transformado eso durante la pandemia?

“Casa” es para mí la columna vertebral, es el modo en que sostengo el mundo, mis pies firmemente plantados en la tierra. Cuando estoy en casa mi corazón está tranquilo. Eso no significa que no haya turbulencias alrededor, y claro que todo ha cambiado con la pandemia. Durante estos meses, por un lado, yo estaba experimentando la primavera y conviviendo con la belleza; por el otro, la gente moría y teníamos miedo, estaba conviviendo con la incertidumbre. Mi pregunta era: ¿cómo acerco estos dos lados?, ¿cómo los uno, como las manos se unen al orar?

¿Y cómo has llevado el aislamiento? ¿Ha sido difícil?

Ha sido complicado porque, por un lado, al cruzar nuestra puerta todo es hermoso y salvaje; tenemos cañones de piedras rojas y formaciones de piedra arenisca. Y por el otro, mi hermano casi muere de covid en marzo. Sólo tiene un pulmón, así que era vulnerable, pero pudimos traerlo aquí y vivió con nosotros por seis semanas. Cuando llegó apenas podía moverse y cuando se fue caminaba quince kilómetros diarios con sus perros. Esto también se ha mezclado con la actitud de nuestro presidente: ver las mentiras, ver cómo sólo ha estado interesado en su posición política. Hemos rebasado los 200 mil muertos y él no ha reconocido la extensión de nuestro dolor como nación.

Yo diría que en mi país estamos en una especie de guerra civil fría: estamos divididos, hay injusticias raciales, protestas en las calles, el oeste del país está en llamas. Durante gran parte del verano hubo sequía, la arena se agrietó, nuestro valle estuvo lleno de humo por los incendios cercanos. El modo en el que yo lidio con toda esta agitación nacional, porque soy una escritora política, es caminando por las noches, cuando refresca. He encontrado que en esos momentos la oscuridad en mí se encuentra con la oscuridad de afuera y se neutraliza. De pronto las estrellas se convierten en mi mapa y la Vía Láctea se vuelve el camino de mis ancestros.

Eso es hermoso. Te envidio un poco, porque en la Ciudad de México se ha vuelto muy difícil caminar de noche, por la inseguridad.

Creo que ha sido duro para todos. Esto nos ha puesto de rodillas en formas que nos llenan de humildad. Yo estaba viajando mucho, tomando aviones, dando conferencias. Todo esto se acabó y no lo extraño, no creo que pueda volver a esa vida. Algo ha cambiado en mí. Me encanta enseñar y espero poder seguir haciéndolo, pero ya no estoy interesada en la vida pública.

El cuerpo y el paisaje

Cuando esto termine, será interesante ver a qué cosas regresaremos y a cuáles no. Pasando a otros temas, quisiera hablar sobre el cáncer, que juega un papel importante en la historia de tu familia. Lo mismo sucede en la mía, y he pasado mucho tiempo pensando no sólo en cómo funciona esta enfermedad en términos físicos, sino también en las palabras de índole militar que usamos para describir lo que le hace a nuestros cuerpos. En este contexto, una de las cosas que más me impresionó cuando leí Refugio fue el paralelismo que dibujas entre el cuerpo de tu madre y el paisaje natural. Escribes: “Quiero ver el lago como Mujer, como yo misma, en su negativa a ser domesticada. El estado de Utah puede intentar drenarla, desviar sus aguas, construir caminos a través de sus costas, pero en última instancia eso no importará. Ella nos sobrevivirá”. También das algunos informes utilizando las mismas palabras, por ejemplo “la salud de mi madre parece estable” y luego, en el párrafo siguiente, “el Gran Lago Salado parece estable”. Más allá de las metáforas, ¿por qué insistes en la importancia del vínculo entre nuestros cuerpos y el paisaje?

Creo que estamos hechas de polvo de estrellas. Tal vez por eso me gusta caminar de noche, para recordar que este virus no es algo que está fuera de nosotros: no hay separación entre nuestro cuerpo y el cuerpo de la tierra. Somos agua, somos minerales, somos sal. Para mí fue importante darme cuenta de que mi cuerpo, hecho de agua salada, es el Gran Lago Salado, y que podemos flotar, literalmente, en ese conocimiento. Recuerdo que la isla Antílope se veía como el cuerpo de mi madre: la cabeza, el pecho, las brillantes olas de calor, como si el cuerpo de esa isla fuera mi madre respirando. Antes de que los niveles del lago crecieran había un camino que podías tomar para llegar a la isla. Eso me recordó que mi madre era una isla en su enfermedad. Pensar que estamos separados de la naturaleza nos ha traído la crisis climática, porque no vimos que al dañar a la Tierra estábamos también destruyendo nuestros propios cuerpos.

¿Tienes esperanza de que esto cambie?

Tengo esperanza en la Tierra. La semana pasada, cuando el oeste estaba repleto de incendios, una amiga que estaba en Los Ángeles me llamó para decirme que estaba aterrorizada, que en vez de cielo se veía un sol rojo quemándolo todo. Me preguntó si yo podía hacer un obituario para la Tierra, pero cuando empecé a escribir me di cuenta de que no estaba escribiendo un obituario para la Tierra, estaba escribiendo un obituario para nosotros. “Nunca escribiré tu obituario. Porque incluso mientras te quemas, estás tirando semillas, y las semillas están siendo plantadas para resurgir de nuevo”. Precisamente porque la Tierra resurgirá de nuevo —de sequías, de incendios, de inundaciones, de huracanes— tengo que creer que nosotros también lo haremos, que estamos erosionando y evolucionando al mismo tiempo. Esta conversación que estamos teniendo a través de la distancia, dos mujeres en países distintos, conforma un campo de energía. Mi fe descansa en las mujeres y en los hombres que sean capaces de ver lo que la divinidad femenina puede ofrecernos.

Lazos de familia

Sí, estoy de acuerdo con que escuchar nuestras historias a través del tiempo y el espacio es una de las cosas más poderosas que podemos hacer. Hablando de historias, uno de los personajes centrales en Cuando las mujeres fueron pájaros son los diarios de tu madre, que te heredó al morir. Yo también heredé los diarios de mi madre. En una de las entradas dice que haber tenido niños fue para ella algo así como un deber social, y que en cambio haberme tenido a mí, una niña, se sintió más personal. Después de leer tu libro, y con relación a esta idea que descubrí en sus diarios, he estado tratando de encontrar un modo de vincular a mi hija de ocho meses con su abuela. Dado que las mujeres nacemos con la totalidad de los óvulos que tendremos en la vida, encuentro esperanza en la idea de que cuando una mujer da a luz a una niña, también está dando a luz la semilla que germinará en sus nietos; cuando mi madre me dio a luz, también estaba dando a luz a mi hija. Escribes: “Yo soy mi madre, pero no lo soy, soy mi abuela, pero no lo soy”. ¿Cuál es el significado de este lazo femenino que se extiende a través de generaciones?

Es una pregunta hermosa. Para mí unas somos las antepasadas de otras. Debo decirte que tengo muy presente a mi abuela, Lettie Romney Dixon, que nació en México, en Colonia Dublán, donde los mormones se establecieron cuando abandonaron Estados Unidos porque la poligamia que practicaban iba en contra de la ley. En 1912 tuvieron que huir de nuevo, ahora por Pancho Villa. Mi abuela contaba que, cuando se fueron, mi bisabuela estaba preparando un pastel que se quedó en el horno cuando ensilló su caballo y cabalgó hasta El Paso. Mi abuela tenía dos años, pero nunca se desprendió de su libro de español. Cuando yo reciba una copia de Cuando las mujeres fueron pájaros la llevaré a su tumba como una muestra de respeto y haré lo mismo con mi madre, porque de cierto modo ella también nació en México, y yo también. Creo que ésa es una forma en la que podemos mantener viva la memoria de nuestras antepasadas.

¿Qué papel juegan los diarios de tu madre en esa historia compartida?

Recibir los diarios fue una conmoción. Mi madre estaba muriendo, yo estaba en la cama junto a ella, frotándole la espalda cuando me dijo: “Terry, te dejo todos mis diarios, pero tienes que prometerme que no los leerás hasta que muera”. Yo no sabía que ella llevaba diarios, era una mujer muy reservada. Murió una semana después. Cuando busqué los diarios, estaban exactamente donde ella había dicho que estarían. Tres estantes, todos ellos alineados, hermosamente encuadernados, cada uno diferente. Abrí el primero, estaba en blanco. Abrí el segundo, en blanco. El tercero, el cuarto, el quinto, el sexto… estante tras estante, todos estaban en blanco. Fue como una segunda muerte. Los puse en la parte trasera de mi coche y manejé de vuelta a casa. Pasaron veinte años antes de que pudiera abrirlos y enfrentarme a aquella página vacía. ¿Qué era lo que mi madre me estaba tratado de decir? ¿Habrá querido que yo los llenara, porque ella no pudo? ¿O era un desafío, porque las mujeres mormonas deben mantener diarios y ella no lo hizo? ¿Estuvo tan ocupada viviendo su vida que no tuvo tiempo de registrarla? No lo sé, pero cada vez que hablo, pienso que mi madre habla a través de mí. Creo que nos construimos unas a partir de otras: entonces yo soy mi madre, pero no lo soy, soy mi abuela, pero no lo soy, soy mi bisabuela, pero no lo soy.

Además debo decir que yo elegí conscientemente no tener hijos. En cierto nivel quería romper el ciclo, y ése también es un acto de transgresión en mi religión. Recuerdo a una mujer navajo que me dijo que hay dos tipos de madres: las “madres maíz”, que dan a luz hijos, y las “madres arcoíris”, que dan a luz ideas. Yo me di cuenta pronto de que sería una “madre arcoíris”. Lo que no pude haber entendido es que a la edad de cincuenta me convertiría en madre de Louis Gakumba, un joven de Ruanda que era mi traductor, y que él me haría abuela de dos nietas. Podemos tener hijos en nuestras vidas, aunque no provengan de nuestros cuerpos.

Recientemente leí Maternidad, donde Sheila Heti dice que hay muchas maneras de ser madre además de tener hijos biológicos. Tú, por ejemplo, has experimentado otras formas de maternidad: tienes a Louis, tienes sobrinas, nietas, cuidas de la gente a tu alrededor, das a luz a ideas. Es esperanzador pensar que no tenemos que ajustarnos a la idea tradicional de maternidad.

Recuerdo que cuando llegué con Louis a Estados Unidos experimenté algo físico. En ese momento pude haber amamantado a quien sea, estaba llena de amor, ganas de criar y ferocidad. Y todavía lo siento. Louis me ha puesto de rodillas, ha sido difícil. Cuando lo conocí, él era un hombre adulto que había pasado por el genocidio de Ruanda. Me ha enseñado sobre el perdón, sobre la compasión y el amor incondicional, lo cual no hubiera conocido de otra manera. La nuestra es una verdadera amistad con la que estoy profundamente comprometida. Él es mi regalo más grande y mi reto más grande, no sería lo que soy de no haber tenido esa sorpresa.

También estoy muy agradecida con mi esposo Brooke, que tiene su propia relación con Louis. Creo que desde el inicio Brooke y yo nos reconocimos como espíritus radicales dentro de una religión conservadora. Nuestra tarea ha sido darnos la soledad para ser quienes estábamos destinados a ser. Brooke, Louis y yo terminamos adoptándonos el uno al otro y reconfigurando cómo se ve una familia. Eso ha sido algo poderoso.

Y un acto de desafío, también.

Por supuesto. Creo que es un momento emocionante para estar vivas, porque estamos reimaginando todo.

Formas de resistencia

En términos de reimaginar el futuro, como probablemente sabes, México es un país en el que defender el territorio te puede costar la vida. Solamente en 2019 quince activistas medioambientales fueron asesinados. ¿Qué significa para ti dar la vida por la tierra y cuál es tu experiencia en Estados Unidos con los riesgos que implica este tipo de activismo?

Sí, he estado poniendo atención a lo que sucede en México y estoy consciente de la valentía de los ambientalistas que están trabajando para salvar a las tortugas, los humedales, los bosques. En 1994 fui a Morelia para ver las mariposas monarca, invitada por el poeta mexicano Homero Aridjis, que conformó el Grupo de los Cien con escritores provenientes de todo el mundo. Creo que esa experiencia cambió la perspectiva de todos. Recuerdo que uno de los escritores me dijo, cuando íbamos en un camión rumbo a la Ciudad de México, “ustedes los norteamericanos han dominado el arte de vivir con lo inaceptable”. Y es cierto: mientras que en otros países los ambientalistas son vistos como una amenaza, en Estados Unidos somos invisibles, porque lo que importa aquí es el dinero, la economía, el petróleo y el gas. Antes podíamos cometer actos de desobediencia civil, ahora hay una probabilidad muy alta de ser enviado a prisión por ello. Eso sí, nunca veremos a los titanes de la industria ir a prisión, o a nuestro propio presidente. Así que es una pregunta complicada.

Yo perdí mi trabajo por comprar arrendamientos de gas y petróleo. Fui despedida porque las compañías de gas y petróleo son grandes contribuyentes a la Universidad de Utah, donde daba clases. Aquí hay consecuencias, pero no lo equipararía con el peligro que hay en México, en Nigeria o en otras partes del mundo. En la comunidad ambiental de Estados Unidos se está teniendo la conversación sobre qué vamos a hacer, cómo vamos a poner nuestros cuerpos, y debo decir que el liderazgo más poderoso que veo es en la comunidad indígena. Ellos están marcando el camino pacíficamente y con actos de resistencia. En ceremonia y en la línea de fuego.

Aquí también una gran parte de los defensores del medioambiente pertenece a comunidades indígenas y tenemos mucho que aprender de ellos. En Cuando las mujeres fueron pájaros cuentas la historia de cómo, cuando eras niña, viste un pájaro blanco que te pareció una especie de espíritu santo. Cuando se lo contaste a tu abuela, ella pensó que tal vez habías visto un petirrojo albino y lo reportó a la oficina local de la Sociedad Audubon, pero ellos no lo contaron como un avistamiento creíble porque tú tenías ocho años. Tu abuela dijo entonces una de mis frases favoritas del libro: “Tú sabes lo que viste, el ave no necesita ser contabilizada, y tú tampoco”. ¿Qué significado tiene esta pequeña historia en un mundo en el que las cosas parecen no existir si no pueden ser entendidas con números?

Es una historia fundacional. Estos no sólo son asuntos políticos, ambientales, económicos o sociales, son asuntos espirituales. Ese petirrojo blanco o albino era una mutación, pero también era un pájaro espiritual. Sé lo que vi, aunque no se me tomó en cuenta, y eso es algo a lo que nosotras como mujeres estamos acostumbradas. ¿Cuántas veces se nos ha dicho “eso no es verdad”, “eso es una locura”, “eres una bruja”? Yo estoy dispuesta a decir “Sí, soy una bruja y voy a tomar en cuenta mi propia percepción como algo válido”.

Cuando mi hermano se suicidó hace dos años, al volver a casa después de su cremación había búhos esperándome y un halcón de cola roja volando por ahí. Unas horas antes, cuando preparamos su cuerpo para la cremación, yo había puesto una pluma de halcón de cola roja en sus manos. ¿Es eso real? ¿Es imaginado? ¿Puede ser tomado en cuenta o debe ser descartado? Para mí fue real. Y recuerdo que cuando caminé alrededor de la casa recolecté once plumas de búho, que era el número favorito de mi hermano. Cada uno de nosotros tiene que dar sentido a un mundo que parece no tener ningún sentido, y yo admito ese tipo de signos como algo muy real. Hemos descartado por demasiado tiempo el modo en el cual las mujeres ven el mundo, el modo en el que las personas nativas y los niños ven el mundo. La perspectiva masculina es dominante, pero creo que eso se está desmoronando poco a poco.

Además, es peligroso decirle a las mujeres que lo que están viviendo, experimentando y sintiendo no cuenta o no es confiable. Cosas malas pasan cuando no escuchamos esas señales.

Claro, nuestras vidas están en juego y la vida del planeta también. Tenemos que ampliar nuestro sentido de atención, que no está únicamente en nuestras mentes, sino en nuestros corazones. Los escritores, los artistas, los ambientalistas y las madres somos peligrosos porque estamos diciendo la verdad, finalmente.

Un arte de la imperfección

En Finding Beauty in a Broken World propones la palabra “mosaico” como un concepto a través del cual discutir el significado de conexión y comunidad. “Un mosaico es una conversación entre lo que está roto”, dices. Aunque este libro es de 2008, creo que esta idea puede ser particularmente relevante ahora que la pandemia esta forzándonos a repensar cómo queremos vivir. ¿Ves la ruptura y la reparación como parte de nuestra historia, más que como algo que necesita mantenerse oculto?

Sí, una de las cosas que más me gustan sobre los mosaicos es la posibilidad de tomar eso que está roto y crear algo nuevo con los pedazos. El mosaico es el arte de la imperfección. Tendemos a pensar que los fragmentos deben ser descartados, cuando en realidad hay algo vivo y expuesto en ellos. Para mí, encontrar belleza en un mundo roto es crear belleza en el mundo que encontramos. Y creo que ahí precisamente es donde estamos ahora.

Otro tema que resuena ahí es la maternidad. Como mujeres nos han enseñado que tenemos que ser madres perfectas, que si estás triste o cansada debes esconderlo a tus hijos, no dejar que vean que tú también estás rota y eres imperfecta. Así que creo que esta idea funciona en muchos niveles.

Una de las cosas que estamos apreciando a raíz de esta pandemia es el caos. Ésa es la naturaleza del mundo. Creo que está bien estar roto en un mundo imperfecto y ser capaz de decir “estoy sufriendo, ¿tú también?” o “me siento sola, ¿tú también?”. La capacidad de ser vulnerable es la capacidad de entregar nuestra humanidad en el sentido más amplio; la “desnudez”, como la llaman los budistas, es nuestro escudo. La tarea ahora es cuidar los unos de los otros. Cada uno a su modo, cada uno en su comunidad. Me siento profundamente agradecida y honrada de que todos hayamos sido traídos de nuevo a casa para experimentar lo que realmente importa y hacer una pregunta esencial: ¿cómo debemos vivir?

Entre la voz y el silencio

Puede que esa sea la pregunta esencial de la filosofía, la más importante que debemos hacernos. Y esa idea se entrelaza con el pensamiento de Rebecca Solnit, que ha insistido en que las historias pueden salvar tu vida y en que, como mujeres, nuestras voces son nuestro poder. El subtítulo de Cuando las mujeres fueron pájaros es “54 variaciones sobre la voz”, y casi todo el libro tiene que ver con la importancia de la voz: las formas que tiene tu madre de contar su historia, tu experiencia con la terapia del habla, el testimonio que diste frente al Congreso, las mujeres que conociste en prisión, los secretos del Nushu… Sin embargo, también has escrito sobre la importancia del silencio y cómo éste da espacio para la escucha. Entonces ¿cómo balancear el alzar la voz y al mismo tiempo valorar el poder del silencio?

Estoy pensando en esto por primera vez, pero mientras hablabas sobre esa paradoja entre voz y silencio la imagen que vi fue la práctica de la oración. Rezar –y esto no tiene nada que ver con la religión, sino que es mi propia práctica espiritual– es un acto de humildad y un acto de confianza, de creencia en que serás escuchado por un poder más grande. Creo que hablar requiere fuego, una creencia en que tienes algo que decir, en que tienes el derecho de ser escuchada. Es una petición. Pero eso no basta: después de la petición debe venir el silencio para poder escuchar lo que acabas de depositar en el mundo y lo que regresará. Mi bisabuela solía decir: la fe es acción. Así que creo que ahí está la tensión entre la voz y la quietud.

La manifestación más poderosa de la voz y el silencio ocurre al contar una historia, es como si una tercera persona entrara a una habitación y nos volviéramos responsables de ese conocimiento compartido. Así una historia se vuelve la conciencia de una comunidad, el cordón umbilical entre el pasado, el presente y el futuro. Nosotras somos el presente, y cuando alguien cuenta una historia, nos transformamos. Esto sobrepasa la retórica y atraviesa el corazón, y creo que de lo que estamos hablando es exactamente de privilegiar el corazón, no sólo la mente. Rebecca y yo hemos hablado sobre cómo necesitamos escuchar las historias que no han sido privilegiadas, las historias de las mujeres, de las personas de color, de los búhos, de los osos pardos, de los jaguares. Debemos preguntarnos qué implicaría un tipo distinto de poder. ¿Podemos extender esta noción de poder al resto de las especies?

Absolutamente. Quizás ahora que pasamos más tiempo en casa tenemos la oportunidad de pensar en una forma más solitaria, sí, pero también más profunda.

Esa soledad es el lugar donde viven los escritores. Escribir es un acto solitario, pero lo que emerge de esa soledad es lo que nos une, porque un libro es un acontecimiento comunal: requiere de escritores, editores, diseñadores, editoriales, lectores. Una vida dedicada a la escritura es un ejemplo hermoso de cómo una navega la soledad y el aislamiento que da a luz a una comunidad.

¡Y qué mejor ejemplo de eso que tus libros! Quisiera pedirte que para terminar nos leas un fragmento de Cuando las mujeres fueron pájaros.

Estos son los últimos dos párrafos de nuestro libro:

¿Cómo debo vivir?

Quiero sentir tanto la belleza como el dolor de la era en la que vivimos. Quiero sobrevivir sin entumecerme. Quiero hablar y comprender las palabras de las heridas, sin que estas palabras se conviertan en el paisaje en el que habito. Quiero tener un toque suave que pueda elevar la oscuridad al mundo de las estrellas.

No podemos hacerlo solos. Lo hacemos solos.

¿Cómo debemos vivir?

Hace mucho tiempo, cuando las mujeres fueron pájaros, existía el sencillo entendimiento de que cantar en la madrugada o cantar al atardecer era curar al mundo a través de la dicha. Los pájaros aún recuerdan lo que nosotras hemos olvidado, que el mundo está hecho para ser celebrado.

 

Esta entrevista se dio en el marco del ciclo Escrituras para reinventar el presente, como parte de la 40 Feria Internacional del Libro de Oaxaca, llevada a cabo del 17 al 30 de octubre de 2020

La entrada Nuestro cuerpo, el cuerpo de la Tierra se publicó primero en La Tempestad.



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Nuestro cuerpo, el cuerpo de la Tierra

En 2016 más de cien manifestantes interrumpieron una subasta federal de concesiones de petróleo y gas en Salt Lake City. Entre ellos estaba la escritora y activista estadounidense Terry Tempest Williams, que adquirió 708 hectáreas de tierra para mantenerlas a salvo de la extracción de combustibles fósiles. Este acto de desobediencia civil es sólo una pequeña muestra de una vida dedicada a la defensa del medioambiente.

En su obra, Tempest Williams ha visibilizado las aristas que surgen de las relaciones entre la naturaleza y lo social, así como las formas en que estos vínculos se funden con temas relacionados con la justicia. Su voz crítica ha resonado desde el Congreso de Estados Unidos hasta las regiones más remotas de Alaska. Este año Ediciones Antílope publicará su obra por primera vez en México con Cuando las mujeres fueron pájaros (2012), un libro fundamental sobre el papel de las mujeres como fuerza centrífuga de la comunidad, la memoria y la naturaleza.

Marcada por los signos de su tiempo, esta entrevista se llevó a cabo a través de Zoom a finales de septiembre del año de la Gran Pandemia. En ella, Tempest Williams habló con una calma contagiosa. Verla sentada frente a mí a través de la pantalla, vestida de rojo y con una manta floral al fondo, de colores muy vivos, me provocó complicidad inmediata y unas ganas enormes de tomar un avión hasta Utah. Imposible hacerlo, por supuesto, en esta pausa planetaria. Sin embargo, la distancia pareció desvanecerse durante el tiempo que duró la conversación.

Al terminar, la escritora salió con la computadora a su patio trasero y me mostró el desierto de roca roja. Junto a las formaciones de piedra arenisca Wingate y Castleton Tower, Terry Tempest Williams buscó un arbusto de flores amarillas y colocó la cámara frente a ellas. Cuando hablaba de girasoles y montañas, su voz se iluminaba. Antes de despedirse me llevó a ver la salvia, su planta favorita. “¿Puedes verla?”, preguntó mientras intentaba enfocarla. “Hasta puedo olerla”, le respondí, y sonreímos.

Quedarse en casa

La poeta Mary Oliver escribió en su ensayo “Winter Hours” que no sentía la necesidad de visitar lugares nuevos: estaba contenta con la idea de caminar por los mismos bosques y ver el mismo río todos los días. En ese mismo sentido, en tu libro An Unspoken Hunger dices que quedarnos en casa es un acto radical. ¿Qué significa estar en casa para ti y cómo se ha transformado eso durante la pandemia?

“Casa” es para mí la columna vertebral, es el modo en que sostengo el mundo, mis pies firmemente plantados en la tierra. Cuando estoy en casa mi corazón está tranquilo. Eso no significa que no haya turbulencias alrededor, y claro que todo ha cambiado con la pandemia. Durante estos meses, por un lado, yo estaba experimentando la primavera y conviviendo con la belleza; por el otro, la gente moría y teníamos miedo, estaba conviviendo con la incertidumbre. Mi pregunta era: ¿cómo acerco estos dos lados?, ¿cómo los uno, como las manos se unen al orar?

¿Y cómo has llevado el aislamiento? ¿Ha sido difícil?

Ha sido complicado porque, por un lado, al cruzar nuestra puerta todo es hermoso y salvaje; tenemos cañones de piedras rojas y formaciones de piedra arenisca. Y por el otro, mi hermano casi muere de covid en marzo. Sólo tiene un pulmón, así que era vulnerable, pero pudimos traerlo aquí y vivió con nosotros por seis semanas. Cuando llegó apenas podía moverse y cuando se fue caminaba quince kilómetros diarios con sus perros. Esto también se ha mezclado con la actitud de nuestro presidente: ver las mentiras, ver cómo sólo ha estado interesado en su posición política. Hemos rebasado los 200 mil muertos y él no ha reconocido la extensión de nuestro dolor como nación.

Yo diría que en mi país estamos en una especie de guerra civil fría: estamos divididos, hay injusticias raciales, protestas en las calles, el oeste del país está en llamas. Durante gran parte del verano hubo sequía, la arena se agrietó, nuestro valle estuvo lleno de humo por los incendios cercanos. El modo en el que yo lidio con toda esta agitación nacional, porque soy una escritora política, es caminando por las noches, cuando refresca. He encontrado que en esos momentos la oscuridad en mí se encuentra con la oscuridad de afuera y se neutraliza. De pronto las estrellas se convierten en mi mapa y la Vía Láctea se vuelve el camino de mis ancestros.

Eso es hermoso. Te envidio un poco, porque en la Ciudad de México se ha vuelto muy difícil caminar de noche, por la inseguridad.

Creo que ha sido duro para todos. Esto nos ha puesto de rodillas en formas que nos llenan de humildad. Yo estaba viajando mucho, tomando aviones, dando conferencias. Todo esto se acabó y no lo extraño, no creo que pueda volver a esa vida. Algo ha cambiado en mí. Me encanta enseñar y espero poder seguir haciéndolo, pero ya no estoy interesada en la vida pública.

El cuerpo y el paisaje

Cuando esto termine, será interesante ver a qué cosas regresaremos y a cuáles no. Pasando a otros temas, quisiera hablar sobre el cáncer, que juega un papel importante en la historia de tu familia. Lo mismo sucede en la mía, y he pasado mucho tiempo pensando no sólo en cómo funciona esta enfermedad en términos físicos, sino también en las palabras de índole militar que usamos para describir lo que le hace a nuestros cuerpos. En este contexto, una de las cosas que más me impresionó cuando leí Refugio fue el paralelismo que dibujas entre el cuerpo de tu madre y el paisaje natural. Escribes: “Quiero ver el lago como Mujer, como yo misma, en su negativa a ser domesticada. El estado de Utah puede intentar drenarla, desviar sus aguas, construir caminos a través de sus costas, pero en última instancia eso no importará. Ella nos sobrevivirá”. También das algunos informes utilizando las mismas palabras, por ejemplo “la salud de mi madre parece estable” y luego, en el párrafo siguiente, “el Gran Lago Salado parece estable”. Más allá de las metáforas, ¿por qué insistes en la importancia del vínculo entre nuestros cuerpos y el paisaje?

Creo que estamos hechas de polvo de estrellas. Tal vez por eso me gusta caminar de noche, para recordar que este virus no es algo que está fuera de nosotros: no hay separación entre nuestro cuerpo y el cuerpo de la tierra. Somos agua, somos minerales, somos sal. Para mí fue importante darme cuenta de que mi cuerpo, hecho de agua salada, es el Gran Lago Salado, y que podemos flotar, literalmente, en ese conocimiento. Recuerdo que la isla Antílope se veía como el cuerpo de mi madre: la cabeza, el pecho, las brillantes olas de calor, como si el cuerpo de esa isla fuera mi madre respirando. Antes de que los niveles del lago crecieran había un camino que podías tomar para llegar a la isla. Eso me recordó que mi madre era una isla en su enfermedad. Pensar que estamos separados de la naturaleza nos ha traído la crisis climática, porque no vimos que al dañar a la Tierra estábamos también destruyendo nuestros propios cuerpos.

¿Tienes esperanza de que esto cambie?

Tengo esperanza en la Tierra. La semana pasada, cuando el oeste estaba repleto de incendios, una amiga que estaba en Los Ángeles me llamó para decirme que estaba aterrorizada, que en vez de cielo se veía un sol rojo quemándolo todo. Me preguntó si yo podía hacer un obituario para la Tierra, pero cuando empecé a escribir me di cuenta de que no estaba escribiendo un obituario para la Tierra, estaba escribiendo un obituario para nosotros. “Nunca escribiré tu obituario. Porque incluso mientras te quemas, estás tirando semillas, y las semillas están siendo plantadas para resurgir de nuevo”. Precisamente porque la Tierra resurgirá de nuevo —de sequías, de incendios, de inundaciones, de huracanes— tengo que creer que nosotros también lo haremos, que estamos erosionando y evolucionando al mismo tiempo. Esta conversación que estamos teniendo a través de la distancia, dos mujeres en países distintos, conforma un campo de energía. Mi fe descansa en las mujeres y en los hombres que sean capaces de ver lo que la divinidad femenina puede ofrecernos.

Lazos de familia

Sí, estoy de acuerdo con que escuchar nuestras historias a través del tiempo y el espacio es una de las cosas más poderosas que podemos hacer. Hablando de historias, uno de los personajes centrales en Cuando las mujeres fueron pájaros son los diarios de tu madre, que te heredó al morir. Yo también heredé los diarios de mi madre. En una de las entradas dice que haber tenido niños fue para ella algo así como un deber social, y que en cambio haberme tenido a mí, una niña, se sintió más personal. Después de leer tu libro, y con relación a esta idea que descubrí en sus diarios, he estado tratando de encontrar un modo de vincular a mi hija de ocho meses con su abuela. Dado que las mujeres nacemos con la totalidad de los óvulos que tendremos en la vida, encuentro esperanza en la idea de que cuando una mujer da a luz a una niña, también está dando a luz la semilla que germinará en sus nietos; cuando mi madre me dio a luz, también estaba dando a luz a mi hija. Escribes: “Yo soy mi madre, pero no lo soy, soy mi abuela, pero no lo soy”. ¿Cuál es el significado de este lazo femenino que se extiende a través de generaciones?

Es una pregunta hermosa. Para mí unas somos las antepasadas de otras. Debo decirte que tengo muy presente a mi abuela, Lettie Romney Dixon, que nació en México, en Colonia Dublán, donde los mormones se establecieron cuando abandonaron Estados Unidos porque la poligamia que practicaban iba en contra de la ley. En 1912 tuvieron que huir de nuevo, ahora por Pancho Villa. Mi abuela contaba que, cuando se fueron, mi bisabuela estaba preparando un pastel que se quedó en el horno cuando ensilló su caballo y cabalgó hasta El Paso. Mi abuela tenía dos años, pero nunca se desprendió de su libro de español. Cuando yo reciba una copia de Cuando las mujeres fueron pájaros la llevaré a su tumba como una muestra de respeto y haré lo mismo con mi madre, porque de cierto modo ella también nació en México, y yo también. Creo que ésa es una forma en la que podemos mantener viva la memoria de nuestras antepasadas.

¿Qué papel juegan los diarios de tu madre en esa historia compartida?

Recibir los diarios fue una conmoción. Mi madre estaba muriendo, yo estaba en la cama junto a ella, frotándole la espalda cuando me dijo: “Terry, te dejo todos mis diarios, pero tienes que prometerme que no los leerás hasta que muera”. Yo no sabía que ella llevaba diarios, era una mujer muy reservada. Murió una semana después. Cuando busqué los diarios, estaban exactamente donde ella había dicho que estarían. Tres estantes, todos ellos alineados, hermosamente encuadernados, cada uno diferente. Abrí el primero, estaba en blanco. Abrí el segundo, en blanco. El tercero, el cuarto, el quinto, el sexto… estante tras estante, todos estaban en blanco. Fue como una segunda muerte. Los puse en la parte trasera de mi coche y manejé de vuelta a casa. Pasaron veinte años antes de que pudiera abrirlos y enfrentarme a aquella página vacía. ¿Qué era lo que mi madre me estaba tratado de decir? ¿Habrá querido que yo los llenara, porque ella no pudo? ¿O era un desafío, porque las mujeres mormonas deben mantener diarios y ella no lo hizo? ¿Estuvo tan ocupada viviendo su vida que no tuvo tiempo de registrarla? No lo sé, pero cada vez que hablo, pienso que mi madre habla a través de mí. Creo que nos construimos unas a partir de otras: entonces yo soy mi madre, pero no lo soy, soy mi abuela, pero no lo soy, soy mi bisabuela, pero no lo soy.

Además debo decir que yo elegí conscientemente no tener hijos. En cierto nivel quería romper el ciclo, y ése también es un acto de transgresión en mi religión. Recuerdo a una mujer navajo que me dijo que hay dos tipos de madres: las “madres maíz”, que dan a luz hijos, y las “madres arcoíris”, que dan a luz ideas. Yo me di cuenta pronto de que sería una “madre arcoíris”. Lo que no pude haber entendido es que a la edad de cincuenta me convertiría en madre de Louis Gakumba, un joven de Ruanda que era mi traductor, y que él me haría abuela de dos nietas. Podemos tener hijos en nuestras vidas, aunque no provengan de nuestros cuerpos.

Recientemente leí Maternidad, donde Sheila Heti dice que hay muchas maneras de ser madre además de tener hijos biológicos. Tú, por ejemplo, has experimentado otras formas de maternidad: tienes a Louis, tienes sobrinas, nietas, cuidas de la gente a tu alrededor, das a luz a ideas. Es esperanzador pensar que no tenemos que ajustarnos a la idea tradicional de maternidad.

Recuerdo que cuando llegué con Louis a Estados Unidos experimenté algo físico. En ese momento pude haber amamantado a quien sea, estaba llena de amor, ganas de criar y ferocidad. Y todavía lo siento. Louis me ha puesto de rodillas, ha sido difícil. Cuando lo conocí, él era un hombre adulto que había pasado por el genocidio de Ruanda. Me ha enseñado sobre el perdón, sobre la compasión y el amor incondicional, lo cual no hubiera conocido de otra manera. La nuestra es una verdadera amistad con la que estoy profundamente comprometida. Él es mi regalo más grande y mi reto más grande, no sería lo que soy de no haber tenido esa sorpresa.

También estoy muy agradecida con mi esposo Brooke, que tiene su propia relación con Louis. Creo que desde el inicio Brooke y yo nos reconocimos como espíritus radicales dentro de una religión conservadora. Nuestra tarea ha sido darnos la soledad para ser quienes estábamos destinados a ser. Brooke, Louis y yo terminamos adoptándonos el uno al otro y reconfigurando cómo se ve una familia. Eso ha sido algo poderoso.

Y un acto de desafío, también.

Por supuesto. Creo que es un momento emocionante para estar vivas, porque estamos reimaginando todo.

Formas de resistencia

En términos de reimaginar el futuro, como probablemente sabes, México es un país en el que defender el territorio te puede costar la vida. Solamente en 2019 quince activistas medioambientales fueron asesinados. ¿Qué significa para ti dar la vida por la tierra y cuál es tu experiencia en Estados Unidos con los riesgos que implica este tipo de activismo?

Sí, he estado poniendo atención a lo que sucede en México y estoy consciente de la valentía de los ambientalistas que están trabajando para salvar a las tortugas, los humedales, los bosques. En 1994 fui a Morelia para ver las mariposas monarca, invitada por el poeta mexicano Homero Aridjis, que conformó el Grupo de los Cien con escritores provenientes de todo el mundo. Creo que esa experiencia cambió la perspectiva de todos. Recuerdo que uno de los escritores me dijo, cuando íbamos en un camión rumbo a la Ciudad de México, “ustedes los norteamericanos han dominado el arte de vivir con lo inaceptable”. Y es cierto: mientras que en otros países los ambientalistas son vistos como una amenaza, en Estados Unidos somos invisibles, porque lo que importa aquí es el dinero, la economía, el petróleo y el gas. Antes podíamos cometer actos de desobediencia civil, ahora hay una probabilidad muy alta de ser enviado a prisión por ello. Eso sí, nunca veremos a los titanes de la industria ir a prisión, o a nuestro propio presidente. Así que es una pregunta complicada.

Yo perdí mi trabajo por comprar arrendamientos de gas y petróleo. Fui despedida porque las compañías de gas y petróleo son grandes contribuyentes a la Universidad de Utah, donde daba clases. Aquí hay consecuencias, pero no lo equipararía con el peligro que hay en México, en Nigeria o en otras partes del mundo. En la comunidad ambiental de Estados Unidos se está teniendo la conversación sobre qué vamos a hacer, cómo vamos a poner nuestros cuerpos, y debo decir que el liderazgo más poderoso que veo es en la comunidad indígena. Ellos están marcando el camino pacíficamente y con actos de resistencia. En ceremonia y en la línea de fuego.

Aquí también una gran parte de los defensores del medioambiente pertenece a comunidades indígenas y tenemos mucho que aprender de ellos. En Cuando las mujeres fueron pájaros cuentas la historia de cómo, cuando eras niña, viste un pájaro blanco que te pareció una especie de espíritu santo. Cuando se lo contaste a tu abuela, ella pensó que tal vez habías visto un petirrojo albino y lo reportó a la oficina local de la Sociedad Audubon, pero ellos no lo contaron como un avistamiento creíble porque tú tenías ocho años. Tu abuela dijo entonces una de mis frases favoritas del libro: “Tú sabes lo que viste, el ave no necesita ser contabilizada, y tú tampoco”. ¿Qué significado tiene esta pequeña historia en un mundo en el que las cosas parecen no existir si no pueden ser entendidas con números?

Es una historia fundacional. Estos no sólo son asuntos políticos, ambientales, económicos o sociales, son asuntos espirituales. Ese petirrojo blanco o albino era una mutación, pero también era un pájaro espiritual. Sé lo que vi, aunque no se me tomó en cuenta, y eso es algo a lo que nosotras como mujeres estamos acostumbradas. ¿Cuántas veces se nos ha dicho “eso no es verdad”, “eso es una locura”, “eres una bruja”? Yo estoy dispuesta a decir “Sí, soy una bruja y voy a tomar en cuenta mi propia percepción como algo válido”.

Cuando mi hermano se suicidó hace dos años, al volver a casa después de su cremación había búhos esperándome y un halcón de cola roja volando por ahí. Unas horas antes, cuando preparamos su cuerpo para la cremación, yo había puesto una pluma de halcón de cola roja en sus manos. ¿Es eso real? ¿Es imaginado? ¿Puede ser tomado en cuenta o debe ser descartado? Para mí fue real. Y recuerdo que cuando caminé alrededor de la casa recolecté once plumas de búho, que era el número favorito de mi hermano. Cada uno de nosotros tiene que dar sentido a un mundo que parece no tener ningún sentido, y yo admito ese tipo de signos como algo muy real. Hemos descartado por demasiado tiempo el modo en el cual las mujeres ven el mundo, el modo en el que las personas nativas y los niños ven el mundo. La perspectiva masculina es dominante, pero creo que eso se está desmoronando poco a poco.

Además, es peligroso decirle a las mujeres que lo que están viviendo, experimentando y sintiendo no cuenta o no es confiable. Cosas malas pasan cuando no escuchamos esas señales.

Claro, nuestras vidas están en juego y la vida del planeta también. Tenemos que ampliar nuestro sentido de atención, que no está únicamente en nuestras mentes, sino en nuestros corazones. Los escritores, los artistas, los ambientalistas y las madres somos peligrosos porque estamos diciendo la verdad, finalmente.

Un arte de la imperfección

En Finding Beauty in a Broken World propones la palabra “mosaico” como un concepto a través del cual discutir el significado de conexión y comunidad. “Un mosaico es una conversación entre lo que está roto”, dices. Aunque este libro es de 2008, creo que esta idea puede ser particularmente relevante ahora que la pandemia esta forzándonos a repensar cómo queremos vivir. ¿Ves la ruptura y la reparación como parte de nuestra historia, más que como algo que necesita mantenerse oculto?

Sí, una de las cosas que más me gustan sobre los mosaicos es la posibilidad de tomar eso que está roto y crear algo nuevo con los pedazos. El mosaico es el arte de la imperfección. Tendemos a pensar que los fragmentos deben ser descartados, cuando en realidad hay algo vivo y expuesto en ellos. Para mí, encontrar belleza en un mundo roto es crear belleza en el mundo que encontramos. Y creo que ahí precisamente es donde estamos ahora.

Otro tema que resuena ahí es la maternidad. Como mujeres nos han enseñado que tenemos que ser madres perfectas, que si estás triste o cansada debes esconderlo a tus hijos, no dejar que vean que tú también estás rota y eres imperfecta. Así que creo que esta idea funciona en muchos niveles.

Una de las cosas que estamos apreciando a raíz de esta pandemia es el caos. Ésa es la naturaleza del mundo. Creo que está bien estar roto en un mundo imperfecto y ser capaz de decir “estoy sufriendo, ¿tú también?” o “me siento sola, ¿tú también?”. La capacidad de ser vulnerable es la capacidad de entregar nuestra humanidad en el sentido más amplio; la “desnudez”, como la llaman los budistas, es nuestro escudo. La tarea ahora es cuidar los unos de los otros. Cada uno a su modo, cada uno en su comunidad. Me siento profundamente agradecida y honrada de que todos hayamos sido traídos de nuevo a casa para experimentar lo que realmente importa y hacer una pregunta esencial: ¿cómo debemos vivir?

Entre la voz y el silencio

Puede que esa sea la pregunta esencial de la filosofía, la más importante que debemos hacernos. Y esa idea se entrelaza con el pensamiento de Rebecca Solnit, que ha insistido en que las historias pueden salvar tu vida y en que, como mujeres, nuestras voces son nuestro poder. El subtítulo de Cuando las mujeres fueron pájaros es “54 variaciones sobre la voz”, y casi todo el libro tiene que ver con la importancia de la voz: las formas que tiene tu madre de contar su historia, tu experiencia con la terapia del habla, el testimonio que diste frente al Congreso, las mujeres que conociste en prisión, los secretos del Nushu… Sin embargo, también has escrito sobre la importancia del silencio y cómo éste da espacio para la escucha. Entonces ¿cómo balancear el alzar la voz y al mismo tiempo valorar el poder del silencio?

Estoy pensando en esto por primera vez, pero mientras hablabas sobre esa paradoja entre voz y silencio la imagen que vi fue la práctica de la oración. Rezar –y esto no tiene nada que ver con la religión, sino que es mi propia práctica espiritual– es un acto de humildad y un acto de confianza, de creencia en que serás escuchado por un poder más grande. Creo que hablar requiere fuego, una creencia en que tienes algo que decir, en que tienes el derecho de ser escuchada. Es una petición. Pero eso no basta: después de la petición debe venir el silencio para poder escuchar lo que acabas de depositar en el mundo y lo que regresará. Mi bisabuela solía decir: la fe es acción. Así que creo que ahí está la tensión entre la voz y la quietud.

La manifestación más poderosa de la voz y el silencio ocurre al contar una historia, es como si una tercera persona entrara a una habitación y nos volviéramos responsables de ese conocimiento compartido. Así una historia se vuelve la conciencia de una comunidad, el cordón umbilical entre el pasado, el presente y el futuro. Nosotras somos el presente, y cuando alguien cuenta una historia, nos transformamos. Esto sobrepasa la retórica y atraviesa el corazón, y creo que de lo que estamos hablando es exactamente de privilegiar el corazón, no sólo la mente. Rebecca y yo hemos hablado sobre cómo necesitamos escuchar las historias que no han sido privilegiadas, las historias de las mujeres, de las personas de color, de los búhos, de los osos pardos, de los jaguares. Debemos preguntarnos qué implicaría un tipo distinto de poder. ¿Podemos extender esta noción de poder al resto de las especies?

Absolutamente. Quizás ahora que pasamos más tiempo en casa tenemos la oportunidad de pensar en una forma más solitaria, sí, pero también más profunda.

Esa soledad es el lugar donde viven los escritores. Escribir es un acto solitario, pero lo que emerge de esa soledad es lo que nos une, porque un libro es un acontecimiento comunal: requiere de escritores, editores, diseñadores, editoriales, lectores. Una vida dedicada a la escritura es un ejemplo hermoso de cómo una navega la soledad y el aislamiento que da a luz a una comunidad.

¡Y qué mejor ejemplo de eso que tus libros! Quisiera pedirte que para terminar nos leas un fragmento de Cuando las mujeres fueron pájaros.

Estos son los últimos dos párrafos de nuestro libro:

¿Cómo debo vivir?

Quiero sentir tanto la belleza como el dolor de la era en la que vivimos. Quiero sobrevivir sin entumecerme. Quiero hablar y comprender las palabras de las heridas, sin que estas palabras se conviertan en el paisaje en el que habito. Quiero tener un toque suave que pueda elevar la oscuridad al mundo de las estrellas.

No podemos hacerlo solos. Lo hacemos solos.

¿Cómo debemos vivir?

Hace mucho tiempo, cuando las mujeres fueron pájaros, existía el sencillo entendimiento de que cantar en la madrugada o cantar al atardecer era curar al mundo a través de la dicha. Los pájaros aún recuerdan lo que nosotras hemos olvidado, que el mundo está hecho para ser celebrado.

 

Esta entrevista se dio en el marco del ciclo Escrituras para reinventar el presente, como parte de la 40 Feria Internacional del Libro de Oaxaca, llevada a cabo del 17 al 30 de octubre de 2020

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jueves, 29 de octubre de 2020

David Miklos vuelve al origen

La publicación de Residuos, en Dharma Books, culmina un ciclo narrativo que comenzó hace 15 años con La piel muerta. En el nuevo volumen, esa novela breve se ha convertido en “Detritus”. Al tríptico lo completan La gente extraña (2006; hoy “Cenizas”) y La hermana falsa (2008; hoy “Cáscara”), que han sido revisadas y parcialmente reescritas para encontrar su forma definitiva. Se trata, en suma, de la mitología personal que funda la escritura de David Miklos.

Digámoslo pronto: Residuos es uno de los libros más singulares de la narrativa mexicana contemporánea. Con una prosa idiosincrásica y un imaginario autónomo, su aparición es un acontecimiento. Dado que el autor –hoy se nos pide aclarar estas cosas– es mi amigo, conocí los textos que conforman el tríptico desde sus primeras versiones; las actuales conservan lo fundamental –la voz, el rasgo más distintivo– pero han sido pulidas hasta lo esencial.

Este ciclo narrativo tiene un par de satélites, de ninguna manera son secundarios: los relatos de La vida triestina (2010; reeditado como La vida en Trieste) y los textos de Miramar (2014), experimento a la vez documental y ficcional sobre la gestación de La piel muerta. Sobre todo esto conversé con David Miklos, que pronto publicará un volumen de ensayos: Paseos del río.

Fogwill dijo alguna vez que escribía al dictado de una voz. Te he oído decir algo semejante, que tus libros responden al encuentro de una voz. En ese sentido, ¿cómo se dio ese hallazgo en La piel muerta, hoy convertida en “Detritus”, la primera parte de Residuos?

Pese a que la escritura siempre me ha parecido algo mecánico, meramente anatómico, es decir, ir dejando el cuerpo en el papel o en el teclado y la pantalla mientras uno escribe, también pienso que la escritura no se echa a andar sola sino es a través del misterio de la voz. No cualquier escritura, por supuesto: hay escritura sin voz, el mero acto de escribir, de producir texto. Pero el texto tocado por la voz es aquello que conocemos como literatura.

El hallazgo de mi voz se dio en Trieste, en octubre de 2001, aunque yo llevaba ya muchos años escribiendo, rastreando acaso esa voz. ¿Encontré yo esa voz o esa voz me encontró a mí? No lo sé de cierto. Sólo sé que fue espeluznante: de pronto, me sentí habitado. Y todo cobró sentido. Y comencé a escribir bajo el dictado de dicha voz. Y no he dejado de escribir desde entonces, incluso cuando no escribo de manera mecánica. La voz con la que escribo y que me escribe no se calla nunca. Y encontró su primer contenedor, dejó su primera huella, en La piel muerta, que terminé de escribir en 2004.

En ese sentido, me interesa un aspecto que podríamos llamar “técnico”. Esa voz, cuyo hallazgo te permitió escribir La piel muerta y posteriormente La gente extrañaLa hermana falsa, podría considerarse el auténtico protagonista de Residuos: es como si fuera desplazándose del narrador hacia los personajes, asumiendo sus puntos de vista e incorporando variantes, pero sin perder el tono que da unidad a los relatos.

Tal cual. La protagonista de mis tres novelas originarias, hoy transformadas en Residuos, es la voz. Y es una protagonista tanto evidente como ulterior. En algún momento quise escribir una novela abstracta. Lo más que conseguí es que esa voz fuera informe, es decir, desprendida de lo humano, aunque depositada en las personas a las que narra y que, al mismo tiempo, la narran. Esa voz, cuyo leitmotiv es el origen y todas sus posibilidades, así como sus derroteros, responde a un campo semántico particular, es decir, tiene un discurso en sí mismo, maleable y adaptable a la persona o el personaje que insufla de vida. Una vida, claro, a través de la palabra: una vida de lengua y de lenguaje. Y, sí, esa voz es un tono. Mejor aún: una melodía, a ratos disonante.

Lo has dicho: Residuos es un tríptico sobre el origen. Y es un origen, agrego, perdido o en proceso de disolución, lo que se traduce en el ánimo melancólico que, para mí, define el tempo de tu prosa y el perfil de los personajes. En las tres partes hay un mar, y frente a ese mar se tejen historias que operan como el sustrato mítico de las nouvelles. ¿Tuviste la necesidad de crear una especie de texto originario, de mito personal, que sustentara el resto de tu trabajo?

Nací en una ciudad sin mar, pero con un río, digamos, discreto y domeñado por lo urbano: San Antonio. Ese río, sin embargo, es parte de algo mayor, que descubrí muchos años después de escribir La piel muerta, mientras transformaba el tríptico en Residuos. Texas, más allá de su costa en el Golfo de México, es un estado de agua dulce y, debajo de parte de su territorio, hay un gran e importante acuífero, el acuífero de Edwards. Crecí en el suburbio de una ciudad que alguna vez fue un lago y que entubó sus ríos principales, por cuyos cauces prisioneros corren aguas no necesariamente limpias, en la que hay un acuífero también. En aquel suburbio había un río discreto y contaminado, una presa seca y, más allá, las montañas detrás de las cuales están los manantiales de La Marquesa, parte de otro acuífero. Pero nada como el acuífero de Edwards.

Por otro lado, mi rama paterna es húngara, procedente de un país sin mar, pero con un gran lago interior: el Balaton. Y, claro, ese gran río, el Danubio, que desemboca tanto en el Mar Negro, de manera física, como en Trieste, de manera histórica y emocional. Esto último lo supe poco antes de encontrar mi voz, o de que mi voz me encontrara; y, cuando finalmente comencé a escribir bajo su dictado, lo hice en un pequeño cuaderno rojo de tapas blandas, un cuaderno Silvine, que en su portada indica: “British made”. Yo vivía en Londres por entonces y el Támesis me era fundamental. Mucha agua. En Trieste, un puerto, claro, hay mar: el Adriático, que a mí me parece el comienzo del mar del mundo. Y me simboliza el origen de mi flujo narrativo, el flujo de mi voz. En ese cuaderno Silvine vertí el origen de dicha voz. Y allí está mi texto originario. Lo reproduje, casi textualmente, en Miramar, que es el libro que explica la escritura de La piel muerta y el nacimiento de mi voz. Residuos, ahora que lo pienso, es la desembocadura de dicha voz, 15 años después. Su delta. Su llegada a esa mar originario, por fin.

De los tres relatos que conforman Residuos, ¿cuál representó mayor exigencia en cuanto a su revisión? ¿Consideras que estos libros fueron reescritos o solamente depurados para una versión definitiva dentro del proyecto de tríptico que barajaste los últimos años?

A La piel muerta ya la había vuelto a escribir: la devolví a una versión previa a la que se editó en Tusquets, más cercana a la intención y, claro, a la voz originaria. Esa versión fue escrita en inglés por Tanya Huntington, que descifró la voz y la hizo suya: fue un gran proceso, que acabó llamándose Debris. Para Residuos, trabajar La piel muerta fue refinar aún más esa nueva versión, para luego hacer que embonara con las otras dos partes. Yo no estaba contento con La gente extraña, no me gustaba como libro. Y en la versión que escribí para Residuos le realicé, tal cual, una cirugía mayor. Confieso que disfruté mucho el proceso de destazar un libro para volverlo parte de otro libro, nuevo.

En el caso de La hermana falsa, yo estaba muy contento con el resultado final. Aunque le tengo mucho afecto a La piel muerta, por ser el primero, creo que el tercer libro de la trilogía es el más logrado y el mejor editado. Sabía que había una errata mayor por allí y que podría corregirla, pero, por lo demás, me parecía un libro acabado. Ese fue el mayor reto: ¿cómo adaptarlo para que se sumara bien a Residuos, para que fuera el cierre del libro? En este caso no hubo cirugía: hubo un cambio de ritmo y, acaso, de melodía: trabajé ese apartado partiendo del silencio, de cómo mi voz dialogaba con el silencio. Rompí párrafos. Hice párrafos más extensos. Le di un nuevo sentido a cada uno de los personajes que la voz ulterior insufló de discurso. Fue un trabajo delicado. Como de jardinería, entre un jardín zen y el acomodo preciso y a la vez azaroso de sus guijarros y el cuidado de un bonsái. Al final, el árbol se transformó en otro. Y me quedé con uno solo de los guijarros, que encontró su sitio en cada una de las partes de Residuos. Lo más demandante fue eso: hacer un solo libro de tres. Como cuando King Crimson graba Discipline, luego Beat y, al final, Three of a Perfect Pair: ¿te imaginas ese tríptico vuelto a grabar como un solo disco en tres partes? Para mí, siempre ha sido un solo disco dividido en tres.

Elegiste un guijarro como elemento simbólico para vincular las partes del tríptico. ¿Cómo surgió la idea de volver a una piedra el, llamémosle así, hilo fantasma?

La historia del guijarro se remonta a la primavera de 2000. En un impulso, decidí ir a visitar a mi hermana a Londres, que vivía allí entonces, para celebrar su cumpleaños con ella, que llevaba más de un lustro fuera de México. Dentro de ese viaje hice varios viajes. El primero fue a Brighton y luego al cabo de Dungeness, en coche. En Dungeness conocí el Prospect Cottage y lo que quedaba del jardín que, en esa playa hostil, junto a un reactor nuclear y ante el Canal Inglés o de la Mancha, a un paso del Estrecho de Dover, Derek Jarman había creado antes de morir. Esas playas de la costa inglesa en Kent no tienen arena. O sí. Una arena gruesa, no tan erosionada como, digamos, la arena del Caribe, casi polvo. No. Es una arena compuesta por guijarros entre pequeños y medianos. El lugar me impresionó. Y me llevé un guijarro conmigo, a manera de recuerdo.

El otro viaje que hice fue a Budapest, al terruño de la rama paterna de mi árbol genealógico. Fue un primer acercamiento a Trieste, claro, aunque en ese entonces yo aún no terminaba de atar cabos de que el Imperio Austrohúngaro, en Europa Central, sí había tenido una salida al mar, y no al Mar Negro, que es donde desemboca el Danubio, sino al mar Adriático, allá donde la planicie se vuelve un acantilado, el Carso (de nuevo lo mineral). De regreso de Budapest, en Londres, decidí que sólo regresaría a México para volverme a ir. Cumpliría 30 años allá lejos. Regresé y me fui. Siempre con mi guijarro. Me fui dos años (y dentro de ese lapso viajé a Trieste y encontré o fui encontrado por mi voz) y volví. Y ese guijarro acabó siendo protagonista de La gente extraña, en 2006, que comienza con una ballena que encalla y muere en una playa, con ese guijarro, venido de otra playa, en su entraña. El guijarro, ya en Residuos, es como Odiseo: viaja de Ítaca a Troya y de regreso, a lo largo de mucho tiempo, en un periplo íntimo. Y fantasmal, aunque muy sólido, limado por los elementos.

Queda claro, ahora que el tríptico tiene su forma final, que desde el principio apostaste por una vía que no es la hegemónica en la narrativa mexicana contemporánea, marcadamente realista. “Épica íntima”, le llamó Juan Villoro con bastante precisión. ¿Piensas tu trabajo dentro de alguna línea de la literatura mexicana? ¿De qué forma te relacionas con la tradición?

Me relaciono con la tradición a partir del margen, desde su orilla, allí donde quedan la rebaba literaria, sus residuos, tal cual. La literatura realista escrita en nuestro idioma, imperante desde hace mucho no sólo en México sino en el resto de América Latina y, sobre todo, en España, muestra cada vez con más claridad su pertenencia a las demandas del mercado. La hoy llamada literatura mundial, lista para su traducción a cualquier idioma, con un batallón de agentes y publirrelacionistas detrás (y luego no tan atrás, sino de avanzada), me resulta perecedera por cómoda. Libros, novelas sobre todo y ante todo, de fácil digestión, políticamente correctas incluso cuando pretenden ser confrontativas, que se nos olvidarán pronto, una vez consumidas.

Si pertenezco a algo es a esa literatura que incomoda, indigesta, que permanece en la persona que la leyó como una molestia, como una real confrontación: lo que escribo, pese a su contención pulida y a su carácter de épica íntima, como bien dijo Villoro, está lleno de vacíos o aberturas, huecos para que las personas que lo leen participen de manera activa en la creación y recreación del texto, que sólo se acaba con su lectura y su aporte a la voz allí desplegada.

Pese a formar parte del grupo dominante y conservador, Salvador Elizondo es un escritor del margen con el que me identifico: Farabeuf me parece un pequeño monumento. También diálogo permanentemente con los Árboles petrificados de Amparo Dávila. Pero, y sobre todo, mi gran y continuo encuentro es con Antonio Di Benedetto y Zama y con el Juan José Saer de El río sin orillas. Me fascina esa contradicción que Saer plantea, porque él mismo escribe sobre el Río de la Plata y su flujo narrativo e histórico desde un margen más allá de la propia orilla, un margen crítico en el corazón de la selva espesa de lo real, aunque jamás de lo realista.

Allí tienes, hoy, a Ariana Harwicz, María Gainza y Hernán Ronsino, argentinas ellas, argentino él, con quienes me identifico más que con mis contrapartes nacionales. Y aquí tenemos que romper una barrera entre entrevistador y entrevistado: tu Catálogo de formas es otra pieza de narrativa espacial, por así decirlo, con la que platico continuamente y de la que mucho he aprendido. Otro autor que me es cercano y fundamental es el uruguayo Rafael Juárez Sarasqueta, que también es un mexicano adoptado, un hermano que nos adoptó y al que, yo y otros aquí, adoptamos también. Espero que pronto se le conozca más: su literatura linda con el objeto, es un narrador que recurre no sólo al silencio sino a las imágenes como componente fundamental de su discurso. No a la Sebald, otro de mis favoritos, ya pasando a otro idioma, sino muy orgánicamente.

Tu próximo libro será una reunión de ensayos sobre las relaciones entre literatura e historia, un tema en el que has trabajado los últimos años. Además de los asuntos sobre los que escribiste, me gustaría saber qué te llevó a preparar tu primer volumen de no ficción.

Poco antes de responder a tu pregunta estaba afinando los últimos detalles de dicho libro, que se llama Paseos del río y será publicado por Festina y editado por David González Tolosa, que fue el editor con el que trabajé Miramar cuando él estaba en Textofilia. Fue, creo que ya lo dije, una de las mejores experiencias editoriales que he tenido. Y no deja de ser curioso que, en cierta forma, Paseos del río es una suerte de extensión o satélite de Miramar: un libro que explica mi escritura a través de la propia escritura: inception, pues. El libro nace a partir de un texto que, en abril de 2015, presenté ante mis colegas en el seminario interno de la División de Historia del CIDE. A ese texto se sumaron tres conferencias que presenté en diversos coloquios sobre historia y literatura, en El Colegio de México, la Capilla Alfonsina y la Universidad Autónoma del Estado de México. Es, digamos, mi costado académico, el desarrollo de mi línea de investigación sobre historia y ficción, en la que llevo trabajando más de un lustro.

Paseos del río también abreva de un texto que escribí para un homenaje a Jean Meyer ocurrido en la FIL de Guadalajara, así como de aquel ensayo sobre Rulfo en su centenario que escribí para La Tempestad. En esta ocasión mi voz, que allí se presenta como tal y como personaje muy evidente de mi discurso, dialoga con Juan José Saer, Claudio Magris, Antonio Di Benedetto, Juan Rulfo, Elizabeth Cook, Homero, Jean Rolin, Stendhal y Werner Herzog, pero, y sobre todo, con el dueño de la mano impresa en serie en la cueva de Chauvet. Es una breve historia de 30 mil años de humanidad, en los que me concentro en la historia aún más breve de cierta narrativa iniciada en el siglo XVIII y en mi propia e ínfima historia de apenas medio siglo, iniciada en 1970, con mi nacimiento, y en 1941 y 1950, con el nacimiento de mi madre y de mi madre biológica, respectivamente. En resumen y en realidad, Paseos del río es el Miramar de Biopsia, un libro en el que llevo trabajando 11 años ya y que, si todo sale bien, verá la luz en 2021, aunque tal vez 2022 sea un mejor año para dicha obra. Me gusta el 22, ya sabes.

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David Miklos vuelve al origen

La publicación de Residuos, en Dharma Books, culmina un ciclo narrativo que comenzó hace 15 años con La piel muerta. En el nuevo volumen, esa novela breve se ha convertido en “Detritus”. Al tríptico lo completan La gente extraña (2006; hoy “Cenizas”) y La hermana falsa (2008; hoy “Cáscara”), que han sido revisadas y parcialmente reescritas para encontrar su forma definitiva. Se trata, en suma, de la mitología personal que funda la escritura de David Miklos.

Digámoslo pronto: Residuos es uno de los libros más singulares de la narrativa mexicana contemporánea. Con una prosa idiosincrásica y un imaginario autónomo, su aparición es un acontecimiento. Dado que el autor –hoy se nos pide aclarar estas cosas– es mi amigo, conocí los textos que conforman el tríptico desde sus primeras versiones; las actuales conservan lo fundamental –la voz, el rasgo más distintivo– pero han sido pulidas hasta lo esencial.

Este ciclo narrativo tiene un par de satélites, de ninguna manera son secundarios: los relatos de La vida triestina (2010; reeditado como La vida en Trieste) y los textos de Miramar (2014), experimento a la vez documental y ficcional sobre la gestación de La piel muerta. Sobre todo esto conversé con David Miklos, que pronto publicará un volumen de ensayos: Paseos del río.

Fogwill dijo alguna vez que escribía al dictado de una voz. Te he oído decir algo semejante, que tus libros responden al encuentro de una voz. En ese sentido, ¿cómo se dio ese hallazgo en La piel muerta, hoy convertida en “Detritus”, la primera parte de Residuos?

Pese a que la escritura siempre me ha parecido algo mecánico, meramente anatómico, es decir, ir dejando el cuerpo en el papel o en el teclado y la pantalla mientras uno escribe, también pienso que la escritura no se echa a andar sola sino es a través del misterio de la voz. No cualquier escritura, por supuesto: hay escritura sin voz, el mero acto de escribir, de producir texto. Pero el texto tocado por la voz es aquello que conocemos como literatura.

El hallazgo de mi voz se dio en Trieste, en octubre de 2001, aunque yo llevaba ya muchos años escribiendo, rastreando acaso esa voz. ¿Encontré yo esa voz o esa voz me encontró a mí? No lo sé de cierto. Sólo sé que fue espeluznante: de pronto, me sentí habitado. Y todo cobró sentido. Y comencé a escribir bajo el dictado de dicha voz. Y no he dejado de escribir desde entonces, incluso cuando no escribo de manera mecánica. La voz con la que escribo y que me escribe no se calla nunca. Y encontró su primer contenedor, dejó su primera huella, en La piel muerta, que terminé de escribir en 2004.

En ese sentido, me interesa un aspecto que podríamos llamar “técnico”. Esa voz, cuyo hallazgo te permitió escribir La piel muerta y posteriormente La gente extrañaLa hermana falsa, podría considerarse el auténtico protagonista de Residuos: es como si fuera desplazándose del narrador hacia los personajes, asumiendo sus puntos de vista e incorporando variantes, pero sin perder el tono que da unidad a los relatos.

Tal cual. La protagonista de mis tres novelas originarias, hoy transformadas en Residuos, es la voz. Y es una protagonista tanto evidente como ulterior. En algún momento quise escribir una novela abstracta. Lo más que conseguí es que esa voz fuera informe, es decir, desprendida de lo humano, aunque depositada en las personas a las que narra y que, al mismo tiempo, la narran. Esa voz, cuyo leitmotiv es el origen y todas sus posibilidades, así como sus derroteros, responde a un campo semántico particular, es decir, tiene un discurso en sí mismo, maleable y adaptable a la persona o el personaje que insufla de vida. Una vida, claro, a través de la palabra: una vida de lengua y de lenguaje. Y, sí, esa voz es un tono. Mejor aún: una melodía, a ratos disonante.

Lo has dicho: Residuos es un tríptico sobre el origen. Y es un origen, agrego, perdido o en proceso de disolución, lo que se traduce en el ánimo melancólico que, para mí, define el tempo de tu prosa y el perfil de los personajes. En las tres partes hay un mar, y frente a ese mar se tejen historias que operan como el sustrato mítico de las nouvelles. ¿Tuviste la necesidad de crear una especie de texto originario, de mito personal, que sustentara el resto de tu trabajo?

Nací en una ciudad sin mar, pero con un río, digamos, discreto y domeñado por lo urbano: San Antonio. Ese río, sin embargo, es parte de algo mayor, que descubrí muchos años después de escribir La piel muerta, mientras transformaba el tríptico en Residuos. Texas, más allá de su costa en el Golfo de México, es un estado de agua dulce y, debajo de parte de su territorio, hay un gran e importante acuífero, el acuífero de Edwards. Crecí en el suburbio de una ciudad que alguna vez fue un lago y que entubó sus ríos principales, por cuyos cauces prisioneros corren aguas no necesariamente limpias, en la que hay un acuífero también. En aquel suburbio había un río discreto y contaminado, una presa seca y, más allá, las montañas detrás de las cuales están los manantiales de La Marquesa, parte de otro acuífero. Pero nada como el acuífero de Edwards.

Por otro lado, mi rama paterna es húngara, procedente de un país sin mar, pero con un gran lago interior: el Balaton. Y, claro, ese gran río, el Danubio, que desemboca tanto en el Mar Negro, de manera física, como en Trieste, de manera histórica y emocional. Esto último lo supe poco antes de encontrar mi voz, o de que mi voz me encontrara; y, cuando finalmente comencé a escribir bajo su dictado, lo hice en un pequeño cuaderno rojo de tapas blandas, un cuaderno Silvine, que en su portada indica: “British made”. Yo vivía en Londres por entonces y el Támesis me era fundamental. Mucha agua. En Trieste, un puerto, claro, hay mar: el Adriático, que a mí me parece el comienzo del mar del mundo. Y me simboliza el origen de mi flujo narrativo, el flujo de mi voz. En ese cuaderno Silvine vertí el origen de dicha voz. Y allí está mi texto originario. Lo reproduje, casi textualmente, en Miramar, que es el libro que explica la escritura de La piel muerta y el nacimiento de mi voz. Residuos, ahora que lo pienso, es la desembocadura de dicha voz, 15 años después. Su delta. Su llegada a esa mar originario, por fin.

De los tres relatos que conforman Residuos, ¿cuál representó mayor exigencia en cuanto a su revisión? ¿Consideras que estos libros fueron reescritos o solamente depurados para una versión definitiva dentro del proyecto de tríptico que barajaste los últimos años?

A La piel muerta ya la había vuelto a escribir: la devolví a una versión previa a la que se editó en Tusquets, más cercana a la intención y, claro, a la voz originaria. Esa versión fue escrita en inglés por Tanya Huntington, que descifró la voz y la hizo suya: fue un gran proceso, que acabó llamándose Debris. Para Residuos, trabajar La piel muerta fue refinar aún más esa nueva versión, para luego hacer que embonara con las otras dos partes. Yo no estaba contento con La gente extraña, no me gustaba como libro. Y en la versión que escribí para Residuos le realicé, tal cual, una cirugía mayor. Confieso que disfruté mucho el proceso de destazar un libro para volverlo parte de otro libro, nuevo.

En el caso de La hermana falsa, yo estaba muy contento con el resultado final. Aunque le tengo mucho afecto a La piel muerta, por ser el primero, creo que el tercer libro de la trilogía es el más logrado y el mejor editado. Sabía que había una errata mayor por allí y que podría corregirla, pero, por lo demás, me parecía un libro acabado. Ese fue el mayor reto: ¿cómo adaptarlo para que se sumara bien a Residuos, para que fuera el cierre del libro? En este caso no hubo cirugía: hubo un cambio de ritmo y, acaso, de melodía: trabajé ese apartado partiendo del silencio, de cómo mi voz dialogaba con el silencio. Rompí párrafos. Hice párrafos más extensos. Le di un nuevo sentido a cada uno de los personajes que la voz ulterior insufló de discurso. Fue un trabajo delicado. Como de jardinería, entre un jardín zen y el acomodo preciso y a la vez azaroso de sus guijarros y el cuidado de un bonsái. Al final, el árbol se transformó en otro. Y me quedé con uno solo de los guijarros, que encontró su sitio en cada una de las partes de Residuos. Lo más demandante fue eso: hacer un solo libro de tres. Como cuando King Crimson graba Discipline, luego Beat y, al final, Three of a Perfect Pair: ¿te imaginas ese tríptico vuelto a grabar como un solo disco en tres partes? Para mí, siempre ha sido un solo disco dividido en tres.

Elegiste un guijarro como elemento simbólico para vincular las partes del tríptico. ¿Cómo surgió la idea de volver a una piedra el, llamémosle así, hilo fantasma?

La historia del guijarro se remonta a la primavera de 2000. En un impulso, decidí ir a visitar a mi hermana a Londres, que vivía allí entonces, para celebrar su cumpleaños con ella, que llevaba más de un lustro fuera de México. Dentro de ese viaje hice varios viajes. El primero fue a Brighton y luego al cabo de Dungeness, en coche. En Dungeness conocí el Prospect Cottage y lo que quedaba del jardín que, en esa playa hostil, junto a un reactor nuclear y ante el Canal Inglés o de la Mancha, a un paso del Estrecho de Dover, Derek Jarman había creado antes de morir. Esas playas de la costa inglesa en Kent no tienen arena. O sí. Una arena gruesa, no tan erosionada como, digamos, la arena del Caribe, casi polvo. No. Es una arena compuesta por guijarros entre pequeños y medianos. El lugar me impresionó. Y me llevé un guijarro conmigo, a manera de recuerdo.

El otro viaje que hice fue a Budapest, al terruño de la rama paterna de mi árbol genealógico. Fue un primer acercamiento a Trieste, claro, aunque en ese entonces yo aún no terminaba de atar cabos de que el Imperio Austrohúngaro, en Europa Central, sí había tenido una salida al mar, y no al Mar Negro, que es donde desemboca el Danubio, sino al mar Adriático, allá donde la planicie se vuelve un acantilado, el Carso (de nuevo lo mineral). De regreso de Budapest, en Londres, decidí que sólo regresaría a México para volverme a ir. Cumpliría 30 años allá lejos. Regresé y me fui. Siempre con mi guijarro. Me fui dos años (y dentro de ese lapso viajé a Trieste y encontré o fui encontrado por mi voz) y volví. Y ese guijarro acabó siendo protagonista de La gente extraña, en 2006, que comienza con una ballena que encalla y muere en una playa, con ese guijarro, venido de otra playa, en su entraña. El guijarro, ya en Residuos, es como Odiseo: viaja de Ítaca a Troya y de regreso, a lo largo de mucho tiempo, en un periplo íntimo. Y fantasmal, aunque muy sólido, limado por los elementos.

Queda claro, ahora que el tríptico tiene su forma final, que desde el principio apostaste por una vía que no es la hegemónica en la narrativa mexicana contemporánea, marcadamente realista. “Épica íntima”, le llamó Juan Villoro con bastante precisión. ¿Piensas tu trabajo dentro de alguna línea de la literatura mexicana? ¿De qué forma te relacionas con la tradición?

Me relaciono con la tradición a partir del margen, desde su orilla, allí donde quedan la rebaba literaria, sus residuos, tal cual. La literatura realista escrita en nuestro idioma, imperante desde hace mucho no sólo en México sino en el resto de América Latina y, sobre todo, en España, muestra cada vez con más claridad su pertenencia a las demandas del mercado. La hoy llamada literatura mundial, lista para su traducción a cualquier idioma, con un batallón de agentes y publirrelacionistas detrás (y luego no tan atrás, sino de avanzada), me resulta perecedera por cómoda. Libros, novelas sobre todo y ante todo, de fácil digestión, políticamente correctas incluso cuando pretenden ser confrontativas, que se nos olvidarán pronto, una vez consumidas.

Si pertenezco a algo es a esa literatura que incomoda, indigesta, que permanece en la persona que la leyó como una molestia, como una real confrontación: lo que escribo, pese a su contención pulida y a su carácter de épica íntima, como bien dijo Villoro, está lleno de vacíos o aberturas, huecos para que las personas que lo leen participen de manera activa en la creación y recreación del texto, que sólo se acaba con su lectura y su aporte a la voz allí desplegada.

Pese a formar parte del grupo dominante y conservador, Salvador Elizondo es un escritor del margen con el que me identifico: Farabeuf me parece un pequeño monumento. También diálogo permanentemente con los Árboles petrificados de Amparo Dávila. Pero, y sobre todo, mi gran y continuo encuentro es con Antonio Di Benedetto y Zama y con el Juan José Saer de El río sin orillas. Me fascina esa contradicción que Saer plantea, porque él mismo escribe sobre el Río de la Plata y su flujo narrativo e histórico desde un margen más allá de la propia orilla, un margen crítico en el corazón de la selva espesa de lo real, aunque jamás de lo realista.

Allí tienes, hoy, a Ariana Harwicz, María Gainza y Hernán Ronsino, argentinas ellas, argentino él, con quienes me identifico más que con mis contrapartes nacionales. Y aquí tenemos que romper una barrera entre entrevistador y entrevistado: tu Catálogo de formas es otra pieza de narrativa espacial, por así decirlo, con la que platico continuamente y de la que mucho he aprendido. Otro autor que me es cercano y fundamental es el uruguayo Rafael Juárez Sarasqueta, que también es un mexicano adoptado, un hermano que nos adoptó y al que, yo y otros aquí, adoptamos también. Espero que pronto se le conozca más: su literatura linda con el objeto, es un narrador que recurre no sólo al silencio sino a las imágenes como componente fundamental de su discurso. No a la Sebald, otro de mis favoritos, ya pasando a otro idioma, sino muy orgánicamente.

Tu próximo libro será una reunión de ensayos sobre las relaciones entre literatura e historia, un tema en el que has trabajado los últimos años. Además de los asuntos sobre los que escribiste, me gustaría saber qué te llevó a preparar tu primer volumen de no ficción.

Poco antes de responder a tu pregunta estaba afinando los últimos detalles de dicho libro, que se llama Paseos del río y será publicado por Festina y editado por David González Tolosa, que fue el editor con el que trabajé Miramar cuando él estaba en Textofilia. Fue, creo que ya lo dije, una de las mejores experiencias editoriales que he tenido. Y no deja de ser curioso que, en cierta forma, Paseos del río es una suerte de extensión o satélite de Miramar: un libro que explica mi escritura a través de la propia escritura: inception, pues. El libro nace a partir de un texto que, en abril de 2015, presenté ante mis colegas en el seminario interno de la División de Historia del CIDE. A ese texto se sumaron tres conferencias que presenté en diversos coloquios sobre historia y literatura, en El Colegio de México, la Capilla Alfonsina y la Universidad Autónoma del Estado de México. Es, digamos, mi costado académico, el desarrollo de mi línea de investigación sobre historia y ficción, en la que llevo trabajando más de un lustro.

Paseos del río también abreva de un texto que escribí para un homenaje a Jean Meyer ocurrido en la FIL de Guadalajara, así como de aquel ensayo sobre Rulfo en su centenario que escribí para La Tempestad. En esta ocasión mi voz, que allí se presenta como tal y como personaje muy evidente de mi discurso, dialoga con Juan José Saer, Claudio Magris, Antonio Di Benedetto, Juan Rulfo, Elizabeth Cook, Homero, Jean Rolin, Stendhal y Werner Herzog, pero, y sobre todo, con el dueño de la mano impresa en serie en la cueva de Chauvet. Es una breve historia de 30 mil años de humanidad, en los que me concentro en la historia aún más breve de cierta narrativa iniciada en el siglo XVIII y en mi propia e ínfima historia de apenas medio siglo, iniciada en 1970, con mi nacimiento, y en 1941 y 1950, con el nacimiento de mi madre y de mi madre biológica, respectivamente. En resumen y en realidad, Paseos del río es el Miramar de Biopsia, un libro en el que llevo trabajando 11 años ya y que, si todo sale bien, verá la luz en 2021, aunque tal vez 2022 sea un mejor año para dicha obra. Me gusta el 22, ya sabes.

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miércoles, 28 de octubre de 2020

Contar la infamia

Sólo acepto este mundo iluminado

cierto, inconstante, mío.

Sólo exalto su eterno laberinto

y su segura luz, aunque se esconda.

Despierta o entre sueños,

su grave tierra piso

y es su paciencia en mí

la que florece.

Tiene un círculo sordo,

limbo acaso,

donde a ciegas aguardo

la lluvia, el fuego

desencadenados.

A veces su luz cambia,

es el infierno;

a veces, rara vez,

el paraíso.

Alguien podrá quizás

entreabrir puertas,

ver más allá

promesas, sucesiones.

Yo sólo en él habito,

de él espero,

y hay suficiente asombro.

En él estoy,

me quede,

renaciera.

Ida Vitale, “Este mundo”

 

Ésta es una enumeración dolorosa. A finales de este año se cumplirán catorce del inicio de la guerra contra el narcotráfico en México. ¿Los costos? Más de 104 mil muertos y más de 14 mil desaparecidos al finalizar el sexenio de Felipe Calderón (según el Sistema Nacional de Seguridad Pública). Cuando Enrique Peña Nieto terminó su mandato, se reveló que eran más de 40 mil las personas desaparecidas desde 2006. Y, a casi dos años de la toma de posesión de Andrés Manuel López Obrador, se han hallado mil fosas clandestinas (suman 4,092 en los últimos quince años). En junio Animal Político confirmó que “fueron asesinadas 53 mil 628 personas en México” (a diario matan a cien). La Secretaría de Gobernación actualizó la cifra a más de 73 mil desaparecidos y se han acumulado 346 mil desplazados internos. Hay otras cifras, que forman parte de este listado cotidiano. Ante este extenso horror, en Ya no somos las mismas. Y aquí sigue la guerra (Grijalbo / Pie de Página, 2020) hay una contranarrativa de honor duradero “para curarnos de espanto”. Veintidós son los colaboradores de este libro. Veintidós resistencias.

Cada unx de las autorxs tiene un verbo clave (ilustrado por Alejandra E. Saavedra López) para su texto porque, como lo personal es político, sus vivencias confrontan la perversa lógica de la necropolítica. La justicia social parte de la esfera más interior. La primera parte, titulada “Una piedra cae en un lago” y presentada por la argentina Verónica Gago –académica, periodista y militante del colectivo NiUnaMenos–, es una serie de textos que describen las violencias que han trastocado nuestros cuerpos-territorio. Daniela Pastrana habla con las hijas de mujeres periodistas; Celia Guerrero conjunta microhistorias de desplazamiento interno forzado (“Y me duele no poder volver a ese lugar donde fui tan feliz”); Paula Mónaco retrata la detención arbitraria, caracterizada por la lesbofobia, de Korina y Denise; José Ignacio de Alba (inspirado en “Canto a su amor desaparecido”, del poeta Raúl Zurita) hace una recreación de la desaparición forzada de policías municipales durante la administración de Javier Duarte y el posterior surgimiento del Colectivo Solecito; Lydiette Carrión nos acerca a las mujeres que se quedan y el duelo hacia sus hermanas, mejores amigas, compañeras que fueron arrebatadas impunemente por los hijos sanos del patriarcado; y Emanuela Borzacchiello nos recuerda, mediante un breve pero profundo testimonio, que están surgiendo las nuevas Ciudad Juárez en lugares como Silao, Guanajuato, “símbolo del buen gobierno y del conservadurismo que todo arregla y silencia”.

La segunda sección de Ya no somos las mismas, “Un dique en el río”, es introducida por Raquel Gutiérrez Aguilar, activista y filósofa mexicana, y se enfoca en varias prácticas colectivas que se reapropian de estos cuerpos-territorio violentados. Sara Uribe ensaya cómo las consecuencias de la guerra alteran su proceso creativo (“Es urgente nombrar a nuestros muertos también desde la poesía”); Daniela Rea entrevista a varias profesoras sobre las infancias que parecen no tener futuro –la editora de este libro es coautora, con Marina Azahua, de un comparativo entre las académicas (expertas en la teoría de la antropología forense) y las buscadoras (expertas en práctica obligatoria de esta)–; Daliri Oropeza nos acerca a las mujeres zapatistas; Marcela Turati hace un manual de autocuidado psicosocial; y Erika Lozano se pregunta: “¿Cómo nos imaginamos que esto que estamos haciendo por Lesvy, por Nadia, Rubén, Yesenia, Mile, Alejandra afectará a las siguientes generaciones?”. Aparecen también fotografías de Erik Meza, Eunice Adorno, Félix Márquez, Héctor Guerrero, Mónica González, Sara Uribe, Ximena Natera: una mujer caminando sola, versos en los que una escritora se reconoce, las pertenencias de una desaparecida, una mujer migrante en un refugio…

Contar la infamia no se limita a enumeraciones macabras, sino a exponer los otros datos que nosotras tenemos. Y en ese contar no solamente hay números, sino también palabras, información sentimental, glosario para curarse, “redes íntimas que salvan, están salvando, nuestras vidas” con acciones colectivas: amar, reconstruir, confiar, abrazar, hermanar, cuidar, acuerpar, escuchar, acompañar, procurar, sanar, habitar. La memoria de las víctimas es también una muestra de resistencia: “Recordando a los ausentes ellas vuelven a pasarlos por el corazón. Un corazón que se comienza a volver colectivo dibujando estampas de ternura radical, porque esta guerra tiene que acabar”. La verdadera radicalidad es lo afectivo, la ternura, el amor. Este libro, escrito desde los cuerpos de “compañeras que caminamos juntas desde hace una década […] reporteras, poetas, académicas, artistas, documentalistas, fotógrafas, escritoras, investigadoras, es un llamado a la acción. Acompañarnos es vital y seguir haciendo periodismo también”. Lo que hace cada una de estas voces es “una extraña forma de sanar: con el mismo periodismo que nos había roto”.

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Contar la infamia

Sólo acepto este mundo iluminado

cierto, inconstante, mío.

Sólo exalto su eterno laberinto

y su segura luz, aunque se esconda.

Despierta o entre sueños,

su grave tierra piso

y es su paciencia en mí

la que florece.

Tiene un círculo sordo,

limbo acaso,

donde a ciegas aguardo

la lluvia, el fuego

desencadenados.

A veces su luz cambia,

es el infierno;

a veces, rara vez,

el paraíso.

Alguien podrá quizás

entreabrir puertas,

ver más allá

promesas, sucesiones.

Yo sólo en él habito,

de él espero,

y hay suficiente asombro.

En él estoy,

me quede,

renaciera.

Ida Vitale, “Este mundo”

 

Ésta es una enumeración dolorosa. A finales de este año se cumplirán catorce del inicio de la guerra contra el narcotráfico en México. ¿Los costos? Más de 104 mil muertos y más de 14 mil desaparecidos al finalizar el sexenio de Felipe Calderón (según el Sistema Nacional de Seguridad Pública). Cuando Enrique Peña Nieto terminó su mandato, se reveló que eran más de 40 mil las personas desaparecidas desde 2006. Y, a casi dos años de la toma de posesión de Andrés Manuel López Obrador, se han hallado mil fosas clandestinas (suman 4,092 en los últimos quince años). En junio Animal Político confirmó que “fueron asesinadas 53 mil 628 personas en México” (a diario matan a cien). La Secretaría de Gobernación actualizó la cifra a más de 73 mil desaparecidos y se han acumulado 346 mil desplazados internos. Hay otras cifras, que forman parte de este listado cotidiano. Ante este extenso horror, en Ya no somos las mismas. Y aquí sigue la guerra (Grijalbo / Pie de Página, 2020) hay una contranarrativa de honor duradero “para curarnos de espanto”. Veintidós son los colaboradores de este libro. Veintidós resistencias.

Cada unx de las autorxs tiene un verbo clave (ilustrado por Alejandra E. Saavedra López) para su texto porque, como lo personal es político, sus vivencias confrontan la perversa lógica de la necropolítica. La justicia social parte de la esfera más interior. La primera parte, titulada “Una piedra cae en un lago” y presentada por la argentina Verónica Gago –académica, periodista y militante del colectivo NiUnaMenos–, es una serie de textos que describen las violencias que han trastocado nuestros cuerpos-territorio. Daniela Pastrana habla con las hijas de mujeres periodistas; Celia Guerrero conjunta microhistorias de desplazamiento interno forzado (“Y me duele no poder volver a ese lugar donde fui tan feliz”); Paula Mónaco retrata la detención arbitraria, caracterizada por la lesbofobia, de Korina y Denise; José Ignacio de Alba (inspirado en “Canto a su amor desaparecido”, del poeta Raúl Zurita) hace una recreación de la desaparición forzada de policías municipales durante la administración de Javier Duarte y el posterior surgimiento del Colectivo Solecito; Lydiette Carrión nos acerca a las mujeres que se quedan y el duelo hacia sus hermanas, mejores amigas, compañeras que fueron arrebatadas impunemente por los hijos sanos del patriarcado; y Emanuela Borzacchiello nos recuerda, mediante un breve pero profundo testimonio, que están surgiendo las nuevas Ciudad Juárez en lugares como Silao, Guanajuato, “símbolo del buen gobierno y del conservadurismo que todo arregla y silencia”.

La segunda sección de Ya no somos las mismas, “Un dique en el río”, es introducida por Raquel Gutiérrez Aguilar, activista y filósofa mexicana, y se enfoca en varias prácticas colectivas que se reapropian de estos cuerpos-territorio violentados. Sara Uribe ensaya cómo las consecuencias de la guerra alteran su proceso creativo (“Es urgente nombrar a nuestros muertos también desde la poesía”); Daniela Rea entrevista a varias profesoras sobre las infancias que parecen no tener futuro –la editora de este libro es coautora, con Marina Azahua, de un comparativo entre las académicas (expertas en la teoría de la antropología forense) y las buscadoras (expertas en práctica obligatoria de esta)–; Daliri Oropeza nos acerca a las mujeres zapatistas; Marcela Turati hace un manual de autocuidado psicosocial; y Erika Lozano se pregunta: “¿Cómo nos imaginamos que esto que estamos haciendo por Lesvy, por Nadia, Rubén, Yesenia, Mile, Alejandra afectará a las siguientes generaciones?”. Aparecen también fotografías de Erik Meza, Eunice Adorno, Félix Márquez, Héctor Guerrero, Mónica González, Sara Uribe, Ximena Natera: una mujer caminando sola, versos en los que una escritora se reconoce, las pertenencias de una desaparecida, una mujer migrante en un refugio…

Contar la infamia no se limita a enumeraciones macabras, sino a exponer los otros datos que nosotras tenemos. Y en ese contar no solamente hay números, sino también palabras, información sentimental, glosario para curarse, “redes íntimas que salvan, están salvando, nuestras vidas” con acciones colectivas: amar, reconstruir, confiar, abrazar, hermanar, cuidar, acuerpar, escuchar, acompañar, procurar, sanar, habitar. La memoria de las víctimas es también una muestra de resistencia: “Recordando a los ausentes ellas vuelven a pasarlos por el corazón. Un corazón que se comienza a volver colectivo dibujando estampas de ternura radical, porque esta guerra tiene que acabar”. La verdadera radicalidad es lo afectivo, la ternura, el amor. Este libro, escrito desde los cuerpos de “compañeras que caminamos juntas desde hace una década […] reporteras, poetas, académicas, artistas, documentalistas, fotógrafas, escritoras, investigadoras, es un llamado a la acción. Acompañarnos es vital y seguir haciendo periodismo también”. Lo que hace cada una de estas voces es “una extraña forma de sanar: con el mismo periodismo que nos había roto”.

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