viernes, 30 de julio de 2021

El cisne, el niño y las ratas en las ruinas

I

Con veinte minutos de duración, solamente narrada a través de voces en off y fotografías, La Jetée de Chris Marker produce sentidos inagotables.

En esta ficción seminal se cuenta la historia de un hombre obsesionado con una imagen: cuando era niño vio un asesinato en el aeropuerto de Orly. En el presente vive el apocalipsis después de la Tercera Guerra Mundial. La humanidad que sobrevive en París se refugia en los subterráneos de Chaillot, entre viejas esculturas y ruinas. Ahí, unos científicos experimentan con la posibilidad de viajar en el tiempo para intentar salvar el presente.

Al viajar al pasado el protagonista se pierde en sus recuerdos, se enamora, conoce algo de felicidad. Al viajar al futuro logra salvar a la humanidad. Pero es una rata de laboratorio. Los científicos quieren eliminarlo una vez cumplida su misión. Al final tiene la opción de vivir en el futuro o regresar al pasado donde, por unos instantes, fue feliz. Decide volver y buscar a la mujer que amó. La encuentra en el aeropuerto de Orly, justo a tiempo para protagonizar la imagen que tanto lo marcó de niño.

Chris Marker

II

Al recordar esta película icónica yo mismo no puedo evitar regresar obsesivamente a una imagen que dice mucho sobre el pensamiento de Chris Marker, un pensamiento que constantemente reflexiona sobre el poder de las imágenes, sobre su trascendencia, su realidad y su conexión con el pasado. La imagen que me obsesiona es la de una estatua: la estatua de un niño de piedra que se funde en un abrazo con un cisne.

El primer viajero temporal que aparece en La Jetée, con un mostacho vigoroso y ojos perdidos, fija su vista en esa estatua al salir del experimento temporal. Algunas imágenes después vuelve a aparecer la estatua con su presencia sórdida, pero esta vez la observa el protagonista de la historia, el viajero del tiempo atrapado en un eterno retorno.

La imagen es fugaz, pero se repite en el trayecto de estos dos condenados. Una imagen casi irreal, que vemos de paso, en medio de los horrores del último refugio de la humanidad.

III

En un texto corto en plena efervescencia estructuralista, Roland Barthes habla del barómetro que Gustave Flaubert menciona, de paso, en una descripción de su cuento “Un corazón sencillo”. El teórico francés utiliza esta imagen para hablar de los “lujos” narrativos que habitan la tradición literaria occidental, lujos que no aportan nada al relato pero que sirven para crear un “efecto de realidad”.

El barómetro no agrega nada a la construcción de la trama, en efecto, pero se justifica por los imperativos realistas: el hecho de que se describa algo inservible crea una sensación de realidad. Porque, claro, en la realidad no todo lo que vemos sirve a un propósito narrativo.

¿Puede considerarse en estos términos la figura fantasmagórica del niño de piedra fundido en un abrazo suplicante con el cisne? ¿Sirve de algo esta imagen? ¿Dice algo además de crear un efecto de realidad sobre el sórdido presente del apocalipsis?

Chris Marker

IV

La estatua del niño y el cisne tiene una función espacial al señalar el desplazamiento de los prisioneros que van hacia la experimentación temporal o que acaban de sufrirla. La posición de la estatua, a la derecha o a la izquierda de los viajeros, marca el camino de las ratas de laboratorio. Es un mecanismo que, a través de los ejes de la imagen, dibuja el espacio que habitan los condenados en el subterráneo de Chaillot.

El primer viajero temporal la percibe a la derecha del túnel, saliendo del experimento que lo vuelve loco, con la curiosidad de quien observa los restos macabros de una realidad que ya no tiene sentido. Los ojos asustados del personaje principal la observan desde otro ángulo, a la izquierda del túnel, en dirección contraria. Él se dirige hacia ese laboratorio en el que, posiblemente, también perderá la cordura.

La colocación espacial de esta estatua, su contemplación desde el punto de vista del que fue condenado y del que camina al suplicio, la sitúan en un lugar privilegiado. La estatua resguarda la entrada a la recámara de los científicos: es la guardiana silenciosa de una puerta infernal, la división entre el espacio habitual del presente sórdido y el lugar en donde se lucha por el futuro.

V

Después del apocalipsis la tortura en los subterráneos de Chaillot es el recuerdo. Los sujetos del experimento temporal son escogidos según la fuerza de su memoria. Si sueñan imágenes recurrentes del pasado tienen más posibilidades de lograr viajar, físicamente, al tiempo de ese recuerdo.

En este infierno se juzga entonces a las personas por sus sueños. Se elige a los nostálgicos y se castiga con locura o muerte a aquellos que no resisten, por la debilidad de su memoria, la prueba de volver a vivir un pasado perdido. El infierno de este presente sin futuro está en la necesidad del pasado. Los que sobreviven al viaje temporal son los que se aferran al recuerdo como trauma, como dolor, como la imagen de un muerto en la jetée de Orly.

La estatua del niño y el cisne da la bienvenida a los viajeros temporales. Es una ruina, el vestigio de una civilización muerta que conecta el presente con el pasado. Las ruinas saludan la entrada a los dominios de los que juegan con el tiempo, anuncian la pervivencia de la piedra sobre las fugaces y frágiles vidas de los humanos; las ruinas dicen que el vínculo con el pasado es indisoluble.

Chris Marker

VI

En el décimo día del experimento empiezan a formarse imágenes. El viajero temporal ve “una mañana del tiempo de paz, una recámara del tiempo de paz, una verdadera recámara / verdaderos niños / verdaderos pájaros / verdaderos gatos / verdaderas tumbas”.

Desde los ojos del protagonista estas imágenes de un pasado extinto tienen algo más de realidad que lo que el presente le ofrece. Esos son verdaderos niños y verdaderos pájaros. Esas son verdaderas tumbas. Las lápidas del recuerdo son más reales que la fosa común de Chaillot donde agoniza la humanidad; los niños del recuerdo son más reales que los engendros sin futuro de esta especie condenada.

Este recuerdo sólo existe en el experimento tortuoso de la memoria y, sin embargo, es más real que el niño de piedra que se puede tocar, ver, sentir, en el presente. Lo material e inmediato de la estatua es menos real porque, en el apocalipsis, es una construcción que ya no tiene sentido. Sólo una era con niños reales podría producir la estatua de un niño. Sólo una era con aves reales podría producir la estatua de un cisne.

Permanece la estatua. Pero ya no hay niños, ni pájaros que le den significado. Lo que hacía real a la estatua se quedó en el pasado.

VII

Los subterráneos de Chaillot fueron utilizados durante la Exposición Universal de 1900, en París, para albergar un espectáculo peculiar de ficción. Por una parte se creó en ellos una representación realista de la vida en las minas. En plena revolución industrial los visitantes burgueses podían sumergirse en los horrores de la vida de los obreros. Vivían, entonces, una representación ficticia de un presente muy real. Por otra parte, en los túneles de Chaillot se construyeron, para esa exposición universal, reproducciones coloridas de la tumba de Tutankamón, de los restos de un templo chino, de las esculturas fúnebres de un sepulcro etrusco.

El último refugio de la humanidad en la película de Marker es, entonces, un lugar de ficciones históricas. Las cavernas en las que sobrevive la humanidad tuvieron la función de enseñarnos el pasado, de representar la distancia de otras culturas, de crear la apariencia de otras ruinas.

Al decidir que Chaillot sería el último refugio de la humanidad Marker escogió un lugar lleno de recuerdos construidos. Así hizo un comentario sobre la obsesiva nostalgia de la memoria europea. La Jetée muestra que la supervivencia de la cultura occidental, en la búsqueda obsesiva de orígenes, no está en el futuro sino siempre en el pasado.

El niño de la estatua sobrevive al apocalipsis porque nuestro presente se refugia en la memoria. No importa ya la realidad de este niño, lo que importa no son las ruinas sino su simulación.

A los visitantes de la Exposición Universal no les molestaba ver una reproducción ficticia de la tumba de Tutankamón porque, tal vez, instintivamente, sabían que el pasado siempre es una ficción. Y la ficción, a veces, basta.

La Jetée

VIII

La ciencia ficción parece decir con frecuencia que nuestro futuro anuncia, en la perdición y en la salvación, un constante regreso al pasado. Las construcciones imaginarias del destino de la humanidad, apocalíptico o glorioso, regresan siempre, como las lecciones de historia, con un escarnio para el presente. Las narraciones prospectivas y los relatos de anticipación construyen futuros para señalar cómo estamos forjando el presente. Son advertencias y sentencias: no podemos cambiar el pasado pero podemos construir un mejor porvenir.

Esta esperanza de la ciencia ficción es la misma esperanza de la Exposición Universal. Regresamos al pasado, físicamente, a través de la ficción, para entender cómo construir el futuro. Las ruinas ficticias de la Exposición Universal expresan el positivismo del siglo XIX: vamos siempre hacia adelante con el progreso acumulativo de la civilización, un progreso que depende del pasado, de una construcción del pasado, de los mecanismos de ficción con los que contamos el pasado.

IX

Los viajeros temporales de La Jetée, al ver la estatua de un cisne y un niño, se quedan pasmados. Este detalle es terrible, en vista de lo que van a sufrir. Porque las estatuas muestran la realidad de algo que sucedió, son el remanente de lo que alguna vez existió, el testimonio de que, en ese mismo mundo, hubo niños y pájaros.

Pero la estatua es también cruel porque muestra las ficciones de la historia. En Chaillot sobreviven ruinas ficticias, ruinas reconstruidas de un pasado que nunca estuvo ahí. La tumba de Tutankamón es una ficción cuando la colocas en el centro de París.

Al mirar la estatua los viajeros temporales ven la realidad de las ruinas y se enfrentan a la irrealidad de las ruinas. En esa duda entre lo que existe y lo que imaginamos está nuestra percepción de la historia.

El caminante temporal puede viajar al pasado porque se obsesiona con una imagen. El pasado siempre está presente en esa imagen. Se impone a todo. No importa si es real, tampoco si las ruinas son reales. Como el viajero, no podemos dejar de contar el pasado, no podemos admitir su carácter ficticio. Perdidos y atónitos entre ruinas y estatuas, somos también ratas de laboratorio que recorren, contando sus hazañas, el laberinto imposible de la historia.

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El cisne, el niño y las ratas en las ruinas

I

Con veinte minutos de duración, solamente narrada a través de voces en off y fotografías, La Jetée de Chris Marker produce sentidos inagotables.

En esta ficción seminal se cuenta la historia de un hombre obsesionado con una imagen: cuando era niño vio un asesinato en el aeropuerto de Orly. En el presente vive el apocalipsis después de la Tercera Guerra Mundial. La humanidad que sobrevive en París se refugia en los subterráneos de Chaillot, entre viejas esculturas y ruinas. Ahí, unos científicos experimentan con la posibilidad de viajar en el tiempo para intentar salvar el presente.

Al viajar al pasado el protagonista se pierde en sus recuerdos, se enamora, conoce algo de felicidad. Al viajar al futuro logra salvar a la humanidad. Pero es una rata de laboratorio. Los científicos quieren eliminarlo una vez cumplida su misión. Al final tiene la opción de vivir en el futuro o regresar al pasado donde, por unos instantes, fue feliz. Decide volver y buscar a la mujer que amó. La encuentra en el aeropuerto de Orly, justo a tiempo para protagonizar la imagen que tanto lo marcó de niño.

Chris Marker

II

Al recordar esta película icónica yo mismo no puedo evitar regresar obsesivamente a una imagen que dice mucho sobre el pensamiento de Chris Marker, un pensamiento que constantemente reflexiona sobre el poder de las imágenes, sobre su trascendencia, su realidad y su conexión con el pasado. La imagen que me obsesiona es la de una estatua: la estatua de un niño de piedra que se funde en un abrazo con un cisne.

El primer viajero temporal que aparece en La Jetée, con un mostacho vigoroso y ojos perdidos, fija su vista en esa estatua al salir del experimento temporal. Algunas imágenes después vuelve a aparecer la estatua con su presencia sórdida, pero esta vez la observa el protagonista de la historia, el viajero del tiempo atrapado en un eterno retorno.

La imagen es fugaz, pero se repite en el trayecto de estos dos condenados. Una imagen casi irreal, que vemos de paso, en medio de los horrores del último refugio de la humanidad.

III

En un texto corto en plena efervescencia estructuralista, Roland Barthes habla del barómetro que Gustave Flaubert menciona, de paso, en una descripción de su cuento “Un corazón sencillo”. El teórico francés utiliza esta imagen para hablar de los “lujos” narrativos que habitan la tradición literaria occidental, lujos que no aportan nada al relato pero que sirven para crear un “efecto de realidad”.

El barómetro no agrega nada a la construcción de la trama, en efecto, pero se justifica por los imperativos realistas: el hecho de que se describa algo inservible crea una sensación de realidad. Porque, claro, en la realidad no todo lo que vemos sirve a un propósito narrativo.

¿Puede considerarse en estos términos la figura fantasmagórica del niño de piedra fundido en un abrazo suplicante con el cisne? ¿Sirve de algo esta imagen? ¿Dice algo además de crear un efecto de realidad sobre el sórdido presente del apocalipsis?

Chris Marker

IV

La estatua del niño y el cisne tiene una función espacial al señalar el desplazamiento de los prisioneros que van hacia la experimentación temporal o que acaban de sufrirla. La posición de la estatua, a la derecha o a la izquierda de los viajeros, marca el camino de las ratas de laboratorio. Es un mecanismo que, a través de los ejes de la imagen, dibuja el espacio que habitan los condenados en el subterráneo de Chaillot.

El primer viajero temporal la percibe a la derecha del túnel, saliendo del experimento que lo vuelve loco, con la curiosidad de quien observa los restos macabros de una realidad que ya no tiene sentido. Los ojos asustados del personaje principal la observan desde otro ángulo, a la izquierda del túnel, en dirección contraria. Él se dirige hacia ese laboratorio en el que, posiblemente, también perderá la cordura.

La colocación espacial de esta estatua, su contemplación desde el punto de vista del que fue condenado y del que camina al suplicio, la sitúan en un lugar privilegiado. La estatua resguarda la entrada a la recámara de los científicos: es la guardiana silenciosa de una puerta infernal, la división entre el espacio habitual del presente sórdido y el lugar en donde se lucha por el futuro.

V

Después del apocalipsis la tortura en los subterráneos de Chaillot es el recuerdo. Los sujetos del experimento temporal son escogidos según la fuerza de su memoria. Si sueñan imágenes recurrentes del pasado tienen más posibilidades de lograr viajar, físicamente, al tiempo de ese recuerdo.

En este infierno se juzga entonces a las personas por sus sueños. Se elige a los nostálgicos y se castiga con locura o muerte a aquellos que no resisten, por la debilidad de su memoria, la prueba de volver a vivir un pasado perdido. El infierno de este presente sin futuro está en la necesidad del pasado. Los que sobreviven al viaje temporal son los que se aferran al recuerdo como trauma, como dolor, como la imagen de un muerto en la jetée de Orly.

La estatua del niño y el cisne da la bienvenida a los viajeros temporales. Es una ruina, el vestigio de una civilización muerta que conecta el presente con el pasado. Las ruinas saludan la entrada a los dominios de los que juegan con el tiempo, anuncian la pervivencia de la piedra sobre las fugaces y frágiles vidas de los humanos; las ruinas dicen que el vínculo con el pasado es indisoluble.

Chris Marker

VI

En el décimo día del experimento empiezan a formarse imágenes. El viajero temporal ve “una mañana del tiempo de paz, una recámara del tiempo de paz, una verdadera recámara / verdaderos niños / verdaderos pájaros / verdaderos gatos / verdaderas tumbas”.

Desde los ojos del protagonista estas imágenes de un pasado extinto tienen algo más de realidad que lo que el presente le ofrece. Esos son verdaderos niños y verdaderos pájaros. Esas son verdaderas tumbas. Las lápidas del recuerdo son más reales que la fosa común de Chaillot donde agoniza la humanidad; los niños del recuerdo son más reales que los engendros sin futuro de esta especie condenada.

Este recuerdo sólo existe en el experimento tortuoso de la memoria y, sin embargo, es más real que el niño de piedra que se puede tocar, ver, sentir, en el presente. Lo material e inmediato de la estatua es menos real porque, en el apocalipsis, es una construcción que ya no tiene sentido. Sólo una era con niños reales podría producir la estatua de un niño. Sólo una era con aves reales podría producir la estatua de un cisne.

Permanece la estatua. Pero ya no hay niños, ni pájaros que le den significado. Lo que hacía real a la estatua se quedó en el pasado.

VII

Los subterráneos de Chaillot fueron utilizados durante la Exposición Universal de 1900, en París, para albergar un espectáculo peculiar de ficción. Por una parte se creó en ellos una representación realista de la vida en las minas. En plena revolución industrial los visitantes burgueses podían sumergirse en los horrores de la vida de los obreros. Vivían, entonces, una representación ficticia de un presente muy real. Por otra parte, en los túneles de Chaillot se construyeron, para esa exposición universal, reproducciones coloridas de la tumba de Tutankamón, de los restos de un templo chino, de las esculturas fúnebres de un sepulcro etrusco.

El último refugio de la humanidad en la película de Marker es, entonces, un lugar de ficciones históricas. Las cavernas en las que sobrevive la humanidad tuvieron la función de enseñarnos el pasado, de representar la distancia de otras culturas, de crear la apariencia de otras ruinas.

Al decidir que Chaillot sería el último refugio de la humanidad Marker escogió un lugar lleno de recuerdos construidos. Así hizo un comentario sobre la obsesiva nostalgia de la memoria europea. La Jetée muestra que la supervivencia de la cultura occidental, en la búsqueda obsesiva de orígenes, no está en el futuro sino siempre en el pasado.

El niño de la estatua sobrevive al apocalipsis porque nuestro presente se refugia en la memoria. No importa ya la realidad de este niño, lo que importa no son las ruinas sino su simulación.

A los visitantes de la Exposición Universal no les molestaba ver una reproducción ficticia de la tumba de Tutankamón porque, tal vez, instintivamente, sabían que el pasado siempre es una ficción. Y la ficción, a veces, basta.

La Jetée

VIII

La ciencia ficción parece decir con frecuencia que nuestro futuro anuncia, en la perdición y en la salvación, un constante regreso al pasado. Las construcciones imaginarias del destino de la humanidad, apocalíptico o glorioso, regresan siempre, como las lecciones de historia, con un escarnio para el presente. Las narraciones prospectivas y los relatos de anticipación construyen futuros para señalar cómo estamos forjando el presente. Son advertencias y sentencias: no podemos cambiar el pasado pero podemos construir un mejor porvenir.

Esta esperanza de la ciencia ficción es la misma esperanza de la Exposición Universal. Regresamos al pasado, físicamente, a través de la ficción, para entender cómo construir el futuro. Las ruinas ficticias de la Exposición Universal expresan el positivismo del siglo XIX: vamos siempre hacia adelante con el progreso acumulativo de la civilización, un progreso que depende del pasado, de una construcción del pasado, de los mecanismos de ficción con los que contamos el pasado.

IX

Los viajeros temporales de La Jetée, al ver la estatua de un cisne y un niño, se quedan pasmados. Este detalle es terrible, en vista de lo que van a sufrir. Porque las estatuas muestran la realidad de algo que sucedió, son el remanente de lo que alguna vez existió, el testimonio de que, en ese mismo mundo, hubo niños y pájaros.

Pero la estatua es también cruel porque muestra las ficciones de la historia. En Chaillot sobreviven ruinas ficticias, ruinas reconstruidas de un pasado que nunca estuvo ahí. La tumba de Tutankamón es una ficción cuando la colocas en el centro de París.

Al mirar la estatua los viajeros temporales ven la realidad de las ruinas y se enfrentan a la irrealidad de las ruinas. En esa duda entre lo que existe y lo que imaginamos está nuestra percepción de la historia.

El caminante temporal puede viajar al pasado porque se obsesiona con una imagen. El pasado siempre está presente en esa imagen. Se impone a todo. No importa si es real, tampoco si las ruinas son reales. Como el viajero, no podemos dejar de contar el pasado, no podemos admitir su carácter ficticio. Perdidos y atónitos entre ruinas y estatuas, somos también ratas de laboratorio que recorren, contando sus hazañas, el laberinto imposible de la historia.

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jueves, 29 de julio de 2021

Yoshua Okón: narraciones alternas

Además de ser uno de los artistas mexicanos más reconocidos de su generación, Yoshua Okón (1970) es también un impulsor de espacios para el arte contemporáneo en el país. Entre 1994 y 2002 estuvo al frente de La Panadería, un proyecto central del cambio de siglo, y posteriormente ha sido uno de los impulsores de SOMA, propuesta educativa que en noviembre alcanzará 12 años de trayectoria. Con exposiciones individuales y colectivas en países de América, Europa y Asia, Okón fue entrevistado por la Fundación Jumex Arte Contemporáneo en el contexto de la exposición Excepciones normales del Museo Jumex, que incluye su pieza Elefante (2020).

“Hago un híbrido entre performance, instalación y video. En muchas de mis obras trabajo en locaciones reales, que tienen cierta carga simbólica, con personas que no son actores y trabajan dentro de escenarios ficticios, que yo invento”. Sin embargo, Elefante es una pieza distinta a videoinstalaciones como New Decor (2001) u Oracle (2015). “La obra hace referencia al famoso modismo del elefante en la habitación, a esta verdad que de alguna manera todos ignoramos, este estado de negación en el cual estamos como humanidad respecto al Antropoceno”, explica.

En Elefante, una escultura negra de fibra de vidrio, Okón hace un comentario frontal sobre los efectos ambientales de nuestro modelo productivo, en el contexto de la innegable crisis ecológica (calentamiento global, extinción de especies, etc.). La figura del elefante ya había aparecido en otra pieza reciente, República bananera (2019), donde la recreación de una tienda de la marca Banana Republic, decorada con animales de origen africano, arde como una metáfora de las implicaciones que el imaginario colonialista tiene sobre realidades concretas.

La participación de Yoshua Okón en Excepciones normales no se limita a la pieza comentada; además impartió uno de los talleres que SOMA ofreció en el Museo Jumex, con el fin de explorar el paisaje que rodea al edificio. Forma parte de las búsquedas del artista mexicano, que concibe al arte y a la cultura como contranarrativas a la lógica dominante y busca producir “obras en las cuales el público pueda desarrollar su pensamiento crítico y llegar a sus propias conclusiones sobre el mundo y la realidad”.

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Yoshua Okón: narraciones alternas

Además de ser uno de los artistas mexicanos más reconocidos de su generación, Yoshua Okón (1970) es también un impulsor de espacios para el arte contemporáneo en el país. Entre 1994 y 2002 estuvo al frente de La Panadería, un proyecto central del cambio de siglo, y posteriormente ha sido uno de los impulsores de SOMA, propuesta educativa que en noviembre alcanzará 12 años de trayectoria. Con exposiciones individuales y colectivas en países de América, Europa y Asia, Okón fue entrevistado por la Fundación Jumex Arte Contemporáneo en el contexto de la exposición Excepciones normales del Museo Jumex, que incluye su pieza Elefante (2020).

“Hago un híbrido entre performance, instalación y video. En muchas de mis obras trabajo en locaciones reales, que tienen cierta carga simbólica, con personas que no son actores y trabajan dentro de escenarios ficticios, que yo invento”. Sin embargo, Elefante es una pieza distinta a videoinstalaciones como New Decor (2001) u Oracle (2015). “La obra hace referencia al famoso modismo del elefante en la habitación, a esta verdad que de alguna manera todos ignoramos, este estado de negación en el cual estamos como humanidad respecto al Antropoceno”, explica.

En Elefante, una escultura negra de fibra de vidrio, Okón hace un comentario frontal sobre los efectos ambientales de nuestro modelo productivo, en el contexto de la innegable crisis ecológica (calentamiento global, extinción de especies, etc.). La figura del elefante ya había aparecido en otra pieza reciente, República bananera (2019), donde la recreación de una tienda de la marca Banana Republic, decorada con animales de origen africano, arde como una metáfora de las implicaciones que el imaginario colonialista tiene sobre realidades concretas.

La participación de Yoshua Okón en Excepciones normales no se limita a la pieza comentada; además impartió uno de los talleres que SOMA ofreció en el Museo Jumex, con el fin de explorar el paisaje que rodea al edificio. Forma parte de las búsquedas del artista mexicano, que concibe al arte y a la cultura como contranarrativas a la lógica dominante y busca producir “obras en las cuales el público pueda desarrollar su pensamiento crítico y llegar a sus propias conclusiones sobre el mundo y la realidad”.

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miércoles, 28 de julio de 2021

Cannes 2021: ‘Noche de fuego’ y ‘La civil’

En la memoria colectiva, las ficciones suelen arraigar y permanecer más que las noticias. Al menos así era en los días en que podíamos discernir entre una cosa y la otra, cuando la frontera que separaba testimonios de artificios era menos porosa, líquida, alienante. Cuando el cine de ficción producido en años recientes ha asumido para sí una condición testimonial, de diálogo directo y paritario con la realidad que lo circunda, se genera una ilusión cuando menos cuestionable: la forma fílmica pasa a relativizar su condición de artificio –pues se nos aparece disfrazada no de representación sino de verdad– y se le exige la posición espuria de intermediaria entre público, crítica, festivales y realidades sociales dantescas; tal empeño, desde el trabajo de Robert Flaherty hasta la tarde de ayer, ha sido siempre ingenuo y, de vez en cuando, peligroso.

Durante el siglo que corre una porción del cine de ficción producido en México ha librado batallas recurrentes por reconstruir la memoria colectiva, mediante narrativas individuales, de la guerra civil librada entre 2008 y 2018, construida desde la mentira como una guerra contra el narco. Noche de fuego (Tatiana Huezo, 2021) y La civil (Teodora Ana Mihai, 2021), estrenadas y premiadas dentro de la sección Una Cierta Mirada del Festival de Cannes, continúan con mayor o menor fortuna la búsqueda de formas fílmicas que sean capaces de absorber, proponer y cuestionar modos de representación de las violencias y fracturas del México reciente.

Al ser relatos de ficción amparados en trasfondos realistas (Noche de fuego por el buen oficio indagatorio de la Huezo documentalista; La civil por inspirarse en casos documentados de madres activistas), estas y otras películas recientes parecerían estar sujetas de antemano a un compromiso doble: con la realidad social que representan y con el juicio de la opinión pública, punitivo por inercia y cada vez menos dispuesto a distinguir entre realismo y realidad. Habría que empezar señalando la vena demagógica de cláusulas como esas: el único compromiso perdurable del cine de ficción es con la forma fílmica, con su coherencia artística y con las propias exploraciones creativas de cada caso, incluso si éstas son débiles o fracasan.

Tanto Noche de fuego como La civil concentran el grueso de su potencia en narrarse de forma directa, episódica y cronológica, sin artilugios formales ni ambigüedades. Están narradas con pulcritud y oficio técnico. Son generosas en información detallada sobre los entornos que describen: después de verlas, creemos saber a cuánto se paga una libra de opio, con qué dedos debe extraerse de la amapola, cómo funciona una morgue en Durango o qué jerga emplea el ejército para comunicarse con los cárteles por radio.

Tatiana Huezo Ana Mihai

Fotograma de Noche de fuego (2021), de Tatiana Huezo

La atención al detalle es siempre valiosa, pero ¿es suficiente para levantar un mundo interno que sea artísticamente coherente, que tenga verdad, que tenga duende, que nos absorba? ¿Que además de describir y ponernos en los ojos realidades que ya intuimos nos orille a desmontar lo que creíamos saber? Balzac era obsesivo con la precisión en los detalles, pero ¿son los detalles lo que hace perdurable a Balzac? ¿Basta la exactitud periodística de Canoa (1976) para explicar su potencia y alcance?

Noche de fuego es mucho más interesante por lo que deja en el aire que por la explotación de su argumento: la infancia y la pubertad de tres niñas obligadas a “afearse” en público, en la comunidad serrana de Neblinas, en la Sierra Gorda de Querétaro, para escapar al interés de los tratantes de blancas de los cárteles que alternan el control de la región. Por su altitud y suelo es tan mala para la señal de celular como pródiga para el cultivo de amapola en laderas. Un par de secuencias silenciosas, majestuosas, describen la naturaleza económica de la región: mientras una empresa extractivista dinamita una cantera para extraer minerales, una montaña vecina sirve a la producción de otra especie de trasnacional: un cártel.

Poblada por varias imágenes que crecen en la memoria –las mejores de ellas vacías de diálogo–, Noche de fuego está fotografiada por la también realizadora Dariela Ludlow, que, acostumbrada a las mancuernas con directoras notables (Los adioses, Las niñas bien, No quiero dormir sola), captura un entorno creíble que evoca olores, humedades y texturas a través del color, manteniendo una distancia saludable tanto de la pornomiseria como del mero embellecimiento del entorno natural. En este equilibrio, el plano de una niña preparándose un huevo frito o llorando en la peluquería resulta tan elocuente como un grupo de mujeres en lo alto de un cerro de noche, buscando señal con teléfonos que danzan como luciérnagas. En los momentos en que la amistad parece idealizarse mediante juegos infantiles o el chapuzón en un manantial paradisíaco, de inmediato el tono se nubla como premonición de un horror invisible que se acerca.

En el cine mexicano reciente nadie ha indagado en la forma documental con la precisión sensible de Tatiana Huezo para convertir el horror en un coro fantasmal de voces sin cuerpo e imágenes quirúrgicas. Aunque su primera excursión al cine de ficción no logra esquivar todos los lugares comunes que la sobrevuelan, es exitosa en trasladar el núcleo creativo de Tempestad y El lugar más pequeño: levantar mundos corales y conectar miradas comunitarias a través de la empatía y el reconocimiento de la angustia ajena. Las dos películas que aquí interesan orbitan alrededor de actrices insustituibles, con presencia, técnica e intuición, no importa si rebasan los diez o los cincuenta años. Se le harán varios reproches a ambas propuestas, pero no podrá negarse que están actuadas desde un humanismo transparente, valiente y vulnerable. En este punto es donde Noche de fuego se conecta mejor con La civil.

Tatiana Huezo Teodora Mihai

Fotograma de La civil (2021), de Teodora Ana Mihai

Dado que esta última es el primer trabajo de una cineasta que además aporta una mirada externa al ser rumana, sería ocioso prolongar la comparación entre ambas, más allá de haber nacido como mellizas de sección y festival. En este caso, el peso de la autoría recae de forma aplastante sobre Arcelia Ramírez como Cielo, una mujer de edad mediana en la comunidad de Nombre de Dios –el nombre es auténtico–, Durango, y su descenso a los sótanos empantanados del sistema de justicia en busca de su hija adolescente o, en última instancia, de indicios firmes de lo que haya ocurrido con ella después de ser secuestrada por el Puma (Juan Daniel García, inolvidable Ulises en Ya no estoy aquí).

Producida en vía tripartita por Michel Franco, Cristian Mungiu y los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, aquí y allá en La civil –con dos horas y media de duración– emerge la influencia de los tres, aunque la película se vuelve más interesante en los tramos, cada vez más puntuales e intensos, en los que Mihai toma la rienda de su propia mirada autoral y se deja envolver por su protagonista, quien lleva adelante la película entera, plano por plano.

Aunque es honesta, tiene nervio y a todas luces está filmada desde una empatía iracunda, la película no es sólida de inicio a fin, tiene altibajos naturales en muchas óperas primas y algunos de sus personajes secundarios tienen escaso desarrollo o lógica en el mismo, como el exesposo de Cielo (Álvaro Guerrero) o Lamarque (Jorge A. Jiménez), un teniente inexplicable que funciona como deus ex machina para ayudar a Cielo en momentos puntuales y desaparece sin que lleguemos a indagar en sus motivos. Aunque estas fallas, sean de guion o de montaje, resaltan el oficio sólido, íntegro y disciplinado de Ramírez, también merman la credibilidad del mundo que se levanta a su alrededor. Algunas secuencias magníficas, como la visita a un depósito de cadáveres o sus tensos careos con el Puma, auguran que en Mihai podría despuntar una cineasta de gran altura, pero que aquí alcanza un meritorio vuelo de prueba al que habrá que darle seguimiento.

Recientemente, un notable ensayo publicado en este medio por Lázaro Gabino Rodríguez sobre la miniserie Somos (2021) puso el dedo en la llaga de las ficciones que, aunque presuman buen oficio y vocación social, se enuncian desde la oscuridad del algoritmo y están más interesadas en la viralidad y en la cuota que cubren en el supermercado de las ficciones. Nada es inocente ni arbitrario cuando esas ficciones sustituyen en la arena pública a la memoria colectiva de hechos como un genocidio, una guerra falsa contra el crimen o la violencia feminicida. Este último tema es ya casi un tópico del cine de autor reciente (Las elegidas, La vida precoz y breve de Sabina Rivas, La jaula de oro, Heli, Cómprame un revólver o la propia Somos); por eso, una de las notas más altas tanto de Noche de fuego como de La civil es ensayar nuevos registros para explorar un tema recurrente que en ningún caso tendría que verse reducido a ser un recurso dramático o un pretexto argumental.

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Cannes 2021: ‘Noche de fuego’ y ‘La civil’

En la memoria colectiva, las ficciones suelen arraigar y permanecer más que las noticias. Al menos así era en los días en que podíamos discernir entre una cosa y la otra, cuando la frontera que separaba testimonios de artificios era menos porosa, líquida, alienante. Cuando el cine de ficción producido en años recientes ha asumido para sí una condición testimonial, de diálogo directo y paritario con la realidad que lo circunda, se genera una ilusión cuando menos cuestionable: la forma fílmica pasa a relativizar su condición de artificio –pues se nos aparece disfrazada no de representación sino de verdad– y se le exige la posición espuria de intermediaria entre público, crítica, festivales y realidades sociales dantescas; tal empeño, desde el trabajo de Robert Flaherty hasta la tarde de ayer, ha sido siempre ingenuo y, de vez en cuando, peligroso.

Durante el siglo que corre una porción del cine de ficción producido en México ha librado batallas recurrentes por reconstruir la memoria colectiva, mediante narrativas individuales, de la guerra civil librada entre 2008 y 2018, construida desde la mentira como una guerra contra el narco. Noche de fuego (Tatiana Huezo, 2021) y La civil (Teodora Ana Mihai, 2021), estrenadas y premiadas dentro de la sección Una Cierta Mirada del Festival de Cannes, continúan con mayor o menor fortuna la búsqueda de formas fílmicas que sean capaces de absorber, proponer y cuestionar modos de representación de las violencias y fracturas del México reciente.

Al ser relatos de ficción amparados en trasfondos realistas (Noche de fuego por el buen oficio indagatorio de la Huezo documentalista; La civil por inspirarse en casos documentados de madres activistas), estas y otras películas recientes parecerían estar sujetas de antemano a un compromiso doble: con la realidad social que representan y con el juicio de la opinión pública, punitivo por inercia y cada vez menos dispuesto a distinguir entre realismo y realidad. Habría que empezar señalando la vena demagógica de cláusulas como esas: el único compromiso perdurable del cine de ficción es con la forma fílmica, con su coherencia artística y con las propias exploraciones creativas de cada caso, incluso si éstas son débiles o fracasan.

Tanto Noche de fuego como La civil concentran el grueso de su potencia en narrarse de forma directa, episódica y cronológica, sin artilugios formales ni ambigüedades. Están narradas con pulcritud y oficio técnico. Son generosas en información detallada sobre los entornos que describen: después de verlas, creemos saber a cuánto se paga una libra de opio, con qué dedos debe extraerse de la amapola, cómo funciona una morgue en Durango o qué jerga emplea el ejército para comunicarse con los cárteles por radio.

Tatiana Huezo Ana Mihai

Fotograma de Noche de fuego (2021), de Tatiana Huezo

La atención al detalle es siempre valiosa, pero ¿es suficiente para levantar un mundo interno que sea artísticamente coherente, que tenga verdad, que tenga duende, que nos absorba? ¿Que además de describir y ponernos en los ojos realidades que ya intuimos nos orille a desmontar lo que creíamos saber? Balzac era obsesivo con la precisión en los detalles, pero ¿son los detalles lo que hace perdurable a Balzac? ¿Basta la exactitud periodística de Canoa (1976) para explicar su potencia y alcance?

Noche de fuego es mucho más interesante por lo que deja en el aire que por la explotación de su argumento: la infancia y la pubertad de tres niñas obligadas a “afearse” en público, en la comunidad serrana de Neblinas, en la Sierra Gorda de Querétaro, para escapar al interés de los tratantes de blancas de los cárteles que alternan el control de la región. Por su altitud y suelo es tan mala para la señal de celular como pródiga para el cultivo de amapola en laderas. Un par de secuencias silenciosas, majestuosas, describen la naturaleza económica de la región: mientras una empresa extractivista dinamita una cantera para extraer minerales, una montaña vecina sirve a la producción de otra especie de trasnacional: un cártel.

Poblada por varias imágenes que crecen en la memoria –las mejores de ellas vacías de diálogo–, Noche de fuego está fotografiada por la también realizadora Dariela Ludlow, que, acostumbrada a las mancuernas con directoras notables (Los adioses, Las niñas bien, No quiero dormir sola), captura un entorno creíble que evoca olores, humedades y texturas a través del color, manteniendo una distancia saludable tanto de la pornomiseria como del mero embellecimiento del entorno natural. En este equilibrio, el plano de una niña preparándose un huevo frito o llorando en la peluquería resulta tan elocuente como un grupo de mujeres en lo alto de un cerro de noche, buscando señal con teléfonos que danzan como luciérnagas. En los momentos en que la amistad parece idealizarse mediante juegos infantiles o el chapuzón en un manantial paradisíaco, de inmediato el tono se nubla como premonición de un horror invisible que se acerca.

En el cine mexicano reciente nadie ha indagado en la forma documental con la precisión sensible de Tatiana Huezo para convertir el horror en un coro fantasmal de voces sin cuerpo e imágenes quirúrgicas. Aunque su primera excursión al cine de ficción no logra esquivar todos los lugares comunes que la sobrevuelan, es exitosa en trasladar el núcleo creativo de Tempestad y El lugar más pequeño: levantar mundos corales y conectar miradas comunitarias a través de la empatía y el reconocimiento de la angustia ajena. Las dos películas que aquí interesan orbitan alrededor de actrices insustituibles, con presencia, técnica e intuición, no importa si rebasan los diez o los cincuenta años. Se le harán varios reproches a ambas propuestas, pero no podrá negarse que están actuadas desde un humanismo transparente, valiente y vulnerable. En este punto es donde Noche de fuego se conecta mejor con La civil.

Tatiana Huezo Teodora Mihai

Fotograma de La civil (2021), de Teodora Ana Mihai

Dado que esta última es el primer trabajo de una cineasta que además aporta una mirada externa al ser rumana, sería ocioso prolongar la comparación entre ambas, más allá de haber nacido como mellizas de sección y festival. En este caso, el peso de la autoría recae de forma aplastante sobre Arcelia Ramírez como Cielo, una mujer de edad mediana en la comunidad de Nombre de Dios –el nombre es auténtico–, Durango, y su descenso a los sótanos empantanados del sistema de justicia en busca de su hija adolescente o, en última instancia, de indicios firmes de lo que haya ocurrido con ella después de ser secuestrada por el Puma (Juan Daniel García, inolvidable Ulises en Ya no estoy aquí).

Producida en vía tripartita por Michel Franco, Cristian Mungiu y los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, aquí y allá en La civil –con dos horas y media de duración– emerge la influencia de los tres, aunque la película se vuelve más interesante en los tramos, cada vez más puntuales e intensos, en los que Mihai toma la rienda de su propia mirada autoral y se deja envolver por su protagonista, quien lleva adelante la película entera, plano por plano.

Aunque es honesta, tiene nervio y a todas luces está filmada desde una empatía iracunda, la película no es sólida de inicio a fin, tiene altibajos naturales en muchas óperas primas y algunos de sus personajes secundarios tienen escaso desarrollo o lógica en el mismo, como el exesposo de Cielo (Álvaro Guerrero) o Lamarque (Jorge A. Jiménez), un teniente inexplicable que funciona como deus ex machina para ayudar a Cielo en momentos puntuales y desaparece sin que lleguemos a indagar en sus motivos. Aunque estas fallas, sean de guion o de montaje, resaltan el oficio sólido, íntegro y disciplinado de Ramírez, también merman la credibilidad del mundo que se levanta a su alrededor. Algunas secuencias magníficas, como la visita a un depósito de cadáveres o sus tensos careos con el Puma, auguran que en Mihai podría despuntar una cineasta de gran altura, pero que aquí alcanza un meritorio vuelo de prueba al que habrá que darle seguimiento.

Recientemente, un notable ensayo publicado en este medio por Lázaro Gabino Rodríguez sobre la miniserie Somos (2021) puso el dedo en la llaga de las ficciones que, aunque presuman buen oficio y vocación social, se enuncian desde la oscuridad del algoritmo y están más interesadas en la viralidad y en la cuota que cubren en el supermercado de las ficciones. Nada es inocente ni arbitrario cuando esas ficciones sustituyen en la arena pública a la memoria colectiva de hechos como un genocidio, una guerra falsa contra el crimen o la violencia feminicida. Este último tema es ya casi un tópico del cine de autor reciente (Las elegidas, La vida precoz y breve de Sabina Rivas, La jaula de oro, Heli, Cómprame un revólver o la propia Somos); por eso, una de las notas más altas tanto de Noche de fuego como de La civil es ensayar nuevos registros para explorar un tema recurrente que en ningún caso tendría que verse reducido a ser un recurso dramático o un pretexto argumental.

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¿Cómo traducir los errores?

Existen dos grandes familias de errores. Una es la que envenena nuestra vida cotidiana. Se trata de errores propios o ajenos. Sólo con los míos llenaría este artículo, pero también sobre los de otros tendría mucho que decir, comenzando por la burocracia, para pasar en seguida al médico que olvidó agendarme una cita, al mecánico que destruyó el auto que le dejé en reparación o al capitán del barco que cargaba contenedores y bloqueó el Canal de Suez durante días. Pero estas son historias que todos conocemos. Mucho más interesante resulta el otro tipo de error y que se revela curioso, diverso, fecundo: se trata de errores que, en lugar de destruirnos la existencia, la enriquecen milagrosamente.

De estos últimos acaba de ocuparse Franco Nasi en Tradurre l’errore. Laboratorio di pensiero critico e creativo (Quodlibet). A Nasi se debe el afortunado ensayo La malinconia del traduttore  (Medusa, 2008). Sin embargo, mucho más cercano a su último trabajo resulta otro título, Traduzioni estreme (Quodlibet, 2015), que examina una serie de textos “vinculados”, es decir, que se caracterizan por inmensas dificultades compositivas o contraintes. El lector no especializado puede sorprenderse, pero en realidad se trata de una cuestión central en el ámbito literario: ¿cómo traducir anagramas, acrósticos, pangramas, lipogramas, etcétera? Dicho de otro modo, si de inicio la obra prevé procedimientos creativos específicos, ¿cómo se pueden trasladar también a la traducción?

Texto intraducible

En su trabajo anterior Nasi se ocupó de textos que a primera vista eran intraducibles, pero que más tarde encontraron respuestas inesperadas y sorprendentes a través de las estrategias adoptadas por varios especialistas. El mejor ejemplo de estos procedimientos fue la novela publicada por Georges Perec en 1969, El secuestro, enteramente redactada según las reglas del lipograma. El término designa una composición en la que se omite una letra del alfabeto, descartando o modificando todas las palabras que la contienen.

Ahora bien, en las 312 páginas del relato desaparece precisamente la vocal más utilizada en la lengua francesa, es decir la “e” (presente, por cierto, cuatro veces en el nombre del autor). De este modo, Perec procuró extender sus posibilidades rodeándolas, y no por nada alguien habló de una auténtica circunnavegación de la “e”. Para hacerlo desplegó toda clase de acrobacias léxicas y sintácticas, dando vida a un lenguaje a la vez arcaico, redundante y estilizado. A pesar de ello, su escritura esconde este artificio perfectamente; basta recordar que algunos de sus primeros críticos no se dieron cuenta de nada, ignorando la existencia de una regla secreta como el lipograma, por lo que creyeron que se enfrentaban a un simple acertijo. A todo esto, Pietro Falchetta respondió con una excelente traducción, a su vez lipogramática.

He aquí una muestra perfecta de traducciones radicales. Para usar una imagen tomada de la dificultad en el alpinismo, podríamos hablar de un “sexto grado” de la literatura.

Traducir el error

Ahora bien, en algunos aspectos este tipo de escrituras constituyen el centro de sus más recientes investigaciones, recogidas bajo el título Tradurre l’errore. El porqué lo descubrimos muy pronto: también en este último libro Nasi analiza una familia de textos singulares, que define como inquietantes, provocadores, perturbadores, errantes y cargados de energía. Precisamente respecto a ellos la traducción pierde su imagen de práctica automática, para revelarse como un proceso crítico, complejo y consciente de su precariedad.

Sin embargo, es necesaria una premisa. Naturalmente los errores más o menos recurrentes en la traducción interlingüística han sido objeto de numerosos estudios especializados que examinan las dimensiones semánticas, pragmáticas y culturales de dos lenguas de manera comparativa/contradictoria. A esto se añaden algunos estudios relativos a los tropiezos en la traducción. Entre estos hay que señalar el de Romolo Giovanni Capuano, titulado 111 errori di traduzione che hanno cambiato il mondo (Stampa Alternativa, 2013). Se trata de un volumen de corte divulgativo y del que me ocupé en su tiempo, que inicia con el famoso equívoco surgido en el árbol del Edén, con el término mela [manzana] que terminó por sustituir a la palabra male [mal], debido a un intercambio entre acentos cortos y largos.

Igualmente resulta insólito el cambio que se produjo –siempre en el transcurso de una mala traducción– entre los sustantivos kamilos (“guindaleza”) y kamelos (”camello”), de los cuales surgió la imagen, inverosímil y presurrealista, de un comerciante aspirante al cristianismo que intentaría en vano cruzar con sus jorobas a través del ojo de una aguja… Un descuido posterior modificó la descripción de la célebre plaza de Moscú, que pasó del inicial atributo de “bella” al incorrecto pero ya inmutable adjetivo “roja”. Por no hablar de lo que sucedió en 1944 durante el cerco a la abadía de Montecassino, cuando los radiotelegrafistas norteamericanos, al interpretar un mensaje de los alemanes, confundieron la palabra Abt (es decir, “abad”) como abreviatura de Abteilung (que quiere decir “batallón”) y, creyendo que un destacamento de soldados nazis estaba alojado en el monumento religioso, lo bombardearon.

La poética del error

Dicho esto, habrá que precisar que Nasi no se ocupa de este tipo de errores, prefiriendo centrarse en otro género de casos imprevistos. Cabría pensar en lo que sucede con textos clásicos como el Huckelberry Finn de Mark Twain o el Ulises de James Joyce, donde la desviación de la norma es consciente y responde a una intención poética concreta. No por nada un personaje del Ulises advierte: “Un hombre de genio no comete errores. Sus errores son voluntarios y son los portales del descubrimiento”. Sin embargo, Nasi tampoco se detiene en estos modelos, y va todavía más allá hasta preguntarse: “Pero ¿cómo debe comportarse un traductor ante errores cometidos quizás involuntariamente, cuando el autor parece dispuesto a adaptarse a las normas lingüísticas, pero no lo hace por falta de cultura, o por interferencia con un sustrato dialectal, o por trastornos del neurodesarrollo –como la dislexia o la disortografía–, o por un lapsus, o por un juego libre de la mente, pero de modo que abren inesperadamente y con fuerza los portales del descubrimiento?”.

Taller del error

La aventura elegida por Franco Nasi es una extraña propuesta de traducción vinculada a un grupo de adolescentes con problemas cognitivos de distintas gravedades y que desde hace algunos años trabajan con el artista visual Luca Santiago Mora en un laboratorio llamado “Taller del error”. Los jóvenes hicieron diversos dibujos a partir de imágenes enciclopédicas de animales e insectos que, desde su interpretación, se convirtieron en una especie de ángeles/demonios protectores. Más tarde, los miembros del taller designaron nombres a sus creaciones y, en algunos casos, también narraron –escribiéndola alrededor del dibujo– la historia de su ángel/demonio protector.

La única restricción en todo esto es que está prohibido corregir el error. La riqueza del proyecto ha llevado a Marco Belpoliti a recoger en un catálogo ilustrado numerosas opiniones de críticos, psicólogos, filósofos y poetas que reflexionan sobre esta experiencia; mientras que, en el año 2015, durante la Expo de Milán, la colección de arte Maramotti (que alberga el taller) organizó la exposición Los hombres como alimento.

Pero aquí la cuestión es esta: ¿cómo traducir al inglés los títulos de estos dibujos y sus correspondientes leyendas? Los más recientes estudios sobre la traducción han desarrollado varias estrategias que pueden ayudar al traductor a pasar de su lengua materna a la lengua adquirida. Sin embargo, ¿qué ocurre si las frases a traducir son: “Por la noche, el vengador devora compañeros de clase a los que me acerco y ellos se alejan y me dicen que apesto”, o bien: “El verdugo de la perrera que devora a los demoníacos y a los policías y a los arrepentidos”, o: “El tiburónrasgado, sensual, que se lame las heridas”?

Evidentemente, estamos tratando con una lengua expresiva, altamente creativa, que nos invita a detenernos en lo elemental, manteniendo la tensión entre lo que está consolidado por la norma morfológica o sintáctica y lo que fluye imprevisible como la vida. Hay que entrar en ese juego, concluye Nasi, y al hacerlo se comprenderá que el proceso de traducción no equivale a una secuencia de acciones mecánicas, sino que consiste más bien en captar el problema en su totalidad, observando la construcción desde lo alto; de este modo, salimos de los límites que a menudo nos imponemos. La traducción de textos no estandarizados anima al pensamiento “a intentar caminos alternos, divergentes, a pensar de manera alternativa, outside the box, como se decía hace algunos decenios, y, sobre todo, a comprender la complejidad del texto”.

La energía del error

Caminos laterales, pensamiento alternativo. Ahora el panorama se expande repentinamente, y la función del error adquiere una relevancia inesperada gracias a una iluminadora cita de Tolstói. Es conocida la indignación con la que el novelista respondía a quien le preguntaba cuál era el plan de la obra que estaba escribiendo. La razón era que no había un plan inicial. Escribe Tolstói en una célebre carta: “Todo parece estar listo para escribir, para cumplir mi deber terrenal, pero sólo falta el impulso de la fe en sí misma, en la importancia de su efecto. Falta la energía del error”. Precisamente retomando esta fórmula en el estudio Lev Tolstói, el crítico Víktor Shklovski identifica en el autor de Guerra y paz una escritura capaz de brotar de la misma sed de búsqueda que impulsó a Colón a errar en mar abierto, descubriendo “por error” el Nuevo Mundo.

Volviendo al ámbito lingüístico, me viene a la mente un brillante ensayo de Andrea De Benedetti publicado en 2015 por Einaudi, La situazione è grammatica. Perché facciamo errori. Perché è normale farli. Desde el principio Benedetti explica que la posibilidad de equivocarse no sólo resulta la principal garantía de nuestra libertad, sino también, y sobre todo, el principal indicador de la vitalidad de una lengua: “¿Acaso existe, ya sea en nuestra lengua o en cualquier otra, algo más íntimamente gramatical que el error? No, de ninguna manera. El error es la quintaesencia de la gramática, porque no es una simple violación de una norma, sino una violación basada en una hipótesis alternativa del funcionamiento de la lengua, una infracción de la regla que supone otra idea de la norma, es decir, otra gramática”.

Sin embargo, las sugerencias que revela Shklovski a través de Tolstói van mucho más allá de la esfera estrictamente traductora y verbal. La idea de una fuerza que empuja a cruzar las rutas establecidas dentro de lo previsto y de lo programado, sin miedo a extraviarse, se convirtió en el centro del Errore, un libro publicado hace un año y medio por Mulino y firmado por Giulio Giorello y Pino Donghi. El texto, de orientación epistemológica, pero de extrema claridad, se concentra en la lectura de Charles Darwin, Karl Popper, Konrad Lorenz y, sobre todo, Ernst Mach (autor de Conocimiento y error), pero no sin antes de haber consagrado el capítulo inicial a la película Matrix. En lo que respecta a nosotros, basta citar la conclusión del volumen: “El error tiene un gran futuro por delante para cada uno de nosotros, aprovechémoslo al máximo”.

Sin embargo, cita por cita conviene volver a la investigación de Nasi, deteniéndonos en la página en la que se evoca la Pastoral americana de Philip Roth. Sería difícil resumir mejor el sentido de lo que se ha dicho hasta ahora, revelando la naturaleza profundamente humana, perturbadora y a la vez productiva del error: “Queda el hecho de que, de todos modos, comprender bien a la gente no es vivir. Vivir es comprenderla mal, comprenderla incorrectamente, otra vez de forma errónea y, después de un atento examen, todavía peor. Así es como sabemos que estamos vivos: equivocándonos”.

Traducción del italiano de Roberto Bernal

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¿Cómo traducir los errores?

Existen dos grandes familias de errores. Una es la que envenena nuestra vida cotidiana. Se trata de errores propios o ajenos. Sólo con los míos llenaría este artículo, pero también sobre los de otros tendría mucho que decir, comenzando por la burocracia, para pasar en seguida al médico que olvidó agendarme una cita, al mecánico que destruyó el auto que le dejé en reparación o al capitán del barco que cargaba contenedores y bloqueó el Canal de Suez durante días. Pero estas son historias que todos conocemos. Mucho más interesante resulta el otro tipo de error y que se revela curioso, diverso, fecundo: se trata de errores que, en lugar de destruirnos la existencia, la enriquecen milagrosamente.

De estos últimos acaba de ocuparse Franco Nasi en Tradurre l’errore. Laboratorio di pensiero critico e creativo (Quodlibet). A Nasi se debe el afortunado ensayo La malinconia del traduttore  (Medusa, 2008). Sin embargo, mucho más cercano a su último trabajo resulta otro título, Traduzioni estreme (Quodlibet, 2015), que examina una serie de textos “vinculados”, es decir, que se caracterizan por inmensas dificultades compositivas o contraintes. El lector no especializado puede sorprenderse, pero en realidad se trata de una cuestión central en el ámbito literario: ¿cómo traducir anagramas, acrósticos, pangramas, lipogramas, etcétera? Dicho de otro modo, si de inicio la obra prevé procedimientos creativos específicos, ¿cómo se pueden trasladar también a la traducción?

Texto intraducible

En su trabajo anterior Nasi se ocupó de textos que a primera vista eran intraducibles, pero que más tarde encontraron respuestas inesperadas y sorprendentes a través de las estrategias adoptadas por varios especialistas. El mejor ejemplo de estos procedimientos fue la novela publicada por Georges Perec en 1969, El secuestro, enteramente redactada según las reglas del lipograma. El término designa una composición en la que se omite una letra del alfabeto, descartando o modificando todas las palabras que la contienen.

Ahora bien, en las 312 páginas del relato desaparece precisamente la vocal más utilizada en la lengua francesa, es decir la “e” (presente, por cierto, cuatro veces en el nombre del autor). De este modo, Perec procuró extender sus posibilidades rodeándolas, y no por nada alguien habló de una auténtica circunnavegación de la “e”. Para hacerlo desplegó toda clase de acrobacias léxicas y sintácticas, dando vida a un lenguaje a la vez arcaico, redundante y estilizado. A pesar de ello, su escritura esconde este artificio perfectamente; basta recordar que algunos de sus primeros críticos no se dieron cuenta de nada, ignorando la existencia de una regla secreta como el lipograma, por lo que creyeron que se enfrentaban a un simple acertijo. A todo esto, Pietro Falchetta respondió con una excelente traducción, a su vez lipogramática.

He aquí una muestra perfecta de traducciones radicales. Para usar una imagen tomada de la dificultad en el alpinismo, podríamos hablar de un “sexto grado” de la literatura.

Traducir el error

Ahora bien, en algunos aspectos este tipo de escrituras constituyen el centro de sus más recientes investigaciones, recogidas bajo el título Tradurre l’errore. El porqué lo descubrimos muy pronto: también en este último libro Nasi analiza una familia de textos singulares, que define como inquietantes, provocadores, perturbadores, errantes y cargados de energía. Precisamente respecto a ellos la traducción pierde su imagen de práctica automática, para revelarse como un proceso crítico, complejo y consciente de su precariedad.

Sin embargo, es necesaria una premisa. Naturalmente los errores más o menos recurrentes en la traducción interlingüística han sido objeto de numerosos estudios especializados que examinan las dimensiones semánticas, pragmáticas y culturales de dos lenguas de manera comparativa/contradictoria. A esto se añaden algunos estudios relativos a los tropiezos en la traducción. Entre estos hay que señalar el de Romolo Giovanni Capuano, titulado 111 errori di traduzione che hanno cambiato il mondo (Stampa Alternativa, 2013). Se trata de un volumen de corte divulgativo y del que me ocupé en su tiempo, que inicia con el famoso equívoco surgido en el árbol del Edén, con el término mela [manzana] que terminó por sustituir a la palabra male [mal], debido a un intercambio entre acentos cortos y largos.

Igualmente resulta insólito el cambio que se produjo –siempre en el transcurso de una mala traducción– entre los sustantivos kamilos (“guindaleza”) y kamelos (”camello”), de los cuales surgió la imagen, inverosímil y presurrealista, de un comerciante aspirante al cristianismo que intentaría en vano cruzar con sus jorobas a través del ojo de una aguja… Un descuido posterior modificó la descripción de la célebre plaza de Moscú, que pasó del inicial atributo de “bella” al incorrecto pero ya inmutable adjetivo “roja”. Por no hablar de lo que sucedió en 1944 durante el cerco a la abadía de Montecassino, cuando los radiotelegrafistas norteamericanos, al interpretar un mensaje de los alemanes, confundieron la palabra Abt (es decir, “abad”) como abreviatura de Abteilung (que quiere decir “batallón”) y, creyendo que un destacamento de soldados nazis estaba alojado en el monumento religioso, lo bombardearon.

La poética del error

Dicho esto, habrá que precisar que Nasi no se ocupa de este tipo de errores, prefiriendo centrarse en otro género de casos imprevistos. Cabría pensar en lo que sucede con textos clásicos como el Huckelberry Finn de Mark Twain o el Ulises de James Joyce, donde la desviación de la norma es consciente y responde a una intención poética concreta. No por nada un personaje del Ulises advierte: “Un hombre de genio no comete errores. Sus errores son voluntarios y son los portales del descubrimiento”. Sin embargo, Nasi tampoco se detiene en estos modelos, y va todavía más allá hasta preguntarse: “Pero ¿cómo debe comportarse un traductor ante errores cometidos quizás involuntariamente, cuando el autor parece dispuesto a adaptarse a las normas lingüísticas, pero no lo hace por falta de cultura, o por interferencia con un sustrato dialectal, o por trastornos del neurodesarrollo –como la dislexia o la disortografía–, o por un lapsus, o por un juego libre de la mente, pero de modo que abren inesperadamente y con fuerza los portales del descubrimiento?”.

Taller del error

La aventura elegida por Franco Nasi es una extraña propuesta de traducción vinculada a un grupo de adolescentes con problemas cognitivos de distintas gravedades y que desde hace algunos años trabajan con el artista visual Luca Santiago Mora en un laboratorio llamado “Taller del error”. Los jóvenes hicieron diversos dibujos a partir de imágenes enciclopédicas de animales e insectos que, desde su interpretación, se convirtieron en una especie de ángeles/demonios protectores. Más tarde, los miembros del taller designaron nombres a sus creaciones y, en algunos casos, también narraron –escribiéndola alrededor del dibujo– la historia de su ángel/demonio protector.

La única restricción en todo esto es que está prohibido corregir el error. La riqueza del proyecto ha llevado a Marco Belpoliti a recoger en un catálogo ilustrado numerosas opiniones de críticos, psicólogos, filósofos y poetas que reflexionan sobre esta experiencia; mientras que, en el año 2015, durante la Expo de Milán, la colección de arte Maramotti (que alberga el taller) organizó la exposición Los hombres como alimento.

Pero aquí la cuestión es esta: ¿cómo traducir al inglés los títulos de estos dibujos y sus correspondientes leyendas? Los más recientes estudios sobre la traducción han desarrollado varias estrategias que pueden ayudar al traductor a pasar de su lengua materna a la lengua adquirida. Sin embargo, ¿qué ocurre si las frases a traducir son: “Por la noche, el vengador devora compañeros de clase a los que me acerco y ellos se alejan y me dicen que apesto”, o bien: “El verdugo de la perrera que devora a los demoníacos y a los policías y a los arrepentidos”, o: “El tiburónrasgado, sensual, que se lame las heridas”?

Evidentemente, estamos tratando con una lengua expresiva, altamente creativa, que nos invita a detenernos en lo elemental, manteniendo la tensión entre lo que está consolidado por la norma morfológica o sintáctica y lo que fluye imprevisible como la vida. Hay que entrar en ese juego, concluye Nasi, y al hacerlo se comprenderá que el proceso de traducción no equivale a una secuencia de acciones mecánicas, sino que consiste más bien en captar el problema en su totalidad, observando la construcción desde lo alto; de este modo, salimos de los límites que a menudo nos imponemos. La traducción de textos no estandarizados anima al pensamiento “a intentar caminos alternos, divergentes, a pensar de manera alternativa, outside the box, como se decía hace algunos decenios, y, sobre todo, a comprender la complejidad del texto”.

La energía del error

Caminos laterales, pensamiento alternativo. Ahora el panorama se expande repentinamente, y la función del error adquiere una relevancia inesperada gracias a una iluminadora cita de Tolstói. Es conocida la indignación con la que el novelista respondía a quien le preguntaba cuál era el plan de la obra que estaba escribiendo. La razón era que no había un plan inicial. Escribe Tolstói en una célebre carta: “Todo parece estar listo para escribir, para cumplir mi deber terrenal, pero sólo falta el impulso de la fe en sí misma, en la importancia de su efecto. Falta la energía del error”. Precisamente retomando esta fórmula en el estudio Lev Tolstói, el crítico Víktor Shklovski identifica en el autor de Guerra y paz una escritura capaz de brotar de la misma sed de búsqueda que impulsó a Colón a errar en mar abierto, descubriendo “por error” el Nuevo Mundo.

Volviendo al ámbito lingüístico, me viene a la mente un brillante ensayo de Andrea De Benedetti publicado en 2015 por Einaudi, La situazione è grammatica. Perché facciamo errori. Perché è normale farli. Desde el principio Benedetti explica que la posibilidad de equivocarse no sólo resulta la principal garantía de nuestra libertad, sino también, y sobre todo, el principal indicador de la vitalidad de una lengua: “¿Acaso existe, ya sea en nuestra lengua o en cualquier otra, algo más íntimamente gramatical que el error? No, de ninguna manera. El error es la quintaesencia de la gramática, porque no es una simple violación de una norma, sino una violación basada en una hipótesis alternativa del funcionamiento de la lengua, una infracción de la regla que supone otra idea de la norma, es decir, otra gramática”.

Sin embargo, las sugerencias que revela Shklovski a través de Tolstói van mucho más allá de la esfera estrictamente traductora y verbal. La idea de una fuerza que empuja a cruzar las rutas establecidas dentro de lo previsto y de lo programado, sin miedo a extraviarse, se convirtió en el centro del Errore, un libro publicado hace un año y medio por Mulino y firmado por Giulio Giorello y Pino Donghi. El texto, de orientación epistemológica, pero de extrema claridad, se concentra en la lectura de Charles Darwin, Karl Popper, Konrad Lorenz y, sobre todo, Ernst Mach (autor de Conocimiento y error), pero no sin antes de haber consagrado el capítulo inicial a la película Matrix. En lo que respecta a nosotros, basta citar la conclusión del volumen: “El error tiene un gran futuro por delante para cada uno de nosotros, aprovechémoslo al máximo”.

Sin embargo, cita por cita conviene volver a la investigación de Nasi, deteniéndonos en la página en la que se evoca la Pastoral americana de Philip Roth. Sería difícil resumir mejor el sentido de lo que se ha dicho hasta ahora, revelando la naturaleza profundamente humana, perturbadora y a la vez productiva del error: “Queda el hecho de que, de todos modos, comprender bien a la gente no es vivir. Vivir es comprenderla mal, comprenderla incorrectamente, otra vez de forma errónea y, después de un atento examen, todavía peor. Así es como sabemos que estamos vivos: equivocándonos”.

Traducción del italiano de Roberto Bernal

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Juan O’Gorman en Azcapotzalco

La Casa de Cultura de Azcapotzalco cobijará, entre el 28 de julio y el 29 de agosto de 2021, la exposición O’Gorman O’Gorman 1905-1982. En la Biblioteca Pública Bartolomé de las Casas, ubicada en el mismo recinto, se halla nada menos que el primer mural de Juan O’Gorman, Paisaje de Azcapotzalco (1926). Realizada por invitación de José Vasconcelos y restaurada en 2017, esta pieza realizada al temple, cuando el artista tenía 20 años, es el punto de partida para esta revisión de su vida y su obra.

El año pasado la Alcaldía Azcapotzalco lanzó una convocatoria dirigida a artistas visuales, diseñadores y arquitectos para presentar propuestas que revisaran la trayectoria del arquitecto y pintor. Así, O’Gorman O’Gorman 1905-1982 se compone de siete proyectos elegidos entre 29 finalistas. Taller de Arquitectura Pública, Santiago de la Puente, Pablo Martínez Zárate + Erick Islas, Daniel Díaz Monterrubio + Héctor Ramírez, Sandra Valenzuela, José Herrera y LANZA son los creadores seleccionados para la muestra. Sus trabajos dialogarán con la obra de O’Gorman desde el presente.

Además de buscar situar a Azcapotzalco como parte del circuito cultural de la Ciudad de México, O’Gorman O’Gorman 1905-1982 puede entenderse como parte del creciente interés nacional e internacional por el trabajo de Juan O’Gorman. Piénsese en el proceso para abrir al público, por ejemplo, la Casa Nancarrow, o en la investigación de Graciela Speranza “Real, surreal, virtual. De la desmesura muralista a la sobrecarga digital”, presentada en la XIV Bienal FEMSA.

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Juan O’Gorman en Azcapotzalco

La Casa de Cultura de Azcapotzalco cobijará, entre el 28 de julio y el 29 de agosto de 2021, la exposición O’Gorman O’Gorman 1905-1982. En la Biblioteca Pública Bartolomé de las Casas, ubicada en el mismo recinto, se halla nada menos que el primer mural de Juan O’Gorman, Paisaje de Azcapotzalco (1926). Realizada por invitación de José Vasconcelos y restaurada en 2017, esta pieza realizada al temple, cuando el artista tenía 20 años, es el punto de partida para esta revisión de su vida y su obra.

El año pasado la Alcaldía Azcapotzalco lanzó una convocatoria dirigida a artistas visuales, diseñadores y arquitectos para presentar propuestas que revisaran la trayectoria del arquitecto y pintor. Así, O’Gorman O’Gorman 1905-1982 se compone de siete proyectos elegidos entre 29 finalistas. Taller de Arquitectura Pública, Santiago de la Puente, Pablo Martínez Zárate + Erick Islas, Daniel Díaz Monterrubio + Héctor Ramírez, Sandra Valenzuela, José Herrera y LANZA son los creadores seleccionados para la muestra. Sus trabajos dialogarán con la obra de O’Gorman desde el presente.

Además de buscar situar a Azcapotzalco como parte del circuito cultural de la Ciudad de México, O’Gorman O’Gorman 1905-1982 puede entenderse como parte del creciente interés nacional e internacional por el trabajo de Juan O’Gorman. Piénsese en el proceso para abrir al público, por ejemplo, la Casa Nancarrow, o en la investigación de Graciela Speranza “Real, surreal, virtual. De la desmesura muralista a la sobrecarga digital”, presentada en la XIV Bienal FEMSA.

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martes, 27 de julio de 2021

Los otros colores de Fabián Cháirez

La exposición de Fabián Cháirez Other Colours se presentó, bajo la cuidadosa curaduría de Helga Baitenmann, en la UK Mexican Arts Society de Londres del 21 de junio al 24 de julio. Incluyó una serie de pinturas que retratan a indígenas erotizados, charros feminizados, católicos excitados y otras provocaciones. Escenificados en planos que remiten al pasado mesoamericano y son acompañados por elementos naturales y urbanos característicos de México, así como de símbolos estereotípicos de la identidad nacional (la serpiente, el maguey, el gallo, los sombreros), estos cuerpos seducen al espectador y lo invitan a entrar en una realidad pictórica donde el humor y la crítica ejecutan subversiones tan juguetonas como políticas.

Los temas retratados aluden a la identidad y la historia, a relaciones de poder y rúbricas de resistencia, a la homosexualidad y la etnicidad, así como al borde que separa las formas y los conceptos de lo masculino y lo femenino. En estos complejos escenarios el artista utiliza una serie de anacronismos como recurso discursivo y material de resistencia ante regímenes dominantes, abriendo espacio a la articulación social de la diferencia.

Fabián Cháirez

Fabián Cháirez retratado por Ana Blumenkron

Anacronismo transgresor

A través de un anacronismo a la vez formal y de contenido –la pintura figurativa y, particularmente, el óleo sobre lienzo– Cháirez remite a temas de historia sagrada o profana del imaginario artístico del siglo XIX que caracterizaron el discurso plástico de la Academia mexicana. Su obra también alude al movimiento indigenista desarrollado a principios del siglo XX con la finalidad de fortalecer la identidad nacional, enfocado en la celebración de las razas y las culturas indígenas a través del reconocimiento del pasado prehispánico (glorificando al indígena del pasado, marginando al indígena contemporáneo). Hay, en específico, un diálogo con la imagen romántica y amanerada de los cuerpos retratados por Saturnino Herrán, autor al que el artista homenajea.

Fabián Cháirez retrata hábilmente cuerpos fuertes, orgullosos, que se distinguen por una belleza prominente y un erotismo inherente. Este erotismo ejerce su poder más allá de los límites materiales de la imagen, cautivando a quienes las contemplan. El cuerpo se transforma en un poderoso mecanismo que pervierte cánones de representación heteronormativos o racialmente represivos, así como en receptáculo de diálogos.

A través de la exploración de la técnica –la vuelta a la anticuada technē– y la revisión de contenidos pasados, el artista revela un anhelo por conectar con la historia para reformular estereotipos de género establecidos y, así, subvertir estructuras de poder instauradas. La pintura tradicional y los temas academicistas se convierten en estrategias artísticas de resistencia, una resistencia descoyuntada de las tendencias estilísticas actuales: una arrière-garde que ejerce un poder subversivo mediante el paradójico regreso a la tradición.

Fabián Cháirez

Fotografía: © Ana Blumenkron

Filiaciones

Las imágenes de Cháirez establecen conexión con el neomexicanismo y otros movimientos de los años ochenta latinoamericanos. Es notable la influencia de Julio Galán en el recurso autobiográfico, así como en los entornos estereotípicos mexicanos y folclóricos de ensueño (que tienen sus raíces en imágenes de libros que Cháirez vio durante su infancia en Chiapas). Aquí es relevante mencionar a Alejandro Aguilera, que también cuestionó a los héroes oficiales invirtiendo los cánones tradicionales de Occidente y llevándolos a lo periférico. Y, por supuesto, el trabajo de Juan Dávila, particularmente El Libertador Simón Bolívar o La Sagrada Familia, piezas en las cuales, a través de la provocación humorística, el artista confrontó las ideologías y las prácticas conservadoras y normativas en el arte, la cultura y la historia de Latinoamérica.

Los cuerpos exhibidos en la galería londinense capturan el deseo de conectar con el pasado en múltiples instancias; representan el anhelo de reformular narrativas históricas que siguen imponiendo valores e ideologías, consolidan hegemonías y se renuevan a través del tiempo; personifican la aspiración de dar visibilidad a modos de pensamiento y experiencia queer. El resultado es la puesta en escena de historias alternativas encarnadas en cuerpos híbridos de la cultura periférica. Así se vuelve evidente que éstas siguen siendo historias de privación y discriminación. El racismo, el machismo, la marginación a las comunidades indígenas y la segregación de las prácticas homosexuales, así como la violencia sobre los cuerpos transgénero, no son temas anacrónicos en la realidad contemporánea.

No hay aquí, sin embargo, trauma o resentimiento. Por el contrario, estos son cuerpos fuertes y orgullosos en escenografías glorificadas. Encarnan el erotismo gay, el deseo trans y la sensualidad queer. Representan, desempeñan y personifican un erotismo afirmativo. Se trata de la emergencia de nuevas posibilidades antes que de la fijación en el lamento o la pérdida. Los personajes de Cháirez materializan una resistencia cultural de identidades –étnicas o sexuales– no hegemónicas frente a los códigos sociales y culturales dominantes; exaltan de manera juguetona las prácticas excéntricas.

Fabián Cháirez

Fotografía: © Ana Blumenkron

La retaguardia subversiva

Como medio de representación del cuerpo indígena, la pintura tradicional se convierte en una estrategia arrière-garde para revertir estratificaciones sociales represivas. Como medio de representación del cuerpo queer, pervierte los estereotipos normativos en la representación del género. El artista reconfigura el poder anacrónico de la tradición con finalidades que antes no tuvo, amanerando la historia y erotizando la cultura contemporánea, dando visibilidad a voces periféricas (que fueron y siguen siendo excluidas).

En otras palabras, el artista se apropia de técnicas y contenidos tradicionales y los traslada a la esfera poética de su realidad personal y autobiográfica, mientras realiza un desplazamiento a la esfera política, a la lucha de la comunidad transexual y las prácticas LGBTQ+. Una vez más el cuerpo se convierte en un mecanismo que recibe y ejerce poder mientras actúa como estrategia poética de autorización cultural, subversión y juego. Como recurso político de disidencia.

Fabián Cháirez

Fabián Cháirez en la UK Mexican Arts Society de Londres. © Ana Blumenkron

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