miércoles, 14 de julio de 2021

Un ritmo propio: ‘First Cow’

Si un jinete cabalga desde México hacia el noroeste yanqui, entrado el siglo XIX, la seña más fiable para saber si ha cruzado la frontera será poner atención al refrán “Mucho ruido, pocas nueces”, pues cuando éste se transforme en el proverbial “All hat, no cattle” –sombrerudo pero sin ganado– estará ya interno en el corazón de Norteamérica y, por tanto, del western, sin marcha atrás. Más allá de las mitologías de conquista y doma de territorios salvajes de la mano de John Wayne, la ocupación del Oeste americano debió ser un proceso más aletargado y soso que lo que Hollywood cuenta. De hecho, el primer capitalismo en la región fue cimentado no por vaqueros ni alguaciles, sino por los comerciantes descritos en el refrán, pioneros que se establecían sin tener una sola vaca pero con la confianza que les daba un sombrero ancho y botas bien puestas.

En realidad, la semilla de comunidades del noroeste como Idaho, Washington u Oregon –estados natales de Gus Van Sant, el grunge o Matt Groening, escenario recurrente en el cine de Kelly Reichardt– tuvo menos que ver con duelos a pistola y más con eventos sencillos pero definitorios como la importación de la primera vaca lechera a cada comunidad. Después de una cabeza de ganado viene todo lo demás: asentamientos, comercio, parentescos y, a la larga, un país. First Cow (2019), séptimo largometraje de Reichardt en una filmografía que abarca un cuarto de siglo, parte de esa premisa para revolver los tópicos del western como épica de conquistas masculinas.

Aunque parezca un giro de timón en los temas usuales de sus películas, quien haya seguido con atención la producción de la cineasta reconocerá el terreno que pisa. La pareja de amigos cuarentones de la road movie Old Joy (2006), la relación íntima entre lo humano y lo animal explorada en Wendy and Lucy (2008) y la revisión humanista del cine fronterizo que emprendió en Meek’s Cutoff (2010, también ubicada en el Oregon del XIX) son convocadas como ecos en First Cow, con una mirada que ganó madurez y una consciencia sólida del entorno de sus personajes.

First Cow

Sus protagonistas, Cookie (John Magaro) y King-Lu (Orion Lee), son nómadas en tránsito por el Noroeste americano en 1820, días en que los miembros de las comunidades chinook todavía coincidían en los saloons con los últimos colonos europeos y con pioneros que llegaban del este buscando fortuna, familia o huyendo de alguien.Tras conocerse dos veces por casualidad, Cookie y King se unen primero por conveniencia –ambos son prófugos de distinta índole– y después como socios, pues se enteran de que un latifundista británico (Toby Jones) importó la primera vaca lechera de la región. Su plan mezcla lo mejor de la vida criminal y del entrepreneur americano: robar leche ordeñada cada noche para elaborar panecillos, venderlos y capitalizarse para huir a San Francisco y abrir ahí una panadería.

Los personajes escritos antes por Reichardt y su coguionista usual John Raymond, también autor de la novela original, suelen desplazarse por el territorio americano siempre al borde de la seguridad social, persiguiendo una movilidad que se les sale como arena de las manos. No importa si sus motivaciones son comprar una casa (Ciertas mujeres, 2016), administrar el dinero para llegar a Alaska (Wendy y Lucy) o trabajar la tierra para producir (Meek’s Cutoff), se trata de vidas diminutas que, de no ser por la fuerza de sus empeños, se perderían o en la amplitud del paisaje o en la negligencia del capitalismo institucional, cuya sombra de Leviatán se proyecta sobre cada decisión que toman y les aleja del piso firme que buscan.

En First Cow, por primera vez, estos nómadas chejovianos se nos presentan bajo una luz luminosa y simpática, casi en el borde de la comedia: en vez de llorar en un baño de carretera platican en susurros con una vaquita que visitan por las noches. Mucho de eso tendrá que ver con la cita de William Blake que aparece al inicio: “el ave, su nido; la araña, su tela; lo humano, la amistad”. Ahí está la seña de Reichardt para internarse en un paisaje que no exploraba desde Old Joy: la ternura masculina y la amistad como única posibilidad de resiliencia humana frente a entornos que ponen trabas a la movilidad social.

Vistos desde el otro lado de la ley, con frecuencia sus personajes son delincuentes, ya sea que maten a alguien con una bala perdida (River of Grass, 1994), se internen en una presa para volarla (Radicales, 2013), roben comida para perro (Wendy y Lucy) o leche para cocinar (First Cow), pero en todos los casos el delito es, para Reichardt, un pretexto casual para explorar rastros sutiles de solidaridad y compasión: el guardia que le regala unos dólares a Wendy (Michelle Williams) cuando es liberada o el prófugo que decide tumbarse para abrazar a su amigo herido aunque éste, en el pasado, le haya quitado la vida a alguien más.

En algún lugar del panteón de la tradición americana, sospecho que Thoreau y Emerson sonríen con cada nueva película de Reichardt, pero ninguna les habría complacido tanto como First Cow. Aunque su ímpetu sea ecologista y visiblemente demócrata, la madurez combativa del cine de Reichardt no está en la consigna sino en evadir los romanticismos e idealismos más trillados sobre los parias o la naturaleza. Es, en ese sentido, una mirada menos sentimental que la de Nomadland (Chloé Zhao, 2020) o Tierra prometida (Gus Van Sant, 2012), pero no por ser menos sincera sino menos ingenua.

First Cow

Los mejores westerns suelen ser gratificantes porque su arco dramático no se limita a ser un cierre narrativo sino una especie de coda aleccionadora en torno a la ley, la verdad, la justicia, la memoria y, de forma especial, cuando el centro de sus historias destaca la camaradería masculina y la solidaridad entre dos o más hombres: desde Los imperdonables (Clint Eastwood, 1992) hasta Un tiro en la noche (John Ford, 1962), Butch Cassidy y el Sundance Kid (Roy Hill, 1969), Enemigo de todos (David Mackenzie, 2016) y tantos otros, la amistad entre varones suele ser abordada desde el lente del honor, la suma de fuerzas o la complicidad resiliente.

Al abordar ese tópico desde la ternura y la vulnerabilidad de sus protagonistas, First Cow no sólo evade los lugares comunes del género, sino que inventa un nuevo entorno para sí misma en donde la atención al detalle, el diseño de paisajes sonoros ricos en texturas y la duración calculada de los planos tiene un peso mayor que la fotografía del paisaje –Reichardt encuadra la imagen en la proporción 4:3, no en panorámica– o los giros argumentales. De esta forma la película construye para sí una intensidad extraña, discreta y de sabor poco reconocible que avanza en un ritmo marcadamente distinto al contemporáneo.

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