martes, 28 de febrero de 2023

Un péndulo sobre el abismo

Some men are caught before their

birth by some monstrousness which

tears them to pieces of horrible

imagination ever after.

Stan Brakhage

I

Hay algo profundamente triste en Anticipation of the Night (1958). Una nostalgia por ver la luz desde un lugar seguro, desde un yo que se entiende como algo que alguna vez no estuvo desesperado. Una nostalgia por algo perdido, pues. Porque viene la noche, siempre viene la noche. Viene lo que sigue, se pierde la luz. Volver a empezar, todos los días, requiere un enorme esfuerzo, preguntarse sobre lo que importa, sobre lo bello, sobre la sensación íntima de esas imágenes de vida. 

Pero también hay algo profundamente bello, un gesto vital en el acto mismo de hacer cine. Un gesto, entre tanta tristeza, que resulta conmovedor. Una manera de detener la muerte, de verla de frente, de interrogarla. Aferrarse al tiempo con la materialidad de la película. Detener la vida en sus instantes para admirarla, filmándola. Detener la vida con el movimiento de las imágenes, con la poesía. Un gesto lírico para no subirse a una rama del árbol familiar y, finalmente, detenerse. 

No basta recordar las imágenes, también hay que fijarlas para decirlas, para sacarlas de sí, desde adentro hacia afuera. Extirparse las vísceras para convencerse, proyectando lo íntimo en la mirada de los otros, de que hay algo de vida transcurrida que merece seguir viviéndose. 

II

El Cine Probablemente publicó su segundo número. En este volumen hay una importante retrospectiva de Raymonde Carasco con textos frescamente traducidos al español. Hay críticas de películas comerciales, como Drive My Car de Ryūsuke Hamaguchi y France de Bruno Dumont. También hay críticas de otras cintas más alejadas de los grandes reflectores, como lo nuevo de Lazam y Rousseau. Sin embargo, lo que se lleva todo el número es un artículo inmenso (tanto en tamaño como en importancia) de R. Bruce Elder sobre 23 Psalm Branch de Stan Brakhage. 

Brakhage

Fotograma de 23 Psalm Branch (1966), de Stan Brakhage

El ensayo describe e interpreta la obra maestra del padre del cine experimental americano con una lucidez crítica pasmosa. Además, claro, de un conocimiento único de las circunstancias culturales, lecturas y paisajes mentales de Brakhage en esa época. Como una continuación a este evento único (la publicación es inédita y fue traducida especialmente para la revista), los editores de El Cine Probablemente hicieron varias presentaciones. La primera tuvo una proyección de Raymonde Carasco en el IFAL. La segunda, una proyección en 16 milímetros de Anticipation of the Night de Brakhage en la así llamada Suavicrema. La proyección fue un evento en sí. Es algo excepcional que ocurre pocas veces, en contadas ciudades. Pero, más allá, ver una película de Brakhage con más de medio siglo en el formato en la que fue grabada es algo vivencial; una experiencia táctil, de una cercanía única con el material fílmico. 

Me encanta todo lo que implica el trabajo cultural en la Estela de Luz; ese monumento al espacio desperdiciado y la corrupción institucional que guarda en sus tripas un Centro de Cultura Digital. Las actividades del centro se imponen como una rebeldía desde adentro, entrañable, dándole uso a algo que se creó para no tener función alguna. Tanto adentro como afuera, la rebeldía es productiva. Dentro, hay una rica vida cultural en un edificio descuidado. En particular, maravillosas selecciones de cine experimental en una sala de cine pequeña y poco frecuentada con los eventos imperdibles del Laboratorio Experimental de Cine (LEC). Afuera se congregan decenas de personas para celebrar una reapropiación del espacio fumando mota, escuchando psytrance o en clases de voguing.

Esta vez la sala estaba llena de amigos de la revista y del LEC. También había curiosos de todo tipo para un evento histórico. El ruido del proyector de 16mm llenó de textura el sonoro silencio de todos los impacientes, pasmados, que recibían como un hito la cinta de Brakhage. 

Anticipation of the Night antecede a 23 Psalm Branch por nueve años. Muchas cosas cambiaron en esa década. Para 1966, con 23 Psalm Branch, el trabajo de Brakhage ya era reconocido. Las burlas habían cesado, las humillaciones públicas eran menos frecuentes. Pero en 1958 Brakhage abrió un flujo lírico íntimo para enfrentarlo a un casi universal rechazo. Como contó el investigador de cine experimental Byron Davies en la presentación de la película, en el pabellón de la exposición universal de Bruselas en el que proyectó por primera vez esta cinta (en compañía de Kenneth Anger), Brakhage fue abucheado. La gente se paraba y gritaba vehementemente. Aventaron toda clase de objetos a la pantalla. 

Brakhage contaba que esta película, míticamente acabada de editar la noche de su boda, le salvó la vida. Estaba, según sus muy poco confiables palabras, en una depresión fuerte, con ideas suicidas. De alguna forma, Anticipation of the Night es una película que habla sobre esta depresión, sobre las ganas de morir, sobre las ganas de vivir. La tendencia hacia el abismo y las imágenes que pueden retener a un hombre, cuando piensa en colgarse de una rama en el jardín de la casa familiar, para seguir viendo la sórdida belleza del mundo.  

Brakhage

Fotograma de Anticipation of the Night (1958), de Stan Brakhage

III

Tengo un viejo recuerdo. Es borroso y tiene que ver con un vaso de refresco, un jardín y Saturno. El recuerdo se acomoda con el tiempo, completado por los relatos de otros. Me dijeron luego dónde era, qué refresco bebí en el jardín y cómo vi Saturno en un telescopio. Mediado por explicaciones, fechas, lugares, relaciones familiares, lo que me impacta todavía del recuerdo es su claridad evocativa. El jardín aparece inmenso, probablemente más grande de lo que en realidad era. Saturno me aparece inmediato, al alcance de la mano, listo para dejarse acariciar los anillos. El refresco me aparece como una textura de vaso de plástico corrugado, translúcido y turbio. Lo impreciso de esos recuerdos los dotan de fuerza, de algo único, irrepetible e indescriptible. Como una alucinación, son imágenes que se sienten. Con cada evocación revive algo íntimo e incomunicable. Imágenes sin explicación, sin contexto, llenas de sensaciones.

Compartir la intimidad de imágenes evocadoras, convertirlas en una forma de comunicación, entregarlas a la mirada ajena es un gesto inmensamente complejo. No nada más formalmente –porque nadie puede verificar la textura íntima de las imágenes– sino sentimentalmente. Ese decirse tan abierto, tan violento, con la voluntad de transmitir un espacio emotivo sin explicación, es una tarea titánica. Liberadora, tal vez, pero también imposiblemente dolorosa. Una experiencia visceral. Nacida de las entrañas y dirigida hacia el otro lado. El infinito-dentro vaciándose en lo finito-afuera, como diría Artaud.

IV

Anticipation of the Night juega con el afuera y el adentro de las imágenes íntimas. Imágenes que evocan secretos, sugieren significados, texturas, sensaciones, calurosos recuerdos, presentes dolorosos. Todo vaciándose desde un adentro que no vemos, oculto tras la celosía del “yo” que se plantea como punto de vista. 

La primera forma humana que percibimos es una silueta en el marco de luz que proyecta una puerta sobre el piso interior de una casa. La imagen se siente como hogar. La luz que entra por las cortinas, se desplaza por la puerta, se refleja en un vaso, en las decoraciones alusivas que no describen nada fuera de una intimidad inaccesible. La luz entra proyectando la sombra de la naturaleza, del mundo que está allá afuera con todo su caos y su belleza. Las ramas del árbol son sombras en la casa, no pueden soportar ningún peso, ninguna soga, ningún cuerpo pendulante. En la casa las ramas son inofensivas formas dibujadas de luz.  

Luego está el inmediato afuera. 

Brakhage

Fotograma de Anticipation of the Night (1958), de Stan Brakhage

Se cruza el umbral, la puerta se cierra, se recorre un camino hacia afuera. En el inmediato, bajo las ramas de un árbol, ramas reales, macizas, que pueden soportar el peso pendulante de un hombre adulto, juegan otras perspectivas a raz de pasto. Ser niño sobre la hierba. Ver a niños sobre la hierba y recordar ser niño sobre la hierba. Piel vulnerable, sol, el pasto como agujas amables, alguien que te cuida, la sensación de un hogar. El sol viene de afuera, el jardín está cercado por plantas, el patio de la casa, con sus árboles para colgarse, sigue siendo un círculo seguro. 

Luego está el mundo. 

La otra luz que se filtra entre los árboles, los faroles de la calle vistos desde la ventana de un coche en movimiento. Luz fría, repetitiva, entre árboles impersonales, árboles de los que nadie se colgaría, árboles de carretera. Luces de feria, como en un sueño, que giran con movimiento pendulante. Giran primero horizontales, sobre rostros de niños que se repiten, que se fijan y se vuelven a lanzar al juego eterno de sus vueltas mecánicas. Giran luego perpendiculares, en la rueda de la fortuna, habitada de adolescentes, parejas jóvenes, otros espacios de intimidad en el cielo.

Luego está el más allá del mundo.

Lo que ya no es humano, lo que no nos toca, aparece con toda la naturalidad que da la noche a la naturaleza. Animales, gansos, osos, que se adivinan como siluetas. Que viven ahí en ese otro reino que no habitamos y que es todo parte de la tierra. Ese lugar que adivinamos con otra vida. El reino de la naturaleza, el reino de la muerte. 

Luego está el tiempo.

El tiempo pasa como el juego de una feria, dando vueltas hasta que perdemos cualquier sentido de ubicación. ¿Dónde quedaron esos años? ¿Cuándo se detuvo la rueda de la fortuna? ¿Quién apagó las luces de la feria y nos bajó del juego en el que, alegremente, nos olvidábamos? 

Todo se mueve siempre. Porque el tiempo no se detiene, porque el movimiento es determinante. El penduleo exprime el último aliento. La mirada entre las ramas en el jardín familiar, la mirada sobre el bebé, la mirada que se desplaza entre los árboles anónimos de la carretera. La mirada que se mueve. Siempre se mueve. La cámara pendulea. Siempre pendulea. Como si no pudiera posarse en nada preciso, como si saltara entre asociaciones, como si estuviera buscando algo, como si perdiera el aire, desesperada, sofocada, arañando la realidad para permanecer en ella. 

Anticipation of the Night comienza con planos breves pero estáticos. Las imágenes, como es costumbre en Brakhage, se siguen con velocidad, regresan, vuelven a partir, con un ritmo que da a la iteración la textura de un parpadeo. La idea del parpadeo es aquí conducente. Porque la cámara se plantea, en un principio, como la mirada de un sujeto. Es alguien viendo: ve las sombras que se proyectan en el muro, el vaso en el que se refleja la luz, la sombra de alguien más, la proyección de su propia sombra. 

La cámara se convierte, entonces, en un umbral entre el sujeto que observa y el mundo observado. Esta idea se repite durante toda la película. La delimitación espacial del sujeto se duplica con otros umbrales. La puerta de la casa separa el mundo interno del hogar del mundo exterior. Ese mundo que penetra en la casa a través de las sombras, con la luz. Esas sombras pronto tienen un sentido más inmediato cuando la cámara cruza el umbral de la puerta. En el exterior están las ramas, reales. Detrás de ella, como los destellos de un flare, está la luz que las proyecta como sombras. 

Los ramales delimitan otro espacio interior/exterior. El jardín sigue siendo parte de la casa, escenario de momentos íntimos, familiares. Luego, está ese otro exterior del mundo; el mundo con sus luces artificiales, sus juegos mecánicos y sus animales nocturnos. Las escenas de la casa y el jardín están alimentadas por luz natural. Son escenas de día. Las secuencias fuera del hogar son todas alimentadas por luz artificial, por los faroles de la calle, de los coches, por las luces de la feria, por la luz de la cámara. 

La luz artificial y la luz natural parecen acompañar un tránsito desde la casa familiar, desde el seno caluroso de la infancia, hacia la niñez, la adolescencia y la noche más oscura, habitada por animales, llena de hostilidad, inhumana e incomprensible. La noche que es la muerte, el final del camino. Lo que se anticipa, lo que todos sabemos, lo que buscamos olvidar es la muerte con todos sus misterios.

Así, los cambios de luz en la cinta de Brakhage parecen marcar el paso de tiempo. El tiempo mismo de una vida. Y ese tiempo se subraya con el movimiento de la cámara. 

Fotograma de Anticipation of the Night (1958), de Stan Brakhage

Pronto las tomas dejan de ser estáticas. Ya no son las mismas escenas de la casa. Afuera, todo parece moverse. Cuando la cámara está estática es el mundo que se mueve, que no se detiene. Se mueven las luces de la carretera por el desplazamiento de un coche; se mueven los juegos mecánicos; se mueve la naturaleza. Luego, la cámara también se mueve. Y el movimiento parece ser circular, elíptico. Mejor aún, es el movimiento de un péndulo. Brakhage practicaba el movimiento de la cámara sin filmar, durante horas, todos los días. 

El movimiento es preciso y estudiado porque, finalmente, es esencial para una visión retrospectiva de la película. En la última secuencia, la cámara queda fija de nuevo y vemos la sombra del sujeto central, del observador, que se amarra una cuerda al cuello, colgada de la rama de un árbol en el jardín familiar.  Con esta imagen el movimiento pendular de la cámara tiene otro sentido. Es el movimiento de los ojos de un colgado. De alguien que está muriendo o que está pensando en morir. Un sujeto que ve la vida pasar frente a sus ojos, una vida reconstruida en el movimiento pendular del cuerpo colgado de una rama de árbol; un sujeto que se vuelve a ver como una sombra, pura exterioridad mediada por la luz; sujeto en cuanto ve el mundo y comparte esa mirada. 

Las imágenes filmadas, finalmente, son una forma de proyectar la muerte, de vivirla sin vivirla, de anticiparla, probarla y recorrer sus límites. En esa recreación, en esa posibilidad, está implícita una reflexión sobre la vida y sus íntimos matices. Las imágenes que anticipan la muerte se convierten en una forma de recorrer la vida. El horror del recuerdo como trauma y como liberación. La muerte no se puede ver, observar, ni siquiera definir positivamente. Es ese exterior imposible. 

Finalmente sólo se pueden recorrer sus límites a través de una vivencia plenamente subjetiva, lírica. Esta película explora esos bordes, el adentro y el afuera de un sujeto que se enfrenta al paso inexorable del tiempo y a la muerte. Es la cámara un invento único de exploración del abismo que fija el tiempo en su repetición cíclica, que permite intentar perforar más allá del velo.

VI

El penduleo de la cámara, los choques eléctricos de las asociaciones, las luces que se borran y de pronto se vuelven precisas, el recorrido desde la casa hacia el mundo, hacia lo desconocido, culmina con un regreso al jardín familiar. Al enclave seguro rodeado de sol entre las ramas. A la rama de un árbol que puede soportar el peso de un hombre adulto. A la soga que se tira encima de esa rama. Al nudo que se hace pacientemente en esa soga. A la cabeza que se coloca dentro del nudo. A esa mirada que se ve con la soga en el cuello, pintado de luz como la rama que entraba a la casa, en la pared blanca. 

La sombra de un hombre adulto, con una soga en el cuello, que está a punto de abandonarse al penduleo, al movimiento, al recuerdo de la vida, del tiempo pasado, vivido, observado, a la mirada de la infancia, a la adolescencia y sus roces, al calor del hogar, al pasto como agujas amables, a los animales con sus miradas vidriosas y actitudes intransigentes, a los árboles anónimos de las carreteras que se recorrieron, a las nubes que se mueven para que el coche parezca estático, a la vida pues, con sus giros. 

La forma de entender estas imágenes, de asirlas, de verlas desde el penduleo de un cuerpo al que se le va el aire, está en la forma misma. Son las imágenes la única manera de capturar esa vida que se escapa en toda su doloroso transcurrir, en su eterno movimiento que no se va a detener con la muerte. Las imágenes fijan este doloroso tránsito de todo. Fijan el camino recorrido para regresar al jardín familiar, a la rama, a la soga, al hombre que ve su sombra mientras muere. Las imágenes fijan sensaciones que sin contexto, sin explicación, con la pura fuerza sensorial de las rápidas asociaciones, de la iteración, de la atmósfera, del tránsito, del movimiento, del tiempo, dicen el dolor gozoso de recordar por qué nos aferramos estúpidamente a la vida. 

La entrada Un péndulo sobre el abismo se publicó primero en La Tempestad.



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Un péndulo sobre el abismo

Some men are caught before their

birth by some monstrousness which

tears them to pieces of horrible

imagination ever after.

Stan Brakhage

I

Hay algo profundamente triste en Anticipation of the Night (1958). Una nostalgia por ver la luz desde un lugar seguro, desde un yo que se entiende como algo que alguna vez no estuvo desesperado. Una nostalgia por algo perdido, pues. Porque viene la noche, siempre viene la noche. Viene lo que sigue, se pierde la luz. Volver a empezar, todos los días, requiere un enorme esfuerzo, preguntarse sobre lo que importa, sobre lo bello, sobre la sensación íntima de esas imágenes de vida. 

Pero también hay algo profundamente bello, un gesto vital en el acto mismo de hacer cine. Un gesto, entre tanta tristeza, que resulta conmovedor. Una manera de detener la muerte, de verla de frente, de interrogarla. Aferrarse al tiempo con la materialidad de la película. Detener la vida en sus instantes para admirarla, filmándola. Detener la vida con el movimiento de las imágenes, con la poesía. Un gesto lírico para no subirse a una rama del árbol familiar y, finalmente, detenerse. 

No basta recordar las imágenes, también hay que fijarlas para decirlas, para sacarlas de sí, desde adentro hacia afuera. Extirparse las vísceras para convencerse, proyectando lo íntimo en la mirada de los otros, de que hay algo de vida transcurrida que merece seguir viviéndose. 

II

El Cine Probablemente publicó su segundo número. En este volumen hay una importante retrospectiva de Raymonde Carasco con textos frescamente traducidos al español. Hay críticas de películas comerciales, como Drive My Car de Ryūsuke Hamaguchi y France de Bruno Dumont. También hay críticas de otras cintas más alejadas de los grandes reflectores, como lo nuevo de Lazam y Rousseau. Sin embargo, lo que se lleva todo el número es un artículo inmenso (tanto en tamaño como en importancia) de R. Bruce Elder sobre 23 Psalm Branch de Stan Brakhage. 

Brakhage

Fotograma de 23 Psalm Branch (1966), de Stan Brakhage

El ensayo describe e interpreta la obra maestra del padre del cine experimental americano con una lucidez crítica pasmosa. Además, claro, de un conocimiento único de las circunstancias culturales, lecturas y paisajes mentales de Brakhage en esa época. Como una continuación a este evento único (la publicación es inédita y fue traducida especialmente para la revista), los editores de El Cine Probablemente hicieron varias presentaciones. La primera tuvo una proyección de Raymonde Carasco en el IFAL. La segunda, una proyección en 16 milímetros de Anticipation of the Night de Brakhage en la así llamada Suavicrema. La proyección fue un evento en sí. Es algo excepcional que ocurre pocas veces, en contadas ciudades. Pero, más allá, ver una película de Brakhage con más de medio siglo en el formato en la que fue grabada es algo vivencial; una experiencia táctil, de una cercanía única con el material fílmico. 

Me encanta todo lo que implica el trabajo cultural en la Estela de Luz; ese monumento al espacio desperdiciado y la corrupción institucional que guarda en sus tripas un Centro de Cultura Digital. Las actividades del centro se imponen como una rebeldía desde adentro, entrañable, dándole uso a algo que se creó para no tener función alguna. Tanto adentro como afuera, la rebeldía es productiva. Dentro, hay una rica vida cultural en un edificio descuidado. En particular, maravillosas selecciones de cine experimental en una sala de cine pequeña y poco frecuentada con los eventos imperdibles del Laboratorio Experimental de Cine (LEC). Afuera se congregan decenas de personas para celebrar una reapropiación del espacio fumando mota, escuchando psytrance o en clases de voguing.

Esta vez la sala estaba llena de amigos de la revista y del LEC. También había curiosos de todo tipo para un evento histórico. El ruido del proyector de 16mm llenó de textura el sonoro silencio de todos los impacientes, pasmados, que recibían como un hito la cinta de Brakhage. 

Anticipation of the Night antecede a 23 Psalm Branch por nueve años. Muchas cosas cambiaron en esa década. Para 1966, con 23 Psalm Branch, el trabajo de Brakhage ya era reconocido. Las burlas habían cesado, las humillaciones públicas eran menos frecuentes. Pero en 1958 Brakhage abrió un flujo lírico íntimo para enfrentarlo a un casi universal rechazo. Como contó el investigador de cine experimental Byron Davies en la presentación de la película, en el pabellón de la exposición universal de Bruselas en el que proyectó por primera vez esta cinta (en compañía de Kenneth Anger), Brakhage fue abucheado. La gente se paraba y gritaba vehementemente. Aventaron toda clase de objetos a la pantalla. 

Brakhage contaba que esta película, míticamente acabada de editar la noche de su boda, le salvó la vida. Estaba, según sus muy poco confiables palabras, en una depresión fuerte, con ideas suicidas. De alguna forma, Anticipation of the Night es una película que habla sobre esta depresión, sobre las ganas de morir, sobre las ganas de vivir. La tendencia hacia el abismo y las imágenes que pueden retener a un hombre, cuando piensa en colgarse de una rama en el jardín de la casa familiar, para seguir viendo la sórdida belleza del mundo.  

Brakhage

Fotograma de Anticipation of the Night (1958), de Stan Brakhage

III

Tengo un viejo recuerdo. Es borroso y tiene que ver con un vaso de refresco, un jardín y Saturno. El recuerdo se acomoda con el tiempo, completado por los relatos de otros. Me dijeron luego dónde era, qué refresco bebí en el jardín y cómo vi Saturno en un telescopio. Mediado por explicaciones, fechas, lugares, relaciones familiares, lo que me impacta todavía del recuerdo es su claridad evocativa. El jardín aparece inmenso, probablemente más grande de lo que en realidad era. Saturno me aparece inmediato, al alcance de la mano, listo para dejarse acariciar los anillos. El refresco me aparece como una textura de vaso de plástico corrugado, translúcido y turbio. Lo impreciso de esos recuerdos los dotan de fuerza, de algo único, irrepetible e indescriptible. Como una alucinación, son imágenes que se sienten. Con cada evocación revive algo íntimo e incomunicable. Imágenes sin explicación, sin contexto, llenas de sensaciones.

Compartir la intimidad de imágenes evocadoras, convertirlas en una forma de comunicación, entregarlas a la mirada ajena es un gesto inmensamente complejo. No nada más formalmente –porque nadie puede verificar la textura íntima de las imágenes– sino sentimentalmente. Ese decirse tan abierto, tan violento, con la voluntad de transmitir un espacio emotivo sin explicación, es una tarea titánica. Liberadora, tal vez, pero también imposiblemente dolorosa. Una experiencia visceral. Nacida de las entrañas y dirigida hacia el otro lado. El infinito-dentro vaciándose en lo finito-afuera, como diría Artaud.

IV

Anticipation of the Night juega con el afuera y el adentro de las imágenes íntimas. Imágenes que evocan secretos, sugieren significados, texturas, sensaciones, calurosos recuerdos, presentes dolorosos. Todo vaciándose desde un adentro que no vemos, oculto tras la celosía del “yo” que se plantea como punto de vista. 

La primera forma humana que percibimos es una silueta en el marco de luz que proyecta una puerta sobre el piso interior de una casa. La imagen se siente como hogar. La luz que entra por las cortinas, se desplaza por la puerta, se refleja en un vaso, en las decoraciones alusivas que no describen nada fuera de una intimidad inaccesible. La luz entra proyectando la sombra de la naturaleza, del mundo que está allá afuera con todo su caos y su belleza. Las ramas del árbol son sombras en la casa, no pueden soportar ningún peso, ninguna soga, ningún cuerpo pendulante. En la casa las ramas son inofensivas formas dibujadas de luz.  

Luego está el inmediato afuera. 

Brakhage

Fotograma de Anticipation of the Night (1958), de Stan Brakhage

Se cruza el umbral, la puerta se cierra, se recorre un camino hacia afuera. En el inmediato, bajo las ramas de un árbol, ramas reales, macizas, que pueden soportar el peso pendulante de un hombre adulto, juegan otras perspectivas a raz de pasto. Ser niño sobre la hierba. Ver a niños sobre la hierba y recordar ser niño sobre la hierba. Piel vulnerable, sol, el pasto como agujas amables, alguien que te cuida, la sensación de un hogar. El sol viene de afuera, el jardín está cercado por plantas, el patio de la casa, con sus árboles para colgarse, sigue siendo un círculo seguro. 

Luego está el mundo. 

La otra luz que se filtra entre los árboles, los faroles de la calle vistos desde la ventana de un coche en movimiento. Luz fría, repetitiva, entre árboles impersonales, árboles de los que nadie se colgaría, árboles de carretera. Luces de feria, como en un sueño, que giran con movimiento pendulante. Giran primero horizontales, sobre rostros de niños que se repiten, que se fijan y se vuelven a lanzar al juego eterno de sus vueltas mecánicas. Giran luego perpendiculares, en la rueda de la fortuna, habitada de adolescentes, parejas jóvenes, otros espacios de intimidad en el cielo.

Luego está el más allá del mundo.

Lo que ya no es humano, lo que no nos toca, aparece con toda la naturalidad que da la noche a la naturaleza. Animales, gansos, osos, que se adivinan como siluetas. Que viven ahí en ese otro reino que no habitamos y que es todo parte de la tierra. Ese lugar que adivinamos con otra vida. El reino de la naturaleza, el reino de la muerte. 

Luego está el tiempo.

El tiempo pasa como el juego de una feria, dando vueltas hasta que perdemos cualquier sentido de ubicación. ¿Dónde quedaron esos años? ¿Cuándo se detuvo la rueda de la fortuna? ¿Quién apagó las luces de la feria y nos bajó del juego en el que, alegremente, nos olvidábamos? 

Todo se mueve siempre. Porque el tiempo no se detiene, porque el movimiento es determinante. El penduleo exprime el último aliento. La mirada entre las ramas en el jardín familiar, la mirada sobre el bebé, la mirada que se desplaza entre los árboles anónimos de la carretera. La mirada que se mueve. Siempre se mueve. La cámara pendulea. Siempre pendulea. Como si no pudiera posarse en nada preciso, como si saltara entre asociaciones, como si estuviera buscando algo, como si perdiera el aire, desesperada, sofocada, arañando la realidad para permanecer en ella. 

Anticipation of the Night comienza con planos breves pero estáticos. Las imágenes, como es costumbre en Brakhage, se siguen con velocidad, regresan, vuelven a partir, con un ritmo que da a la iteración la textura de un parpadeo. La idea del parpadeo es aquí conducente. Porque la cámara se plantea, en un principio, como la mirada de un sujeto. Es alguien viendo: ve las sombras que se proyectan en el muro, el vaso en el que se refleja la luz, la sombra de alguien más, la proyección de su propia sombra. 

La cámara se convierte, entonces, en un umbral entre el sujeto que observa y el mundo observado. Esta idea se repite durante toda la película. La delimitación espacial del sujeto se duplica con otros umbrales. La puerta de la casa separa el mundo interno del hogar del mundo exterior. Ese mundo que penetra en la casa a través de las sombras, con la luz. Esas sombras pronto tienen un sentido más inmediato cuando la cámara cruza el umbral de la puerta. En el exterior están las ramas, reales. Detrás de ella, como los destellos de un flare, está la luz que las proyecta como sombras. 

Los ramales delimitan otro espacio interior/exterior. El jardín sigue siendo parte de la casa, escenario de momentos íntimos, familiares. Luego, está ese otro exterior del mundo; el mundo con sus luces artificiales, sus juegos mecánicos y sus animales nocturnos. Las escenas de la casa y el jardín están alimentadas por luz natural. Son escenas de día. Las secuencias fuera del hogar son todas alimentadas por luz artificial, por los faroles de la calle, de los coches, por las luces de la feria, por la luz de la cámara. 

La luz artificial y la luz natural parecen acompañar un tránsito desde la casa familiar, desde el seno caluroso de la infancia, hacia la niñez, la adolescencia y la noche más oscura, habitada por animales, llena de hostilidad, inhumana e incomprensible. La noche que es la muerte, el final del camino. Lo que se anticipa, lo que todos sabemos, lo que buscamos olvidar es la muerte con todos sus misterios.

Así, los cambios de luz en la cinta de Brakhage parecen marcar el paso de tiempo. El tiempo mismo de una vida. Y ese tiempo se subraya con el movimiento de la cámara. 

Fotograma de Anticipation of the Night (1958), de Stan Brakhage

Pronto las tomas dejan de ser estáticas. Ya no son las mismas escenas de la casa. Afuera, todo parece moverse. Cuando la cámara está estática es el mundo que se mueve, que no se detiene. Se mueven las luces de la carretera por el desplazamiento de un coche; se mueven los juegos mecánicos; se mueve la naturaleza. Luego, la cámara también se mueve. Y el movimiento parece ser circular, elíptico. Mejor aún, es el movimiento de un péndulo. Brakhage practicaba el movimiento de la cámara sin filmar, durante horas, todos los días. 

El movimiento es preciso y estudiado porque, finalmente, es esencial para una visión retrospectiva de la película. En la última secuencia, la cámara queda fija de nuevo y vemos la sombra del sujeto central, del observador, que se amarra una cuerda al cuello, colgada de la rama de un árbol en el jardín familiar.  Con esta imagen el movimiento pendular de la cámara tiene otro sentido. Es el movimiento de los ojos de un colgado. De alguien que está muriendo o que está pensando en morir. Un sujeto que ve la vida pasar frente a sus ojos, una vida reconstruida en el movimiento pendular del cuerpo colgado de una rama de árbol; un sujeto que se vuelve a ver como una sombra, pura exterioridad mediada por la luz; sujeto en cuanto ve el mundo y comparte esa mirada. 

Las imágenes filmadas, finalmente, son una forma de proyectar la muerte, de vivirla sin vivirla, de anticiparla, probarla y recorrer sus límites. En esa recreación, en esa posibilidad, está implícita una reflexión sobre la vida y sus íntimos matices. Las imágenes que anticipan la muerte se convierten en una forma de recorrer la vida. El horror del recuerdo como trauma y como liberación. La muerte no se puede ver, observar, ni siquiera definir positivamente. Es ese exterior imposible. 

Finalmente sólo se pueden recorrer sus límites a través de una vivencia plenamente subjetiva, lírica. Esta película explora esos bordes, el adentro y el afuera de un sujeto que se enfrenta al paso inexorable del tiempo y a la muerte. Es la cámara un invento único de exploración del abismo que fija el tiempo en su repetición cíclica, que permite intentar perforar más allá del velo.

VI

El penduleo de la cámara, los choques eléctricos de las asociaciones, las luces que se borran y de pronto se vuelven precisas, el recorrido desde la casa hacia el mundo, hacia lo desconocido, culmina con un regreso al jardín familiar. Al enclave seguro rodeado de sol entre las ramas. A la rama de un árbol que puede soportar el peso de un hombre adulto. A la soga que se tira encima de esa rama. Al nudo que se hace pacientemente en esa soga. A la cabeza que se coloca dentro del nudo. A esa mirada que se ve con la soga en el cuello, pintado de luz como la rama que entraba a la casa, en la pared blanca. 

La sombra de un hombre adulto, con una soga en el cuello, que está a punto de abandonarse al penduleo, al movimiento, al recuerdo de la vida, del tiempo pasado, vivido, observado, a la mirada de la infancia, a la adolescencia y sus roces, al calor del hogar, al pasto como agujas amables, a los animales con sus miradas vidriosas y actitudes intransigentes, a los árboles anónimos de las carreteras que se recorrieron, a las nubes que se mueven para que el coche parezca estático, a la vida pues, con sus giros. 

La forma de entender estas imágenes, de asirlas, de verlas desde el penduleo de un cuerpo al que se le va el aire, está en la forma misma. Son las imágenes la única manera de capturar esa vida que se escapa en toda su doloroso transcurrir, en su eterno movimiento que no se va a detener con la muerte. Las imágenes fijan este doloroso tránsito de todo. Fijan el camino recorrido para regresar al jardín familiar, a la rama, a la soga, al hombre que ve su sombra mientras muere. Las imágenes fijan sensaciones que sin contexto, sin explicación, con la pura fuerza sensorial de las rápidas asociaciones, de la iteración, de la atmósfera, del tránsito, del movimiento, del tiempo, dicen el dolor gozoso de recordar por qué nos aferramos estúpidamente a la vida. 

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La revolución sin revolución

Chico Mendes, ecologista brasileño asesinado en 1988, decía que la ecología sin lucha social es, simplemente, jardinería. La sentencia, me parece, tiene un halo profético para nuestro siglo. En años recientes hemos visto el auge del activismo urbano protagonizado por las clases medias y altas. Si antes la manifestación callejera y el discurso antisistema eran territorio exclusivo de la periferia, ahora se han sumado más ciudadanos a las críticas contra el gobierno y el poder económico. A raíz de la emergencia climática ha tomado fuerza el ciclismo urbano y distintos movimientos que pugnan por la recuperación de áreas verdes y parques en las ciudades contaminadas del siglo XXI.

Salvador Medina Ramírez propone en El socialismo no llegará en bicicleta una serie de ensayos que problematizan, en particular, la visión de la movilidad urbana centrada en el ciclismo. A partir del consenso sobre los efectos perjudiciales de los combustibles fósiles es difícil criticar un transporte con tantas bondades como la bicicleta. Sin embargo, como señala el economista y urbanista, las políticas públicas que se han desarrollado hasta ahora –que retoman la agenda del activismo ciclista– han carecido de una visión amplia para abordar un problema muy complejo.

Uno de los puntos importantes del libro es que la movilidad urbana ha tomado a la ciudad como un plano homogéneo en el que se puede plasmar cualquier utopía. La sociedad industrial moldeó las calles y sus transportes con base en las necesidades de acumulación y expansión del capital. En el nuevo siglo los críticos de ese sistema intentan remediar la urbe disfuncional sin criticar una estructura que funciona con combustibles fósiles –la sangre que mueve todo lo que compramos y vendemos– y que va en sentido contrario a la vida contemplativa que goza un sector muy reducido de ciclistas privilegiados.

Para cualquier habitante de una ciudad promedio en México es perceptible que las ciclovías se concentran en las calles visitadas por turistas, centros históricos y algunas zonas cercanas. El margen de las urbes, las colonias y los asentamientos populares, quedan, sistemáticamente, fuera de los planes gubernamentales. El autor analiza en varios ensayos de su libro: cuando el ciclismo urbano y su infraestructura están al servicio de lo empresarial, las prioridades siempre serán las ganancias, ya sea a través del turismo (pensemos en la moda de las ciudades “inteligentes” o “sustentables”) o del aumento en los precios y rentas de casas y departamentos.

Como afirman los activistas de la bici: las agendas por el mejoramiento en la movilidad deben tener avances a pesar de sus contradicciones; sin embargo, cuando esas mismas contradicciones están en el corazón del problema, se corre el riesgo de llegar a una suerte de parálisis que desgasta, con el tiempo, el discurso que pretende convencer a una sociedad compleja y muy desigual. Si además se despolitiza el movimiento ciclista quedarán fuera muchos factores centrales de la movilidad. El principal es que las ciudades sigan funcionando como espacios de segregación social en lugar de territorios que fomenten el encuentro entre clases. Las ciudades y su diseño son fruto del capitalismo que convirtió cada calle y cada desplazamiento en una oportunidad para extraer ganancias a costa de una utopía que nunca llegó o llegó para unos cuantos. Autores como Iván Illich o Jean Robert describieron, hace años, la relación intrínseca entre las urbes industriales, los automotores y las vialidades que favorecen una movilidad hecha para reproducir la dinámica de las fábricas, la producción en masa y el consumo desorbitado.   

Otro punto importante en el libro de Medina Ramírez es la crítica de la narrativa puritana que ha surgido en un sector del ciclismo activista. Como en cualquier utopía, no existen los matices y los términos intermedios. El “cochista” se ha convertido en el enemigo a vencer y es un estereotipo fácil de demonizar: ciudadanos privilegiados que se adueñan de las calles y causan una infinidad de accidentes viales y muertes de peatones y ciclistas. La visión del automovilista –incluso motociclista– como alguien que tiene agencia completa sobre su forma de moverse en la ciudad peca de ingenua. Por supuesto: hay gente que, tras el volante, viola reiteradamente el reglamento de tránsito y atenta contra la vida de otros. Habrá algunos cuyo empleo les permita bajarse de su auto y usar una bicicleta. Sin embargo, en países con una desigualdad extrema en donde los recorridos del hogar a los centros de trabajo son monstruosos, el transporte privado deja de ser una elección personal, un lujo fácil de evitar, para volverse una herramienta de supervivencia para los que pueden costearlo, incluso endeudándose. El ciclismo urbano, en ese sentido, es una parte de la respuesta sólo si la ecuación general en la que se inserta tiene algún cambio. Si la lógica del capital se apropia de la agenda ciclista la habrá convertido en otro producto de consumo responsable en el aparador que nos ofrece el sistema, un gesto más que purificará a las buenas conciencias preocupadas por el planeta y una revolución que no trascenderá al resto de la sociedad.

Salvador Medina Ramírez, El socialismo no llegará en bicicleta, Ítaca, México, 2022

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La revolución sin revolución

Chico Mendes, ecologista brasileño asesinado en 1988, decía que la ecología sin lucha social es, simplemente, jardinería. La sentencia, me parece, tiene un halo profético para nuestro siglo. En años recientes hemos visto el auge del activismo urbano protagonizado por las clases medias y altas. Si antes la manifestación callejera y el discurso antisistema eran territorio exclusivo de la periferia, ahora se han sumado más ciudadanos a las críticas contra el gobierno y el poder económico. A raíz de la emergencia climática ha tomado fuerza el ciclismo urbano y distintos movimientos que pugnan por la recuperación de áreas verdes y parques en las ciudades contaminadas del siglo XXI.

Salvador Medina Ramírez propone en El socialismo no llegará en bicicleta una serie de ensayos que problematizan, en particular, la visión de la movilidad urbana centrada en el ciclismo. A partir del consenso sobre los efectos perjudiciales de los combustibles fósiles es difícil criticar un transporte con tantas bondades como la bicicleta. Sin embargo, como señala el economista y urbanista, las políticas públicas que se han desarrollado hasta ahora –que retoman la agenda del activismo ciclista– han carecido de una visión amplia para abordar un problema muy complejo.

Uno de los puntos importantes del libro es que la movilidad urbana ha tomado a la ciudad como un plano homogéneo en el que se puede plasmar cualquier utopía. La sociedad industrial moldeó las calles y sus transportes con base en las necesidades de acumulación y expansión del capital. En el nuevo siglo los críticos de ese sistema intentan remediar la urbe disfuncional sin criticar una estructura que funciona con combustibles fósiles –la sangre que mueve todo lo que compramos y vendemos– y que va en sentido contrario a la vida contemplativa que goza un sector muy reducido de ciclistas privilegiados.

Para cualquier habitante de una ciudad promedio en México es perceptible que las ciclovías se concentran en las calles visitadas por turistas, centros históricos y algunas zonas cercanas. El margen de las urbes, las colonias y los asentamientos populares, quedan, sistemáticamente, fuera de los planes gubernamentales. El autor analiza en varios ensayos de su libro: cuando el ciclismo urbano y su infraestructura están al servicio de lo empresarial, las prioridades siempre serán las ganancias, ya sea a través del turismo (pensemos en la moda de las ciudades “inteligentes” o “sustentables”) o del aumento en los precios y rentas de casas y departamentos.

Como afirman los activistas de la bici: las agendas por el mejoramiento en la movilidad deben tener avances a pesar de sus contradicciones; sin embargo, cuando esas mismas contradicciones están en el corazón del problema, se corre el riesgo de llegar a una suerte de parálisis que desgasta, con el tiempo, el discurso que pretende convencer a una sociedad compleja y muy desigual. Si además se despolitiza el movimiento ciclista quedarán fuera muchos factores centrales de la movilidad. El principal es que las ciudades sigan funcionando como espacios de segregación social en lugar de territorios que fomenten el encuentro entre clases. Las ciudades y su diseño son fruto del capitalismo que convirtió cada calle y cada desplazamiento en una oportunidad para extraer ganancias a costa de una utopía que nunca llegó o llegó para unos cuantos. Autores como Iván Illich o Jean Robert describieron, hace años, la relación intrínseca entre las urbes industriales, los automotores y las vialidades que favorecen una movilidad hecha para reproducir la dinámica de las fábricas, la producción en masa y el consumo desorbitado.   

Otro punto importante en el libro de Medina Ramírez es la crítica de la narrativa puritana que ha surgido en un sector del ciclismo activista. Como en cualquier utopía, no existen los matices y los términos intermedios. El “cochista” se ha convertido en el enemigo a vencer y es un estereotipo fácil de demonizar: ciudadanos privilegiados que se adueñan de las calles y causan una infinidad de accidentes viales y muertes de peatones y ciclistas. La visión del automovilista –incluso motociclista– como alguien que tiene agencia completa sobre su forma de moverse en la ciudad peca de ingenua. Por supuesto: hay gente que, tras el volante, viola reiteradamente el reglamento de tránsito y atenta contra la vida de otros. Habrá algunos cuyo empleo les permita bajarse de su auto y usar una bicicleta. Sin embargo, en países con una desigualdad extrema en donde los recorridos del hogar a los centros de trabajo son monstruosos, el transporte privado deja de ser una elección personal, un lujo fácil de evitar, para volverse una herramienta de supervivencia para los que pueden costearlo, incluso endeudándose. El ciclismo urbano, en ese sentido, es una parte de la respuesta sólo si la ecuación general en la que se inserta tiene algún cambio. Si la lógica del capital se apropia de la agenda ciclista la habrá convertido en otro producto de consumo responsable en el aparador que nos ofrece el sistema, un gesto más que purificará a las buenas conciencias preocupadas por el planeta y una revolución que no trascenderá al resto de la sociedad.

Salvador Medina Ramírez, El socialismo no llegará en bicicleta, Ítaca, México, 2022

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lunes, 27 de febrero de 2023

A propósito de Carla Simón

I

En la bella introducción a La poética del espacio (1957), Gaston Bachelard escribe que para determinar el ser de una imagen debemos experimentar su resonancia. En la resonancia encuentra sentido una imagen: lo que es, lo que acontece y lo que deviene adquieren sonoridad. Las imágenes expresan esa comunión de actos breves, aislados, activos. Pero ¿puede ese acontecimiento singular y efímero ejercer una acción en la conciencia individual y colectiva?

El surgimiento de una imagen borra la dualidad entre sujeto y objeto, la vuelve espejeante pues designa, en sus reflejos, la fuerza de la vida. Su repercusión nos invita a reflexionar sobre nuestra propia existencia. Nos lleva a un nuevo punto de partida. Interesa pensarlo como una novedad, un testimonio, un desprendimiento del pasado y de la realidad. Se abre un porvenir en el relato de nuestra historia. Todas las cosas hablan en virtud de su inevitable transfiguración: los signos mutables, las variaciones topológicas, los ritmos perceptivos, las complejidades afectivas indican una gnosis sensorial que pocos cineastas son capaces de expresar.

II

Carla Simón (Barcelona, 1986) es algo más que una cineasta. Sus películas se rigen por la naturalidad de sus personajes y la sensibilidad de sus atmósferas, con una elasticidad y una profundidad conmovedoras. Con una personalidad cinematográfica singular, su obra produce conocimiento sobre la intimidad de los recuerdos, los sueños y la imaginación. Sus historias meditan signos, intensidades y fuerzas como acontecimientos súbitos de la vida.

Carla Simón es algo más que una cineasta. Sus películas se rigen por la naturalidad de sus personajes y la sensibilidad de sus atmósferas, con una elasticidad y una profundidad conmovedoras.

Las imágenes de Simón son documentos fenomenológicos que hacen una gran travesía en distintas direcciones, como puede verse desde cortometrajes como Women (2009) y, sobre todo, Lovers (2010), desplegada y ampliada en Born Positive (2012). Se advierte la misma impronta en obras tempranas como Las pequeñas cosas (2014), donde cobran vida imágenes amadas, fijadas en la memoria, en ese punto liminal donde es indiscernible el recuerdo de la imaginación. O, como diría Jean-Luc Nancy, “la presentación de un mundo surgiendo a su propia visión, a su propia evidencia”.

Carla Simón

Fotograma de Verano 1993 (2017), de Carla Simón

III

En el gran trazado que forman sus trabajos, Carla Simón va construyendo una relación íntima entre imaginación y memoria, entre presencia y ausencia. Una condición fronteriza en la que la existencia se orienta hacia el pasado, hacia el reconocimiento de la vida anterior al nacimiento. El vestigio del cuerpo ausente, como quiere Pascal Quignard, la indagación de huellas, de lo que ya no está. Esa compresión resonante, a contracorriente, enlaza fin y comienzo. De Llacunes (2016) a Cartas a mi madre para mi hijo (2022) su extraordinario sentido compositivo nos enseña ese reconocimiento, el recuerdo de la vida prenatal, la niñez, la maternidad y la muerte.

Técnicas de la memoria y la reflexión –fotografías, poemas, canciones, danzas, libros, objetos íntimos–, pero también viajes y desplazamientos a otros lugares permiten especular sobre la búsqueda de significados. El pasado, aquí, no es el que se vivió sino el que se re-presenta a través de la imaginación. Los personajes transitan entre el ver y el volver a ver, exploran la espacialidad y la temporalidad. En algunos instantes incluso se siente la presencia de los ausentes a través del sonido del mar, el murmullo del aire, el canto y la poesía. El sonido ofrece las pistas de una existencia paralela; alrededor de ella se disponen relaciones entre lo próximo y lo lejano.

IV

Según Hélène Cixous “lo más verdadero es poético”, porque es la vida desnuda. En ello hace pensar Verano 1993 (2017), primer largometraje de Carla Simón. Desde la inmersión en la pérdida de sus padres explora la orfandad, el proceso de adopción, la mudanza a La Garrocha (la comarca de Gerona donde vivían sus tíos). Detrás de lo que parece una tendencia minimalista se esconde una poética poderosa: cada rutina tiene una variación, la cotidianidad encierra detalles o acontecimientos que diferencian los instantes. En los gestos, en las acciones diarias, emergen y circulan formas de ser o maneras de existir. Cada toma es la constatación del paso del tiempo, marcado por los pormenores que tienen lugar alrededor de los personajes.

A través de largos planos secuencia Simón propone la reevaluación de la pérdida, de las tensas relaciones familiares, insistiendo en algunos de sus temas característicos, como la astucia de la niñez.

Verano 1993 está impregnada de rimas visuales, analogías y contrastes con los que la directora teje el ir y venir de cada una de las escenas, de encuentros y desencuentros pausados por el duelo, el amor y la amistad. Todo se halla envuelto en una atmósfera luminosa marcada por los contrastes de las tonalidades naturales, una sutil definición de la calidez cotidiana del nordeste de Cataluña. Las imágenes son una celebración antes que un lamento. A través de largos planos secuencia Simón propone la reevaluación de la pérdida, de las tensas relaciones familiares, insistiendo en algunos de sus temas característicos, como la astucia de la niñez. El azar, a fin de cuentas, marca el curso de la vida, que no tiene un argumento fijo.

Carla Simón

Fotograma de Alcarràs (2022), de Carla Simón

V

Fiel a los detalles, a Carla Simón le importa menos la progresión dramática que la atención en las pequeñas cosas. Podría decirse que su visión, compacta y serena, es clásica. Pero sus películas contradicen las lógicas cinematográficas al uso. Su más reciente largometraje, Alcarràs (2022), es difícil de describir. ¿Un homenaje a la familia? ¿Una búsqueda geopoética? ¿Un elogio del lugar? ¿Una investigación filosófica sobre el campo y los agricultores? Ninguna de estas definiciones abarca el conjunto, aunque la obra es, en parte, todas ellas. Carla Simón la denomina como “la vida y nada más […] una belleza serena generada desde las decisiones más pequeñas”.

Vórtice de remembranzas, contenedor de afectos, ‘Alcarràs’ articula una inquietante reflexión sobre la oposición de lo rural y lo urbano, sobre la urgencia de un ethos en un mundo que articula las crisis social, laboral y ecológica.

Vórtice de remembranzas, contenedor de afectos, Alcarràs articula una inquietante reflexión sobre la oposición de lo rural y lo urbano, sobre la urgencia de un ethos en un mundo que articula las crisis social, laboral y ecológica. La cámara observa con demora, a la manera de los paisajes de Jean-François Millet, con sus intensos contrastes, el vigor de las figuras, el esfuerzo del cuerpo. Cada plano repara en una atmósfera diferente. No pasa nada fuera de lo común, se trata simplemente de lo cotidiano, expresado a través de un hilo narrativo inusual. Lo importante no es lo que se dice sino cómo, dónde y cuándo se dice.

Puede decirse que Alcarràs es una zona limítrofe, de contigüidad entre las dimensiones vegetal, social, política, animal y humana. Hay estratos y entramados de referencias. Los cantos que entablan los niños con el abuelo, los juegos bajo los árboles de durazno, la recolección de las uvas maduras o la Fiesta Mayor de la región son la expresión viva de la memoria de la Tierra, de la herencia entre generaciones. En la secuencia final, ante la impactante imagen del árbol arrancado por la grúa –que concuerda con la imagen inicial del coche viejo en el pantano–, se abre una pregunta desesperada: ¿cuál es la relación actual del humano y el mundo? El territorio no es inerte, pasivo y mudo. Lo inesperado y lo inextricable designan la realidad. Más que afianzar posiciones, la película de Simón cuestiona certezas. Invita a dejar de mirar hacia el frente para mirar alrededor.

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A propósito de Carla Simón

I

En la bella introducción a La poética del espacio (1957), Gaston Bachelard escribe que para determinar el ser de una imagen debemos experimentar su resonancia. En la resonancia encuentra sentido una imagen: lo que es, lo que acontece y lo que deviene adquieren sonoridad. Las imágenes expresan esa comunión de actos breves, aislados, activos. Pero ¿puede ese acontecimiento singular y efímero ejercer una acción en la conciencia individual y colectiva?

El surgimiento de una imagen borra la dualidad entre sujeto y objeto, la vuelve espejeante pues designa, en sus reflejos, la fuerza de la vida. Su repercusión nos invita a reflexionar sobre nuestra propia existencia. Nos lleva a un nuevo punto de partida. Interesa pensarlo como una novedad, un testimonio, un desprendimiento del pasado y de la realidad. Se abre un porvenir en el relato de nuestra historia. Todas las cosas hablan en virtud de su inevitable transfiguración: los signos mutables, las variaciones topológicas, los ritmos perceptivos, las complejidades afectivas indican una gnosis sensorial que pocos cineastas son capaces de expresar.

II

Carla Simón (Barcelona, 1986) es algo más que una cineasta. Sus películas se rigen por la naturalidad de sus personajes y la sensibilidad de sus atmósferas, con una elasticidad y una profundidad conmovedoras. Con una personalidad cinematográfica singular, su obra produce conocimiento sobre la intimidad de los recuerdos, los sueños y la imaginación. Sus historias meditan signos, intensidades y fuerzas como acontecimientos súbitos de la vida.

Carla Simón es algo más que una cineasta. Sus películas se rigen por la naturalidad de sus personajes y la sensibilidad de sus atmósferas, con una elasticidad y una profundidad conmovedoras.

Las imágenes de Simón son documentos fenomenológicos que hacen una gran travesía en distintas direcciones, como puede verse desde cortometrajes como Women (2009) y, sobre todo, Lovers (2010), desplegada y ampliada en Born Positive (2012). Se advierte la misma impronta en obras tempranas como Las pequeñas cosas (2014), donde cobran vida imágenes amadas, fijadas en la memoria, en ese punto liminal donde es indiscernible el recuerdo de la imaginación. O, como diría Jean-Luc Nancy, “la presentación de un mundo surgiendo a su propia visión, a su propia evidencia”.

Carla Simón

Fotograma de Verano 1993 (2017), de Carla Simón

III

En el gran trazado que forman sus trabajos, Carla Simón va construyendo una relación íntima entre imaginación y memoria, entre presencia y ausencia. Una condición fronteriza en la que la existencia se orienta hacia el pasado, hacia el reconocimiento de la vida anterior al nacimiento. El vestigio del cuerpo ausente, como quiere Pascal Quignard, la indagación de huellas, de lo que ya no está. Esa compresión resonante, a contracorriente, enlaza fin y comienzo. De Llacunes (2016) a Cartas a mi madre para mi hijo (2022) su extraordinario sentido compositivo nos enseña ese reconocimiento, el recuerdo de la vida prenatal, la niñez, la maternidad y la muerte.

Técnicas de la memoria y la reflexión –fotografías, poemas, canciones, danzas, libros, objetos íntimos–, pero también viajes y desplazamientos a otros lugares permiten especular sobre la búsqueda de significados. El pasado, aquí, no es el que se vivió sino el que se re-presenta a través de la imaginación. Los personajes transitan entre el ver y el volver a ver, exploran la espacialidad y la temporalidad. En algunos instantes incluso se siente la presencia de los ausentes a través del sonido del mar, el murmullo del aire, el canto y la poesía. El sonido ofrece las pistas de una existencia paralela; alrededor de ella se disponen relaciones entre lo próximo y lo lejano.

IV

Según Hélène Cixous “lo más verdadero es poético”, porque es la vida desnuda. En ello hace pensar Verano 1993 (2017), primer largometraje de Carla Simón. Desde la inmersión en la pérdida de sus padres explora la orfandad, el proceso de adopción, la mudanza a La Garrocha (la comarca de Gerona donde vivían sus tíos). Detrás de lo que parece una tendencia minimalista se esconde una poética poderosa: cada rutina tiene una variación, la cotidianidad encierra detalles o acontecimientos que diferencian los instantes. En los gestos, en las acciones diarias, emergen y circulan formas de ser o maneras de existir. Cada toma es la constatación del paso del tiempo, marcado por los pormenores que tienen lugar alrededor de los personajes.

A través de largos planos secuencia Simón propone la reevaluación de la pérdida, de las tensas relaciones familiares, insistiendo en algunos de sus temas característicos, como la astucia de la niñez.

Verano 1993 está impregnada de rimas visuales, analogías y contrastes con los que la directora teje el ir y venir de cada una de las escenas, de encuentros y desencuentros pausados por el duelo, el amor y la amistad. Todo se halla envuelto en una atmósfera luminosa marcada por los contrastes de las tonalidades naturales, una sutil definición de la calidez cotidiana del nordeste de Cataluña. Las imágenes son una celebración antes que un lamento. A través de largos planos secuencia Simón propone la reevaluación de la pérdida, de las tensas relaciones familiares, insistiendo en algunos de sus temas característicos, como la astucia de la niñez. El azar, a fin de cuentas, marca el curso de la vida, que no tiene un argumento fijo.

Carla Simón

Fotograma de Alcarràs (2022), de Carla Simón

V

Fiel a los detalles, a Carla Simón le importa menos la progresión dramática que la atención en las pequeñas cosas. Podría decirse que su visión, compacta y serena, es clásica. Pero sus películas contradicen las lógicas cinematográficas al uso. Su más reciente largometraje, Alcarràs (2022), es difícil de describir. ¿Un homenaje a la familia? ¿Una búsqueda geopoética? ¿Un elogio del lugar? ¿Una investigación filosófica sobre el campo y los agricultores? Ninguna de estas definiciones abarca el conjunto, aunque la obra es, en parte, todas ellas. Carla Simón la denomina como “la vida y nada más […] una belleza serena generada desde las decisiones más pequeñas”.

Vórtice de remembranzas, contenedor de afectos, ‘Alcarràs’ articula una inquietante reflexión sobre la oposición de lo rural y lo urbano, sobre la urgencia de un ethos en un mundo que articula las crisis social, laboral y ecológica.

Vórtice de remembranzas, contenedor de afectos, Alcarràs articula una inquietante reflexión sobre la oposición de lo rural y lo urbano, sobre la urgencia de un ethos en un mundo que articula las crisis social, laboral y ecológica. La cámara observa con demora, a la manera de los paisajes de Jean-François Millet, con sus intensos contrastes, el vigor de las figuras, el esfuerzo del cuerpo. Cada plano repara en una atmósfera diferente. No pasa nada fuera de lo común, se trata simplemente de lo cotidiano, expresado a través de un hilo narrativo inusual. Lo importante no es lo que se dice sino cómo, dónde y cuándo se dice.

Puede decirse que Alcarràs es una zona limítrofe, de contigüidad entre las dimensiones vegetal, social, política, animal y humana. Hay estratos y entramados de referencias. Los cantos que entablan los niños con el abuelo, los juegos bajo los árboles de durazno, la recolección de las uvas maduras o la Fiesta Mayor de la región son la expresión viva de la memoria de la Tierra, de la herencia entre generaciones. En la secuencia final, ante la impactante imagen del árbol arrancado por la grúa –que concuerda con la imagen inicial del coche viejo en el pantano–, se abre una pregunta desesperada: ¿cuál es la relación actual del humano y el mundo? El territorio no es inerte, pasivo y mudo. Lo inesperado y lo inextricable designan la realidad. Más que afianzar posiciones, la película de Simón cuestiona certezas. Invita a dejar de mirar hacia el frente para mirar alrededor.

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jueves, 23 de febrero de 2023

Bahidorá 2023: fragmentos discontinuos

Toda fiesta colectiva es un crisol de ambivalencias personales. Lo que para unos es el mejor ambiente para otros es la oportunidad de escuchar y contemplar con mayor detenimiento. Bahidorá tiene esa amplitud. Realizado del 17 al 19 de febrero en un escenario natural-recreativo como Las Estacas, Morelos, el autoproclamado carnaval tuvo la suerte de resistir de forma estoica el año más duro de la pandemia (2020) y ser uno de los primeros en volver a operar (2022), siempre con una curaduría afincada en el baile, el entorno, los públicos especializados y la multiplicidad de sonoridades.

Más allá de sus fortalezas o debilidades financieras, los festivales son iniciativas que dependen en buena medida de la constancia, la calidad y el factor sorpresa de su producto final, el cartel. Con la modalidad de fin-de-semana-en-balneario-natural, el Carnaval de Bahidorá ha confeccionado una propuesta de festival boutique con públicos, experiencias y artistas más diversos e interesantes que los del Corona Capital, Ceremonia, Pa’l Norte o Vive Latino, por mencionar algunos de los más concurridos, acotados y costosos.

En su edición 2023 Bahidorá se enfrentó a desafíos de mejora y continuidad, así como al aumento de costos en todas las áreas de producción. Además de nutrido y entusiasta como en cada edición, el público se percibió aún más heterogéneo que en otras ocasiones. Ante el reto mayor, el de la sorpresa, su cartel, si bien meticulosamente curado, fue más discreto que arriesgado, con nombres de garantía modesta como Imagine Dragons, John Talabot o Soichi Terada y apuestas en busca de trono como AQUIHAYAQUIHAY, Lido Pimienta o Kokoroko. Estos últimos tres fueron, quizá, los puntos más álgidos sobre el escenario. 

Bahidorá

Cortesía del Carnaval de Bahidorá

Intenciones y realidades

Bahidorá toreó este año de forma decorosa, con un cartel solvente, cambio de escenarios y mejoras en el recorrido, aunque las fallas en presentaciones clave como las de Luisa Almaguer o Little Dragon no pasaron desapercibidas. El festival ha apostado por la continuidad de un grupo humano que realiza un esfuerzo notable: es su verdadero músculo en medio de una industria salvaje, precarizada, cada vez más constreñida. 

El discurso en torno al impacto ambiental, sello de Bahidorá, atraviesa un momento similar al de su cartel: las charlas y las actividades relacionadas, por bienintencionadas que sean, parecen no tener un impacto notable en las formas de consumo de su público. La invitación a una fiesta prácticamente ininterrumpida de tres días obliga a forzar el cuerpo y el bolsillo, a resistir horas ingentes de decibelios, estimulantes y complejidades propias de un entorno natural. Tendrán que pensarse formas de transitar los cambios generacionales, las crisis financieras y la exigencia de un público que ha crecido junto al festival. 

La edición 2023 fue la oportunidad de experimentar de forma fragmentada postales y sonidos, de sentarse en el resquicio de una palmera y escuchar las pruebas de audio en la madrugada, las estelas ambientales de los beats alejados o, sencillamente, de sentir el fresco matinal entre sonidos de flautas y aves silbando. Vivir esos instantes en una fiesta de música, alejados de la ciudad, es un verdadero lujo pese a la saturación de ruido y marcas, entre los rostros de trabajadores cansados y visitantes estridentes. 

Bahidorá

Cortesía del Carnaval de Bahidorá

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Bahidorá 2023: fragmentos discontinuos

Toda fiesta colectiva es un crisol de ambivalencias personales. Lo que para unos es el mejor ambiente para otros es la oportunidad de escuchar y contemplar con mayor detenimiento. Bahidorá tiene esa amplitud. Realizado del 17 al 19 de febrero en un escenario natural-recreativo como Las Estacas, Morelos, el autoproclamado carnaval tuvo la suerte de resistir de forma estoica el año más duro de la pandemia (2020) y ser uno de los primeros en volver a operar (2022), siempre con una curaduría afincada en el baile, el entorno, los públicos especializados y la multiplicidad de sonoridades.

Más allá de sus fortalezas o debilidades financieras, los festivales son iniciativas que dependen en buena medida de la constancia, la calidad y el factor sorpresa de su producto final, el cartel. Con la modalidad de fin-de-semana-en-balneario-natural, el Carnaval de Bahidorá ha confeccionado una propuesta de festival boutique con públicos, experiencias y artistas más diversos e interesantes que los del Corona Capital, Ceremonia, Pa’l Norte o Vive Latino, por mencionar algunos de los más concurridos, acotados y costosos.

En su edición 2023 Bahidorá se enfrentó a desafíos de mejora y continuidad, así como al aumento de costos en todas las áreas de producción. Además de nutrido y entusiasta como en cada edición, el público se percibió aún más heterogéneo que en otras ocasiones. Ante el reto mayor, el de la sorpresa, su cartel, si bien meticulosamente curado, fue más discreto que arriesgado, con nombres de garantía modesta como Imagine Dragons, John Talabot o Soichi Terada y apuestas en busca de trono como AQUIHAYAQUIHAY, Lido Pimienta o Kokoroko. Estos últimos tres fueron, quizá, los puntos más álgidos sobre el escenario. 

Bahidorá

Cortesía del Carnaval de Bahidorá

Intenciones y realidades

Bahidorá toreó este año de forma decorosa, con un cartel solvente, cambio de escenarios y mejoras en el recorrido, aunque las fallas en presentaciones clave como las de Luisa Almaguer o Little Dragon no pasaron desapercibidas. El festival ha apostado por la continuidad de un grupo humano que realiza un esfuerzo notable: es su verdadero músculo en medio de una industria salvaje, precarizada, cada vez más constreñida. 

El discurso en torno al impacto ambiental, sello de Bahidorá, atraviesa un momento similar al de su cartel: las charlas y las actividades relacionadas, por bienintencionadas que sean, parecen no tener un impacto notable en las formas de consumo de su público. La invitación a una fiesta prácticamente ininterrumpida de tres días obliga a forzar el cuerpo y el bolsillo, a resistir horas ingentes de decibelios, estimulantes y complejidades propias de un entorno natural. Tendrán que pensarse formas de transitar los cambios generacionales, las crisis financieras y la exigencia de un público que ha crecido junto al festival. 

La edición 2023 fue la oportunidad de experimentar de forma fragmentada postales y sonidos, de sentarse en el resquicio de una palmera y escuchar las pruebas de audio en la madrugada, las estelas ambientales de los beats alejados o, sencillamente, de sentir el fresco matinal entre sonidos de flautas y aves silbando. Vivir esos instantes en una fiesta de música, alejados de la ciudad, es un verdadero lujo pese a la saturación de ruido y marcas, entre los rostros de trabajadores cansados y visitantes estridentes. 

Bahidorá

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Vetas y naturalezas

Presentamos siete poemas de Vetas y naturalezas, segundo título de poesía del poeta, traductor, ensayista y profesor italiano Valerio Magrelli (Roma, 1957), publicado originalmente en 1987, siete años después de la aparición del célebre libro de poesía Ora serrata retinae.

 

CUANDO apago la lámpara,

la oscuridad en la ventana abierta

de repente se vuelve tan clara

como en un negativo.

Esto me demuestra, al menos,

que aquí dentro

vivo en un baño de ácidos,

de sustancias corrosivas y lenticulares

de las que me siento amplificado,

palidecido y variable a la luz

como las imágenes de esta noche,

ya no sé si luminosa

o invertida o de tinieblas.

 

 

DESPENSA: nunca fue concedido

un nombre más apropiado.

Corazón de la comida dispuesto

en el alma de la casa

como el impulso inmóvil

de las cosmologías.

Espacio tabernáculo

alimentario y secreto.

 

 

¿QUÉ son los yesos de Pompeya,

moldes, prototipos o estatuas?

Quizá plantas,

las plantas ruderales,

que de algún modo surgen de la ruina

y eligen una trayectoria,

la invasión de la piedra

como lugar de su florecimiento.

 

 

CUANDO el aire se ilumina aparece

suspendida

la naturaleza del polvo,

su esencia volátil, el descenso

sobre el mundo. El polvo es la sombra

de la luz, no la que

es dada por su ausencia, sino la sustancia

que actúa, la oscuridad viva,

el alimento nocturno del resplandor.

 

 

BAJO la luz abierta

el corazón del paisaje tiembla

en sus fronteras,

centellea,

palpitante y tembloroso,

moviéndose como un enjambre

de insectos que componen formas

en la fibrilación de su vuelo.

 

 

SENTIRSE mal parece querer decir

que el dolor impide

escucharte a ti mismo.

El sufrimiento conduce

tu cuerpo lejos,

demasiado lejos para ser escuchado.

 

 

ESTAS notas sobre los días

son migas

para encontrar el sendero

a lo largo del bosque de los años.

Pero vendrán los pinzones

a borrar las huellas,

a picotear migas,

a seguir el rastro,

para comerse el camino,

para devorarte.

 

 

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Vetas y naturalezas

Presentamos siete poemas de Vetas y naturalezas, segundo título de poesía del poeta, traductor, ensayista y profesor italiano Valerio Magrelli (Roma, 1957), publicado originalmente en 1987, siete años después de la aparición del célebre libro de poesía Ora serrata retinae.

 

CUANDO apago la lámpara,

la oscuridad en la ventana abierta

de repente se vuelve tan clara

como en un negativo.

Esto me demuestra, al menos,

que aquí dentro

vivo en un baño de ácidos,

de sustancias corrosivas y lenticulares

de las que me siento amplificado,

palidecido y variable a la luz

como las imágenes de esta noche,

ya no sé si luminosa

o invertida o de tinieblas.

 

 

DESPENSA: nunca fue concedido

un nombre más apropiado.

Corazón de la comida dispuesto

en el alma de la casa

como el impulso inmóvil

de las cosmologías.

Espacio tabernáculo

alimentario y secreto.

 

 

¿QUÉ son los yesos de Pompeya,

moldes, prototipos o estatuas?

Quizá plantas,

las plantas ruderales,

que de algún modo surgen de la ruina

y eligen una trayectoria,

la invasión de la piedra

como lugar de su florecimiento.

 

 

CUANDO el aire se ilumina aparece

suspendida

la naturaleza del polvo,

su esencia volátil, el descenso

sobre el mundo. El polvo es la sombra

de la luz, no la que

es dada por su ausencia, sino la sustancia

que actúa, la oscuridad viva,

el alimento nocturno del resplandor.

 

 

BAJO la luz abierta

el corazón del paisaje tiembla

en sus fronteras,

centellea,

palpitante y tembloroso,

moviéndose como un enjambre

de insectos que componen formas

en la fibrilación de su vuelo.

 

 

SENTIRSE mal parece querer decir

que el dolor impide

escucharte a ti mismo.

El sufrimiento conduce

tu cuerpo lejos,

demasiado lejos para ser escuchado.

 

 

ESTAS notas sobre los días

son migas

para encontrar el sendero

a lo largo del bosque de los años.

Pero vendrán los pinzones

a borrar las huellas,

a picotear migas,

a seguir el rastro,

para comerse el camino,

para devorarte.

 

 

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