Melofobia: la incapacidad de escuchar música sin sentir pánico o angustia. Por seductora que parezca, probablemente sólo existe como idea. Su rastro documental no incluye cuadros clínicos que coincidan completamente con su descripción (casi siempre se trata de una fobia hacia ciertos estilos de música o al volumen extremo). En línea, los sitios que hablan de ella tienen el inconfundible aroma de la pseudopsicología, que se ha vuelto tan popular como herramienta para patologizar a toda persona, lejana o cercana, empezando por uno mismo. No se citan casos verificables y está ausente todo rigor teórico o clínico en sus textos, aunque se describen profusamente los síntomas (por otra parte, idénticos a los de cualquier fobia).
La melofobia no está catalogada por el infame Manual de Trastornos Psiquiátricos (DSM-5 es su última versión), también conocido como el código penal de la vida subjetiva. No caeré en la trampa de negar su existencia por influencia de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría: el hecho de que no conozca un caso de primera mano no entra en conflicto con su posibilidad. Hay más fobias que cucarachas. Pero, como en el caso de otros usos del sufijo fobia, las posibilidades son más fértiles en el plano simbólico: no una afección clínica que incapacita a una persona cada vez que escucha sonidos musicales sino una aversión estética o moral. Aquí la aversión estaría dirigida a la ubicuidad de la música o a ciertos estilos de música.
Esto último resulta de lo más familiar. Así como no tengo a la mano la referencia de un caso clínico de melofobia, tampoco conozco a alguien que no sienta rechazo hacia una o más formas específicas de música. Es un rasgo compartido por cualquier persona que se encuentra con la música en la cotidianeidad, ya sea bienvenida o no, especialmente en los sitios públicos (es decir, casi cualquier persona actual).
Incluso bajo la maquinaria pesada del pop de la última década sigue siendo común encontrar personas, casi siempre con ciertas pretensiones de exquisitez, que dicen odiar el reguetón (cosa que a estas alturas equivale a algo muy parecido a odiar Internet o las líneas rectas). Por fortuna para ellas el fin del dominio en listas de ventas de este y otros ritmos antillanos adyacentes se antoja próximo, pero es inevitable pensar que tal vez podrían haber llevado una existencia más plácida si hubieran hecho las paces con su vigencia.
En mi caso ese odio está dirigido (entre otras cosas, aunque hacia allá en especial) a las estudiantinas. Además del asco que me despierta su parte estrictamente sonora, las asocio con entornos dados al machismo y las ideologías de conservadurismo extremo. Sucede que los deseos de exterminio hipotético de estilos musicales se refieren, casi siempre, a la desaparición de ciertas tendencias ideológicas o tipos sociales.
En la novela Una modesta aportación a la historia del crimen (1991), de Damián Alou, el protagonista, con una capacidad infinita para detestar a la humanidad entera, logra sentir un odio nítido y más intenso hacia algunas formas de música popular. Enfermo de tedio y desesperado por dar sentido a una vida sin rumbo, traza un plan para eliminar a los integrantes de un conjunto vocal llamado La Década Dorada. Repite cada tanto que ella ejemplifica la decadencia de costumbres y aprovecha cada ocasión para ostentar su amor por la música clásica, aunque no hace el menor intento por elaborar algo en torno de su valor ni para relacionar la música pop con todo lo que considera despreciable en la sociedad que la creó (en este caso la España de principios de los noventa).
La novela está limitada por un vasto número de flancos: el plan nunca llega a ser verosímil (aunque en él se base toda la trama) y la narración se siente, la mayor parte del tiempo, más como un síntoma que como un comentario del hastío que se propone retratar. Pero de manera involuntaria ejemplifica con precisión el desarrollo de esa melofobia selectiva, casi universal hoy, hasta el extremo de la caricatura. El protagonista ostenta una y otra vez su gusto por la música clásica como una muestra de su superioridad intelectual y moral, pero su desinterés por toda reflexión que vaya más allá de la superficie deja sospechar que sus gustos musicales representan para él poco más que una forma de acondicionar su entorno. Esto se agrega a su vocación inquebrantable por la comodidad. La música, para él, no representa más que una de dos posibilidades: una pátina de lujo o un ruido que coarta su placer personal. Esto último, desde su perspectiva, es el mayor crimen posible.
Ryūichi Sakamoto, uno de los músicos más importantes en la historia reciente de Japón, ha padecido una forma propia de melofobia, aunque sólo se parece en aspectos exteriores a la del caso anterior. También, de una manera propia, tomó en sus manos la misión de combatirla. En una entrevista de 2018 contó el episodio que le llevó a crear una lista de reproducción para un restaurante que era muy dado a visitar. Todo en ese establecimiento era perfecto, decía, salvo por la selección musical, que calificó como “descuidada” e “irreflexiva”. En el artículo donde aparece la entrevista y se narra la anécdota el autor parece estar siempre varios pasos detrás del gesto de Sakamoto: aunque reconoce el problema de guiarse por las sugerencias de las plataformas de escucha y la estrechez de miras que supone utilizar la música como herramienta para marcas, el mayor elogio que se le ocurrió para la selección que hizo el músico japonés fue que le hacía sentir “bien atendido”. Una reseña de cliente.
Cuando no busca analizar la función de la música, el autor hace una crónica que arroja mucha más luz sobre lo que buscaba Ryūichi Sakamoto. Para hacer la selección colaboró con Norika Sora, su esposa (además de su representante), y con el músico y productor Ryu Takahashi. Hicieron varias aproximaciones. La lista inicial incluía registros apacibles e introspectivos, más cercanos a lo que Sakamoto escuchaba en su casa a solas, aunque no tardaron en notar que en el entorno del restaurante el sonido contrastaba de manera lúgubre. Sora observó que el espacio –la luminosidad, la atmósfera y el mobiliario– no se prestaba a piezas afines a la escucha privada de gente con el currículum de su esposo y su colaborador. Comenzó entonces un ejercicio de aproximación en el que llegaron, tras varios intentos, a lo que mejor representaba la forma ideal de enlace entre las personas, desconocidas entre sí, que integrarían uno o varios de los grupos posibles, fugaces, que congregaría el restaurante.
Sakamoto había hecho varias listas de reproducción antes para gente cercana y, destacadamente, para el funeral de su madre. Aquí, aunque el punto de partida pueda haber sido una necesidad personal (acondicionar mejor el tiempo que pasaba en un establecimiento), se lo planteó como una tarea creativa que rebasaba esa necesidad. Hace unos días publicó 12, su álbum más reciente, hecho enteramente a partir de elementos discretos. Esto parecería redundante pensando en que buena parte de su discografía, especialmente en los últimos años, ha tenido tonos más bien contemplativos. Pero esa contención, en el caso de 12, es todavía mayor, y el tono, más oscuro. La reducción en lo sonoro tiene su reverso en la intensidad emocional: cada gesto se siente definitivo y, al escucharlo, no puede concebirse que uno distinto pueda ocupar su sitio. Cada parte se siente cargada de intención, a veces a un nivel casi intolerable.
12 podría ser el último álbum que Ryūichi Sakamoto lanzará en vida: hace unos años reveló que padece cáncer, y recientemente se supo que este se encuentra en fase cuatro (también conocida como metástasis). Una vez que se conoce este dato es imposible escucharlo sin tenerlo presente. Con él a mano se puede sentir el habla nítida en cada una de sus piezas, la meditación que contienen, acerca del fin y la impermanencia. Entre otras cosas, 12 es el absoluto opuesto de los gestos vacíos, de lo que Sakamoto llamaba la música descuidada o irreflexiva. Seguramente no será la mejor música de fondo para un restaurante y tendrá un lugar mucho más propicio en la escucha a solas. Como se sabe, no hay música infalible: el contexto determinará siempre la fuerza con que llegue a su público. Podemos sentir fobia hacia una canción que, en un momento distinto, decidiremos adoptar, como algo que quisiéramos cerca nuestro de ahí en adelante. (Habrá otras, por supuesto, que nunca nos lleguen a parecer más que ruido molesto, independientemente del contexto.) Al grabar 12, Ryūichi Sakamoto se dedicó hasta el último detalle a crear algo que, escuchado en el momento adecuado, signifique más que el ruido habitual. Algo definitivo.
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