La narrativa de Alejandro Meneses (1960-2005) aporta una singularidad indiscutible a la narrativa mexicana por sus atmósferas devastadas, por la precisión y belleza en su lenguaje. Lo conocí en el año 2000 en los talleres literarios del Instituto Cultural Poblano. Además de la relación amistosa que surgió casi inmediatamente, el trato cotidiano con Meneses me permitió un acercamiento a su idea narrativa, a su poética, que complementaba con la lectura de sus libros. A lo largo de los años y semanas antes de su muerte en 2005, en las distintas casas y departamentos que habitó o en los bares que frecuentábamos, recobraba pequeños detalles, historias que me daban una imagen más completa de él. En sus cuentos, escondido en la cadencia o en la seducción de las frases, sucede algo terrible y yo trataba de vincular esa certeza, esa desolación, con el hombre amable, de cabello revuelto, que semana tras semana iba al taller y que después compartía con generosidad sus lecturas acompañado por un vaso de vodka.
Si exceptuamos las antologías y los volúmenes recopilatorios la obra de Meneses es breve y exigente, condensada en cuatro libros de cuentos: Días extraños (Universidad Autónoma de Puebla, 1987), Ángela y los ciegos (Cal y Arena, 2000), Vidas lejanas (ABZ, 2003) y el póstumo Tan cerca, tan lejos (Ediciones de Educación y Cultura, 2005). Algo que llama la atención es que dedicó todo su potencial creativo al cuento y sólo escribió algunos poemas dispersos que, supongo, condenó al cajón de sus experimentos de juventud. También aventuró algunos ensayos y reseñas que permanecen inéditos en libro.
Los cuentos de Meneses, muchos de ellos escritos en primera persona, tienen un tono realista que es perturbado constantemente por el efecto onírico de sus atmósferas. Como sucede en los sueños, la prosa del autor transcurre lentamente, sujeta a otras prioridades, a otro tiempo, y fija su mirada en detalles mínimos: el ladrido de un perro, el olor de una carpintería abandonada, la imagen dolorosa de una Virgen, el humo que asciende en una taza de café. El estilo de Alejandro Meneses es inconfundible no por su temática sino por su búsqueda constante, su adicción a ciertos colores, ciertas imágenes, la evocación de algunas palabras. Este conjunto es lo que da homogeneidad y peso a su obra. Cualquier cuento tomado al azar ofrece una imagen íntima del autor, un acercamiento al universo que pobló con sus fantasmas de adolescencia y madurez.
Una idea del cuento
Encuentro dos grandes vertientes en la narrativa de Meneses. Una concentrada en sondear el paraíso oculto de la infancia, transcurrida en el rancho pulquero de Altzayanca y en su adolescencia en Santa María de los Niños: campos de maíz, magueyes, una panadería, una llanura hirviente por el sol; lugares obsesivos, reconstruidos una y otra vez como si el autor tratara de ubicar una imagen perdida entre el polvo. El otro foco es el amante que deambula en busca de una mujer dibujada con rasgos efímeros y poco nítidos. En esta vertiente la prosa de Meneses logra sus mejores momentos, cuadros vivos que transcurren en casas antiguas, bares deshabitados, cuartos de hotel sumidos en la penumbra; todo sujeto a la distorsión provocada por el alcohol, por el resplandor de la soledad. En cada momento el lector enfrenta un territorio movedizo, historias en las que siempre hay algo atrás, un latido, la certeza de que en una relectura se descubrirá una nueva interrogante.
No se puede entender la narrativa de Alejandro Meneses sin su idea del cuento. En la antología Insólitos y ufanos. Antología del cuento en Puebla, 1990-2001 (2003), de Jorge Arturo Abascal Andrade, en la cual participa con el relato “Ángela y los ciegos”, Meneses plantea su poética del género: “a veces puede ser simplemente una atmósfera, no necesariamente un nudo o un planteamiento; puede ser un trozo de realidad tomado al azar y extenderse en el antes y el después. Los cuentos pueden seguir viviendo más allá de donde empiezan y de donde acaban, el lector puede empezar un cuento mucho antes de donde inicia y puede seguirlo mucho después de que ya cerró el libro”.
En cada tramo de la obra de Meneses se advierte la necesidad por devolver a la literatura su cualidad de pregunta, de explorar el alma, los resquicios que pasan desapercibidos y que su narrativa rescata para convertirlos en protagonistas.
Siguiendo esta poética, en cada tramo de la obra de Meneses se advierte la necesidad por devolver a la literatura su cualidad de pregunta, de explorar el alma, los resquicios que pasan desapercibidos y que su narrativa rescata –como objetos abandonados por la marea– para convertirlos en protagonistas. José Joaquín Blanco refiere en “Alejandro Meneses: los avatares de Ángela”, una reseña que dedicó a su libro Ángela y los ciegos y que publicó en su blog: “La trama es la lluvia, o una tarde de lluvia, o una gota de lluvia”. En el mismo libro, el final del primer capítulo de “La soledad de los barcos” –deslumbrante– pone esta imagen sobre la mesa: “Un insecto vuela frente a mis ojos. En sus patas lleva una diminuta gota de agua. En el fondo de la gota una puerta se abre”. Estas palabras, además de detonante, son un resumen perfecto del libro y de la apuesta del autor: una historia dentro de otra historia, una mirada en otra; sugerencias en lugar de certezas. Más allá de un juego de muñecas rusas, de un rompecabezas o un acertijo borgeano, esta imagen es el signo del descenso a un infierno particular, el cual se construye lentamente, en líneas que invocan la derrota y la penumbra.
Lo incompleto, lo extraño
En Meneses la anécdota no se difumina o se torna críptica, como sucede en el Nouveau Roman o en escritores como Jesús Gardea o Juan Vicente Melo. Las acciones son nítidas, un movimiento se encadena a otro, la mirada sigue como una cámara los pasos de los personajes. La extrañeza, entonces, sucede en las historias incompletas, “espacios en blanco” que siembra el autor y que funcionan como anzuelos, diminutas interrogantes que mueven el texto en varias direcciones. El lector recorre un paisaje indefinido, recovecos que devuelven significados insospechados; incluso en los diálogos se oculta algo, una historia que ocurre tras bambalinas y que deja breves reminiscencias entre las palabras. Las frases más explícitas parecen recriminaciones a la nada, a un dios corrosivo cuya violencia silenciosa, su inacción, degrada a los personajes o, mejor dicho, al personaje prototipo de Meneses, un álter ego que se pregunta constantemente su lugar en el mundo, estar ahí en ese momento, cuando todo pierde sentido excepto la literatura: “¿Quién soy, dónde he sido?”, dice uno de los personajes de su último libro.
Esa conciencia se transmite a una corporeidad dolorosa que siempre bordea el límite y que, a menudo, se revela con referencias escatológicas: deyecciones, flatulencias, vómitos. Cada respiración, cada voluta de humo expulsada, cada segundo de vida, es una tortura. En “Cabaret para ciegos”, en uno de los fugaces encuentros con Ángela Adónica, después de observar una pelea, mientras los meseros recogen despojos de la fiesta, el personaje se pregunta: “¿Qué hacía yo tirado, escupiendo restos de canapés, sujetándome el pelo para no quedarme dormido?”. Más tarde Ángela lo guía a la casa que él había habitado 20 años antes, convertida ahora en un cabaret para ciegos donde ella es la atracción principal. El personaje reconoce el lugar, recorre la barda con el tacto, asumiendo la lejanía con la casa de su infancia. Después aparece una anciana que, por momentos, es su abuela o una extraña que regentea el cabaret. “Usted no es mi abuela”, le dice él. “¿Y quién en este mundo quisiera ser tu abuela?”, responde ella.
Como observa José Joaquín Blanco, la intención de Meneses también abreva de un decadentismo modernista que no abusa de la retórica, estados de ánimo artificiales o impuestos.
Estos ejemplos muestran un tono que abrevan de una estética onírica hecha de la ausencia de elementos fijos que ofrezcan seguridad en la trama. Como observa José Joaquín Blanco, la intención de Meneses también abreva de un decadentismo modernista que no abusa de la retórica, estados de ánimo artificiales o impuestos. Incluso podría añadir que encuentra vasos comunicantes con el expresionismo entendido como una deformación de la realidad, un mundo que no se analiza, cuya apuesta no es el análisis sino la fuerza basada en la contención, donde cobran fuerza las descripciones exactas, instantes construidos con palabras crudas, concentradas y densas. No es casual que en la portada de Vidas lejanas el autor haya elegido el óleo Muerte en la habitación de la enferma del pintor noruego Edvard Munch, emblema del movimiento expresionista. En la imagen aparecen varias figuras vestidas de negro, sólo dos tienen el rostro descubierto y miran de frente, con las manos entrelazadas. El escenario parece una obra de teatro cuyos actores, en su congoja, sólo se limitan a ocupar un espacio, separados unos de otros, en un momento que no acaba. Incluso la última figura de la izquierda parece un bosquejo, un dibujo a medio terminar, con una mano apoyada en la pared y un rostro al cual se le han borrado los rasgos. Los personajes de Meneses, al igual que en la obra de Munch, son figuras lánguidas, de rasgos y rostros indefinidos, en escenarios llenos de contrastes: oscuridad y luz; revelación y pérdida. A veces recuperan, casi a ciegas, pasajes de su vida, pedazos de memoria vistos como en una televisión más sintonizada. Transitan de habitación en habitación, de pesadilla en pesadilla, sin saber qué esperar, sujetos a estímulos punzantes pero cada vez que abre los ojos percibe un mundo nuevo que lo confunde y lo cerca.
Días extraños
Meneses conservó este tono incluso en el tramo final de su obra, quizá más dócil, en el que sus historias no plantean un ensueño desbordado o alucinante. Sin embargo, las imágenes no pierden su fuerza y las situaciones son elaboradas con trazos precisos y punzantes. El fraseo, más depurado, no renuncia a lo sensorial que pasa desapercibido para los escritores cuya apuesta es la seguridad de contar una anécdota de cabo a rabo, que delinean con compás y regla las tramas. Meneses, al contrario, deja la historia en el antes y después, en lo que no escribe, en el silencio. Su primer libro, Días extraños, mostró una experimentación con el punto de vista del narrador y un cuidadoso ensamblaje del tiempo. “Cuando sueñes, sueña con eso”, el primer cuento, es una brillante exploración de la soledad y los desencuentros. La mirada del escritor se desdobla en acciones simultáneas y voces distintas. El complejo engranaje del cuento resalta por su corta extensión, por la exploración de lo minúsculo: la caligrafía de una carta, una hoja de papel que se transforma en “una llanura desolada, un desierto aéreo, brillante de pastos secos, por donde habría de pasar una manada de bestias oscuras en busca de agua”.
“El barco de cristal” aborda la relación con la figura paterna (elemento central en otros cuentos), detonada por un telegrama que informa de la muerte del padre y el regreso del hijo a su lugar de origen, un pueblo costero, de aire turbio, salobre, sumergido en el tiempo. En ese ambiente comienza a recuperar parte de su infancia y, al mismo tiempo, recordar la progresiva destrucción de su padre retratada en objetos abandonados en las repisas, piedras dejadas por la marea, proyectos inconclusos. El hijo pasa de una lejanía cómoda a asumir la pérdida que, en realidad, había sucedido muchos años atrás. “El fin de la noche”, relato extenso que cierra el volumen, no es redondo por el abuso de cierta experimentación en voces y tiempos que lo vuelven demasiado críptico. Las acciones son nubosas, la mirada se dirige a una cortina de niebla donde los elementos parecen disgregarse. Sin embargo la intención es congruente con el resto del volumen: buscar una aproximación al cuento mediante la atmósfera y que ésta determine las motivaciones de los personajes.
Ángela y los ciegos
Ángela y los ciegos es un libro demoledor empapado de una atmósfera carnavalesca, donde conviven lo surrealista, lo absurdo, lo escatológico. Si en Días extraños los cuentos están envueltos en simbolismo y en un rodeo en el discurso que se ramifica y que envuelve el lenguaje, en este libro el abordaje es más conciso pero no menos complejo. Le tomó varios años al autor retar a su obra y podar frases, conducir el lenguaje hasta un filtro y condensar las palabras hasta lograr las indispensables sin renunciar a los cortes en el tiempo: la anécdota o, mejor dicho, el punto de partida del libro es Ángela Adónica, maestra para ciegos, que busca infructuosamente la dirección de la escuela donde dará clases. En esta búsqueda imposible, condenada como el mito de Sísifo a renovarse una y otra vez hasta el infinito, encuentra a su primo y se vuele su compañera y amante. Pero su relación siempre estará sujeta a lo inconcluso. Así como ella no puede encontrar la escuela donde dará clases, su primo está condenado a perderla, a ser un extraño en su mundo fragmentario y contentarse sólo con atisbos, insinuaciones que se quedan en el flirteo y que nunca se consuman.
Imágenes, sensaciones, perspectivas cuya característica no es una acción definitiva sino por una tarde nublada, hojas flotando en un estanque, la sombra de un cuervo en un campanario.
Meneses también se sirve de esta condición incompleta para construir el volumen, que no sigue una línea argumental clara. Intercalados en los cuentos más extensos hay textos identificados con números que son vínculos nuevos, detonadores para la persecución amorosa, para un recuerdo en apariencia intrascendente que completa una memoria quebradiza, cuyas ramificaciones involucran una fotografía fragmentada. La unidad, entonces, sólo sucede en la pérdida de Ángela Adónica, en el desconocimiento del mundo femenino. El autor evade la idealización fácil de la mujer y elabora un personaje complejo no por una gran tragedia o una profundidad psicológica al estilo de las novelas de Dostoievski, sino a través de instrumentos sutiles: un personaje narrado indirectamente, desolado por algo de lo que apenas tiene consciencia, entonces sólo puede pasear la mirada en busca de detalles: imágenes, sensaciones, perspectivas cuya característica no es una acción definitiva sino por una tarde nublada, hojas flotando en un estanque, la sombra de un cuervo en un campanario. Esto, en la imaginación del lector, convoca nuevas palabras, un escenario completo que trasciende el tiempo y convierte a los personajes en figuras entrevistas en la lluvia.
En otro cuento notable, “Sedaine está muerto”, el narrador asiste al entierro de su maestro de biología; después la trama se concentra en varias escenas donde el tiempo fluctúa del pasado al presente. El común denominador es la locura de su maestro, la inmersión en su oficina donde predomina lo extravagante: fósiles, libros extraños, telarañas abandonadas. Sin embargo la estrella principal es el maestro que vive exiliado del mundo que genera, incluso después de muerto, asco, lástima, morbo, reacciones corporales en sus alumnos. Meneses nos muestra este mundo evadiendo lo explícito, lo fácil. Su prosa va de escena a escena, privilegiando la cadencia, el trance hipnótico que va in crescendo. El punto climático sólo puede revelarse como una escena delirante: el maestro, “un dechado de locura”, baila con una muñeca de plástico. “Crea el infinito con lo impreciso e inacabado”, reza el epígrafe de André Gidé que inaugura “Cabaret para ciegos”, pero Meneses me confesó –después de dar un trago a su vodka en el bar que habitaba todas las tardes– que la cita era una alegoría del baile de Sedaine, la eternidad en la locura insondable, lo irracional como forma de arte, incorrupta, que gira en círculos mientras el exterior se desmorona.
Vidas lejanas: tan cerca, tan lejos
Vidas lejanas, tercera obra de Meneses, se enfoca en la niñez y en la distancia. En esta obra se advierte un intento de recrear una escena familiar perdida, un hecho no explicado que, en el recuerdo, ofrece un nuevo atisbo. “Cuaderno de viajes”, tercer relato del libro, es un homenaje a la imaginación como trascendencia. “Un extraño en el paraíso” aborda un ajuste de cuentas. En “Escalera al cielo”, quizás el más representativo de la estética del volumen, recrea una infancia alejada del núcleo familiar, en donde la atmósfera está determinada por los rituales de la cocina, por las cosas que se dejan en el camino y que, años después, se intentar recuperar sin mucho éxito. Como indica el título de la obra, hay vacíos entre los personajes, los “espacios en blanco” del tramo surrealista se transforman en las cosas no dichas, en acciones mecánicas cuando no se tiene nada qué decir, cuando las relaciones familiares se transforman en una soledad inmensa, en una gran casa o la búsqueda infructuosa de una vocación mientras el tiempo pasa cada vez más lento.
Tan cerca, tan lejos es un libro disparejo, no por la intención del autor, sino por la unión de textos sueltos –no considerados Meneses para formar parte de un volumen– con los últimos cuentos que escribió pensando en un proyecto que abordaría temáticas de España y México y que no pudo finalizar por su temprana muerte. De entre ellos hay relatos redondos y viñetas. La muerte de Scott Fitzgerald en una noche de lluvia, asediado por un dolor en el pecho que lo arranca de la vida y que evidencia la filiación literaria de Meneses con el autor estadunidense. “Luna árabe”, que por su simbolismo encuentra correspondencias con Días extraños. De entre los cuentos publicados en vida del autor destaco “Cosas veredes”, que se construye con trazos rápidos y capítulos muy breves. La historia es una nueva visita al Quijote pero, en esta ocasión, el hidalgo de La Mancha, Quijano, se transforma en un sicario oriundo de Tlaxcala que viaja a España con la encomienda de matar a un hombre que no conoce. Sin embargo, más allá del detonante, la intención de Meneses es retratar a un Quijote decadente, enfermo de una vida que se le escapa por los riñones, en densas gotas de sangre, en una vía dolorosa que lo degrada poco a poco hasta que desee su final, añorando los llanos de su tierra tlaxcalteca: “Era suficiente. Ya no más. Hasta ahí. Que el dios bendito de su infancia tomara su vida”. El asesino se aferra a la muerte del otro en su agonía, en una misión cuyo sentido quedó atrás y a la cual no volverá. Este cuento cierra la obra de Meneses y ejemplifica una arista de su narrativa: personajes extranjeros no en otra tierra, sino de sí mismos, buscando explicaciones, certezas que se evaporan pero que dejan su aguijón envenenado.
Intimidad de un mundo
Es difícil señalar influencias en la narrativa de Meneses, pues en su obra no hay un autor que destaque sobre otros; en primer lugar, por sus lecturas voraces que abarcabaron un sinfín de autores e, incluso, libros de historia, filosofía y divulgación científica. Otro factor es la experimentación con su prosa que se constata, sobre todo, en el progresivo despojo de cierta retórica, cierto regodeo. De lo que puedo hablar es de autores que mencionaba con devoción: Augusto Roa Bastos, Ernest Hemingway, William Faulkner, Scott Fitzgerald, Juan Vicente Melo, Julio Ramón Ribeyro, Juan Carlos Onetti, el primer García Márquez.
Lejos de glorias, Alejandro Meneses vivió su vida encerrado en su literatura, dando la espalda a las cosas que otros escritores consideraban importantes.
Así como íntimo es su mundo narrativo, de igual forma lo era su visión monástica de la literatura. Lejos de glorias, Alejandro Meneses vivió su vida encerrado en su literatura, dando la espalda a las cosas que otros escritores consideraban importantes. Quizá su reclusión en los últimos años de vida impidió que sus cuentos llegaran a un público más amplio; sin embargo, la fuerza de su prosa, de sus imágenes, se mantiene viva y pelea un lugar de privilegio en la literatura mexicana. Durante el tiempo que lo conocí no encontré ninguna grieta en su vocación de escritor; esta fidelidad se percibe en cada línea, cada frase. También destaca la sensación que deja su obra que, con el tiempo, se vuelve imprescindible: historias que se expanden en el tiempo, personajes que laten en cada frase y que tienen plenitud de significados y dimensiones.
En el vuelo oscuro de los cuervos, en la risa de Ángela que se nos escapa, en un llano asediado por la lluvia, percibimos una sonda que desciende –mientras avanza nuestra lectura– a un mundo cada vez más íntimo, donde la soledad y la extrañeza tienen distintos matices y que, invariablemente, tocan la condición humana, “el alma”, como le gustaba pensar a Meneses. Esta condición extrema, interrogar hasta el límite al lenguaje, la relación del autor con la escritura y sus significados, me recuerda uno de los últimos libros que me compartió: De Kafka a Kafka, de Maurice Blanchot. Releyendo las primeras páginas encuentro algunas preguntas que se hacía Meneses, indispensables para entender sus libros: cómo el artificio se vuelve real, cómo un puñado de palabras puede adquirir vida. “Que la literatura sea ilegítima, que en el fondo haya impostura, sí, no cabe la menor duda. Pero algunos han descubierto más: la literatura no sólo es ilegítima, sino también nula y esa nulidad tal vez constituya una fuerza extraordinaria, maravillosa, con la condición de hallarse aislada en estado puro”.
La versión original de este ensayo apareció en la revista Crítica, julio-agosto de 2011
Alejandro Meneses Cuautle, El fin de la noche (todos los cuentos), compilación, edición y prólogo de José Luis Benítez Armas, Gobierno del Estado de Puebla, Puebla, 2022
La entrada Alejandro Meneses: el paraíso perdido se publicó primero en La Tempestad.
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