miércoles, 15 de febrero de 2023

El materialismo histérico

Aunque a primera vista El triángulo de la tristeza (2022) parece una farsa en viñetas sobre la necrosis moral de los billonarios, quizá su tema de fondo no es el dinero sino su valor relativo frente a otras formas de intercambio basadas en la necesidad, el instinto o la jerarquía: la de Instagram, la de clase, el atractivo físico o la habilidad para sobrevivir en una isla desierta. Monedas cuyo valor de cambio fluctúa en función de las necesidades del entorno, sea esta una pasarela de alta costura, un yate exclusivo o las secuelas de un naufragio. El sexto largometraje del sueco Ruben Östlund, segundo premiado con la Palma de Oro del Festival de Cannes tras The Square: la farsa del arte (2017), es una expansión de su propia fórmula probada, subiendo el volumen de las notas agudas a favor de un conjunto más estridente, frontal y pavloviano que sus tragicomedias anteriores.

Carl (Harris Dickinson) y Yaya (Charlbi Dean) viven como influencers de moda y estilo de vida. Aunque ambos se cotizan en varios dígitos en los aparadores virtuales de Instagram y en las fashion weeks de marcas globales, la ambigüedad de su vida en pareja –una mezcla de necesidad mutua y acuerdo tácito para obtener followers– comienza a mostrar grietas. Ambos saben que habitan una de las pocas profesiones en las que una mujer suele ganar más que un hombre y tener más agencia; también una en la que ambos son medidos por cánones físicos igualmente rigurosos. Es una forma envenenada de paridad que se quiebra como cristal cuando, después de cenar en un restaurante con estrellas Michelin en el centro de Estocolmo, Yaya asume que Carl debería pagar la cuenta. Él se incomoda. “No es sexy hablar de dinero”, responde ella.

Para subsanar la discusión, los influencers aceptan la invitación a un yate poblado de billonarios de varia índole –herederos, industriales, corruptos, armamentistas– en donde la pareja se enfrenta a una verdad incómoda: entre stories y likes, ahí arriba ellos son la clase trabajadora. Por supuesto, a su alrededor se desplaza el verdadero personal del barco, comandado por un capitán en ebriedad perpetua (Woody Harrelson) aficionado a recitar a Marx para los huéspedes. Las películas de Ruben Östlund suelen tener al centro a personajes bienintencionados que terminan atrapados en dilemas éticos cuando, por un instante, le abren la puerta a un instinto primario. El padre que abandona a su tribu cuando se acerca una avalancha en Fuerza mayor (2014) o el galerista atribulado de The Square son creaturas interesantes y complejas. Al ser El triángulo de la tristeza un relato más coral, da la impresión que ciertos personajes se quedaron a medio desarrollo y en su lugar aparecen arquetipos sociales, maravillosamente dialogados y actuados, pero con más gags inteligentes que vida interior o motivaciones claras.

Ruben Östlund

Fotograma de El triángulo de la tristeza (2022), de Ruben Östlund

En ese escenario, tan planificado como un tablero de ajedrez, a Östlund no le queda espacio para ambigüedad o contemplación: opera con tacto de cirujano y objetivos claros, sin desperdiciar un plano ni un diálogo, ni siquiera un silencio. En el primer vuelco brusco de la trama el desarrollo de los personajes termina en donde empiezan sus fluidos corporales, pero el director de Play (2011) es lo suficientemente hábil para controlar tonos extremos y confrontar a su audiencia con el asco y la carcajada en un mismo plano. Aunque ya conozcamos su táctica para situar al espectador en situaciones cómicas pero incómodas que confrontan sus prejuicios morales, el cineasta ha sofisticado tanto sus métodos que las mejores –o peores– situaciones en sus guiones siguen descolocando a la audiencia con eficacia, aunque en esta ocasión también las colocan a medio paso de la demagogia.

Uno puede imaginar que Ruben Östlund va buscando el rastro envenenado de Luis Buñuel (El discreto encanto de la burguesía, 1972; El ángel exterminador, 1962), Federico Fellini (Y la nave va, 1883) o Marco Ferreri (La gran comilona, 1973), pero su abanico de claroscuros es corto; admite blanco, negro y solo los grises indispensables. Su estrategia es a ratos la de la parábola y, en otras, la del teatro de esperpento, aunque con el descaro del sketch televisivo y un tono con cierto exceso de confianza en su inteligencia al provocar. A pesar de ello El triángulo de la tristeza funciona bien gracias a lo acertado de su ensamble actoral y una meticulosa puesta en cámara. Esta última es tan consciente del timing humorístico, los usos del sonido o el bloqueo de planos altamente coreografiados que el trazo grueso con el que dibuja personajes y situaciones se compensa por el caos controlado de sus dos primeros actos.

Vista junto a comedias recientes como las norteamericanas Glass Onion (Rian Johnson, 2022) o El menú (Mark Mylod, 2022), El triángulo de la tristeza está sin duda mejor escrita, es más hábil y lanza navajas más afiladas en su empeño por destripar al 1% de la pirámide que las otras dos. Sin embargo, sobre todas flota el mismo cuestionamiento: si su publicitada revulsión antisistema está en función de aceitarlas como vehículo de entretenimiento para la era #TaxTheRich, si su vena subversiva es más sincera que eso o si, a la mitad del camino, se trata de una suerte de marxismo latte o de anarquismo deslactosado para los tiempos de TikTok.

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