lunes, 27 de febrero de 2023

A propósito de Carla Simón

I

En la bella introducción a La poética del espacio (1957), Gaston Bachelard escribe que para determinar el ser de una imagen debemos experimentar su resonancia. En la resonancia encuentra sentido una imagen: lo que es, lo que acontece y lo que deviene adquieren sonoridad. Las imágenes expresan esa comunión de actos breves, aislados, activos. Pero ¿puede ese acontecimiento singular y efímero ejercer una acción en la conciencia individual y colectiva?

El surgimiento de una imagen borra la dualidad entre sujeto y objeto, la vuelve espejeante pues designa, en sus reflejos, la fuerza de la vida. Su repercusión nos invita a reflexionar sobre nuestra propia existencia. Nos lleva a un nuevo punto de partida. Interesa pensarlo como una novedad, un testimonio, un desprendimiento del pasado y de la realidad. Se abre un porvenir en el relato de nuestra historia. Todas las cosas hablan en virtud de su inevitable transfiguración: los signos mutables, las variaciones topológicas, los ritmos perceptivos, las complejidades afectivas indican una gnosis sensorial que pocos cineastas son capaces de expresar.

II

Carla Simón (Barcelona, 1986) es algo más que una cineasta. Sus películas se rigen por la naturalidad de sus personajes y la sensibilidad de sus atmósferas, con una elasticidad y una profundidad conmovedoras. Con una personalidad cinematográfica singular, su obra produce conocimiento sobre la intimidad de los recuerdos, los sueños y la imaginación. Sus historias meditan signos, intensidades y fuerzas como acontecimientos súbitos de la vida.

Carla Simón es algo más que una cineasta. Sus películas se rigen por la naturalidad de sus personajes y la sensibilidad de sus atmósferas, con una elasticidad y una profundidad conmovedoras.

Las imágenes de Simón son documentos fenomenológicos que hacen una gran travesía en distintas direcciones, como puede verse desde cortometrajes como Women (2009) y, sobre todo, Lovers (2010), desplegada y ampliada en Born Positive (2012). Se advierte la misma impronta en obras tempranas como Las pequeñas cosas (2014), donde cobran vida imágenes amadas, fijadas en la memoria, en ese punto liminal donde es indiscernible el recuerdo de la imaginación. O, como diría Jean-Luc Nancy, “la presentación de un mundo surgiendo a su propia visión, a su propia evidencia”.

Carla Simón

Fotograma de Verano 1993 (2017), de Carla Simón

III

En el gran trazado que forman sus trabajos, Carla Simón va construyendo una relación íntima entre imaginación y memoria, entre presencia y ausencia. Una condición fronteriza en la que la existencia se orienta hacia el pasado, hacia el reconocimiento de la vida anterior al nacimiento. El vestigio del cuerpo ausente, como quiere Pascal Quignard, la indagación de huellas, de lo que ya no está. Esa compresión resonante, a contracorriente, enlaza fin y comienzo. De Llacunes (2016) a Cartas a mi madre para mi hijo (2022) su extraordinario sentido compositivo nos enseña ese reconocimiento, el recuerdo de la vida prenatal, la niñez, la maternidad y la muerte.

Técnicas de la memoria y la reflexión –fotografías, poemas, canciones, danzas, libros, objetos íntimos–, pero también viajes y desplazamientos a otros lugares permiten especular sobre la búsqueda de significados. El pasado, aquí, no es el que se vivió sino el que se re-presenta a través de la imaginación. Los personajes transitan entre el ver y el volver a ver, exploran la espacialidad y la temporalidad. En algunos instantes incluso se siente la presencia de los ausentes a través del sonido del mar, el murmullo del aire, el canto y la poesía. El sonido ofrece las pistas de una existencia paralela; alrededor de ella se disponen relaciones entre lo próximo y lo lejano.

IV

Según Hélène Cixous “lo más verdadero es poético”, porque es la vida desnuda. En ello hace pensar Verano 1993 (2017), primer largometraje de Carla Simón. Desde la inmersión en la pérdida de sus padres explora la orfandad, el proceso de adopción, la mudanza a La Garrocha (la comarca de Gerona donde vivían sus tíos). Detrás de lo que parece una tendencia minimalista se esconde una poética poderosa: cada rutina tiene una variación, la cotidianidad encierra detalles o acontecimientos que diferencian los instantes. En los gestos, en las acciones diarias, emergen y circulan formas de ser o maneras de existir. Cada toma es la constatación del paso del tiempo, marcado por los pormenores que tienen lugar alrededor de los personajes.

A través de largos planos secuencia Simón propone la reevaluación de la pérdida, de las tensas relaciones familiares, insistiendo en algunos de sus temas característicos, como la astucia de la niñez.

Verano 1993 está impregnada de rimas visuales, analogías y contrastes con los que la directora teje el ir y venir de cada una de las escenas, de encuentros y desencuentros pausados por el duelo, el amor y la amistad. Todo se halla envuelto en una atmósfera luminosa marcada por los contrastes de las tonalidades naturales, una sutil definición de la calidez cotidiana del nordeste de Cataluña. Las imágenes son una celebración antes que un lamento. A través de largos planos secuencia Simón propone la reevaluación de la pérdida, de las tensas relaciones familiares, insistiendo en algunos de sus temas característicos, como la astucia de la niñez. El azar, a fin de cuentas, marca el curso de la vida, que no tiene un argumento fijo.

Carla Simón

Fotograma de Alcarràs (2022), de Carla Simón

V

Fiel a los detalles, a Carla Simón le importa menos la progresión dramática que la atención en las pequeñas cosas. Podría decirse que su visión, compacta y serena, es clásica. Pero sus películas contradicen las lógicas cinematográficas al uso. Su más reciente largometraje, Alcarràs (2022), es difícil de describir. ¿Un homenaje a la familia? ¿Una búsqueda geopoética? ¿Un elogio del lugar? ¿Una investigación filosófica sobre el campo y los agricultores? Ninguna de estas definiciones abarca el conjunto, aunque la obra es, en parte, todas ellas. Carla Simón la denomina como “la vida y nada más […] una belleza serena generada desde las decisiones más pequeñas”.

Vórtice de remembranzas, contenedor de afectos, ‘Alcarràs’ articula una inquietante reflexión sobre la oposición de lo rural y lo urbano, sobre la urgencia de un ethos en un mundo que articula las crisis social, laboral y ecológica.

Vórtice de remembranzas, contenedor de afectos, Alcarràs articula una inquietante reflexión sobre la oposición de lo rural y lo urbano, sobre la urgencia de un ethos en un mundo que articula las crisis social, laboral y ecológica. La cámara observa con demora, a la manera de los paisajes de Jean-François Millet, con sus intensos contrastes, el vigor de las figuras, el esfuerzo del cuerpo. Cada plano repara en una atmósfera diferente. No pasa nada fuera de lo común, se trata simplemente de lo cotidiano, expresado a través de un hilo narrativo inusual. Lo importante no es lo que se dice sino cómo, dónde y cuándo se dice.

Puede decirse que Alcarràs es una zona limítrofe, de contigüidad entre las dimensiones vegetal, social, política, animal y humana. Hay estratos y entramados de referencias. Los cantos que entablan los niños con el abuelo, los juegos bajo los árboles de durazno, la recolección de las uvas maduras o la Fiesta Mayor de la región son la expresión viva de la memoria de la Tierra, de la herencia entre generaciones. En la secuencia final, ante la impactante imagen del árbol arrancado por la grúa –que concuerda con la imagen inicial del coche viejo en el pantano–, se abre una pregunta desesperada: ¿cuál es la relación actual del humano y el mundo? El territorio no es inerte, pasivo y mudo. Lo inesperado y lo inextricable designan la realidad. Más que afianzar posiciones, la película de Simón cuestiona certezas. Invita a dejar de mirar hacia el frente para mirar alrededor.

La entrada A propósito de Carla Simón se publicó primero en La Tempestad.



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