jueves, 30 de abril de 2020

‘Zombi Child’, estreno

Haití, 1962. Un hombre vuelve de la muerte para trabajar como esclavo en las plantaciones de caña de azúcar. París, tiempo presente. En un internado chicas uniformadas dan la bienvenida a una nueva estudiante haitiana, que les contará el secreto de su familia, sin sospechar que esto las obligará a cometer actos irreparables. Esa es la sinopsis de Zombi Child, filme de Bertrand Bonello que retrata los ritos del vudú, que hoy se estrena en diversas plataformas.

Nacido en Niza en 1968, Bertrand Bonello es uno de los máximos exponentes de la nuevísima ola de cine francés contemporáneo. En su filmografía se encuentran El pornógrafo (2001), en la que Jean-Pierre Léaud interpreta a un director de cine porno en crisis; Tiresias (2003), que presenta la historia de un hombre obsesionado con la mujer transexual brasileña; y Nocturama (2016), que sigue a un grupo de adolescentes cansados de la sociedad en la que viven, motivo por el que planean un atentado en París. En México el filme más conocido de Bonello es su versión de la vida de Yves Saint Laurent, de 2014, en la que el actor Gaspar Ulliel encarnó al diseñador francés.

Estrenada en la Quincena de Realizadores, evento paralelo del Festival de Cannes, Zombi Child obtuvo buenas críticas que destacaron su adecuado tratamiento de temas como la esclavitud, el colonialismo y la pragmática de los ideales de la Revolución Francesa.

Zombi Child se puede ver en  iTunes, Cinépolis Klic, Google Play, YouTube, IZZI y  Totalplay.

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‘Zombi Child’, estreno

Haití, 1962. Un hombre vuelve de la muerte para trabajar como esclavo en las plantaciones de caña de azúcar. París, tiempo presente. En un internado chicas uniformadas dan la bienvenida a una nueva estudiante haitiana, que les contará el secreto de su familia, sin sospechar que esto las obligará a cometer actos irreparables. Esa es la sinopsis de Zombi Child, filme de Bertrand Bonello que retrata los ritos del vudú, que hoy se estrena en diversas plataformas.

Nacido en Niza en 1968, Bertrand Bonello es uno de los máximos exponentes de la nuevísima ola de cine francés contemporáneo. En su filmografía se encuentran El pornógrafo (2001), en la que Jean-Pierre Léaud interpreta a un director de cine porno en crisis; Tiresias (2003), que presenta la historia de un hombre obsesionado con la mujer transexual brasileña; y Nocturama (2016), que sigue a un grupo de adolescentes cansados de la sociedad en la que viven, motivo por el que planean un atentado en París. En México el filme más conocido de Bonello es su versión de la vida de Yves Saint Laurent, de 2014, en la que el actor Gaspar Ulliel encarnó al diseñador francés.

Estrenada en la Quincena de Realizadores, evento paralelo del Festival de Cannes, Zombi Child obtuvo buenas críticas que destacaron su adecuado tratamiento de temas como la esclavitud, el colonialismo y la pragmática de los ideales de la Revolución Francesa.

Zombi Child se puede ver en  iTunes, Cinépolis Klic, Google Play, YouTube, IZZI y  Totalplay.

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miércoles, 29 de abril de 2020

Un presente que se disloca: la electrónica de Leslie García

Dentro de la cada vez más amplia escena de música electrónica mexicana, hay pocas voces tan complejas y poliédricas como la de Leslie García (Tijuana, 1981). Ya sea con el proyecto Interspecifics o bajo el seudónimo Microhm, su obra engarza la producción de herramientas virtuales y prototipos electrónicos con territorios normalmente alejados de la escena, por ejemplo, interfaces biológicas. Datos, microbios, ondas cerebrales, la materialidad misma del hardware… todos son estímulos válidos en la arena sonora que Leslie construye con cautela. Su EP debut de 2018, Eternal Night, contenía ya muchas de las claves de su sonido; la pieza larga de 2019, Inmaterial Energy Waves, otras tantas (una pieza muy destacada, por otra parte); pero creo que es en su nuevo EP, Infinita Incertidumbre, estrenado hace unos días en el sello LOWMUTE, donde muchas de sus pautas conceptuales tocan tierra y permiten lecturas más amplias: los timbres dialogan con dinamismo, los procesos se despliegan orgánicamente, las narrativas se complejizan. Yo creo que el planteamiento inicial mismo permite vislumbrar mucha de su riqueza conceptual: Leslie utiliza el proceso estocástico conocido como Cadena de Márkov, para calcular probabilidades algorítmicas de ritmos y de melodías; del primer al cuarto track los porcentajes algorítmicos de la máquina aumentan del 10 al 100%, hasta conformar una “interpretación maquinista” en toda regla. Esta especie de juego probabilístico entrega una obra que es lo mismo cerebral que emotiva, experimental que orgánica, haciendo eco de la carrera misma de Leslie, con quien platiqué a distancia en los últimos días.

 

Me parece que mucha de tu obra parte de un método, en este caso probabilístico, que determina gran parte de las estructuras sonoras resultantes. Y, como tal, al menos en su planteamiento inicial, deja menos margen de “expresividad” en tus manos. No sé si en tu práctica lo plantees con estos términos, pero me gustaría saber qué representa para ti la expresividad (o si es un concepto que siquiera tomes en cuenta) al momento de planear una obra.

Para mí el uso de máquinas y algoritmos está íntimamente ligado con la expresión, en el sentido de que la máquina tiene que ser construida o programada por una humana con una intención concreta, para que pueda ejercer su función y servir como un elemento extendido de un proceso creativo. En el caso de Infinita Incertidumbre tengo una relación muy concreta con los algoritmos: parto del uso de un motif para crear una pieza sonora, de la selección de timbres y voces para construir un cuerpo, de una narrativa que hable de un estado de ruptura. A la primera pieza la alimento con cadenas de Márkov, un algoritmo que va respondiendo a mi gesto inicial con una serie de sugerencias, melódicas y rítmicas, de tal forma que las piezas siguientes son el resultado de una suerte de conversación entre compositora y algoritmo.

Por supuesto, la pregunta anterior piensa lo expresivo como una característica humana, pero después viene una discusión, tal vez más especulativa, sobre la expresividad como tal de la máquina. Cuando se aborda desde lo maquínico, ¿queda algo de ese concepto?  

En otros de mis proyectos, como los que desarrollé con el colectivo Interspecifics, buscamos activamente llevar a la máquina a ese límite donde se desdibuja la autoría de las piezas (¿de quién es el gesto: del que programa el algoritmo o del algoritmo?). Microhm en cambio tiene como finalidad principal producir música en su sentido más formal, aunque sin limitar el uso de las herramientas que tengo disponibles y tampoco mi visión experimental en las artes. Mi fin es desatar un estado de nostalgia, sin importar las metodologías a las que haya recurrido para producir las piezas en cuestión.

¿A qué te refieres con desatar un estado de nostalgia? ¿Podrías ahondar en esa idea? 

Me gusta crear nostalgia usando recursos que no son populares o clásicos: poder viajar a un lugar que te recuerda algo, aunque en un principio ni siquiera reconozcas el sonido o los arreglos que te están “llevando a casa”. Creo que ese lugar es un lugar psicoacústico, al que muchas músicas buscan llevarnos como el lugar último del viaje sonoro.

Otra cosa que me hace pensar Infinita Incertidumbre es en la cuestión tímbrica: creo que desde hace tiempo los proyectos electrónicos más interesantes ya no buscan asociarse exclusivamente con lo que suponemos que son “sonidos electrónicos” y se permiten timbres de fuentes acústicas o electroacústicas. Sin saber la exacta procedencia de los sonidos de tu EP, ¿tienen las fuentes sonoras algún tipo de jerarquía en tu obra; entremezclas libremente; dónde está el punto de equilibrio? 

Realmente podría decir que mi formación en el sonido siempre ha sido más de la escuela electroacústica: desde la comprensión de los paisajes sonoros, del diseño de máquinas de distintas naturalezas para producir sonido, hasta la construcción algorítmica de instrumentos sonoros. Mi apreciación del sonido es muy visual, y parte de construir imágenes en el espacio a partir de las referencias que esos sonidos pueden provocar. En ese sentido, el uso de sampleos de instrumentos fue muy importante en esta producción, aunque también influyó un poco un tema de sincronicidad. Mientras me encontraba en el proceso de producción de este EP, el equipo de Golden Hornet me contactó para participar de su proyecto MXTX, que trata de la producción de piezas sonoras utilizando una biblioteca sonora de músicos, productores y dj’s de México y Texas. Y mientras navegaba esa biblioteca enorme de sonidos me encontré con el material de Mabe Fratti, Concepción Huerta y Gibrana Cervantes, artistas a las que admiro mucho. Al escuchar sus sonidos me di a la tarea de buscar sampleos específicos que pudiera procesar dentro del mundo de lo que Infinita Incertidumbre estaba creando. Y los encontré.

Un punto a destacar, como mencionas, es el trabajo visual que desarrollas junto a Milena Pafundi. ¿Qué tan importante es para ti desarrollar este imaginario, tomando en cuenta que de por sí tu música ya tiene muchísima carga “visual”, es decir, posibilidades de figuración desde lo sonoro?

Con Milena tengo un gran diálogo: cuando trabajamos en la construcción de espacios inmersivos, todo es muy orgánico, no necesitamos planear demasiado; simplemente le comparto el material y ella con su gran habilidad de visualista construye su propia versión de la narrativa que encierra el sonido. Siempre me sorprende que al ver su interpretación es muy similar a las imágenes que se crean en mi mente durante el proceso de composición. Y siento que es una gran fortuna poder tener la posibilidad de mostrar ambas partes el sonido con su narrativa y el visual como un mundo compuesto.

Infinita Incertidumbre podría referirse a las formas en que el azar cambia el cauce de una estructura sonora pero, evidentemente, también al mundo tal como lo vivimos actualmente. ¿Qué resonancias políticas puede tener una música altamente abstracta, que evita cualquier tipo de significado unívoco, como la tuya?

Lo aleatorio y el azar ya no son más una eventualidad de la máquina, al contrario, ese cambio en el tiempo es un gesto voluntario, un momento. Para mí se trata de la ruptura de la normalidad, de la búsqueda de posibilidades y de un presente que se disloca frente a nuestros propios ojos, todo lo que conocemos está ahí, conviviendo con la posibilidad de una nueva realidad y eso para mí es sumamente político.

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Un presente que se disloca: la electrónica de Leslie García

Dentro de la cada vez más amplia escena de música electrónica mexicana, hay pocas voces tan complejas y poliédricas como la de Leslie García (Tijuana, 1981). Ya sea con el proyecto Interspecifics o bajo el seudónimo Microhm, su obra engarza la producción de herramientas virtuales y prototipos electrónicos con territorios normalmente alejados de la escena, por ejemplo, interfaces biológicas. Datos, microbios, ondas cerebrales, la materialidad misma del hardware… todos son estímulos válidos en la arena sonora que Leslie construye con cautela. Su EP debut de 2018, Eternal Night, contenía ya muchas de las claves de su sonido; la pieza larga de 2019, Inmaterial Energy Waves, otras tantas (una pieza muy destacada, por otra parte); pero creo que es en su nuevo EP, Infinita Incertidumbre, estrenado hace unos días en el sello LOWMUTE, donde muchas de sus pautas conceptuales tocan tierra y permiten lecturas más amplias: los timbres dialogan con dinamismo, los procesos se despliegan orgánicamente, las narrativas se complejizan. Yo creo que el planteamiento inicial mismo permite vislumbrar mucha de su riqueza conceptual: Leslie utiliza el proceso estocástico conocido como Cadena de Márkov, para calcular probabilidades algorítmicas de ritmos y de melodías; del primer al cuarto track los porcentajes algorítmicos de la máquina aumentan del 10 al 100%, hasta conformar una “interpretación maquinista” en toda regla. Esta especie de juego probabilístico entrega una obra que es lo mismo cerebral que emotiva, experimental que orgánica, haciendo eco de la carrera misma de Leslie, con quien platiqué a distancia en los últimos días.

 

Me parece que mucha de tu obra parte de un método, en este caso probabilístico, que determina gran parte de las estructuras sonoras resultantes. Y, como tal, al menos en su planteamiento inicial, deja menos margen de “expresividad” en tus manos. No sé si en tu práctica lo plantees con estos términos, pero me gustaría saber qué representa para ti la expresividad (o si es un concepto que siquiera tomes en cuenta) al momento de planear una obra.

Para mí el uso de máquinas y algoritmos está íntimamente ligado con la expresión, en el sentido de que la máquina tiene que ser construida o programada por una humana con una intención concreta, para que pueda ejercer su función y servir como un elemento extendido de un proceso creativo. En el caso de Infinita Incertidumbre tengo una relación muy concreta con los algoritmos: parto del uso de un motif para crear una pieza sonora, de la selección de timbres y voces para construir un cuerpo, de una narrativa que hable de un estado de ruptura. A la primera pieza la alimento con cadenas de Márkov, un algoritmo que va respondiendo a mi gesto inicial con una serie de sugerencias, melódicas y rítmicas, de tal forma que las piezas siguientes son el resultado de una suerte de conversación entre compositora y algoritmo.

Por supuesto, la pregunta anterior piensa lo expresivo como una característica humana, pero después viene una discusión, tal vez más especulativa, sobre la expresividad como tal de la máquina. Cuando se aborda desde lo maquínico, ¿queda algo de ese concepto?  

En otros de mis proyectos, como los que desarrollé con el colectivo Interspecifics, buscamos activamente llevar a la máquina a ese límite donde se desdibuja la autoría de las piezas (¿de quién es el gesto: del que programa el algoritmo o del algoritmo?). Microhm en cambio tiene como finalidad principal producir música en su sentido más formal, aunque sin limitar el uso de las herramientas que tengo disponibles y tampoco mi visión experimental en las artes. Mi fin es desatar un estado de nostalgia, sin importar las metodologías a las que haya recurrido para producir las piezas en cuestión.

¿A qué te refieres con desatar un estado de nostalgia? ¿Podrías ahondar en esa idea? 

Me gusta crear nostalgia usando recursos que no son populares o clásicos: poder viajar a un lugar que te recuerda algo, aunque en un principio ni siquiera reconozcas el sonido o los arreglos que te están “llevando a casa”. Creo que ese lugar es un lugar psicoacústico, al que muchas músicas buscan llevarnos como el lugar último del viaje sonoro.

Otra cosa que me hace pensar Infinita Incertidumbre es en la cuestión tímbrica: creo que desde hace tiempo los proyectos electrónicos más interesantes ya no buscan asociarse exclusivamente con lo que suponemos que son “sonidos electrónicos” y se permiten timbres de fuentes acústicas o electroacústicas. Sin saber la exacta procedencia de los sonidos de tu EP, ¿tienen las fuentes sonoras algún tipo de jerarquía en tu obra; entremezclas libremente; dónde está el punto de equilibrio? 

Realmente podría decir que mi formación en el sonido siempre ha sido más de la escuela electroacústica: desde la comprensión de los paisajes sonoros, del diseño de máquinas de distintas naturalezas para producir sonido, hasta la construcción algorítmica de instrumentos sonoros. Mi apreciación del sonido es muy visual, y parte de construir imágenes en el espacio a partir de las referencias que esos sonidos pueden provocar. En ese sentido, el uso de sampleos de instrumentos fue muy importante en esta producción, aunque también influyó un poco un tema de sincronicidad. Mientras me encontraba en el proceso de producción de este EP, el equipo de Golden Hornet me contactó para participar de su proyecto MXTX, que trata de la producción de piezas sonoras utilizando una biblioteca sonora de músicos, productores y dj’s de México y Texas. Y mientras navegaba esa biblioteca enorme de sonidos me encontré con el material de Mabe Fratti, Concepción Huerta y Gibrana Cervantes, artistas a las que admiro mucho. Al escuchar sus sonidos me di a la tarea de buscar sampleos específicos que pudiera procesar dentro del mundo de lo que Infinita Incertidumbre estaba creando. Y los encontré.

Un punto a destacar, como mencionas, es el trabajo visual que desarrollas junto a Milena Pafundi. ¿Qué tan importante es para ti desarrollar este imaginario, tomando en cuenta que de por sí tu música ya tiene muchísima carga “visual”, es decir, posibilidades de figuración desde lo sonoro?

Con Milena tengo un gran diálogo: cuando trabajamos en la construcción de espacios inmersivos, todo es muy orgánico, no necesitamos planear demasiado; simplemente le comparto el material y ella con su gran habilidad de visualista construye su propia versión de la narrativa que encierra el sonido. Siempre me sorprende que al ver su interpretación es muy similar a las imágenes que se crean en mi mente durante el proceso de composición. Y siento que es una gran fortuna poder tener la posibilidad de mostrar ambas partes el sonido con su narrativa y el visual como un mundo compuesto.

Infinita Incertidumbre podría referirse a las formas en que el azar cambia el cauce de una estructura sonora pero, evidentemente, también al mundo tal como lo vivimos actualmente. ¿Qué resonancias políticas puede tener una música altamente abstracta, que evita cualquier tipo de significado unívoco, como la tuya?

Lo aleatorio y el azar ya no son más una eventualidad de la máquina, al contrario, ese cambio en el tiempo es un gesto voluntario, un momento. Para mí se trata de la ruptura de la normalidad, de la búsqueda de posibilidades y de un presente que se disloca frente a nuestros propios ojos, todo lo que conocemos está ahí, conviviendo con la posibilidad de una nueva realidad y eso para mí es sumamente político.

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Día Internacional de la Danza

Debido a la cuarentena por el Covid-19, el Día Internacional de la Danza, que hoy se celebra, echa mano del evento DID20 Hecho en Casa, iniciativa de la UNAM cuyas actividades se transmitirán hasta las 20:00 horas. 

En el programa destacan dos acciones performáticas: el estreno de Híbrida en Zoom, video danza para performer con cactus y caballo, de Ana Patricia Farfán, y una coreografía de Juan Francisco Maldonado. También participan los integrantes de la primera generación de la Compañía Juvenil de Danza Contemporánea de la UNAM (DAJU), que desean generar interés sobre el Día Internacional de la Danza con videos testimoniales sobre su experiencia en la disciplina.

El evento también contempla diálogos, cápsulas retrospectivas y clases abiertas impartidas por los tutores de Talleres Libres de Danza UNAM. EL DID20 se puede seguir por Facebook Live.

 

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Día Internacional de la Danza

Debido a la cuarentena por el Covid-19, el Día Internacional de la Danza, que hoy se celebra, echa mano del evento DID20 Hecho en Casa, iniciativa de la UNAM cuyas actividades se transmitirán hasta las 20:00 horas. 

En el programa destacan dos acciones performáticas: el estreno de Híbrida en Zoom, video danza para performer con cactus y caballo, de Ana Patricia Farfán, y una coreografía de Juan Francisco Maldonado. También participan los integrantes de la primera generación de la Compañía Juvenil de Danza Contemporánea de la UNAM (DAJU), que desean generar interés sobre el Día Internacional de la Danza con videos testimoniales sobre su experiencia en la disciplina.

El evento también contempla diálogos, cápsulas retrospectivas y clases abiertas impartidas por los tutores de Talleres Libres de Danza UNAM. EL DID20 se puede seguir por Facebook Live.

 

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martes, 28 de abril de 2020

Las cosas menores: ‘Mi madre ríe’, de Chantal Akerman

Nunca somos tan pequeños como al hablar de la fragilidad de nuestros padres. Conocerlos en la enfermedad, en el agotamiento, en la fatiga profunda que subyace a toda forma de vida, no puede más que dejarnos en lo mínimo. El amor no alcanza. La inteligencia consigue acaso darnos unas cuantas pistas sobre el dónde y el cómo. El cuerpo enfermo, casi siempre, nos supera. Poco a poco todas las certezas comienzan a diluirse dentro de la misma terrible agobiante conclusión: van a dejarnos solos.

En Mi madre ríe, Chantal Akerman cuenta una historia que nos será, tarde o temprano, familiar a todos: la madre enferma. Nos presenta, como el título indica, a su madre, y con ella nos revela también las partes más delgadas de su armadura. A sus setenta años no puede dejar de ser hija y por lo mismo sufre, se impacienta, se cuestiona y acostumbra, más por resignación que por razonamiento, a la vejez de su progenitora.

Ciertas experiencias son tan monumentales que sólo pueden transmitirse con el lenguaje más primario posible, apenas podemos encontrar unas cuantas palabras para nombrarlas, frente a ellas sólo pronunciamos las más elementales composiciones verbales. Akerman parece escribir desde esa fractura: su prosa es de una claridad casi infantil, sin ningún tipo de filtro, sin ninguna lectura previa que nos remita a una revisión, a un taller, sin objetivos específicos. Mi madre ríe se nos muestra con una inocencia que sólo poseen los textos escritos sin ánimos de ser trascendentales, sin ánimos de colocar una piedra angular, sin ningún tipo de presunción. Su pureza es infinita. Es, y no seré el primero en señalarlo, una prosa atravesada por la formación y lectura de guiones, un poco como lo escrito por Martín Rejtman, que se precipita libre de concesiones pues no busca ser una escritura literaria.

Hay recuerdos, pequeñas nostalgias que, una vez acumuladas, pesan más que cualquier certidumbre. Parece que al hablar de la enfermedad sólo es posible emplear lugares diminutos. Y quizá no exista una mirada tan certera como la de Chantal Akerman para encontrar esos lugares. Pone la cámara en sitios que otros obviamos ante la incapacidad de entender su profundidad. Consigue levantar frases, pero son breves y, tal vez, demasiado contundentes, como si sólo admitiesen una lectura, un ángulo, ése que Akerman ha definido de antemano. Sobre su madre, ella escribe: “Escucha mejor con Skype, porque ve”; escribe: «A menudo adivina. A veces bien, a veces mal. Así que vive en la confusión”; escribe: “Cuando le dije ya no tienes dieciocho años vi que su mundo se derrumbaba”. La velocidad del lenguaje hablado, las oraciones fugaces, la puntuación casi esquemática generan un efecto enternecedor, pues leemos la voz de Akerman como miramos sus películas, en medio de una descarnada sinceridad.

Sería obvio, sin embargo, hacer aquí una comparación entre el cine de Akerman y este libro. Habría que evitar, aunque la tarea es por principio imposible, leer Mi madre ríe como el libro de una cineasta, y más bien podríamos enfocarnos en el efecto que libros como éste generan en nuestra percepción sobre lo que entendemos como literatura y los supuestos, muchas veces falsos, que conforman esa idea. El libro no cumple con criterios editoriales que podrían considerarse, específicamente, literarios. Es, en muchísimos aspectos, una anomalía. Por eso mismo debe reconocerse el valor de la editorial Mangos de hacha para lanzar un artefacto así. Es como una labor de descomposición editorial: apostar por libros que, por extraños, y a pesar de sí mismos, pueden leerse como literatura, pero que hacen algo todavía más importante: incomodan la idea sobre lo que la literatura debe ser o hacer en la actualidad. “Me gusta escribir lo que pasa aunque no pase nada”, dice Akerman entre dos puntos. Y desde esa supuesta nada construye Mi madre ríe. Leerlo provoca extrañeza, desconcierto y desorientación. Aunque llamarlo extraño sería un error de percepción, pues el libro sólo es extraño si se espera de él lo que se espera de una publicación literaria convencional (frases bien escritas, coherencia, lugares apetecibles al oído tuitero). No hay, sin embargo, nada de eso, y realmente no hace falta, pues el absoluto de Akerman evade los estamentos más dictados sobre lo que conforma una escritura literaria. Su coraje no consiste sólo en enfrentar la enfermedad de su madre, sino en atacar esa enfermedad con una prosa que respeta, por encima de cualquier efecto, su forma inocente, casi automática de usar el lenguaje.

Su madre, al igual que la cualquiera, es un canal que la guía de nuevo a sí misma. Y para transitar dichos canales hace falta, a ratos, un enemigo a vencer, en este caso, esa enfermedad tan natural a la vida que de hecho es sorprendente no sentirse nunca preparado para ella. Akerman y su familia cuidan a la madre cuando ella no puede cuidarse más, y ahí descansa la parte más conmovedora y vital del libro: mostrar que el cuidado y la bondad son verdaderamente algunos de los valores supremos con los que contamos. Cuando todos los otros esfuerzo han sido superados, e incluso el razonamiento y la sabiduría muestran sus flaquezas, no nos queda más que entender algo que, encuadrado desde cualquier posición, habría de ser básico: estamos aquí para procurar unos por otros y cuidaremos de otros tal como esperamos que cuiden de nosotros. “Por qué tanta ternura de alguien desconocido puede tranquilizar de ese modo”, se pregunta Akerman, mientras intuye que el ser humano se entiende mejor dentro de la fragilidad y que la bondad puede ser el único sentimiento que pesa igual sin importar de quien venga.

«Si alguna vez caes enfermo, te deseo que recibas los mismos cuidados que me han proporcionado a mí, te deseo que cuentes con el don más valioso de amigos solícitos y comprensivos que alivien tus males, y te deseo que poseas la bendición más importante de todas, la conciencia de no ser indigno de su amor», escribió Jane Austen a su sobrina Cassandra, quien cuidó de ella cuando estuvo enferma. Cuidar de otros es algo que habría de ser común a todos y ningún ser humano habría de sentirse abrumado por estar al cuidado de otros. Ante un familiar enfermo, ante un amigo, sabemos qué hacer, procuramos, casi por instinto, una atención que difícilmente prestamos al resto de las cosas. Quizá porque el cuidado es un lugar sencillo, de esos que conocemos de antemano, aunque nadie nos lo haya explicado, lleno de virtudes por donde se le mire, colmado de una compasión que apenas puede frasearse sin fallas, un poco cursi, sin duda, pero también extraño y sin embargo bellamente familiar, como cuando mamá aparece por detrás de uno y lo rodea con los brazos. Es una emoción simple, no demasiado pensada, casi de las primeras cosas que sentimos en la vida, y sin embargo, afortunadamente, también, una de las más importantes.

Al terminar Mi madre ríe, uno no puede más que preguntarse por qué hacemos tantos esfuerzos para alejarnos de la potencia que estos lugares, comillas comillas, sencillos, poseen. La pregunta es a todas las luces la misma que, sanamente, venimos haciéndonos de un tiempo a esta parte: quién decide cuáles son los grandes temas, quién da claridad sobre la prosa que vale la pena, quién evade su responsabilidad como ser humano y se refugia únicamente en su responsabilidad de catalogador. Ante libros como éste dichas preguntas se hacen más nítidas, porque el libro no responde a cuestiones tan inadecuadas como si puede o no llegar a gustarte, si puede, o no, estar bueno. Entonces uno navega entre las páginas tratando de entender por dónde comenzar a escribir sobre libros como éste, e inevitablemente regresa a la primera línea, donde Akerman admite con gran sinceridad “Escribí todo esto y ahora ya no me gusta lo que escribí”. Entendiendo de inmediato que quizá no le tiene o nos tiene que gustar, que entonces vamos a estar yendo hacia un lugar distinto, que por allá, efectivamente, hay algo.

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Las cosas menores: ‘Mi madre ríe’, de Chantal Akerman

Nunca somos tan pequeños como al hablar de la fragilidad de nuestros padres. Conocerlos en la enfermedad, en el agotamiento, en la fatiga profunda que subyace a toda forma de vida, no puede más que dejarnos en lo mínimo. El amor no alcanza. La inteligencia consigue acaso darnos unas cuantas pistas sobre el dónde y el cómo. El cuerpo enfermo, casi siempre, nos supera. Poco a poco todas las certezas comienzan a diluirse dentro de la misma terrible agobiante conclusión: van a dejarnos solos.

En Mi madre ríe, Chantal Akerman cuenta una historia que nos será, tarde o temprano, familiar a todos: la madre enferma. Nos presenta, como el título indica, a su madre, y con ella nos revela también las partes más delgadas de su armadura. A sus setenta años no puede dejar de ser hija y por lo mismo sufre, se impacienta, se cuestiona y acostumbra, más por resignación que por razonamiento, a la vejez de su progenitora.

Ciertas experiencias son tan monumentales que sólo pueden transmitirse con el lenguaje más primario posible, apenas podemos encontrar unas cuantas palabras para nombrarlas, frente a ellas sólo pronunciamos las más elementales composiciones verbales. Akerman parece escribir desde esa fractura: su prosa es de una claridad casi infantil, sin ningún tipo de filtro, sin ninguna lectura previa que nos remita a una revisión, a un taller, sin objetivos específicos. Mi madre ríe se nos muestra con una inocencia que sólo poseen los textos escritos sin ánimos de ser trascendentales, sin ánimos de colocar una piedra angular, sin ningún tipo de presunción. Su pureza es infinita. Es, y no seré el primero en señalarlo, una prosa atravesada por la formación y lectura de guiones, un poco como lo escrito por Martín Rejtman, que se precipita libre de concesiones pues no busca ser una escritura literaria.

Hay recuerdos, pequeñas nostalgias que, una vez acumuladas, pesan más que cualquier certidumbre. Parece que al hablar de la enfermedad sólo es posible emplear lugares diminutos. Y quizá no exista una mirada tan certera como la de Chantal Akerman para encontrar esos lugares. Pone la cámara en sitios que otros obviamos ante la incapacidad de entender su profundidad. Consigue levantar frases, pero son breves y, tal vez, demasiado contundentes, como si sólo admitiesen una lectura, un ángulo, ése que Akerman ha definido de antemano. Sobre su madre, ella escribe: “Escucha mejor con Skype, porque ve”; escribe: «A menudo adivina. A veces bien, a veces mal. Así que vive en la confusión”; escribe: “Cuando le dije ya no tienes dieciocho años vi que su mundo se derrumbaba”. La velocidad del lenguaje hablado, las oraciones fugaces, la puntuación casi esquemática generan un efecto enternecedor, pues leemos la voz de Akerman como miramos sus películas, en medio de una descarnada sinceridad.

Sería obvio, sin embargo, hacer aquí una comparación entre el cine de Akerman y este libro. Habría que evitar, aunque la tarea es por principio imposible, leer Mi madre ríe como el libro de una cineasta, y más bien podríamos enfocarnos en el efecto que libros como éste generan en nuestra percepción sobre lo que entendemos como literatura y los supuestos, muchas veces falsos, que conforman esa idea. El libro no cumple con criterios editoriales que podrían considerarse, específicamente, literarios. Es, en muchísimos aspectos, una anomalía. Por eso mismo debe reconocerse el valor de la editorial Mangos de hacha para lanzar un artefacto así. Es como una labor de descomposición editorial: apostar por libros que, por extraños, y a pesar de sí mismos, pueden leerse como literatura, pero que hacen algo todavía más importante: incomodan la idea sobre lo que la literatura debe ser o hacer en la actualidad. “Me gusta escribir lo que pasa aunque no pase nada”, dice Akerman entre dos puntos. Y desde esa supuesta nada construye Mi madre ríe. Leerlo provoca extrañeza, desconcierto y desorientación. Aunque llamarlo extraño sería un error de percepción, pues el libro sólo es extraño si se espera de él lo que se espera de una publicación literaria convencional (frases bien escritas, coherencia, lugares apetecibles al oído tuitero). No hay, sin embargo, nada de eso, y realmente no hace falta, pues el absoluto de Akerman evade los estamentos más dictados sobre lo que conforma una escritura literaria. Su coraje no consiste sólo en enfrentar la enfermedad de su madre, sino en atacar esa enfermedad con una prosa que respeta, por encima de cualquier efecto, su forma inocente, casi automática de usar el lenguaje.

Su madre, al igual que la cualquiera, es un canal que la guía de nuevo a sí misma. Y para transitar dichos canales hace falta, a ratos, un enemigo a vencer, en este caso, esa enfermedad tan natural a la vida que de hecho es sorprendente no sentirse nunca preparado para ella. Akerman y su familia cuidan a la madre cuando ella no puede cuidarse más, y ahí descansa la parte más conmovedora y vital del libro: mostrar que el cuidado y la bondad son verdaderamente algunos de los valores supremos con los que contamos. Cuando todos los otros esfuerzo han sido superados, e incluso el razonamiento y la sabiduría muestran sus flaquezas, no nos queda más que entender algo que, encuadrado desde cualquier posición, habría de ser básico: estamos aquí para procurar unos por otros y cuidaremos de otros tal como esperamos que cuiden de nosotros. “Por qué tanta ternura de alguien desconocido puede tranquilizar de ese modo”, se pregunta Akerman, mientras intuye que el ser humano se entiende mejor dentro de la fragilidad y que la bondad puede ser el único sentimiento que pesa igual sin importar de quien venga.

«Si alguna vez caes enfermo, te deseo que recibas los mismos cuidados que me han proporcionado a mí, te deseo que cuentes con el don más valioso de amigos solícitos y comprensivos que alivien tus males, y te deseo que poseas la bendición más importante de todas, la conciencia de no ser indigno de su amor», escribió Jane Austen a su sobrina Cassandra, quien cuidó de ella cuando estuvo enferma. Cuidar de otros es algo que habría de ser común a todos y ningún ser humano habría de sentirse abrumado por estar al cuidado de otros. Ante un familiar enfermo, ante un amigo, sabemos qué hacer, procuramos, casi por instinto, una atención que difícilmente prestamos al resto de las cosas. Quizá porque el cuidado es un lugar sencillo, de esos que conocemos de antemano, aunque nadie nos lo haya explicado, lleno de virtudes por donde se le mire, colmado de una compasión que apenas puede frasearse sin fallas, un poco cursi, sin duda, pero también extraño y sin embargo bellamente familiar, como cuando mamá aparece por detrás de uno y lo rodea con los brazos. Es una emoción simple, no demasiado pensada, casi de las primeras cosas que sentimos en la vida, y sin embargo, afortunadamente, también, una de las más importantes.

Al terminar Mi madre ríe, uno no puede más que preguntarse por qué hacemos tantos esfuerzos para alejarnos de la potencia que estos lugares, comillas comillas, sencillos, poseen. La pregunta es a todas las luces la misma que, sanamente, venimos haciéndonos de un tiempo a esta parte: quién decide cuáles son los grandes temas, quién da claridad sobre la prosa que vale la pena, quién evade su responsabilidad como ser humano y se refugia únicamente en su responsabilidad de catalogador. Ante libros como éste dichas preguntas se hacen más nítidas, porque el libro no responde a cuestiones tan inadecuadas como si puede o no llegar a gustarte, si puede, o no, estar bueno. Entonces uno navega entre las páginas tratando de entender por dónde comenzar a escribir sobre libros como éste, e inevitablemente regresa a la primera línea, donde Akerman admite con gran sinceridad “Escribí todo esto y ahora ya no me gusta lo que escribí”. Entendiendo de inmediato que quizá no le tiene o nos tiene que gustar, que entonces vamos a estar yendo hacia un lugar distinto, que por allá, efectivamente, hay algo.

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Ambulante en Casa

La decimoquinta edición de Ambulante Gira de Documentales, a realizarse del 19 de marzo al 28 de mayo en 130 sedes de ocho estados del país, quedó suspendida tras darse a conocer la expansión del Covid-19 en México. Ahora, Ambulante anuncia su programa en línea, Ambulante en Casa, disponible del 29 de abril al 28 de mayo. 

Las películas de Ambulante en Casa se lanzarán diariamente a las 00:00 horas en el sitio oficial del festival y estarán disponibles durante 24 horas para mil usuarios en la República Mexicana. Por otro lado, los eventos en vivo se realizarán todos los días a las 21:00 horas en la misma plataforma y en las redes sociales del festival. 

Asimismo, los jueves y sábados a mediodía se llevarán a cabo encuentros temáticos con realizadores, expertos e invitados especiales que, junto con el público, generarán discusiones en torno al género documental. 

«A lo largo de quince años, Ambulante ha recorrido miles de kilómetros en México con una intención central: la de crear un encuentro emocionante y significativo entre el cine documental y su público. Esta intención permea en Ambulante en Casa; los eventos en vivo son un componente esencial del festival, para el cual esperamos que nos acompañe público desde cualquier lugar del mundo», enfatizó Paulina Suárez, directora general del encuentro fílmico. 

La programación de Ambulante en Casa incluye 66 películas de 25 países. Entre ellas, títulos programados durante la decimoquinta edición de Ambulante Gira de Documentales, así como películas entrañables de años anteriores de las diferentes secciones del festival.

Destacan 25 títulos de producción mexicana, de los cuales once son estrenos mundiales: Yermo, de Everardo González; Negra, de Medhin Tewolde; La felicidad en la que vivo, de Carlos Morales; Lupita. Que retiemble la tierra, de Mónica Wise Robles; ( ( ( ( ( /*\ ) ) ) ) ) (Ecos del volcán), de Charles Fairbanks y Saúl Kak; A los once, de Carolina Admirable García; Ellas; de Angélica Itzel Cano y Guillermo Gael Estrada; Todo lo posible, de María del Rosario Robles; Yolik (despacio); de Epifanía Martínez Rosete; Escuela de todos (Kalnemachtiloyan), de Iván Zamora Méndez; y Carta al campo, de Karla Hernández Díaz. 

La película encargada de inaugurar Ambulante en Casa será Silencio radio, de Juliana Fanjul, un retrato de la batalla contra la censura que sufrió la periodista Carmen Aristegui durante el mandato de Enrique Peña Nieto. 

Todas las películas serán accesibles sin costo hasta el 28 de mayo para más información de Ambulante en Casa se puede acceder aquí

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Ambulante en Casa

La decimoquinta edición de Ambulante Gira de Documentales, a realizarse del 19 de marzo al 28 de mayo en 130 sedes de ocho estados del país, quedó suspendida tras darse a conocer la expansión del Covid-19 en México. Ahora, Ambulante anuncia su programa en línea, Ambulante en Casa, disponible del 29 de abril al 28 de mayo. 

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Asimismo, los jueves y sábados a mediodía se llevarán a cabo encuentros temáticos con realizadores, expertos e invitados especiales que, junto con el público, generarán discusiones en torno al género documental. 

«A lo largo de quince años, Ambulante ha recorrido miles de kilómetros en México con una intención central: la de crear un encuentro emocionante y significativo entre el cine documental y su público. Esta intención permea en Ambulante en Casa; los eventos en vivo son un componente esencial del festival, para el cual esperamos que nos acompañe público desde cualquier lugar del mundo», enfatizó Paulina Suárez, directora general del encuentro fílmico. 

La programación de Ambulante en Casa incluye 66 películas de 25 países. Entre ellas, títulos programados durante la decimoquinta edición de Ambulante Gira de Documentales, así como películas entrañables de años anteriores de las diferentes secciones del festival.

Destacan 25 títulos de producción mexicana, de los cuales once son estrenos mundiales: Yermo, de Everardo González; Negra, de Medhin Tewolde; La felicidad en la que vivo, de Carlos Morales; Lupita. Que retiemble la tierra, de Mónica Wise Robles; ( ( ( ( ( /*\ ) ) ) ) ) (Ecos del volcán), de Charles Fairbanks y Saúl Kak; A los once, de Carolina Admirable García; Ellas; de Angélica Itzel Cano y Guillermo Gael Estrada; Todo lo posible, de María del Rosario Robles; Yolik (despacio); de Epifanía Martínez Rosete; Escuela de todos (Kalnemachtiloyan), de Iván Zamora Méndez; y Carta al campo, de Karla Hernández Díaz. 

La película encargada de inaugurar Ambulante en Casa será Silencio radio, de Juliana Fanjul, un retrato de la batalla contra la censura que sufrió la periodista Carmen Aristegui durante el mandato de Enrique Peña Nieto. 

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lunes, 27 de abril de 2020

Acción + aislamiento

Acción + aislamiento. 15 ejercicios de liberación virtual es una serie de videoarte conformada por quince artistas y colectivos de artes escénicas, en la que expresan cómo han resentido el aislamiento y cómo han intentado liberarse a través de su práctica creativa. Curado por Zabel Castro, el ciclo, que se puede seguir en línea, fue concebido por Juan Meliá

Mediante la expresión visual, corporal, sonora, documental, verbal, objetual, lumínica, representacional o performática, compartirán con los espectadores y espectadoras el potencial del arte para transformar la vivencia del confinamiento en eventos significativos.

Aristeo Mora, Bárbara Foulkes, Manuel Estrella Chí, Marianella Villa, Liga Teatro Elástico, Myrna Moguel, Teatro al Vacío, Sarmen Almond, Jesús Giles (Bonita), Karen Condés, Tiosha Bojórquez, Espartaco Martínez, Colectivo Macramé, Lechedevirgen Trimegisto y Mariana Gajá son los participantes de Acción + aislamiento. 15 ejercicios de liberación virtual.

«A través de mi trabajo me la paso proponiendo distintas formas de suspensión; ahora la suspensión está dada de manera masiva en el mundo entero y veo una gran oportunidad para revisarla mientras estamos atravesando ese espacio liminal, en el que parece que nada volverá a ser como antes pero aún no sabemos en lo que se va a transformar», dice Bárbara Foulkes sobre la pieza que presenta. La práctica de Foulkes, considerada como la coreógrafa más destacada de 2019 en el Presente de las artes en México de La Tempestad, está vinculada a la interdisciplina, haciendo énfasis en un dialogo entre las artes vivas y las artes visuales. Utiliza la coreografía como un campo artístico expandido y al cuerpo en acción, como punto de partida para encontrarnos a pensar, habitar y desarrollar un discurso que se pregunta acerca de la función del cuerpo, en la cultura y en la sociedad.

El ciclo concluirá con una reflexión teórica de las piezas (a cargo de Miroslava Salcido y Zavel Castro) y un conversatorio virtual, en el que se interpretarán los ejercicios a partir del viaje conceptual de la práctica a la teoría.

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Acción + aislamiento

Acción + aislamiento. 15 ejercicios de liberación virtual es una serie de videoarte conformada por quince artistas y colectivos de artes escénicas, en la que expresan cómo han resentido el aislamiento y cómo han intentado liberarse a través de su práctica creativa. Curado por Zabel Castro, el ciclo, que se puede seguir en línea, fue concebido por Juan Meliá

Mediante la expresión visual, corporal, sonora, documental, verbal, objetual, lumínica, representacional o performática, compartirán con los espectadores y espectadoras el potencial del arte para transformar la vivencia del confinamiento en eventos significativos.

Aristeo Mora, Bárbara Foulkes, Manuel Estrella Chí, Marianella Villa, Liga Teatro Elástico, Myrna Moguel, Teatro al Vacío, Sarmen Almond, Jesús Giles (Bonita), Karen Condés, Tiosha Bojórquez, Espartaco Martínez, Colectivo Macramé, Lechedevirgen Trimegisto y Mariana Gajá son los participantes de Acción + aislamiento. 15 ejercicios de liberación virtual.

«A través de mi trabajo me la paso proponiendo distintas formas de suspensión; ahora la suspensión está dada de manera masiva en el mundo entero y veo una gran oportunidad para revisarla mientras estamos atravesando ese espacio liminal, en el que parece que nada volverá a ser como antes pero aún no sabemos en lo que se va a transformar», dice Bárbara Foulkes sobre la pieza que presenta. La práctica de Foulkes, considerada como la coreógrafa más destacada de 2019 en el Presente de las artes en México de La Tempestad, está vinculada a la interdisciplina, haciendo énfasis en un dialogo entre las artes vivas y las artes visuales. Utiliza la coreografía como un campo artístico expandido y al cuerpo en acción, como punto de partida para encontrarnos a pensar, habitar y desarrollar un discurso que se pregunta acerca de la función del cuerpo, en la cultura y en la sociedad.

El ciclo concluirá con una reflexión teórica de las piezas (a cargo de Miroslava Salcido y Zavel Castro) y un conversatorio virtual, en el que se interpretarán los ejercicios a partir del viaje conceptual de la práctica a la teoría.

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Futuro predicho

La tercera temporada de Westworld, ya en su sexto episodio, se adentró en un mundo nuevo que implica una respuesta para sus temporadas anteriores. ¿Qué tipo de sociedad propondría como entretenimiento los parques temáticos extremos que sus dos temporadas anteriores plantearon? La respuesta es una distopía disfrazada de una sociedad utópica. La serie creada por Lisa Joy y Jonathan Nolan ha creado un mundo híper complejo que plantea cuestiones de futurología de manera simultánea: lo mismo se han expuesto ideas sobre inteligencia artificial como sobre el siniestro encuentro entre la industria farmacéutica, la industria del entretenimiento, la psiquiatría y el complejo militar. Es tan densa la atmósfera que ha atravesado Westworld desde su estreno en 2016 que comienza a parecerse a esos seriales sobre crimen donde la trama deja de ser importante: se trata, más bien, de una textura hecha a partir de acumulación temática (un curioso comentario sobre esta estrategia narrativa –se trata de una serie que celebra la refracción– puede verse en el quinto capítulo de la serie, “Genre”, en el que el capítulo “cambia de velocidad” de un género narrativo a otro en cuestión de minutos, subrayando las convenciones de cada uno).

Dejo al margen, entonces, la cuestión de la trama (la sublevación de unos androides) y, como quien dice, me clavo en la textura. ¿Qué tenemos? Imágenes diseñadas hasta la náusea, espacios iluminados que lo mismo toman prestado de Calatrava (para la matriz de la ficticia megacorporación Delos se usó como locación la controversial Ciudad de las Artes del arquitecto español; hay una tesis ahí esperando a ser escrita: ¿por qué las construcciones de Calatrava son tan exitosas como escenarios de producciones hollywoodenses?, ¿sólo sirven para eso?), como de la moda rápida y los interiores “cálidos” pero homogéneos. Hay un elemento temático que conversa con ese mundo híperdiseñado que me gustaría subrayar. En esta temporada de Westworld se plantea la existencia de un sistema computacional cuántico capaz de predecir el futuro de la sociedad: Rehoboam. Es a través de las predicciones de esta computadora que se ejerce poder sobre la sociedad, condenando a individuos a roles específicos.

Es una idea interesante pero la miniserie DEVS de Alex Garland, que concluyó el pasado 16 de abril, la plantea de manera aún más radical. Presentada en un inicio como un tecno-thriller típico (con guiños al espionaje corporativo y a las convenciones ya machacadas por películas de segundo orden como Amenaza virtual, de 2001, o El círculo, de 2017) la miniserie en realidad busca actualizar un viejo problema filosófico (tal vez teológico). Como en Westworld, es interesante que también aquí la cuestión del libre albedrío en contra del determinismo se exprese no sólo en la narrativa sino a través de un diseño de producción minucioso. En Westworld aún se hace referencia a los parques temáticos (con imágenes que remiten a escenarios de westerns, de películas de guerra y, en un curioso guiño a Juego de tronos, también de fantasía) pero al representar un mundo real del futuro vemos oficinas y laboratorios con muros de concreto, acero y cristal, mobiliario que recuerda la insipidez supuestamente amigable de un WeWork. Westworld imagina al mundo del futuro (al menos en las ciudades que nos muestra, con locaciones en Singapur –como ocurrió en Her de Spike Jonze–, Besalú y Barcelona) en parte a través del mañana que ya se encuentra aquí, en el presente, y al que sólo un puñado de la población tiene acceso.

Algo similar ocurre en DEVS, que se desarrolla en el área sur de la bahía de San Francisco; o, para mayor precisión, al interior de la cultura del Valle del Silicón: con sus empresas construidas como campus, la movilidad continua entre ellos y San Francisco a través de autobuses privados, la despreocupación general por la privacidad, y el incremento en rentas expresado en la convivencia incómoda entre tecnócratas y desposeídos. Por descontado en una cultura así, se plantea en la serie de Garland, los interiores de las viviendas de los tecnócratas contrastarían con sus profesiones (excepto por la ocasional aparición de una computadora personal o el omnisciente teléfono inteligente). Sin ostentación, estas viviendas se asemejan a un entorno normal, reconfortante, con colores otoñales, muchos utensilios para la cocina, y un confort cálido que en la serie sugiere que algo no va bien. Y lo que no va bien es esa idea atroz que entusiasma tanto a mercadólogos: que cierta persona, con cierta profesión, cierta edad, y cierto salario, adquirirá –como si fuera su destino– un tipo de producto en específico, y no otro. Pero, ¿y si la idea no acaba ahí? ¿Y si sólo hace falta extrapolar los datos para predecir ya no qué producto pediremos por Amazon la semana entrante, sino descubrir los inmóviles y eternos rieles sobre los que avanza la realidad? De manera elegante DEVS (que se lee como “Deus”) actualiza (¿o maquilla?) el viejo problema del determinismo. Así, un viejo tropo de cierta sensibilidad pulp (como pudo leerse en relatos clásicos de ciencia ficción como “La última pregunta” de Isaac Asimov; “Los nueve mil millones nombres de Dios” de Arthur C. Clarke o “La respuesta” de Fredric Brown) vuelve a presentarse, ahora con un imaginario que evoca los anuncios de Ikea.

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Futuro predicho

La tercera temporada de Westworld, ya en su sexto episodio, se adentró en un mundo nuevo que implica una respuesta para sus temporadas anteriores. ¿Qué tipo de sociedad propondría como entretenimiento los parques temáticos extremos que sus dos temporadas anteriores plantearon? La respuesta es una distopía disfrazada de una sociedad utópica. La serie creada por Lisa Joy y Jonathan Nolan ha creado un mundo híper complejo que plantea cuestiones de futurología de manera simultánea: lo mismo se han expuesto ideas sobre inteligencia artificial como sobre el siniestro encuentro entre la industria farmacéutica, la industria del entretenimiento, la psiquiatría y el complejo militar. Es tan densa la atmósfera que ha atravesado Westworld desde su estreno en 2016 que comienza a parecerse a esos seriales sobre crimen donde la trama deja de ser importante: se trata, más bien, de una textura hecha a partir de acumulación temática (un curioso comentario sobre esta estrategia narrativa –se trata de una serie que celebra la refracción– puede verse en el quinto capítulo de la serie, “Genre”, en el que el capítulo “cambia de velocidad” de un género narrativo a otro en cuestión de minutos, subrayando las convenciones de cada uno).

Dejo al margen, entonces, la cuestión de la trama (la sublevación de unos androides) y, como quien dice, me clavo en la textura. ¿Qué tenemos? Imágenes diseñadas hasta la náusea, espacios iluminados que lo mismo toman prestado de Calatrava (para la matriz de la ficticia megacorporación Delos se usó como locación la controversial Ciudad de las Artes del arquitecto español; hay una tesis ahí esperando a ser escrita: ¿por qué las construcciones de Calatrava son tan exitosas como escenarios de producciones hollywoodenses?, ¿sólo sirven para eso?), como de la moda rápida y los interiores “cálidos” pero homogéneos. Hay un elemento temático que conversa con ese mundo híperdiseñado que me gustaría subrayar. En esta temporada de Westworld se plantea la existencia de un sistema computacional cuántico capaz de predecir el futuro de la sociedad: Rehoboam. Es a través de las predicciones de esta computadora que se ejerce poder sobre la sociedad, condenando a individuos a roles específicos.

Es una idea interesante pero la miniserie DEVS de Alex Garland, que concluyó el pasado 16 de abril, la plantea de manera aún más radical. Presentada en un inicio como un tecno-thriller típico (con guiños al espionaje corporativo y a las convenciones ya machacadas por películas de segundo orden como Amenaza virtual, de 2001, o El círculo, de 2017) la miniserie en realidad busca actualizar un viejo problema filosófico (tal vez teológico). Como en Westworld, es interesante que también aquí la cuestión del libre albedrío en contra del determinismo se exprese no sólo en la narrativa sino a través de un diseño de producción minucioso. En Westworld aún se hace referencia a los parques temáticos (con imágenes que remiten a escenarios de westerns, de películas de guerra y, en un curioso guiño a Juego de tronos, también de fantasía) pero al representar un mundo real del futuro vemos oficinas y laboratorios con muros de concreto, acero y cristal, mobiliario que recuerda la insipidez supuestamente amigable de un WeWork. Westworld imagina al mundo del futuro (al menos en las ciudades que nos muestra, con locaciones en Singapur –como ocurrió en Her de Spike Jonze–, Besalú y Barcelona) en parte a través del mañana que ya se encuentra aquí, en el presente, y al que sólo un puñado de la población tiene acceso.

Algo similar ocurre en DEVS, que se desarrolla en el área sur de la bahía de San Francisco; o, para mayor precisión, al interior de la cultura del Valle del Silicón: con sus empresas construidas como campus, la movilidad continua entre ellos y San Francisco a través de autobuses privados, la despreocupación general por la privacidad, y el incremento en rentas expresado en la convivencia incómoda entre tecnócratas y desposeídos. Por descontado en una cultura así, se plantea en la serie de Garland, los interiores de las viviendas de los tecnócratas contrastarían con sus profesiones (excepto por la ocasional aparición de una computadora personal o el omnisciente teléfono inteligente). Sin ostentación, estas viviendas se asemejan a un entorno normal, reconfortante, con colores otoñales, muchos utensilios para la cocina, y un confort cálido que en la serie sugiere que algo no va bien. Y lo que no va bien es esa idea atroz que entusiasma tanto a mercadólogos: que cierta persona, con cierta profesión, cierta edad, y cierto salario, adquirirá –como si fuera su destino– un tipo de producto en específico, y no otro. Pero, ¿y si la idea no acaba ahí? ¿Y si sólo hace falta extrapolar los datos para predecir ya no qué producto pediremos por Amazon la semana entrante, sino descubrir los inmóviles y eternos rieles sobre los que avanza la realidad? De manera elegante DEVS (que se lee como “Deus”) actualiza (¿o maquilla?) el viejo problema del determinismo. Así, un viejo tropo de cierta sensibilidad pulp (como pudo leerse en relatos clásicos de ciencia ficción como “La última pregunta” de Isaac Asimov; “Los nueve mil millones nombres de Dios” de Arthur C. Clarke o “La respuesta” de Fredric Brown) vuelve a presentarse, ahora con un imaginario que evoca los anuncios de Ikea.

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viernes, 24 de abril de 2020

Ariana Harwicz: la búsqueda de lo singular

El pasado diciembre, cuando aún no sospechábamos lo que se nos vendría encima, Dharma Books publicó Matate, amor (2012), la primera novela de Ariana Harwicz. El libro contaba ya con ediciones y traducciones en distintos países, pero en México era inasequible. Lo cierto es que ese relato, que irrumpió con fuerza en la literatura de nuestra lengua, coincidió en las mesas de novedades con Degenerado (Anagrama, 2019), el trabajo más reciente de la autora argentina. Harwicz ha publicado otras dos nouvelles, en el sello Mardulce: La débil mental (2014) y Precoz (2015), que completan un cuarteto de textos feroces. Como se lee en esta entrevista, los anima una poética enfrentada casi por programa a la moral de la época, y delimitan un espacio en el que el lenguaje experimenta todo tipo de tensiones.

En pleno confinamiento, mantuve esta charla con Harwicz (Buenos Aires, 1977) a través de WhatsApp, alternando textos y mensajes de voz en una especie de tiempo sin tiempo, gracias a la diferencia horaria entre la Ciudad de México y Saint-Satur, el pueblo francés en el que reside. A pesar del imperativo del momento, tratamos de hablar de algo más que la emergencia sanitaria. De eso que aún llamamos literatura. O arte.

 

Imagen – Ariana Harwicz © Bénédicte Roscot

Aunque suele hablarse de la temática de tus libros, creo que se menciona menos algo que se me impone como el asunto central: las tramas parecen delimitar el espacio para el despliegue de una retórica. ¿Dirías que, en ese sentido, te interesa investigar adónde puede llegar el lenguaje en una situación específica?

Sí, totalmente. Siempre que me hablan de la temática de mis libros –la maternidad, el erotismo, la infidelidad, la locura, la familia– pienso que ése es el aspecto menos interesante de la obra, de la política de la obra. Por supuesto que los temas están ahí, no es que mis novelas traten sobre extraterrestres, la Primera Guerra Mundial o la lepra, pero no tengo mucho que decir sobre eso. A veces siento que a uno le hacen preguntas como si fuera un especialista en la materia, pero eso es una confusión, un efecto de la lectura. Cada lector lee como quiere, por supuesto, pero los temas no son lo que más me interesa, lo que me interesa es precisamente lo que vos decís: el espacio en el que se puede desplegar una retórica. En general mis personajes son parlanchines, verborrágicos, le gritan al mundo, vociferan. Alguien del teatro me dijo que es como si hablaran con un megáfono, tienen esa intensidad en el habla. Ahora estoy escribiendo un ensayito sobre la traducción y pensaba en eso que dicen los lingüistas: la lengua es el espacio de la verdad, no hay una verdad fuera de la lengua. Ése es el campo de batalla, el lenguaje con el que se fabrica la novela.

Por lo que uno lee en tus intervenciones en la prensa o en tus tuits, esta idea del lenguaje como campo de batalla es una posición cada vez más militante. Cualquiera de tus cuatro novelas deja claro que así has construido tu poética, pero en tus opiniones se percibe el rechazo a que la literatura incorpore, por ejemplo, la lógica de la corrección política. ¿Dirías que la emergencia sanitaria que tiene al mundo de cabeza ya está produciendo efectos sobre el lenguaje, incluso a nivel ideológico?

Es una buena pregunta, quizá porque la respuesta no ha sido pensada del todo. Sobre el lenguaje como campo de batalla hay una tradición, pero lo que me preguntas tiene una gran actualidad política, lo estamos viviendo. Los historiadores siempre dicen que para pensar una época hay que verla retrospectivamente, pero bueno, uno puede tratar de esbozar hipótesis. Este escándalo sanitario mundial afecta todo, pero afecta principalmente los discursos políticos. Por eso estoy leyendo La langue confisquée [La lengua confiscada], el libro de Frédéric Joly sobre Victor Klemperer y las anotaciones que realizó durante el nazismo –arriesgando la vida: toda una postura– sobre las torsiones de la lengua alemana, sobre cómo esa lengua infectada del virus nazi era hablada incluso por los opositores del régimen. Tomando esta idea, y eso es lo que más me angustia, todos estamos hablando la lengua del coronavirus. Y sabemos que hablar una lengua es ser hablado por ella.

En Francia, que es donde vivo, Macron dijo seis veces: “Estamos en guerra”. Hay todo un despliegue, muy fácil de observar, del léxico bélico. Alguien decía que el discurso sanitario mundial se llevó por delante el famoso lenguaje inclusivo, por ejemplo. Es como si esta excepción barriera con los nuevos atributos de la lengua, y eso también afecta a la literatura. Las revistas, los diarios y los suplementos culturales piden que hablemos directa o indirectamente de esto. Muchos buenos escritores ahora están escribiendo mal, y creo que es porque lo hacen bajo presión. Noto, además, que toda la gente está diciendo lo mismo, y eso es muy impresionante. Cuando eso llega al arte, lo empobrece.

Tratemos de salirnos del tema, entonces. Tus relatos tienen un componente inequívocamente provocador. Das voz a mujeres que dicen lo que supuestamente no debe decirse de la pareja, de los hijos, de la vida familiar. En Degenerado, tu novela más reciente, asumes el punto de vista del personaje que la sociedad contemporánea más abomina: el pederasta. Me interesa saber qué utilidad literaria encuentras en ignorar, digamos, el imperativo moral de la época.

Hay un libro que se llama L’art sous contrôle: Nouvel agenda sociétal et censures militantes [El arte bajo control. Nueva agenda societal y censuras militantes], de la pensadora Carole Talon-Hugon, y otro de la socióloga Violaine Roussel, Art vs War: les Artistes américains contre la guerre en Irak [Arte vs guerra. Los artistas estadounidenses contra la guerra de Irak]; ellas básicamente se preguntan si la época del arte por el arte está acabada. Yo he venido escribiendo sobre eso en ensayos, artículos y tuits. Y bueno, de algún modo respondo con mis personajes, que son cada vez más amorales, más contrarios a la ley, a la sociedad, a la doxa. Cada vez son más anárquicos, más delincuentes. Matate, amor empieza con violencia doméstica y algo que se supone inmoral: ser infiel, abandonar al hijo, pero todo ocurre en la esfera privada. En La débil mental se pasa al crimen, ellas terminan matando a un hombre. En Precoz también hay un asesinato, a él lo linchan, los terroristas le cortan la cabeza. Y bueno, Degenerado trata de un delincuente sexual, el chivo expiatorio de un pueblo. Ésa es la evolución de mis personajes. Si el arte está bajo control, si tiene que responder a las normas sociales, si debe tener cuidado con el racismo, con el machismo y estar atento al #MeToo no le veo el sentido. Por eso algunos denuncian que hay un giro moralizador.

Rimbaud decía algo así, que había que correrse de la moralidad para escribir. Y yo creo eso, el escritor tiene que estar ahí, hurgando en lo clandestino, en lo no dicho, en lo censurado. Escribir tiene que ser un duelo con la muerte, tiene que ser peligroso de un modo u otro, ya sea que te enfrentes a Stalin, a Fidel, a Franco, a las dictaduras militares, al coronavirus, a tus editores, al mercado o a lo que espera un lector. Siempre hay esa pugna. Ésa es la única razón de ser del arte.

El otro día vi un documental sobre la prostitución en Cuba. Había un argentino, un señor que decía: “Tengo 67 años, le di tres veces, acabé tres veces, le di por el orto, tenía 18 años pero también me gustan las de 15”. Ahí te agarran del cogote. Lo dice tres veces: “Acá coger con una mujer joven es más fácil que tomar un vaso de agua”. Si uno fuera director de cine ahí diría “¡Corten!”. Pero ahí está todo: hay un personaje, hay un lenguaje, hay un discurso, hay un tono, hay una singularidad. Y eso es lo que interesa de un personaje, no su dimensión moral. Las posturas políticas suelen empobrecer los textos de los mejores escritores, que ahora se han convertido en agentes ideológicos, como los que controlaban las esquinas en los países comunistas.

Y sin embargo, podrían pensarse algunos casos donde las posturas políticas dan pie a obras que literariamente no hacen ninguna concesión. Elfriede Jelinek, por ejemplo, que se define como comunista y tiene posiciones políticas muy claras, lo que no le impide construir una obra de gran radicalidad formal. ¿Te interesa su trabajo? Encuentro afinidades. ¿Qué zonas de la literatura contemporánea te interpelan?, ¿en qué obras has encontrado esta idea de la escritura como aventura radical?

Elfriede Jelinek es para mí un referente en todos los niveles, así que apuntaste bien. La radicalidad es en ella una estética en sí misma, más allá de que se exprese en una literatura de formas diferentes. Aunque tiene un compromiso, una militancia política comunista, su escritura no es maniquea, no es demagógica ni condescendiente ni servicial. El compromiso de los autores con la época –el coronavirus (“Quédate en casa”), estar a favor o en contra de un gobierno (en el caso argentino, de los Kirchner) o lo que sea– a veces se traduce en una escritura demagógica, que busca vender, y esto no se reduce a un problema de izquierda o derecha. Los períodos más nefastos del arte son esos, cuando se encuentra sometido.

En Cuba, hace más de 20 años, yo iba mucho a la Casa de la Poesía de La Habana. Los poetas que leían ahí tenían que sortear todo tipo de desafíos políticos. Como no podían decir lo que querían, tenían que elegir palabras que se acercaran a la que realmente querían usar: un ejercicio de traducción de la traducción de la traducción. Era peligroso, te podían llevar a la cárcel. Las obras que pasaban la aduana de la censura eran tan abstractas o metafóricas que no se entendían.

Respecto a los autores que me interesan, en mi formación han sido importantes las voces más singulares: Silvina Ocampo, Alejandra Pizarnik, Juan Carlos Onetti, Sylvia Molloy, Roberto Arlt. No digo nada nuevo, no es nada original. ¿Qué voy a decir? ¿Borges? Obvio. Esas voces arman una lengua única. ¿A quién se parecen? Más contemporáneos, diría Gustavo Ferreyra, Damián Tabarovsky, Luis Chitarroni… Como lectora no me importa nada, ni el género ni la orientación política ni la extensión de la obra. Tampoco si es ensayo, narración o poesía. En lo que sí soy una demente absoluta es en la búsqueda de la singularidad. Me pasa lo mismo con los pianistas, con los cantantes. No me importa si un cantante canta mal o si un traductor introduce un error, me importa la manifestación de una sensibilidad única. Cuando muere ese tipo de artista muere una forma de ver la vida, pero eso lo logran muy pocos.

Para terminar, quisiera preguntarte por el efecto de vivir en Francia y escribir en castellano. Entre los argentinos hay varios antecedentes (Cortázar, Copi, Saer). ¿La tensión entre vivir en una lengua y pensar y escribir en otra es productiva para tu obra? Has escrito todos tus libros fuera de Argentina, y en Degenerado se tiene la sensación de que el francés late debajo del español, como una suerte de materia oscura que lo moldea.

Es así. Yo no escribí nada cuando vivía en Argentina, salvo algunos intentos, esbozos. Había hecho obras de teatro, documentales, cortometrajes y películas (yo pertenecía más a los mundos del cine y del teatro), pero nunca había escrito. Realmente mi escritura se funda en la experiencia de la doble o las muchas lenguas, no sólo de la relación entre el francés y el español sino entre los muchos tipos de francés y de español (latinoamericanos y peninsulares). Para alguien que vive en Europa o en ciudades muy cosmopolitas puede ser una obviedad, pero para una persona de Buenos Aires no lo es. Probablemente no hubiera escrito nada si me hubiera quedado en una sola lengua. El salto fue ése, no tanto el de país a país.

A Degenerado lo escribí como un experimento entre el francés y el español a la manera de Copi –lo nombrabas antes–, lo escribí en una semilengua, en una lengua dividida, saltando de un párrafo a otro, de un capítulo a otro, pero también de una frase a otra, de una gramática y una sintaxis a otra. Esa experiencia no funcionó, aunque conservo los manuscritos. Finalmente lo que publicó Anagrama, escrito en español, conserva el extrañamiento del cruce de lenguas.

De los autores que mencionas, Saer, Copi, Cortázar y tantos más, es interesante ver qué decisión toma cada uno, si cambia de lengua o si se queda en su lengua, si se notan los hilos de la otra lengua. En mi caso la tensión no sólo fue productiva sino fundamental. Después cada escritor tiene su mito, si no es un viaje es una muerte o una desgracia, algo extraordinario, un éxodo, una enfermedad, un amor, un asesinato, da igual. El mío está en la lengua. Siempre que escribo está esa doble conciencia, una lengua en la otra, por eso digo que escribir es un acto de traducción, y que me considero una falsa traductora.

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Ariana Harwicz: la búsqueda de lo singular

El pasado diciembre, cuando aún no sospechábamos lo que se nos vendría encima, Dharma Books publicó Matate, amor (2012), la primera novela de Ariana Harwicz. El libro contaba ya con ediciones y traducciones en distintos países, pero en México era inasequible. Lo cierto es que ese relato, que irrumpió con fuerza en la literatura de nuestra lengua, coincidió en las mesas de novedades con Degenerado (Anagrama, 2019), el trabajo más reciente de la autora argentina. Harwicz ha publicado otras dos nouvelles, en el sello Mardulce: La débil mental (2014) y Precoz (2015), que completan un cuarteto de textos feroces. Como se lee en esta entrevista, los anima una poética enfrentada casi por programa a la moral de la época, y delimitan un espacio en el que el lenguaje experimenta todo tipo de tensiones.

En pleno confinamiento, mantuve esta charla con Harwicz (Buenos Aires, 1977) a través de WhatsApp, alternando textos y mensajes de voz en una especie de tiempo sin tiempo, gracias a la diferencia horaria entre la Ciudad de México y Saint-Satur, el pueblo francés en el que reside. A pesar del imperativo del momento, tratamos de hablar de algo más que la emergencia sanitaria. De eso que aún llamamos literatura. O arte.

 

Imagen – Ariana Harwicz © Bénédicte Roscot

Aunque suele hablarse de la temática de tus libros, creo que se menciona menos algo que se me impone como el asunto central: las tramas parecen delimitar el espacio para el despliegue de una retórica. ¿Dirías que, en ese sentido, te interesa investigar adónde puede llegar el lenguaje en una situación específica?

Sí, totalmente. Siempre que me hablan de la temática de mis libros –la maternidad, el erotismo, la infidelidad, la locura, la familia– pienso que ése es el aspecto menos interesante de la obra, de la política de la obra. Por supuesto que los temas están ahí, no es que mis novelas traten sobre extraterrestres, la Primera Guerra Mundial o la lepra, pero no tengo mucho que decir sobre eso. A veces siento que a uno le hacen preguntas como si fuera un especialista en la materia, pero eso es una confusión, un efecto de la lectura. Cada lector lee como quiere, por supuesto, pero los temas no son lo que más me interesa, lo que me interesa es precisamente lo que vos decís: el espacio en el que se puede desplegar una retórica. En general mis personajes son parlanchines, verborrágicos, le gritan al mundo, vociferan. Alguien del teatro me dijo que es como si hablaran con un megáfono, tienen esa intensidad en el habla. Ahora estoy escribiendo un ensayito sobre la traducción y pensaba en eso que dicen los lingüistas: la lengua es el espacio de la verdad, no hay una verdad fuera de la lengua. Ése es el campo de batalla, el lenguaje con el que se fabrica la novela.

Por lo que uno lee en tus intervenciones en la prensa o en tus tuits, esta idea del lenguaje como campo de batalla es una posición cada vez más militante. Cualquiera de tus cuatro novelas deja claro que así has construido tu poética, pero en tus opiniones se percibe el rechazo a que la literatura incorpore, por ejemplo, la lógica de la corrección política. ¿Dirías que la emergencia sanitaria que tiene al mundo de cabeza ya está produciendo efectos sobre el lenguaje, incluso a nivel ideológico?

Es una buena pregunta, quizá porque la respuesta no ha sido pensada del todo. Sobre el lenguaje como campo de batalla hay una tradición, pero lo que me preguntas tiene una gran actualidad política, lo estamos viviendo. Los historiadores siempre dicen que para pensar una época hay que verla retrospectivamente, pero bueno, uno puede tratar de esbozar hipótesis. Este escándalo sanitario mundial afecta todo, pero afecta principalmente los discursos políticos. Por eso estoy leyendo La langue confisquée [La lengua confiscada], el libro de Frédéric Joly sobre Victor Klemperer y las anotaciones que realizó durante el nazismo –arriesgando la vida: toda una postura– sobre las torsiones de la lengua alemana, sobre cómo esa lengua infectada del virus nazi era hablada incluso por los opositores del régimen. Tomando esta idea, y eso es lo que más me angustia, todos estamos hablando la lengua del coronavirus. Y sabemos que hablar una lengua es ser hablado por ella.

En Francia, que es donde vivo, Macron dijo seis veces: “Estamos en guerra”. Hay todo un despliegue, muy fácil de observar, del léxico bélico. Alguien decía que el discurso sanitario mundial se llevó por delante el famoso lenguaje inclusivo, por ejemplo. Es como si esta excepción barriera con los nuevos atributos de la lengua, y eso también afecta a la literatura. Las revistas, los diarios y los suplementos culturales piden que hablemos directa o indirectamente de esto. Muchos buenos escritores ahora están escribiendo mal, y creo que es porque lo hacen bajo presión. Noto, además, que toda la gente está diciendo lo mismo, y eso es muy impresionante. Cuando eso llega al arte, lo empobrece.

Tratemos de salirnos del tema, entonces. Tus relatos tienen un componente inequívocamente provocador. Das voz a mujeres que dicen lo que supuestamente no debe decirse de la pareja, de los hijos, de la vida familiar. En Degenerado, tu novela más reciente, asumes el punto de vista del personaje que la sociedad contemporánea más abomina: el pederasta. Me interesa saber qué utilidad literaria encuentras en ignorar, digamos, el imperativo moral de la época.

Hay un libro que se llama L’art sous contrôle: Nouvel agenda sociétal et censures militantes [El arte bajo control. Nueva agenda societal y censuras militantes], de la pensadora Carole Talon-Hugon, y otro de la socióloga Violaine Roussel, Art vs War: les Artistes américains contre la guerre en Irak [Arte vs guerra. Los artistas estadounidenses contra la guerra de Irak]; ellas básicamente se preguntan si la época del arte por el arte está acabada. Yo he venido escribiendo sobre eso en ensayos, artículos y tuits. Y bueno, de algún modo respondo con mis personajes, que son cada vez más amorales, más contrarios a la ley, a la sociedad, a la doxa. Cada vez son más anárquicos, más delincuentes. Matate, amor empieza con violencia doméstica y algo que se supone inmoral: ser infiel, abandonar al hijo, pero todo ocurre en la esfera privada. En La débil mental se pasa al crimen, ellas terminan matando a un hombre. En Precoz también hay un asesinato, a él lo linchan, los terroristas le cortan la cabeza. Y bueno, Degenerado trata de un delincuente sexual, el chivo expiatorio de un pueblo. Ésa es la evolución de mis personajes. Si el arte está bajo control, si tiene que responder a las normas sociales, si debe tener cuidado con el racismo, con el machismo y estar atento al #MeToo no le veo el sentido. Por eso algunos denuncian que hay un giro moralizador.

Rimbaud decía algo así, que había que correrse de la moralidad para escribir. Y yo creo eso, el escritor tiene que estar ahí, hurgando en lo clandestino, en lo no dicho, en lo censurado. Escribir tiene que ser un duelo con la muerte, tiene que ser peligroso de un modo u otro, ya sea que te enfrentes a Stalin, a Fidel, a Franco, a las dictaduras militares, al coronavirus, a tus editores, al mercado o a lo que espera un lector. Siempre hay esa pugna. Ésa es la única razón de ser del arte.

El otro día vi un documental sobre la prostitución en Cuba. Había un argentino, un señor que decía: “Tengo 67 años, le di tres veces, acabé tres veces, le di por el orto, tenía 18 años pero también me gustan las de 15”. Ahí te agarran del cogote. Lo dice tres veces: “Acá coger con una mujer joven es más fácil que tomar un vaso de agua”. Si uno fuera director de cine ahí diría “¡Corten!”. Pero ahí está todo: hay un personaje, hay un lenguaje, hay un discurso, hay un tono, hay una singularidad. Y eso es lo que interesa de un personaje, no su dimensión moral. Las posturas políticas suelen empobrecer los textos de los mejores escritores, que ahora se han convertido en agentes ideológicos, como los que controlaban las esquinas en los países comunistas.

Y sin embargo, podrían pensarse algunos casos donde las posturas políticas dan pie a obras que literariamente no hacen ninguna concesión. Elfriede Jelinek, por ejemplo, que se define como comunista y tiene posiciones políticas muy claras, lo que no le impide construir una obra de gran radicalidad formal. ¿Te interesa su trabajo? Encuentro afinidades. ¿Qué zonas de la literatura contemporánea te interpelan?, ¿en qué obras has encontrado esta idea de la escritura como aventura radical?

Elfriede Jelinek es para mí un referente en todos los niveles, así que apuntaste bien. La radicalidad es en ella una estética en sí misma, más allá de que se exprese en una literatura de formas diferentes. Aunque tiene un compromiso, una militancia política comunista, su escritura no es maniquea, no es demagógica ni condescendiente ni servicial. El compromiso de los autores con la época –el coronavirus (“Quédate en casa”), estar a favor o en contra de un gobierno (en el caso argentino, de los Kirchner) o lo que sea– a veces se traduce en una escritura demagógica, que busca vender, y esto no se reduce a un problema de izquierda o derecha. Los períodos más nefastos del arte son esos, cuando se encuentra sometido.

En Cuba, hace más de 20 años, yo iba mucho a la Casa de la Poesía de La Habana. Los poetas que leían ahí tenían que sortear todo tipo de desafíos políticos. Como no podían decir lo que querían, tenían que elegir palabras que se acercaran a la que realmente querían usar: un ejercicio de traducción de la traducción de la traducción. Era peligroso, te podían llevar a la cárcel. Las obras que pasaban la aduana de la censura eran tan abstractas o metafóricas que no se entendían.

Respecto a los autores que me interesan, en mi formación han sido importantes las voces más singulares: Silvina Ocampo, Alejandra Pizarnik, Juan Carlos Onetti, Sylvia Molloy, Roberto Arlt. No digo nada nuevo, no es nada original. ¿Qué voy a decir? ¿Borges? Obvio. Esas voces arman una lengua única. ¿A quién se parecen? Más contemporáneos, diría Gustavo Ferreyra, Damián Tabarovsky, Luis Chitarroni… Como lectora no me importa nada, ni el género ni la orientación política ni la extensión de la obra. Tampoco si es ensayo, narración o poesía. En lo que sí soy una demente absoluta es en la búsqueda de la singularidad. Me pasa lo mismo con los pianistas, con los cantantes. No me importa si un cantante canta mal o si un traductor introduce un error, me importa la manifestación de una sensibilidad única. Cuando muere ese tipo de artista muere una forma de ver la vida, pero eso lo logran muy pocos.

Para terminar, quisiera preguntarte por el efecto de vivir en Francia y escribir en castellano. Entre los argentinos hay varios antecedentes (Cortázar, Copi, Saer). ¿La tensión entre vivir en una lengua y pensar y escribir en otra es productiva para tu obra? Has escrito todos tus libros fuera de Argentina, y en Degenerado se tiene la sensación de que el francés late debajo del español, como una suerte de materia oscura que lo moldea.

Es así. Yo no escribí nada cuando vivía en Argentina, salvo algunos intentos, esbozos. Había hecho obras de teatro, documentales, cortometrajes y películas (yo pertenecía más a los mundos del cine y del teatro), pero nunca había escrito. Realmente mi escritura se funda en la experiencia de la doble o las muchas lenguas, no sólo de la relación entre el francés y el español sino entre los muchos tipos de francés y de español (latinoamericanos y peninsulares). Para alguien que vive en Europa o en ciudades muy cosmopolitas puede ser una obviedad, pero para una persona de Buenos Aires no lo es. Probablemente no hubiera escrito nada si me hubiera quedado en una sola lengua. El salto fue ése, no tanto el de país a país.

A Degenerado lo escribí como un experimento entre el francés y el español a la manera de Copi –lo nombrabas antes–, lo escribí en una semilengua, en una lengua dividida, saltando de un párrafo a otro, de un capítulo a otro, pero también de una frase a otra, de una gramática y una sintaxis a otra. Esa experiencia no funcionó, aunque conservo los manuscritos. Finalmente lo que publicó Anagrama, escrito en español, conserva el extrañamiento del cruce de lenguas.

De los autores que mencionas, Saer, Copi, Cortázar y tantos más, es interesante ver qué decisión toma cada uno, si cambia de lengua o si se queda en su lengua, si se notan los hilos de la otra lengua. En mi caso la tensión no sólo fue productiva sino fundamental. Después cada escritor tiene su mito, si no es un viaje es una muerte o una desgracia, algo extraordinario, un éxodo, una enfermedad, un amor, un asesinato, da igual. El mío está en la lengua. Siempre que escribo está esa doble conciencia, una lengua en la otra, por eso digo que escribir es un acto de traducción, y que me considero una falsa traductora.

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