viernes, 29 de abril de 2022

Lo que debería ser una casa

Frente a un Estado en crisis permanente, frente a una ciudad que hace tiempo dejó morir su idea del futuro en aras de sostener un presente continuo, frente a la desconsolada imagen de una casa siempre a punto de finalmente ser una casa, Sandra Calvo tiende un hilo. Radicada desde hace tiempo en Ciudad de México, intrigada por los procesos del arte participativo, el año pasado condensó en un libro, también mediante hilos –esta vez del lenguaje–, también mediante la construcción colectiva, uno de sus proyectos más ambiciosos: Arquitectura sin arquitectos (2012-2014).

Aunque nunca experimentó de primera mano la vida en la periferia de las ciudades latinoamericanas, siempre colapsadas y por lo tanto en constante expansión, Sandra Calvo se aproximó a ellas con la inteligencia de quien no pretende extraer nada para sí. Una de las grandes dificultades que el arte latinoamericano enfrenta es su imposibilidad de dar ese salto. En la gran mayoría de las ocasiones se obtiene, si la cosa marcha por buenos rieles, una obra bien ejecutada, pero ridiculizada por su visión paternal, oscurecida por sus ambiciones extractivistas y con un efecto similar al de una estampilla conmemorativa. Sin duda acontece una transculturación, pero en una época donde los conceptos se han hecho tan frágiles como accesibles, Calvo reconoce que tiene que ir más allá de la justificación que pueda darle el texto; sólo el dejarse afectar hará que el arte salga de esta encrucijada.

El espacio como negociación

Estuvo dos años en Ciudad Bolívar, Bogotá, viviendo con una familia cuya casa había sido hecha, al igual que gran parte de las casas en Latinoamérica, mediante la autoconstrucción. La concepción del proyecto era simple en idea y a la vez desanudaba toda su complejidad en la ejecución: construir una casa de hilo que simbolizara la fragilidad de los asentamientos informales para la vivienda, es decir, la fragilidad del hogar del 60% de las personas en el mundo.

Para muchos de nosotrxs la idea de vivienda de hecho siempre ha sido así: la casa se construye a medida que es habitada, y esto es una regla en casi todas las ciudades latinoamericanas que cuentan con asentamientos ilegales. La casa es siempre un proyecto improvisado, el material llega a cuentagotas, los planos han sido escritos por nuestros padres y tíos en cuadernos a los cuales les sobran unas cuantas hojas tras finalizar el ciclo escolar, el conocimiento empírico e intuitivo, la metis, nos brinda una casa, el gobierno en turno, tarde o temprano, la llama ilegal.

Calvo supo rápidamente que en un proyecto como éste iba a ser imposible desclasarse. Había que, en sus palabras, “meter el cuerpo, la cabeza, lo que eres. Tratar de ser osada”. Es cierto, cuando la mirada es sólo guiada por el extrañamiento y la compasión, pero no hay un solo acto de osadía, ni un sólo conflicto entre el artista y el entorno que pretende abarcar, el resultado es del todo insípido.

Regresando a la casa: se usó hilo negro para los espacios construidos en consenso entre la familia y la artista; para aquellos en discordia, se empleó hilo rojo. El resultado, no considerado a priori, era determinado todo el tiempo por estas fluctuaciones, el AutoCAD se modificada en vivo, los puntos de vista entre la artista y los distintos miembros de la familia generaron un proyecto imposible de domesticar. Calvo comprendió esto y no luchó contra ello. “La propia autoconstrucción iba mutando. Nada estaba dado, la casa no es una estructura planeada de bienestar y confort. Tiene las características de ser dúctil y dinámica. El artista debe entender que este tipo de proyectos se viven; si no se viven, si no dejan caer su pesada losa sobre las concepciones del artista, entonces simplemente no funcionan”.

Conflictos generadores

Al arrancarse esa concepción inútil sobre la ternura, se encontró con una familia con diversas problemáticas, una comunidad sin inocencia, incluso conflictiva, dueña de sus propias dinámicas, que de ninguna manera tiene que ser mejorada por la inserción del arte. El conflicto permitió crear una tercera cosa producto del lenguaje, mejor dicho, del choque de lenguajes que daba continuidad a los esfuerzos de construcción. Un acontecimiento que no pertenece a Sandra Calvo, a la artista o a la familia, pero afecta a los tres. La resolución de lo aprendido pone en práctica una potencia constructiva y destructiva a la vez, creando pequeños resquebrajos en la visión irónicamente aplanada de vivienda formal.

La casa de hilos no fue entonces site responsive art ni una torpe imitación de la autoconstrucción que florece en rincones de toda Latinoamérica. Ni Fred Sandback ni las casas mutantes de Alejandro Aravena, sino un coloquio en tensión permanente, una problemática siempre a punto de surgir y cuya forma es del todo imposible porque legalmente ninguna de estas casas puede ser llamada así. Pudo escribir Stirner: parece una casa, pero no lo es.

Sandra Calvo

Proyección multicanal sobre estructura de vidrio y falso concreto. Galería Santa Fé, Bogotá, 2013

Al final, y en palabras de Calvo, “Arquitectura sin arquitectos es una práctica política que habita la ciudad informalizada, creando pequeñas incisiones en la visión anestesiada de la vivienda formal”, un proyecto que no busca retratar o representar sino colocarse en la línea de fuego. Reconoce que el arte ya rara vez puede ser un acto de resistencia al nivel de las casas autoconstruidas en la periferia de las ciudades latinoamericanas. Alcanza, acaso, a nombrar y tensar. En casos así de afortunados, puede en verdad destruir una cierta idea del espacio formal y el mercado de la vivienda en regiones tan pobremente preparadas para la vida, como la nuestra.

Sandra Calvo conserva lo aprendido. Supo, incluso antes de cerrar el proyecto, que éste no finalizaba con la construcción de la casa de hilos. Un diálogo de esa intensidad puede sólo sostenerse en las palabras. Por eso existe el libro. “Es una suerte de escultura en proceso. Su diseño está hablando de la autoconstrucción, el mismo hilo le cruza un lomo abierto”, y dentro de él también conviven las disidencias, visiones que se trenzan y contradicen. Los textos de Pedro Ortiz Antoranz, Juan Carlos Cano, Vyjayanthi Rao, Tatiana Lipkes y José Luis Paredes Pacho no apuntan al mismo lugar, miran el proyecto desde posiciones distintas: como arquitectura, como teoría poscolonial, como poesía. Permanecen atados por la misma potencia que mantiene la casa en pie: un lenguaje que sólo puede sostenerse en la incertidumbre, hasta que un megaproyecto lo deshaga por completo, tan frágil como la vivienda de millones de latinoamericanos. Contra esto, el libro es la única casa posible.

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Lo que debería ser una casa

Frente a un Estado en crisis permanente, frente a una ciudad que hace tiempo dejó morir su idea del futuro en aras de sostener un presente continuo, frente a la desconsolada imagen de una casa siempre a punto de finalmente ser una casa, Sandra Calvo tiende un hilo. Radicada desde hace tiempo en Ciudad de México, intrigada por los procesos del arte participativo, el año pasado condensó en un libro, también mediante hilos –esta vez del lenguaje–, también mediante la construcción colectiva, uno de sus proyectos más ambiciosos: Arquitectura sin arquitectos (2012-2014).

Aunque nunca experimentó de primera mano la vida en la periferia de las ciudades latinoamericanas, siempre colapsadas y por lo tanto en constante expansión, Sandra Calvo se aproximó a ellas con la inteligencia de quien no pretende extraer nada para sí. Una de las grandes dificultades que el arte latinoamericano enfrenta es su imposibilidad de dar ese salto. En la gran mayoría de las ocasiones se obtiene, si la cosa marcha por buenos rieles, una obra bien ejecutada, pero ridiculizada por su visión paternal, oscurecida por sus ambiciones extractivistas y con un efecto similar al de una estampilla conmemorativa. Sin duda acontece una transculturación, pero en una época donde los conceptos se han hecho tan frágiles como accesibles, Calvo reconoce que tiene que ir más allá de la justificación que pueda darle el texto; sólo el dejarse afectar hará que el arte salga de esta encrucijada.

El espacio como negociación

Estuvo dos años en Ciudad Bolívar, Bogotá, viviendo con una familia cuya casa había sido hecha, al igual que gran parte de las casas en Latinoamérica, mediante la autoconstrucción. La concepción del proyecto era simple en idea y a la vez desanudaba toda su complejidad en la ejecución: construir una casa de hilo que simbolizara la fragilidad de los asentamientos informales para la vivienda, es decir, la fragilidad del hogar del 60% de las personas en el mundo.

Para muchos de nosotrxs la idea de vivienda de hecho siempre ha sido así: la casa se construye a medida que es habitada, y esto es una regla en casi todas las ciudades latinoamericanas que cuentan con asentamientos ilegales. La casa es siempre un proyecto improvisado, el material llega a cuentagotas, los planos han sido escritos por nuestros padres y tíos en cuadernos a los cuales les sobran unas cuantas hojas tras finalizar el ciclo escolar, el conocimiento empírico e intuitivo, la metis, nos brinda una casa, el gobierno en turno, tarde o temprano, la llama ilegal.

Calvo supo rápidamente que en un proyecto como éste iba a ser imposible desclasarse. Había que, en sus palabras, “meter el cuerpo, la cabeza, lo que eres. Tratar de ser osada”. Es cierto, cuando la mirada es sólo guiada por el extrañamiento y la compasión, pero no hay un solo acto de osadía, ni un sólo conflicto entre el artista y el entorno que pretende abarcar, el resultado es del todo insípido.

Regresando a la casa: se usó hilo negro para los espacios construidos en consenso entre la familia y la artista; para aquellos en discordia, se empleó hilo rojo. El resultado, no considerado a priori, era determinado todo el tiempo por estas fluctuaciones, el AutoCAD se modificada en vivo, los puntos de vista entre la artista y los distintos miembros de la familia generaron un proyecto imposible de domesticar. Calvo comprendió esto y no luchó contra ello. “La propia autoconstrucción iba mutando. Nada estaba dado, la casa no es una estructura planeada de bienestar y confort. Tiene las características de ser dúctil y dinámica. El artista debe entender que este tipo de proyectos se viven; si no se viven, si no dejan caer su pesada losa sobre las concepciones del artista, entonces simplemente no funcionan”.

Conflictos generadores

Al arrancarse esa concepción inútil sobre la ternura, se encontró con una familia con diversas problemáticas, una comunidad sin inocencia, incluso conflictiva, dueña de sus propias dinámicas, que de ninguna manera tiene que ser mejorada por la inserción del arte. El conflicto permitió crear una tercera cosa producto del lenguaje, mejor dicho, del choque de lenguajes que daba continuidad a los esfuerzos de construcción. Un acontecimiento que no pertenece a Sandra Calvo, a la artista o a la familia, pero afecta a los tres. La resolución de lo aprendido pone en práctica una potencia constructiva y destructiva a la vez, creando pequeños resquebrajos en la visión irónicamente aplanada de vivienda formal.

La casa de hilos no fue entonces site responsive art ni una torpe imitación de la autoconstrucción que florece en rincones de toda Latinoamérica. Ni Fred Sandback ni las casas mutantes de Alejandro Aravena, sino un coloquio en tensión permanente, una problemática siempre a punto de surgir y cuya forma es del todo imposible porque legalmente ninguna de estas casas puede ser llamada así. Pudo escribir Stirner: parece una casa, pero no lo es.

Sandra Calvo

Proyección multicanal sobre estructura de vidrio y falso concreto. Galería Santa Fé, Bogotá, 2013

Al final, y en palabras de Calvo, “Arquitectura sin arquitectos es una práctica política que habita la ciudad informalizada, creando pequeñas incisiones en la visión anestesiada de la vivienda formal”, un proyecto que no busca retratar o representar sino colocarse en la línea de fuego. Reconoce que el arte ya rara vez puede ser un acto de resistencia al nivel de las casas autoconstruidas en la periferia de las ciudades latinoamericanas. Alcanza, acaso, a nombrar y tensar. En casos así de afortunados, puede en verdad destruir una cierta idea del espacio formal y el mercado de la vivienda en regiones tan pobremente preparadas para la vida, como la nuestra.

Sandra Calvo conserva lo aprendido. Supo, incluso antes de cerrar el proyecto, que éste no finalizaba con la construcción de la casa de hilos. Un diálogo de esa intensidad puede sólo sostenerse en las palabras. Por eso existe el libro. “Es una suerte de escultura en proceso. Su diseño está hablando de la autoconstrucción, el mismo hilo le cruza un lomo abierto”, y dentro de él también conviven las disidencias, visiones que se trenzan y contradicen. Los textos de Pedro Ortiz Antoranz, Juan Carlos Cano, Vyjayanthi Rao, Tatiana Lipkes y José Luis Paredes Pacho no apuntan al mismo lugar, miran el proyecto desde posiciones distintas: como arquitectura, como teoría poscolonial, como poesía. Permanecen atados por la misma potencia que mantiene la casa en pie: un lenguaje que sólo puede sostenerse en la incertidumbre, hasta que un megaproyecto lo deshaga por completo, tan frágil como la vivienda de millones de latinoamericanos. Contra esto, el libro es la única casa posible.

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jueves, 28 de abril de 2022

El ‘fade out’ de la experiencia sensible

¿Qué pasará con las artes en el futuro? Cuando Cézanne pintaba su reloj negro no podía imaginar que esos objetos sencillos de la vida cotidiana, retratados con crudeza y melancolía, serían el pulso del arte del siglo siguiente. Charles Chaplin, Andy Warhol o William Burroughs fueron más que artistas, vislumbraron que su presente un día sería el futuro. En este tiempo vemos algunas tendencias que, lejos de entusiasmarnos, vuelven todo más sombrío. En esta columna reunimos algunos indicadores y aventuramos una hipótesis: en la era de la hiperreproductibilidad técnica, los estándares modernos van quedando atrás y se imponen los productos prefabricados sin autor.

Música de cañerías

El método de composición de muchos de los que hoy son los 200 éxitos de Spotify se llama toplining, en el cual el artista que produce el track compra una base prefabricada sobre la que luego agrega una línea vocal. Los hits, entonces, son más instantáneos que nunca. Esta forma es utilizada por los principales nombres de la industria, y algunos toplinings se han vendido por menos de 50 dólares a quienes luego los convirtieron en éxitos. Esta práctica común contrasta con aquellos sesudos debates de las revistas especializadas y apasionados melómanos que determinaban si una música era “comercial” o si una banda se había “vendido” al sistema. Todas esas elucubraciones hoy parecen un hilar tan fino que se recuerdan con media sonrisa, y saludamos “Africa” de Toto como si fuera el Concierto para piano no. 3 de Serguéi Rajmáninov.

Los especialistas señalan que, más allá de las modas, se ha perdido calidad al componer canciones. Hace poco, en una entrevista, le preguntaron a Sting qué opinaba de los éxitos del pop actual, y él señaló “la asombrosa falta de puentes” en las canciones. El puente es un pedazo de la canción que anuncia el estribillo y funciona como una melodía pegadiza alternativa. Sting, que vendió su catálogo personal por 300 millones de dólares recientemente, algo sabe de composición de hits. Lamentablemente, su estilo pertenece a un pasado cada vez más remoto, ese Imperio Romano de la música pop que fueron los años ochenta.

Arte digital: caro o gratis

El fenómeno de los NFTs elevó considerablemente el costo del acceso al arte digital. En principio, la nueva tecnología permite que muchos artistas emergentes coloquen su obra más experimental en sitios como SuperRare, pero también abrió la puerta a que cualquier oportunista prácticamente estafe a los coleccionistas con obras de escaso valor. Esta dicotomía es rancia y no es un problema nuestro. Lo cierto es que la consolidación del fenómeno NFT implica que ni siquiera el arte digital es terreno libre de hipercapitalismo, y la mayor parte de esta tendencia pone en primer plano la inversión de los propietarios y opaca por completo cualquier lectura o trabajo de crítica sobre las obras. No hay espacio para el análisis cuando todo lo ocupa un mercado desregulado. Por eso la pauperización de este campo fue tan veloz y tan clara para quienes observaron sin tiempo a la perplejidad.

Por el contrario, el proyecto DALL·E 2 crea imágenes artísticas a partir de los pedidos de los usuarios. Quien ingrese a su página y solicite un sofá con forma de mano donde hay sentado un gato que tiene puesta una gorra de beisbol tendrá un hermoso dibujo que corresponde exactamente a lo que pidió. La IA es capaz de crear cualquier motivo, y esta promesa es desafiada constantemente por los usuarios ociosos de todas las redes sociales. Los más desprevenidos se asombran de que una computadora haya llegado al estadio de reemplazar a los seres humanos en sus capacidades artísticas, pero en realidad debo pensar que o están fingiendo un asombro demagógico hacia otros lectores de posteos en redes sociales o simplemente no prestaron atención a los avances tecnológicos de los últimos años. Y donde unos ven el potencial de la informática para reemplazar al humano, yo no tengo más opción (tal vez por una formación suavemente marxista en mi improvisada educación intelectual) que ver una nueva forma de crear arte barato e incluso gratuito, precisamente todo lo contrario al fenómeno de los NFTs.

Ricos & offline

El arte de calidad en manos de grandes masas y de fácil acceso parece ser una utopía que pertenece a un tiempo cada vez más lejano. Desde los cuadros de artistas emergentes, que gracias a las tecnologías digitales pueden valer tanto como el del más reputado pintor de trayectoria, hasta las sencillas carátulas de discos, que quedaron reducidas a JPG en listas de reproducción, mientras que los vinilos –con sus tapas brillantes y sensuales– se han convertido en verdaderos artículos de lujo.

Patricio Erb explica en La villa miseria digital (Ediciones Paco, Buenos Aires, 2021) que los ricos vivirán un futuro offline, ya que “las clases altas […] descubrieron el diferencial de la experiencia corporal. Y no se trata sólo de entretenimiento, sino de accesos”. En el ensayo que da título al libro el autor se pregunta si “las pantallas” no son verdaderos barrios pobres donde se reúnen aquellos que necesitan accesos gratuitos a los consumos, pauperizados por el capital que precisa relaciones costo-rentabilidad cada vez más obscenas. Por su parte, los acaudalados pagan los NFTs y consumen conciertos exclusivos donde un verdadero artista toca las obras antiguas que conmueven a la humanidad con la maestría que se requiere, en conciertos privados y teatros cada vez más exclusivos.

El arte automatizado hecho por una página web, las canciones que parecen salidas de la radio que escucha el protagonista de 1984 mientras una señora de la prole tiende la ropa ingenuamente, la omnipresencia de las películas de superhéroes hechas para un público masivo e infantilizado, el reinado de Netflix con sus series diseñadas con estudios de consumo: no son más que algunas muestras de cómo el arte popular se pauperiza al ritmo de la paulatina deshumanización de la experiencia sensible.

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El ‘fade out’ de la experiencia sensible

¿Qué pasará con las artes en el futuro? Cuando Cézanne pintaba su reloj negro no podía imaginar que esos objetos sencillos de la vida cotidiana, retratados con crudeza y melancolía, serían el pulso del arte del siglo siguiente. Charles Chaplin, Andy Warhol o William Burroughs fueron más que artistas, vislumbraron que su presente un día sería el futuro. En este tiempo vemos algunas tendencias que, lejos de entusiasmarnos, vuelven todo más sombrío. En esta columna reunimos algunos indicadores y aventuramos una hipótesis: en la era de la hiperreproductibilidad técnica, los estándares modernos van quedando atrás y se imponen los productos prefabricados sin autor.

Música de cañerías

El método de composición de muchos de los que hoy son los 200 éxitos de Spotify se llama toplining, en el cual el artista que produce el track compra una base prefabricada sobre la que luego agrega una línea vocal. Los hits, entonces, son más instantáneos que nunca. Esta forma es utilizada por los principales nombres de la industria, y algunos toplinings se han vendido por menos de 50 dólares a quienes luego los convirtieron en éxitos. Esta práctica común contrasta con aquellos sesudos debates de las revistas especializadas y apasionados melómanos que determinaban si una música era “comercial” o si una banda se había “vendido” al sistema. Todas esas elucubraciones hoy parecen un hilar tan fino que se recuerdan con media sonrisa, y saludamos “Africa” de Toto como si fuera el Concierto para piano no. 3 de Serguéi Rajmáninov.

Los especialistas señalan que, más allá de las modas, se ha perdido calidad al componer canciones. Hace poco, en una entrevista, le preguntaron a Sting qué opinaba de los éxitos del pop actual, y él señaló “la asombrosa falta de puentes” en las canciones. El puente es un pedazo de la canción que anuncia el estribillo y funciona como una melodía pegadiza alternativa. Sting, que vendió su catálogo personal por 300 millones de dólares recientemente, algo sabe de composición de hits. Lamentablemente, su estilo pertenece a un pasado cada vez más remoto, ese Imperio Romano de la música pop que fueron los años ochenta.

Arte digital: caro o gratis

El fenómeno de los NFTs elevó considerablemente el costo del acceso al arte digital. En principio, la nueva tecnología permite que muchos artistas emergentes coloquen su obra más experimental en sitios como SuperRare, pero también abrió la puerta a que cualquier oportunista prácticamente estafe a los coleccionistas con obras de escaso valor. Esta dicotomía es rancia y no es un problema nuestro. Lo cierto es que la consolidación del fenómeno NFT implica que ni siquiera el arte digital es terreno libre de hipercapitalismo, y la mayor parte de esta tendencia pone en primer plano la inversión de los propietarios y opaca por completo cualquier lectura o trabajo de crítica sobre las obras. No hay espacio para el análisis cuando todo lo ocupa un mercado desregulado. Por eso la pauperización de este campo fue tan veloz y tan clara para quienes observaron sin tiempo a la perplejidad.

Por el contrario, el proyecto DALL·E 2 crea imágenes artísticas a partir de los pedidos de los usuarios. Quien ingrese a su página y solicite un sofá con forma de mano donde hay sentado un gato que tiene puesta una gorra de beisbol tendrá un hermoso dibujo que corresponde exactamente a lo que pidió. La IA es capaz de crear cualquier motivo, y esta promesa es desafiada constantemente por los usuarios ociosos de todas las redes sociales. Los más desprevenidos se asombran de que una computadora haya llegado al estadio de reemplazar a los seres humanos en sus capacidades artísticas, pero en realidad debo pensar que o están fingiendo un asombro demagógico hacia otros lectores de posteos en redes sociales o simplemente no prestaron atención a los avances tecnológicos de los últimos años. Y donde unos ven el potencial de la informática para reemplazar al humano, yo no tengo más opción (tal vez por una formación suavemente marxista en mi improvisada educación intelectual) que ver una nueva forma de crear arte barato e incluso gratuito, precisamente todo lo contrario al fenómeno de los NFTs.

Ricos & offline

El arte de calidad en manos de grandes masas y de fácil acceso parece ser una utopía que pertenece a un tiempo cada vez más lejano. Desde los cuadros de artistas emergentes, que gracias a las tecnologías digitales pueden valer tanto como el del más reputado pintor de trayectoria, hasta las sencillas carátulas de discos, que quedaron reducidas a JPG en listas de reproducción, mientras que los vinilos –con sus tapas brillantes y sensuales– se han convertido en verdaderos artículos de lujo.

Patricio Erb explica en La villa miseria digital (Ediciones Paco, Buenos Aires, 2021) que los ricos vivirán un futuro offline, ya que “las clases altas […] descubrieron el diferencial de la experiencia corporal. Y no se trata sólo de entretenimiento, sino de accesos”. En el ensayo que da título al libro el autor se pregunta si “las pantallas” no son verdaderos barrios pobres donde se reúnen aquellos que necesitan accesos gratuitos a los consumos, pauperizados por el capital que precisa relaciones costo-rentabilidad cada vez más obscenas. Por su parte, los acaudalados pagan los NFTs y consumen conciertos exclusivos donde un verdadero artista toca las obras antiguas que conmueven a la humanidad con la maestría que se requiere, en conciertos privados y teatros cada vez más exclusivos.

El arte automatizado hecho por una página web, las canciones que parecen salidas de la radio que escucha el protagonista de 1984 mientras una señora de la prole tiende la ropa ingenuamente, la omnipresencia de las películas de superhéroes hechas para un público masivo e infantilizado, el reinado de Netflix con sus series diseñadas con estudios de consumo: no son más que algunas muestras de cómo el arte popular se pauperiza al ritmo de la paulatina deshumanización de la experiencia sensible.

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Patrick Modiano: el pasado impredecible

Hace un par de meses, al hablar sobre la aparición de Chevreuse, la última novela de Patrick Modiano aparecida en francés, Ignacio Vidal-Folch comentó: “¿Y qué quieren los seguidores de Modiano? Más de lo mismo”. Enrique Vila-Matas también ha comentado que este autor “finge escribir siempre el mismo libro”. El del francés es un arte de repetición, pero no suele haber agotamiento.

La repetición está contemplada en la poética de Modiano. No pocos de sus personajes están obsesionados con Nietzsche y el eterno retorno de lo mismo. Tinta simpática (2019), su segunda novela después del Nobel, y la más reciente aparecida en español, se interna de lleno en esta premisa. Es una expansión del territorio Modiano en la que reaparecen muchas de las obsesiones del autor: personas desaparecidas, detectives, París, falsas identidades, la fuga, registros incomprensibles en libretas, los poderes limitados del lenguaje, la inexactitud de la memoria.

De las múltiples obsesiones de Modiano, la que se apodera de este relato es una combinación entre los límites representativos de la escritura y la imprecisión de la memoria. La escritura funciona aquí como un rastro o una huella que provoca perplejidad, más que como una memoria subrogada. Los nombres registrados en una libreta parecen no decir nada, incluso, o sobre todo, a pesar de que fue nuestra propia mano la que los registró. La escritura marca ya la ausencia no sólo del referente sino también de cualquier tipo de sentido. Conviene investigar, devolverle algo de sentido a ese nombre, aunque sea sólo mediante especulaciones.

En Tinta simpática Jean Eyben, un detective primerizo, intenta dotar de sentido un nombre que le ha sido dado investigar: Noëlle Lefebvre. La acción comienza a mediados del siglo pasado. Existe la posibilidad de que ése ni siquiera sea el nombre verdadero de aquella mujer (“no sólo había desaparecido de la noche a la mañana, sino que ni siquiera había nada seguro sobre su verdadera identidad”). Esta novela de detectives podría leerse como una investigación en la que terminan por dramatizarse algunas nociones saussureanas: no hay nada que una realmente al significado y al significante, más allá del uso consensuado de una palabra para referirse a algo.

El nombre de Noëlle Lefevre flota como algo completamente ajeno al personaje, que al aparecer finalmente ni siquiera llega a ser nombrada con esas dos palabras. Pero no sólo la capacidad representativa del lenguaje hablado y del escrito parecen ponerse en cuestión, también la fotografía es un despropósito en esta novela. Incluso viendo fotos de Lefebvre el detective no puede estar seguro de reconocerla o incluso recordarla, años después. La tinta simpática del título, también conocida como tinta invisible, parece ser la metáfora ideal para hablar sobre la escritura como mecanismo de representación frágil e ineficiente. Esta percepción de la escritura, no obstante, es más melancólica que iconoclasta.

La novela se balancea entre la perplejidad del narrador ante su propia vida y la fragilidad e imprevisibilidad de la escritura y la memoria. Al inicio de En presencia de Schopenhauer, Michel Houellebecq dice, al recordar su primera aproximación a la obra del filósofo, que la memoria es más eficiente recordando lugares que fechas, pero ¿qué ocurre cuando el paso del tiempo, los cambios de intereses, el inevitable desarrollo urbano terminan por demoler todos aquellos lugares que nos fueron familiares? Desde el siglo XXI, Eyben intenta recuperar un lugar que ya no puede ver, a pesar de estar ahí mismo. El arte de Modiano se preocupa constantemente por todo aquello que parece poner en peligro la memoria pero que, justo por debilitarla y asediarla, parece darle importancia.

Quien quiera recordar debe ponerse en manos del olvido, de ese riesgo que es el olvido absoluto y de esa hermosa casualidad en que se convierte entonces el recuerdo”, dice Maurice Blanchot en el epígrafe de la novela. Para Modiano la memoria es el proceso activo de intentar rescatar aquello que podría perderse, más que algo fijo. Este proceso paradójico en el que se intenta recordar y registrar, al tiempo que se descree de la memoria y la escritura, crea un efecto de irrealidad, algo que invade constantemente a los personajes de Modiano. Incluso parece haber en estas novelas un cambio en la manera en la que se organiza el tiempo: el futuro es casi inexistente, el presente es intangible, pero el pasado lo domina todo y encima es impredecible. Es posible encontrar en otras novelas la misma frase que formula la duda: “Quizá lo soñé”, “pues no lo soñé”,“era la única prueba que tenía de que aquello no había sido un sueño”.

En Recuerdos durmientes (2017), la novela anterior a Tinta simpática y la primera del autor después de ganar el Nobel, el narrador incluso llega a creer que vive entre sueños y que, como ha aprendido en un libro esotérico, es posible aprender a dirigir la vigilia de la misma manera en la que se puede aprender a controlar los propios sueños. En esa lógica, algunos personajes nos parecen familiares pero ocultos tras una máscara nueva, viviendo una doble vida o renaciendo con nuevos nombres después de lograr sobrevivir a su pasado. La fuga es una constante en sus vidas. Louki, la figura central de En el café de la juventud perdida (2007), nos dice “No tengo más recuerdos buenos que los de huida o evasión”. Casi todas las fugas en Modiano son fugas de un pasado que parece siempre otra vida. Hay cambios de nombres, registros falsos o, como cantan los Magnetic Fields, “Shadows of echoes of memories”. No cualquier detective puede seguir la pista a una persona que no está segura de su propia existencia.

Patrick Modiano, Tinta simpática, trad. del francés de María Teresa Gallego Urrutia, Anagrama, Barcelona, 2022

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Patrick Modiano: el pasado impredecible

Hace un par de meses, al hablar sobre la aparición de Chevreuse, la última novela de Patrick Modiano aparecida en francés, Ignacio Vidal-Folch comentó: “¿Y qué quieren los seguidores de Modiano? Más de lo mismo”. Enrique Vila-Matas también ha comentado que este autor “finge escribir siempre el mismo libro”. El del francés es un arte de repetición, pero no suele haber agotamiento.

La repetición está contemplada en la poética de Modiano. No pocos de sus personajes están obsesionados con Nietzsche y el eterno retorno de lo mismo. Tinta simpática (2019), su segunda novela después del Nobel, y la más reciente aparecida en español, se interna de lleno en esta premisa. Es una expansión del territorio Modiano en la que reaparecen muchas de las obsesiones del autor: personas desaparecidas, detectives, París, falsas identidades, la fuga, registros incomprensibles en libretas, los poderes limitados del lenguaje, la inexactitud de la memoria.

De las múltiples obsesiones de Modiano, la que se apodera de este relato es una combinación entre los límites representativos de la escritura y la imprecisión de la memoria. La escritura funciona aquí como un rastro o una huella que provoca perplejidad, más que como una memoria subrogada. Los nombres registrados en una libreta parecen no decir nada, incluso, o sobre todo, a pesar de que fue nuestra propia mano la que los registró. La escritura marca ya la ausencia no sólo del referente sino también de cualquier tipo de sentido. Conviene investigar, devolverle algo de sentido a ese nombre, aunque sea sólo mediante especulaciones.

En Tinta simpática Jean Eyben, un detective primerizo, intenta dotar de sentido un nombre que le ha sido dado investigar: Noëlle Lefebvre. La acción comienza a mediados del siglo pasado. Existe la posibilidad de que ése ni siquiera sea el nombre verdadero de aquella mujer (“no sólo había desaparecido de la noche a la mañana, sino que ni siquiera había nada seguro sobre su verdadera identidad”). Esta novela de detectives podría leerse como una investigación en la que terminan por dramatizarse algunas nociones saussureanas: no hay nada que una realmente al significado y al significante, más allá del uso consensuado de una palabra para referirse a algo.

El nombre de Noëlle Lefevre flota como algo completamente ajeno al personaje, que al aparecer finalmente ni siquiera llega a ser nombrada con esas dos palabras. Pero no sólo la capacidad representativa del lenguaje hablado y del escrito parecen ponerse en cuestión, también la fotografía es un despropósito en esta novela. Incluso viendo fotos de Lefebvre el detective no puede estar seguro de reconocerla o incluso recordarla, años después. La tinta simpática del título, también conocida como tinta invisible, parece ser la metáfora ideal para hablar sobre la escritura como mecanismo de representación frágil e ineficiente. Esta percepción de la escritura, no obstante, es más melancólica que iconoclasta.

La novela se balancea entre la perplejidad del narrador ante su propia vida y la fragilidad e imprevisibilidad de la escritura y la memoria. Al inicio de En presencia de Schopenhauer, Michel Houellebecq dice, al recordar su primera aproximación a la obra del filósofo, que la memoria es más eficiente recordando lugares que fechas, pero ¿qué ocurre cuando el paso del tiempo, los cambios de intereses, el inevitable desarrollo urbano terminan por demoler todos aquellos lugares que nos fueron familiares? Desde el siglo XXI, Eyben intenta recuperar un lugar que ya no puede ver, a pesar de estar ahí mismo. El arte de Modiano se preocupa constantemente por todo aquello que parece poner en peligro la memoria pero que, justo por debilitarla y asediarla, parece darle importancia.

Quien quiera recordar debe ponerse en manos del olvido, de ese riesgo que es el olvido absoluto y de esa hermosa casualidad en que se convierte entonces el recuerdo”, dice Maurice Blanchot en el epígrafe de la novela. Para Modiano la memoria es el proceso activo de intentar rescatar aquello que podría perderse, más que algo fijo. Este proceso paradójico en el que se intenta recordar y registrar, al tiempo que se descree de la memoria y la escritura, crea un efecto de irrealidad, algo que invade constantemente a los personajes de Modiano. Incluso parece haber en estas novelas un cambio en la manera en la que se organiza el tiempo: el futuro es casi inexistente, el presente es intangible, pero el pasado lo domina todo y encima es impredecible. Es posible encontrar en otras novelas la misma frase que formula la duda: “Quizá lo soñé”, “pues no lo soñé”,“era la única prueba que tenía de que aquello no había sido un sueño”.

En Recuerdos durmientes (2017), la novela anterior a Tinta simpática y la primera del autor después de ganar el Nobel, el narrador incluso llega a creer que vive entre sueños y que, como ha aprendido en un libro esotérico, es posible aprender a dirigir la vigilia de la misma manera en la que se puede aprender a controlar los propios sueños. En esa lógica, algunos personajes nos parecen familiares pero ocultos tras una máscara nueva, viviendo una doble vida o renaciendo con nuevos nombres después de lograr sobrevivir a su pasado. La fuga es una constante en sus vidas. Louki, la figura central de En el café de la juventud perdida (2007), nos dice “No tengo más recuerdos buenos que los de huida o evasión”. Casi todas las fugas en Modiano son fugas de un pasado que parece siempre otra vida. Hay cambios de nombres, registros falsos o, como cantan los Magnetic Fields, “Shadows of echoes of memories”. No cualquier detective puede seguir la pista a una persona que no está segura de su propia existencia.

Patrick Modiano, Tinta simpática, trad. del francés de María Teresa Gallego Urrutia, Anagrama, Barcelona, 2022

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miércoles, 27 de abril de 2022

La pasión según Andréi

Como un largo y crepitante incendio a fuego lento, a medianoche y a media nada, Andréi Rublev (1966) permanece como el calor absorbido por las piedras una vez que la lumbre se extingue. Como la lenta pasión de un mártir, consumió nueve años de la vida de Andréi Tarkovski. Tenía apenas 30 al empezar a escribir el argumento a dúo con Andréi Konchalovski y casi 40 cuando la película pudo al fin ser estrenada en salas de la Unión Soviética, tras pasar cinco años enlatada, biocoteada y mutilada bajo argumentos nacidos del delirio.

Tarkovski había regresado de Venecia con el León de Oro otorgado a su ópera prima, La infancia de Iván (1962), con cierta libertad para emprender un segundo largometraje pese a la incomodidad de Nikita Jruschov al respecto: la URSS, decía, nunca había usado de esa forma a niños en la guerra, a pesar de que el programa de pioneros estalinistas, o menores de edad en campamentos militarizados, era bien conocido.

Para el siguiente proyecto Tarkovski emprendía dos búsquedas que implicaban una profunda transgresión del cine impulsado por la productora estatal, Mosfilm, y por su brazo de distribución internacional, Sovexportfilm: su figura central sería un monje ortodoxo y pintor de iconos cristianos que atravesaba el territorio ruso durante el Medioevo temprano, en el momento exacto en que las invasiones tártaras y mongolas arrasaban con las poblaciones del interior y sus templos. Andréi Rublev, al mismo tiempo filósofo, eremita y artista plástico, encarnaría la tensión histórica entre la Rusia erosionada por el materialismo salvaje y la otra, espiritual, animista y devota, que los dos Andréi –cineasta y protagonista– habitaban como una catacumba para resguardar la belleza a través del arte.

El rodaje de casi dos años de duración en las regiones de Vladimir, Suzdal y Pskov resultó no solo en una de las piezas capitales del cine moderno, sino en un misterio cambiante que el tiempo sigue alterando como a un prisma o caleidoscopio, uno que absorbe el color de la luz que lo rodea en cada momento, alterando su forma y provocando nuevas lecturas. Narrada en siete episodios o retablos levemente relacionados, fechados en un largo período entre 1400 y 1423, la original estructura ideada por Tarkovski y Konchalovski (quien sobrevivió al primero para dirigir clásicos como Siberiada, aunque también Tango y Cash) semeja hoy un tríptico o lienzo basto de Peter Bruegel o el Bosco, poblado por detalles diminutos e infinitos que revelan mundos completos conforme uno acerca la vista a sus rincones.

Andréi Tarkovski

Fotograma de Andréi Rublev (1966), de Andréi Tarkovski

El título original de la cinta, La pasión según Andréi, es adecuada para describir su rodaje, su atmósfera, e incluso para nombrar la biografía de un pintor que rara vez es biográfica (la mayoría de los episodios son ficticios) y en donde nunca lo vemos pintando. Cuando Tarkovski exhibió un primer paso a los comités de aprobación de Mosfilm, éstos respondieron que para autorizar su exhibición tendrían que realizar 22 cambios, de los cuales Tarkovski aceptó 17, que redujeron el metraje de 205 minutos a 183, además de cambiar su título por Andréi Rublev, con connotaciones menos religiosas o simbólicas, además de evitar los chistes irónicos y amargos de que el Andréi del título fuera el director.

Aún después de realizar los cambios, en 1967 la respuesta (recogida por la dra. Ucraniana Zoia Barasch, de la Universidad de La Habana) fue tajante: “se determina que Andréi Rublev no puede estrenarse ya que los conceptos y las ideas que expresaba trabajan contra nosotros, contra nuestro pueblo y su historia, contra la política partidista en el terreno del arte. Los errores ideológicos del filme son indudables”.

La película fue enlatada hasta que dos años después, a inicios de 1969 y ante los crecientes rumores internacionales de que existía una nueva película del director de La infancia de Iván que permanecía oculta, Sovexportfilm accedió a vender Andréi Rublev a un distribuidor francés. Esto posibilitó que la película fuera exhibida en Cannes, aunque fuera de competencia dado que no había sido inscrita por las instituciones de su país de originen; pese a todo, recibió un premio de la FIPRESCI, pero ello solo acrecentó la molestia estatal hacia Tarkovski.

Unas semanas después del festival, en junio de 1969, el director escribía en una carta a su colega Grigori Kozintsev: “Mi vida se complicó extraordinariamente después del premio de la FIPRESCI en Cannes. Alguien de arriba propuso incluso que los críticos soviéticos salieran de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica para protestar contra el premio. A pesar de que los franceses, después de comprar la película, la exhibieron en Cannes por su propia voluntad, aquí me están atacando constantemente. Mientras mejor es la crítica (es unánime, la de izquierda y de derecha) en el exterior, peor me tratan aquí” (Z. Barasch, El cine soviético de principio a fin, 2008).

Andréi Tarkovski

Fotograma de Andréi Rublev (1966), de Andréi Tarkovski

En julio del mismo año, un nuevo intento de desenlatar Andréi Rublev para ser exhibida en la URSS tuvo como consecuencia una exhibición ante los jefes de comité del Partido Comunista en la ciudad de Vladimir (una de las locaciones del filme) con una respuesta igual de tajante, que el 17 de julio fue remitida así a Alekséi Románov, presidente del Comité de Cine: “Es nuestra opinión común que el filme Andréi Rublev constituye un fracaso artístico de A. Tarkovski y no sería correcto estrenarlo. Ante todo, no se entiende la posición creativa, ideológica y artística de los autores del filme. En vez de inculcar un patriotismo en los hombres y el orgullo por nuestra patria y por el hombre ruso creador que había construido los monumentos arquitectónicos de los siglos XII y XIII, durante todo el filme se muestran escenas perpetradas por el Mal: la humillación del hombre y de todo lo bello en su forma concentrada”.

La batalla por Andréi Rublev consumió tres años más de la vida de Tarkovski dentro de la URSS, hasta lograr su tibia y desangelada exhibición en salas en 1971, una vez que la película ya había sido vista en una amplia porción del mundo occidental, incluida la Reseña de Reseñas de Acapulco y en Estados Unidos gracias a la adquisición de derechos por Columbia Pictures.

Para Andréi Tarkovski el largo proceso distaba mucho de haber sido una victoria. A inicios de 1972, encontramos en su diario la siguiente anotación: “¿Cómo es posible que este país tan extraño no desee ni el reconocimiento internacional de nuestro arte, ni buenos filmes nuevos, ni libros? El verdadero arte les asusta. Es natural. El arte se resiste porque es humano. Pero ellos aplastan todo lo vivo, todos los brotes del humanismo, no importa si es el deseo del hombre de ser libre o el fulgor del arte en nuestro horizonte oscuro. Ellos no se tranquilizarán hasta que no acaben con todas las señales de la independencia”.

Para ese momento la página había pasado y él se concentraba en la complicada posproducción de su tercera película, la adaptación de Solaris de Stanisław Lem en una intrincada épica íntima y psicológica ubicada en el espacio exterior. Pero Andréi Rublev había dejado una herida abierta que no cerraría ni siquiera con el exilio en Europa occidental, sino todo lo contrario. Para ambos Andréi, dentro y fuera de la pantalla, la batalla de la belleza frente al fanatismo imperante sería un perpetuo vacío en la mirada.

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La pasión según Andréi

Como un largo y crepitante incendio a fuego lento, a medianoche y a media nada, Andréi Rublev (1966) permanece como el calor absorbido por las piedras una vez que la lumbre se extingue. Como la lenta pasión de un mártir, consumió nueve años de la vida de Andréi Tarkovski. Tenía apenas 30 al empezar a escribir el argumento a dúo con Andréi Konchalovski y casi 40 cuando la película pudo al fin ser estrenada en salas de la Unión Soviética, tras pasar cinco años enlatada, biocoteada y mutilada bajo argumentos nacidos del delirio.

Tarkovski había regresado de Venecia con el León de Oro otorgado a su ópera prima, La infancia de Iván (1962), con cierta libertad para emprender un segundo largometraje pese a la incomodidad de Nikita Jruschov al respecto: la URSS, decía, nunca había usado de esa forma a niños en la guerra, a pesar de que el programa de pioneros estalinistas, o menores de edad en campamentos militarizados, era bien conocido.

Para el siguiente proyecto Tarkovski emprendía dos búsquedas que implicaban una profunda transgresión del cine impulsado por la productora estatal, Mosfilm, y por su brazo de distribución internacional, Sovexportfilm: su figura central sería un monje ortodoxo y pintor de iconos cristianos que atravesaba el territorio ruso durante el Medioevo temprano, en el momento exacto en que las invasiones tártaras y mongolas arrasaban con las poblaciones del interior y sus templos. Andréi Rublev, al mismo tiempo filósofo, eremita y artista plástico, encarnaría la tensión histórica entre la Rusia erosionada por el materialismo salvaje y la otra, espiritual, animista y devota, que los dos Andréi –cineasta y protagonista– habitaban como una catacumba para resguardar la belleza a través del arte.

El rodaje de casi dos años de duración en las regiones de Vladimir, Suzdal y Pskov resultó no solo en una de las piezas capitales del cine moderno, sino en un misterio cambiante que el tiempo sigue alterando como a un prisma o caleidoscopio, uno que absorbe el color de la luz que lo rodea en cada momento, alterando su forma y provocando nuevas lecturas. Narrada en siete episodios o retablos levemente relacionados, fechados en un largo período entre 1400 y 1423, la original estructura ideada por Tarkovski y Konchalovski (quien sobrevivió al primero para dirigir clásicos como Siberiada, aunque también Tango y Cash) semeja hoy un tríptico o lienzo basto de Peter Bruegel o el Bosco, poblado por detalles diminutos e infinitos que revelan mundos completos conforme uno acerca la vista a sus rincones.

Andréi Tarkovski

Fotograma de Andréi Rublev (1966), de Andréi Tarkovski

El título original de la cinta, La pasión según Andréi, es adecuada para describir su rodaje, su atmósfera, e incluso para nombrar la biografía de un pintor que rara vez es biográfica (la mayoría de los episodios son ficticios) y en donde nunca lo vemos pintando. Cuando Tarkovski exhibió un primer paso a los comités de aprobación de Mosfilm, éstos respondieron que para autorizar su exhibición tendrían que realizar 22 cambios, de los cuales Tarkovski aceptó 17, que redujeron el metraje de 205 minutos a 183, además de cambiar su título por Andréi Rublev, con connotaciones menos religiosas o simbólicas, además de evitar los chistes irónicos y amargos de que el Andréi del título fuera el director.

Aún después de realizar los cambios, en 1967 la respuesta (recogida por la dra. Ucraniana Zoia Barasch, de la Universidad de La Habana) fue tajante: “se determina que Andréi Rublev no puede estrenarse ya que los conceptos y las ideas que expresaba trabajan contra nosotros, contra nuestro pueblo y su historia, contra la política partidista en el terreno del arte. Los errores ideológicos del filme son indudables”.

La película fue enlatada hasta que dos años después, a inicios de 1969 y ante los crecientes rumores internacionales de que existía una nueva película del director de La infancia de Iván que permanecía oculta, Sovexportfilm accedió a vender Andréi Rublev a un distribuidor francés. Esto posibilitó que la película fuera exhibida en Cannes, aunque fuera de competencia dado que no había sido inscrita por las instituciones de su país de originen; pese a todo, recibió un premio de la FIPRESCI, pero ello solo acrecentó la molestia estatal hacia Tarkovski.

Unas semanas después del festival, en junio de 1969, el director escribía en una carta a su colega Grigori Kozintsev: “Mi vida se complicó extraordinariamente después del premio de la FIPRESCI en Cannes. Alguien de arriba propuso incluso que los críticos soviéticos salieran de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica para protestar contra el premio. A pesar de que los franceses, después de comprar la película, la exhibieron en Cannes por su propia voluntad, aquí me están atacando constantemente. Mientras mejor es la crítica (es unánime, la de izquierda y de derecha) en el exterior, peor me tratan aquí” (Z. Barasch, El cine soviético de principio a fin, 2008).

Andréi Tarkovski

Fotograma de Andréi Rublev (1966), de Andréi Tarkovski

En julio del mismo año, un nuevo intento de desenlatar Andréi Rublev para ser exhibida en la URSS tuvo como consecuencia una exhibición ante los jefes de comité del Partido Comunista en la ciudad de Vladimir (una de las locaciones del filme) con una respuesta igual de tajante, que el 17 de julio fue remitida así a Alekséi Románov, presidente del Comité de Cine: “Es nuestra opinión común que el filme Andréi Rublev constituye un fracaso artístico de A. Tarkovski y no sería correcto estrenarlo. Ante todo, no se entiende la posición creativa, ideológica y artística de los autores del filme. En vez de inculcar un patriotismo en los hombres y el orgullo por nuestra patria y por el hombre ruso creador que había construido los monumentos arquitectónicos de los siglos XII y XIII, durante todo el filme se muestran escenas perpetradas por el Mal: la humillación del hombre y de todo lo bello en su forma concentrada”.

La batalla por Andréi Rublev consumió tres años más de la vida de Tarkovski dentro de la URSS, hasta lograr su tibia y desangelada exhibición en salas en 1971, una vez que la película ya había sido vista en una amplia porción del mundo occidental, incluida la Reseña de Reseñas de Acapulco y en Estados Unidos gracias a la adquisición de derechos por Columbia Pictures.

Para Andréi Tarkovski el largo proceso distaba mucho de haber sido una victoria. A inicios de 1972, encontramos en su diario la siguiente anotación: “¿Cómo es posible que este país tan extraño no desee ni el reconocimiento internacional de nuestro arte, ni buenos filmes nuevos, ni libros? El verdadero arte les asusta. Es natural. El arte se resiste porque es humano. Pero ellos aplastan todo lo vivo, todos los brotes del humanismo, no importa si es el deseo del hombre de ser libre o el fulgor del arte en nuestro horizonte oscuro. Ellos no se tranquilizarán hasta que no acaben con todas las señales de la independencia”.

Para ese momento la página había pasado y él se concentraba en la complicada posproducción de su tercera película, la adaptación de Solaris de Stanisław Lem en una intrincada épica íntima y psicológica ubicada en el espacio exterior. Pero Andréi Rublev había dejado una herida abierta que no cerraría ni siquiera con el exilio en Europa occidental, sino todo lo contrario. Para ambos Andréi, dentro y fuera de la pantalla, la batalla de la belleza frente al fanatismo imperante sería un perpetuo vacío en la mirada.

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martes, 26 de abril de 2022

Posy Simmonds y el mundillo literario

De larga trayectoria como historietista en la prensa del Reino Unido, Posy Simmonds tiene un nuevo libro en español: El mundillo literario (Salamandra Graphic). Recopilación de viñetas publicadas en The Guardian entre 2002 y 2005, se trata de una mirada irónica, no exenta de ternura, sobre las vicisitudes de los escritores, libreros y otros personajes vinculados al mundo de la escritura.

Simmonds es una auténtica leyenda del cómic británico, y en esta entrevista habla no sólo de sus trabajos más conocidos –como Gemma Bovery o Tamara Drewe–, sino de la manera particular en la que concibe su oficio, practicado durante más de medio siglo.

Usted ha trabajado en el mundo de la ilustración desde los años sesenta. ¿Cómo ve la evolución del cómic desde que empezó a dibujar? ¿En qué cree que ha cambiado?

Hasta hace relativamente poco, en el Reino Unido, no había mucha coincidencia entre los dibujantes de periódicos y el mundo del cómic: eran esferas separadas. Aunque de niña leía una gran cantidad de cómics ingleses y americanos, no conocí realmente ese mundo hasta el año 2000, cuando mi primera novela gráfica (Gemma Bovery) fue traducida al francés y acudí al Festival de Angulema. Allí me alegré mucho al descubrir que el cómic era una gran carpa que abarcaba todo tipo de historietas, desde los superhéroes hasta las novelas gráficas. Admiro el modo en que la BD (bande dessinée) es tomada en serio en Francia… Recuerdo que me llamó la atención que se pudiera comprar BD en los supermercados.

El Reino Unido quizá se haya quedado atrás con respecto a Francia y Bélgica, pero ahora se ha puesto al día. Hay festivales de cómic, tiendas de cómic, cómics en línea. Y un aumento muy bienvenido de mujeres que hacen cómics.

Muchos de sus libros han surgido de las colaboraciones en The Guardian. Es el caso de El mundillo literario, su último trabajo publicado en España. ¿Eso le ha permitido tener una visión siempre actual a la hora de crear su obra?

Cuando trabajaba para The Guardian estaba muy al tanto de la vida y los acontecimientos contemporáneos. El objetivo de mi tira cómica semanal (Mrs. Weber), que apareció en los años setenta y ochenta, era reflejar la vida y la época de los lectores. Quería que los detalles de mi trabajo fueran lo más precisos posible, y tomaba notas de todo: la moda, la jerga, los derechos de la mujer, la ley del divorcio, la disponibilidad de anticonceptivos, el tratamiento de los piojos y así sucesivamente. Todavía guardo cuadernos de bocetos y tomo notas. Los acontecimientos mundiales son impactantes, espantosos. El hecho de que se pueda hablar de la Tercera Guerra Mundial sin ironía es espantoso.

En El mundillo literario encontramos a escritores inseguros ante la publicación de su segundo libro, o que sufren bloqueo. Al escribir estos strips, ¿ha tenido en cuenta su propia experiencia como escritora o se ha fijado en otros escritores conocidos? ¿Cómo surgió la idea de hablar del Doctor Derek o del Agent Special Rick Raker?

Comparto muchas de las angustias de los escritores: el horror de la página en blanco; las horas que se pasan masticando un lápiz; la firma de libros, donde la gente te pregunta dónde están los baños; el miedo al rechazo; la fiesta de presentación literaria, con olor a canapés de queso de cabra…. Todas estas preocupaciones me dieron la idea del Doctor Derek, un médico literario que trata los problemas literarios. El estilo visual del Doctor Derek es un pastiche de los cómics de los años cincuenta que me encantaba leer cuando era niña.  Me gusta la parodia: Rick Raker es un agente especial literario, escrito al estilo de las novelas policiacas de Raymond Chandler.

Posy Simmonds

En el no. 6 de Facts and Fallacies, titulado Children’s Picture Books, escribe: “Se tarda unos cinco minutos en escribir una historia. No mucho más. Los libros ilustrados son muy cortos. Puedes hacer uno en tu hora de almuerzo…”. Usted ha escrito libros infantiles de éxito. ¿Cree que el mundo literario no toma muy en serio a los escritores de libros infantiles, a pesar de su gran labor como iniciadores en la lectura de los más pequeños?

Sí. A pesar de la enorme importancia de los libros infantiles, sus autores (e ilustradores) no suelen ser tan valorados como los escritores para adultos. Mucha gente cree que escribir para niños es sencillo, que cualquiera puede hacerlo. De hecho, algunas celebridades no pueden resistirse a intentarlo, produciendo libros horribles que se promocionan a expensas de los verdaderos autores. (Esto, por supuesto, no significa que se ignore a los famosos que escriben libros magníficos.)

¿Qué aporta en su obra lo narrado al cómic y, al contrario, cómo enriquece la ilustración al texto narrativo?

A lo largo de mi carrera he trabajado principalmente para periódicos. Mis dos primeras novelas gráficas se publicaron originalmente como series en The Guardian. Cuando Gemma Bovery se publicó en forma de libro, en Francia, me enteré por las críticas de que, desde el punto de vista de los puristas del cómic, mi formato era extraño, con mucho texto, una especie de híbrido. Al principio había una explicación sencilla para escribir mucho texto: la economía. The Guardian había estipulado el formato de la serie, el número de episodios (cien) y la frecuencia con la que aparecerían (a diario). Había que meter mucha historia en cada episodio y, sencillamente, el texto ocupaba menos espacio.

Pero a medida que avanzaba descubrí cómo el texto y la imagen podían trabajar juntos o hacer cosas diferentes. Cómo ambos podían presentar simultáneamente diferentes voces: en un episodio podía estar la voz del panadero francés en forma de texto, la voz del diario de la heroína en letra manuscrita, las voces de los personajes dibujados en los bocadillos y mi voz como ilustrador/cámara, una voz omnisciente, capaz de revelar cosas en las imágenes de las que los protagonistas no son conscientes. Me pareció que tener diferentes voces añadía profundidad tanto a los personajes como a la historia.

En cada episodio siempre había que elegir: ¿qué parte de la historia se contaría en texto y qué parte en imágenes? Me pareció que las imágenes eran buenas para ambientar las escenas, para describir el tiempo, la atmósfera, para las escenas/diálogos importantes, para los personajes y para el silencio: la historia contada únicamente en imágenes. El texto era bueno para introducir cambios de tono o de tiempo. El texto puede hacer avanzar la historia, pero también puede actuar como una especie de “freno” después de, por ejemplo, una intensa secuencia de paneles con muchos globos de diálogo.

En el libro Por qué leer los clásicos Italo Calvino decía que “cuanto más uno cree conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad”. ¿Ha experimentado esa sensación con las obras de Thomas Hardy o Gustave Flaubert en el momento de adaptarlas al cómic?

Sí. Cada vez que leo Madame Bovary encuentro algo diferente. La leí por primera vez en el colegio (en francés). Cuando estaba escribiendo Gemma Bovery encerré la novela de Flaubert en un cajón para no recordar su genialidad. Me tomé muchas libertades con su trama. También me pareció más satisfactoria Lejos del mundanal ruido, de Thomas Hardy, en comparación con la primera vez en que la leí, hace más de 30 años. (Hay pocas ventajas en envejecer, pero esa es una.)

Gemma Bovery o Tamara Drewe comenzaron como tiras cómicas. Si hubiera pensado en ellas desde el principio como libro, ¿hubiera trabajado de forma distinta?

¡Esto es un gran si…! Sí, si hubieran sido libros habría tenido más páginas para contar la historia que los cien episodios que el periódico encargó. También un formato diferente. Y unos plazos diferentes. Un plazo de entrega de un libro me habría dado más tiempo para trabajar en él. Pero a menudo un plazo más ajustado favorece la concentración… Trabajar bajo presión es bastante malo para los nervios, pero muy bueno para que surjan ideas. Cuando empecé la versión por entregas de Gemma Bovery en The Guardian tenía 25 episodios terminados y luego hice los otros 75, uno por uno, durante cuatro meses. Hacia el final sólo tenía cuatro o cinco episodios antes de la publicación en el periódico. Apenas salía de casa o de mi mesa de dibujo.

Sus estudios en L’Ecole des Beaux Arts, de París; Gemma Bovery, donde reflexiona sobre las relaciones entre los ingleses y sus vecinos continentales –tema que también trató Julian Barnes en los relatos de Al otro lado del canal– y ahora la exposición L’art de Posy Simmonds. L’humour romanesque, que le dedican en la Maison de la BD. ¿Tiene una relación especial con Francia?

Nunca había estado en un país extranjero hasta que fui a París con 17 años para aprender francés. Habiendo crecido en la campiña inglesa, la vida en la ciudad, la vida estudiantil, fue una experiencia abrumadora. Me encantó París. Desde entonces he visitado Francia con mi marido casi todos los años.

¿En qué está trabajando en estos momentos?

En otra novela gráfica, está en sus primeras etapas.

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Posy Simmonds y el mundillo literario

De larga trayectoria como historietista en la prensa del Reino Unido, Posy Simmonds tiene un nuevo libro en español: El mundillo literario (Salamandra Graphic). Recopilación de viñetas publicadas en The Guardian entre 2002 y 2005, se trata de una mirada irónica, no exenta de ternura, sobre las vicisitudes de los escritores, libreros y otros personajes vinculados al mundo de la escritura.

Simmonds es una auténtica leyenda del cómic británico, y en esta entrevista habla no sólo de sus trabajos más conocidos –como Gemma Bovery o Tamara Drewe–, sino de la manera particular en la que concibe su oficio, practicado durante más de medio siglo.

Usted ha trabajado en el mundo de la ilustración desde los años sesenta. ¿Cómo ve la evolución del cómic desde que empezó a dibujar? ¿En qué cree que ha cambiado?

Hasta hace relativamente poco, en el Reino Unido, no había mucha coincidencia entre los dibujantes de periódicos y el mundo del cómic: eran esferas separadas. Aunque de niña leía una gran cantidad de cómics ingleses y americanos, no conocí realmente ese mundo hasta el año 2000, cuando mi primera novela gráfica (Gemma Bovery) fue traducida al francés y acudí al Festival de Angulema. Allí me alegré mucho al descubrir que el cómic era una gran carpa que abarcaba todo tipo de historietas, desde los superhéroes hasta las novelas gráficas. Admiro el modo en que la BD (bande dessinée) es tomada en serio en Francia… Recuerdo que me llamó la atención que se pudiera comprar BD en los supermercados.

El Reino Unido quizá se haya quedado atrás con respecto a Francia y Bélgica, pero ahora se ha puesto al día. Hay festivales de cómic, tiendas de cómic, cómics en línea. Y un aumento muy bienvenido de mujeres que hacen cómics.

Muchos de sus libros han surgido de las colaboraciones en The Guardian. Es el caso de El mundillo literario, su último trabajo publicado en España. ¿Eso le ha permitido tener una visión siempre actual a la hora de crear su obra?

Cuando trabajaba para The Guardian estaba muy al tanto de la vida y los acontecimientos contemporáneos. El objetivo de mi tira cómica semanal (Mrs. Weber), que apareció en los años setenta y ochenta, era reflejar la vida y la época de los lectores. Quería que los detalles de mi trabajo fueran lo más precisos posible, y tomaba notas de todo: la moda, la jerga, los derechos de la mujer, la ley del divorcio, la disponibilidad de anticonceptivos, el tratamiento de los piojos y así sucesivamente. Todavía guardo cuadernos de bocetos y tomo notas. Los acontecimientos mundiales son impactantes, espantosos. El hecho de que se pueda hablar de la Tercera Guerra Mundial sin ironía es espantoso.

En El mundillo literario encontramos a escritores inseguros ante la publicación de su segundo libro, o que sufren bloqueo. Al escribir estos strips, ¿ha tenido en cuenta su propia experiencia como escritora o se ha fijado en otros escritores conocidos? ¿Cómo surgió la idea de hablar del Doctor Derek o del Agent Special Rick Raker?

Comparto muchas de las angustias de los escritores: el horror de la página en blanco; las horas que se pasan masticando un lápiz; la firma de libros, donde la gente te pregunta dónde están los baños; el miedo al rechazo; la fiesta de presentación literaria, con olor a canapés de queso de cabra…. Todas estas preocupaciones me dieron la idea del Doctor Derek, un médico literario que trata los problemas literarios. El estilo visual del Doctor Derek es un pastiche de los cómics de los años cincuenta que me encantaba leer cuando era niña.  Me gusta la parodia: Rick Raker es un agente especial literario, escrito al estilo de las novelas policiacas de Raymond Chandler.

Posy Simmonds

En el no. 6 de Facts and Fallacies, titulado Children’s Picture Books, escribe: “Se tarda unos cinco minutos en escribir una historia. No mucho más. Los libros ilustrados son muy cortos. Puedes hacer uno en tu hora de almuerzo…”. Usted ha escrito libros infantiles de éxito. ¿Cree que el mundo literario no toma muy en serio a los escritores de libros infantiles, a pesar de su gran labor como iniciadores en la lectura de los más pequeños?

Sí. A pesar de la enorme importancia de los libros infantiles, sus autores (e ilustradores) no suelen ser tan valorados como los escritores para adultos. Mucha gente cree que escribir para niños es sencillo, que cualquiera puede hacerlo. De hecho, algunas celebridades no pueden resistirse a intentarlo, produciendo libros horribles que se promocionan a expensas de los verdaderos autores. (Esto, por supuesto, no significa que se ignore a los famosos que escriben libros magníficos.)

¿Qué aporta en su obra lo narrado al cómic y, al contrario, cómo enriquece la ilustración al texto narrativo?

A lo largo de mi carrera he trabajado principalmente para periódicos. Mis dos primeras novelas gráficas se publicaron originalmente como series en The Guardian. Cuando Gemma Bovery se publicó en forma de libro, en Francia, me enteré por las críticas de que, desde el punto de vista de los puristas del cómic, mi formato era extraño, con mucho texto, una especie de híbrido. Al principio había una explicación sencilla para escribir mucho texto: la economía. The Guardian había estipulado el formato de la serie, el número de episodios (cien) y la frecuencia con la que aparecerían (a diario). Había que meter mucha historia en cada episodio y, sencillamente, el texto ocupaba menos espacio.

Pero a medida que avanzaba descubrí cómo el texto y la imagen podían trabajar juntos o hacer cosas diferentes. Cómo ambos podían presentar simultáneamente diferentes voces: en un episodio podía estar la voz del panadero francés en forma de texto, la voz del diario de la heroína en letra manuscrita, las voces de los personajes dibujados en los bocadillos y mi voz como ilustrador/cámara, una voz omnisciente, capaz de revelar cosas en las imágenes de las que los protagonistas no son conscientes. Me pareció que tener diferentes voces añadía profundidad tanto a los personajes como a la historia.

En cada episodio siempre había que elegir: ¿qué parte de la historia se contaría en texto y qué parte en imágenes? Me pareció que las imágenes eran buenas para ambientar las escenas, para describir el tiempo, la atmósfera, para las escenas/diálogos importantes, para los personajes y para el silencio: la historia contada únicamente en imágenes. El texto era bueno para introducir cambios de tono o de tiempo. El texto puede hacer avanzar la historia, pero también puede actuar como una especie de “freno” después de, por ejemplo, una intensa secuencia de paneles con muchos globos de diálogo.

En el libro Por qué leer los clásicos Italo Calvino decía que “cuanto más uno cree conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad”. ¿Ha experimentado esa sensación con las obras de Thomas Hardy o Gustave Flaubert en el momento de adaptarlas al cómic?

Sí. Cada vez que leo Madame Bovary encuentro algo diferente. La leí por primera vez en el colegio (en francés). Cuando estaba escribiendo Gemma Bovery encerré la novela de Flaubert en un cajón para no recordar su genialidad. Me tomé muchas libertades con su trama. También me pareció más satisfactoria Lejos del mundanal ruido, de Thomas Hardy, en comparación con la primera vez en que la leí, hace más de 30 años. (Hay pocas ventajas en envejecer, pero esa es una.)

Gemma Bovery o Tamara Drewe comenzaron como tiras cómicas. Si hubiera pensado en ellas desde el principio como libro, ¿hubiera trabajado de forma distinta?

¡Esto es un gran si…! Sí, si hubieran sido libros habría tenido más páginas para contar la historia que los cien episodios que el periódico encargó. También un formato diferente. Y unos plazos diferentes. Un plazo de entrega de un libro me habría dado más tiempo para trabajar en él. Pero a menudo un plazo más ajustado favorece la concentración… Trabajar bajo presión es bastante malo para los nervios, pero muy bueno para que surjan ideas. Cuando empecé la versión por entregas de Gemma Bovery en The Guardian tenía 25 episodios terminados y luego hice los otros 75, uno por uno, durante cuatro meses. Hacia el final sólo tenía cuatro o cinco episodios antes de la publicación en el periódico. Apenas salía de casa o de mi mesa de dibujo.

Sus estudios en L’Ecole des Beaux Arts, de París; Gemma Bovery, donde reflexiona sobre las relaciones entre los ingleses y sus vecinos continentales –tema que también trató Julian Barnes en los relatos de Al otro lado del canal– y ahora la exposición L’art de Posy Simmonds. L’humour romanesque, que le dedican en la Maison de la BD. ¿Tiene una relación especial con Francia?

Nunca había estado en un país extranjero hasta que fui a París con 17 años para aprender francés. Habiendo crecido en la campiña inglesa, la vida en la ciudad, la vida estudiantil, fue una experiencia abrumadora. Me encantó París. Desde entonces he visitado Francia con mi marido casi todos los años.

¿En qué está trabajando en estos momentos?

En otra novela gráfica, está en sus primeras etapas.

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Un monstruo con nuevas caras

En el siglo XXI nos hemos dado cuenta de una cosa: las etiquetas y los conceptos que utilizábamos antes han quedado rebasados: populismo, totalitarismo e, incluso, el antiguo eje izquierda-derecha. Algunos académicos, como el historiador italiano Enzo Traverso, afirman que tendremos que crear nuevas definiciones para los fenómenos que ya vivimos y para los que vienen. Muchos articulistas –víctimas de la pereza mental– nos advierten que la historia siempre se repite y ven reencarnaciones de Mussolini y Hitler en todos lados. Sin embargo, vivimos años que ameritan análisis puntuales que tomen en cuenta los matices y no sucumban a la visión maniquea de los medios masivos de comunicación.

En Cómo funciona el fascismo (2019) –título para su distribución en América Latina– Jason Stanley, profesor de filosofía de la Universidad de Yale, intenta actualizar lo que entendemos por el término. A través de diez capítulos presenta ensayos que analizan cómo los extremismos y la ultraderecha están en auge y, además, presentan nuevas caras difíciles de clasificar. El pasado mítico, la propaganda, el antiintelectualismo, la irrealidad, la jerarquía, el victimismo, el orden público, la ansiedad sexual, Sodoma y Gomorra y Arbeit macht frei (El trabajo hace libre) son los pasajes que sirven a Stanley para diseñar un mapa en el que podemos encontrar algunas características no sólo de varios líderes mundiales sino de partidos políticos, empresas y organizaciones clandestinas que han cobrado cada vez más poder en la arena pública, sobre todo en las redes sociales.

Cómo funciona el fascismo se puede vincular, por ejemplo, con algunas obras que estudian a la extrema derecha, como La mente reaccionaria. El conservadurismo desde Edmund Burke hasta Donald Trump de Corey Robin o La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común? de Michael J. Sandel. En estas obras podemos observar distintos tipos de comportamientos sociales que son aprovechados por las élites para llevar su agenda a la política real. Como suele pensar la gente, la extrema derecha tiene como cara pública a un político; sin embargo, la manera de pensar reaccionaria y discriminadora se basa –como ejemplifica Stanley– en razones más estructurales que, además, se nutren a través del tiempo.

En el último capítulo, “Arbeit macht frei” (frase en numerosos campos de concentración nazis), Stanley hace un recorrido por la discriminación sistemática en programas de asistencia social, la erosión social en los barrios afroamericanos estadounidenses que nutre, a su vez, las cárceles, y un individualismo extremo que premia el esfuerzo sin importar que muchos queden fuera del juego desde el inicio. Esto ocurre desde hace décadas sin que merezca mayor atención en los medios, porque alimenta un prejuicio que devalúa al otro y lo vuelve un chivo expiatorio ideal, sobre todo en tiempos convulsos. El culto al trabajo –implementado por el totalitarismo del siglo XX– demoniza a los grupos que buscan preservar sus derechos ante el avance del capitalismo voraz, como los sindicatos. El darwinismo social que vivimos en esta época, con la casi extinción del Estado de bienestar, es, simplemente, otra cara del fascismo.

Cómo funciona el fascismo es sobre todo un documento de alerta que deja para el final, y apenas esbozadas, las causas de lo que señala. Me parece que esto no es un defecto del libro sino que necesita complementarse con otras lecturas. No aborda el caso de América Latina ni otros países del Sur Global. Stanley explora en particular la génesis de las posiciones de la ultraderecha cuando pone en relieve la desigualdad y su influencia en el auge de políticos radicales como Donald Trump, entre otros. El blanco empobrecido ha sido, durante los últimos años, la carne de cañón para los republicanos y distintas organizaciones fuera de la política tradicional estadounidense. Sin embargo, como afirma el autor, en lugar de dirigir la inconformidad a las élites económicas –oligarcas legitimados como emprendedores–, los grupos de ultraderecha se enfocan en las minorías raciales, feministas, inmigrantes, entre otros.

La ecuación, cuando se le suma por ejemplo la gran cantidad de teorías de la conspiración cada vez más fantasiosas (pensemos en supuestas redes de pedofilia reunidas en pizzerías o hasta en la resurrección de personajes como John F. Kennedy), es una receta para cualquier tipo de explosión social y, sobre todo, para que la política tradicional quede superada. A menudo los liberales de mercado denuncian a los líderes ultraderechistas como personajes fuera de control. Sin embargo, ambos se retroalimentan. Por esta razón los diagnósticos que leemos en los medios por sus representantes se quedan siempre en la superficie. El libro de Jason Stanley es un buen inicio para ir un poco más allá en el análisis.

Jason Stanley, Cómo funciona el fascismo. Diez conceptos clave para entender el auge y los peligros de los nuevos tiranos del mundo, traducción del inglés de Laura Ibáñez, Blackie Books, México, 2021

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Un monstruo con nuevas caras

En el siglo XXI nos hemos dado cuenta de una cosa: las etiquetas y los conceptos que utilizábamos antes han quedado rebasados: populismo, totalitarismo e, incluso, el antiguo eje izquierda-derecha. Algunos académicos, como el historiador italiano Enzo Traverso, afirman que tendremos que crear nuevas definiciones para los fenómenos que ya vivimos y para los que vienen. Muchos articulistas –víctimas de la pereza mental– nos advierten que la historia siempre se repite y ven reencarnaciones de Mussolini y Hitler en todos lados. Sin embargo, vivimos años que ameritan análisis puntuales que tomen en cuenta los matices y no sucumban a la visión maniquea de los medios masivos de comunicación.

En Cómo funciona el fascismo (2019) –título para su distribución en América Latina– Jason Stanley, profesor de filosofía de la Universidad de Yale, intenta actualizar lo que entendemos por el término. A través de diez capítulos presenta ensayos que analizan cómo los extremismos y la ultraderecha están en auge y, además, presentan nuevas caras difíciles de clasificar. El pasado mítico, la propaganda, el antiintelectualismo, la irrealidad, la jerarquía, el victimismo, el orden público, la ansiedad sexual, Sodoma y Gomorra y Arbeit macht frei (El trabajo hace libre) son los pasajes que sirven a Stanley para diseñar un mapa en el que podemos encontrar algunas características no sólo de varios líderes mundiales sino de partidos políticos, empresas y organizaciones clandestinas que han cobrado cada vez más poder en la arena pública, sobre todo en las redes sociales.

Cómo funciona el fascismo se puede vincular, por ejemplo, con algunas obras que estudian a la extrema derecha, como La mente reaccionaria. El conservadurismo desde Edmund Burke hasta Donald Trump de Corey Robin o La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común? de Michael J. Sandel. En estas obras podemos observar distintos tipos de comportamientos sociales que son aprovechados por las élites para llevar su agenda a la política real. Como suele pensar la gente, la extrema derecha tiene como cara pública a un político; sin embargo, la manera de pensar reaccionaria y discriminadora se basa –como ejemplifica Stanley– en razones más estructurales que, además, se nutren a través del tiempo.

En el último capítulo, “Arbeit macht frei” (frase en numerosos campos de concentración nazis), Stanley hace un recorrido por la discriminación sistemática en programas de asistencia social, la erosión social en los barrios afroamericanos estadounidenses que nutre, a su vez, las cárceles, y un individualismo extremo que premia el esfuerzo sin importar que muchos queden fuera del juego desde el inicio. Esto ocurre desde hace décadas sin que merezca mayor atención en los medios, porque alimenta un prejuicio que devalúa al otro y lo vuelve un chivo expiatorio ideal, sobre todo en tiempos convulsos. El culto al trabajo –implementado por el totalitarismo del siglo XX– demoniza a los grupos que buscan preservar sus derechos ante el avance del capitalismo voraz, como los sindicatos. El darwinismo social que vivimos en esta época, con la casi extinción del Estado de bienestar, es, simplemente, otra cara del fascismo.

Cómo funciona el fascismo es sobre todo un documento de alerta que deja para el final, y apenas esbozadas, las causas de lo que señala. Me parece que esto no es un defecto del libro sino que necesita complementarse con otras lecturas. No aborda el caso de América Latina ni otros países del Sur Global. Stanley explora en particular la génesis de las posiciones de la ultraderecha cuando pone en relieve la desigualdad y su influencia en el auge de políticos radicales como Donald Trump, entre otros. El blanco empobrecido ha sido, durante los últimos años, la carne de cañón para los republicanos y distintas organizaciones fuera de la política tradicional estadounidense. Sin embargo, como afirma el autor, en lugar de dirigir la inconformidad a las élites económicas –oligarcas legitimados como emprendedores–, los grupos de ultraderecha se enfocan en las minorías raciales, feministas, inmigrantes, entre otros.

La ecuación, cuando se le suma por ejemplo la gran cantidad de teorías de la conspiración cada vez más fantasiosas (pensemos en supuestas redes de pedofilia reunidas en pizzerías o hasta en la resurrección de personajes como John F. Kennedy), es una receta para cualquier tipo de explosión social y, sobre todo, para que la política tradicional quede superada. A menudo los liberales de mercado denuncian a los líderes ultraderechistas como personajes fuera de control. Sin embargo, ambos se retroalimentan. Por esta razón los diagnósticos que leemos en los medios por sus representantes se quedan siempre en la superficie. El libro de Jason Stanley es un buen inicio para ir un poco más allá en el análisis.

Jason Stanley, Cómo funciona el fascismo. Diez conceptos clave para entender el auge y los peligros de los nuevos tiranos del mundo, traducción del inglés de Laura Ibáñez, Blackie Books, México, 2021

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